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La actriz como personaje en el teatro de Bretón de los Herreros

Pau Miret


I. E. S. Miquel Martí i Pol (Cornellà de Llobregat, Barcelona)



En las más de cien comedias que Bretón de los Herreros escribió entre 1824 y 1867 pueden localizarse una considerable porción de los personajes que caracterizan la sociedad y la literatura del segundo tercio del siglo XIX. Todos los oficios y caracteres se hallan representados en este peculiar viaje a través del tiempo que nos permite realizar su obra. La mujer, objeto de atención en estas Jornadas, también asume su función. Luisa Iravedra, como otros muchos críticos, ya señaló hace algunos años el feminismo evidente de Bretón quien, en obras como Marcela, defiende la independencia de la mujer y su libertad para elegir marido1. Pero en estas mismas comedias también aparecen mujeres sometidas a sus esposos, jóvenes y viejas, hacendosas y holgazanas, fuertes y débiles, fieles y perdidas.

De entre todos estos tipos quisiera detenerme hoy en uno de los que presentan mayor interés para todo aquel que quiera comprender uno de los ejes fundamentales del pensamiento teatral bretoniano: la figura de la actriz. Bretón de los Herreros no fue sólo uno de los dramaturgos más influyentes de su época sino que también, como crítico, trató de marcar unas directrices que fueran seguidas por los autores más jóvenes. Desde los diferentes periódicos para los que trabajó, dedicó una especial atención a la labor de los actores españoles y tomó partido por una nueva forma de representación más natural y alejado por tanto del antiguo sistema mímico-declamatorio. Será, por tanto, muy útil analizar la función de este tipo de personajes para observar hasta qué punto Bretón utilizó sus mismas comedias para hacer evidentes las ideas que iba transmitiendo en sus artículos de crítica dramática.

Nuestro recorrido dará comienzo con La redacción de un periódico (1836). En esta comedia, una vieja actriz acude molesta a la redacción para pedir cuentas por una crítica recibida. Sin embargo, no pretende conseguir la rectificación de las burlas relativas al arte porque, según asegura, «de eso no me cuido»2, sino exigir que se retire públicamente el calificativo de vieja. De hecho, este personaje tendría su correspondencia en la realidad de aquellos tiempos. Bretón, en algunos de sus artículos, expresa su desencanto por el afán de muchas actrices de asumir papeles que, por su edad, no les corresponderían. Así, en el artículo titulado «Cuatro consejos a un poeta dramático bisoño» se recomienda a los autores que no pretendan que «actrices jóvenes se encarguen de papeles de señoras mayores: que no sin repugnancia los suelen admitir las mismas actrices que ya son señoras mayores3». Es interesante destacar que la coquetería de algunas actrices parece ser uno de los pocos rasgos que, para Bretón, las distinguen de los actores. Insiste en ello en otro de sus artículos, «Charlatanismo escénico», donde con su habitual ironía asegura que la «primera obligación de una dama es parecer bonita»4. Al margen de estos detalles, en las críticas de nuestro autor los comediantes de uno y otro sexo son tratados de igual forma.

Volviendo a La redacción de un periódico, Bretón, por boca de sus personajes, caracteriza a la vieja actriz como una «pobre comedianta» que luce un «malhadado gesto», una «peluca» y un «quintal de bermellón con que cubre sus arrugas»5. Así pues, signos provenientes de diversos códigos: accesorios, gestos y maquillaje, además del refuerzo de la palabra, hacen evidente la provecta edad de la ridícula mujer.

Por otro lado, también cabe destacar la única acotación que se refiere a la gestualidad de este personaje. Cuando Agustín, el redactor en jefe, decide burlarse de la mujer con palabras seductoras, la actriz -incapaz de reconocer la ofensa- reacciona haciendo dengues con coquetería. Este personaje, como la mayor parte de los actores y actrices que aparecen en las comedias bretonianas, no acepta la realidad y vive recluida en su mundo, introduciendo así uno de los temas preferidos del teatro de nuestro autor, el contraste entre la realidad y la ficción.

La confusión entre lo que es real y lo que no es más que imitación artística de esa realidad se da también en una breve pieza de 1838 titulada El poeta y la beneficiada. Esta comedia recoge las peripecias de un poeta -Bretón asegura que la obra presenta muchos rasgos autobiográficos- que en un mismo día debe escribir unos versos en el álbum de un importuno literato, escuchar algunas espeluznantes escenas escritas por un dramaturgo novel, recibir a una actriz que le encarga una obra y desengañar a su vieja patona convencida de haber enamorado a este sufrido protagonista con sus supuestos encantos. Como en otras piezas de este autor, el humor surgirá cuando uno de los personajes descodifique erróneamente signos cinéticos y lingüísticos que el espectador sabe interpretar sin dificultad. Así, la patrona montará en cólera tras dar credibilidad a una escena en la que la joven actriz ensayaba unos versos de amor con el objeto de convencer al poeta de su aptitud para la interpretación. Ficción y realidad se funden aquí pues con una intencionalidad fundamentalmente cómica. Sin embargo, Bretón estaba defendiendo también un modelo de gestualidad más natural, el empleado por la actriz protagonista en su pequeña farsa teatral. En toda esa escena, no aparece ninguna acotación que indique movimientos especiales. En cambio, la actriz llega a abalanzarse sobre D. Ambrosio, el joven aspirante a dramaturgo, creyendo que era el personaje causante de sus males. La actriz pide disculpas porque -según asegura- se ha poseído del papel. Esa naturalidad -necesaria para dar verosimilitud a la confusión- contrasta enormemente con una escena anterior en la que la patrona, incapaz de hallar palabras para expresar su amor por el poeta, recurre a una gesticulación grotesca y exagerada que sólo conseguirá hacer creer al protagonista que «sin duda está esa mujer atacada de los nervios». Es significativo que en esta escena sí acumule el dramaturgo suficientes acotaciones para remarcar lo teatral del gesto: «con visible agitación y alargando la mano», «la patrona sigue haciendo monadas» y «vuelve a hacer muecas»6. Igualmente, en boca de los otros personajes se refuerza la idea de lo absurdo de su comportamiento: «¡Qué horrorosas contorsiones!», «¿Mas dónde está el fundamento de esa grotesca alegría que me anunciaban sus gestos?», «Pues ella hacía unos dengues...»7.

La exageración en el gesto, si bien aquí es ridiculizada por Bretón, tal como hicieron otros críticos y dramaturgos, era sin embargo, bien vista por algunos actores, escritores y una parte del público. Bretón se lamenta de ello en el mencionado artículo «Charlatanismo escénico o arte de agradar a la multitud con poco trabajo» donde asegura que uno de los recursos que tiene el mal actor para ganarse el aplauso del público es

cuidarse poco de que los gestos y actitudes sean conformes a los afectos que anuncian las palabras. El busilis está en gesticular y moverse sin descanso en todas direcciones, que si con esto se consigue marear a muchos espectadores, otros exclaman: "¡cómo trabaja el maldito! ¡qué expresión! ¡qué poseído está de su papel!"8.


Otro ejemplo de teatro dentro del teatro se observa en El cuarto de hora (1840). En esta comedia, el protagonista, poeta que paradójicamente es incapaz de expresar sus sentimientos reales, recurre a la farsa teatral para declarar su amor por Carolina. Previamente, había intentado llegar al corazón de la dama con el auxilio de la poesía y la pintura, pero sólo el teatro, con sus códigos estables le permitirá conseguir su objetivo. En el último acto de la obra, el escenario representará un salón con reja en el foro con vistas a un jardín. Esta reja se abrirá para desdoblar el espacio escénico y convertir el jardín en otro patio donde los rivales del protagonista desempeñarán el papel de espectadores. Carolina, cansada de provocar al poeta con armas propias de una mujer coqueta, decide proponerle la representación teatral de un dibujo alegórico que el galán le había dedicado en su álbum. El poeta, así, pierde su natural timidez, y consigue fácilmente su objetivo con los signos cinéticos y lingüísticos característicos del teatro de la época (se arrodilla, pronuncia las consabidas palabras: «¡mi bien, mi gloria, yo te adoro!», ella lo levanta y se abrazan). De este modo, Bretón pone de manifiesto algo que en muchos de sus artículos ya había tratado: la excesiva diferencia entre el teatro -donde se repiten un número muy limitado de gestos, palabras, ropajes, actantes, símbolos, etc.- y la realidad, afortunadamente más compleja9.

Pero la falsedad en la interpretación de los actores se da principalmente por su tendencia a imitar los modelos artísticos. Los manuales de declamación del siglo XVIII y buena parte del XIX recomendaban el estudio de los grandes pintores y escultores clásicos. Así lo asegura Dene Barnett quien recoge las observaciones de algunos tratadistas como Boisquet que, en 1812 sugería al actor el estudio de las pinturas de Rafael y Rubens, mientras que Dubroca, en 1824, aconsejaba imitar las actitudes de los personajes de Le Brun, Poussin o David10. Bretón, por el contrario, opinaba que el actor que pretendiera «copiar exactamente la gesticulación y actitud de cada figura en situaciones análogas» correría el riesgo «de dar en la caricatura». El actor, por tanto, no debía imitar ni al arte ni a otros actores sino que -según asegura en su artículo «Declamación»- «más necesario es el estudio constante de la humanidad viviente y agente en todas sus clases y jerarquías»11.

Una muestra cómica que ejemplifica lo perjudicial que para Bretón podía ser el seguimiento de las normas impuestas por dichos manuales se encuentra en Errar la vocación (1846). En esta obra, tal como informa el título, una mujer con evidentes habilidades para la jardinería, Facunda, se empeña en triunfar como actriz. Al igual que en El poeta y la beneficiada, un ensayo casero de la inocente joven será observado por otros personajes, provocando su confusión. Sin embargo, en esta ocasión estos casuales espectadores no creerán que lo que ven y oyen es real, sino que -al contrario- interpretarán que «alguna loca de atar está haciendo despropósitos»12. Si en El poeta y la beneficiada, la actriz, con naturalidad y poseída de su papel, se convertía en un modelo de interpretación, en Errar la vocación, la exageración gestual y un tono excesivamente marcado y grandilocuente servirán para representar el patrón opuesto. Esta escena se da al final del primer acto, cuando el padre le suplica que le repita:


pero con mucha bravura
aquel parlamento, aquella
escena tan tremebunda,
cuando a tu padre el virrey
dices en son de energúmena
mil tempestades, y luego
en tu corazón sepultas
el acero y...13


Es evidente la relación que existe entre el texto que la actriz debe interpretar drama de espectáculo y sentimental de cuyas exageraciones, como es bien sabido, Bretón hacía burla frecuente en sus comedias- y la manera de representarlo14. Aquí también abundarán las acotaciones que indicarán a los comediantes la necesidad de alterar visiblemente el sistema interpretativo. Facunda adopta una «postura exageradamente trágica», empezará su actuación «declamando con tonillo impertinente y ademanes grotescos» y figurará morirse «imitando a su modo las angustias de la muerte» pero cayendo cómodamente sobre un sofá15.

Por otro lado, antes de herirse, la actriz que interprete el papel de Facunda deberá hacer vibrar el cuchillo al tiempo que pronuncia las siguientes palabras «mientras yo tenga un acero, cuya punta me taladre»16. Este gesto cabría dentro de lo que Dene Barnet denomina «gestos imitativos» -y que eran muy frecuentes en los teatros europeos del siglo XVIII y principios del XIX. Estos signos pretendían mostrar el tamaño, la forma, la velocidad de algo que no estaba a la vista del espectador y que de esta forma se hacía presente. Sin embargo, en la situación representada, es obvio que dicho gesto es inverosímil, además de innecesario puesto que no aporta información nueva.

Por otro lado, el padre de la joven, Máximo, encantado por el genio interpretativo de su hija, debe colaborar en el ensayo adoptando el papel del virrey. Para ello, Facunda le pide que muestre «faz torva y sañuda» y «la mano trémula». Máximo, deseoso de contentar a su hija, le pregunta cuál de las dos manos debe hacer temblar. Facunda, convencida de que una acumulación de signos siempre produce mayor efecto, cree que lo mejor será mover las dos. De este modo, Máximo, «agitando ambas manos y fingiendo una ira ridícula» se siente «hecho una estampa de Judas». Esta comparación entre gesto y pintura, así como la exclamación expresada por Máximo («¡Sublime, qué bien te dibujas¡»), resulta altamente significativa si tenemos en cuenta que, como se ha dicho anteriormente, Bretón se propuso que los actores buscasen sus modelos en la realidad y no en los museos17.

Quisiera insistir en el hecho de que Facunda no es sólo una mala actriz. Facunda representa a todos los actores y actrices que, todavía en esos años, mantenían costumbres y técnicas del antiguo sistema. Dentro de esa escuela, Facunda podría incluso destacar si creemos las palabras de su padre que alaba su actuación en los siguientes términos:


¡y haces unos pasos..., unas
transiciones!... ¡Y qué bien
cortas el verso, y modulas
la voz..., y qué cara pones
en aquella escena muda!18


Todo ello son rasgos que caracterizarían la antigua forma de actuar. En su artículo de 1852 «Declamación», nuestro autor asegura que «actores y actrices hemos conocido [...] que [...] nunca quisieron desposeerse de la tradicional [escuela] en que se educaron, y como de ellos se dijese que cortaban bien el verso y pisaban bien las tablas, a poco más se limitaba su ambición artística»19.

Un año más tarde, en 1853, Bretón estrenaba la comedia El duro y el millón. En ella, insiste en el mismo tema pero con una novedad: aquí no se produce ninguna muestra de teatro dentro del teatro sino que Críspula, una vieja actriz que acaba de heredar una fortuna, se comporta en todo momento como un personaje de tragedia. Críspula emplea en todas sus intervenciones un «tono declamatorio», se compara con Dido o Ariadna, lleva colgado del cuello un pomito con éter para reponerse de los tres desmayos que sufre en escena y su gesticulación es grotesca y exagerada. En una acotación, el autor recalca que la actriz empleará «actitudes y tono de teatro»20. Parece como si Bretón olvidara que lo que estaba escribiendo era, precisamente, una obra destinada a ser representada por actores en un escenario. Sin embargo, lo que el dramaturgo pretende conseguir con ello es, en primer lugar, que el espectador perciba el contraste entre dos formas de representar y se convenza de lo absurdo de una de ellas y, por otra parte, crear una ilusión de realidad. Ubersfeld considera que la complejidad de estas situaciones obliga al espectador a «tomar conciencia del doble estatuto de los mensajes que recibe y, en consecuencia, a remitir a la denegación cuanto pertenece al conjunto del espacio escénico dejando a un lado la zona en que se opera el vuelco producido por la teatralidad»21.

Pero en esta pieza, no sólo Críspula actúa teatralmente. Como ocurre en tantas otras comedias, personajes que no saben expresar sus sentimientos o quieren ocultarlos recurren a gestos y palabras teatrales. En este caso, Bernabé, joven despreocupado, pretende enamorar a la vieja para conseguir su herencia. Pero este falso amor sólo puede ser expresado con aquellos signos codificados en los escenarios. Así, se llevará la mano al corazón, se arrodillará (aunque se sienta humillado) y con lenguaje rimbombante amenazará con el suicidio. Esta actitud convencerá a Críspula quien, incapaz de entender más código que el teatral reflexiona, en un aparte, del siguiente modo:


(¿Soy yo quien le ha enamorado
tan ciegamente..., o mi hacienda?)
Todo puede ser. -No, Críspula;
es imposible que mienta
quien habla con tal fervor,
con tanta... Ni soy tan vieja
que...)22


(IV, 340)                


Lo teatral de las actitudes de Críspula y Bernabé queda reforzado por numerosos comentarios del resto de personajes quienes opinan que los extraños movimientos de ella son «ataques epilépticos»23, «ataques de nervios»24, «dengues» y «raptos histriónicos»25, que «Crispulita es personaje trágico de veras» y «calza el coturno»26, que han vivido «un lance de melodrama», que su amor es un «amor de tramoya»27 o un «paso de tragedia»28, o «una farsa, un entremés»29 o que la forma de hablar de Bernabé es un «gongorino dialecto»30.

Así pues, Críspula, como la mayor parte de actrices que aparecen en el teatro de Bretón de los Herreros, es un ser que vive alejado de la realidad. Esta recurrencia en la caracterización de las actrices -y que coincide en lo fundamental cuando se trata de actores- no es obviamente casual ni tampoco un indicio de la falta de imaginación de nuestro autor, sino que con ello pretende insistir -por una vía más acorde con su carácter mordaz- en la necesidad de avanzar hacia una gesticulación más natural31. El buen actor debe imitar la realidad sobre las tablas y no, como nos hace visible Bretón en las piezas analizadas, imitar los movimientos, palabras y expresiones propias del arte.

Esta mezcolanza entre lo verosímil (real, normal, cotidiano) y lo ficticio (falso, artístico o engañoso) se da, en múltiples variantes, en toda la obra bretoniana. Personajes representativos de diferentes oficios y clases sociales recurren con frecuencia a actitudes que el propio Bretón denomina «teatrales» para aparentar posición social, riqueza o amor en una sociedad donde las apariencias tienen casi el mismo valor que la realidad.

Por otro lado, también hemos visto cómo el estilo poético y los gestos aprendidos en los teatros se hacen en ocasiones necesarios para transmitir lo que de otro modo resultaría difícil de expresar. La dificultad de la comunicación humana -como ya señaló Caldera32- es, sin duda, uno de los principales ejes temáticos del teatro bretoniano.

Y, por último, Bretón, que como moralista sabe que la mejor manera de destacar la virtud es poniéndola en contraste con el vicio, pretende igualmente con esta personal antítesis acentuar la verosimilitud de los gestos y las palabras de los personajes de sus comedias. Sin embargo, Bretón, cuyo principio fundamental, constantemente referido en sus artículos, es la máxima aristotélica de que el teatro debe ser imitación de la realidad, está poniendo de manifiesto la enorme distancia existente entre el mundo escénico y el mundo exterior.





 
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