La alimentación de los jesuitas expulsos durante su viaje marítimo
José A. Ferrer Benimeli
Universidad de Zaragoza
Hoy día parece ser que existe una especial curiosidad -a modo de contraste- por conocer la vida cotidiana de nuestros antepasados, y en especial los del siglo XVIII. Son muchos los trabajos y obras dedicados a analizar que hacían y comían, como viajaban, vestían y morían. Estos estudios, en especial en lo referente a la alimentación, se han extendido hasta algunos conventos de clausura femeninos: clarisas, bernardas, etc.1
En España hay un hecho en el siglo XVIII, al que se refieren los historiadores, y que en su día tuvo especial importancia político-social y religiosa. Me refiero a la expulsión de los jesuitas por Carlos III. De esta expulsión, cuyas connotaciones políticas han centrado el interés casi exclusivo de unos y otros2, hay múltiples facetas humanas que han pasado poco menos que inadvertidas, y que, en su día, afectaron profundamente a no menos de 4.000 jesuitas que fueron embarcados en distintos puntos de España y América, destino a los Estados Pontificios, de donde serían rechazados, para luego de una no fácil ni agradable navegación por el Mediterráneo acabar siendo desembarcados en Córcega3.
De este viaje, que en el mejor de los casos duró varios meses -y en pleno verano- uno de los aspectos no demasiado conocido es precisamente el de la alimentación. Pensemos que fueron necesarios fletar, acondicionar4 y disponer de víveres y utensilios no menos de cincuenta y seis barcos entre mercantes y navíos de guerra, y me refiero en este caso sólo a los que zarparon desde la península. Barcos en los que iban, a veces, hasta doscientos y más jesuitas, además de la tropa de protección, marinería y toda clase de animales vivos destinados para el consumo.
Las provisiones de rancho y ganado, siguiendo las instrucciones de Madrid, se hicieron calculando un máximo de dos meses de navegación.
En algún
caso, como en Salou -donde embarcaron los jesuitas de la provincia
jesuítica de Aragón-, el propio capitán de
navío y jefe de expedición, el mallorquín
D. Antonio Barceló,
supervisó personalmente los víveres embarcados y se
hizo eco de la situación haciendo observaciones, entre otras
cosas, sobre la mala calidad del vino y de las pasas e higos
destinados para postre. Barceló, que adjudicó a cada
mercante un guardiamarina y cuatro marineros para que asistieran a
los jesuitas en el viaje, hizo constar que la asistencia a los
jesuitas era pésima en los buques, aparte de que los
marineros que hacían de cocineros no sabían guisar
bien, «ni había criados que les
sirvieran la mesa y cuidasen del mareo»
.
A modo de ejemplo de cómo se distribuían los «pasajeros» puede servir el caso de Mallorca. Para albergar a los cuarenta y uno jesuitas procedentes de los tres colegios mallorquines y de la residencia de Ibiza, fue acondicionado el jabeque La Purísima Concepción, de 130 toneladas, y en él se colocaron los colchones transportados desde los respectivos colegios. Hubo que realizar algunas obras de adaptación, construyendo cuatro gallineros en el alcázar y seis comederos para ganado en el combés, además de la instalación de un fogón forrado de hojalata. Los catres se instalaron quince en la cámara y antecámara, catorce en la bodega y el resto en el sollado, donde también quedó ubicada la despensa.
Según relata Nonell5, lo que más incomodaba era la falta de sitio para colocar mesas en que comer. Muy pocos cabían en ellas; y los demás, o aquellos a quienes faltaba silla u otro asiento, tenían que comer y cenar echados sobre cubierta, como mejor podían, expuestos al sol y al viento.
Estas dificultades se agravaban en los buques de guerra salidos de Ferrol, donde embarcaron setecientos jesuitas. Precisamente para dar acomodo a doscientos jesuitas en cada uno de los dos navíos de guerra: el Nemopuceno y el San Genaro, se redujo en un tercio la dotación de las tripulaciones respectivas para así ganar más espacio. A pesar de todo, el San Juan Nepomuceno partió finalmente con una tripulación de 249 hombres y 147 soldados, más 202 jesuitas. El San Genaro lo hizo con 289 hombres de tripulación, 131 de guarnición, y 200 jesuitas.
El P. Luengo, que viajaba en uno de estos barcos, en su Diario manuscrito6, refiriéndose a los problemas de estrechez que tuvieron ya desde el embarque, escribe cómo se vieron obligados a meterse en bodegas, oprimidos, en verdaderas sepulturas por su estrechez. La distribución del barco, en la parte que les correspondió, la describe así: A popa había tres piezas o salas, una sobre otra. La cámara del capitán, la más alta, así como el comedor de la oficialidad. La del medio era la sala de los oficiales, a cuyo alrededor tenían sus camarotes; y la inferior o santa bárbara donde iban las municiones y vivían algunos artilleros. Desde las dos salas inferiores partían hasta la proa dos tránsitos cubiertos donde fueron colocados los expulsados. El espacio estaba dividido con tablas y en cada lado estaban formadas dos filas de catres o «sepulturas» de tablas, unas encima de otras a modo de literas; sin más espacio que el indispensable para entrar y salir. De modo que los que estaban en la fila inferior no se podían sentar sobre la cama, porque tropezaban con la litera de encima; ni los de la superior porque daban con el techo del navío. De esta forma iban acomodados ciento diez. En el espacio que iba desde el palo mayor hasta la santa bárbara se metieron unos treinta y dos, con menos estrechez, aunque tenían que compartir cañones y bultos; veinte en literas superpuestas y 12 en colchones colgados del techo con cordeles. Los restantes fueron ubicados en el tránsito que iba desde la cámara de oficiales a proa. En resumen -dice Luengo- todos estaban malísimamente instalados, sumamente oprimidos y sin espacio mínimo para desahogo.
Pero para la alimentación de estos doscientos jesuitas, a los que hay que añadir otros cuatrocientos hombres, entre soldados, oficiales y marineros, fue necesario embarcar -según afirma Luengo- docenas de bueyes, rebaños de carneros, una piara de cerdos, centenares de gallinas, cuarenta cántaros de agua y vino y muchos otros géneros y provisiones.
El conde de Aranda había previsto, para la ocasión, todo, hasta el menú que debía darse a los jesuitas embarcados, según consta en el «Método que ha de observarse en la subministración de la subsistencia diaria en la navegación, desde Puerto Salou a Civitavecchia, a los Religiosos de la Compañía de Jesús». En él se divide el menú entre el de los días de carne y los días de vigilia, sin olvidar el de los enfermos. Menú que abarca desde el desayuno de todos los días hasta el postre y vino:
Los días de carne estaba programado, a la comida:
Y a la cena:
Para los días de vigilia estaba previsto; al mediodía:
Y a la noche:
Finalmente para los religiosos que enfermaren:
A
continuación sigue un largo capítulo de
«Prevenciones» relativas a la cocina y cocineros,
aguada, leña y carbón, especias, aceite, vinagre y
sal, y utensilios, etc.,
etc. En este capítulo
se dice expresamente -entre otras cosas- que en cada
embarcación debía ir un marmitón que aderezara
la comida «al cual ayudarán los
dos muchachos de la tripulación»
.
A fin de
establecer un control sobre la comida, el conde de Aranda
había establecido que cada mañana se entregaran al
cocinero los géneros correspondientes «con peso»
, para la comida y cena del
día, «a cuyo acto ha de concurrir
el hermano coadjutor que destine el Padre más condecorado
que vaya en el buque, y se le entregará para su
verificación un peso castellano»
.
Por otra parte era de cuenta del patrón la aguada necesaria al regular consumo de las personas que transportara. También la leña, y carbón de guisar; el vinagre, sal, especias, el aceite para la comida, y para los faroles precisos alumbrar durante la noche, en la cámara, entrepuentes, y bajo el alcázar, e igualmente las luces de sebo en los parajes, y horas necesarias.
El repuesto de los
víveres a bordo de las embarcaciones también
corría a cargo del Patrón correspondiente o del
comisionado, debiendo tener atención «a la buena calidad de los géneros, que
deben repostarse con proporción al número de
religiosos que conduzca, y el supuesto de veinticinco días
de ración; los diez y nueve de carne, y los seis de
vigilia»
.
Y todavía se puede leer en este capítulo de «Prevenciones» lo siguiente:
El resto
está dedicado a la forma de pago del patrón, al que,
a cargo de todas las obligaciones contraídas de repuesto y
distribución de víveres, servidumbre y
responsabilidad de utensilios, se debían pagar de cuenta de
la Real Hacienda, «siete reales de
vellón líquidos, por la subsistencia de cada
individuo al día, abonándosele la correspondiente a
veinte días, aunque provea menos, según la buena
fortuna del viaje; y si tardare más de los citados veinte
días, se le abonarán al mismo respecto de los siete
reales y medio de vellón líquidos, los que hiciere
constar hasta el desembarco»
.
Finalmente cabe
destacar una especial recomendación hecha al patrón y
marineros de las embarcaciones, en el sentido de que
deberían servir a los religiosos en cuanto se les ofreciere,
«tratándolos con el cariño,
y respeto que corresponde al sacerdocio»
.
En cualquier caso da la impresión de que todas estas previsiones, meticulosamente detalladas, quedaron cortas, debido a la duración inesperada del viaje, y al excesivo número de jesuitas que finalmente tuvieron que viajar en cada embarcación.
Luengo describe,
con su característico humor cáustico, como la
mayoría de los jesuitas era la primera vez que subían
a un barco, y debido al viento y mal estado de la mar, los mareados
-que eran muchos- pasaron «ansias y
agonías de muerte, tirados por los rincones del barco o
arrojados encima de las colchonetas, sin oírse más
que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos con
unas convulsiones que parece iban a dejar allí hasta el
cuarto apellido»
.
La falta de espacio en los barcos era tanto mayor y molesta cuanto que había que compartirlo no sólo con las dotaciones de soldados, oficiales y marineros, sino, sobre todo, con los víveres consistentes en gran parte en animales vivos: bueyes, carneros, cerdos, gallinas, etc.
Sobre este aspecto, aparte las siempre sugerentes notas de Luengo disponemos con todo detalle de las provisiones y menaje de los once jesuitas de Canarias que el día 14 de mayo se embarcaron -una vez que un barbero les afeitó y arregló el cabello- con su colchón y cofres de objetos personales, en el paquebote de bandera inglesa La Unión, al mando del capitán Lorenzo Oliver, natural de Mahón. A los once jesuitas se les unió como cocinero, el mozo que tenían en el colegio de Las Palmas, Antonio Hernández, que quiso acompañarlos.
El capitán -como señala Julián Escribano Garrido en su obra Los jesuitas y Canarias7- se comprometía a llevarlos directamente al Puerto de Santa María y les ofrecía leña, agua y sal. Cobraba por estos servicios 270 pesos escudos de a 8 reales de plata. Debía entregar a los jesuitas al Gobernador del Puerto de Santa María.
Como la alimentación no se incluía en el precio convenido, corría, por lo tanto, a cargo de los pasajeros. Por ello el Corregidor abasteció suficiente y sobradamente la «despensa», compuesta de esta manera:
Como utensilios se les entregó:
Como servicios de mesa:
2 tablas de manteles; 3 toallas, 10 docenas de servilletas con sus respectivas cajas para telas y cubiertos8. |
Desde luego este menaje, y, sobre todo, la despensa nos resulta desproporcionada para once personas, y para un viaje que normalmente no debía durar mucho más de diez días, a no ser que entre Tenerife y Cádiz se encontraran con las famosas calmas que detenían a los barcos, por falta de viento, durante días y días. Tanto más que el destino final del paquebote inglés no era Italia, sino el Puerto de Santa María donde debían entregar los jesuitas al Gobernador, y se supone que durante los días o semanas que estuvieran en Puerto sería el Gobernador o el Comisionado regio el que tenía que cuidar de su manutención y alojamiento. Sin embargo, en todos los demás casos la orden recibida era de que las provisiones de rancho de cada barco se calcularan para 50 ó 60 días de navegación, que -como veremos- resultaron muy cortas pues hubo jesuitas que permanecieron embarcados sin poder saltar a tierra durante 163 días, es decir, hasta cinco meses, tres meses más de los previstos.
Como contraste,
las referencias y experiencias vividas en el Nepomuceno,
navío de guerra que protegía a los jesuitas de
Castilla, salido desde Ferrol, tienen un color más negro.
Luengo llega a escribir que «una choza de
pastor en tierra con un rebojo de pan hubiéramos escogido
especialmente los del navío Nepomuceno, y la
escogeríamos en el día como un regalo antes que vivir
en esta embarcación del modo que vamos y de la manera con
que se nos trata»
9.
Se decía
misa en un altar-oratorio junto a la escalera en la cámara
de en medio, en un pasadizo tan pequeño que sólo
cabían en el cuatro de rodillas. Rodeado de camastros y
colchonetas, mientras los otros dormían o roncaban se
podían decir diariamente cuatro o seis misas. El chocolate
servía de desayuno para todos. Los doscientos jesuitas
tenían que desayunar de pie al mismo tiempo con media docena
de jícaras y otros tantos vasos. El resto de la
mañana lo pasaban esparcidos por los rincones y escondrijos
leyendo o escribiendo. A las diez y media empezaba la comida en
cuatro turnos en la cámara de en medio. Unas mesas y cajones
al efecto servían de mesas. Cada vez comían de
cuarenta a cincuenta en condiciones no precisamente
higiénicas. «Los manteles y
servilletas que sirven cada día ocho veces, cuatro para
comer y otras cuatro para cenar, en poco tiempo se ponen
puerquísimas -nos dirá Luengo- y más que
mantelería de gente aseada parecen
estropajos»
10.
Los cubiertos correspondían a tan gloriosa
mantelería. Los más eran de madera. Había un
plato por persona, pero sólo un vaso para cuatro o cinco,
con lo que su uso resultaba incómodo y sucio teniendo en
cuenta que había que ablandar en el agua cada uno el
bizcocho o galleta «de dureza
granítica»
.
Por otra parte, como señala el diarista, los cocineros y pinches eran sucísimos. Y para completar el cuadro, gran parte de los víveres se echaron a perder, haciéndose incomibles por descuido de los subalternos, con lo que los menús previstos desde Madrid quedaron reducidos a una sopa o en su lugar una menestra de fideos o de arroz cocido, una olla de vaca fresca en Ferrol y carne salada con trozos de vaca en alta mar. Y para postres que al principio fueron variados, pero escasos, luego se restringieron a una sola clase y apenas llegaba para todos, consistente en una rebanada delgadísima de queso, servido a mano por un galopín de la cocina. Algunos días extra, se ponía gallina en vez de vaca, o jamón.
Más miserable aún era la cena, consistente en un estofado o guiso caldoso de un color indefinible y de gusto asqueroso, con lo que pocos tenían la osadía de catarlo. Otras veces compartían la cena de los marineros consistente en alubias, y cortezas de tocino, y alguna que otra vez -y a petición propia- sopas de ajo. Como postre una docena de pasas, y nunca ensalada ni fruta. Del arroz, dice Luengo que estaba lleno de chinas, inmasticable, sucio y de malísima calidad. Tenían que pagar extra el pan si lo querían fresco, pues el panadero de navío cocía cada día pan. Si no lo compraban era siempre duro. Peor aún era la galleta o bizcocho, tan negro, que algún oficial decía que había hecho su viaje de ida y vuelta a América. La galleta era tan dura -repite en varias ocasiones Luengo- como un morrillo de granito, por lo que había que remojarla so pena de que saltara alguna esquirla de los dientes.
Al vino de Jerez se le cobró asco por usarlo como medicina los primeros días de mareos y bascas. De vino tinto se bebían de 7 a 8 cántaros al día. El agua se fue mareando adquiriendo sabor de jabón o azufre o de pólvora. Sin embargo, no fue renovada, como lo hicieron otras embarcaciones.
No menos expresivo
e irónico resulta el P. Isla en
su Memoria a S. M. el Rey
D. Carlos III, escrito y fechado en
Calvi el 15 de febrero de 1768. Empieza hablando de la estrechez en
que tuvieron que viajar los jesuitas embarcados en los
navíos de guerra San Jenaro
11 y San
Juan Nepomuceno, que es en el que hizo el viaje el
P. Isla. Como hemos visto en cada uno de
estos navíos se acomodaron doscientos jesuitas que
añadidos a la numerosa tripulación y a la
guarnición de tropa marina «apenas
cabían de pie en los buques... de manera que para maniobrar,
especialmente en las faenas más prontas y de mayor cuidado,
era menester que los pasajeros se bajasen a sus camas de entre
puentes»
. Y tras recordar el estrechísimo espacio
que allí correspondía a cada uno, la congojosa
apretura, el aire impuro y abrasado que tenían que respirar
en el rigor de los calores de junio y julio, así como
«los tediosos y mal sanos efluvios que
exhalarían tantos cuerpos hacinados en un espacio tan
ceñido»
, pasa a ocuparse de la comida:
Se hicieron en el Ferrol prodigiosas provisiones de todo género de carnes, aves, escabeches, vinos, chocolate, dulces, bizcochos, licores y demás especies, que no sólo eran conducentes para la necesidad, sino que podían servir para el regalo: y efectivamente sirvieron para el de la mesa del Capitán en la cámara del Nepomuceno12; pero de la mesa de los jesuitas estuvo tan distante la delicadeza y la abundancia, como sobrada la escasez, y la incivilidad y el desaseo. |
Y a continuación detalla lo siguiente:
Y todavía añade:
Si del desayuno pasamos a la comida la descripción del P. Isla se hace todavía más expresiva:
Hasta el octavo día de navegación no se vio en la olla ni gallina ni jamón, siendo así que fue verdaderamente portentosa la provisión que se había hecho de estos dos géneros. La gallina después se dejó ver en el plato por pocos días, y siempre con mezquindad; el jamón con alguna menor economía apareció todo el resto de la navegación.
La merienda o
«refresco de la tarde»
consistía en
dos cántaros de agua con dos o tres vasos para 200 sujetos; y no se hable de otra cosa: ni aún a los enfermos se les servía siquiera un bizcocho, a no ser que alguna vez ellos lo pidiesen o se lo agenciase el cirujano. A ninguno se le brindó jamás con un poco de dulce, sino a uno solo a quien profesaba en Capitán particular inclinación13; por lo que nunca se pudo comprender a que fin se había hecho tan abundante abasto de este último artículo. |
Y finalmente la cena:
Y para concluir este capítulo, añade el P. Isla:
A la poquedad y desaliño de la comida correspondía igualmente el repugnante servicio de la mesa. Solas dos veces se mudaron los manteles en los dos meses largos que estuvimos a bordo y duró la navegación. ¡Qué aseados estarían, sirviendo todos los días a ocho mesas diferentes entre comida y cena! En las mesas donde cabían 16, se ponían solo dos vasos, por donde habían de beber todos, esperando su vez, y aguardándose los unos a los otros; en las mesas de 5 ó 6, un sólo vaso, sin embargo de que en el Ferrol se hizo provisión, a costa de la Real Hacienda, de algunos centenares de ellos14. |
Según el
Diario de navegación de los jesuitas de la provincia de
Andalucía, desde Puerto de Santa María y
Málaga hasta Civitavecchia, escrito por el P. Tienda15,
al llegar a Málaga no se les permitió traer de la
ciudad algunas cosas que necesitaban «para algún alivio de varios enfermos
endebles, ancianos, que las querían comprar con su
dinero»
. Sólo se trajeron por cuenta del Comisario
«algunas hogazas de pan, y alguna
porción de lechugas y cebollas para refresco, porque ya iba
consumido lo que sacamos de Cádiz»
. En realidad
sólo llevaban cinco días de viaje. Dos días
después, el 9 de mayo de 1767, recoge el diarista: «Habiéndose acabado el pan duro comenzamos
a comer bizcocho o galleta»
. El P. Tienda que pone casi toda su atención en
los vientos y meteorología, así como en la
descripción de la costa, sí vuelve a ocuparse del pan
el día 13 de mayo: «Este
día, por especial favor, trajo el Comisario algunos
panecillos para los ancianos y enfermos, pues la galleta, aun los
buenos no podían pasarla por insulsa, sin sal, y aunque
blanca, tan dura, que era necesario partirla contra las
tablas»
.
Este Diario concluye con unas expresivas notas finales, entre las que se puede leer lo siguiente, a modo de síntesis:
Aunque las provisiones hechas por el Comisario Don Francisco Saravia han sido abundantes en todo por orden del Sr. Arriaga, Secretario de Marina, en carta al Intendente de Cádiz, ordenándole que en todo dispusiese el viaje en la inteligencia de que en cada jesuita iba su persona propia, señalando por el Rey 7 1/2 reales por día para el plato de cada individuo, con todo, no ha dejado de haber mucho que tolerar y ofrecer a Dios, en la estrechez, estando, por ejemplo, los 154 jesuitas que venían de Sevilla en el General Van Kaulgang en 35 pasos de largo, 15 de ancho y dos varas de alto, puestos los sitios de las camas como andén de gusanos de seda. En la calidad y hora de la comida; en el desaseo indispensable en tan poco sitio para tantos, causa de plaga de animalillos, que a poco se extendió por todos; finalmente en otras mil cosas que se omiten y solo se dejan a Dios para que las sepa para premiarlas16. |
Parece ser que no fueron mejores las condiciones de los jesuitas embarcados en Buenos Aires. Un jesuita originario de Silesia, el P. Florián Paucke, en su diario de aquel viaje señala cómo padecieron bastante de hambre y enfermedad, cómo estuvieron en el puerto esperando el embarque debajo de una lona calados hasta los huesos y durmiendo en el suelo.
Por su parte el P. José Manuel Peramás, procedente de Córdoba, donde los jesuitas tenían la única universidad existente entonces en todo el Río de la Plata, escribió en su diario:
La galleta era la peor y siempre era menester limpiarla antes de comer porque mucha, principalmente la partida, venía llena de chinches. Las menestras del mismo modo llenas por lo regular de excrementos de ratas y de cucarachas. Las viandas venían siempre de un mismo modo y tan escasas que todos los días había pleito por no alcanzar. Tal vez nos quejábamos de esto y no faltó quien nos dio por respuesta el que agradeciésemos a Dios que no nos tratasen peor que a grumetes. Callábamos, pues, y sufríamos por no exponernos a oír mayores desvergüenzas. Basta lo dicho, lector, para que veas de algún modo cómo vendríamos y pasaríamos 85 días en la navegación con semejante trato17. |
Pero si dura fue la travesía hasta Córcega, no lo iba a ser menos, unos meses después, cuando expulsados de nuevo -esta vez de Córcega que había pasado a la corona de Francia- fueron embarcados en navíos franceses para ser llevados a Italia.
Como testimonio de este último viaje marítimo existe una carta del P. Reig18 en la que entre otras cosas se dice: