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La antigüedad clásica: arte y mitología en la poesía de Salvador Rueda

Bienvenido de la Fuente






- I -

En la temática de la obra poética del malagueño Salvador Rueda (1857-1933) ocupan un lugar destacado el arte y la mitología de la Antigüedad clásica, griega y latina, como ya indiqué en otro lugar1. Hay que constatar, además, que Rueda dirige su mirada al mundo clásico relativamente pronto, en contra de la opinión de J. F. Montesinos2, quien indica como fecha de la aparición de tal temática el año 1906. Yerra igualmente R. Espejo-Saavedra cuando, quizás siguiendo las indicaciones de Montesinos, dice: «El tema de Grecia, presente asimismo en la obra de otros poetas modernistas, no recibe pleno tratamiento por parte de Rueda, que nosotros sepamos, hasta la aparición de una serie de composiciones en Fuente de salud y Trompetas de órgano [...]»3. La presencia de la Antigüedad clásica en la poesía de Rueda es mucho más temprana. Con ello no me refiero a la simple mención de figuras mitológicas en símiles o metáforas, esparcida por gran parte de su obra, sino a la aparición del tema como tal en series de poesías, sobre las que ha llamado la atención recientemente G. Carnero, quien con razón cree que hay que ver tal temática como parte de «otros elementos propios de la aristocracia mental modernista»4.

La primera muestra clara del acercamiento de Rueda a la Antigüedad clásica la encontramos en la serie de sonetos que lleva por título La bacanal (desfile antiguo)5, publicada según indican nuevos estudios bibliográficos sobre la poesía de Rueda6 ya en el año 1893.

Otra muestra del interés de Rueda por la Antigüedad clásica es su libro Mármoles7, nueva serie de sonetos publicada también en Piedras preciosas8 ambas obras del año 1900. Rueda presenta una por una las esculturas de deidades mitológicas como Hermes, Démeter, Laocoonte y especialmente varías figuras de Venus.

El mismo año aparece en el libro El país del sol9 otra serie de sonetos dedicada al mundo clásico. Lleva por título «Poema griego. El friso del Partenón». La técnica de presentación de las distintas deidades y de los carneros, vacas, escanóforos, espondóforos, etc. que contiene la serie recuerda vivamente la antes mencionada bacanal.

Además de estas series hallamos en la obra poética de Rueda varias poesías aisladas dedicadas a cantar y sublimar el mundo clásico, griego y latino. «La risa de Grecia» y «Las metopas griegas», que se hallan en Fuente de salud10, «La diosa de las espigas. Ceres» en Lenguas de fuego11, «Ánfora» de El poema a la mujer12, «El discurso del dios Pan» y «Los bebedores de luz» en Trompetas de órgano13, «Corona a Daco» y «Los bárbaros de Roma» en Poesías completas14, así como las poesías dedicadas a cantar monumentos romanos como «El acueducto de Segovia» en el mismo libro15 son, a mi parecer -sin que pretenda que el recuento sea exhaustivo-, ejemplos adecuados y suficientes para documentar el interés de Rueda por la Antigüedad clásica.




- II -

La aparición del mundo grecolatino en la poesía de Rueda causa realmente sorpresa, al menos a primera vista. Cuando con Cuadros de Andalucía (1883), Poema nacional (1885) y Cantos de la vendimia (1891), entre otros libros de poesía, y con los libros de narraciones El patio andaluz. Cuadros de costumbres (1886), El cielo alegre (21887) o Granada y Sevilla (1890) se iba convirtiendo el poeta malagueño en un firme representante del regionalismo andaluz, como lo eran V. Wenceslao Querol para Valencia, J. M. Gabriel y Galán para Castilla, V. Medina para Murcia y en parte Rosalía de Castro para Galicia, aparece en «La bacanal» una temática que se aparta del camino emprendido. Para explicar este hecho se podría recurrir, como se ha hecho respecto a otros aspectos de la poesía de Rueda, a una solución muy fácil: Salvador Rueda toma como guía la poesía del nicaragüense Rubén Darío. Conocidas son la admiración que Rueda sintió por Darío y la protección que le dio en su primer viaje a España. Rueda le introdujo en los círculos poéticos e intelectuales de Madrid e hizo accesibles a su pluma las revistas literarias españolas de la época16. Rueda hubo de conocer muy pronto, no hay duda, «Recreaciones arqueológicas» y «Coloquio de los centauros» que, aunque forman parte de Prosas profanas (1896), ya habían sido escritas y publicadas anteriormente17. No creo, sin embargo, que se pueda atribuir la dedicación de Rueda a esta temática clásica únicamente al contacto con Darío y su obra. La inclinación al mundo griego se la reprochó a Rueda nadie menos que Clarín a propósito de la colección de poesías sobre temas costumbristas andaluces, Cantos de la vendimia. En una carta que Rueda puso luego como prólogo a este libro le recrimina el temido crítico que en sus «versos naturalistas» meridionales, haga aparecer «hasta grecas». Esto después de haberle criticado el uso de términos como «cráteras», que según Clarín «no es palabra corriente en castellano y tiene otro modo poético de mostrarse»18. Rubén Darío por su parte alabó a Rueda, como se sabe, en su conocido «Pórtico» del año 1892 atribuyéndole sangre griega»19. El propio Rueda explicaba años más tarde a Alonso Cortés el origen de su amor a la Antigüedad clásica diciendo: «Vienen estas devociones mías al alma griega de mis muchos años transcurridos como archivero, bibliotecario y arqueólogo en el Museo de Reproducciones Artísticas [...]»20. Tampoco Rueda me parece del todo fiable en estas líneas, pues bien sabemos que las escribió para rechazar toda influencia ajena en su obra, muy especialmente la de Darío, después de que entre ambos poetas nacieran las desavenencias y querellas conocidas.

No es fácil, es verdad, precisar la cuestión. Indiscutible es que Rueda conoció muy pronto la obra de Darío, pero también lo es que conoció a la vez, sino incluso antes, la poesía parnasiana, en la que en último término se orientaron ambos poetas. Rueda tuvo pronto contacto con la poesía de Julián del Casal, un gran parnasiano de primera hora, cuya inclinación por el mundo clásico constató Rueda con admiración21. Para más, conoció directamente la obra de parnasianos franceses como Leconte de Lisle, José María de Heredia, Sully Prudhomme y François Coppée. Poesías de estos autores fueron publicadas, en efecto, en la revista La Gran Vía cuando Rueda era su director22. A mi modo de ver, son varios los factores que llevaron a Rueda a interesarse por este mundo grecolatino, siendo muy determinante el últimamente mencionado. En el parnasianismo hubo de encontrar la orientación estética que convenía a la suya propia. Su quehacer poético está llevado ya en sus tempranas obras por el culto a la belleza, ideal parnasiano que rige en parte igualmente la obra de Darío, si bien, como afirma Rafael Ferreres23, las poesías de Rueda que tratan esta temática se hallan en varios aspectos más cerca del arte parnasiano que las de Darío. Rueda intenta tenazmente transponer la plasticidad de las figuras mitológicas en que se fija, aunque por otro lado la emoción que se apodera constantemente de él y le conduce a elevar y glorificar sobremanera lo que presenta en sus poesías está en contra de la impasibilidad postulada por los parnasianos. Como veremos, el mito que tales figuras representan no le interesa tanto como a Darío o a otros modernistas24, debido quizás a su desconocimiento de la materia. Al contrario que Darío, no tuvo Rueda una formación humanística; no conocía ni las lenguas ni las literaturas clásicas. La técnica empleada en el tratamiento de esta temática está igualmente en consonancia con las directrices parnasianas y a su vez se ajusta a la que emplea en otros temas, sea en el de la naturaleza, en el de la tecnología, en el del mundo erótico o incluso en el de los paisajes y costumbres populares de sus primeras obras. Así como en En tropel25 exigió «color y música» como elementos fundamentales de su poesía -postulado en el que la crítica y el mismo poeta quisieron ver desde el principio una manifestación del movimiento modernista- igualmente podría haber exigido, además, forma y relieve para este círculo temático.




- III -

Examinemos el tema en algunas poesías:



Baco, encima de un carro reluciente,
va por torvas panteras arrastrado,
y, en un vaso de plata cincelado,
bebe la espuma del licor hirviente.

Un tazón de Laconia transparente,
bajo el dosel de pámpanas formado,
luce su primoroso modelado
junto a jarros y perlas del Oriente.

Muestran las cabelleras destrenzadas
en el carro triunfal, nobles matronas
con las sacerdotisas inspiradas.

Y, cubiertas de pieles de leonas,
van al pagano rito, encadenadas,
mujeres con laureles y coronas.

El presente soneto fue publicado en La bacanal (desfile antiguo)26. Es, pues, de una fase muy temprana de la producción mediana. En él nos es presentada una de las figuras mitológicas más conocidas y más tratadas tanto en la literatura como en la arquitectura y pintura. En los trece sonetos de cuño clásico de que consta la serie se puede distinguir una introducción al tema en el primer soneto, donde vemos a Roma vestida de fiesta, un epílogo en el último soneto, en el que con el final del desfile se profetiza el ocaso de Roma, y una parte central, en la cual se describe el desfile propiamente dicho, cuyo núcleo lo forma el soneto transcrito. Precediendo a Baco van los silenos, las bacantes y los sátiros en el segundo soneto, las mujeres victoriosas y los niños portadores de ofrendas en el tercer soneto. Un actor que va declamando versos en el cuarto, así como las estaciones pletóricas de frutos y los poetas que ensalzan el premio que corresponde a los atletas en el quinto soneto, cierran la vanguardia del desfile. Leyendo el poema, tiene uno la impresión de que Rueda está describiendo, aunque sea de una forma muy exagerada y enaltecedora, una de las bacanales que la arquitectura o la pintura nos ha legado. Tengo por seguro que es así, aunque confieso que no he conseguido dar con ella. No creo que tenga importancia el hecho, pues en los sonetos que siguen queda tan amplificado y sublimado el desfile báquico que no cabría ni en los lienzos de un Tiziano, Poussin o Botticelli, ni en ninguno de los frisos conocidos. El lugar por donde pasa el carro con Baco, lleno de racimos de uvas, descrito en el soneto séptimo, trae al recuerdo, es verdad, la bacanal de Botticelli. Las cráteras del vino, las ninfas, los cazadores, las aves, fieras, pavos reales y cisnes de los sonetos siguientes pueden aparecer en un friso o en un lienzo, pero los «cíen carros resonantes» con el desfile de «avestruces, ciervos y elefantes» no cabrían en él. Lo que pretende Rueda es, a mi parecer, partiendo del recuerdo de una o varias bacanales existentes, crear la suya propia. Al igual que lo haría un buen parnasiano, intenta conseguir con la pluma lo que el escultor y el pintor logran con el cincel y el pincel respectivamente. Incluso cree poder asumir la función del músico valiéndose de la palabra.

Si nos fijamos de nuevo en el soneto transcrito, vemos que en el primer cuarteto destaca el colorido del carro que lleva a Baco y la cinceladura en plata del vaso en que bebe, así como la transparencia y el modelado del tazón que porta el vino. Lo mitológico queda aludido o suscitado, claro está, por la mención de la deidad y en parte, quizás, al referirse a las «sacerdotisas inspiradas» en el primer terceto, pero en realidad este aspecto queda en un segundo plano. En primer plano se halla la presentación de la belleza y del valor del cuadro. Para resaltar la dignidad del dios lo que hace Rueda es elevar por símiles y metáforas todo su alrededor. Ahí tenemos indicado por eso en el segundo cuarteto el origen del tazón donde llevan el vino, y el de los jarros en que se sirve, así como la referencia a la nobleza de las matronas y a los laureles y coronas que portan las mujeres.

En todos los sonetos del poema hallamos la misma finalidad y la misma técnica: la presentación del desfile báquico como algo extraordinariamente bello, en cuya recepción han de tomar parte todos los sentidos, y la elevación del mismo a «algo superior por medio de símiles y metáforas (técnica tan modernista empleada luego por Rueda en gran parte de su obra, no importa en qué tema)27. Los silenos y -las bacantes del segundo soneto tienen como misión excitar y enardecer los sentidos con sus bullicios y bailes en un ambiente iluminado por antorchas que hacen resaltar «las bellezas». El sentido del oído también tiene su función en la percepción de la 'belleza del desfile. Para él se hallan las encomiásticas canciones de los poetas y el continuo ruido de los carros en varios sonetos. Naturalmente el sentido del gusto tiene que ser saciado en un desfile tal: ahí aparecen las indicaciones al «licor hirviente» y sus «libaciones», en los sonetos sexto y quinto respectivamente. Para la vista no podían faltar ni la blancura de los cisnes, ni el rico tornasolado de los pavos «reales. Ahí los tenemos en el soneto undécimo. Incluso el olfato tiene su misión. En el soneto noveno entre los ramajes que llevan los carros aparecen, en efecto, las «aromadas pomas». El incondicionado afán por presentarnos la belleza del desfile a base de sus cualidades sensoriales conduce a veces a que estas lleguen a entrecruzarse. En el soneto quinto los poetas ensalzan el premio otorgado a los atletas «con ditirambos bellos y brillantes» y en el noveno «ungen el aire asiáticos aromas», entrecruces sensoriales que bien pueden ser calificados de sinestesias del tipo de transposición-identificación establecido por Ludwig Schrader28. La elevación del desfile a algo superior, de forma que este sea digno de la deidad celebrada, es obvia desde el principio al final del poema. Las mujeres acompañantes van en el soneto tercero vestidas de «lujosas galas», y los niños tienen «páteras de oro»; los racimos que encontramos en el soneto séptimo son «áureos» y los cazadores en el décimo tienen «venablos de oro», por citar solo unos casos. Oro, plata, nácar y perlas son términos que encontramos con gran frecuencia. En esta tendencia enaltecedora es muy llamativo el empleo de vocablos cultos. Elijo como ejemplos «torvas», «áureos», «lúbricos», «pomas», «blondas», términos modernistas muy frecuentes en su obra posterior. También llama mucho la atención la sobreabundancia de adjetivos. Casi todos los sustantivos llevan un apelativo enaltecedor. Los casos son tantos que no se pueden transcribir aquí. En su afán enaltecedor no tiene Rueda nada en contra en servirse de la aritmética, como dejé constatado en otro lugar29 con respecto a poesías de otros campos temáticos. Aquí llama la atención, en efecto, el frecuente uso del número cien, aplicado a los lazos que llevan los silenos en el soneto segundo y a los carros que siguen al de Baco en el doce. Los sátiros hacen «mil» libaciones en el soneto quinto. Con todo este ornamento del desfile el significado mitológico de Baco y de las bacanales mismas queda relegado a un segundo plano. En un primer plano se nos muestra la belleza del desfile, como ya quedó indicado anteriormente, hecho que podemos comprobar en el caso de otras figuras mitológicas.

Echemos la mirada a la siguiente poesía de una época posterior:




La Venus de Milo


Sobre tu mármol, de hermosura rara,
¡oh reina del amor tres veces santo!,
hizo el cincel con la belleza un manto,
y de tu cuerpo lo tendió en el ara.

Nunca en tu noble y floreciente cara
tembló una gota de caliente llanto,
y te hace fuente de divino encanto
la luz que viertes, como risa clara.

¡Oh Virgen del amor, Madre clemente!:
Fuera tu templo el Parthenon riente,
lleno de fervorosos peregrinos.

Y, en el altar del regio santuario,
tu pecho fuera el místico sagrario,
y tus senos los cálices divinos.

El presente soneto se halla en Piedras preciosas (1900)30. Forma parte de una serie titulada «Mármoles», que fue publicada también el mismo año en un opúsculo bajo el mismo título31. El libro está dedicado a Juan Valera. Lleva un prólogo de G. Martínez Sierra. Tenemos que ver, pues, con una poesía de una época intermedia de la producción poética de Rueda, cuando el movimiento modernista ya se había impuesto, tanto en Hispanoamérica como en España. En los veintiún sonetos de que consta la serie son presentadas distintas variedades de Afrodita, así junto a «La Venus de Milo» aparecen «La Venus de Médicis», «La Venus en el baño», «La Venus de Canova», «La Venus de Falconieri» [sic ¿Falconet?], así como otras deidades femeninas y masculinas.

No son las poesías de esta serie, a mi parecer, las mejor logradas de la obra de Rueda, pero sí sirven muy bien para poder constatar que el interés de Rueda por el mundo grecolatino perdura en el transcurso de su obra. Es más, se puede decir que va aumentando. Es posible que estas poesías tengan como origen concreto, como antes veíamos que indicaba Rueda, la contemplación diaria de las estatuas, siendo el archivero en el Museo de Reproducciones Artísticas de Madrid. La razón más profunda, si nos fijamos en lo que dice en sus poesías, es, sin embargo, lo que esencialmente busca en su creación poética: creación y manifestación de la belleza.

En el soneto transcrito vemos que la Venus de Milo está presentada en primer lugar como objeto bello. La belleza está cifrada en cualidades externas. Tanto el mármol de que está hecha como el manto que lleva puesto son bellos, así en el primer cuarteto. Parece ser el mismo mármol de la «Venus de Milo» de Leconte de Lisle. En su rostro no ha habido nunca llanto, dice en los primeros versos del segundo cuarteto, que traen vivamente al recuerdo el verso del poeta francés referido a Venus: «Jamais les pleurs humaines n'ont terni ta beauté»32. En su rostro quiere ver Rueda ante todo luz, que debe hacer resaltar su belleza. El significado mitológico de la diosa apenas aparece luego. No existe ninguna referencia a su origen, nacimiento, relaciones con otras deidades, a su función esencial33. Es más, junto a algunos atributos que le corresponden a la diosa, le son atribuidos olios un poco raros y que en lugar de elevar la dignidad de la diosa, aunque se nota que es esta la intención de Rueda, más bien la rebajan. Venus p. ej. no es realmente «reina del amor», sino deidad. Lo de «Virgen del amor» y «Madre clemente» no le cuadra bien. Más extraño aún es que Rueda no mencione que le faltan los brazos. O bien no tiene Rueda ante sus ojos o en su imaginación a la verdadera Venus de Milo del Louvre34 sino a uno de los intentos de reconstrucción en yeso, o bien la confunde con otra Venus. El hecho parece no importarle demasiado, cegado quizás por su afán de encontrar y transmitir ante lodo su belleza externa. Aquí se nota claramente la diferencia de que se habló antes entre la poesía de Rueda y la de, Darío. Mientras este en «Yo persigo una forma» se sirve del hecho de que le falten los brazos -«el abrazo imposible de la Venus de Milo»- para sugerir la dificultad que tiene él en encontrar su nuevo estilo, Rueda la presenta sencillamente como objeto bello. En realidad es lo que hace con todas las esculturas de la serie. «Belleza» y «hermosura» son términos, en efecto, que no faltan en ninguno de los sonetos dedicados a Venus. En «La Venus de Médicis» en el segundo cuarteto la luz pone de relieve «la hermosura de su cuerpo». En «La Venus en el baño» en el soneto noveno el agua vela su «escultura hermosa». En «La Venus de Falconet» en el soneto dieciocho la caída del ropaje pone al descubierto su «artística belleza». La atribución de esta cualidad a una representación cualquiera de Afrodita no choca, a no ser por su constante repetición. Vemos, sin embargo, que la atribuye igualmente a otras figuras mitológicas que tienen, a no dudar, otras cualidades y funciones más destacadas. De Júpiter alaba Rueda en el soneto noveno «la inmensidad de la hermosura»; Cefiso en el soneto tercero aniega el corazón «como río de hermosura griega», y Hermes en el soneto cuarto nos es presentado simplemente como «el tipo varonil de la hermosura».

Vemos, pues, cómo en esta serie dedicada al mundo griego en una etapa mediana de la producción de Rueda el acento está puesto, al igual que en la serie anterior, a cantar la obra arquitectónica, poniendo de relieve las cualidades externas. Con ello queda relegado a un segundo plano el elemento mitológico como tal, hecho que es aplicable igualmente a la serie titulada «El friso del Partenón», publicada en El país del sol (1901)35, en cuyos sonetos hace resaltar Ferreres «un deseo de trasladar al poema la plasticidad de las figuras»36 y el elemento musical de que les dota.

En la creación poética mediana posterior no aparecen nuevas series sobre el arte o mitología grecolatinas, pero sí existen, como se dijo antes, poesías aisladas; las cuales documentan el continuo interés del poeta por el tema. En estas poesías sigue existiendo la descripción externa de las figuras mitológicas, es más, se hace más ampulosa, al librarse Rueda de los límites espaciales que se había impuesto antes con la forma del soneto, pero el mito como tal ocupa un puesto más destacado que antes. De ejemplo pueden servir las poesías tituladas «Los bebedores de luz», «La risa de Grecia» o «Las metopas griegas», de las que ya se hizo mención antes. Por motivos de espacio solo puedo echar la mirada a esta última. Fue publicada en Fuente de salud (1906)37. El tema ya lo había tratado Rueda anteriormente en el soneto «Las metopas» de la serie «Mármoles». Mientras que en el soneto se limita Rueda a hacer breves indicaciones sobre las bodas de Pirítoo -que por cierto son «bellas»-, a las fiestas subsiguientes de los centauros, y a las luchas contra los lapitas, según lo que ha visto posiblemente en las metopas del Friso del Partenón38, en los treinta y tres cuartetos dodecasílabos de rima cruzada de que consta la poesía en cuestión nos habla con detalle del mito y describe con detención los distintos componentes del mismo. Su amplitud no me permite transcribirla aquí. Después de llamar la atención en los dos primeros cuartetos sobre la boda que va a tener lugar entre Pirítoo y su amada Deidamia, así como al lugar de acción, pasa Rueda a describir en los tres siguientes cuartetos a la «mujer más bella» de Tesalia. Cabello, senos y talle son las partes que nos presenta, elevándolas a «manto real», «cálices humanos» y «emocionante anchura» respectivamente. Sigue en los cuartetos sexto y séptimo la indicación al banquete de bodas y al estado de ebriedad en que caen los comensales. En los cuartetos octavo y noveno hallamos el rapto de Deidamia por el centauro Euritión en el momento preciso en que iba a tener lugar la unión carnal de los recién desposados. La descripción de la lucha entre los centauros, que bajo el mando de Teseo ayudan a Euritión, y los lapitas, defensores del esposo, ocupa los cuartetos décimo al vigésimo primero. En la descripción leemos cómo Pirítoo mata al raptor de su esposa en el momento preciso en que este iba a consumar el acto amoroso.

Al contrario de lo que vimos en las series de sonetos tratadas anteriormente, en las cuales aparecía solo una mención del mito o una alusión a él por medio de la presentación de la estatua, aquí encontramos una prolija exposición del mito. Parece como si Rueda fuese siguiendo la narración del mismo en uno de los manuales sobre mitología. Es más, Rueda no se da por satisfecho con la descripción. Después de llamar la atención sobre Fidias como cincelador de las metopas del Partenón, expresa en los últimos cuartetos su ardiente deseo de que revivan los mitos y de que la antigua Grecia vuelva a ser no solo la musa que inspire a los artistas, teniéndola por fuente de belleza, sino incluso la directora del mundo entero, por haber reinado en ella la justicia y el bienestar. Es este un ideal que podría hacer suyo un Leconte de Lisle, y naturalmente cualquier modernista.

He aquí su deseo:


«[...]

¡Oh, Grecia!, ¡oh maga! Surge, ciñe a las frentes
otra vez tus mentiras maravillosas,
y esta vida, que cuesta sangre a torrentes,
enguirnalden tus manos con frescas rosas.

Torna a ser de las almas sublime musa
con tu corte de genios jamás extintos,
y al son de Pan tocando la cornamusa,
se alcen tus grandes dioses sobre sus plintos.

Surge a dar a la vida leyes y pautas,
coronada de mirtos y de magnolias,
y danza al noble ritmo de tus cien flautas
de notas jonias, lidias, frigias y eolias.

A tu ritmo la vida no se detenga,
e imite de tu danza los leves cruces,
y, si viene la muerte, que al menos venga
apagando en las frentes rosas y luces»39.





 
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