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La arboleda perdida, primero y segundo libros: (1920-1931) [Fragmento]

Rafael Alberti





En la ciudad gaditana de El Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, bordeado de chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el nombre de un viejo matador de toros -Mazzantini-, había un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas llamado La arboleda perdida.

Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento, trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando dónde sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.

Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a ese «golfo de sombra» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada Arboleda perdida de mis años.

Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome vuelta al corazón con la cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero ella viene ahí, sigue avanzando noche y día, conquistando mis huellas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas sombras de gritos y palabras.

Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra, cumplida su conquista, seamos uno en el hundirnos para siempre, preparado ese golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a la derecha de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia el mar, me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total Arboleda perdida de mi sangre.

Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida.



Con motivo de no sé qué suceso revolucionario-masónico, según mi tío abuelo-, ocurrido en España a mediados del siglo XIX, los jesuitas de El Puerto tuvieron que escapar momentáneamente de su recién fundado colegio, refugiándose muchos en las casas más ricas de la capital gaditana y pueblos de su bahía. Mi familia fue de las más gustosas en recibir gran número de aquellos listísimos y temerosos padres, cuyos no menos aprovechados descendientes habrían de ser rodando el tiempo mis fríos y hasta crueles profesores. En agradecimiento a aquella labor encubridora de los ricos, decidieron abrir los S. J., tan sólo para los muchachos portuenses, un externado gratuito, que fue a donde me llevó mi madre y donde tuve que soportar, junto a ocios y rabonas reveladores, humillaciones y amarguras que hoy todavía me escuecen.

El colegio de San Luis Gonzaga era muy hermoso. A su enorme extensión y cabida de alumnos debía el ser conocido en toda España por «el colegio grande», así como el madrileño de Chamartín de la Rosa había logrado su distinción de «el gran colegio» por la calidad aristocrática de muchos de sus educandos. Reveladora diferenciación, muy dentro del espíritu de la Compañía.

La situación de aquél de El Puerto, ya en las afueras de la ciudad, era maravillosa. Se hallaba limitado: por la vieja plaza de San Francisco, con sus magnolios y araucarios, próxima a la de toros, que nos mandaba en los domingos de primavera, a los alumnos castigados, el son de sus clarines; por una calle larga de bodegas, con salida a un ejido donde pastaban las vacas y becerros que despertaron en mí y otros muchachos esperanzas taurinas, y por el primoroso mar de Cádiz, cuyo movimiento de gaviotas y barcos seguíamos, a través de eucaliptos y palmeras, desde las ventanas occidentales del edificio, en las horas de estudio.

La primera mañana de mi ingreso en aquel palacio de los jesuitas se me ha extraviado; pero, como todas fueron más o menos iguales, puedo decir que llegaba siempre casi dormido, pues las seis y media, noche cerrada en el invierno, no es una hora muy agradable de oír misa, comulgar y abrir luego, todavía en ayunas, un libro de aritmética.

El primer año, no recuerdo si por timidez o demasiada inocencia, fui un alumno casi modelo: puntual, estudioso, devoto, lleno de respeto para mis condiscípulos y profesores. En la proclamación de dignidades del curso salí nombrado segundo jefe de fila. Conocida es la organización de tipo militar que impera en los colegios S. J.: la misma para todos, con pequeñas variantes. El nuestro se componía de cuatro divisiones. A cada una de las tres primeras correspondían dos años de bachillerato, perteneciendo a la cuarta los alumnos de instrucción primaria y los párvulos. El externado formaba una división aparte, separada su sala de estudio. Nuestro contacto con los internos era sólo a las horas de clase, que celebrábamos conjuntamente. La máxima dignidad del colegio era la de príncipe; la mínima, la de segundo jefe de fila. El principado, por lo general, lo alcanzaba únicamente algún hijo de aristócrata, cacique o propietario ricos, gente que siempre pudiera favorecer, de una manera u otra, a la Compañía. Los externos, debido sin duda a nuestra convenida condición de inferiores, no podíamos aspirar nunca a aquella dignidad; se nos permitía sólo conseguir los grados de brigadier, cuestor de pobres, edil y jefe de fila. El uniforme, que en los internos era azul oscuro, galoneados de oro los pantalones y la gorra, consistía para nosotros en nuestro simple traje de paisano. Las dignidades, como en el ejército, usaban estrellas y sunchos en las bocamangas; pero nuestras categorías las marcaban distintos medallones, verdaderos colgajos, horrorosos aún más sobre las democráticas chaquetas. Los diplomas que conquistábamos, ya por una buena aplicación o buen comportamiento, eran de mala cartulina, medio borrosos nuestros nombres escritos a máquina, y no de pergamino dibujado de hermosas letras góticas como los que ganaban con evidente facilidad los internos. Estas grandes y pequeñas diferencias nos dolían muchísimo, barrenando en nosotros, según íbamos creciendo en sensibilidad y razón, un odio que hoy sólo encuentro comparable a ese que los obreros sienten por sus patronos: es decir un odio de clase.

Este primer año pertenecí también -otro mérito- a la congregación de San Estanislao de Kostka, un santito S. J. que, a juzgar por su aspecto en estampitas y esculturas, debía ser bastante tonto. Él, con san Luis Gonzaga y san Juan Bergman constituyen la joven trinidad angélica de la Compañía. A seguir el ejemplo de estos tres pálidos adolescentes se nos incitaba en toda plática o sermón. Muchos simpatizábamos más con san Luis. Azucena castísima, la figura del esbelto Gonzaga, patrón del colegio, despertaba en nosotros cierta mezcla de admiración y oscuro sentimiento, muy explicable en aquella edad de precoces deseos ambiguos. Ahora no puedo prescindir de enmarcar a cada una de estas tres virtudes sensitivas en sus horrendas capillitas ojivales barnizadas de claro, fulgurantes los filos de mala purpurina, esa que con el tiempo se va poniendo de un verdoso ocre, cayéndose al final.

Mi educación religiosa corresponde no ya a la gran época de los altares y cornucopias dorados a fuego, sino a la decadente y lamentable de los oros fingidos, de los resplandores engañosos, de los Sagrados Corazones fabricados en serie y esos necios milagros productivos de una Virgen de Lourdes o un Cristo de Limpias.

He aquí, a base de diversos ejemplos, una tristísima y reveladora escala descendente del espíritu creador cristiano, luego católico, de cuyo último peldaño jesuítico pude bajar a pie, escapándome:

De las sencillas Bienaventuranzas y el ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad!, al descarado y partidista «Reinaré en España y más que en todo el resto del mundo».

Del angustioso, lento y celestial gregoriano, a las cretinas palabras de la Marcha Real española1, típico producto de la última poética S. J.

De los Autos Sacramentales, de Calderón, al Divino impaciente, de Pemán, pasando por el oportunismo económico-místico de Eduardo Marquina.

Del Monasterio de El Escorial, a la mamarrachesca y nunca terminada Almudena de Madrid o cualquiera de los últimos templos S. J. de España.

De san Ignacio de Loyola y los padres Mariana, Gracián, Suárez, etc., al reverendo padre Laburu, propagandista político-taurino por cines y teatros anteriores al 14 de abril.

De los granates, amatistas, esmeraldas, topacios y perlas verdaderos de los mantos sagrados, a la bisutería de bazar -¡oh mortecinos culos de vaso!- más pobretona y cursi.

De los desvelados imagineros españoles, a las industriales fabricaciones del aburguesado, relamido y standard Sacré Coeur con su rabioso corazón colorado sobre la camiseta.

De la fe con grandeza, llena de truenos y relámpagos, a la más baja hipocresía y explotación más miserable. Resumiendo: del oro puro de las estrellas, a la más pura caca moribunda.

De esta humana materia rebosaba el alma de la Compañía de Jesús cuando yo ingresé en el colegio de El Puerto. Allí sufrí, rabié, odié, amé, me divertí y no aprendí casi nada durante cerca de cuatro años de externado.

¿Quiénes fueron mis profesores, mis iniciadores en las Matemáticas, el Latín, la Historia, etc.? Quiero dejar un índice, no sólo de aquellos padres y hermanos que intervinieron en mi enseñanza, sino también de aquellos que ocupando otros puestos en el colegio entreví por los corredores o entre los árboles de la huerta, no tratándolos casi.

El padre Márquez, profesor de Religión, al que llamábamos, seguramente por su sabiduría, «la burra de Balaán».

El padre Salaverri, profesor de Latín, un peruano con cara de idolillo, quien por sus arrebatados colores había recibido de uno de sus alumnos, el sevillano Jorge Parladé, un sobrenombre algo denigrante: el de «Enriqueta la Colorada», popular prostituta trianera.

El padre Madrid, profesor de Nociones de Aritmética y Geometría, pálido y muy perdido en el amor de sus discípulos.

El padre Risco, profesor de Geografía de España, ñoñísimo poeta y autor, además, de estupidísimas narraciones edificantes.

El padre Romero, profesor de Historia de España, también amoroso de sus alumnos. (Tal bofetada me pegó una vez este padre, que aún hoy, si lo encontrara, se la devolvería gustoso.)

El Padre Aguilar, hermano de yo no sé qué conde de Aguilar, andaluz, jesuita simpático y comprensivo, hombre de mundo, suave en sus castigos y reprimendas.

El padre La Torre, profesor de Álgebra y Trigonometría, agraciado con el mote de padre «Buchitos», a causa de sus inflados carrillos desagradables.

El padre Hurtado, profesor de Química, cenicientos de caspa los picudos hombros de vieja escoba revestida. El padre Ropero, profesor de Historia Natural, semiloco, saltándole, de pronto, del pañuelo, al sonarse, mínimas y electrizadas lagartijas, cogidas en el sol de la huerta.

El padre Zamarripa, rector del colegio, máxima autoridad, vasco rojizo, larguirucho y helado, cortante y temible como una espada negra, aparecida siempre en los momentos menos deseables.

El padre Lirola, padre espiritual, sentimentalón e inocente, estrujando más de lo necesario contra su corazón dolorido, y en la soledad de su cuarto cerrado, a las alumnas almas descarriadas.

El padre Ayala, prefecto, sucio, casposos también los hombros recargados, surgida sombra vigiladora en sordos pasos de franela.

El padre Fernández, presumido, elegante, lustroso, quizás el único jesuita que recuerde peinado a raya. Se distinguió, durante los dos años que tuvo bajo su tutela la división de los externos, por su bondad hacia mí e inesperada delicadeza ante nuestra situación de alumnos gratuitos.

El padre Andrés, desgraciado mártir de nuestras atrocidades y cafrerías. Segundo tutelar del externado.

El padre Lambertini, italiano, fino, enfermo, buen hombre, confesor mío, pero siempre oloroso, durante el desahogo de mis pecados, a café con leche del desayuno.

El hermano «Legumbres», llamado así por enviarnos continuamente y sin motivos justificados a comernos su mote. (Los alumnos de tercer año sabíamos, y lo comentábamos secretamente, que este hermano se masturbaba al sol contra un apartado eucalipto de la huerta.)

Recuerdo también al hermano enfermero, al hermano portero, al hortelano y otros que sólo conocí de vista, no hablando con ellos nunca.

De los compañeros que comenzaron conmigo el bachillerato y lo continuaban todavía el mismo año que yo lo abandoné por trasladarse mi familia a Madrid, me acuerdo sólo de muy pocos. Escasa huella debieron dejar en mí, cuando hoy apenas si sus nombres me suenan en la memoria. Sin embargo, de los internos, por su antipatía y provinciana vanidad, puedo representarme ahora a Jorge y Enrique Parladé, sevillanos, hijos de ganaderos, muy queridos y halagados de los jesuitas, injustamente favorecidos en clase, no pasando de ser un buen par de burros andaluces; a Galnares Sagastizábal, otro sevillano, raquítico y ya engominado el pelo, pero bien dispuesto para las matemáticas; a Guzmán, emperador romano o cartaginés en la clase de latín; a Claudio Gómez, un cordobés, agrio y oscuro, con cara de rifeño, hijo de no sé qué cacique de Montoro o Pozoblanco; a José Ignacio Merello, primo hermano y condiscípulo mío en el colegio de doña Concha, pero que al ingresar interno en el de San Luis Gonzaga noté en él cierto mal disimulado desvío subrayado de orgullo, muy ofensivo y triste para mí, tan amigo suyo de juegos y travesuras por los patios sombríos de las bodegas; a Eduardo Llosent, siempre con camisas flamantes y corbatas deslumbradoras, a Sánchez Dalp, a Ponce de León, a Pemartín, a Osborne, a Estrada, etc., hijos todos de grandes cosecheros de vinos o terratenientes, futuros propietarios de ilimitadas extensiones de viñedos, olivares...

De los externos, o sea del proletariado escolar, me acuerdo de los hermanos Bootello, algo mejor tratados que los demás por ser su padre jefe de la estación de El Puerto y obtener los S. J., mediante su influencia como empleado en la Compañía de Ferrocarriles, no sé qué rebaja durante los exámenes de junio, época en que los alumnos de San Luis Gonzaga ocupábamos diariamente los trenes que iban a Jerez por depender nuestra ciudad de aquel instituto, a José Murciano, que murió una tarde de marzo y fuimos todos con el padre Fernández a darle tierra en un cementerio de las afueras, camino de Sanlúcar, a Gutiérrez, un gitano bronco y atravesado, no muy envanecido de su padre, albéitar y herrador, a Cantillo, pequeño y siempre helado, con un cuello redondo de almidón y una chalina rosa, hijo del teniente de la guardia civil, a Porreyro, de cuya madre se decía ser una prostituta de la calle jardines, a Juan Guilloto, hijo de una esbelta y fina mujer llamada Milagros, no sé si costurera alguna vez en nuestra casa.

Este Guilloto, algo más chico que yo, ha venido, después de veinte años, a convertirse en el compañero mío de colegio más digno, más extraordinario, borrándome casi del sentimiento y la memoria a esos otros que sólo son ya un nombre, un rasgo o una mínima anécdota.

Era en Madrid y por los grandes días heroicos de noviembre de 1936. El Quinto Regimiento me había llamado una lluviosa tarde bombardeada para recitar por su emisora unos romances y poemas míos sobre la defensa de la capital. En el recibimiento de aquel palacete conquistado me paró, de pronto, cuando ya me marchaba, un jefe de milicias, un joven comandante.

-Yo te conozco mucho a ti -me dijo, con acento andaluz, dejándome una dura mano sobre el hombro-. Soy Modesto.

-¡Modesto! ¿Quién no te conoce de oídas? Pero yo te veo por primera vez.

-Es que mi verdadero nombre es Juan Guilloto. De El Puerto. Hemos estado juntos en el colegio de los jesuitas. Le di un abrazo, lleno de orgullo.

-¡Si lo supiera el padre Andrés! Seguro que en El Puerto no sospechan nada.

-Ni siquiera mis padres. La prensa facciosa se mete mucho conmigo: me llama jefe de partida, forajido, ruso... ¡Y no saben que soy un tonelero de la provincia de Cádiz!

Pasamos a un saloncillo, donde nos sirvieron coñac. ¡Qué enorme alegría aquella sorpresa! Sentía la honrada, vanidad, el digno orgullo de quien descubre algo que ya sabe ha de darle prestigio en el tiempo, porque aquel muchacho andaluz era un héroe, y yo me lo representaba de niño, de amigo de mi infancia, adquiriendo de pronto esta lejanía una grata presencia, iluminadora de conjuntos paisajes olvidados.

¿Qué verdadero niño andaluz no ha soñado alguna vez en ser torero? Daba la espalda del colegio a un gran ejido de retamas, adonde iban a pastar las vacas y torillos de mi tío José Luis de la Cuesta. A los once años de edad, y sobre todo cuando se alimentan ilusiones taurinas, se es ya todo un valiente. Íbamos unos cuantos, a la hora del latín o las matemáticas -Luis Bootello, José Antonio Benvenuti, Aranda...-, alumnos del segundo y tercero de bachillerato, dispuestos a apartar un becerrillo o lo primero que se nos arrancara. Juan Guilloto, aunque menor, nos acompañaba algunas veces; también, de cuando en cuando, se nos añadía un gitano apodado «La Negrita», algo mayor que nosotros y que contaba con nuestra admiración por haberse tirado al ruedo en una novillada y terminado en la cárcel.

Llegaba el momento de separar la fiera. Pero los zagales vigilaban. Había, por lo menos, que distraerlos o eliminarlos de su custodia. Momento peligroso. Los imberbes toreros nos íbamos acercando separadamente al ganado, con los bolsillos cargados de piedras y una reserva de municiones que Juan Guilloto iba recogiendo en su gorra y amontonando tras las prudenciales retamas. Como señal de ataque sonaba un silbido. Y, antes que los guardianes pudieran defenderse, la pedrea diluviaba sobre sus desprevenidas cabezas, obligándoles a correr o a tirarse por tierra para no morir descalabrados y evitar de este modo la respuesta de sus hondas de pita.

Mientras el combate, el que podía apartaba el becerro, que a veces se convertía en espantosa vaca, astada locomotora que nos largaba en fuga, viéndonos envuelta la retirada en el despavorido ganado y un torrente de piedras e insultos. Cuando la corrida podía verificarse, consistía entonces en unos desordenados chaquetazos, varios revolcones con pateaduras, traducidos luego en indisimulables agujetas y negros cardenales. Aquellos golpes y magulladuras, a pesar del callado dolor que nos causaban, eran nuestro orgullo. Pensábamos en las grandes cornadas de los famosos matadores, recibidas entre un delirio de abanicos y aplausos por los ruedos inmensos. Y luego, las conversaciones ilusas, los entusiastas comentarios. En ellos figuraban con insistencia «la enfermería oscura de las plazas, el yodoformo, el paquete intestinal, la gangrena, la rotura de femoral o la muerte instantánea por choc (¡!)», palabras estas aprendidas de los revisteros taurinos, pronunciadas a veces con más terror que valentía por el misterio que encerraban aún para unos incipientes y vagos estudiantes como nosotros.

-Estas conversaciones -me recuerda Modesto- solíamos celebrarlas entre un hartón de higos chumbos o almendras verdes robadas en los huertos, de los que preferíamos sobre todo el de su tío José Luis. Siempre este pobre tío tuyo era el más perjudicado...

-Como que un día le toreamos una vaca preñada, haciéndola abortar, yéndose entonces, furioso y con razón, a quejar a mi madre, quien me acusó al padre Ayala, poniendo en un grave peligro mi vocación taurina.

-También -continúa recordando Modesto- robó una vez «La Negrita» a tu tío un montón de cebollas y tomates...

-...que me restregó contra una paletilla, dejándome como ensalada, para aliviarme del ensañamiento que puso en su pateadura aquel becerro colorado.

¡Época extraordinaria, en la que ingenua y seriamente soñábamos con un porvenir lleno de tardes gloriosas, fotografiados en revistas, viendo popularizada nuestra gallarda efigie en las cajas de fósforos!

-Pero quizás tú no sepas, Modesto, cómo acabaron mis pretensiones toreras. Tú conocías muy bien a Manolillo el barbero, el de la calle Luna, gran aficionado. A él se le ocurrió, una de las veces que me trasquilaba, dejarme la coleta. De sus manos salí aquel día con un pico de pelo, que me asomaba bajo la coronilla como la nariz de un gran garbanzo. Al principio no se notaba, y sólo se lo confesé, mostrándoselo con orgullo, a Benvenuti, que era quien más en serio pensaba convertirse en matador de toros. A los dos meses, aquello había crecido demasiado, obligándome a quitarme apenas la gorra y a tapármelo en clase con la mano, adquiriendo así una forzada postura de alumno pensativo bastante sospechosa. Pero al fin llegó el día en que mi secreto lo iba siendo a voces. Un hermano mío lo sabía y hasta algunos pequeños de instrucción primaria, a quienes de cuando en cuando yo les dejaba tocar aquel rabillo trenzado, imposible ya de esconder y sujetar entre el resto del pelo, a distinto nivel. Y llegó la denuncia. Fue en clase de francés. Un interno que tenía detrás. Descuido mío. Una imprudencia de la mano que me servía de tapadera. El interno (no recuerdo su nombre) tuvo que descubrirlo. Era demasiado notorio, demasiado indecente aquel colgajo. ¡Horror! Una carcajada.

»-¿Qué significa eso?

»-Mire, padre Aguilar.

»Éste se levantó, severo, interrogante, pero sin descender del estrado.

»-Explique los motivos de esa risa.

»-¡La coleta de Alberti! ¡Mire, mire!

»Gran escándalo. La clase entera, de pie. Y la mirada del padre Aguilar, dura, como un estoque, entrándome en el alma. La vergüenza creo que me hizo enrojecer hasta las raíces del amenazado símbolo taurómaco, que yo trataba de ocultar aún entre mis dedos temblorosos.

»-¡Silencio! -ordenó el profesor de lengua francesa.

»Entonces, Benvenuti, que se hallaba sentado junto a mí, sacando un cortaplumas desafilado, mohoso, de esos que anuncian el coñac Domecq, me la cortó de un terrible tirón inolvidable, lanzándola sobre la mesa del padre Aguilar, quien con un irreprimible gesto de asco la arrojó al cesto de los papeles. Ya sin coleta me sentí derrotado, viejo, como ese lamentable espada cincuentón que sobrevive a sus triunfos.

-No sabía yo eso -comenta Modesto, ruidoso de risa-. Es que en los jesuitas estuve sólo un año. Mis padres eran pobres... Necesitaban ayuda... Me colocaron entonces en las bodegas de don Edmundo Grant, de las que me echaron a los seis meses, pasando a la farmacia de Lucuy (esquina a calle Larga y Palacios, ¿te acuerdas?), donde aprendí a hacer sellos para la gripe. Pero de aquí también me echaron por jugar a la rana con esos embudos de cristal que usan los boticarios. Les tiraba perrillas desde lejos... Rompí algunos... Y Lucuy me mandó con viento fresco...

Modesto -claro que sin saberlo- empezaba a contarme su vida con el mismo aire de estilo que el Lazarillo de Tormes u otro picaresco personaje: vida graciosa y amarga de niño popular español, siempre héroe de miserias anónimas y legendarias grandezas.

-Cambié mi oficio de farmacéutico por el de tonelero metiéndome como aprendiz en la aserradora mecánica de don José María Pastor. Allí trabajé hasta que me tocó el servicio militar, y entonces pasé a Cádiz, ingresando en el Primer Regimiento de Artillería de Costa. Por escaparme a El Puerto sin permiso me castigaron con seis meses de cárcel. Mas, como después de esto mi situación era difícil, solicité con otros compañeros ir a África, consiguiéndolo y llegando a conquistar los galones de cabo en el Cuarto Grupo de Regulares de Larache. Pero por haberme emborrachado, los perdí al poco tiempo. A todo esto, mi servicio tocaba a su fin, acercándose la hora de la licencia. Pero, bajo el pretexto de la borrachera y una estúpida bronca con un guardia civil, logré en lugar de la vuelta a mi casa el destierro en un campo de trabajos forzados. Un día, harto, aburrido, y sin papeles de ninguna clase, me fugué... Pero con mala suerte, porque en cuantito desembarqué en Cádiz me echaron el guante, yendo a dar en los calabozos del cuartel de Infantería. Al cabo de unos meses, y después de haberme ganado la confianza de algunos oficiales, pedí permiso para comer fuera. Me lo dieron. Y ¡listo, pájaro! Cogí el tren para El Puerto, tomándome la licencia absoluta.





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