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La arboleda perdida, quinto libro: (1988-1996) [Fragmento]

Rafael Alberti





Me parece que nunca lo conté. Estoy seguro. Sucedía, puede ser, en una oscura callecita de una pequeña isla del Mediterráneo. Era ya muy de noche. Las muchachas estaban recostadas sobre la cal de las paredes, en los cerrados portones del callejón. Yo era poco más que un adolescente. Íbamos tan sólo a que nos bailaran aquello que tan misteriosamente había comenzado a levantársenos entre las piernas y urgía aquel remedio para que se nos bajara. Yo iba porque aquella vez no había quedado satisfecho, necesitándolo de nuevo. La muchacha me dijo:

-Puedo hacértelo otra vez. Pero vale unas monedas más.

Recuerdo que eran muy pocas.

-Verás. Te va a gustar mucho. No sabes lo que es.

Y sacándose de la blusa una bella pulsera de plata con cascabeles se la colocó en la muñeca derecha. Yo estaba radiante y asustado. Había un silencio dichoso en la calleja. El contacto de su puño cerrado endurecía, haciéndomelo crecer, aquello que me estaba oprimiendo. De pronto, rítmicamente, comenzaron a sonar los cascabeles al mismo tiempo que salía la luna. El glin-glin, aunque yo lo sentía allí, brotaba entre mis piernas, pareciéndome lejano, adormecedor. Se detuvo un momento, la mano bañada como de copos de alhelíes blancos. Luego de una jadeada pausa, encontramos el ritmo prodigioso, el glin-glin musical, hasta desvanecerse... Nunca más volví a pasar un sueño tan dulce y armonioso como aquel, acompañado de ese misterioso glin-glin salido de una pequeña pulsera plateada.

¡Oh visiones de aquellos quince años, entre cales y dunas ondulantes de los litorales gaditanos! Y cuando poco más tarde llegó el momento de amanecer hundidas las sonámbulas manos en la espesura cálida del monte de Venus, era, oh maravilla, como tocar o acariciar la oscuridad y hondura de los orígenes del mundo.

Mi libro Entre el clavel y la espada lo escribí parte en Francia, parte en el mar, camino de Argentina, terminándolo allí, en los campos de El Totoral, en la provincia de Córdoba.

Después de la guerra española, venía yo cargado de muertos, pero lleno a la vez de poemas eróticos, que había comenzado en París. Escribí doce sonetos, que titulé «Sonetos corporales». Había uno, el cuarto, dedicado a la masturbación, a celebrar el semen blanco que surgía, resbalando, en albas gotas que exaltaban, arrastrando consigo, comparaciones con todo lo blanco más bello e inesperado:


Lo blanco a lo más blanco desafía.
Se asesinan de cal los carmesíes
y el pelo rubio de la luz es cano.
Nada se atreve a desdecir al día.
Mas todo se me mancha de alhelíes
por la movida nieve de una mano



El placer y la muerte son paralelos. Se dice que en el momento de morir un último estremecimiento seminal corre entre las temblorosas piernas. Como yo quiero que me incineren, deseo que alguna parte de mi ceniza que sintió este último temblor vaya a refugiarse en el sexo de alguna sirena, para que duerma allí como permanente refugio tal como en otras páginas he dicho. Así lo espero.

Yo vi también en mis «Sonetos corporales» poblarse de pronto de amapolas las ingles de las adolescentes sin camisa, lo mismo que crecer la sangre desasosegada, cual un rumor de espuma silencioso, hasta volverse un feliz campo de batalla. Y también vi cubrir el cielo de la boca del palpitante amor con aquella misma arrebatada espuma extrema...

Cuando desembarqué en Buenos Aires, me esperaba en el puerto el editor Gonzalo Losada. Me convenció de que me quedase en Argentina, pues yo iba para Chile, ofreciéndome su ayuda. Me quedé, trabajando en aquel libro, Entre el clavel y la espada (que dediqué a Pablo Neruda), y al que añadí luego el «Diálogo entre Venus y Príapo». Logré que unos buenos amigos argentinos me dejasen su casa en las barrancas del Paraná de las Palmas, en donde escribí aquel diálogo, que añadí poco después a la segunda edición de Entre el clavel y la espada. Allí lo escribí en medio de las inundaciones del río, los caballos y las vacas pastando, los negros quebrantahuesos que vivían posados en el lomo del ganado ya enfermo, dispuestos a devorarlo no más se desplomase en la tierra. Mientras componía el diálogo, veía pasar ante mi balcón las presumidas iguanas que me miraban graciosamente. Nunca hice un poema más erótico, distraído por tantas bellas y naturales cosas que me rodeaban. Yo escribí el diálogo dejándome llevar al mar por la visión, al fondo, del gran río. Así dice Príapo dirigiéndose a Venus:


Golfo nocturno, ábrete a mí, bañadas
del más cálido aliento tus riberas.
Sabes a mosto submarino, a olas
en vivientes moluscos despeñadas,
a tajamares, soles de escolleras
y a rumor de perdidas caracolas.



Y Venus le responde, admirativa:


      Eres trinquete,
palo mesana, torre indagadora,
y, ardido del más rojo gallardete,
cresta de gallo al despuntar la aurora.



La poesía erótico-amatoria, de tiempo en tiempo, puede mucho en mí. Se me presenta pujante, irresistible, influida por los lugares en que me encuentro. El mar me empuja mucho a sentirla, a escribirla. El acto entre los animales me excita. Me divierten los elefantes. Me dan piedad los cerdos, me trastorna la velocidad cruel entre las palomas, me aterran y acongojan los gatos, me espanta el abejorro que clava vertiginoso su lanza en la araña pollito, me apenan los perros, que se quedan pegados hasta que, a veces, algún niño cruel los separa con un cuchillo. ¡Qué desdicha el poco tiempo que dura el encuentro amoroso entre algunas aves, entre pequeños pájaros y otros voladores! Pero no me disgusta el amor entre los indios bolivianos con las muy airosas y presumidas llamas. Me aterra el amor entre los lobos de mar y me da ganas de gritar el sufrimiento entre los rinocerontes... ¡Oh Dios! Pero no hay nada como los juegos preliminares entre los muchachos y muchachas, o las parejas desiguales en años, cuando la imaginación y el deseo siguen dominando. No hay edad. Repito que he visto casarse en el Cáucaso a viejos pastores de más de ciento diez años con mujeres de treinta. ¡Bendita sea la luz, la fuerza de la sangre, el impulso perenne de la vida!

Pero nada como aquella muchacha que en la oscuridad de una calleja marinera me hizo derramar en alhelíes blancos al son del glin-glin de los cascabeles de su pulsera de plata.



Ya las últimas hojas de mi Arboleda perdida están cayendo, ya van neblinándose los últimos renglones de mi vida, aunque mis ojos siguen conservando la suficiente luz para distinguir las flores que brotan en este sencillo y tembloroso jardín, gracias a una mano celestial que, siempre junto a mí, hace el diario milagro de que todo parezca estrenado.

Todo es belleza a mi alrededor, lianas perfumadas me rodean y arrebatan de los aterradores y oscuros abismos de la vejez, de la muerte. Me voy con los ojos llenos de los acontecimientos de un siglo. Un siglo de horrores, de enfrentamientos, de dolorosísimas separaciones, de hechos que habitan en mis bosques interiores y en los que, casi a mis noventa y cuatro años, aún puedo caminar sin perderme entre su frondosidad. Pero no me quiero ir. No quiero morirme. Sigo sin querer morirme. ¿Por qué tengo que morirme? Todavía me retienen muchas cosas, muchos atrayentes sabores que no quiero dejar de percibir.

El año 2000 ya está ahí, casi lo estamos tocando. ¿Será posible que me abra sus puertas? ¿Que pueda atravesarlas compartiendo la dulzura de la piel tersa, los apretados senos, las piernas firmes que no han dejado de estremecerme, a pesar del tiempo?

Lo que recuerdo está como debajo de un vidrio, mi memoria está llena de cristales. La memoria de uno tiene que ir cambiando con la edad, con el pensamiento. La noche funciona: «Hoy tú, mañana yo». Nunca se me ha olvidado esta frase escrita en piedra sobre la puerta del cementerio de El Puerto, rodeada de caracoles y jaramagos. Rara es la hora del día en que no se me presente esta inscripción, tan bonita como sentenciosa. Hay temporadas en las que se duerme mucho y otras que se pasan en claro. Pero nunca se sabe por qué se está durmiendo. Recuerdo ahora, en mitad de la noche, como una cosa bella de la vida, a la lavandera que venía a casa cuando niño. Qué lejanas y qué cercanas encuentro ahora, en este instante, aquellas mañanas en las que subía a verla con su lebrillo de barro a la cintura, en la azotea de la calle Nevería. Qué fresco y puro. Amores con la lavandera, sería bonito título. Por esa época yo vivía con la cabeza para abajo y con los pies para arriba. La vida empezaba al revés. No sé por qué, pero era así. Cuando salía del lavadero al tejado salía al revés, arrastrándome. Era muy misterioso y poético, no estoy inventando literatura alguna... ¿Por qué recordará uno estas cosas y por qué a estas altas horas de la noche?

«Yo nací -¡respetadme!- con el cine». Mi recuerdo lo limito ahora a unos días, como si de una habitación se recordara sólo el techo, la mampara. Mampara ¡qué linda palabra! Quiero escribir poesía que parezca del sueño, aunque no lo sea, ¡Pepiya, la lavandera...! «Aquí vivieron María Teresa León y Rafael Alberti...» Aquella casa, aquel sitio lo merecía, hay lugares que merecen cosas que uno no les dedica. Aquella terraza merecería un monumento.

Ahora, que ya se han desvanecido tantos falsos e interesados afectos imposibles de mantener, cuando como «los hijos de la mar» machadianos me he ido desprendiendo de lo poco que a lo largo de mi vida he tenido y que para otros ha significado continua inquietud. Ahora, que ya no me siento acosado por personas desveladas en comercializar de forma disparatada cualquier trazo mío, desvalijada y a punto de perderse mi preciosa casa de la Via Garibaldi de Roma por mi ingenua torpeza y la desbaratada y mercantil locura de una persona que se entrometió en mi vida sin comprender todavía cómo... Ahora, que se han ido alejando de mi lado las pequeñas y comprensibles vanidades de equívocos jóvenes impacientes por desmantelar los recuerdos de mi memoria, los libros de mis anaqueles y mis distraídos cuadernos de trabajo. Jóvenes ávidos de llegar a la cima por el camino más rápido, sin la mínima posibilidad de trascender en el tiempo poético...


Cantan, y cuando cantan parece que están solos.
Miran, y cuando miran parece que están solos.
Sienten, y cuando sienten parece que están solos.



Ahora, por vez primera en muchos años, empiezo a sentirme ligero, libre, sin ataduras, con la misma estrenada pureza que cuando escribía mis primeros versos de Marinero en tierra. Por eso quiero que vuelva a mí, que retorne a mi alma, a mis dedos, todo aquel prodigio del ayer, todos los colores alcanzados para incorporarlos a este dulce momento de mi vida. «¿Quién con piedad al andaluz no mira / y quien al andaluz su favor niega ?» «Por ti el silencio de la selva umbrosa / por ti la esquividad y apartamiento / del solitario monte me agradaba». «El aire del almena, / cuando ya sus cabellos esparcía, / con su mano serena / en mi cuello hería, / y todos mis sentidos suspendía». Versos exaltados, versos flotando en la humareda de los siglos. Versos de los largos silencios de mi vida y de los felices y amistosos días. Ninfas, fuentes, jardines, doncellas de los Cancioneros más floridos... Jorge Manrique, Garcilaso, San Juan, Lope, Góngora... Gente maravillosa escribiendo en la oscuridad de la noche del tiempo a la luz de un farol. Acudid. Venid todos, enlazaos conmigo hacia la eternidad infinita de la poesía, bebamos el néctar de la misma copa perfumada, de los versos más escondidos y profundos... Embriaguémonos de amor, de virtud, de poesía y de vino... Cuidemos, como soñaba Baudelaire, de estar siempre ebrios:



Adiós, quimeras, ideales, errores.
Adiós, sueños, que acabasteis en nada.
Veo una playa sola y una barca que vuelve
sin nunca haber partido.

Adiós, quimeras, ideales, errores.
Yo nací junto al mar que me alzó en cada ola
el anhelo sin fin de tantos ideales.
Veo una mar desierta, un cielo solo,
de igual color, sin luz los dos, ni sombra.

Adiós, quimeras, ideales, errores.
Nada era equivocado, parecía
todo claro y posible de llegar a la meta.
Veo surcos deshechos, trastocados caminos,
verdades acabadas, disfrazados errores.

Adiós, quimeras, ideales, errores.



Elegía, qué bonita palabra... Expresiva, preciosa. Juan Ramón tiene insuperables libros de elegías, en romances, en verso blanco... «Blancura deslumbrante de mi primer cariño / al toque melancólico y dulce de Diana...», «Todo andaba cargado de juncias y de flores...» Que gran poeta Juan Ramón. Uno, a su lado, ha sido un poetilla regular nada más. Rubén Darío escribió «La tristeza andaluza», versos melancólicos, dichosos... Ha pasado el gran siglo de la poesía y de la pintura española.

Tiempo. Tiempo. ¿Por qué no hay más tiempo? ¿A quién hay que pedir más tiempo...? Mujeres que habéis pasado presurosas por mi vida, cercanas o lejanas ya, hermosas siempre, por encima de los días, de la crueldad del tiempo y del olvido. No adivino ya vuestros rasgos cuando atravesáis mi, todavía, encendido jardín. Pero siempre seréis un delicado y silencioso recuerdo en las páginas de mi perdida arboleda... Todo en mí sigue latiendo. Amo todo aquello que siempre amé, sin advertir la sorpresa de los que ya me contemplan como un árbol centenario al que le crujen las ramas e imaginan sin savia en las venas. Pero pienso, una vez más, en Anacreonte, en la edad del atrayente mar y de las sirenas, en la del incesante viento que a través de los siglos se enreda en el cabello dorado de las muchachas...

Ven. Ven. Así. Te beso. Te arranco. Te arrebato. Te compruebo en lo oscuro, ardiente oscuridad, abierta, negra, oculta derramada golondrina, o tan azul, de negra, palpitante. Oh así, así, ansiados, blandos labios undosos, piel de rosa o corales delicados, tan finos. Así, así, absorbidos, más y más, succionados. Así, por todo el tiempo. Muy de allá, de lo hondo, dulces ungüentos desprendidos, amados, bebidos con frenesí, amor hasta desesperados. Mi único, mi solo, solitario alimento, mi húmedo, lloviznado en mi boca, resbalado en mi ser. Amor. Mi amor. Ay, ay. Me dueles. Me lastimas. Ráspame, límame, jadéame tú en mí, comienza y recomienza, con dientes y garganta, muriendo, agonizando, nuevamente volviendo, falleciendo otra vez, así por siempre, para siempre, en lo oscuro, quemante oscuridad, uncida noche, amor, sin morir y muriendo, amor, amor, amor, eternamente.





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