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La arboleda perdida, tercero y cuarto libros : (1931-1987) [Fragmento]

Rafael Alberti





Siempre que vuelvo a El Puerto de Santa María les pido a mis amigos, que me busquen una torre, o una azoteílla cualquiera, desde la que se divise el mar de la bahía, para ir a verlo, tranquilo si es posible, de cuando en cuando, ya que lo necesito desde que me marché de él una mañana del mes de mayo de 1917. Pero... no parece fácil que este pobre y octogenario poeta coquinero pueda lograr alguna vez este persistente y casi infantil deseo. No lo sé. Vuelvo ahora de allí y muy dolido por el deterioro total de la fachada de mi colegio, arrancado ya aquel amado nombre, más que centenario de Colegio de San Luis Gonzaga, con gran parte de sus ventanas rotos los cristales, o apedreados, y aquella bellísima plaza de San Francisco de mi agitada adolescencia completamente derruida, sin arriates ni flores, abandonados a su negra suerte los árboles que quedan, presididos para mí por aquellas dos ahora invisibles araucarias que ya no pude ver a mi regreso a El Puerto de 1977. ¡Qué dolor! Yo sé que los padres jesuitas vendieron al ayuntamiento la parte baja del edificio, o sea el gran salón de actos, conservando para ellos el inmenso patio y todas las antiguas dependencias. Pero.... Dolor, dolor, dolor, ver por ahora todavía, ya en el descenso de mi vida, el estado ruinoso de aquella hermosa fachada que recordé y canté tanto durante mi exilio.

Es triste y peligrosa hoy la situación, no solo de El Puerto sino de toda aquella bahía esplendorosa. (Alguien me dice, entre bromas y veras: «¿Pero es que quieres venirte ahora a vivir aquí, cuando muchos estamos deseando irnos?».) Ni que decir tiene que aquel extendidísimo enclave de la base norteamericana produce una fuerte congoja al corazón, cercado de tantos kilómetros de alambrada, ahora reforzado por una segunda, que, según comenta abiertamente casi todo el mundo, esté posiblemente electrizada durante la noche, desde el bombardeo de la flota yanqui a la residencia de Gaddafi. Esta alambrada me hizo recordar, pues yo la vi, aquella del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, sino que la de aquí se ha colocado para defenderse -seguro que así lo piensan- de un posible asalto del lado español. Mas, por ahora, creo que no, pues de la parte nacional, no lejos de este trágico cerco, solo se ven unas pobres y pacíficas vacas pastando, indiferentes, el exiguo pasto que por allí queda, mirando con ojos melancólicos el riquísimo terreno vedado, hoy lleno de insípidas construcciones californianas, sembrados, muelles, pistas de aterrizaje, todo para estos intrusos a los que el Funeralísimo Caudillo abrió las puertas del cielo y las del mar. Dolor, dolor, dolor. Antes de partir de aquel triste lugar, leí en lo alto de un murallón del derruido puerto de pescadores algo que me sorprendió y me llenó de orgullo:


¡Españoles, despertad!
Es Rota la marinera
quien levanta la primera
llama de la libertad.



Con letras bien grandes, subrayando esta estrofa, figuraba mi nombre, escrito por algún bravo roteño. Me marché melancólico, alegre y abatido a un mismo tiempo, recordando que mucho antes del del referéndum un alcalde de Rota, no sé si el que aún lo es hoy, me llamó varias veces para rendirme un homenaje, cosa que luego se ha olvidado. Me volví a El Puerto, ya en sus cercanías señalado por calles y caminos bautizados con nombres de constelaciones y estrellas -como Altair y Aldebarán-, de mares -como Adriático, Mediterráneo, mar Negro-, de vientos, ciudades, etcétera. ¡Pobre Cádiz, bahía sagrada de los mitos, con este señuelo de la siniestra base yanqui plantada sobre tu corazón azul de espumas, cielos, brisas y vendavales, mecedores de nuestra infancia, posible hoy de desaparecer en menos de un relámpago y hasta sin el cantor que ni siquiera dispondrá del tiempo de una estrofa para llorar tu muerte!

Y mientras hablo, Cádiz, de tu posible desaparición, otros andan, ilusionados, indagando tus orígenes, tu nacimiento o fundación, Puerto de Menesteo, Puerto de Santa María, allá junto al castillo de Doña Blanca, adentrándose algo hacia Jerez. Conocí en medio de la calle Palacios a un joven profesor de Arqueología Mediterránea, Diego Ruiz Mata, quien desde hace algún tiempo está excavando alrededor de aquel castillo, en donde ya ha encontrado varias ciudades superpuestas y numerosos fósiles marinos. Me alegra mucho hablar así en medio del aire, de la remota vida de aquel valiente héroe de la Ilíada, que figuró en la expedición de los argonautas, dando su primer nombre, Menesteo, a nuestro Puerto de hoy. Y fue una maravilla hablar por un instante de la Ora marítima de Avieno, de tantas cosas luminosas y vitales por allí enterradas, olvidando a aquellos que hoy con la etiqueta fácil de la paz, la libertad o el terrorismo salen a imponer el suyo desde la explanada de un portaaviones o con el misil aparecido de improviso como una exhalación de muerte.

Mas en medio de todo esto, me marché con más de cien periodistas españoles y otros tantos portugueses, que se hospedaban en El Puerto, para celebrar sus Juegos ibéricos, me marché, digo, a Chiclana, invitado a una ancha y hermosa propiedad, llamada El Cortijo Hilton (!), con motivo de presenciar una demasiado inocente capea para los periodistas que quisieran actuar como ilusos toreros, y una primorosa exhibición equina: cuatro escuetos y gallardos jinetes andaluces sobre cuatro hermosísimos caballos, dóciles a toda clase de obediencia, gracia, delicadeza, bravura, caracoleo, reverencia, baile, etcétera. ¡Bellísimos y maravillosos animales, tiernos, finos, inteligentes! ¡Oh veloz salto de pasar de la muerte al de la vida, al de la hermosura, al del olvido! Mas de pronto, al horror y la angustia en que andamos sumidos este final de siglo, fin de todo un milenio, en el que el legendario cometa Halley fuera reconocido por Giotto y colocado reluciente sobre el por tal de Belén, como la estrella conductora de los tres Reyes Magos del Oriente.

Aquella misma noche, desde el borde mismo de la bahía de Cádiz, yo veía tendido sobre el cielo aquel aparecido cometa de la infancia, contemplado desde las barcas, plateado de estrellas a través de la cola, desvelos de todos los nocturnos de mi vida hasta llegar a estos de mis ochenta y tres años, convencido de anidar envuelto en él, anunciado por todos los astrónomos del mundo. ¡Pero, oh, muerte de mi sueño, oscuridad para mí de su segunda vuelta! Acudí a verlo a Tenerife y no vi nada a través de los pobres prismáticos que me prestó una familia gaditana que intentaba verlo también. Aunque dije que sí, una nube importuna me impidió contemplarlo. Luego, más tarde, ya en Madrid, visité, en una abrileña noche helada, un pequeño y silvestre observatorio en medio de unos altos campos guadalajareños. Después de subir por una escalera de caracol hasta la cumbre del telescopio, después de guiñar un ojo hasta lastimármelo, vi aún menos que en la playa de las Teresitas de Santa Cruz de Tenerife. Y ahora me encuentro casi en situación de romper relaciones con el cometa. Pienso desintegrarme de él, pues esta vez creo que ha venido arrastrando en su cola catástrofes tan serias como el terremoto de México, la aparición de un volcán traidor sobre los campos de Colombia, el prepotente ataque de la flota americana al cuartel de Gaddafi en la capital de Libia, la explosión con incendio de la central nuclear soviética de Chernobil, la reunión de los banqueros más grandes del mundo en Tokio, el sí de nuestro referéndum a la política policial de Estados Unidos.... «¿Hay algo más, Dios mío?» exclamaría con el genial y visionario Rubén Darío de aquel poema suyo que comienza:


Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste....



Dejé, al fin, mi archinombrada bahía, pero antes recorrí El Puerto en todas direcciones. Visité varias veces mi Avenida poeta Rafael Alberti, atravesé el camino de Mazzantini, contemplando lo poco que aún queda de La arboleda perdida, comí a todas horas los más diversos pescados, hasta aquellos cuyos nombres no me gustan: la japuta, el rape, la pijota.... Probé uno, en cambio, que no conocía: la blanquísima herrera, envuelta en una muy sabrosa piriñaca (nombre que siempre me ha intrigado). Y comprobé por millonésima vez que en toda Andalucía no hay nada como el pueblo, fino, ingenioso, inventor, sufridísimo y siempre engañado, distinguiéndose en su maravillosa locura el pueblo gaditano, por los golpes del Levante, recibidos sobre su cabeza desde el primer día de su creación.

Al partir para el aeropuerto de Jerez vi por último las palmeras que plantaron cuando yo me marché a Madrid en 1917, hoy gigantes, airosas y jóvenes de mi misma edad. Y me repetí al irme, siempre sin quererme ir, unos versillos de mi viejo Marinero en tierra:


¡Quién cabalgara el caballo
de espuma azul de la mar!
¡De un salto
quién cabalgara la mar!
¡Viento, arráncame la ropa,
tírala, viento, a la mar!
De un salto
quiero ganarme la mar.



Y me la he ganado, a pesar de todo.





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