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La audacia léxica en la poesía de Julio Herrera y Reissig

Carmen Ruiz Barrionuevo



La serpiente de cristal prosigue, se persigue.


LEZAMA LIMA.                






Hasta 1899 el poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) no advirtió la importancia del modernismo decadentista. Hasta ese momento tan sólo había prestado atención a las lecturas de los clásicos, de los postrománticos, y los primeros modernistas, en cuyas obras los elementos románticos y parnasianos no propiciaban una novedosa expresión verbal.

A pesar de su proximidad a Buenos Aires -que Rubén Darío había convertido en el centro del modernismo triunfante con la publicación de Prosas profanas (1896)-, en la más atrasada y provinciana Montevideo no se podían encontrar poetas destacados que siguieran la línea abierta por el poeta nicaragüense. Y sin embargo en este último año del siglo Herrera y Reissig va a recibir con admiración los nuevos modos poéticos; a ello van a contribuir diversos factores: en primer lugar el cansancio que se advertía en su trayectoria literaria saturada de los tópicos románticos más en boga en aquella época; luego, una crisis aguda de su enfermedad que le haría tomar conciencia de su situación y acudir al remedio de la morfina; y por último, el conocimiento intenso de las nuevas teorías encarnadas en dos figuras tan entusiastas como Toribio Vidal Helo y Roberto de las Carreras. Ellos serán los que le descubran la literatura más novedosa del momento, la del decadentismo y del simbolismo francés, pero también le harán receptivo a la poesía de Prosas profanas. En efecto, Vidal Belo publica en la misma fecha sus poemas «Noche blanca» y «Pontifical» en La Revista, que dirigía Herrera, poemas ambos en los que se apreciaba bien la pasión por las sonoridades rubenianas. El propio Julio Herrera presentará de la siguiente manera uno de los poemas de su amigo: «Vidal Belo, el poeta de la novedad y de la elegancia, verdadero discípulo de Verlaine en el recogimiento místico del alma» (La Revista, 5-XI-1899). Si a partir de estos momentos conoce y lee con gusto a Darío y a Julián del Casal -único decadentista en la primera promoción de poetas modernistas-, a Verlaine y a Rodenbach, con su amistad con Roberto de las Carreras se dejará influir además por un pintoresco anarquismo, bien explícito en la apasionada reseña con que Herrera recibe Sueño de Oriente: «Amigos de hipocresía, ¡acompañadme en el acto de celebrar el sacrificio de un libro el más inmundo y el más hermoso que se pueda ofrecer a Satanás!» (La Revista, 25-IV-1900), todo ello evidenciaba que el poeta atravesaba una honda conmoción estética que lo habría de llevar a la búsqueda de más avanzados y personales hallazgos líricos.

Son pocos los textos críticos de Herrera y Reissig, pero, aunque escasos, nos muestran que sus reflexiones sobre el Arte eran centrales en el proceso de su escritura. No es arriesgado decir que toda su poesía se fundamenta en una conciencia escritural que admite para el lenguaje en sí el protagonismo esencial de lo literario. Uno de los primeros textos críticos que de él se conservan aparece en La Revista en este primer año decisivo, 1899, y se titula «Conceptos de crítica». Es curioso observar las diferencias entre la primera y la segunda parte del ensayo porque tal trabajo presenta la evolución de su pensamiento en el curso de poco tiempo; de pensar en su comienzo que el decadentismo consiste en elaborar «macabras con el idioma» o «monotonías inarmónicas», y de nominar a sus practicantes de «epilépticos de la hipérbole» y «originalistas del ritmo», a una segunda parte -que aparece un mes después, el 20 de noviembre de 1899- en la que se muestra apasionado por las figuras de Góngora y Verlaine, pues considera a este último la resurrección del primero dentro de una concepción cíclica del arte. Y admitirá ya sin reservas que

de la revolución decadentista en su primera época, data el pentagrama de la poesía moderna. La rima es hija suya, lo que equivale a decir que es hija suya la orquestación de las palabras, la tonalización de la idea, la vibrante eufonía de la métrica, el melodioso acorde que acaricia el oído y que cautiva el alma eterna novia de la armonía1.


No es extraño por tanto que su primer experimento lírico dentro de la nueva tendencia aparezca en la misma publicación en enero de 1900 y esté dedicado a su «querido amigo poeta Vidal Belo, contestándole a "Pontifical"». «Wagnerianas» -que así se titula- es un poema construido sobre una inspiración musical en la que prepondera el erotismo y el color, y en el que ya se hace uso de la artificialización modernista: «bayaderas de oro y plata las armónicas avispas» o «las flores de porcelana son jarrones artísticos de Etruria»2; en el que se echa mano intencionadamente al mundo de la cultura como estética referencia; y no sólo la mitología grecolatina (Plutón, Venus, Flora), sino el mundo de la pintura (Miguel Ángel, Rubens) y de la literatura más próxima (Prudhomme, Verlaine, Poe, Mallarmé, Leconte). No obstante, es su poema Las Pascuas del Tiempo, que data de fines de ese mismo año, el que nos descubre la asimilación más certera de la nueva manera poética. Herrera ha aprendido el procedimiento de Prosas profanas, según el cual los materiales de cultura son irreemplazables para la sugerencia de espacios poéticos -recuérdese «Divagación»3-, pero el poeta uruguayo incrementa tal procedimiento: de ello resultan sus hallazgos musicales y léxicos, y desde luego, el exceso y la parodia, en una acertada confluencia de lo sacro y lo profano, de lo religioso y lo erótico:


Bailan Nemrod y Sansón, Anteo, Quirón y Eurito;
bailan Julieta, Eloísa, Santa Teresa y Eulalia,
y los centauros: Caumantes, Grineo, Medón y Clito.
(Hércules no; le ha prohibido bailar la celosa Onfalia).


(p. 141)                


Notemos además que, aparte de la sonoridad, los nombres mitológicos de estos versos citados -los de los centauros, e incluso los de Eloísa y Eulalia- presentan ecos que despiertan en el lector recuerdos de versos rubenianos («ríe, ríe, ríe la divina Eulalia» de «Era un aire suave...»; y «Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa» de «Ite, missa est»), lo que expresa la admiración y los convierte en homenaje.

En la búsqueda de la originalidad que persigue todo poeta modernista. Herrera y Reissig advirtió pronto que la poesía era en esencia un fenómeno de conjuro verbal. Y muy posiblemente ningún poeta de su época avanzó tanto en este sentido. Esta obsesión verbalizante aparecía incluso en la vida cotidiana -es sabido que cada lugar de su célebre tertulia La Torre de los Panoramas tenía un nombre extraño y evocador: «La senda de Latona», «La Roca Tarpeya», «La Avenida de los Suspiros», «La Ruzafa de los Espectros», «Las Bocas del Flegetón» y «Los Aledaños de Ultratumba»4-, pero si atendemos a su poesía también observamos que denominó -por ejemplo- a los poemas Los éxtasis de la montaña «eglogánimas» o «églogas del alma», y a los de Los parques abandonados «eufocordias», «sones o armonías del corazón»5. Nominar para expresar, pero también para salvar, porque la continua obsesión del poeta es el espacio con capacidad de viveza, espacio en el que se preserva lo que José Lezama Lima llamó «la cantidad hechizada». Como el poeta cubano. Herrera y Reissig es poeta de espacio y no de tiempo, de poiesis envolvente.

Esta pretensión se percibe bien en todos los poemas de los últimos diez años de su vida y muy especialmente en el único libro que compiló. Los peregrinos de piedra (1910). Se trata de un mundo organizado con elementos culturales en el que el juego verbal se edifica, desde su apertura, sobre la mitología y un poderoso efecto acumulativo: «y en dinamismos acordes / trenzan su fuga liviana / Dafne y Egeria y Folce» (p. 4); o este otro en el que al efecto cósmico une un intencionado y jocoso efecto de aliteración: «Y Vulcano a cada bote / quema, en locas geometrías, / una gloria de asteroides» (p. 3). Pero estos ejemplos que provienen del poema que abre el libro -«El laurel rosa»- dan paso a un mundo no descrito sino recreado míticamente. Los procedimientos son varios y todos se apoyan en un especial tratamiento del lenguaje: se incrementa la mitología, se enfrenta el léxico literario del mundo aristocrático de lo pastoril con el mundo rural; se hacen chocar los elementos abstractos con un fin calculado de sorpresa; se introduce el erotismo y la desacralización de lo religioso. Todo ello se inserta en un acertado manejo de la personificación de los seres y las cosas.

Es muy característico el hacer girar el poema en torno al poder determinante de ciertas palabras, cultismos o creaciones propias, a las que carga, en posiciones privilegiadas del verso, de una fuerza lírica especial: «La tierra ofrece el ósculo de un saludo paterno» (p. 9); «la inocencia del día se lava en la fontana» (p. 9); «un inspiro de Arcadia peina los matorrales» (p. 12); «un vaho de infinita guturación salvaje» (p. 59); «y la hiedra misántropa que su mármol remuerde» (p. 60); «la égloga que sueñan los campos subjetivos» (p. 61): «ella deja que alumbren púberas redondeces» (p. 17). En algunos ejemplos puede advertirse la ironía o el humor: «El señor Cura, impuesto de sus oros sagrados, / acaudilla el piadoso rebaño serraniego» (p. 60); «y en su asno taumaturgo de indulgencias plenarias, / hasta el umbral del cielo lleva a sus feligreses» (p. 13): «Bosteza el buen Domingo, zángano de la semana» (p. 64): «y se duerme al narcótico zumbido de las moscas» (p. 61); del ama nos dice que es: «Erudita en lejías, doctora en la compota / y loro en los esdrújulos latines de la misa» (p. 65). Efectos con los que la poesía modernista sale de los ámbitos conocidos para ganar el mundo de lo cotidiano.

El final del modernismo propicia el aprovechamiento de los valores de la palabra en su mismo choque de lo natural y lo culto, de lo concreto y de lo abstracto. Los ejemplos y los hallazgos son muchos y frecuentes porque hay que recordar que la misma pretensión poética de Las éxtasis de la montaña se fundamenta en la consolidación del mundo arcádico: «acuden a la música sacerdotal del cuerno» (p. 9); «y el lago que recoge con lácteo escalofrío» (p. 1 I); «un gallo desvaría / reloj de medianoche» (p. 15) o como en estos versos de «Otoño»:


Sus cabellos de místico azafrán llora octubre
en los lívidos ojos de muaré de los lagos.


(pp. 24-25)                


Este ultimo ejemplo nos hace observar también el afán secularizador del modernismo al usar el léxico religioso, además de su afán artificializador («ojos de muaré»). Un sentido parecido puede verse en el uso del verbo «almizclar» y de la palabra «abuela» en el contexto de estos versos que siguen:


Almizclan una abuela paz de las Escrituras
los vahos que trascienden a vacunos y cerdos...


(p. 18)                


Está claro que los elementos culturalistas se usan muchas veces por su eufonía. El poeta gusta idealizar a las aldeanas con sonoros nombres que realzan su apariencia y hacen soñar al lector con espacios antiguos y olvidados: Alisia y Cloris: Filis y Tetis; Hécuba e Iris; Edipo y Diana; Foloe, Safo y Ceres, y muchos otros. Pero el léxico culto usado en un contexto rural produce efectos de sorpresa y de contradictoria remisión a un mundo encantado: «Los charcos panteístas entonan sus maitines»; «mujeres matronales de perfiles oscuros»; «sonrosados infantes, como frutos maduros» (p. 18).

A veces esos hallazgos ofrecen regustos culteranos como en «El guardabosque»: «La mesnada que aúlle o la sierpe se enrosque». O elaboran choques insólitos que habrán de tener fortuna en autores posteriores -como en el mexicano Ramón López Velaide (1888-1921)-: «Te anuncia un ecuménico amasijo de hogaza» (p. 20). A todo ello se suma la continua personificación de lo natural, lo que contribuye a sacar al poema del hieratismo del cuadro, para humanizar con pretensiones simbolistas los objetos y los animales:


La inocencia del día se lava en la fontana,
el arado en el surco vagaroso despierta.
y en torno de la casa rectoral, la sotana
del cura se pasea gravemente en la huerta...


(p. 9)                


La naturaleza cobra cuerpo en muchos poemas para adquirir sentidos y sensaciones humanas; «Tirita entre algodones húmedos la arboleda» (p. 16); «Llovió. Trisca a lo lejos un sol convaleciente» (p. 10).

La inclusión de elementos culturalistas en sus poemas tiene que ver también con su eufonía. Herrera era consciente de este procedimiento y su obsesión puede observarse en el prólogo a Palingenesia de Óscar Tiberio, en el que le reprocha al autor el haber negado a las palabras su personalidad autónoma porque no ha sido «un apasionado del ritmo imitativo, de las aventuras métricas, del neologismo bronceado, de las onomatopeyas abstrusas, del acertijo musical por asociación de sonidos [...] del mimo que se obtiene minando las r, de la ingenuidad amaneciente de las u, del delirio y la fineza palatina de las delicadas i... y de las s y de las x» 6. Es inevitable tener en cuenta algunos versos desde esta perspectiva:


pulula en monosílabos crescendos un salvaje
rumor de insectos; ladran perros en los rastrojos.


(p. 19)                



Suena de roca en roca, sus candidos trintines
la vagabunda esquila del rebaño, y en coro,
ante Dios que retumba en la tarde, urna de oro,
los charcos panteístas entonan sus maitines.


(p. 18)                


En estos ejemplos se observa esa obsesión por la vocal u que el poeta usó con especial desafío en el «Solo verde-amarillo para flauta. Llave de u», poema que tanto escándalo causó al publicarse en 1901. El poema consiste en un ejercicio musical regido por las acotaciones del andante, piano, crescendo, forte y fortísimo en el que todas las palabras significativas presentan la vocal ir acentuada; es evidente que el nombre de Úrsula que inicia el soneto tiene esa deliberada pretensión pero que también otros elementos naturales se concitan en la misma línea:


Anuncian lluvias, las adustas lunas.
Almizcladuras, uvas, aceitunas,
gulas de mar, fortunas de las musas.


(p. 77)                


En los versos de Los parques abandonados el decadentismo invade las imágenes: «con la sabia epilepsia de tu mano» (p. 44); «cual si la hiriera repentinamente / un aneurisma determinativo» (p. 45); «Y se durmió la tarde en tus ojeras» (p. 47). Decadentismo que se acentúa en los versos de Las Clepsidras:


como una misa de hórrido holocausto,
forjó la tarde en su carmín infausto.


(p. 107)                



Con poma de brahmánicas unciones,
abriose el lecho de tus primaveras
ante un lúbrico rito de panteras
y una erección de símbolos varones...


(p. 109)                


Entre estos efectos no se evita tampoco el sabor artificial de lo cursi («violentamente se asomó en mi cara / el mordisco sutil de tu peineta», p. 94; «yo quiero ver en tus ojos una tiniebla azulina / de la clorótica noche de tu faz plenilunial» (p. 103). Pero en Los parques abandonados persiste la misma preocupación por el poema que se advierte en todos sus versos. Tenemos al respecto un valiosísimo testimonio de 1901, en carta dirigida a Edmundo Montagne cuando confiesa que «un adjetivo me cuesta quince días de trabajo. Un verbo, a veces un mes. Cada soneto me representa un balde de sudor. Nada me satisface al fin, siempre estoy borrando y suplantando»7. Ello le llevó a hallazgos tan notables como estos de Las clepsidras y de Los parques abandonados:


erizaron sus barbas de aluminio
supramundanamente, hacia los astros.


(p. 110)                



Y en la sorda ebriedad de nuestros mimos
anocheció la tapa y nos dormimos
espiritualizadísimamente.


(p. 84)                


Pero si hemos de elegir un poema en el que los experimentos léxicos sean representativos de lo que el poeta uruguayo persiguió, debemos acudir a la «Tertulia lunática», o por su nombre completo: La torre de las esfinges (Psicologación morbo-panteísta), «Tertulia lunática» que data de 1909 -un año antes de su muerte-, en cuyos versos ensaya todos sus artificios verbales. Es más que evidente que poemas como «La vida» o «Desolación absurda» representan ensayos anteriores -más o menos logrados- para la composición de este poema. En este sentido la «Tertulia lunática» representa, como opina Idea Vilariño, la culminación de un procedimiento8, constituye una especie de itinerario espectral al que se suma una experiencia vivida. Esa experiencia, que tiene mucho que ver con su enfermedad y el uso de la morfina, no significa sin embargo que el poema se escribiera en pleno delirio; la propia Idea Vilariño ha desmentido esta posibilidad con el estudio de los minuciosos manuscritos que se conservan. Pero Herrera y Reissig contribuyó a su propia mitología y en todo caso este poema despertó más bien las iras de gran parte de sus contemporáneos. Así Rufino Blanco Fombona -que lo consideró siempre superior a Leopoldo Lugones- escribe en el prefacio a Los peregrinos de piedra: «Toda esa Tertulia lunática pide la ducha helada y la camisa de fuerza [...] no se discierne claro donde concluye la ironía y empieza el delirar. Todo el poema es una vaga tiniebla de locura, zebrada (sic) de relámpagos de oro»9. En cambio el ensayista uruguayo Emilio Oribe vio en él -con más acierto- a un «poeta del subconsciente, por ejemplo, el precursor superrealista», y observa en él «un inconsciente libre, caótico y musical, que se manifiesta por creaciones no modificadas por el contralor de la razón y el juicio crítico»10. Y en efecto hay en el texto una serie de aspectos que lo hacen avanzar sobre su tiempo para proyectarse sobre el ya próximo futuro vanguardista, pero es indudable que el poema continúa siendo el producto de un modernismo que dentro de sus posibilidades busca una nueva expresión.

La «Tertulia lunática» se apoya en la imagen. El poema es, en sí mismo una experiencia de ensoñación, pero es sobre todo una presentación de la teoría que defiende en su ensayo «Psicología literaria» -notemos cómo coincide parte del título de ambas obras- y la puesta en práctica de cuanto pensaba de la palabra:

En el verso culto, las palabras tienen dos almas; una de armonía y otra ideológica. De su combinación que ondula un ritmo doble. Huye un residuo emocional: vaho extraño del sonido, eco último de la mente, cauda rareiforme y estela fosfórica, peri-sprit de la literatura equis del temperamento y del estado psíquico, que cada cual resuelve a su modo y que muchos ni la perciben.


(p. 345)                


Apoyado en esta teoría Herrera piensa que el arte es lo artificial que se construye con la palabra en un incesante desgranamiento inconexo de la realidad real. El proceso de interiorización que se realiza en el poema, para el cual utiliza su experiencia con la droga, da nacimiento al ser mismo de lo poético: «Lapona esfinge: en tus grises / pupilas de opio, evidencio / la catedral del silencio / de mis neurastenias grises...» (p. 32). En este mundo creado en el que según propia opinión «lo inverosímil llega a ser lo real» (p. 350), importa mucho el basamento que establece la palabra, pero también el control que el autor realiza y la sensibilidad del lector. Por eso aconseja: «No os enojéis contra lo oscuro de la poesía. Tratad de penetrar, sin enfadaros por el esfuerzo» (p. 345) porque «en el imperio de la Quimera, ser visionario es ser real, es ver el fondo. Es que hay dos mundos: uno en masa y otro en espectro» (p. 350). Todo ello parece escrito, sin duda, pensando en su propia poesía y más concretamente en este poema porque la «Tertulia lunática» tiene algo de poética propia y sus versos aluden a veces a tan importantes procesos metapoéticos:



Las cosas se hacen facsímiles
de mis alucinaciones
y son asociaciones
simbólicas de facsímiles...

[...]

La realidad espectral
pasa a través de la trágica
y turbia linterna mágica
de mi razón espectral...


(p. 31)                


Esa «realidad espectral» deviene en arte a través de esa conexión reconocida: la «razón espectral» analógicamente exacta. El poeta advierte que lo inverosímil en el arte es verdadero, y que en ese mundo creado los objetos son facsímiles, ya no de lo real, sino de lo alucinatorio y simbólico. Por eso surgen aquí algunos rasgos que la vanguardia amplia y profundiza: la incoherencia, la supresión de la lógica, la atmósfera obsesiva, el humor a menudo negro o macabro, y en definitiva la ambigüedad y la subversión de los valores establecidos. -Es cierto que algunos de los mejores poetas modernistas ya lo habían practicado, es el caso de Lugones, pero es difícil advertir tan alto grado de consciencia-.

La «Tertulia lunática» conserva una cierta anécdota perceptible en la sucesión que marcan los epígrafes latinos: se trata de un itinerario hasta el encuentro o unión, que es a la vez un proceso de autoconocimiento en busca de lo inexplicable -de lo que está oculto-, proceso en el que parece confluir la droga y lo poético. El ritmo de la décima en la que los versos primero y cuarto repiten la misma palabra nos arrastra por un espacio que es el reino interior de los hallazgos verbales:


En túmulo de oro vago,
cataléptico fakir,
se dio el tramonto a dormir
la unción de un Nirvana vago...


(p. 27)                


Los seres fantasmales van ocupando ese mundo en el que se cumplen las más insólitas ambientaciones; «el cielo abre un gesto verde»; «en hipótesis se pierde / el horizonte errabundo / y el campo meditabundo / de informe turbión se puebla» (p. 27). Se trata de un laberinto o «país psicofísico» en el que habita un «ciprés de terciopelo» o «arde el bosque estupefacto / en un éxtasis de luto» (p. 28). Pero ese ámbito continúa siendo a la vez un recinto interior que constituye la misma vía purgativa («En la abstracción de un espejo / introspectivo me copio / y me reitero en mí propio / como en un cóncavo espejo»), en la que se aprecia la incertidumbre del final: «lo subconsciente del mismo / Gran Todo me escalofría» (p. 28). Penetramos así en el dominio de la personificación que el poeta presenta como una «Babilonia interior». En ocasiones los electos verbales alcanzan verdaderas cimas imaginarias:


Un pitagorizador
horoscopa de ultra-noche
mientras, en auto-reproche
de contriciones estáticas,
rondan las momias hieráticas
del Escorial de la Noche.


(p. 28)                


En el reino de la noche emerge la magia negra, las imágenes más inverosímiles y dinámicas, y lo religioso, lo mítico y lo popular producen una avasalladora hiperrealidad:


Un brujo espanto de Pascua
de Marisápalo asedia,
y una espectral Edad Media
danza epilepsias abstrusas,
como un horror de Medusas
de la Divina Comedia.


(p. 30)                


O en otros casos potencia la imaginería e inventa sobre la misma invención:


Hincha su giba la unciosa
cúpula, y con sus protervos
maleficios de hicocervos
conjetura el santuario
el mito de un dromedario
carcomido por los cuervos.


(p. 31)                



Canta la noche salvaje
sus ventriloquias de Congo,
en un gangoso diptongo
de guturación salvaje...
La luna muda su viaje
de astrólogo girasol,
y olímpico caracol,
proverbial de los oráculos,
hunde en el mar sus tentáculos,
hipnotizado de sol.


(p. 33)                


Como podemos observar, el eje decisorio del poema es la sucesión de imágenes, alimentada por una elaboración intensa de la palabra, en la que siguiendo la pauta modernista la sonoridad juega un papel fundamental. A ello se une la diestra utilización de las personificaciones, que Herrera y Reissig trabaja hasta conseguir un expresionismo pictórico. En el poema IV las actitudes humanas tocan los limites de la grotesca parodia en una percepción de que el humor forma parte fundamental del arte, que todo es lectura, relectura o segunda lectura («Adarga en ristre, el sonámbulo / molino metaforiza / un Don Quijote en la liza, encabalgado y sonámbulo»; p. 29). O bien en estos versos en los que las transformaciones buscan el intenso gozo imaginativo:


Con insomnios de neuralgia
bosteza el reloj: la una;
el parque alemán de luna
sufre una blanca neuralgia...
Ronca el pino su nostalgia
con latines de arcipreste:
y es el molino una agreste
libélula embalsamada,
en un alfiler picada
a la vitrina celeste.


(p. 34)                


Uno de los aciertos del poema es el uso de la ambigüedad -aunque todavía dentro de un modernismo evidente-, que surge en él por esa autocomplacencia que siempre experimentó en relación con su dependencia con la morfina. Droga y poesía están deliberadamente confundidas; dependencia, placer, sufrimiento y muerte se aúnan en ese humor macabro desafiante: «¡Oh Monstrua! Mi ulceración / en tu lirismo retoña», o bien: «¡Oh musical y suicida / tarántula abracadabra [...]!» (p. 35); también:


Mefistófela divina,
miasma de fulguración,
aromática infección
de una fístula divina...
¡Fedra, Molocha, Caína
como tu filtro me supo!


(p. 37)                


El juego verbal llega aquí a su paroxismo: «Ven, antropófaga y diestra, / Escorpiona y Clitemnestra» (p. 37). Como se puede observar, Herrera hace chocar las palabras en intencionada disposición sonora, y no pierde nunca el gusto por lo epitelial del sonido; ello lo ancla en el modernismo de procedencia rubendariana. Pero esa conciencia del gozo desafiante que la palabra puede producir lo lleva a desbordar lo imaginativo, y a comprender en el fondo que, como para la vanguardia que está a punto de asomar, la poesía es sobre todo imagen.





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