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La autoconciencia retórica en el teatro de Bretón de los Herreros

Miguel Ángel Muro


Universidad de La Rioja




ArribaAbajo1. La palabra en el teatro bretoniano

En otro lugar1 dejé apuntado que el teatro de Bretón de los Herreros, de condición cómica-humorística y costumbrista, presenta un dominio casi omnímodo de la palabra, al tiempo que una acusada simplificación.

Bretón domina su oficio de forma singular en lo que tiene que ver con dotar de palabras a sus personajes y resolver con ellas lo sustancial de cada obra; tarea a la que contribuyen su gusto por los asuntos idiomáticos y su condición de hábil versificador, que se ponen al servicio de un juego ligero, superficial, encaminado a la diversión y, algo menos, a la mejora ética de su público, mediante el recurso constante al humor, en diferentes facetas que van de la broma a la sátira.

Lo usual, por tanto, es hallar en este teatro a habladores cualificados, que hacen descansar en su capacidad verbal su función teatral. Sobre esta norma, pueden encontrarse anomalías, tanto por defecto como, sobre todo, por exceso. Así, puede hallarse algún que otro personaje extraño, incapaz de expresarse o parco en palabras; es lo que ocurre con el protagonista de Mi secretario y yo, a quien la timidez hace retraído, al punto de disponer de su secretario como sustituto en el cortejo de la mujer a la que ama. Pero mucho más frecuente es el extremo contrario, el de aquellos personajes caracterizados por el larguísimo recorrido de su palabra; muestras muy representativas de estos cómicos pelmas pueden encontrarse, por ejemplo, en su obra más representativa, la Marcela, donde Bretón acumula a D. Martín, hablador incansable (que todavía destaca más cuando se compara y contrasta y acumula con otros dos habladores inmisericordes, como aquel de quien se refiere tapó la boca de su oyente mientras estornudaba para no perder el uso pertinaz de la palabra), o el tío de Marcela, capaz de desesperar de aburrimiento a cualquier visita, con su afición a acumular sinónimos.




Arriba2. La retorización de este teatro: la autoconciencia retórica de los personajes

Esta condición verbalista del teatro bretoniano, evidente, se desarrolla mediante una actitud menos manifiesta, en principio: la fuerte retorización y tipologización con que se encara la composición de los discursos que integran el texto dramático, para dar lugar a una modalidad teatral fuertemente sistematizada.

De los asuntos relativos a la retorización del discurso teatral lo que ahora me interesa señalar es cómo desde dentro de las propias obras de Bretón los personajes muestran conciencia de la actividad retórica que se está desarrollando, lo que quisiera presentar como un indicador efectivo de la condición altamente retórica del teatro bretoniano a la que me refiero. Ha de tenerse en cuenta, al respecto, que la oratoria era materia de estudio común en la época y que de ello también queda constancia en el teatro de Bretón, por referencia explícita; así, hablando un personaje de lo mucho que trabaja el joven protagonista (abogado que pretende un puesto) para salir adelante en la vida, dice2:


«pasa el día en desasnar
al prójimo. La oratoria
enseña al uno, el derecho
al otro, a aquel un idioma...
Ambulante pedagogo
Echa el alma por la boca
Y apenas gana el mezquino
Con que llenar la bartola.»


(I, 4.ª)                



2.1. La persuasión y la valoración del orador

La finalidad persuasoria de las intervenciones es explicitada con cierta frecuencia por los propios personajes, lo mismo cuando se trata de ideas que cuando es la mano de una mujer lo que está en juego.

Expresión muy explícita es la que Carolina hace en El abogado de pobres (III, 1ª), cuando explica a su padre porqué admitió a un pretendiente, a todas luces insufrible; aquí la persuasión sube de grado para convertirse en fascinación («me dejé fascinar, yo lo confieso»), y se trasluce la concepción negativa de la habilidad retórica, que será frecuente en el teatro de Bretón («por el falso oropel de su lenguaje»).

En la misma obra, su protagonista, remiso hasta lo inverosímil a confesar su evidente amor por su prima, reacciona con sospechoso «calor» cuando se ofrece a la maliciosa muchacha a despejar el campo de otros competidores y avanza el uso que hará de su cualidad oratoria:

RAMIRO.-
[...] Yo convenceré a mi tío
de que es una atrocidad
su proyecto, y a tus novios
arrojaré de ese umbral
si es fuerza. Tan bella causa
no he defendido jamás,
y abogado o campeón,
en ella sabré mostrar
la elocuencia de un Demóstenes
y el esfuerzo de un titán.

(I, 4.ª)                


En El duro y el millón dos amigos disputan; Prudencio, enriquecido a partir de un duro que le prestó César, trata de convencerlo de que acepte ahora su ayuda, sin éxito, porque, en su tozudez, al «¡Bah! ¡Si ya estás convencido...» del primero, el segundo replica «No me quiero convencer» y, a la postre, tras nuevos argumentos de Prudencio termina cerrándose en su actitud, tildando de «sofisma» lo dicho por su amigo (III, 9.ª).

En la obra en un acto Los tres ramilletes, la apreciación es muy explícita. Con su punto de ironía, un hombre que planea tomar venganza sobre los supuestos alardes amatorios de otro fatuo, se burla de sus padecimientos con el casero que le exige el pago perentorio del alquiler:

NARCISO.-
¡Hombre inexorable, impío!
RAMÓN.-
En verdad que ha estado posma.
Pero tú habrás empleado
las galas de la oratoria
para persuadirle...

(escena 15.ª)                


En El cuarto de hora Bretón presenta a otro personaje fatuo y seductor dotado también de una gran condición persuasiva que explícita la tía de la protagonista:

LIBORIA.-
[...] Y él, que no habla en vascuence,
Lo explica con tanta gracia... [...]
Si le oyes te convence.

(III, 6.ª)                


También se observa esa autoconciencia retórica cuando dos hermanos disputan sobre cuál haya de ser el mejor sistema para preservar a una joven de los peligros del mundo y la criada deja clara la situación retórica: «LUPERCIA.- ¿Si conseguirá don Pablo / a su hermano convencer?» (A lo hecho pecho, I, 8.ª)

Pero del mismo modo puede expresarse un cínico cazadotes en El amigo mártir, cuando participa su plan a su amiga y cómplice:

BASILIA.-
¿Pero está propicia
la muchacha?
RAMÓN.-
Hoy me prometo
acabar de persuadirla.

(I, 2.ª)                


Tampoco en la disputa o en otras circunstancias y situaciones es infrecuente que los intervinientes valoren de forma expresa su capacidad o la situación oratoria en que se encuentran: «Demonio predicador» llama con abierta admiración Basilia a su compinche en El amigo mártir, al comprobar la cínica capacidad con que maneja una situación en la que se aprovecha con hipocresía de un amigo generoso y crédulo, para conseguir la mano y dote de una «andaluza beldad», al tiempo que adoctrina a Basilia para que engatuse a su amigo. En El qué dirán, Toribio, criado de buen porte, es requerido para casarse por su ama, ya más que madura. Él, que no lo ve nada claro, por edad, diferencia de estatus social, educación y gustos (amén de una criada que le gusta) se debate en una controversia con su ama, mucho más hábil en la oratoria. La escena primera del tercer acto presenta el grueso de su discrepancia. Los reparos que va poniendo Toribio como defensas van siendo asaltados y desbaratados por Rosalía. Toribio reconoce hasta en dos ocasiones la cualidad oratoria de Rosalía y su propia claudicación:

TORIBIO.-
Yo de otra suerte discurro,
pero con esas retóricas
me haces caer de mi burro.

Y más adelante:

TORIBIO.-
Tienes razón para cuatro
y has hablado como un Séneca.-

Lo usual en este teatro es que sean los interlocutores los que alaben la cualidad oratoria del que la posee; pero no es infrecuente el que un personaje se sepa buen hablador y que lo exprese. El caso más relevante es el que se produce en Un novio a pedir de boca, donde Bretón ha planteado una situación básica tópica en él: la de la dama pretendida por tres hombres, haciendo que uno de ellos tenga como mérito, justamente, el de la elocuencia; de la consciencia del personaje al respecto son muestra sus intervenciones en aparte: «En mi mágica elocuencia/ fundo mi lauro y su oprobio.» (I, 4.º); «¡Ánimo! Llegó la hora/ de la prueba. Séme fiel,/ elocuencia seductora.» (I, 5.ª)

Valoraciones positivas expresas del discurso del interlocutor aparecen también en otras obras de Bretón.

Una de las más significativas se da en Marcela, o ¿a cuál de los tres? cuando la protagonista y su activa criada valoran el billete amoroso de D. Agapito Cabriola

Bizcochea y la primera, ante lo rimbombante y ridículo del comienzo, exclama con ironía:

MARCELA.-
¡Buen principio! Esto promete.
Me pasma tanta elocuencia.

(III, 3.ª)                


El cínico aprovechado de El amigo mártir pone irónico colofón al discurso del crédulo en que le ofrece cuanto tiene a fuer de amigo:

RAMÓN.-
Vuelve a abrazarme, mejor
no hablara San Juan Crisóstomo.

(I, 5.ª)                


mientras cuando él mismo habla recibe elogios sinceros de aquel: («Dices bien. Me has convencido./ (¡Ah qué hombre! No abre sus labios/ sin decir una sentencia.)» (II. I.ª)

Y en el drama romántico Elena, Ginés, un criado venal y cínico engaña con sus palabras a la protagonista, con una alta conciencia de su condición como orador que se sustancia en dos apartes donde se evalúa con complacencia: «(¡Vive Dios/ que hablo como un san Ambrosio!)» y «(Ahora viene de perillas/ un movimiento oratorio)» (I, 3.ª)

Intervenciones notables, ya por su adecuación, ya por su salida de tono, también son enjuiciadas por interlocutores o por terceros.

A este respecto, es interesante la réplica que Leonor (dama hermosa, orgullosa y ofuscada) da al Rey que la requiebra con clara intención erótica, en la comedia de capa y espada Finezas contra desvíos:

LEONOR.-
Señor, no me habléis así,
que me haréis envanecer
más de lo que es menester...,
y se burlarán de mí.
Mas no es mucho que resuene
tan poética elocuencia
en quien bebió con frecuencia
de las aguas de Hipocrene;
Y cuando casi de diosa
título me dais, entiendo, señor,
que estáis componiendo
una comedia famosa.

(III, 7.ª)                


Es, asimismo, otro seductor de fácil palabra el que recibe la rendida alabanza de su víctima en El editor responsable, al tiempo que la ironía censoria del autor:

JOSEFINA.-
¡Dupré! ¡Dupré! ¡Cómo abusas
De tu elocuencia sagaz!
Confieso, frágil de mí,
Que me inclinaba a Gaspar [...]
Tú me fascinas, Dupré.
¡Oh poder, oh autoridad
del genio!

(I, 10.ª)                


En Errar la vocación hay una apasionada y fatua réplica de Facunda, donde ella misma declara su excelsitud artística, ante la que su padre, arrebatado exclama: «¡Soberbia peroración!». La misma expresión es la que se emplea en El editor responsable para valorar un parlamento caricaturescamente romántico: «¡Soberbia perorata/ y párrafo estupendo!», aunque en este caso se haga de forma irónica, con una actitud que se reproducirá más tarde cuando la misma dama insulte al atribulado editor responsable. El paso de la oratoria romántica exaltada a la simple sarta de improperios («Eres un insolente [...] Un grosero/ un mentecato, un simple,/ estólido, mastuerzo/ idiota...!») es contrapunteada de nuevo con un «¡Otro arrebato de elocuencia!». No hay, sin embargo, ironía en el padre de la muchacha cuando califica también de «soberbia peroración» (II, 3.ª) un párrafo vehemente con que deja sin habla al sensato protagonista masculino («Yo, ...señorita...-Está loca-»), no en vano recién llegado de Astorga, lugar que, al parecer, comunicaba la cordura que faltaba en la corte.

En El cuarto de hora, -horrorosa comedia- la desdeñosa e insufrible Carolina se despaciencia ante las consideraciones que va haciéndole su escribiente y silente enamorado Ortiz, al que espeta: «¡Qué sofístico está usted!/ ¡Qué mal procurador/ de malas causas!» (IV, 4.ª)

Capítulo aparte merecen las muestras de oratoria efectuadas mediante textos escritos. En Mi secretario y yo el avispado secretario del tímido enamorado redacta una carta amorosa para la bella, basada en una elegante humildad («¿Me atreveré a ofrecer a usted un corazón que la ama con la más ciega idolatría?») que, leída por el que ha de firmarla no sólo merece elogio («¡qué bien escrita!») sino una lectura pasaje a pasaje con comentarios sobre fondo y forma («es un recurso oratorio-epistolar», dice el secretario de las interrogativas del comienzo; y hasta valoran la posibilidad de doble acentuación de «sincero»), que termina con un entusiasmo capaz de subir el sueldo del autor.

La ironía sobre el discurso de los otros deja paso a la censura abierta en Todo es farsa en este mundo, donde un personaje cuerdo, «prosaico», corta y critica un discurso fuertemente literaturizado y parodiado:

FAUSTINO.-
Sí, sí, el candor virginal;
esa inefable dulzura
que acaba usted de pintar;
esa ternura tranquila
y esa sumisión nupcial,
aunque es de fuego mi pecho,
también para mí tendrán
encantos. Dulce Amenaida
amó a Tancredo marcial,
y Carlos el Temerario
a la Virgen de Underlac.

VICENTA.-
Al grano y basta de frases,
que es preciso aprovechar
el tiempo.

Algo similar se da en El duro y el millón, donde el intento de discurso pomposo de un sobrino tronera es cortado por su tío, don Prudencio (de nombre alusivo):

BERNABÉ.-
Alzo pues [del suelo]; pero los astros
del Olimpo...
PRUDENCIO.-
Háblame en prosa.-

Otros son los motivos que llevan a parecida situación conversacional en El abogado de pobres. Aquí una mujer burlada, Catuja, abruma a su burlador con una sentida intervención, desarrollada en clave paródica por el autor:

CATUJA.-

 [Llorando] 

Si la tuviera [conciencia ],
no con oro, con tu mano
pagarías una deuda
tan sagrada; pero, ¡oh Dios!
ni mis lágrimas acerbas,
ni la voz, ¡ay! ya difunta,
con que la naturaleza
te grita...

Ante la que el Marqués sólo acierta a ordenar de forma perentoria a la mujer que calle, precisando de paso el tipo de discurso con el que se ve acometido:

MARQUÉS.-
¡Voto a...suspende
tu sentimental arenga.

Y al no conseguirlo, huye dando facultades al abogado para que, salvo el matrimonio, resarza a la insufrible mujer, con tal de no ver ni, sobre todo, oír a esa «fatal hija de Eva».




2.2. Connotación negativa de la «retórica»

Y es que la propia expresión «retórica» aparece con frecuencia cargada de connotaciones negativas. Como se ha ido pudiendo ver, el poseedor de la habilidad persuasiva es un personaje que la utiliza para engañar. Es así, entonces, que la posesión o el ejercicio de habilidades retóricas se mira con sospecha por (el autor) los demás personajes.

El «no andarse en retóricas» se emplea (Todo es farsa en este mundo, 11,2-) para anunciar una manifestación brusca; de otra parte, se moteja de «impertinente retórica» la de un pretendiente pedigüeño y verboso (El abogado de pobres, II, 4.ª) y se considera que las «flores retóricas» suelen servir para engañar, disimulando carencias, como queda manifiesto en la carta con que el General (tipológicamente brusco en su sinceridad) pide a la Duquesa en matrimonio:

«Ni yo presumo de adonis, ni es mi fuerte la lisonja, ni el mérito que me falta suplirán flores retóricas. Expongo pues con franqueza Marcial y en humilde prosa mi pensamiento...» (I, 8.ª)

Ironía autorial hay en Don Frutos en Belchite, cuando hace que Pablo, lugareño taimado y cabezota diga de sí «un oráculo es mi boca» y cuando su hija le replica que lo llaman «Pero-Grullo por mal nombre», él lo achaca a que «envidian mi retólica» (I, Iª).

Algo similar ocurre en Dios los cría y ellos se juntan con el personaje de Macaría, zafia enriquecida que maltrata el castellano de continuo y que, reprendida por su marido, espeta que ella habla «a lo palurdo/ pero a mí me entienden todos; / y a ti con tantas retólicas/ no te entenderá el demonio.» (I, Iª)




2.3. La oratoria galante

Capítulo de particular interés en lo relativo a la autoconciencia retórica que muestran los personajes bretonianos es el relativo a los discursos galantes. Las situaciones amorosas (de variada índole) son básicas en la constitución del teatro bretoniano. Lo más frecuente es que la relación amorosa se elucide mediante la palabra, también en este caso con una palabra muy retorizada, respondiendo a situaciones que se repiten como piezas tipificadas .

Por lo general, se da un mismo esquema de comunicación: explicitación de las características del discurso del interlocutor, juicio negativo e interrupción del discurso, ya sea por parodia de una determinada tipología textual o simplemente por aversión a la verborrea o por disgusto ante lo que se escucha, bien se haga en broma o en serio (como ocurre en El qué dirán, donde Rosalía corta la amonestación de su hermano -que pretende impedir que ella se case con el criado-, con un seco «Basta de sermón»).

La actitud del autor que puede percibirse en ello es la de castigar el discurso inadecuado, por insincero, por indecoroso o por impertinente. El caso de la parodia del romanticismo es uno de los preferidos de Bretón, ya que con él obtiene comicidad, al tiempo que hostiga a un movimiento que no le es grato. Pero en todos los casos se trata de poner en evidencia y ridiculizar el discurso ornado, «literario», al que Bretón suele oponer parlamentos prosaicos (buscando el grado cero de literaturización), sostenidos por personajes sensatos representantes de la ideología práctica burguesa, amables para el público.

Esta «insinceridad», propia de quien enmascara sus verdaderos sentimientos y fines con su dominio oratorio se pone de manifiesto en María y Leonor cuando un personaje aparece en la vida de una mujer tratando de sacar beneficio mediante el chantaje. Este Bernardo comienza por intentar ganar la benevolencia de la mujer, reconociendo sus culpas y presentándose, de forma artera, como víctima del sino; algo que deja claro en un aparte:

BERNARDO.-
Culpable fui, lo confieso,
pero ¡cuan terrible el pago
de mi perfidia! (Apelemos
al alto estilo romántico.)

De todos modos, y aunque la tendencia general sea la de entender como rasgo negativo el dominio oratorio, por insincero, no hay teoría ni postura definida de Bretón sobre esta cualidad de los personajes de su teatro. Lo que se percibe, más bien, es que el autor utiliza este rasgo a voluntad, haciendo depender su sanción de la valoración previa con que se dota al personaje.

Esta aleatoriedad queda manifiesta en el tratamiento que se da a la condición oratoria de los verdaderos enamorados, alejados de los pretendientes que fingen amor o se fuerzan a manifestarlo por conseguir a la dama y sus dineros.

En la Marcela Martín, antes de comenzar el torrente verbal que pretende sea su declaración a la hermosa viuda, expone la idea de que el amor hace elocuente al que lo siente:

MARTÍN.-
Ya que usted me da licencia,
y puesto que el Dios vendado
al más lego, al más callado,
da facundia y elocuencia...

Así, la oratoria no dependería del aprendizaje, ni tampoco sería algo innato, sino que estaría promovida por determinados sentimientos o virtudes, en una concepción que bordea el neoplatonismo, desde la teoría de la inspiración expuesta por Platón en el Ion.

Sin embargo, estas «facundia» y «elocuencia» no se dan, ciertamente, en el poeta enamorado de esta misma obra, D. Amadeo, cuya timidez al declararse en presencia de Marcela se gana la burla de la dama. De hecho, antes ya se había ganado la de la criada, ante la que declara su amor por Marcela con facundia y viveza; el literaturizado discurso del poeta recibe esta réplica de Juliana que apunta a la relación entre insinceridad y cualidad oratoria:


«¡Qué relación tan discreta,
y cómo huele a azahar,
a tomillo y a violeta!
Para eso de enamorar
No hay hombre como un poeta.
¡Bien haya su boca, amén,
que con elocuencia tal
pinta el favor y el desdén!»


(I, 4.ª)                


En la situación amorosa, que en el teatro de Bretón se ha de resolver mediante la palabra (y quedar en las palabras), hay momentos y obras en los que los personajes muestran una especial conciencia de las facetas que entraña la relación hombre-mujer.

Un novio a pedir de boca es, a este respecto, una comedia muy interesante. En ella se plantea una situación germinal similar a la de la Marcela: una viuda escamada del matrimonio es pretendida por tres galanes (uno atractivo, otro con dinero y el tercero elocuente), a los que se suma otro, lelo y sumiso, que es el que ella prefiere porque le acomoda. Ante los atisbos de declaración amorosa de uno de los pretendientes, Miguel, Luisa, la dama, marca bien la condición de la palabra en esas situaciones y las dos posibilidades básicas que pueden explicarla:

LUISA.-
Pero, señor don Miguel,
diga usted, por vida mía:
esas palabras de miel,
¿las dicta cariño fiel
o cortés galantería?

Más adelante, el humildísimo y prosaico billete con que Pedro Celestino Ruiz confiesa su pasión a Luisa, obtiene de esta un juicio favorable (que, por metonimia, alcanza al autor): «Un ángel debe de ser/ quien de esta manera escribe». Estilo que no convence a Marcelina, quien se malicia que se trata de un «patudo» y un «pillo», sin conseguir que Luisa cambie de opinión, ya que se reafirma en que «este lenguaje sencillo/ proviene del corazón», en la formulación más clara de la relación entre sinceridad y sencillez estilística. El encuentro entre Luisa y Ceferino (alcarreño recién llegado a la corte a pretender) desarrolla un poco la teoría sobre la diferencia de estilos y sus características. Luisa confiesa a Ceferino haber leído con gusto su billete, en el que se contrapesan ingenio y respeto («En él no hay pruebas/ de ingenio muy sutil,/ pero es tan respetuoso/ aquel estilo...»); y se valora la sencillez sincera (de fondo y forma) por encima de la oratoria florida. Celestino reconoce sin desdoro saber tan solo un poco de latín (que le enseñó un tío presbítero) y Luisa deja la cultura para otros («Eso basta./ No puedo yo exigir/ que tenga todo el mundo/ la ciencia de Merlín.»), en una actitud similar a la que se da en El qué dirán, donde Rosalía replica a Toribio (con quien quiere casarse y que se declara incapaz de dominar la oratoria cortesana) señalando la distancia entre la oratoria profesional y el discurso privado, alejado del ornato:

ROSALÍA.-
Tus principios son muy buenos
y las elegantes fórmulas
son para mí lo de menos.
Tú no has de ser diputado
y ni a las tribunas ni a pulpitos
te tengo yo reservado.
Todos, del rey al pastor,
saben bien sin ir a cátedras
el lenguaje del amor.
Habla de amor noche y día
sin rodeos ni metáforas,
a tu dulce Rosalía;
y aunque no sepas la q,
ni Cicerón ni Aristóteles
hablarán mejor que tú.

Volviendo a Un novio a pedir de boca, es revelador que Luisa corte, en su mismo comienzo, el parlamento en que Ceferino, para corroborar su amor, comienza a ensartar tópicos («[la amo] como el olmo a la vid,/ como la...»), y ante las muestras de sinceridad y modestia del muchacho vuelve a encarecer el valor del billete en que Ceferino defendía la sinceridad inmediata, no mediada, por el mundo literario, por el tópico:

CEFERINO.-
Si no hay en ella flores,
ni perlas, ni rubís,
el alma la ha dictado;
que yo no sé fingir.

A lo que Luisa replica, aceptando tal actitud, en una profesión de fe «antiretórica»:

LUISA.-
Y la verdad sencilla
me gusta más a mí
que música celeste
con frases de París.

Bien es cierto que toda esta valoración tiene su límite y vigencia hasta el momento en que Ceferino, poco enseñado para entender las situaciones sociales, confunde el significado de las alabanzas de Luisa con su intención de concederle su mano.

Este es un ejemplo, entre muchos, que viene a mostrar la necesidad de aguja para marear en ese mundo teatral (social) de complejos usos y costumbres del siglo XIX, en que, en la burguesía, la mujer no podía llevar la iniciativa amorosa explícita, mientras recibía discursos halagadores de uno o varios hombres, algunos de los cuales eran debidos a mera galantería, mientras que otros se debían a interés posesivo, económico y/o amoroso, y podían responder a la tópica amatoria o prescindir de ella. Los rasgos básicos de este hombre burgués en el teatro bretoniano suelen referirse a la apostura, el dinero, la cultura, el despejo intelectual, el recto juicio, la extracción social (nobleza, profesión liberal...), su gracia («gracejo»), su condición apacible o tiránica, su cortedad o decisión, su modestia o jactanciosidad. Mientras, a la mujer le quedaban la belleza, el candor en la joven y la honestidad en la madura, la dependencia y sumisión al hombre, más o menos severa, en todo caso, la habilidad, inteligencia o sabiduría para manejarse en ese mundo difícil.

Pero claro es que la condición oratoria no es prerrogativa de los hombres en el teatro de Bretón, ni se reserva a la mujer el papel exclusivo de receptor y enjuiciados La cualidad persuasiva es presentada también como un rasgo de los personajes femeninos, con similares características a los masculinos, pero con el añadido de una actio en la que juegan un papel destacado la hermosura y las lágrimas.

La muestra más relevante al respecto es la que se da en La niña del mostrador, comedia que supone un canto desaforado a la honestidad femenina, exagerando las condiciones sensibleras y folletinescas de la trama y situaciones. En ella, Narcisa, «la Niña del Mostrador» improvisa un discurso, con todas las condiciones de tal (y así es notado por Bretón en la acotación), para mover a los parroquianos, duros de puño, a contribuir a una colecta en beneficio de unos niños italianos, huérfanos, que acaban de tocar una pieza musical en el café, y que se mantienen al lado de la muchacha mientras ella habla. Narcisa, tras pedir atención y benevolencia al auditorio, apelando a los buenos sentimientos de los parroquianos y declarando su falta de «elocuencia», va desarrollando una vibrante intervención que gana progresivamente la voluntad de su auditorio, hasta que se singularizan algunas voces por encima de los murmullos de aprobación y simpatía que hacen referencia al efecto final y a la belleza de la oradora:

FAUSTINO.-
¡Qué mujer!
POLICARPO.-
¡Divina!
FAUSTINO.-
¡Me arrebata!
BENIGNO.-
¿A quién no conmueve?
JOAQUÍN.-
¿Qué hermosa está?
ALBERTO.-
¿A quién no persuade?

Una actio similar, aunque menos subrayada (ya que no se producen en ella ni el carácter social-público del discurso, ni se extrema la sentimentalización), es la

que se da en La independencia, donde también se explícita la conciencia oratoria por parte de los personajes. En este caso, Isabel, otra huérfana, hermosa (desde luego) y bondadosa y generosa hasta extremos de difícil verosimilitud, aboga por un niño abandonado a la puerta del cortijo, ante el propietario y señor de quien es sirvienta, prentendida o presuntamente misántropo, celoso defensor de su independencia. Besos en la mano del señor, vibrante alegato de defensa del párvulo y su suerte, parte de él pronunciado de rodillas, tuercen pronto la débil defensa planteada por el hombre, que termina prohijando al niño y reconociendo que «para resistir a clamores tan elocuentes es preciso tener alma de risco... o ser ama de gobierno.» (II. 20.ª), refiriéndose a la antagonista, doña Nicanora, que va viendo cómo fracasan sus esfuerzos por deshacerse de Isabel.

La insensibilidad y aversión al discurso y oradora contrastan con la acogida entusiasta de D. Agustín, para mostrar algo tan sencillo como la dependencia que la eficacia oratoria tiene de la predisposición del receptor. El caso más llamativo a este respecto (también con explicitación de conciencia retórica) se da en esta misma obra, cuando el sobrino y aliado de doña Nicanora trata de que D. Agustín sea arrestado por haber dado cobijo a un militar liberal fugitivo. El alegato de defensa de D. Agustín, en que se justifica tal acto por la compasión, la generosidad y la hospitalidad, es rechazado sin contemplaciones, como mera palabrería, por el trío absolutista formado por Jesualdo, el Alcalde y el Sargento:

SARGENTO.-
¡Bah, bah! ¡Retólicas!
JESUALDO.-
¡Lilailas!
ALCALDE.-
¡Sofisterías! Está usted convicto y confeso.

(III. 17.ª)                


Sin necesidad tampoco de llegar a extremos sentimentaloides, valiéndose de la habilidad al argumentar, reforzada por la belleza y desenvoltura, también la mujer es buena persuasora en el teatro de Bretón y así se explícita su condición. Así puede verse en Por poderes, donde Laura toma la defensa de la actuación desenvuelta, inteligente y seductora de la mujer, al ser acusada de coquetería por Severo, su pretendiente, oculto tras la figura de representante. Tras admitir ser coqueta, la muchacha desarrolla las dos acepciones que, a su entender, tiene la palabra; la primera, muy negativa, sinónima de casquivana y casi de prostituta, y la segunda, que se refiere a la forma astuta con que la mujer juega sus cartas frente al hombre para obtener sus fines. El efecto que causa en su interlocutor (también muy predispuesto a favor) es contundente; perdida la severidad a que alude su nombre, capitula gustoso, alabando la capacidad persuasiva de la muchacha y pormenorizando sus componentes:

SEVERO-
Ese acento me suspende,
ese sonreír me prende,
ese mirar me restaura,
¿Quién ya con tal defensora
hará al bello sexo agravio?
¿A quién no persuade un labio
que tanta sal atesora?
¡Criaturas hechiceras!...
Desde hoy mi lema será
el de Inglaterra: honni soit
qui mal y pense!

(escena 4.ª)                








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