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La Barcelona romana a través de su municipio1

Sebastián Mariner Bigorra





A primera vista puede parecer meramente accidental, casi pura casualidad, que la historia de la organización ciudadana de Barcelona empiece precisamente con la fase romana: un producto de tantos azares como ha tenido que sufrir la historiografía antigua en general. Se empezaría con Barcelona romana sencillamente porque de la anterior o anteriores no ha habido la suerte de que se hayan conservado noticias adecuadas en las fuentes históricas que han llegado hasta nosotros.

Lo que hay en ellas, efectivamente, es muy poco; y aun este poco, difícil de aprovechar. Dos topónimos, perfectamente prelatinos: uno para la ciudad, ba-r-ke-n-o; otro, preferentemente para los habitantes de ella y su comarca, l-a-i-e-s-ke-n. Uno y otro bien conocidos y adaptados por historiadores griegos y latinos y ampliamente usuales entre los latinos incluso no historiadores: Barcino y Laietani. Extensas discusiones entre historiadores modernos sobre si podría tratarse de aludir con ellos a dos núcleos urbanos relativamente distantes: uno, en Montjuïc; otro, donde ahora estamos. Discusiones no inacabables, al parecer: la dualidad toponímica barcelonesa se corresponde con varias otras hispánicas (Saguntum-Arse, Tárraco-Cese, etc.), de las que no consta que hayan representado núcleos distintos de población, sino haber sido empleadas por las fuentes antiguas prácticamente como sinónimas2. La mención plural Barcilonum... ditium en el poema de Avieno Ora maritima, v. 520, tantas veces aducida en apoyo de aquella dualidad urbana, entendiendo «de las ricas Barcelonas», que habría aludido precisamente con el nombre de uno de los núcleos a la todavía comprobable pluralidad, ha sido resuelta en el Thesaurus linguae Latinae entendiendo que el nombre -como tantos otros casos allí aducidos- se refiere a los habitantes: una interpretación «de los ricos barceloneses», tan adecuada en un texto de lenguaje poético, soluciona el problema de un solo golpe. Tal vez esta fama de «adinerados» explique a su vez la calificación de «cartaginesa» -punica Barcino- que, ya en el IV d. C., le daba Ausonio3, seguramente poco creído de que sobre esta su sola mención se daría lugar a una de las más interesantes y difundidas opiniones sobre la Barcelona prerromana: su origen cartaginés e incluso su fundación por el propio jefe de la dinastía militarista de los Bárcidas, Amílcar. Uno de los máximos conocedores de la historia antigua de Barcelona, nuestro amigo y colega doctor Alberto Balil, ha expuesto con tanta agudeza como imparcialidad4 la grave dificultad histórica con que tropieza la última hipótesis: las monedas con barkeno se datan en el siglo IV, uno antes, por tanto, de que Amílcar pudiera fundar y dar su nombre a la ciudad que las acuñaba.

La escasez y dificultad de interpretación de estos datos sube de punto si se les relaciona con los de otras ciudades hispanas con las cuales la historiografía antigua fue espléndidamente generosa: Numancia, Sagunto, Cádiz, Lérida... De casi todas se conoce el nombre de célebres caudillos y gestas heroicas, gracias a que interesaron con ellas desde antiguo a griegos y romanos. Bárcino no parece haber sido de interés personal como para que un historiador se ocupara de ella hasta la época de César. Tal vez en el trasfondo anterior se ocultan también hechos impresionantes, y una organización avanzada. Si nada de esto sabemos hoy con certeza, cabe atribuirlo a una sucesión de malas casualidades en cadena.

A esta hipotética insinuación cabría que se añadiera todavía un reparo sobre la legitimidad de este nuestro primer capítulo de un ciclo sobre municipalidad: la Barcelona romana no fue un municipium -como lo fueron, por ejemplo, Granada o Mahón-, sino una colonia. Desvirtuar este reparo puede hacerse de inmediato, a diferencia de la superación de aquella impresión provisional a que ha venido a sumarse, que requerirá su benévola atención hasta el final.

Claro que no hace falta ponderar aquí que, desde el punto de vista administrativo, en un aspecto las coloniae eran más importantes, por más romanas en sí mismas, que los municipia, desentrañando la especie de paradoja de que, mientras una colonia supone un asentamiento de ciudadanos romanos, cuya importancia política prácticamente acaba anulando al anterior núcleo no romano a que se superpone, en un municipio, si bien hay mayor persistencia de los rasgos autóctonos, por tratarse de gentes a las que Roma ha promovido, pero no de romanos plenos, ello mismo hace que su dependencia respecto a la metrópoli sea ostensiblemente marcada por un estigma de inferioridad. Lo que conviene recapacitar es que -a diferencia de lo que hoy tal vez sugeriría su denominación- la organización de una colonia es, a la vista de los antiguos, más perfecta en el rasgo de administración local, en cuanto que es la que más se parece a la de la Vrbs misma. La inferioridad de una colonia respecto a Roma viene a ser puramente geográfica, por el hecho de que no es la misma ciudad, y que la ciudad por antonomasia «levanta su cabeza» -capital, pues, por antonomasia también- por encima de todas las pequeñas Romas que constituyen estas nuevas células urbanas desprendidas de su núcleo y que tanto tratan de asemejarse, en su organización como ciudades, a la de su metrópoli en el mejor y más puro sentido del término.


I. Los hombres

Este carácter que confiere a Bárcino su solo nombre de colonia se ve corroborado por los datos reales que de los índices de su epigrafía se pueden inducir5. De entre las algo más de 400 personas mencionadas en las inscripciones barcinonenses6, el número de las que llevan onomástica hispánica prerromana es francamente reducido: un cotejo con el repertorio de María Lourdes Albertos7 se queda en menos del 10 por 100, y en poco más del uno y medio si se atiende a los seguros (hace elevar bastante el número de los dudosos la hipótesis de esta autora de que sea hispánico el nombre Trocina, llevado por siete personas, frente a la opinión más difundida que le señala la procedencia etrusca)8.

Proporción verdaderamente insignificante, de modo especial si se la compara ya no con la intensamente prelatina del oeste hispánico, sino incluso con la de localidades de la romanizadísima Bética, según puede comprobarse atendiendo a esta circunstancia en el propio repertorio. Es sobre todo significativa la falta de los interesantísimos tipos de transición o, si se prefiere, «colaboracionismo», que permiten hallar en un mismo personaje, como el Horatius Bodonilur9 tantas veces citado, un nombre limpiamente romano unido a un cognombre de la más pura hechura céltica. Lo que más se le acercaría en la onomástica de los barcinonenses son casos mucho menos significativos, tales la Annia Laietana -con nombre hispánico ya un tanto acomodado a la típica terminación de los latinos (en -ius / -ia) y cognombre de clara alusión a su autoctonía barcinonense10; Vireia Augustina, una liberta -probablemente, a juzgar por el término contubernali con que la designa su marido dedicante-, pero de alguien que llevaba nombre tan hispánico como el del propio Viriato, si bien ella tenía típicamente romano el que llevaría cuando esclava; en fin, uno de los más ilustres, Licinianus Seneca, de entre los mencionados, no parece haber sido barcelonés11: flamen de la provincia, ha revestido en Bárcino altos cargos municipales y es homenajeado por la corporación; pero, en último término, su cognombre, tan típicamente hispánico, se contaba ya entre los más ilustres de la misma capital romana, lo que hace poco sorprendente su vinculación a un nombre plenamente latino.

Más interesante es, de seguro, otra combinación: la de una onomástica latinizada en un par de personajes, cuya generación -si vale hablar así- inmediatamente anterior se presenta todavía con onomástica única y plenamente indígena, expresada por ello mismo sin abreviaturas -como es lo corriente, según se sabe, cuando se trata de nombres latinos-: Décimo Julio Fausto (más romano -se diría- ya no puede ser), liberto, sin embargo, de un Docilón (que nada tiene de romano, sino mucho de hispano) y, sobre todo, el caso inquietante de uno de los más antiguos magistrados de la colonia de que se tiene noticia, el duunviro quinquenal Gayo Celio, hijo de un Atisio, plenamente hispánico también. ¿Llevaría ya este Atisio el nomen Celio, que lleva su hijo, quizá céltico, pero ya perfectamente incorporado al sistema latino, o podemos presumir de tener en este epígrafe singular el caso concreto de paso de una generación todavía no romanizada a otra que ya lo está plenamente, pues el hijo se atribuye nada menos que el importante hecho de haber construido las murallas, torres y puertas de la plaza en una época datable por dos peculiaridades lingüísticas típicas (ya se escribe turres en vez de turris en Acusativo; pero todavía se emplea con diptongo coerauit en lugar de curauit, con evidente arcaísmo gráfico) en los últimos tiempos de la república?

[Tocamos y topamos con la triste servidumbre del trabajo epigráfico, de enrevesada metodología cuando ha de reducirse a escasos testimonios; mucho más cuando estos son singulares: la escasez o la singularidad pueden deberse a los meros y casuales avatares de la conservación. ¡Quién sabe si, al lado del duunviro Celio, único caso llegado hasta hoy, los hubo por docenas en su época, fueran duunviros quinquenales o no alcanzaran ni esta ni otras magistraturas! ¡Quién sabe, incluso, si -ya que la inscripción procede (como otra célebre: la exedra del núm. 71) de las laderas de Montjuïc, y en ninguna de ellas se menciona el nombre de la localidad a que se refieren sus personajes, y es admitido12 que las obras públicas que se atribuye Celio no pertenecieron al núcleo urbano donde ahora nos hallamos- cabría aventurar que correspondieron al emplazamiento antiguo de Bárcino, en tanto que, al erigirse la colonia en honor de César, se asignaron a los beneficiarios del asentamiento terrenos donde se desarrolló un núcleo urbano gemelo, que luego -por la importancia, indicada al empezar, de lo colonial- prevaleció sobre el antiguo!13 Y ¿quién sabe si la gran preponderancia de onomástica latina se debe a este hipotético apartamiento, o, sencillamente, a que la adquisición de la ciudadanía romana por los autóctonos más distinguidos comportaba el consiguiente cambio de su onomástica indígena por latina? Todo ello ha podido darse y se sabe que se ha dado en distintas partes del mundo romano; pero, ¿cuál de estas posibilidades es la que realmente se dio, o cuál la que se dio preponderantemente en el caso de los barcinonenses? El predominio, además, tan acusado de la antroponimia latina puede tener una mera causa externa, muy digna de tomarse en cuenta en el acervo epigráfico de la Barcelona romana: como sea que una gran serie de inscripciones se han conocido gracias a su reaprovechamiento como material sólido y resistente en la construcción de las murallas bajoimperiales, es natural, en principio, que para los grandes sillares de pedestales de estatua y de tumbas suntuosas haya habido una probabilidad mucho mayor de permanencia. Si ello fue realmente así, apenas hace falta añadir la reflexión de que en dichos monumentos solemnes tenían más probabilidad también de estar representados los nombres de la población dominante, la plenamente romana, tratándose de una colonia. Pero bastaría, tal vez, un descubrimiento -siempre posible- de algunas necrópolis de enterramientos humildes para que los porcentajes variaran sensiblemente. Este riesgo estadístico, por causas como las aquí ejemplificadas o análogas, gravita siempre sobre el trabajo epigráfico y es oportuno tenerlo en cuenta antes de hacer afirmaciones demasiado confiadas.]

Con esta reserva, pues, cabe presentar un nuevo dato en favor de la hipótesis positivamente aceptada de que, según indican los títulos de la colonia -bien los cuatro, bien con exclusión del de Fauentia, bien sólo los de Iulia y Augusta14-, su establecimiento como tal es obra de Augusto, sea o no confirmando una primera concesión de su padre adoptivo Julio César. En efecto, entre los nombres barcinonenses, el predominio de Iulius es absoluto (40 personas), incluso por encima del de Pedanius, tan característico, que mereció ser llamado «llinatge barceloní» por don Agustín Durán y Sanpere (27), y casi el doble del más abundante en general en la antroponimia latina, Valerius (21) y del que lo resulta ser en conjunto en Hispania, Cornelius (21 también).

Cierto que el elemento rector de la ciudad, en posesión de la plenitud de la ciudadanía romana, debía de estar en minoría; pero esto es poco menos que general en todas las provincias. Concretamente, en Barcino, entre una gran multitud de personas de condición desconocida o libertos explícitamente acreditados como tales, las que, por presentar expresamente la filiación, cabe contar como ciudadanos de derecho pleno en nuestro acervo epigráfico conservado ascienden a 55, incluidas las mujeres. La proporción, pues, representaría un porcentaje aproximado del 14 %.




II. La colonia

Hombres de esta minoría -a lo largo de varios siglos- han sido los ciudadanos (cf. núm. 55: ciues) de una pequeña res publica. Pocas veces se nos aparece nombrada así: dos de ellas, con la precisión Barcinonensi; la tercera, con el de sua, referido al barcinonense homenajeado. Mucho más corriente (14 veces) la denominación de Colonia, amén de una referencia a los coloni Barcinonenses que la constituyen (en la dedicatoria de la donación del gran personaje Minicio Natal).

El patrón de la organización de estas res publicae fue el de la romana. No hace falta ver en ello un prurito de imitación; basta con no perder de vista que la constitución de Roma se basó originariamente en el concepto de ciudad-estado. Hasta por inercia, cabría decir, era probable que las ciudades prolongación de ella misma copiaran al máximo su modelo político. Si los historiadores romanos han solido acusar una falta de imaginación tan chocante como es atribuir rutinariamente, incluso a naciones ajenas y aun hostiles, no pocas de sus instituciones políticas, judiciales y militares (ahí está en uno de los más célebres, Tito Livio, la descripción de la máquina deliberativa cartaginesa y de la organización militar del ejército de los Bárcidas en los capítulos iniciales de su libro XXI con tantos resabios de romanidad), ¿cómo extrañarse del estrecho paralelismo que se da entre el gobierno de Roma y el de sus colonias, con una asamblea -senatus a ordo; en Bárcino siempre Ordo las nueve veces que se la menciona-, una diarquía (duouiri) que calca la de los cónsules -frente al poder ejecutivo supremo en los municipios, que no era dual, sino tetrárquico, como es sabido (quattuoruiri)-; e incluso una correspondencia de los censores en los duouiri quinquennales, nombrados en el mismo espacio de tiempo y para funciones parecidas?

No consta cuántos fueron los miembros que en cada momento compusieron el Ordo de los barcinonenses. El más frecuente en el conjunto de las colonias parece haber sido el de 100, correspondientes a la división en decurias -de aquí su nombre de decuriones- del número teórico de 1.000 integradores de la colonia-tipo15.

La corporación barcinonense tiene registradas en nuestra epigrafía actividades varias: otorga el sevirato (11) -de que luego trataré-, consagra -ya en la decadencia, siglo III d. C.- estatuas a cuatro emperadores de cuya divina majestad se declara devota (24-27); concede títulos de cargos de magistrado sin las cargas correspondientes (47), en medio de esa auténtica corrupción de la vida pública que ha hecho exclamar a un gran romanista, don Álvaro D'Ors, que la administración municipal romana era desastrosa16, lo que, para un filólogo, no tiene vuelta de hoja, cuando considera que justamente el término que servía para designar la ausencia de cargos, in-munis, ha pasado a emplearse -sobre todo en el de exención de cargas, de peyorativo a meliorativo, según el gran ejemplo que se tiene precisamente en una de las más extensas e importantes inscripciones barcelonesas (35), la de la donación del centurión retirado Cecilio Optato, quien agradece con ella el habérsele concedido de parte de los barceloneses la vecindad con inmunidad, y con una cierta rudeza militar amenaza incluso que «si alguno de sus libertos propios o libertos de sus libertos y libertas a quienes alcanzare el cargo u honor del sevirato no son dispensados de todas las cargas» inherentes al mismo, traspasará a favor de la colonia de Tárraco las liberalidades que acaba de otorgar para la de Bárcino.

Acabamos de ver cómo honor y cargo pueden ser casi sinónimos; pero no podría negarse que el Ordo Barcinonensium hacía concesiones de cargos tambien estrictamente honoríficas, según el sentido que hoy damos al vocablo, como sería el caso de los honores flaminales concedidos al joven Calpurnio Flavio (49), otorgados explícitamente después de su muerte. En fin, no faltan un par de menciones de otros cuidados de la corporación, tal vez más acordes con su papel fáctico, como es la autorización de proceder al cambio de basamento deteriorado de una estatua, situada sin ninguna duda en lugar público.

Por las razones que antes sugerí acerca de las grandes posibilidades de conservación del material, es justamente la ocupación de los decuriones respecto a la atribución de lugares públicos donde homenajear a deudos y allegados una de las más atestiguadas en las inscripciones llegadas hasta hoy (32 casos). La epigrafía barcelonesa extante es en este punto muy uniforme: no se da jamás la referencia de estas concesiones mencionando al Ordo, sino al acuerdo de los decuriones concretos.

El decurionato no se hacía constar al lado de las magistraturas que lo comportaban, pero sí en dos casos (segmamente dedicados post mortem) en que la juventud de los homenajeados no les permitió proseguir el cursus honorum municipal (núms. 63 y 67). De este consta explícitamente su edad temprana, 24 años y 40 días); de aquel puede inferirse del hecho de que sea su madre quien dedica su pedestal. Aparte, el honor del simple decurionado consta concedido una vez (núm. 53) a un forastero, oriundo de Aquincum.

En principio, la no mención puede hacer pensar que sea en aras al sentimiento de corporación que era el Ordo que formaban. Pero puede haber también actuado una motivación de más hondo interés político, relacionada con la forma de acceder a dicho Ordo. Ya hemos considerado antes casos en que el acceso se hacía por cooptación. Pero no cabe duda de que, durante el imperio, de acuerdo con el sentido de imitación que el régimen colonial y municipal romano manifiesta respecto al de la Vrbs, según ya vimos, el Ordo decurionum de colonias y municipios tuvo una condición parecida a la del Ordo senatorius de la capital, es decir, una combinación de hereditarismo y plutocracia, por la que, una vez clasificados los romanos en los Ordines senatorial y ecuestre, respectivamente, según los respectivos topes mínimos de 1.000.000 y 400.000 sestercios de censo, se transmitía hereditariamente esta pertenencia a tales clases, a menos que mediara un ascenso o sobreviniera una merma en el censo, que descalificara hacia un estamento inferior. Si a esto se añade la política de cargos de merced que en Roma se inaugura también con César, a partir del cual, para que haya más ciudadanos que puedan escalar las magistraturas, dejan de ser anuales varias que tradicionalmente lo habían sido, a fin de multiplicar las posibilidades de otorgarlas, se sospechará que, a lo mejor, hubo épocas en que difícilmente ninguno de los ciudadanos barcinonenses del Ordo decurionum dejaba de llegar en algún momento de su vida al desempeño de alguna de las magistraturas del Ordo colonial. En este supuesto, la ejemplar comunidad corporativa de todas las menciones de los decuriones barcinonenses dejaría de ser tan significativa como podía haber parecido de primera intención. Sencillamente, no habría interés en exhibir la condición de decurión porque, pudiendo ostentar la de alguna magistratura ejecutiva, la mención de esta ya suponía aquella.




III. Las magistraturas

Con las precauciones ya sugeridas en torno al argumento ex silentio a partir de textos epigráficos, cabe apuntar que el cursus honorum o carrera política municipal de los ciudadanos romanos de Bárcino era bastante sencilla: no se mencionan sino dos cargos, a saber: el de duunviro, en sus clases ya apuntadas, y el de edil. La cuestura parece haber estado ausente o haber carecido de importancia, si argumentamos como con el decurionado simple. La única mención de una cuestura -quinquenal, por cierto, es decir, como «ayudante» de duunviro quinquenal- se refiere a una de Tárraco (62).

Se nos han conservado una veintena de nombres de duunviros, incluyendo con 17 menciones expresas del cargo otras dos que hacen referencia al desempeño de todos los cargos políticos en Bárcino, entre los que, naturalmente, hay que contar este de suprema jerarquía y el concedido con exención de cargas que ya se indicó. Lamentablemente, todas las menciones son únicamente del título, sin constancia de ninguna actividad inherente al cargo. Se dan casos de iteración, como ocurrían también en el consulado: así, Calpurnio Junco el Joven (49), frente a su padre, que sólo lo fue una vez. Un solo caso (que me he atrevido a presentar después de muchas vacilaciones como muy dudoso, a consecuencia del dificilísimo estado de las letras en el epígrafe -48-, que yace recostado en la calle de Arlet, esquina a la de Hércules) habría, entre los veinte, de personaje que haya ostentado esta suprema autoridad municipal sin ser limpiamente romano de origen, si es cierta mi lectura de su cognombre como Onesimo, de procedencia griega, lo que denunciaría la probable ascendencia libertina y, por tanto, servil, de sus antepasados a partir de una determinada generación. Es lástima que de una serie de hipótesis tan endebles penda lo que podría ser muestra de una cierta permeabilidad de la colonia a la admisión de miembros nuevos, de extracción ajena a la que marcaba un sistema de castas bastante cerrado.

Por el mismo hecho de no designarse sino para cada cinco años, ya es de esperar que el número de duunviros quinquenales que nos haya podido llegar sea bastante inferior: los tenemos sólo en número de dos seguros (51 y 65) y otro, dudoso (45).

La exacta coincidencia del número (20) de ediles17 con el de los duunviros puede, realmente, no ser más que esto: una mera coincidencia. Pero no haríamos bien en prescindir de la sugerencia de que tal vez se pueda alcanzar algún día, mediante ello, la comprobación de una hipótesis apuntada antes, a saber, la de que en el Imperio la ostentación de todos los grados de un cursus político fuera algo bastante generalizado, como que se procuraba incluso.

Relacionados con estos cargos políticos están los religiosos del culto imperial a nivel local. Ya hemos visto cómo son los decuriones los que pueden conceder los honores de flamen o sacerdote de este culto. Y es lógico: se trata de una religión que, en su dimensión de imperio, es típicamente estatal; por tanto, en su dimensión de colonia, en virtud del fundamental paralelismo constitucional ya muchas veces aludido, puede funcionar en dependencia de la política local. Conocemos ahora el nombre de ocho flámines locales. Pero no conviene que ello desfigure la visión de la situación religiosa del ambiente de la colonia barcelonesa, como si se tratara de una entidad menor, sólo provista de un sacerdocio de bajo rango y sometido al municipio: aunque rebasen los límites de este examen conviene aducir aquí, para contraste oportuno, la mención de flámines de mayor rango, dos de ellos, incluso (36 y 37), flámines de toda la provincia Citerior.

En el ambiente de mescolanza entre religión y estado, probablemente nada tan típico en la religión imperial como los collegia de séviros augustales, constituidos generalmente por libertos enriquecidos y de grandísima influencia. Veintiún séviros están documentados epigráficamente en Bárcino; pero no es esto, ni los cometidos que corporativamente desempeñan lo que les da en esta Colonia una prestancia especial. Esta se funda sobre todo en la enorme influencia que se podía alcanzar siendo un liberto de personaje importantísimo y perteneciendo como tal al colegio de los séviros augustales de Bárcino.

Este es el caso conspicuo de Lucio Licinio Secundo, liberto de Lucio Licinio Sura; conspicuo porque nadie en Bárcino ha sido homenajeado tantas veces si podemos juzgar por los monumentos que han llegado hasta nosotros: veinte basas de estatuas nada menos le han sido dedicadas18, cuatro de ellas precisamente por la corporación municipal (82-85); otra (88), por los séviros de Bárcino en corporación, amén de unas cuantas más por diferentes miembros de este colegio a nombre propio. La doctora Rodá, en su estudio dedicado al personaje19, ha ponderado esta gran influencia de Lucio Licinio Secundo; en realidad, su gran vinculación al gran amigo de Trajano y probable inductor de su misma ascensión al trono imperial debía representar para los barcinonenses la presencia de un especial patrono frente al poder del emperador; curiosamente, en efecto, carecemos por el momento de toda clase de referencias a posibles patronos de la colonia ante los poderes centrales que vengan explícitamente designados con esta titulación.

Como corporación tenemos constancia de actuaciones de los séviros de Bárcino en, principalmente, tres epígrafes: el ya aludido (88) de su dedicatoria a Licinio Secundo, la estatua que erigen a Minicio Natal por su donativo a los colonos barcinonenses (32) y una lápida dedicada por ellos o quizás a ellos, cuyo papel -en su laconismo y mientras se ignore el edificio a que estaba destinada- prudentemente convendrá dejar en la duda (Ad. 2).




IV. ¿Reviviscencia?

Ahora, después de haber visto actuar corporativamente al ordo, a sus anónimos decuriones, a corporaciones como la de los séviros, podemos superar un tanto la visión superficial a que nos referíamos al comienzo.

Es cierto que la superficialidad continuará: sería vano pretender que del funcionamiento de la colonia barcinonense, con sólo los datos epigráficos manejados hasta aquí, podamos tener una idea tan precisa y detallada como del de otras colonias, hispanas incluso, de las cuales conocemos lo que se llamaría hoy la Carta municipal, las leyes fundacionales. Así, por ejemplo, la de Osuna, debida a César, o también la del municipio de Málaga.

Sin embargo, ello no quita la posibilidad de formular una hipótesis acerca de una posible relación entre una característica de la colonia romana Bárcino y el municipio barcelonés de tiempos posteriores. Sólo que esta hipótesis se hace, en vista de lo precario de las fuentes, muchísimo más arriesgada.

Naturalmente, entre aquella colonia y este municipio ha habido una solución de continuidad: sería absurdo pretender que Barcelona haya resucitado como ciudad con las características y precisamente en vista de que había sido una colonia romana. Los elementos romanos de Bárcino son innegables; pero no rebasan, en principio, el nivel individual. Se puede suponer tranquilamente que los apellidos actuales Nadal o Sadurní continúan en línea directa de los Natalis y Saturninus que leemos en diferentes epígrafes barcinonenses. Cosa muy distinta es lo ocurrido con respecto a la corporación municipal. Aquí ha habido efectivamente largos siglos en los cuales la organización romana no ha influido prácticamente en la composición de los elementos rectores y administrativos del municipio barcelonés. Sin embargo, cabe, con las máximas precauciones desde luego, aventurar la hipótesis de una posible reviviscencia. Se trataría precisamente del número de los componentes de la corporación municipal, del cuerpo consultivo. Hemos visto cómo la composición habitual de los decuriones de una colonia alcanzaba precisamente el número de 100; aquí había una diferencia notable con el Senado romano, que, según creían los propios latinos, había empezado ya constituyéndose con 300 miembros. Es cierto que el consell de Barcelona20 empezó con 200 consellers; pero muy pronto fue reducido al número de 100. Ocurría ello en los altos del reinado de don Jaime I el Conquistador, años ya de prerrenacimiento. La elección definitiva del número de 100, tal vez, pudo ser esa hipotética reviviscencia del número de decuriones de la colonia romana. Abonarían positivamente esta suposición dos argumentos principales: el primero, la evidente romanidad del juridicismo catalán: el derecho romano era no sólo conocido, sino practicado en estas tierras, en que pudo vivir incluso después de la superposición de las instituciones germánicas y después de la efímera dominación musulmana. Tal vez también para él habría que hablar de un revivir más que de un vivir. Tratándose de años en que la Antigüedad vuelve a ser conocida y estimada, no sería, pues, excesivamente raro que el recuerdo de la organización de las colonias romanas hubiese aconsejado la fijación del número de consejeros precisamente en el equivalente al de los decuriones. En segundo lugar estaba, en efecto, la ausencia de modelos de organización autóctona con un prestigio histórico, según se vio también al empezar. Quien quisiera dar a Barcelona una organización con renombre, con prestigio, con raigambre tenía como primera fuente en que poder apoyarse, precisamente por falta de otras noticias, esa Barcino romana de que nos hemos estado ocupando aquí.

Si esta hipótesis fuera viable, si en su atrevimiento no chocara con obstáculos invencibles, podríamos entonces suponer que en el lugar de la Barcino romana -quién sabe si debajo de aquí mismo, desde luego no muy lejos de aquí-, donde se reunía el Ordo de los decuriones barcinonenses, estuvo el primer precedente no ya sólo hallable, sino incluso pensable y desde luego mucho menos artístico, quizás incluso nada artístico, de este que luego ha sido solemne, maravilloso, magnífico Saló de Cent.







 
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