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UN PROLOGO APOCRIFO DE FRANCISCO AYALA



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HISTORIA DE LA BROMA

     En el año 1949 se publicó en Buenos Aires un libro de narraciones titulado Los usurpadores. El autor, Francisco Ayala, emigrado español que llevaba unos diez años de residencia en esa capital, gozaba de bastante renombre por sus escritos en el campo de la sociología y por su actuación en la vida intelectual argentina. Allí fundó Realidad: Revista de Ideas, y publicó una impresionante cantidad de libros: El problema del liberalismo, El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, Razón del mundo, Los políticos, Jovellanos, Histrionismo y representación y un monumental Tratado de sociología. Escribía ensayos y crítica para La Nación y Sur, además de hacer traducciones y ejercer de profesor de sociología. En 1944 publicó una narración, «El hechizado», reanudando su creación inventiva iniciada en sus años mozos allá en España, donde había publicado su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu en 1925, Historia de un amanecer en 1926, y luego relatos vanguardistas en Cazador en el alba y El boxeador y un ángel.

     Se trata, pues, del estreno de Ayala como escritor de ficciones en América. Los usurpadores consiste en seis narraciones en la edición original (más tarde se agregará [50] «El inquisidor»), con una especie de epílogo titulado «Diálogo de los muertos (Elegía española)» y un «prólogo redactado por un periodista y archivero, a petición del autor, su amigo», firmado por un tal F. de Paula A. G. Duarte, en Coimbra, primavera de 1948. El prólogo explica y analiza muchos aspectos de las invenciones, a la vez que reprocha al autor el confundir su imagen ya aceptada de sociólogo, y escritor de «áridas lucubraciones». El libro tuvo mucho éxito; fue comentado en su día por algunos de los críticos más respetados, no sólo en la Argentina, sino también en España, donde Ricardo Gullón lo elogió en la revista Insula. (36) Unos quince años más tarde, cuando la obra narrativa de Ayala llegó a ser objeto de estudios universitarios, libros y monografías, se supo que el prólogo era apócrifo y que el nombre del prologuista encubría el nombre completo de nuestro autor: Francisco de Paula Ayala García Duarte. Curiosamente, el descubrimiento de la superchería no parece haber influido mucho en lo que después se escribió acerca de Los usurpadores, aunque el mencionado prólogo se había, de hecho, convertido en una obra de invención. No se hizo la revelación de un modo espectacular ni queda claro precisamente cómo se supo, pero en todo caso, la crítica se adaptó de una manera cómoda a la noticia: las explicaciones sobre los relatos que antes se habían atribuido a Duarte, se atribuían ahora a Ayala, con aún más autoridad que antes. El prólogo ha sido juzgado por los críticos como un juego muy cervantino, y lo es, sin duda. Pero es más que eso: es una broma, y si su calidad de broma ha sido soslayada, tal vez se debe a que, primero, a nadie le gusta confesarse engañado --menos aún si es crítico-- y segundo, después de todo, el prólogo resulta ser un comentario auténtico de los relatos que componen el libro.

     Un breve examen cronológico del comentario en torno a Los usurpadores revela estos hechos. Poco después de la publicación del libro, una recensión anónima en La Nación de Buenos Aires creyó en la existencia de archivero Duarte [51] como autor del prólogo. Se nos ocurre pensar que el autor de la reseña sospechaba alguna trampa y que optó por guardar anonimidad para resguardarse contra un posible fraude. No es inverosímil la conjetura, en vista de que un crítico, Elías Castelnuovo, al escribir su prólogo a Versos de una... de Clara Beter (alias César Tiempo) decidió usar seudónimo pero el caso es que La Nación acostumbraba publicar reseñas anónimamente.

     Parece que los otros críticos que publicaron reseñas y estudios en 1949 y 1950 evitaron el problema o que simplemente no se presentó la ocasión de hablar del prologuista, porque José R. Marra-López, al escribir su importante estudio de Los usurpadores y otras obras de Ayala en su libro Narrativa española fuera de España, de 1963, había consultado, según comprueba su bibliografía, artículos de Rafael Dieste, Hugo Rodríguez-Alcalá y Ricardo Gullón, y a pesar de ello, cita a Duarte como autoridad:

           F. de Paula A. G. Duarte, prologuista del libro, apunta que «los excesos de nuestra época y las personales vivencias del autor justifican que perciba y subraye lo demoníaco, engañoso y vano de los afanes dominadores, y que vea la salud del espíritu en la santa resignación», lo cual parece más acertado, al añadir que si apela a la conciencia del lector a través de «ejemplos» distantes en el tiempo, y no desde las inmediatas experiencias que toda una generación comparte, es, probablemente, «para extraer de ellas su sentido esencial, que los inevitables partidarismos oscurecen cuando se opera sobre circunstancias actuales». (37)

     Al insistir en el hecho de que Ayala no se haya «refugiado» de la actualidad, Marra está muy atinado porque efectivamente, no se trata de eludir el presente, sino de aludir a él. Poco importa, en el fondo, que haya citado a F. de Paula A. G. Duarte, porque con respecto a la interpretación citada, el prologuista expresa las ideas del autor, y al conocerse la identidad de Duarte, esta autoridad viene a ser aún más [52] fidedigna. En tal sentido, no es más que una broma piadosa, porque los críticos que creyeron en la verdad de Duarte no tienen por qué sentirse defraudados, puesto que el crítico impostor es portavoz de información valiosa. El no advertir la broma sólo indica, quizá, falta de malicia. Sea como sea, broma cruel, no lo es, puesto que Ayala mismo es un crítico literario, por ende vulnerable al mismo tipo de broma, y además toda la ironía va dirigida contra sí mismo. Lo prueba el hecho de que la excelente crítica puertorriqueña Concha Meléndez le preguntara al autor cómo había permitido que se publicara un prólogo que tan mal parado lo dejaba.

     Ayala no recuerda quién o quiénes se dieron cuenta o sospecharon primero de la superchería: «La gente opta a veces por callar cautelosamente.» (38) Tal parece ser el caso, efectivamente, porque los primeros escritos que registran la impostura, lo hacen sin ceremonia, mencionándola casi de paso. En un artículo titulado «Vida en obra de Francisco Ayala», publicado en La Torre en 1963, Ignacio Soldevila Durante consigna el carácter ficticio de la firma del prologuista:

                A los dieciséis años, cuando Ayala pasa a Madrid, tiene su título de bachiller y una vocación literaria indudable, ya traducida en «lecturas voraces y diversas» que fructificarán pronto, y a la que no fue sin duda ajena su madre, Da. Luz Duarte, a cuyo talento e intereses intelectuales dedicaba un comentario Melchor Fernández Almagro en un reciente libro [se refiere a Viaje al siglo XX, de 1962]. Mencionemos, de paso, que con el apellido de esta señora queda confirmado el carácter apócrifo del prologuista de Los usurpadores, para asombro de algunos y satisfacción de avisados. (39)

     Casi al mismo tiempo, Keith Ellis, en su libro El arte narrativo de Francisco Ayala, de 1964, dice: «El prólogo, aunque aparece firmado por un cierto F. de Paula A. G. Duarte, de Coimbra, en la primavera de 1948, en realidad fue escrito por el propio Ayala. Dicha firma pone de manifiesto [53] una parte menos conocida de su nombre completo que, en realidad, es Francisco de Paula Ayala García-Duarte». (40)

     En 1972, Rosario Hiriart aportó la documentación fehaciente de la partida de bautismo de nuestro autor, la cual aparece en Sesenta escritores granadinos con sus partidas de bautismo de Antonio Gallego Morell, dando constancia del bautismo del niño Francisco de Paula, hijo de don Francisco Ayala Arroyo y doña María de la Luz García-Duarte González. (41)

     Hay, en toda esta superchería sutil y sofisticada, un espíritu de reto a los críticos, tendiéndoles trampas. Es una actitud que aparece de vez en cuando en obras posteriores de nuestro autor. Al enviar su «Diálogo entre el amor y un viejo» a Camilo José Cela para la revista Papeles de Son Armadans en 1967, incluyó al pie de página la nota siguiente: «Querido Cela: Ahí te envío esa quisicosa para Papeles. Aquellos lectores que nada sepan de Rodrigo Cota --casi todos, supongo-- detectarán en seguida muy sagazmente el carácter autobiográfico de mi Diálogo. Los que tengan noticia del ropavejero comprobarán, en cambio, con la natural satisfacción, que se trata de un plagio indecente» (1927). (42) Se nota el propósito de mixtificar a los lectores y a los críticos.

     La actitud de Ayala ante la crítica se trasluce en una entrevista con Andrés Amorós en 1972, en torno a la acogida que el autor espera que tenga su libro El jardín de las delicias. Ayala expresa su curiosidad respecto de la ventura del libro:

                Es una obra pequeña, de escaso volumen, y además perturbadora, rara, de la que quizá resulte aventurado opinar, de la que tal vez no se sepa qué decir. Y habiendo otros varios libros míos en circulación, algunos de porte voluminoso, pueden ellos ofrecer más cómoda base para ocuparse de este nuevo autor viejo y salir del paso sin comprometer el juicio en el terreno lleno de trampas de El jardín de las delicias. De otra parte, los estudios sagaces, [54] penetrantes y sutiles que en más de un caso he visto publicados sobre otras obras mías nada sencillas, me hacen pensar que, a lo mejor, la dificultad de este libro con tantas vueltas, encrucijadas y espejismos atrae la atención de quienes estimen que vale la pena el ocuparse de analizarlo e interpretarlo. (43)

     Lo que hace difícil interpretar El jardín de las delicias es principalmente el problemático deslinde de lo que aparenta ser «experiencia viva» y es en el fondo invención. El crítico que se acerca a la densa obra inventiva de Francisco Ayala está sobre aviso desde 1949, cuando el autor manifiesta mediante una bien ejecutada broma literaria que su obra está llena de trampas.



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¿POR QUE UN PROLOGO?

     Conocidos son los riesgos que acompañan el afán de imputar intenciones a la gente, tanto más cuando se trata de los motivos conscientes o inconscientes de un escritor de ficciones. Pero, siendo Ayala también ensayista, es posible consultar sus escritos de aquellos años en busca de informes que puedan aclarar las circunstancias y las consideraciones que lo llevaron a escribir su propio prólogo a Los usurpadores.

     De 1948, el mismo año de la redacción del prólogo, es su ensayo titulado «Para quién escribimos nosotros», que luego viene a formar parte de su libro El escritor en la sociedad de masas, publicado en 1956. Reconociendo que el ejercicio literario se desenvuelve en un medio que supone un público, Ayala considera su situación como español en América, desprovisto de pronto, por la crisis de la guerra civil ocurrida en su país, de su destinatario natural. Como otros emigrados, prosigue su labor de intelectual, pero sus anteriores soportes sociales quedaron cortados con la expatriación, o [55] suprimidos.» (44) Se plantea el problema con respecto a su propia experiencia al publicar su Tratado de sociología. La obra «mereció estudios inteligentísimos, críticas certeras y reconocimientos cabales», y sin embargo, había algo de insatisfactorio en su ventura porque «concebida y ejecutada dentro de las tradiciones escolares de la ciencia sociológica, no halla el ambiente que le sirviera de supuesto y punto de partida, o no lo halla en las condiciones de plenitud apetecibles: discusiones de cátedra, de seminario y de revista especializada, polémica científica alrededor de él.» (45) Además, dice Ayala, el emigrado siente inhibiciones al escribir en la nación que generosamente lo ha acogido, y, «privado casi por completo del público español, al que con dificultad y mediatización llegan sus escritos», encuentra que el ámbito de resonancias al que aspira el escritor entre el público y la crítica no es el que se ofrece bajo condiciones normales.

     Estas preocupaciones por el papel del intelectual en una situación irregular y particularmente en el destierro, expresadas en El escritor en la sociedad de masas, tienen que ser las mismas que animaron a nuestro autor a escribir su propio prólogo a Los usurpadores y luego a La cabeza del cordero. ¿Quiénes leerían sus libros? ¿Quiénes los comentarían? ¿No tendrían la misma ventura que su Tratado de sociología? Los dos libros de invenciones están arraigados en la experiencia española, así que se podría decir de ellos también que carecen del «ambiente que le sirviera de supuesto y punto de partida».

     Otra circunstancia justificaba el deseo de comentar su propia obra en forma de prólogo. Se trataba de un escritor reconocido en la Argentina como sociólogo y crítico; aunque había escrito dos novelas y ficciones vanguardistas en la España de la preguerra, no había vuelto a publicar novelas en América. Habría que mostrar, pues, que estas narraciones de Los usurpadores no eran mero pasatiempo de un sociólogo, sino la creación de un artista. Convenía poner en evidencia la intención estética, el empleo de recursos literarios, el motivo [56] del emplazamiento de la acción en tiempos remotos, porque tal vez los críticos no lo harían, y en todo caso, sería mejor que estas apreciaciones aclaratorias acompañaran al libro en un camino incierto que quizá lo condujese a lectores españoles, privados de acceso a la crítica escrita en revistas extranjeras.

     Se puede decir que Los usurpadores tuvo un recibimiento parecido al que saludó la publicación del Tratado de sociología: «mereció estudios inteligentísimos, críticas certeras y reconocimientos cabales». Como Ayala explica en su prólogo, «alguna de las narraciones que integran el libro se adelantó, en efecto, a tantear la publicidad en Buenos Aires hace un par de años, y no sin éxito. Alcanzó laudatorias repercusiones; hasta una de las primeras autoridades en las letras argentinas, J. L. B., estimó entonces ser 'El hechizado' 'uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas', y dijo por qué» (454). Los otros relatos que se habían publicado anteriormente eran el «Diálogo de los muertos», en Sur en diciembre de 1939 y «La campana de Huesca», en la misma revista, en agosto de 1943. Además de Jorge Luis Borges, citado por el prologuista, otros críticos dedicaron comentarios y estudios a las invenciones de Los usurpadores: Alvaro Fernández Suárez, Ricardo Gullón, Rafael Dieste, Jorge Luzuriaga, H. A. Murena y Fryda Schultz de Mantovani. No obstante, como comprueba la Bibliografía de Francisco Ayala publicada por Andrés Amorós, desde 1950 a 1963 no se vuelve a escribir sobre el libro. La cabeza del cordero, publicado en el mismo año de 1949 sigue la misma suerte. Evidentemente faltaba el ambiente organizado e idóneo que pudiese asegurar un continuado interés en la vigencia del libro.

     En vista de los juicios favorables de Jorge Luis Borges sobre «El hechizado», nos preguntamos por qué Ayala optó por escribir su propio prólogo a través de un supuesto escritor «menos conocido que él» en vez de pedírselo a un escritor más conocido que él. Podemos conjeturar que al [57] presentar su primer libro de narraciones en América, quería abrirse paso en el mundo de las letras por su propia cuenta, apoyándose nada más que en su mérito como inventor literario. Catorce años más tarde, en cambio, cuando ya se le conoce como novelista, confía el prólogo para El as de bastos al distinguido escritor argentino H. A. Murena.

     Es interesante notar que aún en 1972, muchos años después de la publicación de Los usurpadores, cuando Ayala ya forma parte de la escena literaria de su país nativo y es celebrado como uno de sus novelistas más importantes, considera apropiado que el público conozca su propia visión de su obra y publica un libro titulado Confrontaciones, en el que reúne entrevistas y autorreflexiones en forma de prólogos dispersos (no se incluye el de Los usurpadores), ensayos y cartas literarias. En su prólogo a este tomo, el autor contempla el sentido que tiene el redactar estos trabajos ahora y el que tenía el escribirlos en su momento:

                Lo normal y aún lo decente, parecería ser en todo caso que el autor de novelas y narraciones diversas, tanto como el poeta, se aplique pura y simplemente a su obra creativa, dejando a los demás la tarea de interpretarla. Eso era así; eso era lo normal... en épocas de normalidad, cuando existía un cuerpo literario establecido, lo que en un tiempo se llamó «república de las letras», y la actividad correspondiente se ejercía dentro de una cierta organización, con sus jerarquías espontáneas, sus jueces aceptados, y un público atento y entendido. No me parece necesario insistir en el hecho: tal cuerpo literario no existe hoy; las instituciones de aquella república están disueltas, o desarticuladas, o desvirtuadas, y sus pobladores viven en la anarquía. Nunca se ha de haber escrito más literatura de ficción y, desde luego, nunca se había publicado tanta como en nuestros días; pero esa enorme balumba de letra impresa viene a caer sin discriminación en las manos de un público amorfo, donde, a falta de orientaciones articuladas, las significaciones se confunden, las intenciones marran y todo se diluye en la indiferente distracción. [58]
     Ello podrá constituir ya, si no justificación suficiente, disculpa al menos para el escritor que se adelanta a declarar los motivos de su creación imaginaria subrayando la atención no sin cierta impudicia sobre los puntos que considera haber marcado con acierto. Pero cuando ese escritor es un español de mi generación que se acerca al final de su vida tras una carrera literaria tan azarosa o irregular como las circunstancias históricas nos han forzado a seguir, ¿no será hasta un deber para consigo mismo emprender el esfuerzo, por lo demás, quizá baldío, de proporcionar a quien quiera leerlos algunos esclarecimientos sobre su borrosa y desdibujada figura pública? (46)

     Se ve que la cita reitera las mismas preocupaciones del autor de «Para quién escribimos nosotros», aunque las circunstancias personales le son ahora más favorables. Como dijo en 1948, «bien mirado, todos los escritores viven hoy en exilio, dondequiera que vivan», (47) debido a las condiciones de un mundo en disloque, carente de valores y orientaciones. Así que no está de más que el autor de ficciones ofrezca alguna aclaración sobre los suyos, como hace Ayala en Confrontaciones, y como lo había hecho cuarenta y cuatro años antes al redactar su prólogo a Los usurpadores.

     Al mismo tiempo, indica nuestro autor en su prólogo a La cabeza del cordero, el autocomentario acarrea el peligro de parecer impúdico, hecho que subraya de nuevo en el prólogo a Confrontaciones que acabamos de citar. Además, el autor sólo puede ofrecer información acerca de sus motivos conscientes, por cuya razón su interpretación de su obra está limitada o por su perspectiva comprometida o, en algunos casos, porque su obra brota de una manera espontánea no ponderada por él. En Ayala, sin embargo, influye su constante ejercicio de la crítica literaria que le permite analizar su propia obra con tanta agudeza como la que exhibe al comentar la ajena. Habrá autores que escriban sin darse [59] plena cuenta de cómo elaboran sus escritos, pero en nuestro escritor la elaboración de ficciones parece ser un proceso muy consciente. En una entrevista con Andrés Amorós, confesó en 1972 que «cuando desarrollo mis ficciones literarias, yo, que tengo gran facilidad y puedo hasta dictar de corrido un artículo, me paso semanas a veces, y siempre varias horas, en la redacción de un párrafo narrativo». (48) La tremenda densidad de sus ficciones, hasta las más breves, como las que aparecen en El jardín de las delicias, el libro que Amorós discute con Ayala, atestiguan la verdad de esta intensa elaboración intencional.

     Forzoso es confesar que Ayala siempre ha sido un brillante comentarista de su propia obra narrativa. Keith Ellis reconoce que la critica posterior a Los usurpadores tiene que hacerse con el prólogo como punto de partida. En mi libro Teoría y creación literaria en Francisco Ayala, se ve hasta qué punto sus críticas, teoría, ensayos sociológicos, entrevistas y prólogos, y aún comentarios interpolados en sus ficciones nos pueden proveer con una documentación extensa de sus invenciones novelescas. Los críticos continuamente citan al autor mismo. Se tiene la distinta impresión de que los críticos tratamos de descubrir en las ficciones de Ayala lo que el autor ha puesto allí a sabiendas y que pocas sorpresas quedan para el autor --y quizá unas cuantas para el crítico, como la que deparó la broma del prólogo apócrifo a Los usurpadores.



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ASPECTO AUTENTICO DEL PROLOGO

     Queda señalada ya la capacidad de nuestro autor para analizar sus propias obras de invención. Al hacerlo en el prólogo a Los usurpadores, en el orden auténtico comunica los elementos de consciente elaboración, de modo que orienta a los mismos lectores a quienes aspira a engañar en la dimensión ficticia. [60]

     El prologuista se presenta ante el lector, encargado de explicar el significado de la obra de ficción de su amigo Ayala y «poner en claro sus motivos e intenciones» (454). Comienza señalando la unidad esencial de la obra, compuesta de diferentes piezas que contribuyen a la intuición central de que «el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación» (454). Procede a examinar con admirable concisión la configuración del tema en cada uno de los seis relatos. Considera la estructura de «El hechizado» como un laberinto que conduce hasta el Estado, vacío del poder, y habla de las vacilaciones del autor en la elección del sujeto. Llama la atención sobre la ambigüedad «que titila en el título» (455), porque aunque el hechizado es desde luego Carlos I, otros hechizados son el narrador, obsesionado por alcanzar la presencia del rey, y las multitudes a su alrededor. Revela que «El abrazo,» cuento que trata de los conflictos fratricidas entre Pedro el Cruel y sus hermanos bastardos, intentó primero titularse «Los hermanos», como hubieran podido llamarse «San Juan de Dios», «El doliente», «La campana de Huesca» y «El hechizado». «Las novelas», comenta, «que han aspirado en conjunto a ofrecer ejemplaridad, entreabren un cauce piadoso a la naturaleza humana para salvarse de la desesperación» (457).

     Duarte explica el sentido de expresar las experiencias inmediatas de nuestra generación a través de «ejemplos distantes en el tiempo», puesto que este recurso permite extraer su significación esencial, «que los inevitables partidarismos oscurecen cuando se opera sobre circunstancias actuales» (457). Ve en el género histórico ciertos peligros y reconoce que los materiales históricos elaborados en las selecciones han sido explotados anteriormente. La elección de estos materiales obedece al motivo de buscar «unas situaciones históricas bien conocidas y, no obstante, desprovistas, por remotas, del lastre interesado que comportan las de nuestra experiencia viva; en consecuencia, más capaces de rendir las intuiciones esenciales que [61] mediante su nuevo tratamiento artístico persigue» (458).

     En cuanto al lenguaje, opina Duarte que el autor recoge el nudo de las situaciones, reduciendo el ambiente de época a sucintas alusiones destinadas a situar la acción sin incurrir en la «arqueología idiomática.» Evitando arcaísmos, el autor ha insinuado en cada caso una «moderada inflexión de época.» El prologuista muestra cómo el lenguaje corresponde a las exigencias internas de cada ficción y los efectos conseguidos por el cambio de perspectivas y de tono. Luego da por terminado su cometido, puesto que sus intenciones no incluyen el indicar hasta qué punto el autor, su amigo, ha realizado sus propósitos artísticamente.

     Es evidente que el prologuista ha llevado a cabo un examen breve, pero brillante de las novelitas que comprende el tomo, y en este respecto, no hay ninguna impostura. Como el análisis de las obras proporciona una orientación certera, y además, ocupa la mayor parte del prólogo, el lector proyecta esta autenticidad al prologuista. Su trabajo analítico distrae la atención de las primeras observaciones sobre la persona del autor, llevándola hacia las complejidades de sus escritos. De ahí el éxito de la broma.



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¿POR QUE UN PROLOGO APOCRIFO?

     Hemos visto las posibles consideraciones que movieron a Ayala a incluir un prólogo al publicar su primer libro de ficciones en América después de diecisiete años de silencio narrativo, pero aún no se han adelantado razones que expliquen por qué decidió no firmar este prólogo con su propio nombre, como hizo, efectivamente, poco después, al redactar y firmar su Proemio a La cabeza del cordero. La discusión sobre la conveniencia de prologar las invenciones literarias que aparece en este Proemio arroja mucha luz sobre la razón del autor al querer ocultar su identidad en el prólogo que estudiamos. Primero alude a las circunstancias [62] difíciles que aconsejan el empleo de un prólogo, coincidiendo éstas con las que aduce Ayala en el ya citado ensayo «Para quién escribimos nosotros»:

                Pero --me pregunto-- ¿será lícito que explique a mis lectores lo que me he propuesto al escribirlas las novelas? No ignoro, por supuesto, que el autor de una invención literaria sólo puede declarar sus intenciones, sin juzgar el resultado; y tampoco se me escapa que su interpretación es tan falible como cualquier otra, y no más legítima, pues en la creación artística los propósitos deliberados, aun en el caso de lograrse, lejos de cubrir la plenitud de la obra y agotar su sentido son, cuando más, un buen punto de enfoque para acercarse a ella, y, con frecuencia, mera fuente de confusión. Muchas consideraciones desaconsejan, bien lo sé, tal especie de proemios explicativos; más el estado de la literatura es hoy, para quienes escribimos español, tan precario que, a falta de todas las instancias organizadas en ambiente normal de cultura, no sólo por la necesidad del propio autor, sino hasta por consideración al lector desamparado, debe aquél procurarle las aclaraciones que estén en su mano, y orientarlo algo. ¿Qué tácitos presupuestos lo harían superfluo? Hay que aceptar, pues, la humillación de aparecer quizás como vanidoso o pedante o descarado ponderador de la propia mercadería, por amor a ese servicio (603).

     Llamamos la atención sobre la última frase que señala la humillación implícita en prologar una obra propia, la misma a la que se refiere Ayala en su ya citado prólogo a Confrontaciones en 1972 cuando justifica la necesidad de dirigir la atención del lector «no sin cierta impudicia sobre los puntos que considera haber marcado con acierto.» (49) Una manera de resguardarse de esta humillación e impudicia es, claro está, adoptar un seudónimo e inclusive mostrar una actitud desafiante hacia el autor para así desvanecer cualquier acusación de vanidad.

     No obstante el hecho de que la situación del escritor haya cambiado radicalmente con relación a su público, en [63] vista de que a los autores de renombre se les solicita continuamente declaraciones en torno a su obra, se puede ver que la actitud iniciada en el prólogo a Los usurpadores se mantiene constante en nuestro autor. Aún habla de posible impudicia cuando su público y los críticos le piden autoexplicaciones. La adopción de un disfraz en el libro con que se presentó en América como escritor de ficciones obviamente le permitió ejercer la autocrítica de un modo más cómodo, evitando, en su momento, la acusación de ser «vanidoso o pedante o descarado ponderador de la propia mercadería».

     Hasta ahora sólo se han señalado posibles consideraciones de tipo circunstancial, pero en un escritor de profunda conciencia literaria como Ayala, hay que tomar en cuenta razones de índole estética también.

     La ficcionalización del autor en la obra narrativa es un tema que interesa a Ayala y que examina en sus Reflexiones sobre la estructura narrativa, citando el ejemplo de Cervantes, que se desdobla en una pluralidad de autores. En el Quijote, Cervantes irrumpe como «segundo autor» entre los capítulos VIII y IX de la primera parte, y en el prólogo, donde se inventa a sí propio como el autor del libro y se ve como personaje. Ayala observa el recurso en Borges: «Muy cervantinamente, gustará hoy Borges de ficcionalizarse como personaje con su propio nombre civil y circunstancias reales en varios de sus poemas y relatos (valdría la pena que alguien estudiara en su obra este recurso, empleado a veces con sutilísima travesura); e, igual que él otros también se han aprendido la lección de Cervantes». (50) En su estudio sobre dos prólogos de Ayala, Rosario Hiriart nota que Cervantes se ficcionaliza no sólo en el prólogo del Quijote, sino también en los de Persiles y Segismunda y las Novelas Ejemplares. Evidentemente la lección de Cervantes no cayó en saco roto, ya que Ayala también juega con la ambigüedad sugestiva del uso de la primera persona en numerosas obras, más notablemente, quizás, en su prólogo a El rapto, obra que [64] reelabora un episodio del Quijote, y en los relatos líricos de «Días felices» en El jardín de las delicias. Hay en todo esto un carácter de broma, puesto que conduce a la mixtificación del lector ante el autor-narrador que hace imposible deslindar la imagen que él proyecta dentro de la ficción de la persona verdadera que es fuera de ella.

     Hay, sin embargo, una diferencia bastante importante entre la ficcionalización en Los usurpadores y la realizada en el ejemplo de Cervantes y en el resto de la producción de nuestro autor. Los críticos no han hecho suficiente hincapié, a nuestro modo de ver, en esta diferencia, que consiste en que el autor no sólo se ficcionaliza en el prólogo a Los usurpadores, sino que asume una identidad si no falsa, por lo menos, engañosa. Esta impostura es lo que convierte un juego literario en una broma. La autoironía que logra el recurso cervantino se hace presente durante la lectura, mientras en Ayala, no se percibe hasta más tarde, cuando se lee el prólogo de nuevo con clara conciencia de la verdadera identidad de Duarte. En Reflexiones sobre la estructura narrativa, Ayala dedica una sección a la cuestión del uso del seudónimo y su significado, consignando que «la adopción de un seudónimo, que en muchos casos obedece, sin duda, a razones circunstanciales (por ejemplo, la mujer que usa como nom de plume uno masculino; el aristócrata, o el político u hombre de ciencia que desea mantener sus 'veleidades' literarias como un hobby, aparte de su imagen pública), tiene en el fondo un significado radical relacionado con lo expuesto, y que revela el momento de la ficcionalización del autor, quien, al producir un mundo imaginario, se crea a sí propio también como personaje de ese mundo». (51) El seudónimo, pues, culmina el proceso de autoficcionalización y lo hace de un modo muy travieso, puesto que el autor sabe que es un seudónimo pero el lector tiene que descubrirlo.

     En esto llegamos a otro ímpetu: el humor. El prólogo, con sus comentarios medio maliciosos acerca de las actividades de Ayala en múltiples campos intelectuales, [65] contiene un humorismo que está del todo ausente en las ficciones de Los usurpadores. El contenido más bien tétrico de los cuentos contrasta mucho con el humor que aparece en el prólogo y que nos provee con la primera manifestación cómica del Ayala humorista que se ve en Historia de macacos (1955), y en la mayor parte de su producción posterior, como Muertes de perro, De raptos, violaciones y otras inconveniencias, El fondo del vaso y El jardín de las delicias. Este humorismo que se asoma en el prólogo que consideramos, no es nuevo en nuestro autor, ya que aparece en sus primeras obras, aunque con distinta intención, como en el juego metafórico de sus invenciones vanguardistas.

     La presencia del humor, aún frente a la violencia y desafueros que forman el clima de Los usurpadores, tiene su origen en la filosofía que expresó Ayala en su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, de 1925. Allí, Miguel Castillejo, después de ser engañado a través de una broma pesada que lo deja profundamente herido sicológicamente, observa a otra víctima de broma, el marido burlado don Cornelio, y se da cuenta de pronto de lo ridículo que parece éste. «Tuvo la sensación de un hombre a quien le arrancasen de cuajo la obra de sus ideas, de sus creencias y convicciones elaboradas y trabajadas en todos los días y todas las noches de su existencia. Porque en aquellos momentos se le reveló una cosa de suma gravedad; que se había equivocado en su concepto del mundo y de la vida. ¿Acaso no hubiera sido mejor para la salud tomarlo todo a broma?» (243). La crisis emocional de Miguel Castillejo se resuelve con la risa, y la vida se le vuelve tragicomedia. Ayala, víctima de la «burla sangrienta» de la guerra civil, se propone novelarla a través de los ejemplos distantes en el tiempo que aparecen en Los usurpadores. Parece que la logoterapia le resultó saludable, como anteriormente a Miguel Castillejo. La broma del prólogo apócrifo significa la restauración, en algún modo, del sentido de la vida como tragicomedia. [66]

     Ayala dice en su introducción a Mis páginas mejores que Los usurpadores marca el inicio de su producción madura. Esto puede tomarse en más de un sentido. Allí se manifiesta el dominio de recursos narrativos y la actitud de escrutar la conducta humana que caracterizan sus obras posteriores, pero más que nada, la superchería del prólogo preludia el humorismo como una parte integral de su creación madura en la que asume las más variadas formas, como la sátira, ironía, lenguaje ambiguo y sugestivo, juego de palabras, nombres significativos y graciosos, y finalmente, las situaciones humorísticas, burlas y bromas. Es imposible imaginar al Ayala maduro sin esta dimensión de comicidad.

     Otro acierto de orden estético se advierte en la correspondencia que existe entre el prólogo y la visión imperante en los cuentos, creando una armonía entre el prólogo y las ficciones comentadas en él. El recurso de inventar a un prologuista que comente las ficciones desde la distancia que representa siempre el juzgar una obra ajena corresponde perfectamente a la estética de distanciación que determina el emplazamiento del tema del poder en tiempos históricos. Las invenciones proyectan preocupaciones relacionadas con el presente a un pasado remoto donde, al tomar distancia respecto de los hechos, se hace más fácil llevar a cabo un escrutinio intelectual más objetivo. De la misma manera, el autor, al desdoblarse en F. de Paula A. G. Duarte, toma distancia de su propia obra para contemplarla serena e intelectualmente.



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LAS PISTAS

     Con la ventaja de la sabiduría tardía, una lectura informada del prólogo a Los usurpadores revela que ciertas afirmaciones que en una lectura ingenua nos dejaban perplejos son en realidad guiños humorísticos, pistas no advertidas antes. Si la superchería no fue descubierta en su [67] día, se debe en gran parte a la sutileza de estas pistas.

     El título de «Prólogo redactado por un periodista y archivero a petición del autor, su amigo,» por ejemplo, tiene todas las trazas de un título novelesco. Debía llamarnos la atención como eco de la dedicatoria de Fernando de Rojas que precede al texto de La Celestina, titulada «El autor a un su amigo.» La alusión literaria, siempre significativa como recurso literario a través de toda la obra de Ayala, en este caso tiene una función muy precisa como pista, porque la citada dedicatoria sigue inmediatamente al acróstico famoso en que Fernando de Rojas revela su identidad como autor de su Tragicomedia de Calixto y Melibea.

     El uso del apellido materno que disfraza la identidad del autor recuerda un precedente cervantino. En el capítulo XL de la primera parte del Quijote, el cautivo habla de «un soldado español, llamado tal de Saavedra», siendo éste el segundo apellido de Miguel de Cervantes Saavedra. En el prólogo a Los usurpadores, sin embargo, el recurso provee una pista a medias, puesto que el autor no suele firmar sus obras, como en cambio lo hacía Cervantes, con sus dos apellidos. En Ayala, la pista sólo se revela como tal a los que tengan noticias acerca de su nombre completo.

     Otra ironía se hace evidente en la afirmación del prologuista de que «no es esta la primera vez que un escritor ya reputado encarga a otro, menos conocido que él, de presentar al público un libro nuevo», porque en este caso se trata de un escritor totalmente desconocido que en seguida se pone a criticar al autor. Sus observaciones desconciertan al lector, pero una lectura informada revela su humor en forma de autoironía. Si antes nos preguntábamos por qué un amigo del autor lo caracterizaría como «polígrafo cuya firma vienen repitiendo las prensas con frecuencia tal vez excesiva» (453), ahora lo vemos como chiste; así también sus insinuaciones de falta de respeto para el público al perturbar la imagen que éste tiene derecho a formarse del autor. El prologuista critica la desconfianza del autor hacia los [68] lectores, porque, aunque el encargo de escribir el prólogo hace honor a su vieja amistad, al mismo tiempo «revela cierta desconfianza hacia la perspicacia y, desde luego, la memoria» de los lectores. Sus quejas sobre el autor parecen motivadas por cierta malicia:

                No deja de ser cierto, sin embargo, que mi oficioso escrito resultaría innecesario, de haber observado él entre tanto, en su actuación de autor, el debido respeto para con el público. Un silencio, por dilatado que sea en la producción de un escritor, es cosa apenas vituperable, muchas veces plausible y digna de gratitud; pero lo que Ayala ha hecho: interpolar en estos decenios ensayos muy abundantes de teoría política y hasta un voluminoso Tratado de sociología, eso, por más de vez en cuando templara tan áridas lucubraciones con trabajos de crítica literaria, no sé hasta qué punto pueda considerarse legítimo: perturba la imagen que el público tiene derecho a formarse --y más hoy, en que prevalece el especialismo-- de cualquiera que ante sí desenvuelva su labor; y resulta duro en demasía que quien ya parecía adecuada, definitiva y satisfactoriamente catalogado como sociólogo salga ahora rompiendo de buenas a primeras su decorosa figura profesoral, a la que pertenecen muy precisos deberes, para presentarse otra vez, al cabo de los años, libremente, como narrador de novelas (453-454).

     Al fijarnos en la auto-descripción del prologuista como periodista y archivero, se hace más aguda la ironía de que éste acuse a Ayala de confundir al público, en vista de la poca relación que existe entre el ser periodista y archivero. Por una parte, el periodista se ocupa de la actualidad, mientras que el archivero se dedica a relegar los documentos a su sitio cuando ya los acontecimientos del presente se convierten en historia. De ahí su afán por catalogar, no sólo los documentos, sino también a la gente. Esto es precisamente lo que Ayala ha deseado siempre eludir, mostrando la misma actitud, tan notoria, de Unamuno, cuando éste escribió: «De lo que huyo, [69] repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: 'Y este señor, ¿qué es?'» (52)

     Toda la crítica del autor que ofrece Duarte, claro está, es autocrítica irónica, inspirada en el ejemplo cervantino. Ayala estudia este aspecto de Cervantes en «El túmulo,» y bien puede aplicarse su opinión sobre el carácter burlesco de la autoironía cervantina a su propia autocrítica en el prólogo a Los usurpadores:

           «Yo, que siempre trabajo y me desvelo --declara Cervantes al comienzo de su Viaje del Parnaso-- por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo...»; y muchos, entonces como después, se han complacido en tomar por paladina confesión de parte esta sutil autoironía. Pues para muchos, hoy como entonces, resulta intolerable que el novelista máximo pueda ser también un gran poeta. Cervantes mismo recogerá, esta vez dolido, en el prólogo a sus Comedias, la opinión corriente de «que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada».
... Pero sería ignorarlo todo acerca del espíritu cervantino entender al pie de la letra la caricatura que de sí mismo hace cuando, en esas primeras estrofas del Viaje, se nos presenta afanado por simular virtudes poéticas que no le asisten. ¿Acaso no se nos había presentado perplejo, «suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» cuando va a redactar el maravilloso prólogo al primer Quijote? ¿No había hablado ahí del «estéril y mal cultivado ingenio mío»? La inflexión burlesca de esta frase: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo», etc., debiera advertirnos de que contiene sólo una verdad a medias. Bien sabe Cervantes cuál es su fuerte y qué terreno pisa. (53)

     Ayala, a continuación, muestra por qué el soneto de Cervantes «Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla» es una obra maestra que comprueba la extraordinaria habilidad poética de su autor. Ayala también sabe «cuál es su fuerte y [70] qué terreno pisa», y toda su autocrítica en el prólogo a Los usurpadores tiene una inflexión burlesca. Conviene señalar a la vez que esta actitud no se limita a este prólogo, porque en «El hechizado», Muertes de perro, y El fondo del vaso hay un despliegue de narradores que critican a otros, lo cual resulta irónico, siendo todos ellos extensiones del narrador Ayala.

     Otro factor que debiera despertar las sospechas del lector es la insistencia del prologuista en explicar lo que él dice que es completamente obvio:

                Quisiera yo, a mi vez, explicar lo rasgos internos que acierto a descubrir en Los usurpadores, libro cuyas diferentes piezas componen, en suma, una sola obra de bien trabada unidad, como creo que a primera vista podrá advertirse (454).
     Con esto, quedan reseñados los elementos ideológicos que a primera vista pueden descubrirse en Los usurpadores (457).
     Apenas será necesario advertir que estas narraciones no recogen, a lo más, sino el nudo de la situación respectiva... (458).

(subrayado nuestro)

     El prologuista afirma que «el lector reparará sin ajena ayuda en cómo los requerimientos internos de cada relato han determinado la técnica de su desarrollo literario» (459, subrayado nuestro), para seguir a continuación con una exposición de los detalles que ilustran este fenómeno. Así Duarte explica lo que es obvio para él, pero no para todos, y al advertir tantos aspectos estructurales, argumentales y estilísticos, no deja al autor tan mal parado como parecen indicar los primeros párrafos de su prólogo. Al contrario, nos deja con la impresión de que se trata de un autor muy complejo y denso, si todos los elementos señalados son los que aparecen «a primera vista.»

     La exposición de Duarte nos conduce a otra pista que debía ponernos sobre aviso: la extraordinaria perspicacia analítica del crítico y sus amplios conocimientos de la literatura española, evidentes en sus referencias a la [71] explotación anterior de los temas de los relatos. Como Keith Ellis comenta: «El prólogo, dividido de modo sistemático en distintas secciones, donde se trata, respectivamente, de la ideología, la localización y el lenguaje correspondientes a los cuentos que se estudian, toca, de modo perspicaz, todos aquellos puntos de donde ha de partir, necesariamente, cualquier crítica posterior que pueda hacerse de la obra.» (54)

     Esto es insólito si el prologuista es tenido por un periodista y archivero completamente desconocido, pero natural en un autor que es gran estudioso de las letras clásicas españolas y crítico literario. A causa de la tremenda perspicacia que ostenta el supuesto prologuista, resulta chocante que ofrezca una conclusión tan tajante y simplista --además equivocada-- de que el autor ve «la salud del espíritu en la santa resignación» (457) --lo que constituye otra pista.

     Una lectura informada pone en evidencia el humor de la situación cuando el amigo del autor explica que su cometido consistía en estudiar el libro y sus intenciones latentes, «no en juzgar hasta qué punto ha sabido realizarlas bajo forma artística: para ello, nuestra demasiado estrecha amistad me inhabilita» (460). La picardía de esta frase es evidente, puesto que es natural que el autor a través de su alter ego no se atreva a alabarse.

     Como se ha visto, el equilibrio entre veladas pistas irónicas y explicaciones de texto verdaderamente profundas estorba que el lector ingenuo penetre en la broma. Sin embargo, apareció otro escrito de Ayala el mismo año que podía haber servido como pista: el Proemio a La cabeza del cordero, en el cual se advierte un parecido muy estrecho con el prólogo a Los usurpadores. Dicho Proemio explica que el libro aspira a dar expresión a las mismas angustias tratadas en el libro anterior, pero ahora ligadas a la experiencia viva de donde dimanan, es decir, a la guerra civil española. El procedimiento que sigue Ayala es esencialmente el mismo que empleó Duarte: señala la unidad del libro, aspectos técnicos, la elaboración del lenguaje, la adecuación de los [72] títulos, también intercambiables, y el tema central de «la guerra civil en el corazón de los hombres», tal como el prologuista de Los usurpadores vio el tema central del poder como una usurpación.

     El Proemio alude al problema de la sobre-producción en el campo literario, un tema tratado con inflexión burlesca en el prólogo apócrifo cuando Duarte dice que el silencio en un narrador puede ser digno de gratitud y cuando caracteriza al autor como «polígrafo cuya firma vienen repitiendo las prensas con frecuencia tal vez excesiva» (453), aunque no se refiere precisamente a libros de invención. El Proemio a La cabeza del cordero dice que «sería absurdo agregar todavía, porque sí, un libro más a la multitud de los que, incesante y desconcertadamente, apelan al público» (597). Al mismo tiempo, se puede ver una especie de autodiálogo entre el prólogo a Los usurpadores y este Proemio, en torno a la figura de Ayala. El primero acusa al autor de eludir el esfuerzo por catalogarlo como especialista; el segundo contesta a esa acusación: «He procurado sustraerme al encasillamiento; he desdibujado adrede, una vez y otra, mi perfil público; y, volviendo en mí siempre de nuevo, he renunciado a las ventajas, comodidades y tranquilo progreso que son premio de quienes, fieles a un prototipo de actuación social, ni inquietan a los demás, una vez adoptado, ni se inquietan mayormente ellos mismos» (597). Aunque el tono es distinto en los dos prólogos, la comunidad de temas y el método de análisis debieron hacer sospechar que Duarte era el propio Ayala.

     Las pistas, en efecto, abundan en el prólogo a Los usurpadores, pero sólo se revelan con la indiscutible ventaja de la visión a posteriori. Ayala, a través de Duarte, habla del recurso que algunos modernos usan para eludir la arqueología idiomática, imprimiendo «al tratamiento de sus materiales --muchas veces, depurados con notable esfuerzo erudito-- un sesgo de ironía, cuando no sazonarlos de humorísticos anacronismos. Guiño sutil o burlesco al lector» [73] (458). Si bien Ayala evita este recurso en los relatos de Los usurpadores, en cambio, lo emplea en su prólogo, donde la erudición también viene salpicada de guiños sutiles y burlescos. Uno de ellos se desliza en el comentario en torno a «El abrazo» y la omnisciencia de un partidario del rey don Pedro el Cruel en el cuento: «Quizá cuando lo siente rememorar ciertas escenas muy íntimas del rey con su querida se pregunte cómo podría el viejo favorito conocerlas así tan al detalle» (459). La observación tiene doble filo. Nos llama la atención sobre una evidente inverosimilitud en el relato, a menos que el viejo favorito haya estado espiando en la cámara del rey y su querida, pero al mismo tiempo, podríamos formular la misma pregunta con respecto al prologuista: Quizá cuando lo siente el lector exponer las intenciones del autor, sus vacilaciones y sus consideraciones estéticas, se pregunte cómo podría el amigo conocerlas tan al detalle. Claro está, encontramos las observaciones de Duarte apenas encubiertas con expresiones taxativas, como si no quisiera presumir de omnisciente: Atribuye el uso de ejemplos distantes en el tiempo «probablemente para extraer» de estas experiencias su sentido esencial y dice que el autor decidió reelaborar esos materiales manoseados «tal vez por hallar en ellos la ventaja de unas situaciones históricas bien conocidas» (458, subrayado nuestro).

     Otra pista que reviste gran ironía es la discusión acerca de los títulos intercambiables, como «El hechizado», «Los hermanos», «El doliente» y «Los impostores»: «...de análoga manera podría extenderse a todos ellos el título de impostores, pues también los legítimos dominadores usurpan su poder --non est potestas nisi a Deo-- y deben cargar con él como con una brumadora culpa» (456). Al saber la verdadera identidad de Duarte, se hace evidente que el título de impostores puede extenderse igualmente al prólogo, donde menos esperamos encontrar un impostor.

     Aún parece una pista más, no prevista por el autor Ayala ni por su alter ego Duarte. El prólogo está fechado en [74] la primavera de 1948 en Coimbra, una ciudad en Portugal, cuya situación geográfica marginal a España refleja la de su autor frente a la vida literaria de su país natal. La palabra Coimbra forma un curiosísimo criptógrafo cuyas letras pueden reorganizarse para leerse: I. C. BROMA. Las primeras iniciales en escritura fonética dicen «hice», lo cual, al combinarse con broma, rinde la sorprendente confesión: «hice broma.» Hay que apreciar el valor de esta revelación en términos del respeto surrealista hacia el fenómeno de la coincidencia y el accidente como fuente de intuiciones, porque Ayala nos ha asegurado que se trata de una coincidencia, de la que está del todo ausente la intención consciente. En todo caso, el dato provee un fin muy apropiado para el prólogo apócrifo. [76]



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BIBLIOGRAFIA DE FRANCISCO AYALA

     La bibliografía más completa hasta la fecha es: Andrés Amorós. Bibliografía de Francisco Ayala. Syracuse: Centro de Estudios Hispánicos, 1973.

     Obras de Francisco Ayala: (Selección)

     Obras narrativas completas. México: Aguilar, 1969. Contiene los siguientes libros y divisiones: Tragicomedia de un hombre sin espíritu, Historia de un amanecer, El boxeador y un ángel, Cazador en el alba, Los usurpadores, La cabeza del cordero, Historia de macacos, Muertes de perro, El fondo del vaso, El as de Bastos, El rapto, Diablo mundo, Días felices.

     El jardín de las delicias. Barcelona: Seix Barral, 1971 (otras ediciones en 1972 y 1973.)

     Los ensayos. Teoría y crítica literaria. Madrid: Aguilar, 1972. Recopilación de estudios de tema literario.

     Libros monográficos sobre Francisco Ayala:

     Ellis, Keith. El arte narrativo de Francisco Ayala, Madrid: Gredos, 1964.

Hiriart, Rosario. Las alusiones literarias en la obra narrativa de Francisco Ayala. Nueva York: Eliseo Torres and Sons, 1972.

     __. Los recursos técnicos en la novelística de Francisco Ayala. Madrid: Insula, 1972.

     Irizarry, Estelle. Francisco Ayala. Boston: Twayne World Authors Series, 1977.

     __. Teoría y creación literaria en Francisco Ayala. Madrid: Gredos, 1971.

     Artículos y otros escritos relacionados con Los usurpadores: Borges, Jorge Luis: «Francisco Ayala: 'El hechizado'», Sur (Buenos Aires), Vol. XIV, Núm. 122, diciembre 1944.

     Crispin, John: «Los usurpadores», Books Abroad, septiembre 1971.

     Dieste, Rafael: «'Los usurpadores' y 'La cabeza del cordero'», Boletín del Instituto Español (Londres), Núm. 10, febrero 1950.

     Fernández Suárez, Alvaro. «Francisco Ayala: 'Los usurpadores'», Realidad (Buenos Aires), Vol. VI, Núm. 17-18, septiembre-diciembre 1949.

     Gullón, Ricardo: «Los usurpadores», Insula (Madrid), Núm. 48, 1949.

     Hiriart, Rosario: «Dos prólogos de Francisco Ayala», Insula, Núm. 302, enero 1972.

     Luzuriaga, Jorge. «Francisco Ayala: 'Los usurpadores'», Realidad, Vol. VI, Núm. 17-18, septiembre-diciembre 1949. [77]

     Marra-López, José R. Narrativa española fuera de España (1939-1961). Madrid: Guadarrama, 1963.

     Murena, H. A., «Los penúltimos días», Sur, Núm. 181, mayo-noviembre 1949.

     Schultz de Mantovani, Fryda. «Francisco Ayala: 'Los usurpadores'», Realidad, Vol. V, Núm. 15, mayo-junio 1949.

     Soldevila Durante, Ignacio. «Vida en obra de Francisco Ayala», La Torre (Puerto Rico), Año XI, Núm. 42, abril-junio 1963.

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