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La búsqueda del despojamiento

Jerónimo López Mozo





En diversas ocasiones me he referido a las dificultades encontradas por los autores que nos iniciamos en la actividad teatral a mediados de los años sesenta para desarrollar nuestro trabajo. Padecimos el rigor de la censura, que, como ya había sucedido con los dramaturgos que nos precedieron, limitó nuestra libertad de expresión. A ello se sumó la expulsión de la palabra de los escenarios, empujando a los autores a una prolongada travesía del desierto que parece haber concluido. No voy a referirme aquí a las causas que la motivaron. Si aludo a ello es para señalar que fuimos víctimas de un doble despojamiento. De naturaleza bien distinta es al que se alude en el título de este trabajo, pues, siendo los anteriores provocados por agentes externos, éste es buscado, como señala el título. Aquellos responden al primer significado que le atribuye el diccionario, que es el de privar a alguien de lo que goza y tiene, lo que exige cierto grado de violencia. En cambio, cuando es acometido por uno mismo, estamos ante un acto, voluntario y, seguramente, deseado. Uno tiende a prescindir de lo que le estorba o perjudica.

Confieso que, en referencia a mi obra dramática, no tengo conciencia de haberla sometido, en general, a ningún proceso de síntesis o desnudamiento, ya sea en el terreno de la escritura o en otros que también competen al autor, como es la determinación del número de personajes o de escenarios en que se desarrolla la acción. Sin embargo, tras dar a conocer mi obra Eloídes, que Eduardo Pérez-Rasilla ha definido como dura, seca, sin retórica y alejada de toda pretensión de virtuosismo o brillo literario1, personas que han seguido mi trayectoria aprecian una evolución cuyo punto de partida sería un teatro un tanto barroco, es decir, rico en adornos o sobrado de palabras. Excesos de los que habría ido deshaciéndome, como quien suelta lastre, hasta llegar a un texto tan austero como el citado. Yo no lo percibo así, pero no puedo ignorar unas opiniones que, por proceder de personas que analizan mi obra desde una perspectiva distinta y más amplia que la mía, tienen un valor innegable. De ahí que haya querido volver la vista atrás y repasar mi quehacer como autor de teatro para quizás concluir que, la razón, está repartida entre ellos y yo. Las líneas que siguen son el fruto de esa curiosidad.

Debo empezar diciendo que, al margen de mi deseo de ser cada vez mejor, no he hallado huellas que delaten la existencia de algún afán por depurar mi teatro. Si acaso, he percibido la evolución debida a la experiencia que uno va adquiriendo en el ejercicio de su profesión. Una evolución extraña, porque no era progresiva, ni apuntaba en una dirección concreta. Al contrario, abundaban los titubeos y, en ocasiones, la vuelta a territorios que parecían definitivamente abandonados. Era una evolución, en fin, que no obedecía a normas preestablecidas. En efecto, un lenguaje tan escueto como el de Eloídes aparece en algunas de mis primeras obras. No es una apreciación mía. Se da, por ejemplo, en Moncho y Mimí, escrita hace más de treinta años. Carmen Perea, que ha leído recientemente su tesis doctoral2 sobre mi primer teatro, señala que en la estructura dramática de esta obra se advierte, más que en ninguna otra, el despojamiento de todo lo que no es absolutamente imprescindible. El caso se repite en alguna otra pieza antigua, como Blanco en quince tiempos.

Si nos referimos a otros aspectos, en el relativo al número de personajes, en mi primera época abundan las obras con repartos para dos, tres o cuatro actores. La renuncia, El testamento, El retorno y la citada Moncho y Mimí están entre ellas. Después, las nóminas se hicieron interminables. En Eloídes aparecen unos treinta personajes, lo que no hace de ella un modelo de austeridad. Desde esta perspectiva, sería absurdo hablar de despojamiento. Lo hay, sin embargo, en mi última obra, El arquitecto y el relojero, en la que sólo intervienen dos actores.

Respecto al espacio escénico, confieso que me gusta vacío o con escaso aparato escenográfico, aunque de la lectura de algunos de mis libretos pueda deducirse lo contrario. En buena parte de las obras citadas la acción transcurre en un sólo espacio. Después, fueron multiplicándose. En El arquitecto y el relojero vuelve a ser único. En ocasiones, los describía hasta en sus más mínimos detalles. En otras, apenas los esbozaba. Pero en ningún caso hay contradicción con mi preferencia por el escenario desnudo. Entiendo que las indicaciones recogidas en las acotaciones son necesarias para el lector, y sirven de guía al director de escena. Me gusta que sea él quien realice el despojamiento escenográfico, siempre, por supuesto, que logre, con unos mínimos recursos, que el espectador vea, donde apenas hay nada, el paisaje habitado por los personajes. Eloídes transcurre en un almacén de bebidas, en la casa del protagonista, en una taberna, en la vieja estación de Atocha, en un comedor de caridad, en una iglesia, en la cárcel... Más de veinte lugares distintos para el siempre limitado espacio de un escenario. En la reciente puesta en escena de Antonio Malonda han bastado unos cuantos muebles y alguna utilería para definirlos.

Volviendo a la escritura, abordaré la cuestión teniendo en cuenta, tanto mi personal proceso creativo, como el entorno en que éste viene desarrollándose. No se trata, pues, de contar los argumentos de mis obras o de explicar su estructura dramática, aunque de vez en cuando tenga que hacerlo. Tampoco se me ocultan los inconvenientes que provocaría ese planteamiento a quiénes apenas conozcan mi obra. Hecha esta advertencia, añadiré que el repaso se inicia a principios de la década de los 60, a mediados de la cual di a conocer mi primera obra.

Antes que autor fui espectador y lector. Como espectador me aficioné al teatro viendo el que se hacía en Madrid. Aunque Alfonso Paso era el rey absoluto y los huecos que él dejaba en la cartelera eran ocupados por otros comediógrafos del llamado teatro de la derecha, algunos miembros de la generación realista conseguían estrenar en algunas ocasiones. Así, pude ver Las Meninas y El concierto de San Ovidio, de Buero, En la red, de Sastre, y La camisa, de Lauro Olmo. También, gracias a Tamayo, que dirigía el Teatro Español, conocí el mejor teatro de Arthur Miller, Faulkner, Williams y Dürrenmatt, entre otros. Como lector, devoraba cuanto caía en mis manos, pero mis escritores preferidos pertenecían a la generación del 98.

Mis primeras dos o tres obras acusaban la influencia de mis aficiones dramáticas y literarias. De esos balbuceos apenas quedan rastros, pues sólo una de ellas titulada El deicida llegó a ser conocida a través de una lectura promovida por Alfredo Marqueríe y dirigida por Modesto Higueras. A pesar de que fue bien recibida, muy pronto me orienté hacia las nuevas fórmulas que empezaban a triunfar en Europa. No digo en el resto de Europa, porque, entonces, España no era considerada parte de ella. Todavía se decía que África empezaba en los Pirineos. De la mano de las compañías de Cámara y Ensayo y de los grupos universitarios llegaron a nuestro país, bien es verdad que a veces en sesiones únicas, las obras de autores como Beckett, Ionesco, Ghelderode y Arrabal, que ya vivía en París. Todavía recuerdo con emoción el impacto que me provocó la puesta en escena de Esperando a Godot a cargo de «Dido Pequeño Teatro». Esos autores fueron mi nuevo modelo y, a lo largo de los años siguientes, fui añadiendo otros: Brecht, Artaud, Weiss... También me atrajo, y de qué manera, el Living. Desde 1965, en que estrené por primera vez, hasta el 69 escribí una docena de obras que recogen esa herencia. Para completar el escenario de mis primeros pasos teatrales he de recordar que, aquellos, eran años de dictadura y, por tanto, de censura. Si aludo a ello, no es por introducir la política en estas páginas, ni por recordar que yo estaba, como los autores realistas y mis compañeros del Nuevo Teatro, en contra del régimen franquista, sino porque la censura, al actuar en primera instancia sobre el texto, condicionaba la escritura. Difícilmente podía, el autor, crear sin tener en cuenta que al final del proceso le aguardaba ese trámite castrador.

Los estudiosos del teatro de ese período opinan, en lo que se refiere a la escritura de los autores del Nuevo Teatro, al que muchos, significativamente, bautizaron como simbolistas, que tenía un carácter parabólico que exigía del espectador un esfuerzo, en ocasiones considerable, para deducir su verdadero significado. Ruiz Ramón decía que ese lenguaje enmascaraba la realidad y que, en el juego al que se entregaba el espectador para desvelarla, era tal su afán por ver más allá que el propio autor, que llegaba a crear un subtexto del texto3.

Frente a la escritura de los realistas, la nuestra no gozó de gran predicamento. No gustaba que estuviera plagada de claves, a veces demasiado oscuras, ni el exceso de abstracción, ni el frecuente recurso a la elipsis y a la fábula, aunque, en nuestro descargo, se reconocía que todo ello venía impuesto por las circunstancias políticas en que desarrollábamos nuestro trabajo.

Nunca estuve muy de acuerdo con la relación que los estudiosos establecieron entre nuestra escritura y la censura. Ya he reconocido el efecto nefasto de ésta, pero también he de decir que no faltaron autores, entre los que me incluyo, que la ignoraron. Nuestra escritura no tenía como principal objetivo burlar ningún control, sino que era el vehículo que considerábamos más adecuado para expresarnos. Dicho de otro modo, el absurdo, por ejemplo, no era un traje de camuflaje, sino una opción intelectual. Por otra parte, era dudoso que esos juicios adversos pudieran alcanzar por igual a todo el colectivo del Nuevo Teatro, habida cuenta de que lo que nos unía era el rechazo a la dictadura, pero, en lo estético, las distancias eran abismales. Nada tenía que ver el lenguaje espectacular y grotesco de Romero Esteo con las propuestas dramáticas de Miralles, ni la escritura hermética de García Pintado con la ingeniosa de Martínez Mediero. No hace mucho, pude percibir esa pluralidad de escrituras cuando recibí el encargo de redactar un libreto que, bajo el título de Haciendo memoria4, reuniera fragmentos de las obras escritas durante el franquismo por los autores comprometidos.

He de reconocer que, a pesar del rechazo generalizado que sufrió nuestro teatro -rechazo que perdura-, mi escritura no fue cuestionada. Muy al contrario, recibió elogios. Así, el citado Ruiz Ramón encontraba mis textos ricos de significaciones y de valor literario y dotados de una compleja, poderosa y original poética escénica. De Guernica dijo que estaba magníficamente escrita y que era, además de un hermoso poema dramático, el único happening poético que conocía5. De forma parecida se expresaron otros estudiosos y no recuerdo que, en reseñas y críticas, hubiera ninguna que cuestionara mi escritura. No es mi intención convencer, con esta declaración tan poco modesta, de que soy un gran escritor, sino la de poner de manifiesto que no había ninguna razón para que me planteara mudanzas en mi escritura. Y, en efecto, no lo hice, aunque nunca dejaron de preocuparme algunos aspectos relacionados con ella. Esa preocupación, y las conclusiones a que iba llegando, forzaron, tal vez, esa evolución que algunos advierten en mi teatro.

En los años 70, sobre la palabra se cernían algunos peligros. De una parte, el idioma español sufría un deterioro, que no ha cesado. Hay muchos culpables. A la cabeza, los medios de comunicación y la clase política, inventora de un vocabulario que la sociedad ha hecho suyo. Casi a la misma altura, la masiva invasión del inglés. Hay quienes la niegan o minimizan sus efectos perniciosos alegando que las aportaciones foráneas no son extrañas en nuestra lengua, pues se han producido a lo largo de los siglos, sin causar perjuicios. Es cierto, pero, como ha señalado el profesor Zamora Vicente6, tales incorporaciones eran enriquecedoras porque venían a llenar lagunas existentes en nuestra lengua con vocablos de otras lenguas de raíz latina, como la española. El idioma inglés, que tiene otras raíces, no viene a enriquecer, sino a colonizar, a sustituir nuestro léxico por el del Imperio Americano.

En el ámbito concreto del teatro, los enemigos de la buena escritura eran los grupos independientes, sobre todo aquellos que practicaban la creación colectiva o que representaban textos que surgían de ejercicios de improvisación. Cuando entre los miembros del colectivo había un autor que ordenaba y pasaba a limpio las aportaciones de los demás, las cosas mejoraban. De cuántos espectáculos sólo queda el grato recuerdo de su representación y el eco de su éxito porque el texto no pasó de ser un borrador ininteligible para quienes no fueran sus creadores. Siempre que he participado en proyectos de estos grupos he procurado que, antes o después de su puesta en escena, el texto quedara definitivamente fijado y tuviera la calidad exigible a cualquier obra literaria. Esa obsesión, si es que de obsesión se trata, la he mantenido, incluso cuando he escrito en colaboración con otros autores.

A estas preocupaciones se sumaban otras que tenían que ver con el dominio que otros lenguajes escénicos iban adquiriendo en detrimento de la palabra. Es verdad que el teatro de texto jamás desapareció de los escenarios, pero esa era la tendencia. Donde más se extendió el fenómeno fue en el ámbito de las compañías vanguardistas y experimentales, en el que era frecuente que la palabra pasara a un segundo plano o que desapareciera. El público habitual de los festivales internacionales fue testigo del triunfo de la imagen.

Yo tuve, en ese terreno, una experiencia negativa, pero interesante. En 1967 mi obra Moncho y Mimí fue representada en el Festival de Sitges por la compañía del Instituto del Teatro de Barcelona. Cuando la víspera del estreno asistí a un ensayo me di cuenta de que mi texto había sido mutilado. El azar quiso que las dos versiones fueran publicadas meses después7, de modo que cualquier curioso puede verificar que, del primer acto, había desaparecido la tercera parte y, del segundo, nada más y nada menos, que el noventa por ciento. Autor bisoño, nada dije. Asistí al día siguiente al estreno y, para mi sorpresa, mi obra obtuvo el premio. Con la tremenda poda realizada por las gentes del Instituto se llevaba a la práctica la teoría, tan en boga entonces, de que una imagen vale más que mil palabras. Lo curioso es que, en mi caso, parecía confirmarse, pues todo cuanto yo quería transmitir al espectador permanecía en la puesta en escena. Aquella fue, para mí, una lección temprana e importante. No me pasé al bando de los que se proponían dejar mudos a los autores, pero si comprendí que al teatro, en general, le sobraban palabras, sobre todo al que escribíamos quienes no asumíamos, dentro de él, otras funciones artísticas, como la dirección y la interpretación. Era conveniente que existiera un equilibrio entre los diversos signos escénicos.

Mi reacción fue inmediata. En esos momentos tenía previsto acercarme al mundo del happening como forma de expresión susceptible de ser incorporada en el futuro a mi teatro. Para estos experimentos utilizaba el teatro breve, que siempre me ha parecido un excelente laboratorio o banco de pruebas. Aprovechando ese proyecto, decidí medir mi capacidad para reducir el texto hablado cuanto me fuera posible y para encontrar imágenes que pudieran sustituirlo eficazmente. El Festival de Sitges tuvo lugar en octubre y, antes de que acabara el año, ya había escrito dos piezas cortas en las que el texto tenía escasa presencia. Las titulé Blanco en quince tiempos y Negro en quince tiempos. En la primera, los personajes pronunciaban catorce frases de entre una y siete palabras. En la segunda, las frases eran quince, igualmente breves. Años más tarde daría una vuelta de tuerca más en la pugna entre palabra e imagen. En La flor del mal, otra pieza breve, encerré los diálogos entre paréntesis y los sangré como suele hacerse con las didascalias. Con ello equiparaba el papel de los personajes y de sus parlamentos a los de los objetos, los sonidos inarticulados y los olores a sudor, a incienso, a mar, a muerto y a perfumes diversos que inundaban el escenario.

Estos juegos experimentales y la observación de lo que sucedía a mi alrededor, me proporcionaron algunas enseñanzas útiles a la hora de plantearme los aspectos formales de mis propuestas. Por ejemplo, que el teatro sin palabras no tenía su futuro asegurado, como así ha sido. Es probable que el espectador empiece a estar cansado del constante bombardeo de imágenes al que se le somete, pero también cabe que no quiera seguir representando un papel pasivo y reclame una participación intelectual que nunca será plena si los únicos estímulos que le llegan proceden del mundo de la imagen. Con imágenes y música se pueden crear espectáculos de gran belleza, provocar emociones y transmitir determinados mensajes, pero para profundizar en el conocimiento del ser humano, y ese es uno de los cometidos del teatro, es imprescindible la palabra.

Otra cosa que aprendí es que el intento por encontrar un estilo propio puede llegar a resultar inconveniente cuando se convierte en objetivo prioritario. Bien está que la obra de un autor posea unas señas de identidad que permitan reconocerla como suya, pero soy del parecer de que el estilo es una especie de molde en el que vertemos aquello que queremos expresar. A un autor no encasillado no le basta un único molde, sino que habrá de buscar los más adecuados para dar forma a cada una de sus ideas. Desde el momento en que asimilé las influencias recibidas y creí disponer de mis propias herramientas de trabajo, traté de que, cada nueva obra que abordaba, poseyera la forma que, en mi opinión, mejor le convenía. Como quiera que mi producción de aquellos años, los que van del setenta al setenta y cinco, fue, en cuanto a los asuntos que abordé, diversa, diverso fue, en consonancia con lo dicho, el estilo de mi escritura. En Anarchia 36, una crónica sobre el enfrentamiento entre anarquistas y comunistas durante la guerra civil española, buena parte del texto reproducía discursos y documentos de la época y el resto tenía bastante que ver con la épica brechtiana. En Espectáculo Andalucía, obra enmarcada en el teatro de agitación campesina, alternaba la farsa grotesca con el expresionismo, según ocuparan la escena los jornaleros o los terratenientes y demás fuerzas vivas del agro andaluz. En Los fabricantes de héroes se reúnen a comer, escrita en colaboración con Luis Matilla, el lenguaje era el del cómic, pues en ese ambiente se desarrollaba la obra. En Comedia de la olla romana en que cuece su arte La Lozana, versión libre de La Lozana andaluza, de Francisco Delicado, respeté, como no podía ser de otro modo, el lenguaje rico y difícil del original, al que añadí el de algún otro escritor del XVI.

Con ese bagaje salí de la dictadura y entré en la democracia. Aunque la palabra seguía en cuarentena por dictado de la moda y por decisión de buena parte de los profesionales que controlaban el teatro español, seguí, como otros muchos, aferrado a ella, dispuesto a emprender una larga y silenciosa travesía del desierto. Después resultó que, cuando se levantó el veto, descubrimos que existía otro que sólo afectaba a los autores españoles, a consecuencia del cual, nuestra palabra llegaba con harta dificultad a los escenarios. Pero esa es harina de otro costal.

De aquella época, y aún de los años siguientes, guardo recuerdos contradictorios que seguramente algo tienen que ver con esa sensación a la que me refería al principio sobre la evolución de mi escritura. Afirmaba que no ha seguido un proceso sencillo. Explico por qué. Como autor, había reconocido la enorme importancia de los signos no verbales y eso se refleja en las acotaciones de mis obras. Pero no siempre se ha traducido en una economía de lenguaje, ni mucho menos en el descuido de su calidad. Al contrario, hay obras en las que doy a la palabra un gran protagonismo. D.J. y Yo, maldita india..., escritas en la segunda mitad de los ochenta, son dos ejemplos. En la segunda, la palabra es algo más que una herramienta de autor, pues llega a formar parte del argumento. La Malinche y Hernán Cortés, los protagonistas de la obra, representan dos culturas que, en su primer encuentro, solo pueden dialogar a través de los gestos. Tres lenguas diferentes -castellana, nahuatl y quiché- impiden hacerlo de otra manera. Diálogo incompleto que solo facilita el trueque de mercancías y el enfrentamiento físico para decidir quien es el más fuerte. Pero cuando La Malinche domina las tres lenguas y se convierte en traductora, caen las barreras lingüísticas y la palabra sustituye al gesto. La nueva vía de comunicación abre las puertas al mestizaje cultural, mostrando de esa manera el superior poder de las palabras. Esa fidelidad a la parte literaria del teatro me ha sido recompensada de forma explícita en dos ocasiones. La primera, cuando la Real Academia Española, concedió a Yo, maldita india... el Premio Álvarez Quintero. La segunda, cuando en 1998 obtuve el Premio Nacional de Literatura Dramática.

En buena lógica, a esas alturas, mi escritura debería ser magra, que no pobre. A mi me parece que lo era, porque procuraba que no hubiera en ella rastros de grosura. No se me oculta, sin embargo, que hojeando mis libros, se tiene la sensación de que hay demasiado diálogo y de que abundan los parlamentos largos. Una lectura más atenta permitiría ver que se trata de una apreciación injusta. Nada que me parezca superfluo tiene cabida en mis propuestas, aunque algo haya podido colarse sin que yo lo percibiera. Tengo muchos argumentos en favor de que sea así. En primer lugar está el convencimiento, ya expresado, de que la palabra puede ser sustituida por cualquier otro signo escénico cuando éste sirve para expresar lo que se pretende. Otro argumento guarda relación con el trabajo del actor que ha de transmitir al público lo que el autor ha escrito. Es una reflexión provocada por la lectura de El silencio de la escritura, de Emilio Lledó8. No hay en él referencias a la actividad teatral. Cuando el filósofo se refiere al interprete, no piensa, pues, en un actor. Ni siquiera su discurso tiene nada que ver con mi interesada interpretación, pero lo cierto es que, mientras leía, mentalmente me trasladaba al mundo de la escena. Dice Lledó que la voz del intérprete es resonancia de un diálogo con el autor del escrito. Llevando esa afirmación a mi terreno, yo añado que ese diálogo llega nítido al receptor sólo cuando se facilita el trabajo del actor. ¿Cómo? Eliminando las palabras estériles, por ejemplo. Estériles son, según el ensayista, las que no hacen pensar, las que no inician el camino de la reflexión, las que no mueven, sino que paralizan, aquellas, en fin, que se han hecho inservibles por la natural inercia que el uso ha ido introduciendo en ella. Libre de esa ganga, el actor debe sentirse cómodo y en óptimas condiciones para volcar toda su energía en profundizar su doble diálogo con el autor y el espectador.

Tengo más argumentos en favor del lenguaje depurado. Cuando no lo está, suele envejecer pronto. El teatro contemporáneo está lleno de ejemplos, algunos muy recientes. Cuando asistimos a reposiciones de obras estrenadas con éxito hace veinte o treinta años, es frecuente que nos encontremos con que los personajes se expresan con un lenguaje obsoleto y que, de cuanto dicen, sobre la mitad. Es algo que se percibe hasta cuando el texto ha sido peinado y, el vocabulario caduco, remozado. El fenómeno se da principalmente en obras de autores aquejados de incontinencia textual o demasiado inclinados a trasladar al escenario el habla cotidiana. Cuando el autor crea un lenguaje propio, que suele ser un precipitado del de la calle y de su aliento dramático, su obra despide el aroma de lo clásico desde el momento mismo en que nace. Luces de bohemia o La casa de Bernarda Alba no necesitan, a sus años, ni amputaciones por gangrena, ni maquillajes para disimular las arrugas.

Si alguien me preguntara qué tiene que ver todo esto con el despojamiento a que alude el título, le respondería que bastante. Loa autores más veteranos vamos encontrando, en nuestro camino, a los más jóvenes. En España no es frecuente que estos miren atrás buscando modelos que imitar, aunque desde que existen los talleres de dramaturgia ha empezado a ser normal encontrar autores que escriben a la manera de sus maestros. Cuando yo daba mis primeros pasos en este oficio, nos ofrecimos como alternativa de la generación realista y, cuando más adelante fueron otros los que echaron a andar, nos ignoraron. Cuando una generación rompe con la que le precede, se supone que es para superarla. Uno espera ser sorprendido con propuestas avanzadas. Pero no siempre sucede así. En los años 80 percibí un salto atrás en autores que, por su talante y antecedentes profesionales, podrían haber enarbolado la bandera del vanguardismo. Entendieron que en el realismo estaba la respuesta a las necesidades de la sociedad española en la época de la transición, pero no en el realismo de nuevo cuño que se había instalado en el teatro europeo, ni siquiera en el realismo ibérico de los Martín Recuerda o Rodríguez Méndez, sino en formas degradadas que nos devolvían al tiempo del sainete y del costumbrismo con un lenguaje que reproducía el de la calle, pero que, desde el escenario, sonaba a falso. Aunque la opción era legítima y tuvo buena acogida, quise mantenerme alejado de aquella corriente y todavía no me he arrepentido.

En 1987 escribí una obra para mi propio consumo. La titulé Los personajes del drama. El protagonista era el Teatro. La traigo a colación porque en ella planteaba cosas a las que me estoy refiriendo. Al fondo del escenario había otro más pequeño con concha de apuntador. En él se representaban, con decorados pintados, fragmentos del teatro que dominaba la cartelera: burgués, de la derecha, de tresillo... del teatro que yo odiaba. En el escenario grande, habitaban mis autores queridos o sus personajes: Ramón Gómez de la Serna y sus medios seres; los viejos de Las sillas, de Ionesco; Vladimiro y Estragón; Don Rosario, el de Tres sombreros de copa, Fando y Lis... Y yo, representado por un joven espectador que acababa desentendiéndose de lo que ocurría en el escenario pequeño para volcar toda su atención en lo que sucedía a su alrededor. Disfrutaba escuchando a esos seres sorprendentes y entrañables y acababa uniéndose, uniéndome a ellos. Al tratar la heterogénea troupe de captar la atención de los espectadores, descubría que algunos estaban muertos y que los demás rechazaban airados su actuación porque les parecía una burla. El conflicto estallaba. Los cómicos recibían refuerzos. Personajes inventados por García Pintado y Miguel Romero, entre otros. También algunos tomados prestados de mis propias obras. En auxilio del público acudía un crítico. Un crítico poderoso que se declaraba enemigo del teatro que no cumple las esencias del coturno. Conseguía expulsar al joven y a sus amigos del escenario y ofrecía el espacio vacío a un nuevo dramaturgo que seguía las pautas del viejo teatro. El joven no se resignaba. Regresaba con ánimos de revancha. Encontraba ayuda y lograba recuperar el escenario. Esta vez sus aliados habían sido Kantor y los actores de la Fura dels Baus. La prosa rancia y ramplona había sido, al fin, vencida. El joven debería estar satisfecho, pero advirtió que los nuevos inquilinos del escenario, convertidos en marionetas, no empleaban palabras para expresarse. Así acaba la obra. Con la frustración del joven, con mi frustración, ante el declinar de la oralidad en el teatro. Bien sé que en los espectáculos de Kantor, tan ricos en imágenes, los personajes recitaban largos parlamentos, pero lo hacían en una lengua ininteligible que, para mi desesperación, no tenían más valor que los sonidos inarticulados que oía en otras propuestas escénicas.

De un tiempo a esta parte, se percibe la tendencia a recuperar la palabra. No insistiré en los motivos que hay para ello. Pero si me parece que es una buena ocasión para que los autores revisemos nuestro concepto de la escritura dramática. Ya se hace en congresos y seminarios. Yo, por mi parte, procuro reflexionar sobre ello. Lo hago cada vez que me preparo para empezar una nueva obra. Ha llovido mucho desde que Jardiel Poncela afirmara que, en el teatro, las cosas importantes había que repetirlas tres veces para que el público se enterara. Al espectador de hoy le molesta la reiteración. Le aburre. Exige que se vaya al grano. El cine, la televisión y, en general, el creciente predominio de lo audiovisual, no sólo en la actividad cultural, sino en la profesional y la cotidiana, ha determinado una nueva forma de ver el mundo y de relacionarse con los demás, que lleva aparejada cambios profundos en los hábitos de comunicación. Internet o la telefonía celular lo prueban de forma irrefutable. Desde esa perspectiva, parece evidente que los autores hemos de adaptar nuestra escritura a los ritmos y esquemas propios de las nuevas sensibilidades. Pero me gustaría que mis mensajes, suponiendo que tengan algún valor, calaran en las mentes de los destinatarios y no sucediera con ellos como con los recogidos en el contestador telefónico, que, una vez escuchados, se borran, o con lo escrito en la pantalla del ordenador cuando no lo archivamos.

Se supone que una escritura renovada precisa de un nuevo vocabulario. Qué mejor proveedor, en principio, que el que la sociedad ha ido creando para adaptarse a los nuevos códigos de comunicación. Sin embargo, ya me he referido a él en términos extremadamente críticos. Al deterioro de nuestra lengua, en buena medida atribuible al mal uso que hacen de ella quienes tienen la obligación de protegerla, se añade la costumbre de sustituir las palabras por siglas, de deformarlas, de acortarlas suprimiendo sílabas y, en aparente contradicción con ese afán de síntesis, la de llenar cualquier conversación de latiguillos. También es una amenaza, especialmente para el teatro, el lenguaje hueco de las series televisivas, plagado de lugares comunes y de frases que uno adivina antes de escucharlas. En este caso, los agentes que más contribuyen a la contaminación son los autores que compatibilizan su tarea creativa con la elaboración de guiones para la televisión. Como en todo hay, claro está, excepciones. Mi opinión es que el lenguaje actual es de usar y tirar y que, por tanto, no nos sirve. Quizás sea una afirmación exagerada. Admito la posibilidad de que también lo sea mi preocupación por estas cuestiones, tal vez alejada de la que puedan sentir los autores más recientes. Puedo decir, sin embargo, que soy buen lector y espectador de su teatro, entre otras razones porque sé que algo puedo aprender de él. Hay propuestas interesantes y otras que lo serán cuando maduren, pero buena parte de la nueva escritura avanza a duras penas por complicados vericuetos que, en muchos casos, probablemente no lleven a ninguna parte, lo que podría significar que las dificultades alcanzan a todos.

¿Todo cuanto antecede prueba que he buscado a lo largo de mi trayectoria profesional el despojamiento al que se refiere el titulo? No lo creo. De haberme impuesto el despojamiento como meta, las obras posteriores a Eloídes hubieran seguido sus mismos derroteros, cosa que no ha sucedido. Y no porque esté insatisfecho con los resultados obtenidos. El lenguaje de mis producciones posteriores es austero, como siempre lo he procurado, pero vuelve a tener el poso literario que le negué a esta.

La estructura y el estilo de Eloídes es el resultado de la búsqueda del molde adecuado al argumento. Consideré que le convenía un tratamiento realista, movimiento por el que nunca tuve simpatía, hasta que algunos autores contemporáneos me convencieron, con sus obras, de que era posible y hasta conveniente recuperarlo. Para un amante de la exploración de nuevos territorios, este realismo renovado que trasgrede los planteamientos del que conocí y rechacé, tenía la frescura de una nueva vanguardia. No lo es, desde luego, pero para quien, como yo, se acercaba por primera vez a él es comprensible que se lo pareciera.

¿Qué decir del lenguaje de esta pieza? Quise depurarlo hasta donde me fuera posible. En este caso concreto, si cabe hablar de una decidida voluntad de despojamiento. La historia del protagonista, cuya vida se convierte en un descenso a los infiernos creados por una sociedad profundamente injusta, exigía que así fuera. Llené la obra de frases cortas, a veces tajantes, frases que cupieran en las escenas, también deliberadamente breves. Hay parlamentos largos, por supuesto. Pero en ellos evité, con dos excepciones, cualquier tentación retórica. Y tampoco, en las excepciones, me fui por las ramas. En la primera, cuando Eloídes empieza a recorrer un camino sin salida, cuando todavía cree que su situación es pasajera, le hago que escuche a Luis de Gálvez, violinista y mendigo, contar su pasado y referirse con satisfacción a su presente. En la otra, el destino de Eloídes está decidido. Desde la celda que ocupa en la cárcel, recita en voz alta la carta que le gustaría escribir a sus padres anunciándoles que, después de muchas dificultades, su vida se ha resuelto satisfactoriamente.

No sé si a lo largo de estas páginas he conseguido explicar algo de mis dimes y diretes con la palabra, señal, al fin y al cabo, de mi amor por ella, apenas atenuado por el reconocimiento del papel que juegan, en el teatro, los lenguajes no verbales. En cualquier caso, queden estas páginas como testimonio de un autor que ha defendido la presencia de la palabra en el escenario cuando estorbaba a algunos, así como su buen uso, en estos tiempos en que tantos se empeñan en destrozarla.





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