Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XI

Valor económico-su verdadero concepto y su medida última


Exponiendo cómo el valor en cambio ha sido considerado una relación de proporción, y la ambigüedad a que ha llevado esto

La concepción de valor como una relación de proporción.-Es realmente una relación con el esfuerzo.-Adam Smith percibió esto.-Sus razones para aceptar la frase valor en cambio.-Su confusión y la de sus continuadores.

Valor, como término económico, significa, como hemos visto, lo que, distinguiéndolo del otro sentido de la palabra valor, se conoce como valor en cambio o cambiabilidad. Y cuando la use sin añadidura me limitaré en adelante a este exclusivo significado.

Pero ¿de dónde procede esta cualidad de valor en cambio o cambiabilidad? Y ¿con qué podremos medirlo?

En cuanto a esto, los tratados corrientes de Economía Política dicen que el valor, la cualidad o poder de cambio, es una relación entre cada cosa cambiable y todas las demás cosas cambiables. Así, dícese, no puede haber general aumento o decrecimiento de valores desde el instante en que lo que una cosa gana en poder de cambio, otra u otras tienen que perderlo, y lo que una pierde otra u otras tienen que ganarlo. En otras palabras. Siendo la relación del valor una relación de términos o proporción, cualquier cambio en un término tiene que implicar cambios inversos, en otros términos, puesto que la suma total de los miembros de los términos no puede aumentar ni disminuir. Puede haber aumento o disminución de valor en una o más cosas comparada con otra o más cosas, pero no aumento o disminución de todos los valores a la vez. Todos los precios, por ejemplo, pueden aumentar o disminuir, porque el precio es una relación de cambiabilidad entre todas las demás cosas cambiables y una particular cosa cambiable, el dinero, y aumento o disminución de precio (mayor o menor cambiabilidad de otras cosas por dinero), implica correlativamente decrecimiento o aumento de la cambiabilidad del dinero por otras cosas. Pero aumento o disminución de valor en general (esto es, de todos los valores) es una contradicción de términos.

Esta opinión tiene apariencias de plausible. Sin embargo, examinándola, se ve que hace al valor dependiente del valor sin posibilidad de medida excepto arbitraria y relativamente, comparando un valor con otro; que deja la idea del valor aletargada, por decirlo así, en huelga, sin conexión o punto de partida fijo equivalente al que establecemos para las demás cualidades de relación y sin el cual es imposible ninguna clara idea de relación.

Así, cualidades como la dimensión, la distancia, la dirección, el color, la consanguinidad y demás análogas, sólo nos son comprensibles e inteligibles por referencia a un punto de partida fijo, al cual y no a ninguna otra cosa que tenga igual cualidad se hace la referencia. La dimensión y la distancia, por ejemplo, son comprendidas e inteligiblemente expresadas en relación con ciertas medidas de extensión, tales como la fanega, el pie, el metro, los diámetros de la tierra o los diámetros de la órbita terrestre. La dirección, como una relación con los radios de una esfera, que, partiendo de un punto central abarcan todas las direcciones posibles; el color, como una relación con el orden en que son recibidas ciertas impresiones al través de los ojos humanos; la consanguinidad, como una relación de sangre con la sangre primitiva a que se hace referencia, como entre padres e hijos; y así sucesivamente.

Ahora bien, ¿no tiene igualmente la idea de valor algún punto de partida fijo por el cual se haga comprensible e inteligible, como la tienen las demás ideas de relación?

Ciertamente que la tienen. De donde realmente nace la idea de valor, no es de la relación de cada cosa valuable con las demás cosas que tienen valor, sino de la relación de cada cosa valuable con algo que es la fuente y medida natural de todo valor: concretamente, el esfuerzo humano, con todo su cortejo de molestias y cansancio.

Adam Smith vio esto, aunque no lo tuvo constantemente presente, como le aconteció con otras cosas que vio claramente un instante, como al través de un desgarrón en nubes que después volvieron a cerrarse. En el primer párrafo del capítulo V, Libro I, Riqueza de las Naciones, dice:

«Cada hombre es rico o pobre, según el grado en que puede disponer de cosas necesarias, comodidades o deleites de la vida humana. Pero después que la división del trabajo ha cundido por todas partes, es muy pequeña la porción de aquéllos que cada hombre puede proporcionarse por su propio trabajo. La mayor parte de ello tiene que provenir del trabajo de otra gente, y aquél será rico o pobre, según la cantidad de dicho trabajo de que pueda disponer o que pueda comprar. El valor de cada mercancía, por consiguiente, para quien la posee y que no se propone usarla o consumirla por sí mismo, sino cambiarla por otras mercancías, es igual a la cantidad de trabajo que le permite comprar o disponer. El trabajo, por tanto, es la verdadera medida del valor cambiable de todas las mercancías.

El verdadero precio de cada cosa, lo que verdaderamente cuesta cada cosa al hombre que necesita adquirirla es la fatiga y molestias de adquirirla. Lo que cada cosa vale realmente para el hombre que la ha adquirido y que necesita disponer de ella o cambiarla por alguna otra cosa, es el esfuerzo y molestia que dicha cosa puede ahorrarle a él mismo y que puede arrojar sobre otras gentes. Lo que se compra con dinero o con mercancías, es comprado por el trabajo, lo mismo que lo que adquirimos por el esfuerzo de nuestro propio cuerpo. Ese dinero o esas mercancías, en realidad, nos ahorran ese esfuerzo. Contiene el valor de una cierta cantidad de trabajo que cambiamos por lo que suponemos en aquel momento que contiene el valor de una cantidad igual. El trabajo fue el primer precio, el original dinero que se pagó por todas las cosas. No es por oro o plata, sino por trabajo por lo que toda la riqueza del mundo es comprada originalmente; y su valor, para quienes la poseen y necesitan cambiarla por otras producciones, es precisamente igual a la cantidad de trabajo que le permita adquirir o de que disponer.

Riqueza, como dijo Mr. Hobbes, es poder. Pero la persona que adquiere o hereda una gran fortuna, no adquiere necesariamente o hereda ningún poder político, ni civil ni militar. Su fortuna puede acaso proporcionarle los medios de adquirir ambos, pero la mera posesión de esa fortuna no le transmite necesariamente ninguno de ellos. El poder que la posesión le confiere inmediata y directamente es el poder de compra; un cierto imperio sobre todo el trabajo o sobre todo el producto del trabajo que está en el mercado. Su fortuna es mayor o menor precisamente en proporción de la extensión de este poder; o de la cantidad de trabajo de otros hombres, o, lo que es lo mismo, de producto del trabajo de otros hombres que le permite comprar o de que disponer. El valor en cambio de todas las cosas tiene que ser siempre precisamente igual a la extensión de este poder que confiere a su propietario».

Esto es perfectamente claro si atendemos sólo al significado que Adam Smith asigna a las palabras que usa algunas veces negligentemente. El sentido en que emplea la palabra trabajo es el de esfuerzo, con su inseparable secuela de fatiga y molestia. Lo que significa por precio, es el coste en fatigas y molestias, como en efecto explica incidentalmente18, y por riqueza significa evidentemente los productos o resultados tangibles del humano esfuerzo. Lo que dice es que el valor es el equivalente de la fatiga y molestias del esfuerzo, y que su medida es la suma de fatiga y molestias que se ahorraría el propietario o que le permite, cambiándolo, inducir a otros a que se tomen por él.

Y repite esta afirmación un poco más abajo en el mismo libro:

«Cantidades iguales de trabajo en todos los tiempos y lugares, puede decirse que son de igual valor para el trabajador. En su habitual estado de salud, fuerza e inteligencia, en el grado corriente de técnica y destreza, tienen siempre que alcanzar la misma porción de comodidad, libertad y felicidad. El precio que paga tiene que ser siempre el mismo, cualquiera que sea la cantidad de bienes que reciba en cambio. De éstos, efectivamente, unas veces puede comprar una mayor y otras una menor cantidad, pero lo que varía es el valor de ellos. En todos los tiempos y lugares está caro lo que es difícil proporcionarse o lo que cuesta mucho trabajo adquirir, y está barato lo que se obtiene fácilmente o con muy poco trabajo. Sólo el trabajo, por consiguiente, no varía nunca en su propio valor, por lo que es, exclusivamente, la última y verdadera medida por la cual puede ser estimado y comparado en todos los tiempos y lugares el valor de todas las mercancías. Este es su precio real; el dinero es su precio nominal tan sólo... El trabajo, por tanto, evidentemente, es la única medida universal así como ta única medida exacta del valor, o el único tipo mediante el cual podemos comparar los valores de diferentes mercancías en todos los tiempos y en todos los lugares».

¿Cómo es que Adam Smith, cuando necesitó una frase que expresara el segundo sentido de la palabra valor, no adoptó una frase que pusiera de resalto el fundamental significado del valor en este sentido, por ejemplo, «valor en fatiga», o «valor en esfuerzo», o «valor en trabajo», sino que en vez de ello escogió la frase «valor en cambio», que se refiere directamente sólo a un significado secundario y derivado?

Las razones las da él mismo en lo que sigue inmediatamente al primero de los párrafos que he citado:

«Pero aunque el trabajo sea la medida real del valor cambiable de todas las mercancías, el valor no es estimado habitualmente por aquél. Con frecuencia es difícil determinar la proporción entre dos diferentes cantidades de trabajo. El tiempo invertido en dos clases de obra diferentes no determinará siempre por sí sólo esta proporción. Los diferentes grados de sufrimiento soportado y de ingenio tienen que tomarse igualmente en cuenta. Puede haber más trabajo en una hora de penosa labor que en dos horas de fácil ocupación, o en una hora de aplicación a una tarea cuyo aprendizaje haya costado diez años de labor, que en un mes de trabajo en un empleo corriente y fácil. Pero no es sencillo encontrar una medida exacta del sufrimiento o del ingenio. Al cambiar, en efecto, las diferentes producciones de distintas clases de trabajo, una por otra, ambas se hacen recíprocas concesiones. Son justipreciadas, sin embargo, no por una medida exacta, sino por los regateos y ajustes del mercado, conforme a esta clase de tosca igualdad, que, aun no siendo exacta, es, sin embargo, suficiente para llevar adelante los negocios de la vida ordinaria.

Cada mercancía, además, es más frecuentemente cambiada por otras mercancías y de este modo comparada con ellas que con el trabajo. Es más natural, por consiguiente, estimar su valor cambiable por la cantidad de alguna otra mercancía que por la del trabajo con que se puede comprar. La mayor parte de la gente, además, entiende mejor lo que se expresa por una cantidad de una determinada mercancía, que por una cantidad de trabajo. El uno es un sencillo y palpable objeto, el otro es una noción abstracta, que, aunque sea suficientemente inteligible, no es tan enteramente natural y obvia».

Hay dos razones aducidas para la elección del término valor en cambio, que denotan cómo Adam Smith vio con perfecta aunque sólo momentánea claridad, lo que realmente significa «valor en esfuerzo» o, en la fraseología- que usa, «valor en trabajo».

El primero y es de fuerza, es que el término «valor en cambio» era ya familiar, y sería mejor entendido al hacer la distinción que él deseaba destacar la diferencia entre valor en sentido económico. y «valor en uso».

La segunda, que indica una confusión en el pensamiento del filósofo -la rapidez con que las nubes ocultaron la estrella que acababa de ver,- es que para medir la fatiga y las molestias del esfuerzo, no imaginó más que el tiempo de su aplicación, lo cual, como vio exactamente, sólo podía medir la cantidad y no la calidad; es decir, la duración, no la intensidad. No vio el hecho notorio de que si la fatiga y molestias del esfuerzo evitado son la medida del valor, correlativamente, pues, el valor tiene que ser la medida real de la fatiga y molestias de dicho esfuerzo, y que ese algo que él aparentemente buscaba -una cosa material o un atributo, que, como la yarda en medidas de longitud o una unidad de peso para medir las masas, midiera independientemente de «los regateos del mercado» la fatiga y molestias del esfuerzo,- no se encuentra, porque no puede existir, ya que la única posibilidad de tal medida reside en «los regateos del mercado». Porque desde el momento en que la fatiga y molestias que constituyen la resistencia al esfuerzo son sentimientos subjetivos que no pueden ser objetivamente apreciados hasta llevarlos por medio de su influencia sobre la acción al campo de lo objetivo, no hay manera de medirlos sino por el estímulo que inducirá a los hombres a padecerlos trabajando, el cual sólo puede ser determinado por la competencia o por «los regateos del mercado».

Así, por una razón buena y otra mala, Adam Smith escogió, a fin de expresar el sentido económico de la palabra valor, la frase «valor en cambio». Sería demasiado decir que hizo una mala elección, sobre todo, si se considera su época y el principal propósito que perseguía, que fue demostrar lo absurdo de lo que se llamaba en su tiempo sistema mercantil, y después ha sido rebautizado como sistema proteccionista. Pero la ambigüedad que entraña la frase «valor en cambio» ha sido un obstáculo en la Economía Política, desde su tiempo hasta ahora, y realmente de la ambigüedad escondida en la frase que él escogió ha sido víctima el propio Adam Smith, o quizá, mejor, deberá decirse que la ambigüedad de la frase le permitió conservar las confusiones que había ya en su pensamiento, salvo cuando en el párrafo que acabamos de citar las barrió momentáneamente, sólo para recaer en ellas de nuevo. Se advertirá que, en esos párrafos, Smith distingue claramente entre trabajo y mercancías, significando evidentemente por mercancías las cosas producidas por el trabajo, y que parece claramente que entiende por riqueza los productos del trabajo. Pero en otros lugares incurre en la confusión de hablar del trabajo mismo como de una mercancía, y de clasificar cualidades personales, tales como actividad, maestría, cultura, etc., como artículos de riqueza; exactamente, como en el capítulo VIII, ve claramente y establece correctamente el origen y la naturaleza verdaderos de los salarios, cuando dice: «El producto del trabajo constituye la natural recompensa o salarios del trabajo», sólo para abandonarlo casi inmediatamente y considerar en seguida los salarios como si salieran del capital del patrono.

Adam Smith no fue nunca incitado a revisar, ni a considerar de nuevo las afirmaciones de su gran libro en cuanto a la naturaleza del valor, porque las discusiones sobre este asunto surgieron después de su muerte. Sus sucesores en Economía Política han sido, con pocas excepciones, no hombres de pensamiento original, sino los meros imitadores, compiladores y espigadores que usualmente siguen a una gran obra del genio. Sin mirar más lejos han aceptado la frase empleada por aquél, «valor en cambio», no sólo en igual sentido que aquél la aceptó, como un nombre conveniente, a causa de su más fácil inteligencia, para una cualidad, sino como expresión de la naturaleza de esa cualidad. Así, la explicación de Adam Smith de la relación esencial del valor con el ejercicio del trabajo, ha sido ignorada virtualmente, si no completamente. Y en vez de mirar más allá de la cambiabilidad para encontrar una explicación de la naturaleza del valor, estos economistas continuadores han sido disuadidos y extraviados, no sólo por ciertos hechos no entendidos, tales como el hecho de que muchas cosas con valor no se originan en el trabajo, y por conceptos erróneos, como el de considerar el trabajo mismo como una mercancía, sino por el reconocimiento grandemente eficaz, aunque indudablemente, en la mayoría de los casos, muy vago del hecho del peligro que se seguiría para las instituciones sociales existentes de una indagación demasiado minuciosa sobre el fundamental principio del valor. Se ha malgastado un mundo de ingenio y se han escrito monstruosos libros, cuya lectura abrumaría a un hombre y haría vacilar su razón si tratara de entenderlos, para resolver el problema de la naturaleza fundamental del valor en cambio. Sin embargo, no han dado por resultado sino enormes amasijos de confusiones, por la buena y suficiente razón de que la esencia o fundamento de lo que llamamos valor en cambio no reside en manera alguna en la cambiabilidad, sino en algo de que nace esa cambiabilidad: la fatiga y molestias inherentes al esfuerzo.

Permitidme probar, aunque sea a grandes rasgos, esto en el capítulo siguiente, porque en esta determinación del significado de un vocablo, se entrañan las más vitales y trascendentes derivaciones económicas.




ArribaAbajoCapítulo XII

El valor en cambio se refiere realmente al trabajo


Exponiendo que el valor no proviene de la cambiabilidad, sino la cambiabilidad del valor, el cual es una expresión del ahorro de trabajo implicado por su posesión

Raíz de la suposición de que la suma de valores no puede aumentar o disminuir.-La idea fundamental de proporción.-No podemos realmente concebir el valor de este modo.-La Confusión que nos produciría el imaginarlo.-La tácita suposición y la resistencia a examinar el contenido de la noción corriente.-Un experimento imaginativo demuestra que el valor se refiere al trabajo.-Hechos comunes que prueban esto.-El supuesto corriente, un sofisma de intermedios inclasificados.-Varios sentidos de «trabajo». -Esfuerzo positivo y esfuerzo negativo.-Reconstitución de la proposición referente al valor.-Del deseo y de su medida.-Relación causal del valor con la cambiabilidad.-Experimento imaginativo que demuestra cómo puede existir el valor donde el cambio es imposible.-Valor y expresión de esfuerzo ahorrado.

En el supuesto de que valor económico no es meramente lo que hemos encontrado cómodo llamar valor en cambio, sino que en realidad es cambiabilidad -una cualidad del poder por el cual el propietario de una cosa valiosa puede, transfiriendo su propiedad a cualquier otro, obtener de éste, por una transferencia análoga, la propiedad de otra cosa valiosa- el valor es considerado como procedente del valor y existiendo en un círculo del cual cada parte tiene que tener una relación de proporción o miembro con las demás partes. Es esto lo que da una apariencia axiomática a la proposición de que, aunque puede haber aumento o disminución en algunos valores, esto siempre ha de implicar disminución o aumento inversos en algunos otros valores, y de aquí que el aumento o disminución de todos los valores o de la suma de valores es imposible. Si valor es realmente una relación de proporción, esto, en verdad, es evidente por sí mismo.

Pero ¿es el valor realmente una relación de proporción o miembro? ¿Cuál es la idea fundamental de proporción o de miembro? ¿No es la de relación de las partes de un conjunto a ese conjunto? Cuando nosotros usamos una frase como esta: «un octavo», significamos la relación de una parte representada por una de las ocho iguales porciones de un todo representado por la unidad. Cuando decimos diez por ciento, significamos la relación de una parte representada por diez de cien porciones iguales de un conjunto representado por cien. Así la validez de proposiciones como 1/8 + 1/8 = 1/4; 0'153 + 0'147 = 3; ó 4 : 8 :: 6 : 12; ó 5% + 4% = 9%, depende de las relaciones de la proporciones indicadas con un conjunto o totalidad que es la suma de todas las proporciones posibles. Que no pueden aumentar o disminuir todas las proporciones, se sigue del axioma de que un conjunto es igual a la suma de sus partes.

Pero si el valor es una relación de proporción o miembro ¿cuál es el conjunto que supone? ¿Cómo expresaremos esta totalidad? O ¿por qué cálculos fijaremos las relaciones de sus partes, los innumerables y continuamente cambiantes artículos de valor? ¿No podríamos lo mismo tratar de pensar o expresar la relación de cada uno de los cabellos de nuestra cabeza con la suma de los cabellos en todas las cabezas de la Humanidad?

La verdad es que no podemos concebir el valor de esta manera, ni realmente tratamos de hacerlo, y la más ingeniosa y complicada de las tentativas hechas para dar algo parecido a un cimiento sólido y coherencia lógica a la teoría dominante de que el valor no es en realidad más que la cambiabilidad, sólo ha conseguido mostrar más claramente su completa impotencia. Así, la última y más trabajada de estas tentativas, la de la escuela austriaca o psicológica, que en los años recientes ha sido tan generalmente aceptada en las Universidades y Colegios de los Estados Unidos y de Inglaterra, y que deriva el valor de lo que ella denomina «utilidad marginal», es un intento de emular en los razonamientos económicos las fábulas contadas por los juglares de las Indias Orientales, que lanzando un ovillo al aire, cogen con él un hilo más recio, después un cable y, finalmente, una escala por la cual ascienden hasta perderse de vista y después bajan otra vez.

Porque cualquiera que camine al través de las perplejidades de su razonamiento, encontrará que los adeptos de esta escuela derivan el valor del lingote de hierro, por ejemplo, y aun del mineral de hierro en la vena, del deseo de los consumidores para pagar por un más alto y más trabajado producto, en cuya producción entra el hierro, derivándose este deseo de una mental estima por parte de los consumidores de la utilidad de esos productos para ellos. Así, tan sencillamente como en las fábulas de los juglares indios es ignorada la ley de la gravitación, aquéllos ignoran la ley que en la Economía Política es lo que la de gravitación en la física, la ley de que los hombres buscan la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo, una ley de la cual procede el hecho universal de que en el cambio nadie pagará por una cosa más de lo que se vea obligado a pagar.

Los minuciosos intentos para eslabonar el valor con la utilidad y la utilidad con el deseo individual o percepción, para encontrar una base a la idea de valor, sólo demuestra que no hay fundamento en la suposición de que el valor procede de la cambiabilidad, y de que sólo puede ser relativo a otros valores. La plausibilidad de esta suposición procede de la confusión en el uso de una sencilla palabra.

De todas las palabras de uso vulgar que hay en el idioma inglés, la palabra thing (cosa) es la más amplia. Incluye cuanto puede ser objeto del pensamiento, un átomo o un universo; un hecho o una quimera; lo que viene a la conciencia a través de los sentidos y lo que puebla y construye nuestros sueños; lo que el análisis no puede separar más y lo que no tiene más coherencia que un hábito verbal o un error. Pero algunas veces olvidamos esta comprensibilidad de la palabra o no la tenemos bastante presente en el pensamiento y usamos frases como «todas las cosas» o «cualquier cosa», cuando realmente sólo tenemos en el pensamiento cosas de una clase determinada.

Cuando nosotros deseamos probar la proposición de que el valor es una relación de cambiabilidad entre cosas valuables, usualmente procedemos a hacer un experimento mental con unas pocas cosas valuables, porque sería imposible hacerlo con todas y fastidioso el intentarlo. Las cosas escogidas para este experimento suelen ser, como el examen y la observación muestran y como es evidente en los escritos de los economistas, las conocidas más generalmente y las más comúnmente cambiadas, trocando lo particular en general cuando es menester, por medio de la fórmula, expresa o implícita, «y otras cosas valuables». Así, por ejemplo, imaginamos el dinero, o lo más extensamente conocido como representación del dinero, una moneda de oro, y nos decimos:

«He aquí una moneda de oro. ¿Por qué tiene valor? Porque puede ser cambiada por trigo, quincalla, artículos de algodón y otras cosas valiosas. Si no pudiera ser cambiada por ellas no tendría valor, y la medida de su valor es el valor del trigo, la quincalla, los artículos de algodón y demás cosas por las que puede cambiarse. Si la relación de cambiabilidad se altera de modo que por la misma pieza de oro se pueda obtener más trigo, quincalla, artículos de algodón y otras cosas valuables, el valor del oro sube y el de las otras cosas valuables baja. Si la relación de cambiabilidad se altera de modo que la pieza de oro se cambie por menor cantidad de dichas cosas, el valor del oro cae y el de las otras cosas sube. Así nosotros trocamos el punto de vista del examen, tomando a su vez el trigo, la quincalla o los artículos de algodón, como representativos de un particular ejemplo de valor y el oro como representación de las demás cosas valuables, y viendo que su valor depende de la relación de cambio de la misma manera que el del oro en nuestro primer experimento deducimos que el valor es verdaderamente una relación de cambiabilidad y que ésta es su principio y su fin.

Así, que el valor depende del valor, y nace del valor y sólo puede ser medido por el valor -esto es, por la selección de algún particular artículo que tenga valor, con el cual puede ser medido relativamente y empíricamente el valor de los demás artículos,- nos parece perfectamente claro, y aceptamos la doctrina de que no puede haber aumento o disminución general en los valores como una nueva aplicación del axioma de que un conjunto es igual a la suma de sus partes, y consecuentemente que todas sus partes no pueden jamás aumentar ni disminuir al mismo tiempo. El habitual uso del dinero como una común medida del valor, contribuye a impedir la comprobación del hecho de que estamos razonando dentro de un círculo vicioso.

Creo haber expresado correctamente el curso del razonamiento que hace tan plausible el derivar de la cambialidad el valor. Naturalmente, no quiero decir que nunca se haya tomado en cuenta el trabajo. A menudo es mencionado expresamente y siempre es incluido como cosa valuable en la categoría de cosas valuables o cambiables. Pero el peso de este análisis se hace reposar siempre sobre cosas como las que he citado, cosas resultantes del esfuerzo del trabajo; mientras que se pasa muy ligeramente sobre el trabajo incluyéndolo en las otras «cosas valuables» y sin que la atención se fije nunca en él.

Además, me inclino a pensar que siempre acecha en este análisis -que en realidad es un examen del valor relativo de los productos del trabajo,- el tácito supuesto de que la cantidad de las cosas valuables (consideradas como producto del trabajo) existentes en el preciso momento del examen es una cantidad fija, de modo que no puede haber cambio entre aquéllos que poseen cosas valuables (esto es, productos del trabajo) y aquéllos que poseen cosas no valuables (esto es, que no son productos del trabajo). Este es, a mi juicio, el caso aun allí donde se da al valor del trabajo un lugar en la categoría de los valores considerados, porque lo que reputados economistas, desde Smith, han llamado el «valor del trabajo», es en realidad el valor de los productos del trabajo pagado a los trabajadores en salarios que, habitualmente, se ha supuesto que proceden de una cantidad fija en un momento dado: capital. Y, por otra parte, ha sido impedido todo riguroso análisis de la naturaleza del valor por la universal disposición de los economistas, indiscutida realmente hasta que se publicó Progreso y miseria, a no desentrañar la naturaleza del valor de la tierra, y suponer prácticamente, lo cual en realidad es el supuesto general, que es del mismo origen que el valor atribuido a cosas como oro, trigo, quincalla, artículos de algodón, o análogos productos del trabajo.

Que se necesitan dos para hacer un cambio, tan exactamente como «es menester dos para pelearse», es claro. Pero que el valor en las manos de una persona no entraña necesariamente, como implícita o expresamente se enseña en las obras de Economía, la existencia de valor en las manos de otros, puede verse por otro experimento imaginativo.

Imaginemos alguna remota y todavía no descubierta isla, donde los hombres viven aún como, según el relato bíblico, vivían nuestros primeros padres antes del pecado, tomando su alimento de los inexhaustos árboles, apagando su sed en amplias y adecuadas fuentes, durmiendo envueltos por el aire embalsamado y sin sospecha de vestido ni siquiera delantales de hoja de higuera. El poder de trabajar lo poseerían, naturalmente, como Adán y Eva lo poseían desde el principio; pero del esfuerzo en sí mismo y de las fatigas que implica, podemos imaginarlos tan ignorantes como Adán y Eva se supone que se hallaban en su primer estado. En esta isla, claramente, no habría valor. Sin embargo, si se llevaran allí artículos valuables ¿perderían necesariamente su valor? ¿No podrían ser adquiridos éstos más que por donativo y no sería posible cambiarlos?

Imaginemos ahora que un barco conteniendo mercancías tales que tentaran el deseo de una gente primitiva, llegara a la vista de esa Isla y anclara. ¿Sería imposible el cambio entre la gente del barco y los isleños por carecer éstos de algo que tuviera valor? De ninguna manera. Aunque no bastara otra cosa, el ofrecimiento de brillantes vestidos y espejos tentaría seguramente a las Evas si no también a los Adanes, y aunque no lo hubieran ejercitado nunca antes, los isleños ejercitarían su facultad de trabajar para colmar el barco de frutos, nueces, o conchas o cualesquiera otros productos naturales de la isla que su esfuerzo pudiera procurarles, o para remar hasta la playa de manera que se pudiera calafatear, o llenando y transportando sus pipas de agua. Nada de valor había en la Isla antes de que llegara el barco. Sin embargo, los cambios que realizados de este modo se verificarían dando valor a cambio de valor; por parte de los isleños el valor, que antes no existía, vendría a la existencia por la conversión de su poder de trabajo al través del esfuerzo en riqueza o servicios. Habría así lo que muchos de nuestros economistas dicen que es imposible, un general aumento de valores. Aun cuando supusiéramos que los isleños tornasen a su primer fácil modo de vivir cuando sus visitantes partiesen, todavía subsistirían en la isla, donde antes no había valor, algunas cosas con valor, y este valor permanecería adherido a dichas cosas hasta que fueran destruidas, o mientras tanto que el deseo que incitó a algunos de los isleños a dar trabajo en cambio de ellas permaneciera. Por otra parte, el valor que el barco condujera no sería ciertamente menor que el valor que contenía a la llegada, y muy probablemente sería mucho mayor.

Esto ilustra la manera de originarse el valor que se adhiere al mayor número de las cosas valuables. No quiero decir que este sea el camino por donde hizo su primera aparición el valor entre los hombres, sino que es el procedimiento que ahora origina el valor adscripto a lo que se llama propiamente artículos de riqueza. No quiero decir, como Adam Smith dijo, que «toda la riqueza del mundo fue originalmente adquirida por el trabajo»; quiero decir que es, por el trabajo, por lo que ahora se adquiere.

Nada, en verdad, puede ser más claro que esto. Aun en el más rico de los países civilizados, los últimos compradores de la mayor masa de cosas valuables no son aquéllos que tienen en depósito las cosas valuables que pueden dar en cambio. La mayoría de la gente de toda sociedad civilizada está compuesta por lo que llamamos clases trabajadoras, que viven casi literalmente de la mano a la boca, y que tienen en poder suyo, de una vez, poca o prácticamente ninguna riqueza. Sin embargo, ellos son los compradores de la gran masa de artículos de valor. ¿De dónde viene el valor que ellos cambian por el valor que ya está en forma concreta? ¿No proviene de la conversión de su poder de trabajo, al través del esfuerzo, en valor? ¿No es el cambio que constantemente se está realizando, cambio de la potencialidad de trabajo o poder de trabajo bruto, por poder de trabajo que mediante esa transferencia se ha convertido ya en valor? En frase vulgar, cambian su trabajo por mercancías.

¿Cómo se concilia este hecho -el hecho de que la gran masa de cosas valuables pasa a las manos de aquéllos que no tienen valor que dar por ellas salvo en cuanto hacen valioso lo que antes carecía de valor, y son consumidas por ellos, comiéndoselas, bebiéndoselas, quemándolas o gastándolas,- con la teoría de que el valor es una relación de cambiabilidad entre cosas valuables y que no puede haber general aumento o decrecimiento de valores? ¿No es enteramente falsa la teoría? ¿No tiene que haber un constante aumento de valores que compense la constante destrucción de valor y que, a pesar de ésta, permita el crecimiento del conjunto de valores que vemos efectuarse en los países progresivos? ¿Y en los tiempos en que la capacidad para convertir el trabajo en valores está refrenado por lo que llamamos paro forzoso, y gran número de trabajadores están ociosos no hay claramente una disminución de la suma de valor, un general decrecimiento en los valores, comparada con los tiempos en que hay lo que llamamos «abundancia de trabajo» y la gran mayoría de ellos está trabajando, convirtiendo en valor su poder de trabajo por medio del esfuerzo?

La verdad es que las teorías corrientes sobre el valor han nacido de los esfuerzos de hombres inteligentes para dar una apariencia de lógica a enseñanzas levantadas sobre fundamentales incoherencias. Permitidme señalar lo que la hace plausible, la falacia que la inclusión del trabajo entre «las demás cosas valuables» implica, cuando el verdadero punto esencial del análisis está en los relativos valores de cosas como oro, trigo, quincalla o artículos de algodón, cosas que son productos del trabajo. Es un error que nuestra costumbre de hablar de compra, venta y cambio de trabajo, y nuestra costumbre de pensar acerca del valor del trabajo como pensamos del valor del oro, del trigo, de la quincalla o de los artículos de algodón, sustrae a nuestra atención, pero que en realidad es un error del género, denominado por los viejos lógicos «el error de los intermedios inclasificados».

Venimos a otro ejemplo del cuidado en el uso de los vocablos necesario en Economía Política. Por la palabra «trabajo» significamos unas veces el poder de trabajar, como cuando hablamos del esfuerzo del trabajo, o del trabajo ocioso o despilfarrado. Otras veces significamos el acto de trabajar, como cuando hablamos de las molestias o fatigas del trabajo, o de los resultados o productos de él. Otras veces significamos los resultados del trabajo, como ocurre en la mayoría o en todos los ejemplos en que hablamos de comprar, vender o cambiar trabajo, cuando la verdadera cosa comprada, vendida o cambiada, es el resultado del trabajo, esto es, riqueza o servicios. Y otras veces, finalmente, significamos las personas que hacen el trabajo, o las personas que tienen el poder o el deseo de trabajar.

Es claro que el trabajo, en la primera de las mencionadas acepciones de la palabra, la de poder o capacidad de trabajar, no es una cosa cambiable y no puede entrar en una categoría de valores. Reside en el cuerpo del individuo y no puede ser tomada de este cuerpo y transferida o otro más de lo que podría serlo la vista o el oído, la prudencia, el valor o el saber. Yo puedo aprovecharme del saber de otros, de su valor o de su prudencia, de su oído o de su vista, induciéndolo a que los ejercite en mi beneficio, y también puedo aprovecharme de la capacidad del trabajo de otro, persuadiéndole a que la emplee en mi servicio o a que produzca cosas. Pero, para mí, el poder de trabajar, ni él puede darlo, ni yo recibirlo. Son los resultados de su ejercicio lo que puede ser transferido; pero el poder en sí mismo es intransferible, y, por consecuencia, incambiable.

Ahora bien, el no guardar en la mente estos diferentes sentidos de la palabra trabajo, el no distribuir el vocablo, como los lógicos dirían, tuerce la indagación acerca de si la causa del valor se encuentra en el trabajo. Porque desde el momento en que se piensa del trabajo en algunos sentidos como algo que tiene valor en cambio, el vocablo, sin distinguir entre sus varias acepciones, está en disposición de pasar en nuestro pensamiento a la categoría de las cosas cambiables por oro, trigo, quincalla o artículos de algodón u «otros productos del trabajo»; y así se engendra inconscientemente el problema.

Pero cuando comprobamos que en cualquiera otro sentido de la palabra podemos decir que el trabajo es una cosa valuable, debemos excluir cuidadosamente la acepción de poder de trabajo o capacidad para trabajar, y se esclarece una confusión que ha hecho de la busca de la verdadera naturaleza de lo que llamamos valor en cambio, un estéril círculo vicioso. Porque desde el momento en que no existe valor en el poder del trabajo, sino que este valor aparece cuando el poder toma forma tangible mediante el esfuerzo, la relación fundamental del valor tiene que ser una relación con el esfuerzo.

Pero una relación con el esfuerzo, ¿en qué sentido? ¿Una relación positiva con el esfuerzo o una relación negativa?

Supongamos que cambio oro por plata. En esto doy algo positivamente, y recibo algo positivamente. Entrego oro y adquiero plata. La otra parte entrega plata y adquiere oro. Pero, cuando cambio oro por esfuerzo o fatiga, ¿entrego oro y adquiero fatiga, y el otro pierde fatiga y adquiere oro? Claramente no. Ninguno necesita esfuerzo o fatiga; todos necesitamos quedarnos sin ella. No es esfuerzo, en un sentido positivo, el objeto del cambio, sino esfuerzo en un sentido negativo; no es esfuerzo dado o impuesto, sino esfuerzo ahorrado o esquivado; o, para usar la forma algebraica, la relación de la cualidad de valor no es más esfuerzo, sino menos esfuerzo. Valor, en una palabra, es equivalente a la economía de esfuerzo o fatiga, y el valor de una cosa es la suma de fatiga que la posesión de dicha cosa ahorrará a su poseedor, o le permitirá, para usar la frase de Smith, «arrojar sobre otra gente» por medio del cambio. Así, no es la cambiabilidad lo que da valor, sino el valor el que da cambiabilidad. Porque desde el momento en que sólo por el esfuerzo se puede satisfacer los deseos humanos (los apetitos o impulsos que pueden ser satisfechos sin esfuerzo no llegan al grado de deseo), todo lo que puede dispensar a su propietario de la fatiga o molestias del esfuerzo en la satisfacción del deseo, adquiere por ello cambiabilidad.

Formulemos la proposición de otra manera:

La teoría corriente es que cuando una cosa se hace cambiable, y porque se hace cambiable se convierte en valuable. Mi afirmación es que la verdad es precisamente lo contrario, y que cuando una cosa se hace valuable, y porque se hace valuable, viene a ser cambiable.

No es la fatiga y molestias que una cosa ha costado lo que le da valor. Puede haber costado mucho y, sin embargo, no valer nada. Puede no haber costado nada y, sin embargo, valer mucho. Es la fatiga y molestias que otros desean ahora directa o indirectamente ahorrar al propietario de ella, en cambio de esta cosa, proporcionándole las ventajas de los resultados del esfuerzo, al mismo tiempo que le dispensan de la fatiga y molestias que son el acompañamiento necesario del esfuerzo. Que yo haya obtenido un diamante, por ejemplo, mediante años de penosa fatiga o simplemente recogiéndolo del suelo -movimiento que apenas puede ser llamado esfuerzo, puesto que en sí mismo no es más que la satisfacción de una curiosidad que no implica molestias- nada tiene que ver con su valor. Éste depende de la suma de fatiga y molestia que otros se tomaron en beneficio mío a cambio de él; o de la suma de aquéllas de que ellos me dispensarán en la satisfacción de mis deseos, dándome en cambio cosas por las cuales otros padecerán fatiga y molestias.

Lo que puede tenerse sin la fatiga y molestias del esfuerzo carece de valor. Aquello, con respecto a lo cual el deseo de poseerlo no es bastante fuerte para inducir a la fatiga y molestias del esfuerzo, tampoco tiene valor. Pero toda cosa valiosa tiene este valor, sólo dónde, cuándo y en el grado en que su posesión satisfará por medio del cambio sin esfuerzo por parte del poseedor, un deseo que impela al esfuerzo.

En otras palabras, el valor de una cosa es la suma de trabajo y obra que su posesión ahorrará al poseedor.

El deseo en sí mismo, que es el estímulo del esfuerzo, no puede ser medido, como la más reciente escuela de pseudos economistas intenta vanamente medirlo. Es una cualidad o afecto del espíritu o Yo individual que, siendo en su naturaleza subjetivo, no puede ser medido objetivamente hasta que pasa, mediante la acción, al campo de la existencia objetiva. Aun en el individuo no es una cualidad o afecto fijo, sino que se parece más a la iluminación producida por una movible linterna, que cuando cae sobre un objeto en el paisaje enfocado deja a otro en la sombra. Todo lo que podemos decir de ello es que tiene una cierta escala u orden de aparición, de modo que cuando los más primitivos deseos que llamamos necesidades o apetitos son satisfechos, otros deseos aparecen; o cuando aquéllos se vuelven a encender, otros desaparecen.

Pero el deseo impele a la acción como lo que llamamos energía o fuerza impele al movimiento. Y así como no podemos medir el deseo en sí mismo más de lo que podemos medir la fuerza en sí misma, podemos medir aquél de la misma manera que medimos la energía o fuerza: por la resistencia que vencerá. Ahora bien, de igual modo que la resistencia al movimiento es inercia, probablemente resoluble en gravitación y afinidades químicas, así la resistencia a la satisfacción del deseo es la fatiga y molestias del esfuerzo. Esto es lo expresado y medido por los valores.

Repitámoslo: desde el momento en que el deseo de satisfacciones materiales es universal entre los hombres, y que el único medio de obtener de la Naturaleza esas satisfacciones es el esfuerzo, que los hombres tratan siempre de esquivar, todo lo que satisfaga el deseo sin obligar al esfuerzo, es, por esta razón, deseado en sí mismo, no por sus usos, sino porque proporciona los medios de satisfacer otros deseos y así se convierte en cambiable donde quiera que la existencia de otros que no sean su dueño haga posible el cambio. Normalmente, al menos, valor y cambiabilidad están así siempre asociados y son aparentemente idénticos. Pero en la relación causal el valor viene primero. Es decir, que no es cierto, como los economistas han enseñado erróneamente desde el tiempo de Adam Smith, que una cosa vale porque es cambiable. Por el contrario, es cambiable porque vale. El cambio es de hecho la mutua transferencia de valores. De todas las restantes cualidades de las cosas, el valor es la única cualidad que el cambio toma en cuenta.

Un ligero empleo de un experimento imaginativo esclarecerá que lo que llamamos valor en cambio, no depende, en realidad, de la cambiabilidad, sino que puede existir cuando el cambio es imposible.

Robinson Crusoe, durante su período de aislamiento, no podía hacer cambio porque no había nadie con quien pudiera cambiar, y sólo la esperanza de ser alguna vez descubierto y salvado, pudo impelerle a recoger sus conchas de nácar. Sin embargo, aunque esta esperanza se debilitó, no es cierto que su estimación de las diferentes cosas que poseía estuviera enteramente fundada sobre su utilidad para él, y que él no percibiera la relación que nosotros llamamos valor en cambio. Aun cuando la esperanza de ser salvado alguna vez hubiera desaparecido enteramente de su pensamiento, algo esencialmente igual al valor en cambio se introduciría en su pensamiento por la duda de si obtener o economizar una de dos o más cosas. De varias cosas igualmente útiles para él que pudiera encontrar en los restos de su barco o en la playa en condiciones que solo le permitieran procurarse una, o de varias cosas igualmente útiles para él que estuvieran amenazadas por un diluvio o una incursión de salvajes, es evidente que «almacenaría» aquélla cuyo reemplazo representara para él un mayor esfuerzo. Así, en una isla tropical, su estimación de una cantidad de harina que sólo podía reemplazar cultivando, cosechando y moliendo el grano, sería mucho mayor que la de una igual cantidad de plátanos que podría reemplazar sólo con recogerlos y transportarlos; pero en una isla más al Norte esta estimación de valor relativo sería invertida.

Y del mismo modo todas las cosas que para obtenerlas o conservarlas le impusieran fatiga asumirían en su espíritu una relación de valor distinta e independiente de su utilidad, una relación fundada sobre el mayor o menor esfuerzo que su posesión le permitiera ahorrarse en la satisfacción de sus deseos.

Esta relación es la que reside en el origen del valor en sentido económico o valor en cambio. En último análisis, el valor no es más que una expresión del esfuerzo ahorrado.

Para resumir:

Valor en cambio, o valor en el sentido económico, es el precio del esfuerzo. Es la cualidad adscrita a la propiedad de las cosas de dispensar del esfuerzo necesario para conseguir la satisfacción del deseo induciendo a otros a realizarlo. Las cosas valen en proporción a la suma de esfuerzo de que se dispondrá cambiándolas; y serán cambiadas unas por otras en esa proporción.

El valor de una cosa en un tiempo y lugar dados es la mayor suma de esfuerzo que alguien dará a cambio de ella. Pero como los hombres procuran siempre satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo, éste es la menor cantidad de él por el cual puede obtenerse una cosa análoga por otro procedimiento.

Mas aunque valor significa siempre la misma cualidad, la de disponer de esfuerzo en la satisfacción del deseo, hay, sin embargo, varias fuentes de las cuales proviene esta cualidad. Pueden ser ampliamente divididas en dos: el que nace de la fatiga y molestias implicadas por la producción y el que se origina en la obligación de padecer fatiga y molestias en beneficio de otro. El no tomar en cuenta esta diferencia en las fuentes del valor es causa de gran perplejidad.




ArribaAbajoCapítulo XIII

El denominador del valor


Exponiendo lo que es valor y sus relaciones

Qué es valor.-La prueba del valor real.-El valor referido sólo al deseo humano.-Esta percepción es la raíz de la escuela austriaca.-Pero su medida tiene que ser objetiva.-De qué manera el coste de producción actúa como medida del valor.-Deseo de cosas análogas y de cosas esenciales.-Aplicación de este principio.-Su relación con el valor de la tierra.

Valor en el sentido económico o valor en cambio es, como hemos visto, precio de cambio. Es una cualidad adherida a la propiedad de las cosas de dispensar del esfuerzo necesario para conseguir la satisfacción del deseo induciendo a otros a que lo realicen a cambio de aquéllas. Las cosas valen en proporción a la suma de esfuerzo de que permitirán disponer, y se cambiarán entre sí en esta proporción.

El valor de una cosa, en cualquier tiempo y lugar, es pues, la mayor suma de esfuerzo que alguien dará en cambio de ella, y puesto que los hombres procuran satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo, éste es, o siempre tenderá a ser, la menor cantidad de él por la que tal cosa puede ser obtenida de otro modo.

Naturalmente, esto no es decir que su valor es cualquier cosa por la cual se cambie. En transacciones individuales y singularmente desusadas, el punto en que cualquier particular cambio se realiza puede variar considerablemente. pero que nuestra idea de valor supone un punto normal y que este punto realmente existe, puede verse en el lenguaje vulgar. Así hablamos frecuentemente del cambio de cierta cosa que ha sido comprada por menos o por más de su valor. Ahora bien, en esto, a que nos referimos como a un real o verdadero valor, distinto en la hipótesis del valor en el cambio particular, significamos algo más concreto que el valor acostumbrado o habitual, porque éste, como en nuestros tiempos vemos, está sujeto, con respecto a cosas particulares, a considerables y no infrecuentes cambios. Lo que verdaderamente significamos por este valor real y lo que es su verdadera prueba, lo indicamos cuando intentamos demostrar que una cosa ha sido cambiada por más o menos de su valor. Decimos que una cosa ha sido cambiada por menos de su valor, porque alguien daría más por ella. O que una cosa lo ha sido por más de su valor porque alguien hubiera dado la misma cosa con remuneración menor. Y así, de lo que nosotros juzgamos el punto del valor real, o actual equivalencia, hablamos como de valor en el mercado, de la vieja idea del mercado o lugar de reunión de aquéllos que desean hacer cambios y en donde la competencia o los regateos del mercado alcanzan la más alta demanda o la más alta oferta en las transacciones mercantiles. Y cuando deseamos precisar el valor exacto de una cosa, la ofrecemos en subasta o de cualquier otro modo la sujetamos a ofertas competidoras.

Así digo justificadamente que el valor de una cosa en un tiempo y lugar es la mayor suma de esfuerzo que alguien dará en cambio de ella, o, para estimarlo en otro aspecto, que es la menor suma de esfuerzo por la cual alguien la enajenará.

El valor es así una expresión que, cuando se la usa en su propio sentido económico de valor en cambio, no tiene relación directa con ninguna cualidad intrínseca de las cosas exteriores, sino sólo con los deseos del hombre. Su elemento esencial es subjetivo, no objetivo; es decir, reside en el pensamiento o espíritu del hombre y no en la naturaleza de las cosas externas al espíritu o pensamiento humanos. No hay testimonio material del valor. Si una cosa es valuable o no, o cual es su grado de valor, no podemos decirlo realmente por sus dimensiones, forma, color u olor, ni por ninguna otra cualidad material, excepto en la medida en que tales circunstancias nos permitan inferir en cuanto pueden otros hombres estimarla. Porque el punto de equivalencia o ecuación que nosotros expresamos o presumimos cuando hablamos del valor de una cosa es un punto en que el deseo de obtenerla, en un espíritu, contrabalancea en sus efectos sobre la acción el deseo de retener, en otro espíritu, de tal modo que la cosa misma pueda pasar en cambio desde la posesión de un hombre al poder de otro por mutuo consentimiento.

Ahora bien, el hecho de que la percepción del valor nace de un sentimiento del hombre y no tiene en su raíz relación ninguna con el mundo externo -hecho que ha sido muy ignorado en los tratados y exposiciones de economistas prestigiosos,- es lo que yace en el fondo de las grotescas confusiones que, bajo el nombre de escuela austriaca de Economía Política, se han apoderado tan fácilmente en los últimos años de la enseñanza en la mayoría de las Universidades y Colegios del mundo de lengua inglesa.

Sintiendo vagamente que hay algún error en la teoría aceptada del valor, han tomado la verdad de que el valor no es una cualidad de las cosas sino una afección del espíritu humano por las cosas, e intentado, a riesgo de fatales consecuencias para los antiguos hitos del idioma inglés, definir, clasificar y medir el valor por medio de lo que es y siempre será lo subjetivo, es decir, perteneciente al Yo individual.

El defecto de todo ello es que principian por un final equivocado. Lo subjetivo es en sí mismo incomunicable. Un sentimiento, mientras subsiste meramente como sentimiento, sólo puede ser conocido y medido por quien lo siente. Tiene que venir de alguna manera a lo objetivo al través de la acción, para que otro pueda apreciarlo o medirlo de algún modo. Aun cuando nosotros mismos podamos medir la fuerza de un deseo, mientras es meramente sentimiento, no podemos hacer que nadie lo entienda adecuadamente hasta mostrarlo en sí mismo por la acción.

El valor tiene, naturalmente, su origen en el sentimiento del deseo. Pero la única medida del deseo que puede darse es pariente del bárbaro y rápido modo de medir penas, que en un funeral proponía un hombre, diciendo: «Compadezco a la viuda hasta cinco dólares; ¿cuánto es el resto de compasión que a usted le queda? «Ahora bien, lo que el valor determina no es cuánto se desea una cosa, sino cuánto quiere dar más alguien por ella; no el deseo en sí mismo, sino lo que los antiguos economistas han llamado demanda efectiva: es decir, el deseo de poseer, acompañado por la capacidad y voluntad de dar en pago.

Así es que no hay otra medida del valor entre los hombres que la competencia o el regateo del mercado, punto que merece ser tomado en consideración por aquellos bondadosos reformadores que tan ligeramente proponen abolir la competencia.

No es nunca la suma de trabajo empleado para producir una cosa lo que determina su valor, sino que lo es siempre la suma de trabajo que se dará en cambio de ella. Sin embargo, hablamos propiamente del valor de ciertas cosas como determinado por el coste de producción. Pero el coste de producción a que nos referimos, no es el gasto de trabajo empleado en producir la cosa idéntica, sino el gasto de trabajo que ahora sería necesario para producir una cosa análoga: no lo que ha costado la cosa misma, sino lo que costaría ahora una cosa igual.

El deseo de obtener que induce a los hombres a sufrir la fatiga es, salvo raros casos, no el deseo de una cosa idéntica, sino el de una cosa análoga. Así, un deseo de trigo no es un deseo de ciertos particulares granos de trigo sino un deseo de trigo en general o de trigo de cierta clase. Así, un deseo de vestidos, de cuchillos, de vasos, etc., es, salvo en muy raros casos, no un deseo de determinadas cosas particulares idénticas, sino un deseo de cosas análogas. Ahora bien, el valor de una cosa en un tiempo y lugar dados es la mayor suma de trabajo que alguien dará (o hará que otros den) en cambio de ella. Pero como los hombres siempre buscan la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo, la mayor suma de trabajo que alguien dará por una cosa análoga en cualquier tiempo y lugar, tiende siempre a ser la menor suma de trabajo por la cual tal cosa puede ser obtenida de otro modo.

Así, el punto de ecuación entre deseo y satisfacción, o como usualmente decimos, entre demanda y oferta, tiende en el caso de artículos que pueden ser producidos por el trabajo al coste de producción, es decir, no lo que ha costado la producción de la cosa sino el coste actual de la producción de cosas semejantes. Permaneciendo el deseo, cualquier aumento en la suma del trabajo que ha de ser empleado para obtener cosas análogas, fabricándolas, tiende a aumentar el valor de las cosas existentes, y cuanto tiende a disminuir el coste por el que se obtienen cosas semejantes haciéndolas, tenderá a deprimir el valor de las cosas existentes.

Pero hay algunos casos en que el deseo de un producto del trabajo no es deseo de cosas análogas, sino de una cosa particular y determinada. Así, cuando aquel gran genio y gran pícaro Sir Walter Scott se llevó un vaso para vino en el que Jorge IV había bebido, fue para satisfacer un deseo, no de un vaso semejante, sino de aquel particular vaso que había sido honrado con los labios de la realeza. Cuando tal deseo es sentido sólo por una persona o una unidad económica, como cuando yo o mi familia apreciamos una silla, una mesa o un libro que perteneció en un tiempo a alguien a quien amamos, nuestra valuación es análoga al valor en uso y no afecta a su valor económico o valor en cambio, salvo acaso porque nos haga repugnar el separarnos de él por su verdadero valor en cambio. Pero cuando más de una persona o unidad tienen ese deseo, que es el caso cuando la posesión de un objeto determinado constituye lujo, adquiere un valor en cambio que no está limitado por el coste de producción de una cosa similar. Así, un cuadro original de un maestro muerto o un ejemplar auténtico de la antigua edición de un libro, que ahora no puede ser reproducido idénticamente por ninguna suma de esfuerzo, puede tener un valor no limitado por el coste de producción, y elevarse al punto a que el sentimiento o el lujo lleven al deseo.

Los casos que he expuesto para ilustrar el principio, tienen sólo pequeña aplicación práctica, aunque están llamando continuamente la atención y toda teoría del valor debe comprenderlos. Pero el principio mismo tiene las más amplias y las más importantes aplicaciones que rápidamente crecen en importancia con el desarrollo de la civilización. El valor adherido a la tierra con el desenvolvimiento de la civilización es un ejemplo del mismo principio que rige en el caso de un cuadro de Rafael o Rubens, o de un mármol de Elgin. La tierra, que en sentido económico abarca todos los elementos naturales para la vida, no tiene coste de producción. Estaba aquí antes de que el hombre viniera, y aquí continuará en cuanto nosotros podemos prever después de que aquél se haya ido. No es producida. Fue creada.

Y fue creada y todavía existe en tal abundancia, que aun ahora excede mucho de la disposición y poder del género humano para usarla. La tierra, en cuanto tierra, o tierra en general -elemento natural necesario para la vida humana y la producción,- no tiene más valor que el aire como aire. Pero la tierra en especial, esto es, la tierra de una particular clase o en una particular localidad, puede tener un valor tal como el que atribuimos a un particular vaso de vino o a un particular cuadro o estatua; un valor que, no refrenado por la posibilidad de producción, no tiene otro límite que la fuerza del deseo de poseerla.

Esta adscripción de valor a la tierra en especial es decir, tierra en localidades particulares con respecto a la población no es solamente uno de los más salientes rasgos del progreso de la moderna civilización, sino que es, como demostraré después, una consecuencia de la civilización, comprendida enteramente dentro del orden natural y que proporciona, acaso, la prueba más concluyente de que el designio de este orden es la igualdad de los hombres. Si es llevado por justas leyes civiles hacia su natural desenvolvimiento, la fuerza del deseo de usar tierra particular no puede nunca convertirse en deseo de usar tierra en general, y jamás puede llegar hasta el punto de deprimir los salarios compeliendo a los trabajadores a dar por el uso de la tierra una parte de lo que es la natural y justa ganancia de su trabajo. Pero donde la tierra está monopolizada y la salida de la población hacia tierras no monopolizadas es obstruida por restricciones legales o condiciones sociales, el deseo de usar tierra particular puede fundarse sobre el deseo de usar tierra en general o tierra como elemento natural, y su fuerza, medida del único modo que podemos medir la fuerza de un deseo, por la voluntariedad a padecer fatiga y molestias por su disfrute, puede llegar a ser, cuando se eleve a su plena expresión, nada menos que la fuerza del deseo por la vida misma, porque la tierra es el indispensable factor previo para la vida, y «todo cuanto el hombre tenga lo dará por su vida».

Pero en todo caso, el valor de la tierra, consistente en la suma de esfuerzo que aquéllos que tienen el poder de dar o rehusar el consentimiento para su uso pueden exigir de aquéllos que deseen usarla, es en su naturaleza una obligación de prestar servicios más bien que un cambio de servicios.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Las dos fuentes del valor


Exponiendo que hay un valor de producción y también un valor de obligación

Valor que no implica aumento de riqueza.-Valor de obligación.-De la esclavitud.-La definición económica de riqueza es imposible sin admitir esta diferencia en el valor.-Confusión de Smith y resultado.-Necesidad de la distinción.-Valor de producción y valor de obligación.-Uno y otro dan la cualidad esencial de disponer de esfuerzo.-La obligación en una deuda.-Otras obligaciones.-El valor de la tierra es el más importante de todas las formas de valor de obligación.-La propiedad de la tierra equivale a la propiedad de los hombres.-Significado común de valor en cambio.-Verdadera relación con el esfuerzo.-El último cambio es por trabajo.-Adam Smith tenía razón. -Claridad que arroja esta teoría del valor.

Llegamos ahora a un punto de mucha importancia. Porque en este capítulo deseo puntualizar el error de que han nacido las confusiones que a tanta perplejidad han llevado a quienes estudian la Economía Política acerca de los términos valor y riqueza.

En la totalidad de las obras de Economía, se supone usualmente, si no invariablemente, que la conversión del poder de trabajo por medio del esfuerzo en servicios o riqueza es el único procedimiento por el que se origina el valor.

Sin embargo, lo que ya hemos visto es bastante para mostrarnos que no es así.

No es el esfuerzo que una cosa ha costado en el tiempo que pasó lo que le da valor, sino el esfuerzo de que su posesión nos dispensará en el tiempo futuro, porque, aun siendo inmediato, estrictamente es futuro. Así, el valor puede ser creado por el mero asentimiento a rendir el esfuerzo, o por la imposición de tales obstáculos a la satisfacción del deseo que se haya de necesitar un mayor esfuerzo para alcanzar dicha satisfacción. De igual modo, el valor de algunas cosas puede ser aumentado o algunas veces producido acaso sin la producción de riqueza efectiva y hasta con la destrucción de verdadera riqueza.

Por ejemplo: yo puedo convenir con otro un cambio, pero sin consumar en presente más que una parte del cambio pleno y sustituyendo la otra parte por un convenio u obligación de completarlo en lo futuro. Es decir, yo puedo dar o recibir cosas que tengan valor actual en cambio de una obligación de entregar trabajo o los resultados o representaciones del trabajo en un tiempo futuro, definido o indefinido. O ambos podemos cambiar obligaciones análogas. Las obligaciones así creadas pueden, y frecuentemente ocurre, suponer, desde luego, valor y hacerse cambiables por esfuerzo o resultados de esfuerzo. O un Gobierno o Compañía de depósito puede emitir obligaciones de la misma clase en forma de bonos o resguardos que pueden desde luego asumir un valor dependiente, como en el caso de un individuo, de la fuerza de la creencia de que las obligaciones serán seguramente redimidas, independientemente de cualquier cálculo de pago u obligación.

En todo esto no hay aumento de riqueza, pero hay creación de valor -un valor que nace de obligación y depende enteramente de la esperanza, pero que, sin embargo, es un valor,- una cantidad cambiable cuya posesión nos permite disponer por medio del cambio de otras cosas valederas.

U otro caso: supongamos que los descubridores de la isla del Edén que hemos imaginado, fuesen del mismo género que los descubridores españoles de América, y en vez de inducir a los isleños a trabajar para ellos, excitando sus deseos de nuevas satisfacciones, los hubieran obligado a trabajar azotándolos o matándolos si rehusaban. Los descubridores hubieran podido llevarse así, como los conquistadores españoles se llevaron, lo que fácilmente, cambiándolo por esfuerzo en otras partes del mundo, tendría allí gran valor: no sólo metales y piedras preciosas, maderas y especias, sino los indígenas mismos. Porque llevándoselos a cualquier país donde la facultad de obligarlos a trabajar fuera transferible por la ley civil estos seres humanos tendrían valor, exactamente como la facultad de exigirles servicios en sus islas nativas lo tendría.

Ahora bien, en la Economía individual, que sólo toma en cuenta las relaciones del individuo con otros individuos, no hay diferencia entre esas dos clases de valor. Que un individuo tenga el poder de exigir esfuerzo de otro, porque él ha aumentado la suma general de cosas, o simplemente porque tiene el poder de exigir a otros esfuerzo, no entraña diferencia para él o para ellos. En ambos casos él obtiene y los otros dan.

Pero en Economía Política, que es la Economía de la sociedad o del conjunto, sí hay gran diferencia. El valor de una clase -el valor que constituye una adición al depósito común- implica una adición a la riqueza de la comunidad o conjunto, y así es riqueza en el sentido económico político. El valor de la otra clase -el valor que consiste simplemente en el poder de un individuo para demandar esfuerzo a otro individuo,- no añade nada al depósito común. Todo su efecto es una nueva distribución de lo que ya existe en el depósito común y, en el sentido económico político, no es riqueza en manera alguna.

En el desenvolvimiento de la Economía Política desde Adam Smith, estas dos y totalmente distintas clases de valor se han confundido en una sola palabra. Smith lo esquivó reconociendo como valor lo que aumenta la riqueza, pero después, con visible descuido, incluyó como valor lo que añade riqueza al individuo pero no añade nada a la riqueza de la sociedad. Esto se enlazó con la idea común de que la riqueza de la sociedad es la suma de la riqueza de los individuos, y permitió que fuese incluido como riqueza económico política todo lo que tenía valor para el individuo. Asociose como riqueza con la disposición de las clases pudientes a dar sanción moral a cuanto constituyera su superioridad, y así ha sido perpetuado por economistas tras economistas.

Pero era imposible considerar como de una y la misma clase al valor que aumenta la riqueza de la sociedad y al valor que no la aumenta, y, a pesar de ello, dar una definición económico política de la riqueza. Este, por consiguiente, ha sido el punto en el cual la Economía Política fundada por Adam Smith ha estado constantemente batida por el oleaje. No podía haber Economía Política sin definir la riqueza, y no se puede definir la riqueza hasta que se ha reconocido una distinción entre las dos clases de valor.

Esta dificultad pudo haber sido esquivada al principio dando a las dos clases de valor nombres separados. Pero la palabra valor se ha usado durante tanto tiempo para ambos que lo mejor que puede hacer la ciencia de la Economía Política ahora es distinguir entre una clase de valor y la otra.

Esto, por consiguiente, es necesario intentarlo. Lo mejor que yo puedo hacer es considerar el valor no como de una, sino como de dos clases.

Por una clara distinción, los varios modos como el valor puede originarse, comprenden: 1.º el valor que viene del ejercicio del trabajo, de modo que ahorre esfuerzo futuro para obtener la satisfacción del deseo, y 2.º el valor que viene de la adquisición de poder por parte de algunos hombres para exigir u obligar al esfuerzo a otros, o lo que es lo mismo, de la imposición de obstáculos a la satisfacción del deseo que hacen necesario más esfuerzo para producir la misma satisfacción.

El valor que nace del primer modo puede denominarse «valor de producción» y el del segundo «valor de obligación», porque la palabra obligación es la mejor que encuentro para expresar todo lo que puede imponer la entrega de esfuerzo sin retorno o pago de esfuerzo.

El valor, en sentido de valor en cambio, el único sentido en que puede usarse propiamente en Economía Política, puesto que éste ha sido fijado ahora por el uso, es de una y la misma cualidad, a la manera que el agua que fluye por el cauce del Nilo o el Mississipi es una y la misma corriente, Pero así como distinguimos las fuentes de estas aguas en Nilo blanco y Nilo azul o el Mississipi alto, el Missouri, el Ohio, etc., así tenemos que distinguir, en cuanto al origen, entre valor de producción y valor de obligación. El mero reconocimiento de que hay tal diferencia en los orígenes del valor hará, por sí mismo, mucho para aclarar la Economía Política, sacándola del obscuro laberinto en que el trabajo de un siglo la ha arrojado al final de la centuria XIX.

Pero al mismo tiempo que se hace esta distinción, debe recordarse que el carácter esencial del valor es siempre el de equivalencia del esfuerzo en la satisfacción del deseo. El valor de una cosa, en una palabra, es la suma de fatiga y molestias que ahorra a su poseedor (como en el caso de Crusoe) o (como en los casos usuales) que otros desean tomarse a cambio de ella. No es necesariamente la fatiga y molestias que el comprador se avenga a padecer por sí propio, sino la fatiga o molestias que él tiene el poder de exigir o inducir a otros a padecer y de que puede, por consiguiente, dispensar al vendedor en el logro de su deseo. Tengan como quiera esta cualidad, ya por valor de producción, ya por valor de obligación, las cosas tienen valor cuando, mientras, y en la medida en que ellas compren la exención de la fatiga y molestias en la obtención del deseo.

Que «deuda es esclavitud», no es sólo una expresión metafórica. Es literalmente verdad en esto: que deuda envuelve, aunque sea en grado limitado, la misma obligación que la esclavitud de dar esfuerzo sin recompensa, como ocurre en la esclavitud. Cuando bajo la forma de cambio yo recibo servicios o mercancías de otro, pidiéndole que aplace el recibo, por su parte, de lo que, según los términos expresos o explícitos de nuestro cambio, había de entregarle en compensación, asumo una obligación, aunque probablemente de alcance determinado y con sanciones limitadas, para entregarle trabajo o los resultados del trabajo, sin ninguna recompensa de su parte en la medida en que se conviene. Tal deuda puede ser una mera deuda de conciencia que aquél no tenga medios de probar, o medios de hacerla efectiva aunque pudiera probarla; o puede ser una mera deuda de honor, que es el nombre que damos a las deudas garantidas por lazos morales pero que las leyes civiles pueden rehusar ayudarnos a cobrar; o pueden ser atestiguadas por otras personas o documentos, o por la entrega de determinadas cosas en prenda; o por el asentimiento de otros a pagarlas, si yo no lo hago, como en el caso de cheques negociables. Pero aunque todo esto puede afectar a la facilidad con que yo pueda disponer de mi obligación para con otro, y del valor que yo pueda obtener en pago de ello, el principio esencial de estas diferentes formas de obligación es el mismo. Es el mismo en cuanto lo constituye la obligación de entregar esfuerzo, como la que daba su valor cambiable a los esclavos, y que de hecho es el tipo de todas las deudas de obligación.

La frase «valor de obligación» comprende también un inmenso conjunto de valores negociables por los bancos, bolsas, compañías de crédito, o adquiridos por particulares y que son comúnmente conocidos como obligaciones o hipotecas. Pero basta una pequeña reflexión para ver cuántas otras cosas tienen valor, que realmente es valor de obligación. Todas las deudas y reclamaciones de cualquier clase, sean lo que llaman los abogados «acciones» o meras deudas de honor o fidecomisos no reconocidos por ley, todos los privilegios especiales y franquicias, patentes, y los intereses benéficos conocidos como «buena voluntad», en la medida en que tienen valor, sólo tienen valor de obligación. El valor de los esclavos, donde existe la esclavitud -y hace sólo unos cuantos años el valor de los esclavos en los Estados Unidos se estimaba en números redondos en 3.000 millones de dólares,- es notoriamente un valor de obligación que nace, no de la producción, sino de la obligación impuesta al esclavo de trabajar para su amo. Otro tanto acontece con el valor de las pensiones públicas y los rendimientos de empleos y puestos provechosos cuando son objeto de ajustes y ventas, lo que todavía ocurre en muchos casos en Inglaterra y lo que recelo que sucede en mayor extensión aun en los Estados Unidos, aunque subrepticiamente, como habitualmente se hace en China, donde la venta de cargos públicos ha subsistido durante siglos.

En los periódicos ingleses se puede leer todavía, de vez en cuando, noticias de venta de patronazgos de cura de almas. El valor en cambio que tienen es, naturalmente, de obligación. Pocos años atrás había iguales noticias para la venta de cargos en el ejército y en la armada. Estas no eran más que supervivencias de un precedente y acaso más claro sistema de nombramientos. El valor que tenían era notoriamente un valor de obligación. Y lo mismo se efectúa bajo más modernas formas, como los derechos dados por las tarifas protectoras, por los honorarios que se devengan en el servicio civil, por las franquicias, por las patentes y formas «de buena voluntad». Todas estas cosas sólo tienen valor de obligación.

Entre los valiosos derechos de los grandes terratenientes de los tiempos feudales estaba el de arrendar los mercados, el de tener exclusivamente palomares, el de suceder en ciertos casos en la propiedad de los colonos, el de moler el grano, el de acuñar moneda, el de recaudar impuesto sobre balsas, etc. El valor de aquellos derechos es patentemente valor de obligación. Pero el que se hayan incorporado insensiblemente al solo derecho de exigir una renta por el uso de la tierra, es prueba de que el valor de este derecho -el derecho, según se llama, de propiedad privada de la tierra- es en realidad un valor de obligación.

Esta manera de dar un valor adicional a cosas ya existentes o de producir un valor en cosas que no pueden tener otra existencia tangible que un acto de pensamiento, una promesa verbal, un billete, una ley parlamentaria, una decisión de un tribunal, o un hábito o costumbres comunes, es claramente de origen y naturaleza distinta que los procedimientos por los cuales nace el valor del empleo del trabajo en producción de riqueza o servicios, e imperiosamente necesitamos para distinguirlos un nombre que los clasifique. Como la palabra obligación concuerda mejor con las costumbres existentes, y expresa mejor el carácter común del elemento distinto de la producción que da valor, hablo de valor de obligación a diferencia del valor de producción. Porque el carácter común de todo lo que aquí he dicho de ello es que su posesión faculta al poseedor para mandar u obligar a otros a entregarle esfuerzo sin devolución de esfuerzo por parte de él. Este poder para disponer del trabajo sin retorno de trabajo, constituye, para la otra parte, una obligación y esto es lo que da el valor.

Así, una promesa verbal, un cheque, un pagaré o cualquier otro instrumento debitorio, una renta vitalicia, una póliza de seguros, cosas que frecuentemente tienen valor, derivan este valor del hecho de que expresan una obligación concreta, indeterminada o meramente contingente de entregar esfuerzo al poseedor o suscritor sin reciprocidad. Así el valor puede aumentar algunas veces aun por la destrucción de cosas valederas, como la Compañía holandesa de las Indias Occidentales mantenía el valor de las especias en Europa, destruyendo grandes cantidades de especias en las islas donde se producían; o cómo nuestros aranceles proteccionistas hacen ciertas cosas en los Estados Unidos más caras de lo que serían en otro caso imponiendo multas y castigos por su importación en el país; o cómo las huelgas que recientemente hemos visto en Australia, en Inglaterra y en América, pueden aumentar el valor del carbón o de otros productos; o cómo una tormenta que ocasiona grandes pérdidas en extensas áreas de la cosecha de granos, puede aumentar el valor del grano; o cómo una guerra que disminuye la oferta del algodón en Inglaterra, puede aumentar el valor del algodón allí.

Todos estos aumentos de valor son de «valor de obligación», que no pueden afectar a la general suma de riqueza más de lo que le afectaría lo que Jack gane a Tom jugando a las cartas.

Pero la más importante de estas adiciones al valor que no aumenta la riqueza se encuentra indiscutiblemente en el valor de la tierra, la forma de valor de obligación que en el avance del género humano hacia la civilización tiende más rápidamente a aumentar, y que en el mundo moderno quizá ha revestido ya más importancia relativa que la que tuvo la esclavitud alguna vez en el antiguo mundo. En Inglaterra o en los Estados Unidos, o en cualquier otro país de civilización grandemente desarrollada, esta importancia es ya tan magna que el valor en venta de la tierra iguala al valor en venta de todas las mejoras y toda la propiedad mueble, en una palabra, de todo el «valor de producción»; y al mismo tiempo es lo único que el natural progreso de la sociedad, en síntesis, todos los progresos de cualquier clase tienden a aumentar constantemente. Sin embargo, este valor no es una parte de la riqueza, en sentido económico. No tiene, en cuanto concierne al individuo, ninguna de las sanciones morales de la propiedad. Justamente no pertenece a ningún individuo o individuos, sino a la sociedad misma. Considerada por el vulgo como la más alta forma y el verdadero tipo de la riqueza, la tierra en realidad, no es riqueza para el economista.

Y esta es la razón de que ni Adam Smith ni quienes le han sucedido, aunque muchos de ellos hayan diferido en lo secundario, hayan reconocido el verdadero carácter y la doble naturaleza del valor. Porque reconocer esto es venir a la conclusión de los fisiócratas, de que la tierra, en sentido económico, no es riqueza. Y esto implica una revolución, aunque para la sociedad una revolución beneficiosa, mayor que la que nunca ha visto mundo.

Sin embargo, es perfectamente claro. Vayamos con el pensamiento a nuestra imaginaria isla del Edén y supongamos que sus descubridores, en vez de convertir en mercancía a los habitantes mismos, han hecho, de una vez, lo que los misioneros americanos van haciendo gradualmente en las Islas Haway: declararse a sí mismos propietarios de la tierra de la isla y, con fuerza para sostener su declaración por los castigos, prohibir a todo isleño arrancar una hoja de un árbol o beber de una fuente, sin su permiso. La tierra, antes sin valor, se convertiría de repente en valuable, porque los isleños, no teniendo otra cosa que dar, se verían obligados a entregar esfuerzo o los productos del esfuerzo por el privilegio de continuar viviendo.

Y que esta cualidad adscripta a las cosas, la de comprar por el cambio la exención de fatiga y molestias en la consecución del deseo, es lo que comúnmente se significa por valor en cambio lo demostrará un ligero análisis. «El valor de una cosa es exactamente lo que podéis obtener por ella», es frase corriente entre los hombres que jamás se han calentado la cabeza con la Economía Política y que concisamente expresan el concepto del valor. Una cosa carece de valor cuando nada se puede obtener en cambio de ella, y tiene valor cuando, mientras y en el grado en que puede ser cambiada por otra cosa o cosas.

Pero no todas las cosas que tienen valor pueden ser cambiadas por otras cosas que tengan valor. Yo no puedo, por ejemplo, cambiar un millón de dólares de quesos por un edificio de un millón de dólares. ¿Cuál, pues, es la única cosa por la cual todas las cosas que tienen un valor han de cambiarse directa o indirectamente? Ignoramos esta pregunta, porque habitualmente pensamos del valor en términos del dinero, el cual nos sirve como un medio para el cambio de todos los valores, y porque estamos predispuestos a pensar del trabajo como de una cosa valuable, sin distinguir los diferentes sentidos en que usamos la palabra. Pero si precisamos la pregunta, veremos que todas las cosas que tienen valor, tienen que cambiarse finalmente por esfuerzo humano, y que en esto es en lo que consiste el valor. Hay algunas cosas valuables que no se pueden cambiar prontamente y a veces es prácticamente imposible cambiarlas por esfuerzo; por ejemplo, una ecuatorial telescópica, una locomotora, un barco de vapor, un pagaré o cheque de gran suma, un billete o letra de cambio de mucha cuantía. Pero derivan su valor del hecho de que pueden ser cambiadas por cosas que a su vez pueden ser cambiadas por esfuerzo.

El dinero mismo deriva su aptitud para servir como un medio o instrumento de cambio del hecho de que, de todas las cosas, es la más prontamente cambiable por esfuerzo, y perdería enteramente su valor si cesara de ser cambiable por esfuerzo. Esto lo hemos visto en los Estados Unidos en el caso de la circulación fiduciaria continental y en el caso de los billetes de Bancos de Estado quebrados, y en el caso de la circulación fiduciaria de la Confederación. Así el valor termina como principia, con el poder de disponer de esfuerzo, y es siempre medido por ese poder.

Otra vez, como antes, encontramos que Adam Smith tenía razón en el claro aunque fugitivo vislumbre que tuvo de la naturaleza del valor. Valor, en sentido económico, no es una mera relación de cambiabilidad entre cosas valuables que, salvo relativamente, como entre una cosa particular y otra cosa particular, no puede aumentar ni disminuir. La relación efectiva del valor es con el esfuerzo humano o mejor con la fatiga y molestias, que son los inseparables compañeros del esfuerzo, y el verdadero y absoluto valor de una cosa, el que lo hace comparable con el de cualquiera o todas las demás cosas, en todos los tiempos y lugares, es la dificultad o facilidad de adquirirla. Vale mucho lo que es difícil de obtener; vale poco lo que es fácil de lograr; al par que lo que puede tenerse sin esfuerzo y aquello por lo que nadie se decidirá a padecer esfuerzo, carece en absoluto de valor. La baratura o bajo valor es el resultado de la abundancia; la carestía o alto valor, el resultado de la escasez. La una significa que las satisfacciones del deseo pueden ser obtenidas con poco esfuerzo; la otra que sólo pueden serlo con mucho. Así puede haber general aumento o disminución de valor tan clara y verdaderamente como puede ser general la escasez o general la abundancia.

El reconocimiento de esta sencilla teoría del valor nos permitirá esclarecer con facilidad y certeza muchos puntos que han tenido perplejos a los economistas que la ignoraron, y que son, para los estudiantes de esa ciencia, obstáculos que los hacen dudar de si es posible una verdadera ciencia de la Economía Política. A su luz resultan claros todos los fenómenos del valor y del cambio, y se ve que no son más que aplicaciones de aquella fundamental ley del espíritu humano que impele a los hombres a buscar la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo.

Todo lo que aumente los obstáculos naturales o artificiales para la satisfacción del deseo, por parte del último usador o consumidor de las cosas, compeliéndolo así a disipar más esfuerzo o padecer más fatiga y molestias para obtener aquellas cosas, aumenta su valor; todo lo que disminuya el esfuerzo que tiene que emplear o la fatiga y molestias que debe padecer, disminuye el valor. Así, las guerras, los aranceles, los piratas, la inseguridad pública, los monopolios, los impuestos y restricciones de todas clases que hacen más difícil la satisfacción del deseo de ciertas cosas, aumentan el valor de éstas, y los descubrimientos, inventos y progresos que disminuyen el esfuerzo requerido para obtener las cosas en satisfacción del deseo, disminuyen su valor.

Aquí podemos ver, de una vez, la clara solución de una cuestión que ha tenido perplejos y aún los tiene a muchos espíritus: la cuestión de si el aumento artificial de los valores, hecho por las restricciones gubernativas, beneficia o no a la colectividad. Cuando consideramos el valor como una simple relación de cambiabilidad entre cosas cambiables, puede discutirse. Pero cuando vemos que su relación es con la fatiga y molestias que ha de padecer el último usador para la satisfacción de su deseo, no hay materia de debate. La escasez puede a veces ser beneficiosa al interés relativo de unos pocos, pero la abundancia lo es siempre para el interés general.




ArribaAbajoCapítulo XV

Concepto de la riqueza en Economía Política


Exponiendo cómo el valor de producción es riqueza en Economía PolíticaRiqueza según se la determinó en Progreso y miseria.-Proceso seguido por la Economía Política universitaria.-Método inverso de esta obra.-La conclusión es la misma.-Razón de la tendencia a considerar todo valor como riqueza.-Significado metafórico.-Contrasentido y equívoco.-Significado metafórico de riqueza.-Su significado esencial.-Su uso para expresar la cambiabilidad.-Uso análogo del dinero.-El ordinario significado directo es el significado propio de la riqueza.-Su uso en la Economía individual y en la Economía Política.-Lo que se significa por aumento de riqueza.-Riqueza y trabajo.-Sus factores: Naturaleza y hombre.-La riqueza es su resultante.-De Adam Smith.-Peligro de traer a la Economía Política una acepción adecuada en la Economía individual.-Ejemplo del «dinero».-«Riqueza actual» y «riqueza relativa».-«Valor de producción» y «valor de obligación».-La lengua inglesa no tiene una palabra para designar un artículo de riqueza.- «Mercancías».-De los «bienes».-Por qué no hay singular en inglés.-Tentativa para formarlo suprimiendo la «s» y jerga anglo germana.

Estamos ahora en disposición de fijar el significado de riqueza como término económico.

En Progreso y miseria, que deseé abreviar todo lo posible y donde mi principal propósito era fijar el significado de la palabra capital, establecí el significado de la palabra riqueza directamente como «productos naturales obtenidos, trasladados, combinados o modificados por el trabajo humano para adaptarlos a las satisfacciones humanas». Así la definieron también, según yo lo entiendo, los fisiócratas, quienes llegaron substancialmente a la misma conclusión. Pero los economistas políticos universitarios, en vez de descubrir por sí mismos o recoger mi indicación, continuaron por el camino que había, esquivado Adam Smith, al decir, por fin, lo que era riqueza. Continuaron discutiendo la palabra valor, confundida en sus varios sentidos igualmente, de tal modo, que no sólo no han llegado a una conclusión en cuanto al verdadero significado de riqueza, sino que han acabado por destruir en la actualidad la Economía Política misma.

Así la confusión en que después de más de cien años de cultivo han caído los tratadistas de Economía Política en cuanto al significado de su término principal -confusión que en realidad es aún mayor que en el lenguaje ordinario, el cual no presume de exactitud en el uso de la palabra- se debe ostensiblemente a las confusiones en cuanto al significado del término valor. El desenvolvimiento académico de la Economía Política desde Adam Smith no sólo ha confundido la distinción entre valor en uso y valor en cambio, sino que ha atendido a ocultar la distinción vital entre las dos fuentes del valor en cambio: el que se origina en el almacenamiento de trabajo y el que se origina en lo que he llamado obligación, a menudo poder, desviado de la ley moral, para obligar al dispendio de trabajo.

Esta es la situación en que ahora se encuentra la Economía Política ortodoxa. No solamente no ha descubierto lo que es realmente su término principal, riqueza en sentido económico, sino que ha confundido otros términos de tal modo que dan muy escasa luz para la indagación.

En esta obra, por consiguiente, he adoptado un procedimiento distinto del empleado en Progreso y miseria. Encontrando necesario discutir el significado del vocablo valor en la amplia forma en que lo he hecho antes, y viendo que en la Economía Política corriente, el único punto en que las opiniones concuerdan es que toda riqueza tiene valor, he adoptado el método inverso al de Progreso y miseria, y en vez de comenzar por la riqueza he principiado por el valor. Comenzando con Adam Smith e indagando lo que significaba por valor, he encontrado que en el valor había incluidas dos cosas absolutamente diferentes, a saber: la cualidad de valor de producción y la cualidad de valor de obligación, una de cuyas clases de valor se resuelve en riqueza, y la otra no. Ahora bien, el valor de producción, que es la única clase de valor que da riqueza, consiste en la aplicación del trabajo a la producción de riqueza que se añade al stock de riqueza común. La riqueza, por tanto, en Economía Política, consiste en los productos naturales obtenidos, trasladados, combinados o modificados por el trabajo humano, de modo que se adapten a las satisfacciones humanas. El valor de obligación, por otra parte, aunque un muy importante elemento del valor, no se resuelve en aumento del stock común o en producción de riqueza. Nada tiene que ver con la producción de riqueza, sino únicamente con la distribución de la riqueza, y su lugar adecuado está al tratar de ésta.

Así, por el camino adoptado en este libro, el de proceder analíticamente desde el valor, llegamos precisamente a la misma conclusión lograda en Progreso y miseria, donde procedimos directamente y por deducción; llegamos al resultado de que la riqueza, en el sentido económico político, consiste en substancias naturales obtenidas, trasladadas, combinadas o modificadas por el trabajo humano, de modo que se adapten a las satisfacciones humanas. Tales substancias son riqueza y siempre tienen valor. Cuando cesan de tener valor dejan, naturalmente, de ser riqueza.

Así, siguiendo el procedimiento adoptado en este libro, alcanzamos, en cuanto a la riqueza precisamente, la misma conclusión lograda por el método que adopté en mi obra precedente. Las ventajas de adoptar este método aquí, son que una conclusión lograda por los métodos familiares a los estudiantes de la Economía Política académica, difícilmente puede ser ignorada por éstos. Y que siguiendo este camino respecto del valor, se ha visto para el presente y el futuro mucho de lo que era necesario para un tratado completo sobre la ciencia de la Economía Política, y que en otra clase de libro puede ser dispensado.

Deseo, por tanto, llamar particularmente la atención del lector hacia lo que hemos hecho aquí, sin que yo espere que nada de lo que podamos hacer, no acompañándolo o sucediéndolo un gran cambio en las condiciones generales, pueda modificar mucho la disposición manifestada por la tendencia de la Economía Política a que me he referido.

Como todo tiene su razón, lo mismo en el mundo mental que en el físico, hay una razón para esta tendencia a incluir en el término riqueza todo lo que tiene valor sin mirar al origen de ese valor. Nace inicialmente del deseo en quienes dominan los autorizados órganos de educación y opinión (que donde quiera que existe desigualdad en la distribución de la riqueza son ineludiblemente las clases ricas), de dar al derecho de propiedad exclusivamente legal, la misma sanción moral que ampara justamente al derecho de propiedad natural, o, por lo menos, de ignorar cuanto hubiera de poner de manifiesto que el reconocimiento de un derecho legal puede envolver la denegación de un derecho moral. Así como los defensores de la esclavitud corporal, y aquéllos que no querían agraviar a los esclavistas que hasta hace poco dominaban en los Estados Unidos, se vieron obligados a detener su análisis de la propiedad en la compra, afirmando que la compra de un esclavo implicaba el mismo derecho de propiedad que la compra de una mula o de una bala de algodón, así aquéllos que quieren defender la esclavitud industrial de hoy, o por lo menos, no agraviar al poder de la riqueza, se ven obligados a detener su análisis de la naturaleza de la riqueza en el valor, afirmando que cuanto tiene valor es, por consecuencia, riqueza, cayendo ellos y llevando a sus discípulos a un abismo de confusiones acerca de la naturaleza de las cosas cuyas leyes se consagran a examinar.

Mas quien desee verdaderamente entender la Economía Política, ya no tiene dificultad para llegar a una clara y precisa determinación de la naturaleza de la riqueza, sea cual fuere el camino que elija para comenzar.

La potencia imaginativa, más aun que el poder de reconocer las semejanzas y diferencias, en que la percepción misma consiste, aplica siempre metafóricamente el significado primario o fundamental de una palabra de uso común, y por esto, más aun que por la adopción de nuevas raíces etimológicas, crece un idioma en abundancia, flexibilidad y belleza. Así, palabras como luz y obscuridad, brillo solar y lluvia, comer y beber, tienen múltiples aplicaciones por metáforas y similitudes en el lenguaje común. Hablamos de la luz de la esperanza, o de la luz que relumbra sobre un trono, o de la luz de los acontecimientos; de una intención obscura, o de un dicho obscuro, o de un entendimiento obscurecido; del resplandor del amor o de la prosperidad; o de una resplandeciente fisonomía; de una lluvia de proyectiles, o de una lluvia de infortunios, o de una lluvia de preguntas o epítetos; o de un barco comiéndose el viento, del orín comiéndose el hierro, o de un hombre comiéndose sus propias palabras; de una espada sedienta de sangre, o de un amor bebiendo en las miradas, palabras o acciones del amado. Pero tal uso de palabras en el lenguaje habitual no produce confusión en cuanto a su significado original y fundamental, de cuya esencia procede todo uso figurado de ellas. El humorismo del retruécano irlandés viene de nuestra inmediata percepción de la diferencia entre el significado recto y el significado figurado; y lo ofensivo del deliberado equívoco proviene de la impertinente presunción implícita de que no percibimos rápidamente esa diferencia.

Ahora bien, en el lenguaje común, la palabra riqueza toma significado figurado lo mismo que las demás palabras de uso vulgar. Hablamos de una noche rica de estrellas, de un poeta rico de imágenes, de un orador rico de expresiones, de una mujer rica de pelo, de un estudiante rico de conocimientos o de la riqueza de recursos de un general, un estadista o un inventor; de un puerco espín rico de púas o de un oso rico de piel. Pero tales usos de la palabra riqueza no suscitan dificultad. Son meras expresiones metafóricas de abundancia. Pronto se llega, del mismo modo, a lo que se llama riqueza natural. Hablamos de mineral rico y mineral pobre, de tierra rica y pobre, de un país naturalmente rico y de un país naturalmente pobre; de una riqueza de bosques, o minas o pesquerías; de una riqueza de lagos o ríos, o de una riqueza de bellos paisajes. Pero cuando en tales usos de la palabra riqueza expresamos algo más que la abundancia, se expresa la idea de oportunidades naturales o de utilidad o de valor en uso, con lo cual la riqueza, en su sentido fundamental, nada tiene que ver. Con este significado fundamental o recto de la palabra riqueza, del cual nacen todos los usos figurados, está inextricablemente mezclada la idea de la producción humana. Cuanto existe sin obra del hombre, estaba aquí antes, y en lo que alcanzamos a ver estará aquí después de que aquél se haya ido; y cuanto contiene el hombre mismo, por bien que el uso figurado de la palabra riqueza pueda servir para expresar su abundancia o utilidad, no puede ser riqueza en el significado fundamental o recto de la palabra.

De igual modo, pronto el más común uso de la palabra riqueza es para expresar el poder de cambiabilidad o de disponer de esfuerzo. Según comúnmente se usa la palabra riqueza, cuando se aplica a lo poseído por un individuo incluye todo poder de compra, y realmente es en la mayoría de los casos sinónima de valor en cambio. Pero este uso de la palabra es realmente representativo, como el uso análogo que hacemos de la palabra dinero. Decimos que un hombre tiene tanto dinero, o tantos dólares o libras sin significar, ni nadie lo entiende así, que aquél tiene en posesión suya actualmente tanto dinero. Indicamos únicamente que aquél tiene lo que podría cambiar por tanto dinero. Tal uso representativo de la palabra dinero o de las unidades monetarias, no nos produce al cabo confusión, en los asuntos cotidianos, en cuanto al verdadero significado de la palabra. Si pedimos la explicación de lo que es dinero, nadie dirá que carneros y barcos, tierras y casas son dinero, aunque tenga la continua costumbre de hablar de la posesión de éstos como de la posesión de dinero.

Lo mismo ocurre con el uso común de la palabra riqueza. Se habla comúnmente como de riqueza de muchas cosas de las que todos sabemos que en manera alguna lo son en el verdadero y fundamental significado de la palabra.

Si cogéis un hombre de inteligencia corriente cuyas facultades de análisis no hayan sido enturbiadas por lo que en los centros docentes se llama enseñanza de la Economía Política, y le preguntáis qué entiende inicialmente por riqueza, encontraréis al fin, aunque sea necesario repetirle la pregunta para eliminar metáforas e imágenes, que la médula de su idea de riqueza es la de substancias o productos naturales cambiados de lugar, forma o combinación por el esfuerzo del trabajo humano, de manera que se adapten o que se adapten mejor a la satisfacción de los deseos humanos.

Este es realmente el verdadero significado de riqueza, el significado de lo que yo he llamado «valor de producción». Es el significado al cual la palabra riqueza tiene que ser cuidadosamente limitada en Economía Política, porque la Economía Política es la economía de las sociedades o naciones. En la economía de los individuos, a la cual se refiere usualmente nuestro lenguaje ordinario, la palabra riqueza se aplica comúnmente a algo que tiene valor entre los individuos. Pero cuando la usamos como un término de Economía Política, la palabra riqueza tiene que limitarse a un significado mucho más concreto. Se habla comúnmente como de riqueza en las manos del individuo, de muchas cosas que al hacer la cuenta de la riqueza colectiva general no pueden estar incluidas. Se habla comúnmente como de riqueza, de cosas que tienen valor en cambio desde el momento que entre individuos o entre grupos de individuos representan el poder de obtener riqueza, pero no son verdaderamente riqueza, toda vez que su aumento o disminución no afecta a la suma total de la riqueza. Tales son las obligaciones, hipotecas, pagarés, billetes de Banco u otras estipulaciones para la transferencia de riqueza. Tales son las patentes que representan privilegios especiales, concedidos a unos y negados a otros. Tales eran los esclavos, cuyo valor representaba simplemente el poder de una clase para apropiarse las ganancias de otra clase. Tales son las tierras y demás oportunidades naturales, cuyo valor resulta del reconocimiento en favor de ciertas personas de un exclusivo derecho legal a su uso y al provecho de su uso, y que representan únicamente el poder dado así al mero propietario para pedir una parte de la riqueza producida por el uso. El aumento en el valor de las obligaciones, hipotecas, letras o billetes de Banco, no puede aumentar la riqueza de una sociedad que comprende lo mismo a los que prometen pagar que a los que tienen títulos para recibir. El aumento en el valor de las patentes no puede aumentar la riqueza de una sociedad que abarca tanto a quienes se les niega privilegios especiales como a aquéllos a quienes les son concedidos. El cautiverio de una parte de sus habitantes no puede aumentar la riqueza de un pueblo, porque mientras más ganen los esclavizadores, más perderán los esclavizados. El aumento en el valor de la tierra no representa aumento en la común riqueza, porque cuanto los propietarios ganan por los más altos precios, lo pierden los arrendatarios o los últimos usufructuarios del suelo que tienen que pagarlo. Y todo este valor que en el pensamiento y lenguaje vulgares, en la legislación y en el derecho es indistinguible de la riqueza, podría, sin destrucción o consumo de nada más que unas gotas de tinta y un pedazo de papel, ser enteramente aniquilado. Por decreto del poder político soberano las deudas pueden ser canceladas, los privilegios abolidos o adquiridos por el Estado, los esclavos emancipados, la tierra restituida a la general propiedad usufructuaria del conjunto del pueblo, sin que la suma total de la riqueza sea disminuida de valor una pizca, porque cuanto unos perdieran, otros lo ganarían. No habría más destrucción de riqueza que lo que hubo de creación de ella cuando Isabel Tudor enriqueció a sus cortesanos favoritos por las concesiones de monopolios, o cuando Boris Godonoff hizo de los campesinos rusos una propiedad vendible.

Todos los artículos de riqueza tienen valor. Si pierden el valor cesan de ser riqueza. Pero no todas las cosas que tienen valor son riqueza, como erróneamente se enseña en las obras de economía corriente19. Sólo pueden ser riqueza aquellas cosas cuya producción aumenta el conjunto de la riqueza y cuya destrucción la disminuye. Si consideramos cuáles son esas cosas y cuál es su naturaleza, no encontraremos dificultades para definir la riqueza.

Cuando hablamos de una sociedad que aumenta en riqueza, como cuando decimos que Inglaterra ha aumentado en riqueza desde el advenimiento de Victoria, o que California es ahora un país más rico que cuando era territorio mejicano, no significamos que haya allí más tierra o que los poderes naturales de la tierra sean mayores, porque la tierra es la misma y sus poderes naturales son los mismos. Ni tampoco significamos que haya más gente en el mismo territorio, porque cuando deseamos expresar esa idea hablamos de aumento de población. Ni tampoco significamos que las deudas o créditos poseídos por algunos de sus habitantes con relación a otros hayan aumentado. Sino que significamos que ha habido un aumento en ciertas cosas tangibles que tienen un valor proveniente de la producción, como edificios, ganado, instrumentos, máquinas, productos agrícolas, artículos manufacturados, barcos, vagones, muebles y otros análogos.

El aumento de tales cosas es aumento de riqueza; su decrecimiento, es disminución de riqueza; y la sociedad que, en proporción a sus miembros, tiene más de tales cosas es la sociedad más rica. El carácter común de estas cosas es el de substancias naturales o productos adaptados por el trabajo humano a la satisfacción de los deseos humanos.

Así, riqueza, en el sentido único en que este término puede ser usado en Economía Política, consiste en los productos naturales que han sido obtenidos, trasladados o combinados de modo que se adapten a la satisfacción de los deseos humanos. Es, en otras palabras, trabajo impreso en la materia de tal modo que almacene en ésta, como el calor del sol está almacenado en el carbón, su facultad de proveer a los deseos humanos. Nada que la Naturaleza proporcione al hombre sin dispendio de trabajo es riqueza; ni tampoco el dispendio de trabajo se convierte en riqueza, a menos que dé un producto tangible que retenga el poder de proveer a los deseos; ni tampoco el hombre mismo, ni ninguna de sus capacidades, facultades o habilidades, ni ninguna obligación de rendir el trabajo o transmitir el producto del trabajo de uno a otro, forma parte de la riqueza. Naturaleza y hombre, o, en terminología económica, tierra y trabajo, son los dos factores necesarios en la producción de la riqueza. La riqueza es la resultante de su acción conjunta.

Y aunque Adam Smith no definiera en ninguna parte formalmente la riqueza, ocupado principalmente en demostrar que ésta no consiste exclusivamente en dinero o metales preciosos, y aunque incidentalmente cayera en confusión con respecto a esto, sin embargo, como puede verse en los párrafos antes citados de la Riqueza de las Naciones20, esta era su idea de riqueza cuando la consideraba directamente: la idea de producto del trabajo, reteniendo todavía el poder, impreso sobre ella por el trabajo, de proveer a los deseos humanos.

Ahora bien, en nuestro común uso de la palabra riqueza, no distinguimos entre las varias clases de cosas que tienen valor, en cuanto al origen de este valor, sino que las juntamos bajo una sola palabra: riqueza, hablando de la suma de valor que un individuo puede tener a su disposición como de su riqueza y a veces como de su dinero. Este uso metafórico de la palabra es tan habitual en el lenguaje común, que sería inútil oponerse a que siguiera en el uso vulgar.

Realmente, mientras tal uso de la palabra riqueza esté limitado al dominio de la Economía individual, a las relaciones de hombre a hombre, no resulta ningún daño. Pero, como dije en la introducción, de todas las ciencias, la Economía Política es la más ligada con el pensar de las muchedumbres. Todos los hombres que viven en sociedad tienen una especie de Economía Política, aun aquéllos que no la reconocen por tal nombre, y, por mucho que la ignoren, no hay nada en que tengan menos la sensación de su ignorancia. De esto viene el peligro de que el erróneo uso de una palabra en el dominio vulgar, donde no produce daño, pueda ser insensiblemente transferida a cuestiones económicas, donde el daño sería grande,

Un ejemplo: Nuestra común costumbre de estimar lo poseído en términos de dinero no produce daño alguno mientras se confina en la esfera de los asuntos individuales, que es donde ha surgido este uso. Cuando, unido estrechamente a la idea de individuo, hablamos de un hombre que posee o hace u obtiene tanto dinero, se entiende perfectamente bien, tanto por nosotros como por los demás, que no significamos realmente dinero, sino valor en dinero. Sin embargo, si pasamos insensiblemente al campo de la Economía Política, esta costumbre de hablar del valor en dinero como de dinero, dará enorme fuerza a lo que Adam Smith llamó el sistema mercantil de Economía Política, o lo que ahora se llama sistema proteccionista, un sistema que durante siglos ha moldeado la política de las naciones de civilización europea, y que aun ahora, después de más de un siglo de la publicación de Riqueza de las Naciones, continúa todavía influyendo en ella grandemente. Por esto y por otros errores que hay arraigados en la esfera del pensamiento económico, por la costumbre de usar, comúnmente, la palabra dinero, como sinónima de valor en dinero, sería de desear que hubiera una palabra o frase en uso corriente que expresase la distinción, aunque no sea absolutamente necesaria, entre el dinero mismo y el valor en dinero.

El uso ocasional de una distinción semejante en el lenguaje vulgar entre riqueza y precio de riqueza, es aún más de desear. Hay más peligro de dañosas confusiones en la insensible transferencia a la esfera económica del vago uso de la palabra riqueza, que basta en la esfera individual, que el que hay en el caso similar de la palabra dinero. Y aunque los economistas ortodoxos, desde el tiempo de Adam Smith, están bastante advertidos de las confusiones que en la Economía Política introduce el tratar como sinónimos el dinero y el precio en dinero, y así, en cuanto su influencia ha alcanzado, han contribuido a evitar el daño de la transferencia de la palabra dinero del uso común al dominio económico; ahora, los más respetables colegios y universidades dan su sanción al uso del término económico riqueza, en un sentido que sólo una deliberada metáfora permite en el lenguaje vulgar.

Ahora bien, como nuestro uso metafórico de la palabra riqueza, en el sentido de precio de riqueza o valor, está tan profundamente arraigado, es de desear que en el uso vulgar, o al menos siempre que el lenguaje vulgar tienda a introducirse en los dominios de la Economía Política, como hace continuamente, distingamos entre riqueza verdadera y riqueza metafórica o representativa por el uso de palabras, como «riqueza actual»21, «riqueza relativa», significando por aquélla lo que es actualmente riqueza por ser producto del trabajo, y por la otra lo que no es riqueza en sí misma, aunque poseyendo valor se cambiará por riqueza. Sin embargo, esto sería demasiado pedir, y creo que todo lo que puede lograrse distinguiendo claramente, como he tratado de hacerlo, es que hay dos clases de valor: uno el valor de producción, que aumenta la riqueza, y otro el valor de obligación, que no la aumenta.

La suma de riqueza en la sociedad civilizada consiste en cosas de muchas diferentes clases que tienen el común carácter de conservar almacenada, por decirlo así, la aptitud del trabajo para satisfacer los deseos, Sin embargo, no hay en inglés una sola palabra con qué expresar clara y concretamente la idea de un artículo de riqueza, ni el uso de los economistas ha adaptado todavía adecuadamente una única palabra para este significado, como término económico.

La palabra «mercancía» sirve en muchos casos. Pero al mismo tiempo que es difícil hablar de artículos de riqueza, tales como un ferrocarril, un puente, un edificio sólido o del resultado de drenar un campo como de una mercancía, hay otras cosas usualmente consideradas mercancía desde el momento en que tienen valor en cambio, que no son propiamente artículos de riqueza, tales como tierras, títulos de la Deuda, privilegios, hipotecas, licencias, etc.

La palabra «bienes», según comúnmente se la usa, también se aproxima a la idea de «artículos de riqueza», pero tiene circunstancias, si no limitaciones, que hacen su significado demasiado estrecho para expresar plenamente la idea. Y aunque ésta se deje a un lado como hace una amiga mía, la viuda del Superintendente de un Parque Zoológico del Oeste que, viniendo a New York con su marido, en la anual excursión que hace para comprar animales salvajes, habla jocosamente de recorrer tiendas en busca de «bienes para la menagerie», le quedaría una dificultad insuperable. «Bienes», en el significado de artículos de riqueza, no tiene singular en inglés y es imposible hacérselo porque la forma singular de la misma palabra ya existe con un significado diferente. Mientras no podemos hablar de un «único bienes», menos aún podemos hacer un singular suprimiéndole la s a goods. Aunque el uso autorizara hablar de las existencias de un tratante en animales salvajes como de bienes, sería destruir el admitido uso de la palabra, hablar de un tigre, una hiena o un cobra-capello como de «un bien».

En su más general uso, «bien» es un adjetivo que expresa una cualidad que sólo puede ser pensada como atributo de una cosa. Como un nombre, «bien» no significa una cosa tangible, sino un estado o condición o cualidad del ser. Tratar de forzar ya un nombre de significado aceptado o un adjetivo en las mismas condiciones para que sea el singular de un nombre de significado totalmente distinto, es perjudicar a nuestra lengua inglesa, a la vez como vehículo del lenguaje inteligible y como instrumento de pensamiento preciso.

Las confusiones de pensamiento y de lenguaje a que el intento de crear por la fuerza un singular de la palabra «bienes» conduce, puede verse en los recientes textos universitarios de Economía Política, tales como el del profesor Marshall, de la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Quien trate de descubrir lo que en aquéllos se significa por riqueza, tendrá que luchar con una jerga en la cual le será dificilísimo conocer su lengua madre, una jerga de términos como «bienes materiales» y «bienes inmateriales», «bienes internos» o «bienes externos», «bienes libres» y «bienes económicos», «bienes personales» y «bienes colectivos», «bienes transferibles» y «bienes no transferibles», con estallidos de cuando en cuando de frases atronadoras, como «bienes externos materiales transferibles», «bienes internos no transferibles», «bienes materiales externos no transferibles» y «bienes personales externos transferibles», con sus respectivos singulares.

En inglés no hay singular de la palabra «bienes», y la razón es que no se necesita, desde el momento en que cuando necesitamos expresar la idea de uno solo de ellos o un artículo en un conjunto de bienes, es mejor emplear el nombre específico y hablar de una aguja, un ancla, una cinta o una manta, según los casos; y cuando yo quiera hablar de una de aquellas especies de riqueza sin referirme a su clase o de la forma plural de la misma idea, hablaré de un artículo o de artículos de riqueza.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Génesis de la riqueza


Exponiendo cómo se origina la riqueza y qué es esencialmente

Motivo de esta indagación.-La riqueza proviene del esfuerzo estimulado por el deseo, pero no todo esfuerzo da por resultado riqueza.-Sencillos ejemplos de acción, y de acción que da por resultado riqueza.-«Cabalgando y atando».-Subdivisiones del esfuerzo que dan por resultado incrementos de riqueza.-La riqueza es, esencialmente, servicio almacenado y transferible.-Del servicio transferible.-La acción de la razón es tan natural, aunque no tan cierta y rápida, como la del instinto.-La riqueza es servicio impreso sobre la materia.-Ha de ser objetiva y tener forma tangible.

Tan absolutamente importante es que conozcamos precisa y ciertamente lo que es el principal factor de la Economía Política, riqueza, de modo que en adelante no podamos tener duda alguna acerca de ello sino que pueda confiar nuestra razón en lo que sepamos de la naturaleza de aquélla, que me propongo reforzar cuanto hemos dicho exponiendo precisamente cómo se origina la riqueza y qué es en esencia actualmente.

Riqueza es el resultado del humano esfuerzo. Pero no todo humano esfuerzo produce riqueza. No proviene esto meramente del fracaso e infortunio en la aplicación del esfuerzo a la producción de la riqueza, sino de que la producción de riqueza no es el único propósito del humano esfuerzo.

Todas las acciones humanas proceden del deseo y tienen su mira y su fin en la satisfacción del deseo. Pero si consideramos aquellas acciones de los hombres que se encaminan a las satisfacciones materiales, vemos que difieren en cuanto al camino por el que esa satisfacción es obtenida. En unos casos la satisfacción obtenida es directa e inmediata; en otros es indirecta y diferida.

Me pongo imaginativamente en el lugar de mi más remoto antecesor. Soy impulsado por el deseo que llamamos hambre o apetito o nace éste en mí por la vista de un árbol cargado de frutos. Alcanzo y como la fruta, y quedo satisfecho. O siento el deseo llamado sed y, llegando hasta una fuente, bebo, y quedo satisfecho. También la acción y la satisfacción se hallan en estos casos confinadas en la misma persona, y la relación entre ellas es directa e inmediata.

O bien, tengo a mi mujer conmigo. Ella siente los mismos deseos; pero no es bastante alta para alcanzar la fruta y no puede trepar al árbol tan bien o ir con tanta facilidad a la fuente. Así, impelido por aquel primordial impulso que ordena que el deseo del hombre sea para la mujer no menos que el deseo de la mujer para el hombre, alcanzo la fruta que ella puede comer, y juntando mis manos le doy de beber. En este caso la acción corresponde a una sola persona; la satisfacción procedente de esta acción es obtenida por otra22. De esta transferencia del resultado directo de la acción hablamos nosotros como de servicios prestados y recibidos.

Pero la conexión entre la acción y la satisfacción es todavía directa e inmediata, sin que la relación causal entre las dos tenga eslabón intermedio.

Estos dos ejemplos son tipos de la manera como muchas de nuestras acciones aportan a la satisfacción. Estos son los caminos por donde, en casi todos los casos, los animales satisfacen sus deseos. Si exceptuamos los animales que almacenan y enjambran, y los casos circunstanciales en que un animal de presa mata una víctima demasiado grande para comérsela de una vez, no hay nada en su acción que vaya más allá de la directa e inmediata satisfacción del deseo. El buey que ha pacido durante todo el día y el pájaro que lleva gusanos a sus pequeñuelos nada hacen para la satisfacción del deseo que ha de surgir mañana.

En casos tales no hay asomo de algo que llamemos riqueza. Y en un mundo donde todos los deseos humanos fueran satisfechos de este modo, directa e indirectamente, no habría riqueza, por grande que fuera la actividad del hombre, o por abundantes que fuesen los espontáneos dones de la Naturaleza para la satisfacción de los deseos de aquél.

Pero el hombre es un ser racional, que mira más allá del inmediato impulso del deseo y que adapta los medios a los fines. Un animal comería de los frutos o bebería de la fuente tan solo hasta la plena satisfacción de su deseo actual. Pero el hombre, previendo el retorno del deseo, puede, después de satisfacer sus deseos inmediatos, llevarse algo del fruto para asegurar una satisfacción semejante para mañana, o con una previsión aun mayor sembrar pepitas pensando en la satisfacción de futuros años, o, con la previsión de la satisfacción de la sed futura, puede ensanchar el manantial, ahuecar una vasija en la cual transportar agua o abrir un canal o construir un tonel. En tales casos la acción no se invierte en la directa e inmediata satisfacción del deseo, sino en hacer aquello que indirectamente y en lo futuro ayude a la satisfacción del deseo.

En estos casos hay algo que no existía en los casos anteriores y que, salvo entre los animales que almacenan, no tiene nada análogo en la vida animal23. Este algo es riqueza. Consiste en substancias o productos naturales cambiados de lugar, forma o combinación por el esfuerzo del trabajo humano de modo que se adapten mejor a la satisfacción de los deseos humanos.

El carácter esencial de la riqueza es el de la incorporación o almacenamiento en forma material de la acción dirigida a la satisfacción del deseo, de modo que esta acción obtenga una cierta permanencia, una aptitud para persistir durante cierto tiempo como en un depósito, de donde puede ser tomada, ya para la satisfacción del deseo, ya para cooperar a la satisfacción de un deseo que requiera todavía más esfuerzo.

Cuando dos hombres, deseando viajar por un determinado camino, no tienen entre ambos sino un solo caballo, éstos «cabalgan y atan» frecuentemente. Esto es, John cabalga avanzando durante cierto espacio, dejando a Jim que le siga a pie. Aquél ata entonces el caballo y continúa avanzando a pie. Cuando Jim llega allí, desata el caballo y a su vez cabalga hasta adelantar alguna distancia a John y, atando otra vez el caballo para que John pueda cogerlo, sigue adelante. Y así hasta que termina la jornada. En este atar el caballo para que pueda ser cogido y montado para seguir caminando, hay algo parecido al procedimiento por el cual el esfuerzo para la satisfacción del deseo es fijado o atado en riqueza, de la cual podrá aquél ser tomado para la satisfacción del deseo o con el propósito de que pueda ser llevado hacia adelante por un adicional esfuerzo hasta el punto en que sirva para satisfacer deseos que requieran esfuerzo mayor.

Así, para la satisfacción del deseo de comer pan tiene que emplearse el esfuerzo primero en producir el grano, después en cosecharlo, después en convertirlo en harina, después en transformar la harina en pan. En cada uno de estos estadios (y pueden ser subdivididos) hay un aumento de riqueza; es decir, alguna parte del esfuerzo requerido para llegar al punto en que se recogerá la satisfacción final ha sido realizado y es atado o almacenado en forma concreta, de tal modo que lo que se ha adelantado hacia el resultado final puede ser utilizado en cada uno de los restantes estadios del proceso. El grano es un artículo de riqueza que expresa el esfuerzo necesario para producirlo y cosecharlo, en tal forma que desde este punto se pueda continuar hacia la satisfacción del deseo, ya alimentando con él animales domésticos, ya convirtiéndolo en almidón o alcohol, etc., ya transformándolo en harina y fabricando pan. La harina, a su vez, es un artículo de riqueza que abarca el esfuerzo necesario para la producción de grano, y el esfuerzo posterior requerido por la molienda; y el pan es un artículo de riqueza que comprende esto, y el esfuerzo adicional exigido por la panificación en una forma cuyo consumo (en este caso comiéndoselo) dará la satisfacción del deseo de que el pan es susceptible.

La idea de riqueza no puede ser reducida a la de satisfacción, puesto que aun cuando la intención y el resultado del esfuerzo es la satisfacción de un deseo por parte del que emplea este esfuerzo, hay un paso necesario e intermedio en el cual el empleo de esfuerzo reposa o es almacenado durante un intervalo en forma concreta y desde el cual puede ser dirigido, no solamente a la satisfacción del deseo del que realiza el esfuerzo, sino igualmente al de otro. Si hoy cojo yo fruta para la satisfacción del apetito de mañana, la satisfacción que obtenga cuando me la coma no será para mí el resultado directo de un esfuerzo, sino que recogeré mi satisfacción como resultado de un servicio: un servicio del cual yo mismo soy el directo beneficiario, pero que no sería menos verdaderamente un servicio en el caso de que mi mujer fuese la receptora de la satisfacción obtenida comiéndoselo.

Así, si yo quisiera expresar la idea de riqueza en su más amplia generalización, el término más comprensivo que podría elegir sería una palabra que expresara la idea de servicio sin limitación en cuanto al modo. La idea esencial de riqueza es realmente la de servicio incorporado a una forma material, y todo nuestro disfrute, cambio, donación u obtención de riqueza, es realmente, en su origen, el disfrute, cambio, donación u obtención de servicios, palabra que envuelve la posibilidad de distinguir de persona entre el que realiza el esfuerzo y la que recibe la satisfacción final, que es la meta de aquél.

Servicios de alguna clase son esenciales para la vida, de tal modo que puede dudarse de si aun en lo que el microscopio nos muestra de los más bajos rudimentos de la escala de la vida hay algo que venga a la vida y se mantenga en ella conteniéndose y bastándose a sí propio.

Pero la primera y más sencilla forma del servicio, aquélla en que el receptor obtiene más directamente la satisfacción derivada de la acción (y a la cual reservaremos el vocablo servicio para distinguirla), aunque es capaz de ser dada, recibida y cambiada, lo es solo dentro de muy estrechos límites, puesto que la acción se consume en dicho servicio directo y está concluida y hecha, mientras que la acción productora de riqueza no está consumida, sino almacenada o atada en una forma intermedia y material para ser consumida en la satisfacción cuando se necesita. En el servicio directo, el poder de la acción humana para satisfacer el deseo humano es como el poder de la electricidad en la bombilla de luz o en la chispa de la botella de Leyden. Pero en el servicio indirecto, por medio de la riqueza, la acción permanece no utilizada durante un tiempo en forma fácilmente cambiable, de la cual puede ser extraída para el uso, como el poder de la electricidad permanece en forma transportable y cambiable en una batería de acumuladores. Tan estrechos son realmente los límites del cambio de servicio directo por servicio directo que, aun cuando se realice algunas veces en nuestra más alta civilización, es claro que si fuera el único medio por el cual la acción de una persona puede ser utilizada para procurar satisfacción a otra, no podría existir nada semejante a lo que llamamos civilización ni en verdad creo que la vida humana, en cualquier etapa de las que conocemos, podría continuar.

Puedo embetunar vuestras botas conviniendo que en retorno me afeitéis, o satisfaceros contándoos un cuento a condición de que me satisfagáis entonando un canto, y la posibilidad de tal cambio puede a veces ensancharse por el convenio de que, aunque os limpie las botas u os relate un cuento hoy, me afeitaréis o entonaréis un canto en un tiempo futuro, y que lo haréis para mí o para algún otro a quien pueda obsequiar haciendo que en mi lugar reciba el prometido servicio. Pero manifiestamente el cambio de servicios que puede efectuarse de este modo no es nada comparado con el cambio que se hace posible cuando el servicio está incorporado en forma concreta de riqueza, y puede pasar de mano en mano y usarse a voluntad en la satisfacción del deseo.

Por esta transmutación del trabajo en riqueza, el cambio, aun de aquellos servicios que no pueden ser convertidos en riqueza desde el momento en que tienen que rendirse directamente a la persona, se facilita mucho. Deseo, por ejemplo, de otro un servicio como el de transportar un saco o un mensaje, o el de llevarnos a mí y mis bagajes de un lugar a otro en coche, carro o tren. No hay servicio equivalente de mi parte deseado por aquéllos cuyo servicio apetezco, ni si lo hay puedo yo detenerme a prestárselo; mas por la intervención de la riqueza se hace posible la satisfacción del deseo por ambos lados, y el cambio se completa en el acto; aquéllos de quienes yo obtengo el servicio reciben de mí algún artículo de riqueza o representación de riqueza que ellos pueden dar en cambio por riqueza o por directos servicios de otros. Así, y sólo así es como se hace posible el gran conjunto de los cambios de servicios directos que se efectúa en la civilización. Verdaderamente, sin riqueza, es difícil ver como los hombres podrían aprovecharse unos de las facultades de los otros en una extensión mucho mayor que lo hacen los animales; pues que algunos animales cambian servicios, cualquiera que haya observado a los monos espulgándose los unos a los otros tiene que haberlo comprobado. La riqueza es producida por el hombre, y, por consecuencia, no pudo haber riqueza en el mundo hasta después que el hombre vino; exactamente lo mismo que las abejas tienen que preceder a la miel que ellas hacen. Pero aunque el hombre no tenga instinto productor de riqueza como las abejas tienen instinto productor de miel, la razón lo reemplaza y el hombre produce riqueza tan natural y ciertamente como las abejas hacen la miel, tan natural y ciertamente que, salvo en condiciones antinaturales y transitorias, jamás se han encontrado hombres desprovistos de todas las formas de riqueza.

Siendo la idea esencial de riqueza la de esfuerzo impreso sobre la materia o poder de prestar servicios almacenados en forma concreta, hablar de riqueza inmaterial, como algunos economistas profesionales hacen ahora, es tan contradictorio en sus términos como lo sería hablar de un círculo cuadrado o de un cuadrado triangular. No puede ser realmente objeto de riqueza nada que no sea tangible a los sentidos. En el estricto sentido del término, no puede la riqueza incluir ninguna substancia natural, ni formas, ni poder, no modificados por el esfuerzo del hombre, ni ningún poder humano o capacidad para el esfuerzo. Hablar de riqueza natural o hablar de la destreza, cultura o energías humanas como comprendido en la riqueza es también una contradicción de términos.




ArribaAbajoCapítulo XVII

La riqueza llamada capital


Exponiendo lo que es realmente la riqueza llamada capital

Capital es una parte de la riqueza usada indirectamente para satisfacer el deseo.-Sencillo ejemplo del fruto.-La riqueza permite el almacenamiento del trabajo.-El toro y el hombre.-El esfuerzo y sus poderes más altos.-Las cualidades personales no pueden ser realmente riqueza o capital.-El «tabou» y su forma moderna.-Opiniones corrientes sobre la riqueza y el capital.

Como hemos visto, no toda la riqueza se consagra a su consumo para la satisfacción del deseo. Gran parte de ella se dedica a la producción de otras formas de riqueza. La parte de riqueza dedicada así a la producción de otra riqueza es lo que se llama propiamente capital.

Capital no es cosa diferente de riqueza, no es sino una parte de riqueza que difiere de la otra riqueza únicamente en su empleo, que no es satisfacer directamente los deseos, sino satisfacerlos indirectamente asociándose a la producción de la otra riqueza.

He hablado de riqueza como el resultado concreto, la incorporación tangible, por el cambio originado en las cosas materiales, del trabajo encaminado a la satisfacción del deseo, sin que todavía haya alcanzado, o por lo menos alcanzado completamente, el punto de satisfacción, el consumo.

Ahora bien, si este resultado concreto del trabajo, la riqueza, es empleado, no en satisfacer directamente los deseos consumiéndola, sino en el propósito de obtener más riqueza, se convierte por este uso en lo que denominamos capital. Es riqueza consagrada, no al empleo final de la riqueza, la satisfacción de los deseos, sino apartada, por decirlo así, para pasar al través de otro estadio, por el cual puede conseguirse mas riqueza y aumentar las posibilidades finales de satisfacerlas.

Para volver al más sencillo ejemplo que dimos en el capítulo que trataba de la riqueza: el hombre que, encontrando un árbol frutal recoge el fruto y se lo come, emplea su trabajo en la más directa y primitiva forma, la de satisfacer el deseo. Su deseo queda, por el momento, satisfecho, pero el trabajo que él ha empleado se disipa por completo; no queda ningún resultado que le ayude a la futura satisfacción del deseo.

Pero si no contento con la satisfacción del deseo presente se lleva parte del fruto adonde pueda más tarde obtenerlo más fácilmente, tiene, en este fruto ahorrado, un resultado concreto del empleo del trabajo. Su trabajo empleado en recoger y trasladar el fruto que conserva ha sido como si lo almacenara, como la energía puede ser almacenada fabricando un arco o afilando una piedra para utilizarla otra vez en lo futuro. Este trabajo almacenado -en este caso concreto, este fruto recogido y transportado- es riqueza y retiene este carácter de riqueza o de trabajo almacenado: 1.º hasta que es consumida aplicándose a la satisfacción del deseo; 2.º hasta que es destruida, por que se pudre, por los estragos de los insectos u otros animales o por cualquier otro cambio que desvanece su poder de contribuir a la satisfacción del deseo.

Pero el hombre que ha obtenido así la posesión de riqueza cosechando ese fruto y transportándolo a un lugar más conveniente puede utilizar de diferentes modos la potencia de éste para satisfacer el deseo. Permitidme suponer que divide esta riqueza, este fruto ahorrado, en tres porciones: una porción se la comerá cuando le venga en gana; otra porción la dará a otro hombre en cambio de alguna otra forma de riqueza, y la tercera porción la sembrará a fin de poder en lo futuro satisfacer más fácil y abundantemente su deseo de tal fruto.

Las tres porciones son igualmente riqueza. Pero la primera es meramente riqueza; su uso es el uso final de toda riqueza: la satisfacción del deseo. La segunda y tercera porción no son riqueza simplemente: son capital; su empleo es el de obtener más u otra riqueza, que a su vez puede ser empleada en la satisfacción del deseo.

En otras palabras, todo capital es riqueza; pero no toda riqueza es capital. Capital es riqueza aplicada a la producción de más o de otra riqueza. Es trabajo almacenado que no se aplica por un paso posterior al último fin y propósito de todo trabajo, la satisfacción del deseo; sino a la producción de más riqueza por un posterior almacenamiento de trabajo.

Por medio del almacenamiento de trabajo que la producción de riqueza implica se hace posible al hombre cambiar el tiempo en que un esfuerzo dado será utilizado en la satisfacción del deseo, aumentando de este modo grandemente la suma de satisfacciones que un esfuerzo dado pueda proporcionarle. Y utilizando la riqueza como capital, que es llamar el pasado esfuerzo al servicio del esfuerzo presente, se capacita para concentrar el esfuerzo sobre un punto dado, y, en un tiempo dado, trayendo a ellos, como encarriladas, fuerzas de la Naturaleza que rebasan mucho el poder de aquéllas que la Naturaleza ha puesto a su disposición en el organismo humano.

Por ejemplo, la Naturaleza da al toro en su macizo testuz y en sus aguzados cuernos un arma ofensiva, por la cual el conjunto casi de las fuerzas de su organismo puede concentrarse sobre uno o dos puntos reducidos, utilizando de este modo el máximum de fuerza sobre el mínimum de resistencia. Aquélla no le ha dado al hombre armas como esas, porque sus puños cerrados, las más análogas a los cuernos del toro que sus recursos corporales le proporcionan, son un arma muy inferior. Pero convirtiendo su trabajo en capital en una lanza, encuentra el medio de concentrar casi todo el conjunto de su fuerza corporal sobre un punto más reducido aún que pueda hacerlo el toro, y dando a su trabajo y capital la forma de un arco, de una ballesta o de una honda, puede ejercitar en un instante la fuerza que le ha sido posible acumular durante más largos intervalos de tiempo; y, finalmente, como resultado de muchas transmutaciones de trabajo en capital, puede emplear en el rifle fuerzas químicas más potentes que ninguna de las fuerzas que las energías de su propio cuerpo ponen a su disposición.

Riqueza, en una palabra, es trabajo que se eleva a un más alto o segundo poder, almacenándose en formas concretas que le comunican cierta permanencia y permiten así utilizarlo para satisfacer los deseos en otros tiempos u otros lugares. Capital es trabajo almacenado que se eleva todavía a un más alto o tercer poder, empleándolo para ayudar al trabajo en la producción de nueva riqueza, o de más amplias satisfacciones directas del deseo.

Ha de observarse, asimismo, que siendo el capital una forma de la riqueza, es decir, riqueza usada con el propósito de ayudar al trabajo en la producción de más riqueza o de mayores satisfacciones, nada puede ser capital que no sea riqueza, y el término capital está sujeto a todas las restricciones y limitaciones aplicadas al término riqueza. Las cualidades personales, como el saber, la destreza, la laboriosidad, son cualidades del trabajo y nunca pueden ser consideradas propiamente como capital. Aunque, en el lenguaje común, puede permitirse que se hable en sentido metafórico de tales cualidades como capital, significando de este modo que son susceptibles de proporcionar a su poseedor ventajas análogas a las que el capital da, sin embargo, transferir este uso metafórico del lenguaje al razonamiento económico es, como muchos voluminosos tratados atestiguan, ocasión de confusiones fundamentales.

Y así, aunque la posesión de esclavos, de privilegios especiales, de deudas públicas, de hipotecas o de créditos u otras cosas del género que hemos dicho al tratar de la falsa riqueza, pueden, en las manos de su poseedor individual, ser equivalentes a la posesión de capital, no pueden constituir parte del verdadero capital. Todas las deudas públicas del mundo no añaden lo más mínimo al capital del mundo: son incapaces de ayudar en una jota a la producción de riqueza, así como la mayor parte de lo que figura en nuestras estadísticas oficiales como capital invertido en ferrocarriles, etcétera, en realidad no es más que la inflación de la expectativa. Capital, en sentido económico, es una cosa tangible, material, materia cambiada de lugar, forma o condición, de modo que se adapte a los usos humanos y aplicada a ayudar al trabajo en la producción de riqueza o de satisfacciones directas.

Recurramos a nuestro sencillo ejemplo primero: Un reyezuelo de las islas Haway, en los tiempos de su antigua idolatría, descubriendo un árbol cargado de frutos, comió de su fruto y puso así el árbol bajo el tabou. Así podía obtener para sí propio ventajas equivalentes a las que hubiera obtenido llevándose parte del fruto a un lugar más conveniente, porque privando a los demás de que recogiesen aquel fruto podía inducir a algunos a que se lo llevaran a cambio del privilegio de tomar parte de él. Pero el resultado no hubiera sido el mismo para la sociedad como un conjunto. Sus cortesanos podían obtener los frutos del trabajo, pero sólo apropiándose virtualmente el trabajo de otros.

Y del mismo modo, el descendiente de un misionero haitiano, que en la propiedad legal de la tierra encuentra el equivalente cristiano del antiguo poder pagano del tabou, puede en recompensa del privilegio de permitir a otros que apliquen trabajo a su tierra, obligarles a que le den riqueza o capital. La posesión de este poder, en cuanto a aquél concierne, es equivalente a la posesión de riqueza o capital, pero no así para la sociedad. No implica adición a la suma de la producción o al poder de futura producción. Implica solamente la facultad de afectar a la distribución de lo que por otros agentes ya ha sido producido.

El hecho de que parte de lo que realmente es riqueza es capital, y que lo que no es riqueza no es capital, es tan claro, que es paladinamente reconocido en el lenguaje usual, si atendemos al recto u original significado de las palabras. Como dije en Progreso y miseria, al hablar del capital (libro I cap. II «El significado de los términos»):

«Si los artículos de riqueza actual existentes en un tiempo y en una sociedad dados fuesen expuestos ante una docena de hombres inteligentes que nunca hubieran leído una línea de Economía Política, es indudable que no disentirían ni con relación a un solo artículo en cuanto a lo que debe ser considerado capital o no. El dinero que sus propietarios retiren para emplearlo en sus negocios o para traficar, sería considerado, capital; el dinero apartado para su hogar o sus gastos personales, no lo sería. Aquella parte de la cosecha de un labrador destinada a la venta o a la siembra, o a pagar parte de los salarios en alimentos, sería estimada capital; la reservada para el uso de su propia familia, no lo sería. Los caballos y coches de un alquilador de carruajes, serían clasificados como capital; pero un tren poseído para deleite de sus propietarios, no lo sería. Así nadie pensaría en contar como capital los cabellos postizos sobre la cabeza de una mujer, o el cigarro en los labios de un fumador, o el juguete con que el niño está divirtiéndose; pero las existencias de un peluquero, de un estanquero o de un almacenista de juguetes, serían estimadas como capital sin vacilación. Un traje hecho por un sastre para venderlo se estimaría capital, pero no el traje que se hiciera para sí propio. Los alimentos en poder de un hostelero o de un fondista serían juzgados capital, pero no el alimento en la despensa de una madre de familia o en la fiambrera de un trabajador. Los lingotes de hierro en las manos de un fundidor, un herrero o un comerciante, serían estimados capital, pero no los lingotes empleados como lastre en la bodega de un yate. El fuelle de un herrero, el telar de una fábrica, serían capital; pero no la máquina de coser de una mujer que sólo la emplea para usos propios; lo sería un edificio para alquilar, o empleado en negocios o fines productivos, pero no el propio hogar. En una palabra, creo que encontraríamos ahora como cuando Adam Smith escribió, 'que aquella parte del caudal de un hombre del cual éste espera recoger una renta, es llamado su capital'. Y omitiendo su infortunado desliz en cuanto a las cualidades personales y cualificando de algún modo su enumeración del dinero, es dudoso que pudiéramos hacer mejor lista de los diferentes artículos de capital que la hecha por Adam Smith en el párrafo que en la parte anterior de éste capítulo he condensado.

Si después de haber separado así la riqueza que es capital de la que no lo es, buscamos la distinción entre las dos clases, encontraremos que no está en el carácter, capacidad o destino final de las cosas mismas donde vanamente se ha procurado buscarlas, sino que, a mi juicio, la encontraríamos en que estén o no en posesión del consumidor24. Los artículos de riqueza que en sí mismos, en sus usos o en sus productos, todavía han de ser cambiados son capital. Los artículos de riqueza que se hallen en manos del consumidor, no lo son. Por consiguiente, si definimos el capital como riqueza durante el cambio, entendiendo que el cambio incluye no solamente el paso de una mano a otra, sino también todas las transmutaciones que se efectúan cuando las fuerzas reproductivas o transformadoras de la Naturaleza son utilizadas para el aumento de riqueza, comprenderemos, a mi juicio, todas las cosas que la idea general de capital comprende adecuadamente y excluiremos todo lo que no comprende. Bajo esta definición, a mi juicio, por ejemplo, caerían todos los instrumentos que son verdaderamente capital. Porque lo que hace que un instrumento sea un artículo de capital, o solamente un artículo de riqueza, es que sus servicios o usos hayan de ser cambiados o no. Así el torno de un fabricante empleado en hacer cosas que se han de cambiar, es capital; mientras que el torno que posee un aficionado, no lo es. Así la riqueza empleada en la construcción de un ferrocarril, una línea telegráfica pública, un ómnibus, un teatro, un hotel, etc., puede decirse que está situada en el proceso del cambio. El cambio no se efectúa de una vez, sino poco a poco, con un número indefinido de gente. Sin embargo, hay un cambio, y los «consumidores» del ferrocarril, del telégrafo, del ómnibus, del teatro o del hotel, no lo son sus propietarios, sino las personas que de tiempo en tiempo hacen uso de ellos.

Ni es incompatible esta definición con la idea de que capital es aquella parte de la riqueza consagrada a la producción. Es idea demasiado angosta de la producción aquella que la confina a la simple fabricación de cosas. La producción abarca, no solamente el hacer las cosas, sino el llevarlas hasta el consumidor. El mercader o el almacenista es así tan verdaderamente productor como el fabricante o el agricultor, y sus existencias o capital se hallan tan consagrados a la producción como los de éstos. Pero no vale la pena de ahondar ahora en las funciones del capital, que podremos determinar mejor después. Ni tiene esto para la definición de capital que he propuesto importancia alguna. No estoy escribiendo un libro de texto, sino solamente procurando descubrir las leyes que rigen un problema social, y si el lector ha llegado a formarse idea clara de las cosas a que nos referimos cuando hablamos de capital mi propósito está logrado.

Pero antes de cerrar esta digresión, permitidme llamar la atención hacia algo que frecuentemente se olvida, a saber: que los términos 'riqueza', 'capital', 'salarios', y análogos, según se usan en Economía Política, son términos abstractos y que nada puede ser afirmado o negado de ellos con carácter general, que no pueda ser afirmado o negado de todo el género de cosas que representan. El no retener esto en el pensamiento ha conducido a muchas confusiones de ideas, y permite que falacias, en otro caso visibles, circulen como verdades notorias. Siendo la riqueza un término abstracto, la idea de riqueza, recuérdese, implica la idea de cambiabilidad. La posesión de riqueza en una cierta suma es potencialmente la posesión de cualquiera o de todas las especies de riqueza que en el cambio le son equivalentes. Y, por consecuencia, lo mismo el capital.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Porque la Economía Política estudia sólo la riqueza


Exponiendo que la Economía Política, según se ha afirmado con razón, abarca todas las relaciones sociales de los hombres en las cuales es necesario indagar

La Economía Política no comprende todos los esfuerzos para la satisfacción de los deseos materiales; pero abarca la mayor parte de ellos, y es mediante el valor como se hace el cambio de servicios por servicios. -Su cometido y dominio.

La Economía Política ha sido definida, y, a mi juicio, suficientemente, como «la ciencia que trata de la naturaleza de la riqueza y leyes de su producción y distribución». El objetivo capital o materia fundamental de la Economía Política, es, por consiguiente, la riqueza. Ahora bien, como ya hemos visto, la riqueza no es el único resultado del esfuerzo humano, ni es verdaderamente el fin y propósito y causa final del humano esfuerzo. Este no se alcanza hasta que la riqueza se gasta y consume en la satisfacción del deseo. La riqueza, en sí misma, es de hecho como un estadio o un almacén en el camino que media entre el impulso del deseo y la satisfacción final; un punto en el cual el esfuerzo, caminando hacia la satisfacción del deseo, permanece durante algún tiempo almacenado en forma concreta, y desde el cual puede partir para lograr la satisfacción que es su último propósito. Y hay esfuerzos encaminados a la satisfacción del deseo que no pasan al través de ninguna forma de riqueza.

¿Por qué, pues, la Economía Política, en sí misma, sólo se refiere a la producción y distribución de riqueza? ¿No es el objeto propio de esta ciencia la producción y distribución de satisfacciones humanas; y esta definición, al mismo tiempo que abarcaría la riqueza, como satisfacciones materiales mediante servicios materiales, no comprendería también los servicios que no toman forma concreta?

Mi respuesta es que no me he comprometido a poner los cimientos de una nueva ciencia, sino sólo a tratar de explicar y precisar una en la que ya se ha trabajado mucho. Deseo, por consiguiente, en cuanto alcance, seguir los viejos caminos y usar los términos habituales, apartándome sólo de ellos cuando conduzcan claramente al error, de lo cual hay en verdad sobrados ejemplos.

Y además de esto, creo que la reflexión nos muestra que un estudio de la producción y distribución de la riqueza comprenderá casi todo lo que se acostumbra a considerar producción y distribución de las satisfacciones.

Aunque la riqueza no abarque la totalidad de los esfuerzos para la satisfacción de los deseos materiales, contiene lo que en una sociedad muy civilizada constituye la mayor parte de aquéllos, y es, como si dijéramos el cruce o lugar de distribución donde se efectúa la transferencia de servicios no consagrados a la producción de riqueza, sino a la directa consecución de satisfacciones.

Así, el barbero, el cantante, el médico, el dentista, el actor, no producen riqueza, sino satisfacciones directas. Pero no sólo sus esfuerzos empleados de ese modo se consagran principalmente a procurarse riqueza, que ellos reciben en cambio de sus servicios, sino que todo cambio entre ellos mismos de servicios por servicios se efectúa por medio de la riqueza. Es decir, el actor no paga a su barbero con recitados, ni el cantante a su médico con notas, ni tampoco el barbero ni el médico pagan habitualmente con rasuramientos o cuidados médicos la satisfacción que reciben oyendo declamar o cantar. Cada uno de ellos, habitualmente, cambia sus servicios por riqueza o representación de riqueza, y ésta la cambian por los otros servicios que deseen. Así, en la sociedad civilizada, sólo en raros y excepcionales casos hay cambio directo de servicios por servicios. A esto podemos añadir que las leyes que rigen la producción y distribución de los servicios son esencialmente las mismas que aquéllas que rigen la producción y distribución de la riqueza. Por consiguiente, vemos que todos los fines de la Economía Política pueden lograrse, si sus investigaciones lo son de la naturaleza de la riqueza y de las leyes que rigen su distribución y producción.

La Economía Política tiene un cometido y dominio propios. No es ni puede ser la ciencia de todas las cosas; porque el día en que un sistema pudo abarcar el dominio total del saber humano ha pasado hace mucho tiempo, y tiene que alejarse aún más con el acrecentamiento de la cultura. Aun hoy, la ciencia política, aunque estrechamente conexionada con la Economía Política, es, según yo la concibo, claramente distinta de ésta, sin hablar de las casi innumerables ciencias restantes que tratan de las relaciones del hombre con otros individuos y de los afines con que aquél está en contacto.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Confusiones éticas acerca de la riqueza


Exponiendo cómo rico y pobre son correlativos y por qué Cristo simpatizó con los pobres

La legitimidad de la riqueza y la disposición a mirarla como sórdida y vil.-El verdaderamente rico y el verdaderamente pobre.-Son verdaderamente correlativos.-El recto sentido de las enseñanzas de Cristo.

En cuanto al deseo de riqueza en el sentido político-económico, según lo he expuesto, nada hay de sórdido o vil. La riqueza, por el contrario, es un objeto del deseo o del esfuerzo perfectamente legítimo. Obtenerla es sencillamente aumentar los poderes del individuo sobre la Naturaleza, y ser estimulado por el mismo deseo esencialmente noble de aumentar en todas direcciones nuestros poderes, o nuestro saber o de elevarnos en cualquier dirección sobre el nivel del mero animal, del cual partimos; además, nadie puede aumentar su propia riqueza en el usual sentido de aumentar el valor de producción, sin que al mismo tiempo haga algo beneficioso para todos los demás.

¿Cómo es, pues, que la riqueza es mirada tan recelosamente por nuestro sentido moral; que decimos que no la buscamos y aun la usamos de mala gana; que las más altas eminencias de nuestro más exquisito saber la miran despreciativamente, si no con repugnancia, y que la Economía Política, que es la ciencia de la naturaleza, producción y cambio de la riqueza, es considerada generalmente como una ciencia egoísta y cruel?

Si abordamos esta cuestión plenamente tenemos que ahondar, a mi juicio, más aun que lo hemos hecho.

Hay una distinción sobre la cual nuestro examen de la riqueza y del valor pueden arrojar luz, la distinción que comúnmente se hace entre rico y pobre. Significamos por hombre rico, un hombre que posee muchas cosas que tienen valor, es decir, mucha riqueza o mucho poder de disponer de riqueza o servicios de otros. Y por hombre pobre significamos un hombre que posee poco o nada de tales cosas de valor. Pero, ¿cuál es la línea divisoria entre rico y pobre? No hay fronteras claramente reconocidas en el pensamiento vulgar, y a un hombre se le llama rico o pobre conforme al grado social en que estimamos que se encuentra. Entre los campesinos de Connemara, como en la canción, una mujer con tres bueyes será considerada rica; y entre los esquimales, según la fábula de Mark Twain, la posesión de unos pocos anzuelos de hierro puede ser prueba tan convincente de riqueza, como la profusión de brillantes de una dama cristiana entre los millonarios americanos. Hay zonas sociales en New York Cit. en las que no será reputado pobre ningún hombre que tenga medios de encontrar un albergue por la noche y un almuerzo por la mañana, y hay otros círculos en los cuales un Vanderbilt pudo decir que un hombre que sólo posea un millón de dólares puede, con economía, vivir tan confortablemente como si fuera rico.

Pero ¿no hay alguna regla cuya admisión nos permita decir con algo parecido a la precisión científica que este hombre es rico y aquel hombre es pobre; alguna línea cuya posesión nos consienta distinguir con exactitud entre el rico y el pobre en todos los lugares y condiciones de la sociedad; una línea de natural, media o normal posesión, por bajo de la cual esté la pobreza en sus varios grados y por cima de la cual, en sus varios grados, la riqueza? Me parece a mí que tiene que haberla. Y, si reflexionamos, veremos que existe.

Si prescindimos un instante del estricto significado económico de servicio, por el cual se distingue fácilmente el servicio directo del servicio indirecto incorporado a la riqueza, podemos reducir todas las cosas que indirectamente satisfacen los deseos humanos a un solo término: servicio; exactamente, como reducimos las fracciones a un común denominador. Ahora bien, ¿hay o no una linea natural o normal de posesión o disfrute de servicios? Claramente la hay. Es la de la igualdad entre lo que se da y lo que se recibe. Este es el equilibrio que Confucio expresó en la áurea palabra de sus enseñanzas, que en inglés traducimos por «reciprocidad». Naturalmente, los servicios que un miembro de la sociedad humana tiene derecho a recibir de otros miembros son los equivalentes a aquéllos que él presta a los demás. Esta es la línea normal de la cual lo que llamamos riqueza y lo que llamamos pobreza tienen que partir. Aquél que puede exigir más servicios de los que necesita prestar, es rico; es pobre aquél que dispone de menos servicios de los que presta o desea prestar; porque en nuestra civilización contemporánea debemos advertir el hecho monstruoso de que, habiendo hombres que desean trabajar, no pueden encontrar siempre oportunidad para hacerlo. El uno tiene más de lo que debe tener, el otro tiene menos. Ricos y pobres son, pues, correlativos, recíprocamente; la existencia de una clase de ricos implica la existencia de una clase de pobres, y viceversa; y el lujo anormal de un lado y la carencia anormal de otro, tienen una relación de necesaria secuencia. Para poner esta relación en términos de moral: los ricos son los ladrones, puesto que, por lo menos, son partícipes en los productos del robo; y los pobres son los robados.

Esta es la razón, a mi juicio, por la que Cristo, que no era en verdad un hombre de tan lenguaje confuso como algunos cristianos parecen creer que fue, siempre manifestó simpatía hacia el pobre y repugnancia hacia el rico. En su filosofía, era mejor ser robado que robar. En el reino de la justicia que Él predicó, ricos y pobres serán imposibles porque rico y pobre, en el verdadero sentido, son los resultados de la injusticia. Y cuando dijo: «Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino del cielo», simplemente hizo en las formas hiperbólicas de la metáfora oriental una afirmación de hecho tan fríamente verdadera como la afirmación de que dos líneas paralelas no pueden encontrarse nunca.

La injusticia no puede vivir donde la justicia impera, y aun cuando el hombre pudiera lograrla, su riqueza -su poder de exigir servicios sin dar servicios- tiene por necesidad que desaparecer. ¡Si no puede haber pobres en el reino del cielo, claro está, que tampoco puede haber ricos!

Y del mismo modo es absolutamente imposible en este o en cualquier otro mundo concebible, suprimir la miseria injusta sin suprimir al mismo tiempo posesiones injustas. Esta es una frase dura para la amable sofistería filantrópica que, para hablar metafóricamente, gustaría alcanzar un buen sitio al lado de Dios sin irritar al demonio. Mas, a pesar de ello, es una frase verdadera.




ArribaAbajoCapítulo XX

De la permanencia de la riqueza


Exponiendo que los valores de obligación parecen realmente durar más que los valores de producción

Valor de producción y valor de obligación.-El uno material y el otro existente en lo espiritual.-Superior permanencia del espiritual.-Jactancia de Shakespeare.-Edificios de Mecenas y odas de Horacio.-Los dos valores ahora existentes.-Los privilegios y el valor de la tierra duran más que el oro y las piedras preciosas.-La destrucción con el progreso social.-Conclusiones de todo esto.

Al hacer la distinción entre valores de producción, que verdaderamente constituyen riqueza en Economía Política, y valores de obligación, que no son riqueza verdaderamente, y pueden, cuando más, ser clasificados como «riqueza relativa» en contraposición a la «riqueza efectiva», hay un importante, y para nuestro usual modo de pensar, una inesperada diferencia que mencionar entre ellos con relación a la permanencia y al efecto del progreso de la sociedad sobre su valor.

El valor de producción, o riqueza efectiva, consiste en cosas materiales. Estas cosas son, como si dijéramos, tomadas por el trabajo de los depósitos de la Naturaleza, y por virtud de su materialidad tienden a volver a aquellos depósitos desde el momento en que son tomados, exactamente como el agua tomada del Océano tiende a volver al Océano. El gran conjunto de la riqueza es, verdaderamente, producido con una intención de consumo que implica su inmediata destrucción. Y, aunque creo que podemos hablar propiamente en diferente sentido del consumo de un libro leyéndolo, o de un cuadro o una estatua mirándolos, aún las partes no sujetas a una intencionada y casi inmediata destrucción, lo están a ésta por la obra de los elementos, por la desintegración mecánica y química, y, en último término, por su pérdida. Realmente, la mayor parte de las cosas materiales, si no todas en absoluto, después de haber sido traídas a la existencia, requieren el constante ejercicio del trabajo para mantenerlas en ella e impedir su retorno a los depósitos de la Naturaleza.

Pero aquellas cosas que tienen un valor que no procede del ejercicio del trabajo y que representan el poder dado por la ley, consentimiento o costumbres humanos de apropiarse los productos del esfuerzo, tienen su existencia real en el pensamiento o voluntad humanos, el elemento espiritual del hombre. El papel que utilizamos para conferirlo, o proclamarlo o atestiguarlo, no son las cosas mismas, sino meras ayudas de la memoria. La esencia de una deuda no es la letra o el pagaré sino una obligación moral o un concierto mental; la esencia de un privilegio no es la carta escrita ni el ejemplar de una ley, sino la voluntad del soberano, que, teóricamente, se supone ser la voluntad de todos. La propiedad de la tierra no es el título de propiedad, sino la misma voluntad soberana o el supuesto consentimiento general.

Así como la parte espiritual del hombre -entendimiento, voluntad y memoria- continúa la misma mientras que la materia de que su cuerpo está compuesto continuamente se va transformando, así, una impresión mental conservada por la tradición, la creencia o la costumbre, en lo que podemos denominar la mentalidad social, puede permanecer mientras que los cambios físicos realizados por el hombre desaparecen. Es probable que los más antiguos vestigios de la presencia del hombre sobre la tierra se encuentren en las palabras que todavía circulan, y que los cantos de la nodriza y los juegos de los niños antecedan a los más sólidos monumentos. No era falsa vanidad de Shakespeare la de que sus versos sobrevivirían al mármol y al bronce. Los edificios oficiales levantados por el poderoso primer ministro de Augusto César, no han servido para perpetuar su memoria; pero mucho más allá de lo que su mundo se extendió, el nombre de Mecenas vive todavía para nosotros en las odas de Horacio.

Ahora bien, del mismo modo, los valores que no pueden ser incluídos en la categoría de riqueza, constituyen una clase mucho más duradera que los valores que son propiamente incluídos. Nosotros, en la civilización contemporánea, generalmente limitamos el tiempo durante el cual las deudas, los pagarés u obligaciones semejantes del individuo pueden ser exigidas legalmente. Pero hay combinaciones por las cuales, un valor, que en realidad no es sino una obligación de entregar en lo futuro trabajo, puede continuar durante más largos períodos; al paso que muchos valores de naturaleza semejante, son considerados perpetuos, como ocurre en el caso de las deudas públicas, en el de algunos privilegios y con los derechos exclusivos a la tierra. Estos pueden conservar su valor íntegro, mientras el valor del gran conjunto de artículos de riqueza disminuye y desaparece.

¡Cuán poco de la riqueza que existía en Inglaterra hace doscientos años existe ahora! Y la parte infinitesimal que todavía existe ha sido conservada en la existencia solo con cuidados y fatigas constantes. Pero el caudal invertido en la Deuda pública de Inglaterra aún conserva su valor. De igual modo, las pensiones perpetuas concedidas a sus favoritas y concubinas por los reyes de Inglaterra aún subsisten. Lo mismo ocurre con los patronatos, derechos de pesquería, mercado y otros privilegios especiales. Mientras que patentes como las de la Compañía New Rever, y el derecho al uso exclusivo de la tierra, en muchos sitios ha aumentado enormemente de valor. Estas cosas no han exigido cuidados o inquietudes para conservarlas. Por el contrario, han sido fuentes de continuos ingresos para sus propietarios, han permitido a sus propietarios exigir continuamente a generación tras generación de ingleses que padezcan fatigas e inquietudes en beneficio de ellos. Todavía su valor, esto es, su poder de continuar haciendo esto, permanece, no sólo íntegro, sino en muchos casos enormemente aumentado.

De todos los artículos de valor de producción, aquéllos que durante más tiempo retienen su cualidad de valiosos son los metales y piedras preciosas. En la moneda acuñada y en las joyas, pasando de mano en mano en los cambios de la civilización moderna, hay indudablemente algunas partículas del metal Y algunas piedras preciosas que tuvieron valor en la alborada de la historia y que lo han conservado desde entonces. Pero estas son raras y singularísimas excepciones. En cuanto podemos ver con alguna certidumbre, la cualidad del valor ha estado durante más tiempo y más constantemente adscrita a la propiedad de la tierra, que no es artículo de riqueza, que a ninguna otra cosa valuable. El pequeño pedazo de tierra situado en las laderas sabinas que Mecenas dio a Horacio, había sido indudablemente comprado y vendido y cambiado durante siglos antes de entonces y tiene, indudablemente, un valor hasta hoy. Y lo mismo, seguramente, ocurre con algunos de los solares de Roma. Al través de todas las mutaciones en las fortunas de la ciudad imperial, algunos de aquéllos han continuado, indudablemente, conservando un valor, unas veces más bajo y otras veces más alto. Esta permanencia del valor es la que ha inducido a los abogados a denominar a la propiedad de la tierra, aunque en manera alguna es riqueza, propiedad real. Su valor permanece mientras la población continúa en ella y mientras las costumbres o leyes civiles garantizan los privilegios especiales de apropiarse el provecho que resulta de su uso.

Y entre los artículos de riqueza y las cosas de la índole de privilegios especiales, como las patentes y la propiedad de la tierra, que aun teniendo valor no son riqueza, hay todavía otra muy importante distinción que anotar. La general tendencia del valor adscrito a aquéllos es disminuir y desaparecer a medida que la sociedad progresa. La general tendencia del valor adscrito a los otros es aumentar.

Porque el progreso social, implicando aumento de población, extensión del comercio y mejoras de las artes, tiende continuamente, reduciendo el coste de producción, a disminuir rápidamente el valor del gran conjunto de artículos de riqueza ya en existencia, que tienen un valor de producción. En algunos casos el efecto del progreso social es, en verdad, destruir repentina y absolutamente estos valores. El valor de casi todos los productos del trabajo ha sido, en algunos años, reducido rápida y grandemente de ese modo, a la vez que el valor de mucha costosísima maquinaria ha sido, y todavía lo es, destruido por descubrimientos e invenciones y mejoras que hacen anticuado su empleo en la producción. Pero el crecimiento en la población y el aumento del poder productivo del trabajo acrecienta enormemente el valor de privilegios especiales como patentes y propiedad territorial en los caminos y centros de la vida social.

Por nuestro análisis se verá, como resulta de la observación, que la suma de riqueza existente en un tiempo dado, es mucho menor de lo que habitualmente se supone. La gran mayoría del género humano vive, no a cuenta de la riqueza almacenada, sino de su propio esfuerzo. La gran mayoría del género humano, aun en los países civilizados más ricos, deja el mundo tan desprovisto de riqueza como cuando entró en él.

Es el continuo empleo del trabajo lo que únicamente conserva la provisión de riqueza. Si el trabajo cesara, la riqueza desaparecería.

Y este hecho, el hecho de que el valor de mera obligación tiene una permanencia que no disfruta el valor de producción, al par que puede llevar a especulaciones demasiado profundas para que entremos en ellas ahora, y dar acaso la razón a aquéllos que dicen que el Universo material pudiera ser un mero reflejo y correspondencia del Universo moral y mental, y que, podemos encontrar la realidad, no en lo que llamamos vida, sino en lo que llamamos muerte; y al par que puede hacer comprensible la resurrección de los muertos, que a tantos ha tenido perplejos, se relaciona inmediatamente con muchas cosas a las cuales un estudio de la verdadera naturaleza y relaciones de la riqueza se aproxima, si es que no las toca íntimamente.




ArribaAbajoCapítulo XXI

La relación del dinero con la riqueza


Exponiendo que algún dinero es y alguno no es riqueza

Dónde trataremos del dinero.-Todavía no puede darse ninguna respuesta categórica a la pregunta de si el dinero es riqueza.-Algún dinero es y alguno no es riqueza.

La cuestión del dinero, en mi opinión, corresponde propiamente a este libro que trata de la naturaleza de la riqueza. Pero este asunto, en la época en que escribo, resulta tan complicado y contuso por las discusiones corrientes, sobre todo en los Estados Unidos, que para su completa dilucidación requiere tratarlo tan ampliamente que prolongaría demasiado este libro. Además, dichas discusiones corrientes acerca de lo que es y lo que debe ser dinero, envuelve principios que no encuentran su lugar propio en la discusión de la naturaleza de la riqueza, sino que serán tratados en los libros siguientes sobre la producción y la distribución. Por estas razones pospongo el pleno estudio del dinero hasta que las leyes de la producción y las leyes de la distribución hayan sido discutidas. Pero ahora, seguramente, se le ocurre al lector una pregunta, que debe ser contestada aquí; la pregunta: «el dinero ¿es riqueza?»

A esto no puede darse una contestación categórica por la razón de que, lo que llamamos propiamente dinero, es en el actual estado de la civilización, en todos los países, de clases esencialmente diferentes. Parte del dinero hoy en uso es riqueza, y parte no lo es. Parte, como, por ejemplo, el oro acuñado en los Estados Unidos e Inglaterra, es riqueza en la suma plena de su valor circulante. Parte, como la plata y el cobre y el bronce acuñado de los demás países, es riqueza, pero no riqueza en la plena extensión de su valor circulante. Mientras que alguno, como el papel moneda, que ahora constituye tan gran porción del dinero del mundo civilizado, no es riqueza. Porque, como hemos visto, en sentido económico nada es riqueza sino en tanto que y en la medida en que el valor a ello adscrito es un valor de producción. El valor que nace de obligación no constituye parte de la riqueza de las naciones.