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La comedia nueva o El café


Leandro Fernández de Moratín


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición de Obras dramáticas y líricas de D. Leandro Fernández de Moratín, entre los Arcades de Roma Inarco Celenio. Única edición reconocida por el autor, París, Augusto Bobée, 1825. T. I]


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Advertencia (1825)

«Esta comedia ofrece una pintura fiel del estado actual de nuestro teatro (dice el prólogo de su primera edición); pero ni en los personajes ni en las alusiones se hallará nadie retratado con aquella identidad que es necesaria en cualquier copia, para que por ella pueda indicarse el original. Procuró el autor, así en la formación de la fábula como en la elección de los caracteres, imitar la naturaleza en lo universal, formando de muchos un solo individuo.»

En el prólogo que precede a la edición de Parma se dice: «De muchos escritores ignorantes que abastecen nuestra escena de comedias desatinadas, de sainetes groseros, de tonadillas necias y escandalosas, formó un don Eleuterio; de muchas mujeres sabidillas y fastidiosas, una doña Agustina; de muchos pedantes erizados, locuaces, presumidos de saberlo todo, un don Hermógenes; de muchas farsas monstruosas, llenas de disertaciones morales, soliloquios furiosos, hambre calagurritana, revista de ejércitos, batallas, tempestades, bombazos y humo, formó El gran cerco de Viena; pero ni aquellos personajes, ni esta pieza existen.»

Don Eleuterio es, en efecto, el compendio de todos los malos poetas dramáticos que escribían en aquella época, y la comedia de que se le supone autor, un monstruo imaginario, compuesto de todas las extravagancias que se representaban entonces en los teatros de Madrid. Si en esta obra se hubiesen ridiculizado los desaciertos de Cañizares, Añorbe o Zamora, inútil ocupación hubiera sido censurar a quien ya no podía enmendarse ni defenderse.

Las circunstancias de tiempo y lugar, que tanto abundan en esta pieza, deben ya necesariamente hacerla perder una parte del aprecio público, por haber desaparecido o alterádose los originales que imitó; pero el transcurso mismo del tiempo la hará más estimable a los que apetezcan adquirir conocimiento del estado en que se hallaba nuestra dramática en los veinte años últimos del siglo anterior. Llegará sin duda la época en que desaparezca de la escena (que en el género cómico sólo sufre la pintura de los vicios y errores vigentes); pero será un monumento de historia literaria, único en su género, y no indigno tal vez de la estimación de los doctos.

Luego que el autor se la leyó a la compañía de Ribera, que la debía representar, empezaron a conmoverse los apasionados de la compañía de Martínez. Cómicos, músicos, poetas, todos hicieron causa común, creyendo que de la representación de ella resultaría su total descrédito y la ruina de sus intereses. Dijeron que era un sainete largo, un diálogo insulso, una sátira, un libelo infamatorio; y bajo este concepto se hicieron reclamaciones enérgicas al gobierno para que no permitiera su publicación. Intervino en su examen la autoridad del presidente del consejo, la del corregidor de Madrid y la del vicario eclesiástico; sufrió cinco censuras, y resultó de todas ellas que no era un libelo sino una comedia escrita con arte, capaz de producir efectos muy útiles en la reforma del teatro. Los cómicos la estudiaron con esmero particular, y se acercaba el día de hacerla. Los que habían dicho antes que era un diálogo insípido, temiendo que tal vez no le pareciese al público tan mal como a ellos, trataron de juntarse en gran número, y acabar con ella en su primera representación, la cual se verificó en el Teatro del Príncipe, el día 7 de febrero de 1792.

El concurso la oía con atención, sólo interrumpida por sus mismos aplausos; los que habían de silbarla no hallaban la ocasión de empezar, y su desesperación llegó al extremo cuando creyeron ver su retrato en la pintura que hace don Serapio de la ignorante plebe que en aquel tiempo favorecía o desacreditaba el mérito de las piezas y de los actores, y tiranizando el teatro concedía su protección a quien más se esmeraba en solicitarla por los medios que allí se indican. El patio recibió la lección áspera que se le daba, con toda la indignación que era de temer en quien iba tan mal dispuesto a recibirla; lo restante del auditorio logró imponer silencio a aquella irritada muchedumbre, y los cómicos siguieron más animados desde entonces y con más seguridad del éxito. Al exclamar don Eleuterio en la escena VIII del acto II: ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos comedia mejor?, supo decirlo el actor que desempeñaba este papel con expresión tan oportunamente equívoca que la mayor parte del concurso (aplicando aquellas palabras a lo que estaba sucediendo), interrumpió con aplausos la representación. La turba de los conjurados perdió la esperanza y el ánimo, y el general aprecio que obtuvo en aquel día esta comedia no pudo ser más conforme a los deseos del autor.

Manuel Torres sobresalió en el papel de don Pedro, dándole toda la nobleza y expresión que pide; Juana García, en el de doña Mariquita, mereció general estimación, nada dejó que desear, y dio a las tareas de los artífices asunto digno; Polonia Rochel representó con acierto la presunción necia de doña Agustina; el excelente actor Mariano Querol pintó en don Hermógenes un completo pedante, escogido entre los muchos que pudo imitar. Manuel García Parra excitó el entusiasmo del público con su papel de don Eleuterio: la voz, el gesto, los ademanes, el traje, todo fue tan acomodado al carácter que representó, que parecía en él naturaleza lo que era estudio.


Non ego ventosae plebis suffragia venor


(Horat., Epist. 19, Lib. I.)                




PERSONAJES
 

 
DON ELEUTERIO.
DON PEDRO.
DOÑA AGUSTINA.
DON ANTONIO.
DOÑA MARIQUITA.
DON SERAPIO.
DON HERMÓGENES.
PIPÍ.
 

La escena es en un café de Madrid, inmediato a un teatro.

   

El teatro representa una sala con mesas, sillas y aparador de café; en el foro, una puerta con escalera a la habitación principal, y otra puerta a un lado, que da paso a la calle.

   

La acción empieza a las cuatro de la tarde y acaba a las seis

 




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Acto I


Escena I

 

DON ANTONIO, PIPÍ.

 
 

(DON ANTONIO sentado junto a una mesa; PIPÍ paseándose.)

 

DON ANTONIO.-  Parece que se hunde el techo. Pipí.

PIPÍ.-  Señor...

DON ANTONIO.-  ¿Qué gente hay arriba, que anda tal estrépito? ¿Son locos?

PIPÍ.-  No, señor; poetas.

DON ANTONIO.-  ¿Cómo poetas?

PIPÍ.-  Sí, señor; ¡así lo fuera yo! ¡No es cosa! Y han tenido una gran comida: Burdeos, pajarete, marrasquino, ¡uh!

DON ANTONIO.-  ¿Y con qué motivo se hace esa francachela?

PIPÍ.-  Yo no sé; pero supongo que será en celebridad de la comedia nueva que se representa esta tarde, escrita por uno de ellos.

DON ANTONIO.-  ¿Conque han hecho una comedia? ¡Haya picarillos!

PIPÍ.-  ¿Pues qué, no lo sabía usted?

DON ANTONIO.-  No, por cierto.

PIPÍ.-  Pues ahí está el anuncio en el diario.

DON ANTONIO.-  En efecto, aquí está  (Leyendo el diario, que está sobre la mesa.) : COMEDIA NUEVA INTITULADA EL GRAN CERCO DE VIENA. ¡No es cosa! Del sitio de una ciudad hacen una comedia. Si son el diantre. ¡Ay, amigo Pipí, cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!

PIPÍ.-  Pues mire usted, la verdad, yo me alegrara de saber hacer, así, alguna cosa...

DON ANTONIO.-  ¿Cómo?

PIPÍ.-  Así, de versos... ¡Me gustan tanto los versos!

DON ANTONIO.-  ¡Oh!, los buenos versos son muy estimables; pero hoy día son tan pocos los que saben hacerlos; tan pocos, tan pocos.

PIPÍ.-  No, pues los de arriba bien se conoce que son del arte. ¡Válgame Dios, cuántos han echado por aquella boca! Hasta las mujeres.

DON ANTONIO.-  ¡Oiga! ¿También las señoras decían coplillas?

PIPÍ.-  ¡Vaya! Allí hay una doña Agustina, que es mujer del autor de la comedia... ¡Qué! Si usted viera... Unas décimas componía de repente... No es así la otra, que en toda la mesa no ha hecho más que retozar con aquel don Hermógenes, y tirarle miguitas de pan al peluquín.

DON ANTONIO.-  ¿Don Hermógenes está arriba? ¡Gran pedantón!

PIPÍ.-  Pues con ése se ha estado jugando; y cuando la decían: «Mariquita, una copla, vaya una copla», se hacía la vergonzosa; y por más que la estuvieron azuzando a ver si rompía, nada. Empezó una décima, y no la pudo acabar, porque decía que no encontraba el consonante; pero doña Agustina, su cuñada... ¡Oh!, aquélla sí. Mire usted lo que es... Ya se ve, en teniendo vena.

DON ANTONIO.-  Seguramente. ¿Y quién es ése que cantaba poco ha y daba aquellos gritos tan descompasados?

PIPÍ.-  ¡Oh! Ese es don Serapio.

DON ANTONIO.-  Pero ¿qué es? ¿Qué ocupación tiene?

PIPÍ.-  Él es... Mire usted. A él le llaman don Serapio.

DON ANTONIO.-  ¡Ah, sí! Ése es aquel bullebulle que hace gestos a las cómicas, y las tira dulces a la silla cuando pasan, y va todos los días a saber quién dio cuchillada; y desde que se levanta hasta que se acuesta no cesa de hablar de la temporada de verano, la chupa del sobresaliente y las partes de por medio.

PIPÍ.-  Ese mismo. ¡Oh! Ése es de los apasionados finos. Aquí se viene por las mañanas a desayunar; y arma unas disputas con los peluqueros, que es un gusto oírle. Luego se va allá abajo, al barrio de Jesús; se juntan cuatro amigos, hablan de comedias, altercan, ríen, fuman en los portales. Don Serapio los introduce aquí y acullá hasta que da la una, se despiden, y él se va a comer con el apuntador.

DON ANTONIO.-  ¿Y ese don Serapio es amigo del autor de la comedia?

PIPÍ.-  ¡Toma! Son uña y carne. Y él ha compuesto el casamiento de doña Mariquita, la hermana del poeta, con don Hermógenes.

DON ANTONIO.-  ¿Qué me dices? ¿Don Hermógenes se casa?

PIPÍ.-  ¡Vaya si se casa! Como que parece que la boda no se ha hecho ya porque el novio no tiene un cuarto ni el poeta tampoco; pero le ha dicho que con el dinero que le den por esta comedia, y lo que ganará en la impresión, les pondrá casa y pagará las deudas de don Hermógenes, que parece que son bastantes.

DON ANTONIO.-  Sí serán. ¡Cáspita si serán! Pero, y si la comedia apesta, y por consecuencia ni se la pagan ni se vende, ¿qué harán entonces?

PIPÍ.-  Entonces, ¿qué sé yo? Pero ¡qué! No, señor. Si dice don Serapio que comedia mejor no se ha visto en tablas.

DON ANTONIO.-  ¡Ah! Pues si don Serapio lo dice, no hay que temer. Es dinero contante, sin remedio. Figúrate tú si don Serapio y el apuntador sabrán muy bien dónde les aprieta el zapato, y cuál comedia es buena y cuál deja de serlo.

PIPÍ.-  Eso digo yo; pero a veces... Mire usted, no hay paciencia. Ayer, ¡qué!, les hubiera dado con una tranca. Vinieron ahí tres o cuatro a beber ponche, y empezaron a hablar, hablar de comedias. ¡Vaya! Yo no me puedo acordar de lo que decían. Para ellos no había nada bueno: ni autores, ni cómicos, ni vestidos, ni música, ni teatro. ¿Qué sé yo cuánto dijeron aquellos malditos? Y dale con el arte; el arte, la moral y... Deje usted, las... ¿Si me acordaré? Las... ¡Válgate Dios! ¿Cómo decían? Las... las reglas... ¿Qué son las reglas?

DON ANTONIO.-  Hombre, difícil es explicártelo. Reglas son unas cosas que usan allá los extranjeros, principalmente los franceses.

PIPÍ.-  Pues, ya decía yo: esto no es cosa de mi tierra.

DON ANTONIO.-  Sí tal, aquí también se gastan, y algunos han escrito comedias con reglas; bien que no llegarán a media docena (por mucho que se estire la cuenta) las que se han compuesto.

PIPÍ.-  Pues, ya se ve; mire usted, ¡reglas! No faltaba más. ¿A que no tiene reglas la comedia de hoy?

DON ANTONIO.-  ¡Oh! Eso yo te lo fío; bien puedes apostar ciento contra uno a que no las tiene.

PIPÍ.-  Y las demás que van saliendo cada día tampoco las tendrán, ¿no es verdad, usted?

DON ANTONIO.-  Tampoco.¿Para qué? No faltaba otra cosa, sino que para hacer una comedia se gastaran reglas. No, señor.

PIPÍ.-  Bien; me alegro. Dios quiera que pegue la de hoy, y luego verá usted cuántas escribe el bueno de don Eleuterio. Porque, lo que él dice: si yo me pudiera ajustar con los cómicos a jornal, entonces... ¡ya se ve! Mire usted si con un buen situado podía él...

DON ANTONIO.-  Cierto.  (Aparte.)  ¡Qué simplicidad!

PIPÍ.-  Entonces escribiría. ¡Qué! Todos los meses sacaría dos o tres comedias. Como es tan hábil...

DON ANTONIO.-  ¿Conque es muy hábil, eh?

PIPÍ.-  ¡Toma! Poquito le quiere el segundo barba; y si en él consistiera, ya se hubiesen echado las cuatro o cinco comedias que tiene escritas; pero no han querido los otros, y ya se ve, como ellos lo pagan. En diciendo: no nos ha gustado o así, andar, ¡qué diantres! Y luego, como ellos saben lo que es bueno; y en fin, mire usted si ellos... ¿No es verdad?

DON ANTONIO.-  Pues ya.

PIPÍ.-  Pero deje usted, que aunque es la primera que le representan, me parece a mí que ha de dar el golpe.

DON ANTONIO.-  ¿Conque es la primera?

PIPÍ.-  La primera. Si es mozo todavía. Yo me acuerdo... Habrá cuatro o cinco años que estaba de escribiente ahí, en esa lotería de la esquina, y le iba muy ricamente; pero como después se hizo paje, y el amo se le murió a lo mejor, y él se había casado de secreto con la doncella, y tenía ya dos criaturas, y después le han nacido otras dos o tres, viéndose él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente, ni habiente, ha cogido y se ha hecho poeta.

DON ANTONIO.-  Y ha hecho muy bien.

PIPÍ.-  Pues, ya se ve; lo que él dice: si me sopla la musa, puedo ganar un pedazo de pan para mantener aquellos angelitos, y así ir trampeando hasta que Dios quiera abrir camino.



Escena II

 

DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

 

DON PEDRO.-  Café.  (DON PEDRO se sienta junto a una mesa distante de DON ANTONIO; PIPÍ le sirve el café.) 

PIPÍ.-  Al instante.

DON ANTONIO.-  No me ha visto.

PIPÍ.-  ¿Con leche?

DON PEDRO.-  No. Basta.

PIPÍ.-  ¿Quién es éste?  (A DON ANTONIO, al retirarse.) 

DON ANTONIO.-  Este es don Pedro de Aguilar, hombre muy rico, generoso, honrado, de mucho talento; pero de un carácter tan ingenuo, tan serio y tan duro, que le hace intratable a cuantos no son sus amigos.

PIPÍ.-  Le veo venir aquí algunas veces; pero nunca habla, siempre está de mal humor.



Escena III

 

DON SERAPIO, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

 

DON SERAPIO.-  ¡Pero, hombre, dejarnos así!  (Bajando la escalera, salen por la puerta del foro.) 

DON ELEUTERIO.-  Si se lo he dicho a usted ya. La tonadilla que han puesto a mi función no vale nada, la van a silbar, y quiero concluir esta mía para que la canten mañana.

DON SERAPIO.-  ¿Mañana? ¿Conque mañana se ha de cantar, y aún no están hechas ni letra ni música?

DON ELEUTERIO.-  Y aun esta tarde pudieran cantarla, si usted me apura. ¿Qué dificultad? Ocho o diez versos de introducción, diciendo que callen y atiendan, y chitito. Después unas cuantas coplillas del mercader que hurta, el peluquero que lleva papeles, la niña que está opilada, el cadete que se baldó en el portal; cuatro equivoquillos, etc., y luego se concluye con seguidillas de la tempestad, el canario, la pastorcilla y el arroyito. La música ya se sabe cuál ha de ser: la que se pone en todas; se añade o se quita un par de gorgoritos, y estamos al cabo de la calle.

DON SERAPIO.-  ¡El diantre es usted, hombre! Todo se lo halla hecho.

DON ELEUTERIO.-  Voy, voy a ver si la concluyo; falta muy poco. Súbase usted.  (DON ELEUTERIO se sienta junto a una mesa inmediata al foro; saca papel y tintero, y escribe.) 

DON SERAPIO.-  Voy allá; pero...

DON ELEUTERIO.-  Sí, sí, váyase usted; y si quieren más licor, que lo suba el mozo.

DON SERAPIO.-  Sí, siempre será bueno que lleven un par de frasquillos más. Pipí.

PIPÍ.-  Señor.

DON SERAPIO.-  Palabra.  (Habla en secreto con PIPÍ y vuelve a irse por la puerta del foro; PIPÍ toma del aparador unos frasquillos y se va por la misma parte.) 

DON ANTONIO.-  ¿Cómo va, amigo don Pedro?  (DON ANTONIO se sienta cerca de DON PEDRO.) 

DON PEDRO.-  ¡Oh, señor don Antonio! No había reparado en usted. Va bien.

DON ANTONIO.-  ¿Usted a estas horas por aquí? Se me hace extraño.

DON PEDRO.-  En efecto, lo es; pero he comido ahí cerca. A fin de mesa se armó una disputa entre dos literatos que apenas saben leer. Dijeron mil despropósitos, me fastidié y me vine.

DON ANTONIO.-  Pues con ese genio tan raro que usted tiene, se ve precisado a vivir como un ermitaño en medio de la corte.

DON PEDRO.-  No, por cierto. Yo soy el primero en los espectáculos, en los paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con el estudio; tengo pocos, pero buenos amigos, y a ellos debo los más felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares soy raro algunas veces, siento serlo; pero ¿qué le he de hacer? Yo no quiero mentir, ni puedo disimular; y creo que el decir la verdad francamente es la prenda más digna de un hombre de bien.

DON ANTONIO.-  Sí; pero cuando la verdad es dura a quien ha de oírla, ¿qué hace usted?

DON PEDRO.-  Callo.

DON ANTONIO.-  ¿Y si el silencio de usted le hace sospechoso?

DON PEDRO.-  Me voy.

DON ANTONIO.-  No siempre puede uno dejar el puesto, y entonces...

DON PEDRO.-  Entonces digo la verdad.

DON ANTONIO.-  Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted. Todos aprecian su talento, su instrucción y su probidad; pero no dejan de extrañar la aspereza de su carácter.

DON PEDRO.-  ¿Y por qué? Porque no vengo a predicar al café. Porque no vierto por la noche lo que leí por la mañana. Porque no disputo, ni ostento erudición ridícula, como tres, o cuatro, o diez pedantes que vienen aquí a perder el día, y a excitar la admiración de los tontos y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman áspero y extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la opinión que he seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe hablar en público el que sea prudente.

DON ANTONIO.-  Pues ¿qué debe hacer?

DON PEDRO.-  Tomar café.

DON ANTONIO.-  ¡Viva! Pero, hablando de otra cosa, ¿qué plan tiene usted para esta tarde?

DON PEDRO.-  A la comedia.

DON ANTONIO.-  ¿Supongo que irá usted a ver la pieza nueva?

DON PEDRO.-  ¿Qué, han mudado? Ya no voy.

DON ANTONIO.-  Pero ¿por qué? Vea usted sus rarezas.  (PIPÍ sale por la puerta del foro con salvilla, copas y frasquillos que dejará sobre el mostrador.) 

DON PEDRO.-  ¿Y usted me pregunta por qué? ¿Hay más que ver la lista de las comedias nuevas que se representan cada año, para inferir los motivos que tendré de no ver la de esta tarde?

DON ELEUTERIO.-  ¡Hola! Parece que hablan de mi función.  (Escuchando la conversación.) 

DON ANTONIO.-  De suerte que, o es buena, o es mala. Si es buena, se admira y se aplaude; si, por el contrario, está llena de sandeces, se ríe uno, se pasa el rato, y tal vez...

DON PEDRO.-  Tal vez me han dado impulsos de tirar al teatro el sombrero, el bastón y el asiento, si hubiera podido. A mí me irrita lo que a usted le divierte.  (Guarda DON ELEUTERIO papel y tintero, y se va acercando poco a poco, hasta ponerse en medio de los dos.)  Yo no sé; usted tiene talento y la instrucción necesaria para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted y elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar iguales aplausos a lo más disparatado y absurdo; y con una rociada de pullas, chufletas e ironías hace usted creer al mayor idiota que es un prodigio de habilidad. Ya se ve; usted dirá que se divierte, pero, amigo...

DON ANTONIO.-  Sí, señor, que me divierto. Y, por otra parte, ¿no sería cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos a ciertos hombres cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni cómo es posible disuadirles?...

DON ELEUTERIO.-  No, pues... Con permiso de ustedes. La función de esta tarde es muy bonita, seguramente; bien puede usted ir a verla, que yo le doy mi palabra de que le ha de gustar.

DON ANTONIO.-  ¿Es éste el autor?  (DON ANTONIO se levanta, y después de la pregunta que hace a PIPÍ, vuelve a hablar con DON ELEUTERIO.) 

PIPÍ.-  El mismo.

DON ANTONIO.-  Y ¿de quién es? ¿Se sabe?

DON ELEUTERIO.-  Señor, es de un sujeto bien nacido, muy aplicado, de buen ingenio, que empieza ahora la carrera cómica; bien que el pobrecillo no tiene protección.

DON PEDRO.-  Si es ésta la primera pieza que da al teatro, aún no puede quejarse; si ella es buena, agradará necesariamente, y un Gobierno ilustrado como el nuestro, que sabe cuánto interesan a una nación los progresos de la literatura, no dejará sin premio a cualquiera hombre de talento que sobresalga en un género tan difícil.

DON ELEUTERIO.-  Todo eso va bien; pero lo cierto es que el sujeto tendrá que contentarse con sus quince doblones que le darán los cómicos, si la comedia gusta, y muchas gracias.

DON ANTONIO.-  ¿Quince? Pues yo creí que eran veinticinco.

DON ELEUTERIO.-  No, señor; ahora, en tiempo de calor, no se da más. Si fuera por el invierno, entonces...

DON ANTONIO.-  ¡Calle! ¿Conque en empezando a helar valen más las comedias? Lo mismo sucede con los besugos.  (DON ANTONIO se pasea. DON ELEUTERIO unas veces le dirige la palabra y otras se acerca hacia DON PEDRO, que no le contesta ni le mira.) 

DON ELEUTERIO.-  Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan, el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias. Unos favorecen a éste, otros a aquél, y es menester una tecla para mantenerse en la gracia de los primeros vocales, que... ¡Ya, ya! Y luego, como son tantos a escribir, y cada uno procura despachar su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas. Ahora mismo acaba de llegar un estudiante gallego con unas alforjas llenas de piezas manuscritas: comedias, follas, zarzuelas, dramas, melodramas, loas, sainetes... ¿Qué sé yo cuánta ensalada trae allí? Y anda solicitando que los cómicos le compren todo el surtido, y da cada obra a trescientos reales una con otra. ¡Ya se ve! ¿quién ha de poder competir con un hombre que trabaja tan barato?

DON ANTONIO.-  Es verdad, amigo. Ese estudiante gallego hará malísima obra a los autores de la corte.

DON ELEUTERIO.-  Malísima. Ya ve usted cómo están los comestibles.

DON ANTONIO.-  Cierto.

DON ELEUTERIO.-  Lo que cuesta un mal vestido que uno se haga.

DON ANTONIO.-  En efecto.

DON ELEUTERIO.-  El cuarto.

DON ANTONIO.-  ¡Oh! sí, el cuarto. Los caseros son crueles.

DON ELEUTERIO.-  Y si hay familia...

DON ANTONIO.-  No hay duda; si hay familia, es cosa terrible.

DON ELEUTERIO.-  Vaya usted a competir con el otro tuno, que con seis cuartos de callos y medio pan tiene el gasto hecho.

DON ANTONIO.-  ¿Y qué remedio? Ahí no hay más sino arrimar el hombro al trabajo, escribir buenas piezas, darlas muy baratas, que se representen, que aturdan al público, y ver si se puede dar con el gallego en tierra. Bien que la de esta tarde es excelente, y para mí tengo que...

DON ELEUTERIO.-  ¿La ha leído usted?

DON ANTONIO.-  No, por cierto.

DON PEDRO.-  ¿La han impreso?

DON ELEUTERIO.-  Sí, señor. ¿Pues no se había de imprimir?

DON PEDRO.-  Mal hecho. Mientras no sufra el examen del público en el teatro, está muy expuesta, y sobre todo es demasiada confianza en un autor novel.

DON ANTONIO.-  ¡Qué! No, señor. Si le digo a usted que es cosa muy buena. ¿Y dónde se vende?

DON ELEUTERIO.-  Se vende en los puestos del Diario, en la librería de Pérez, en la de Izquierdo, en la de Gil, en la de Zurita y en el puesto de los cobradores a la entrada del coliseo. Se vende también en la tienda de vinos de la calle del Pez, en la del herbolario de la calle Ancha, en la jabonería de la calle del Lobo, en la...

DON PEDRO.-  ¿Se acabará esta tarde esa relación?

DON ELEUTERIO.-  Como el señor preguntaba.

DON PEDRO.-  Pero no preguntaba tanto. ¡Si no hay paciencia!

DON ANTONIO.-  Pues la he de comprar, no tiene remedio.

PIPÍ.-  Si yo tuviera dos reales. ¡Voto va!

DON ELEUTERIO.-  Véala usted aquí.  (Saca una comedia impresa y se la da a DON ANTONIO.) 

DON ANTONIO.-  ¡Oiga!, es ésta. A ver. Y ha puesto su nombre. Bien, así me gusta; con eso la posteridad no se andará dando de calabazadas por averiguar la gracia del autor.  (Lee DON ANTONIO.)  «Por DON ELEUTERIO CRISPÍN DE ANDORRA... Salen el emperador Leopoldo, el rey de Polonia y Federico, senescal, vestidos de gala, con acompañamiento de damas y magnates, y una brigada de húsares a caballo.» ¡Soberbia entrada! Y dice el emperador:

    Ya sabéis, vasallos míos,
que habrá dos meses y medio
que el turco puso a Viena
con sus tropas el asedio,
y que para resistirle
unimos nuestros denuedos,
dando nuestros nobles bríos,
en repetidos encuentros,
las Pruebas más relevantes
de nuestros invictos pechos.

  ¡Qué estilo tiene! ¡Cáspita! ¡Qué bien pone la pluma el pícaro!

    Bien conozco que la falta
del necesario alimento
ha sido tal, que rendidos
de la hambre a los esfuerzos
hemos comido ratones,
sapos y sucios insectos.

DON ELEUTERIO.-  ¿Qué tal? ¿No le parece a usted bien?  (Hablando a DON PEDRO.) 

DON PEDRO.-  ¡Eh! A mí, qué...

DON ELEUTERIO.-  Me alegro que le guste a usted. Pero, no; donde hay un paso muy fuerte es al principio del segundo acto. Búsquele usted... ahí..., por ahí ha de estar. Cuando la dama se cae muerta de hambre.

DON ANTONIO.-  ¿Muerta?

DON ELEUTERIO.-  Sí, señor, muerta.

DON ANTONIO.-  ¡Qué situación tan cómica! Y estas exclamaciones que hace aquí, ¿contra quién son?

DON ELEUTERIO.-  Contra el visir, que la tuvo seis días sin comer porque ella no quería ser su concubina.

DON ANTONIO.-  ¡Pobrecita! ¡Ya se ve! El visir sería un bruto.

DON ELEUTERIO.-  Sí, señor.

DON ANTONIO.-  Hombre arrebatado, ¿eh?

DON ELEUTERIO.-  Sí, señor.

DON ANTONIO.-  Lascivo como un mico, feote de cara, ¿es verdad?

DON ELEUTERIO.-  Cierto.

DON ANTONIO.-  Alto, moreno, un poco bizco, grandes bigotes.

DON ELEUTERIO.-  Sí, señor, sí. Lo mismo me le he figurado yo.

DON ANTONIO.-  ¡Enorme animal! Pues no, la dama no se muerde la lengua. ¡No es cosa cómo le pone! Oiga usted, don Pedro.

DON PEDRO.-  No, por Dios; no lo lea usted.

DON ELEUTERIO.-  Es que es uno de los pedazos más terribles de la comedia.

DON PEDRO.-  Con todo eso.

DON ELEUTERIO.-  Lleno de fuego.

DON PEDRO.-  Ya.

DON ELEUTERIO.-  Buena versificación.

DON PEDRO.-  No importa.

DON ELEUTERIO.-  Que alborotará en el teatro, si la dama lo esfuerza.

DON PEDRO.-  Hombre, si he dicho ya que...

DON ANTONIO.-  Pero, a lo menos, el final del acto segundo es menester oírle.  (Lee DON ANTONIO, y al acabar da la comedia a DON ELEUTERIO.) 

EMPERADOR
Y en tanto que mis recelos...

VISIR
Y mientras mis esperanzas...

SENESCAL
Y hasta que mis enemigos...

EMPERADOR
Averiguo,...

VISIR
Logre,...

SENESCAL
Caigan,...

EMPERADOR
Rencores, dadme favor,...

VISIR
No me dejes, tolerancia,...

SENESCAL
Denuedo, asiste a mi brazo,...

TODOS
Para que admire la patria
el más generoso ardid
y la más tremenda hazaña.

DON PEDRO.-  Vamos; no hay quien pueda sufrir tanto disparate.  (Se levanta impaciente, en ademán de irse.) 

DON ELEUTERIO.-  ¿Disparates los llama usted?

DON PEDRO.-  ¿Pues no?  (DON ANTONIO observa a los dos y se ríe.) 

DON ELEUTERIO.-  ¡Vaya, que es también demasiado! ¡Disparates! ¡Pues no, no los llaman disparates los hombres inteligentes que han leído la comedia! Cierto que me ha chocado. ¡Disparates! Y no se ve otra cosa en el teatro todos los días, y siempre gusta, y siempre lo aplauden a rabiar.

DON PEDRO.-  ¿Y esto se representa en una nación culta?

DON ELEUTERIO.-  ¡Cuenta que me ha dejado contento la expresión! ¡Disparates!

DON PEDRO.-  ¿Y esto se imprime para que los extranjeros se burlen de nosotros?

DON ELEUTERIO.-  ¡Llamar disparates a una especie de coro entre el emperador, el visir y el senescal! Yo no sé qué quieren estas gentes. Si hoy día no se puede escribir nada, nada que no se muerda y se censure. ¡Disparate! ¡Cuidado que...!

PIPÍ.-  No haga usted caso.

DON ELEUTERIO.-   (Hablando con PIPÍ hasta el fin de la escena.)  Yo no hago caso; pero me enfada que hablen así. Figúrate tú si la conclusión puede ser más natural ni más ingeniosa. El emperador está lleno de miedo por un papel que se ha encontrado en el suelo, sin firma ni sobrescrito, en que se trata de matarle. El visir está rabiando por gozar de la hermosura de Margarita, hija del conde de Strambangaum, que es el traidor...

PIPÍ.-  ¡Calle! ¡Hay traidor también! ¡Cómo me gustan a mí las comedias en que hay traidor!

DON ELEUTERIO.-  Pues, como digo, el visir está loco de amores por ella; el senescal, que es hombre de bien si los hay, no las tiene todas consigo, porque sabe que el conde anda tras de quitarle el empleo y continuamente lleva chismes al emperador contra él; de modo que como cada uno de estos tres personajes está ocupado en un asunto, habla de ello y no hay cosa más natural.  (Saca la comedia y lee.) 

Y en tanto que mis recelos...
Y mientras mis esperanzas...
Y hasta que mis...

  ¡Ah!, señor don Hermógenes. A qué buena ocasión llega usted.  (Guarda la comedia, encaminándose a DON HERMÓGENES, que sale por la puerta del foro.) 



Escena IV

 

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

 

DON HERMÓGENES.-  Buenas tardes, señores.

DON PEDRO.-  A la orden de usted.  (DON PEDRO se acerca a la mesa en que está el diario; lee para sí y a veces presta atención a lo que hablan los demás.) 

DON ANTONIO.-  Felicísimas, amigo don Hermógenes.

DON ELEUTERIO.-  Digo, me parece que el señor don Hermógenes será juez muy abonado para decidir la cuestión que se trata; todo el mundo sabe su instrucción y lo que ha trabajado en los papeles periódicos, las traducciones que ha hecho del francés, sus actos literarios y sobre todo la escrupulosidad y el rigor con que censura las obras ajenas. Pues yo quiero que nos diga...

DON HERMÓGENES.-  Usted me confunde con elogios que no merezco, señor don Eleuterio. Usted sólo es acreedor a toda alabanza por haber llegado a su edad juvenil al pináculo del saber. Su ingenio de usted, el más ameno de nuestros días, su profunda erudición, su delicado gusto en el arte rítmica, su...

DON ELEUTERIO.-  Vaya, dejemos eso.

DON HERMÓGENES.-  Su docilidad, su moderación...

DON ELEUTERIO.-  Bien; pero aquí se trata solamente de saber si...

DON HERMÓGENES.-  Estas prendas sí que merecen admiración y encomio.

DON ELEUTERIO.-  Ya, eso sí; pero díganos usted lisa y llanamente si la comedia que hoy se representa es disparatada o no.

DON HERMÓGENES.-  ¿Disparatada? ¿Y quién ha prorrumpido en un aserto tan...?

DON ELEUTERIO.-  Eso no hace al caso. Díganos usted lo que le parece y nada más.

DON HERMÓGENES.-  Sí diré; pero antes de todo conviene saber que el poema dramático admite dos géneros de fábula. Sunt autem fabulae, aliae simplices, afiae implexae. Es doctrina de Aristóteles. Pero le diré en griego para mayor claridad. Eisi de ton mython oi men aploi oi de peplegmenoi. Cai gar ai praxeis...

DON ELEUTERIO.-  Hombre, pero si...

DON ANTONIO.-  Yo reviento.  (Siéntase, haciendo esfuerzos para contener la risa.) 

DON HERMÓGENES.-  Cai gar ai praxeis on mimeseis oi...

DON ELEUTERIO.-  Pero...

DON HERMÓGENES.-  ...mythoi eisin ipar ousin.

DON ELEUTERIO.-  Pero si no es eso lo que a usted se le pregunta.

DON HERMÓGENES.-  Ya estoy en la cuestión. Bien que, para la mejor inteligencia, convendría explicar lo que los críticos entienden por prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia, agnición o anagnórisis, partes necesarias a toda buena comedia, y que, según Escalígero, Vossio, Dacier, Marmontel, Castelvetro y Daniel Heinsio....

DON ELEUTERIO.-  Bien, todo eso es admirable, pero...

DON PEDRO.-  Este hombre es loco.

DON HERMÓGENES.-  Si consideramos el origen del teatro, hallaremos que los megareos, los sículos y los atenienses...

DON ELEUTERIO.-  Don Hermógenes, por amor de Dios, si no...

DON HERMÓGENES.-  Véanse los dramas griegos y hallaremos que Anaxipo, Anaxándrides, Eupolis, Antifanes, Filípides, Cratino, Crates, Epicrates, Menecrates y Ferecrates...

DON ELEUTERIO.-  Si le he dicho a usted que...

DON HERMÓGENES.-  Y los más celebérrimos dramaturgos de la edad pretérita, todos, todos convinieron nemine discrepante en que la prótasis debe preceder a la catástrofe necesariamente. Es así que la comedia del Cerco de Viena...

DON PEDRO.-  Adiós, señores.  (Se encamina hacia la puerta. DON ANTONIO se levanta y procura detenerle.) 

DON ANTONIO.-  ¿Se va usted, don Pedro?

DON PEDRO.-  Pues ¿quién, si no usted, tendrá frescura para oír eso?

DON ANTONIO.-  Pero si el amigo don Hermógenes nos va a probar con la autoridad de Hipócrates y Martín Lutero que la pieza consabida, lejos de ser un desatino...

DON HERMÓGENES.-  Ese es mi intento: probar que es un acéfalo insipiente cualquiera que haya dicho que tal comedia contiene irregularidades absurdas, y yo aseguro que delante de mí ninguno se hubiera atrevido a propalar tal aserción.

DON PEDRO.-  Pues yo delante de usted la propalo, y le digo que por lo que el señor ha leído de ella y por ser usted el que la abona, infiero que ha de ser cosa detestable; que su autor será un hombre sin principios ni talento, y que usted es un erudito a la violeta, presumido y fastidioso hasta no más. Adiós, señores.  (Hace que se va y vuelve.) 

DON ELEUTERIO.-  Pues a este caballero le ha parecido muy bien lo que ha visto de ella.  (Señalando a DON ANTONIO.) 

DON PEDRO.-  A ese caballero le ha parecido muy mal; pero es hombre de buen humor y gusta de divertirse. A mí me lastima, en verdad, la suerte de estos escritores, que entontecen al vulgo con obras desatinadas y monstruosas, dictadas más que por el ingenio por la necesidad o la presunción. Yo no conozco al autor de esa comedia ni sé quién es; pero si ustedes, como parece, son amigos suyos, díganle en caridad que se deje de escribir tales desvaríos; que aún está a tiempo, puesto que es la primera obra que publica; que no le engañe el mal ejemplo de los que deliran a destajo; que siga otra carrera, en que por medio de un trabajo honesto podrá socorrer sus necesidades y asistir a su familia, si la tiene. Díganle ustedes que el teatro español tiene de sobra autorcillos chanflones que le abastezcan de mamarrachos; que lo que necesita es una reforma fundamental en todas sus partes, y que mientras ésta no se verifique, los buenos ingenios que tiene la nación, o no harán nada, o harán lo que únicamente baste para manifestar que saben escribir con acierto y que no quieren escribir.

DON HERMÓGENES.-  Bien dice Séneca en su epístola dieciocho que...

DON PEDRO.-  Séneca dice en todas sus epístolas que usted es un pedantón ridículo a quien yo no puedo aguantar. Adiós, señores.



Escena V

 

DON ANTONIO, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, PIPÍ.

 

DON HERMÓGENES.-  ¿Yo pedantón?  (Encarándose hacia la puerta por donde se fue DON PEDRO. DON ELEUTERIO se pasea inquieto.)  ¡Yo, que he compuesto siete prolusiones grecolatinas sobre los puntos más delicados del derecho!

DON ELEUTERIO.-  ¡Lo que él entenderá de comedias cuando dice que la conclusión del segundo acto es mala!

DON HERMÓGENES.-  Él será el pedantón.

DON ELEUTERIO.-  ¿Hablar así de una pieza que ha de durar lo menos quince días? Y si empieza a llover...

DON HERMÓGENES.-  Yo estoy graduado en leyes, y soy opositor a cátedras, y soy académico, y no he querido ser dómine de Pioz.

DON ANTONIO.-  Nadie pone en duda el mérito de usted, señor don Hermógenes, nadie; pero esto ya se acabó, y no es cosa de acalorarse.

DON ELEUTERIO.-  Pues la comedia ha de gustar, mal que le pese.

DON ANTONIO.-  Sí, señor, gustará. Voy a ver si le alcanzo, y velis nolis, he de hacer que la vea para castigarle.

DON ELEUTERIO.-  Buen pensamiento; sí, vaya usted.

DON ANTONIO.-  En mi vida he visto locos más locos.



Escena VI

 

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO.

 

DON ELEUTERIO.-  ¡Llamar detestable a la comedia! ¡Vaya, que estos hombres gastan un lenguaje que da gozo oírle!

DON HERMÓGENES.-  Aquila non capit muscas, don Eleuterio. Quiero decir que no haga usted caso. A la sombra del mérito crece la envidia. A mí me sucede lo mismo. Ya ve usted si yo sé algo...

DON ELEUTERIO.-  ¡Oh!

DON HERMÓGENES.-  Digo, me parece que (sin vanidad) pocos habrá que...

DON ELEUTERIO.-  Ninguno. Vamos; tan completo como usted, ninguno.

DON HERMÓGENES.-  Que reúnan el ingenio a la erudición, la aplicación al gusto, del modo que yo (sin alabarme) he llegado a reunirlos. ¿Eh?

DON ELEUTERIO.-  Vaya, de eso no hay que hablar: es más claro que el sol que nos alumbra.

DON HERMÓGENES.-  Pues bien; a pesar de eso, hay quien me llama pedante, y casquivano, y animal cuadrúpedo. Ayer, sin ir más lejos, me lo dijeron en la Puerta del Sol, delante de cuarenta o cincuenta personas.

DON ELEUTERIO.-  ¡Picardía! Y usted ¿qué hizo?

DON HERMÓGENES.-  Lo que debe hacer un gran filósofo; callé, tomé un polvo y me fui a oír una misa a la Soledad.

DON ELEUTERIO.-  Envidia todo, envidia. ¿Vamos arriba?

DON HERMÓGENES.-  Esto lo digo para que usted se anime, y le aseguro que los aplausos que... Pero dígame usted: ¿ni siquiera una onza de oro le han querido adelantar a usted a cuenta de los quince doblones de la comedia?

DON ELEUTERIO.-  Nada, ni un ochavo. Ya sabe usted las dificultades que ha habido para que esa gente la reciba. Por último, hemos quedado en que no han de darme nada hasta ver si la pieza gusta o no.

DON HERMÓGENES.-  ¡Oh!, ¡corvas almas! Y precisamente en la ocasión más crítica para mí. Bien dice Tito Livio que cuando...

DON ELEUTERIO.-  Pues ¿qué hay de nuevo?

DON HERMÓGENES.-  Ese bruto de mi casero... El hombre más ignorante que conozco. Por año y medio que le debo de alquileres me pierde el respeto, me amenaza...

DON ELEUTERIO.-  No hay que afligirse. Mañana o esotro es regular que me den el dinero; pagaremos a ese bribón, y si tiene usted algún pico en la hostería, también se...

DON HERMÓGENES.-  Sí, aún hay un piquillo; cosa corta.

DON ELEUTERIO.-  Pues bien; con la impresión lo menos ganaré cuatro mil reales.

DON HERMÓGENES.-  Lo menos. Se vende toda seguramente.  (Vase PIPÍ por la puerta del foro.) 

DON ELEUTERIO.-  Pues con ese dinero saldremos de apuros; se adornará el cuarto nuevo: unas sillas, una cama y algún otro chisme. Se casa usted. Mariquita, como usted sabe, es aplicada, hacendosilla y muy mujer; ustedes estarán en mi casa continuamente. Yo iré dando las otras cuatro comedias que, pegando la de hoy, las recibirán los cómicos con palio. Pillo la moneda, las imprimo, se venden; entre tanto, ya tendré algunas hechas y otras en el telar. Vaya, no hay que temer. Y, sobre todo, usted saldrá colocado de hoy a mañana: una intendencia, una toga, una embajada, ¿qué sé yo? Ello es que el ministro le estima a usted, ¿no es verdad?

DON HERMÓGENES.-  Tres visitas le hago cada día...

DON ELEUTERIO.-  Sí, apretarle, apretarle. Subamos arriba, que las mujeres ya estarán...

DON HERMÓGENES.-  Diecisiete memoriales le he entregado la semana última.

DON ELEUTERIO.-  ¿Y qué dice?

DON HERMÓGENES.-  En uno de ellos puse por lema aquel celebérrimo dicho del poeta: Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres.

DON ELEUTERIO.-  ¿Y qué dijo cuando leyó eso de las tabernas?

DON HERMÓGENES.-  Que bien; que ya está enterado de mi solicitud.

DON ELEUTERIO.-  Pues no le digo a usted. Vamos, eso está conseguido.

DON HERMÓGENES.-  Mucho lo deseo para que a este consorcio apetecido acompañe el episodio de tener qué comer, puesto que sine Cerere et Baccho friget Venus. Y entonces, ¡oh!, entonces... Con un buen empleo y la blanca mano de Mariquita, ninguna otra cosa me queda que apetecer sino que el cielo me conceda numerosa y masculina sucesión.  (Vanse por la puerta del foro.) 




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