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La Constitución Española de 1978 y el Derecho Penal

Javier Boix Reig



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ArribaAbajoI. Introducción

La Constitución española hoy vigente, fue aprobada por las Cortes el 31 de octubre de 1978, ratificada por el pueblo en referéndum de 6 de diciembre de igual año y sancionada por S. M. el Rey, ante las Cortes, el 27 de diciembre de 1978, siendo publicada en el Boletín Oficial del Estado el día 29 del mismo mes y año.

Coincide pues, la presente lección inaugural del curso académico 1988-89 con el décimo aniversario de la Constitución de 1978. He considerado que la ocasión ineludiblemente me obligaba a referirme a tan trascendental acontecimiento, por lo que de significativo tiene para todos nosotros como ciudadanos, para los miembros del Claustro como universitarios, y para algunos como juristas.

Como ciudadanos, dado que el Estado de Derecho posibilita tal condición. Cualquiera que sea la concepción que sobre el mismo se sustente, desde la óptica de las libertades el Estado de Derecho es irrenunciable, es inherente a la convivencia en libertad. No es, desde ese punto de vista, «ni una cuestión meramente técnica, ni un simple prurito de escuela», es «como el aire que se respira, como el pan de cada día, como el agua potable» (RADBRUCH, VIVES).

Como universitarios, en la medida en que los condicionantes del desarrollo del conocimiento, en suma del ejercicio de las funciones específicamente universitarias, exigen por su propia naturaleza la libertad, que se concreta en intereses a proteger en el ámbito universitario, en la docencia y en la investigación; intereses que no son más que exteriorizaciones delimitadas de dicha libertad.

El marco constitucional de 1978 es una condición necesaria, que a todos compete convertir en suficiente, para el buen fin de la función universitaria, pues sólo desde la libertad puede ejercerse una actividad ontológicamente dirigida a la libertad a través de la búsqueda de la verdad.

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Como jurista, en concreto como penalista, no puedo por menos que manifestar la satisfacción personal que me produce pronunciar esta lección. La Constitución de 1978 supone la configuración de un marco para todos los españoles que «propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» (Art. 1.1). Se establece, en definitiva, una sociedad democrática, garantizándose los derechos fundamentales del ciudadano (Título I) de un modo ciertamente amplio, tanto desde la perspectiva material como formal, siendo la Constitución norma fundamental tuteladora de su propio desarrollo normativo, tanto por su directa aplicabilidad como por constituir norte interpretador de las normas jurídicas ordinarias.

En definitiva, el respeto y protección de los derechos del ciudadano, del pluralismo político, de la libertad, justicia e igualdad, hacen que la función del Derecho sea muy distinta en este contexto, en relación con la que tiene en un Estado autocrático. Y esa función se manifiesta nítidamente en el caso del Derecho Penal, al ser éste el último recurso estatal de control social, al erigirse en el máximo exponente, con mayor incidencia a través de sus consecuencias jurídicas en los derechos fundamentales, del sistema de valores imperante. El Derecho penal deja de ser un derecho esencialmente represor para convertirse en un derecho protector de las libertades, por más que paradójicamente ejerza dicha función mediante la pena, esto es, mediante la restricción de determinados derechos, cuestión ésta que debe someterse a revisión constantemente respecto al cómo y en no pocos casos respecto al sí.

En suma, «el Derecho penal no es limitador de la libertad humana, sino su protector. Quien lo describa como un freno a la libertad, falsea su naturaleza y lo convierte en un instrumento de desorden del que se han aprovechado demasiado los déspotas» (CARRARA, CASABO).

En realidad el Derecho penal sólo es Derecho en el marco de un Estado de Derecho, en tanto que en contextos jurídicos no respetuosos de los derechos fundamentales deja de ser tal para convertirse en terror penal (BETTIOL).




ArribaAbajoII. Consideraciones generales sobre la incidencia de la Constitución en el Derecho penal

Toda transformación social y política comporta una variación   —9→   sustancial del Ordenamiento jurídico, pues éste no es más que la formalización normativa de dicha transformación. No otra es la razón y origen de nuestra Constitución de 1978, que configura un nuevo Estado democrático, gestándose como consecuencia de un período de transición, fundamentalmente política, debiéndose destacar como antecedentes significativos de esta evolución la «Ley para la Reforma Política» de 1976 y los llamados «Pactos de la Moncloa» de 1977. Al decir de VIVES, «la Constitución de 1978 no apareció en un momento, al calor de una revuelta popular. No nació, como Atenea de la cabeza de Zeus, de un nuevo poder constituyente que materializase de pronto su idea de Estado. Fue, por el contrario, fruto de un parto laborioso, y casi diríase distócico, cuyos primeros dolores comienzan con la llamada Ley para la Reforma Política».

El Ordenamiento jurídico todo debe responder a idénticas exigencias de transformación; así se hizo en alguna medida a partir de la citada Ley de 1976, teniendo lugar posteriormente un importante desarrollo normativo de la Constitución de 1978. Es el Derecho penal, en todo caso, el sector del Ordenamiento jurídico más sensible a estas mutaciones, dado que las normas jurídico penales tienen la finalidad de proteger los valores o intereses jurídicos esenciales para la convivencia democrática, siendo el instrumento de mayor entidad jurídica que dispone el Estado para cumplimentar sus fines, si atendemos a las consecuencias jurídicas que le son propias y su incidencia en los derechos fundamentales.

Históricamente es fácilmente comprobable lo dicho. En nuestro país, los cambios políticos relevantes siempre han dado lugar a nuevos códigos penales (BARBERO SANTOS). Así, en el S. XIX los Códigos de 1822, 1848, 1850 y 1870, y en el actual siglo los Códigos de 1928, 1932 y 1944. Este último texto legal, como refundido de 1973, es el que perdura, con múltiples modificaciones, hasta nuestros días. No ha tenido lugar todavía la tan necesaria reforma penal globalmente entendida; y ello es necesario tanto por exigencias constitucionales como de carácter técnico-jurídico. El gran número de reformas parciales habidas desde 1976 con la finalidad de orientar nuestro Derecho penal a la nueva situación política y jurídica ha provocado efectos negativos de orden sistemático en el Código penal y evidenciado insuficiencias técnicas, por más que, con carácter general, deban valorarse positivamente en defecto de la articulación de un nuevo Código, tan necesario como unánimemente reclamado por la doctrina. No cabe olvidar en este punto las sabias palabras de Groizard, comentarista del Código penal de 1870: «La ciencia toma a   —10→   veces venganzas contra los iniciadores de parciales reformas en obras de tamaña importancia como son los Códigos. Cada una de las cuales constituye un todo armónico, poniendo de manifiesto, que no sólo quienes de tal modo proceden quebrantan la estructura artística de una labor, fruto de un conjunto de ilustradas inteligencias sino que lastiman fácilmente los mismos principios de justicia y los mismos intereses públicos por cuya defensa propugnan».

En suma, una nueva Constitución democrática requiere de un nuevo Código que asuma dichas exigencias constitucionales, articulando un Derecho penal democrático. Las reformas parciales no dejan de ser disfuncionales, responden en no pocos casos a exigencias políticas excesivamente concretas, se producen en ocasiones con apresuramiento, han requerido en algún caso de subsiguiente reforma (llegándose a hablar de contrarreforma) y, en definitiva1, aún valorando lo que de positivo puedan tener, suscitan, como se ha dicho, disfuncionalidades en relación con la significación global que debe tener todo Código penal.

Hay que destacar que se han llegado a formular dos proyectos de nuevo Código Penal, que responden a similares concepciones político-criminales tanto por lo que se refiere al sistema de sanciones como en lo que atañe a los delitos, y que ambos han recibido el apoyo generalizado de la doctrina penal. No obstante, no han prosperado. Se trata del Proyecto de Código Penal de 1980 y de la Propuesta de Anteproyecto de nuevo Código Penal de 1983.

Contrasta con el apoyo prestado por la doctrina a tales proyectos, fraguados por gobiernos de distinta significación ideológica, su paralización en ambos casos. «Razones, nuevamente de matiz político, parecen haber actuado, a modo de poderoso contrapeso, frente a la evidente necesidad de una renovación total del sistema punitivo de nuestro país» (LORENZO SALGADO). En realidad es difícil conocer las razones exactas de dicha paralización, que ha provocado el mayor de los escepticismos en la doctrina, si bien se apunta que su incidencia en la población reclusa, por el efecto retroactivo de aquellas normas penales que fueren más favorables, y el miedo a la reacción de ciertos sectores del poder económico, inmunes hasta el momento al instrumento punitivo, han sido factores decisivos. (Así, OCTAVIO DE TOLEDO).

Desde luego que el ideologizado concepto de seguridad ciudadana, viene informando determinadas reformas penales y tal vez paralizando otras. La instrumentalización de dicho concepto es   —11→   sumamente peligrosa, dado que puede oscurecer, si no soslayar, los auténticos fines de la norma penal, otorgando una verdadera «patente de corso» al Estado para su intervención penal en ciertas esferas. No cabe olvidar que el Derecho penal está informado, entre otros, por el principio de mínima intervención, y que cuando ésta se produce debe serlo salvaguardando las garantías jurídicas y constitucionales del ciudadano. La seguridad ciudadana debe perseguirse mediante el fin de intimidación general, y su quicio lo constituye la seguridad jurídica; si esta idea no rige las medidas penales que se adopten, éstas acabarán siendo político-criminalmente ineficaces, por más que supondrán una clara contradicción con los postulados constitucionales democráticos a que venimos aludiendo.




ArribaAbajoIII. Principios penales de carácter constitucional

Es hora de analizar en concreto, si bien con la brevedad que requiere este acto, la incidencia de nuestra Constitución en el vigente Derecho penal. Para ello, traeremos a colación los principios que informan el Derecho penal moderno y su arraigo constitucional. En apartados posteriores se examinará la problemática básica del sistema de sanciones penales en el marco constitucional y se estudiarán las modificaciones legislativas de orden penal producidas en aquellos ámbitos de libertades más directamente afectados por la entrada en vigor de la Constitución.

En materia de Principios que informan al Derecho penal, debe decirse que nuestra Constitución es ciertamente parca e insuficiente. La doctrina ha venido denunciando las deficiencias de orden técnico con que en la Constitución se han abordado determinados principios, como el de legalidad, o no se han regulado otros expresamente, como el de culpabilidad o el de proporcionalidad en su caso.

Determinados principios deben deducirse de preceptos constitucionales de carácter general, en tanto que otros se recogen más o menos expresamente. En todo caso, habrá que partir de los criterios informantes que se extraen de la conflictiva formulación de nuestro Estado como social y democrático de Derecho, conforme prevé el art. 1.1 de la Constitución.

1.- En efecto, lo que deba entenderse por Estado social y democrático de Derecho no es doctrinalmente pacífico, por lo que podrán encontrarse posiciones que concluyan de distinta manera respecto a   —12→   los criterios informantes, con carácter general, en orden a estructurar el sistema de garantías de las libertades y en orden a concebir el modelo económico constitucional, condicionante en gran medida del propio sistema de garantías.

Conocido es que dicha fórmula fue fruto del consenso que informó el debate constitucional, atribuyéndose a la misma interpretaciones dispares según sectores ideológicos. La concepción centrada en que se trata de un Estado de Derecho social en lo económico y democrático en lo político (ÓSCAR ALZAGA), supone el logro de una síntesis dialéctica entre posiciones procedentes del Estado liberal y el Estado social de Derecho (MIR), con lo que ello supone de fijación del modelo económico neo -capitalista, aceptación de la intervención estatal, articulación del Estado del bienestar, y garantías formales procedentes del Estado liberal. Desde otro punto de vista, recordando la noción de Estado democrático de Derecho (ELÍAS DÍAZ), la fórmula constitucional, repito que fruto del consenso (PECES BARBA), es abierta y admite la articulación concreta del Estado como social o como democrático de Derecho, superador en todo caso del modelo liberal, de manera que estaríamos ante un Estado social de Derecho, tendente, evolutivo, abierto en suma, hacia concepciones propias del Estado democrático de Derecho, permite estructurar el modelo económico de un modo más flexible (de modelo mixto se ha hablado, por la doctrina e incluso de concepción neutral que permite, como ha señalado BAJO, «la aplicación de cualquier programa político económicos) y asume como irrenunciables determinadas garantías jurídicas nacidas con el liberalismo, pero desformaliza éstas, dado que el principio de igualdad cobra plena vigencia adquiriendo la libertad total contenido, pues sólo desde el prisma de la igualdad puede hablarse de efectiva libertad de todos los ciudadanos; en el paso de un sistema de libertades formales a otro, en el que subsistiendo las garantías jurídicas que aquéllas suponen, se potencie la igualdad y, en suma, un sistema material de libertades, debe centrarse el desarrollo constitucional y, en primer término, el Derecho penal como instrumento jurídico básico del Estado.

En todo caso, la fórmula contenida en el art. 1.1 de nuestra Norma fundamental permite concluir inequívocamente que en el orden penal se requiere adoptar una serie de garantías limitativas del ius puniendi del Estado, y que las categorías sistemáticas que integran la teoría del delito y la de la pena deben estar informadas por la idea promocional del individuo y de la sociedad en sede de los principios de igualdad y libertad.

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2.- Es en ese marco constitucional en el que hay que situar el alcance de los intereses jurídicos que debe proteger el Derecho penal. Hay que recordar que la doctrina requiere, en función del carácter fragmentario que debe informar al Derecho penal, que sólo se protejan intereses jurídicos dignos de protección jurídico penal, necesitados de dicha protección y efectivamente protegibles.

En este sentido, interesa ahora destacar que dichos intereses jurídicos no cabe confundirlos con intereses de grupo, ni menos con determinadas pautas morales no necesariamente compartidas por todos los ciudadanos. Sólo se protegen intereses jurídicos, en cuanto condiciones externas de la libertad (VIVES) o, en todo caso, de los principios informantes básicos de nuestro Estado de Derecho. La delimitación del interés a proteger en el ámbito penal puede venir dada por la propia Constitución, al concretar en su Título I, Capítulo Segundo, los Derechos y libertades de los ciudadanos. Cuestión ésta, necesariedad o no de cobertura constitucional del interés penalmente protegible, que es objeto de cierta polémica doctrinal, en la que no es el momento de entrar, pero que permite ofrecer un mínimo en la tarea de concretar los perfiles de los intereses jurídico-penales protegibles.

3.- El principio de proporcionalidad en relación con los de prohibición de exceso y de necesidad de la pena, cuyo arraigo constitucional ha sido puesto de manifiesto por algún sector doctrinal (arts. 10.2, 15 y 17 de la Constitución; así, por ejemplo, COBO DEL ROSAL, VIVES y BUSTOS) y por el propio Tribunal Constitucional, impide extralimitaciones por parte del legislador ordinario desde la propia óptica constitucional. Se observan fenómenos de «huida hacia el Derecho penal», en los que se tiende a acudir de manera desmedida al mismo sin que esté probada su necesidad ni agotadas las vías previas de resolución de los problemas, como puede ser, por ejemplo, la vía administrativa en determinados supuestos. Con independencia de la tacha de inconstitucionalidad que en algunos casos pueda darse, esta clase de fenómenos suele responder a una mala política-criminal, haciendo ineficaces las normas penales, incluso inaplicables. En fin, cuando se produzca este fenómeno habrá que recordar, si responde a hipótesis de innecesariedad, que toda pena innecesaria es, por éste solo hecho, injusta, por más que devenga inconstitucional por las anteriores razones.

4.- Determinadas categorías jurídico-penales vienen condicionadas por el propio orden constitucional en que se sitúan. La antijuricidad   —14→   debe responder necesariamente a la idea de contrariedad a intereses jurídicos protegidos, en los términos analizados hasta ahora. Lesión o puesta en peligro de dichos intereses integrarán el contenido sustancial del injusto. El principio de lesividad, que debe informar todo Derecho penal democrático, generará el rechazo, incluso constitucional, de los llamados delitos formales, de aquellas normas que asocien penas a conductas que consistan en la mera desobediencia al mandato estatal, sin que, por otra parte, se produzca lesión o puesta en peligro de interés jurídico alguno. Legitimar esa clase de normas supone aceptar que la antijuricidad puede integrarse exclusivamente por imperativos, desconociendo necesarios contenidos valorativos de las mismas; implica requerir una actitud de lealtad del ciudadano para con el Estado, incompatible de todo punto con una concepción democrática del mismo, y recuerda a concepciones pretéritas del Derecho penal que condujeron a la práctica del peor de los totalitarismos en Europa.

5.- También en el campo de los principios, cabe recordar que la imposición de una pena requiere la realización de un hecho (típicamente antijurídico) culpablemente cometido. El principio de culpabilidad es una categoría esencial, propia de un Derecho penal evolucionado y democrático. No es éste tampoco el momento de entrar en el vivo debate doctrinal existente sobre la vigencia o no de tal principio, ni sobre todo respecto a su contenido. Sí cabe realizar, no obstante, las siguientes manifestaciones:

5.1.- Nuestro texto constitucional parte de una concepción democrática y pluralista, aceptando lógicamente como valor superior la libertad. La imputación de responsabilidad penal a una persona habrá de tener en cuenta necesariamente tales premisas; y ello cualquiera que sea la concepción que se tenga sobre la cientificidad o no de la tesis del libre albedrío. Existe, en suma, una determinada concepción constitucional de la persona que vincula normativamente. Hay que partir de que se tiene una determinada capacidad de determinación, por lo que el ordenamiento jurídico impondrá una sanción a quien pudiendo actuar conforme a Derecho no lo hizo, contrariando la norma; se efectuará un juicio de reproche personal, fundamento de la llamada culpabilidad normativa.

5.2.- Nuestro texto constitucional no recoge expresamente este principio, lo que ha sido criticado por algún autor. Sí se han hecho, sin embargo, interpretaciones doctrinales que lo consideran implícitamente contenido en el art. 25.1 de la Constitución («Nadie puede ser   —15→   condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento») o en la protección de la dignidad de la persona (art. 10.1).

En la medida en que nuestro texto constitucional acoge el principio de legalidad en el referido art. 25.1, a que luego nos referiremos, cabe aludir a la necesaria asunción constitucional del principio de culpabilidad. La pena se impone por el hecho culpablemente cometido (COBO y BOIX). Conexión ineludible entre principio de legalidad y de culpabilidad, puesto de manifiesto por un sector de la doctrina alemana a tenor de lo previsto en el artículo 103.2 de la Norma Fundamental alemana (SAX), en todo caso relacionada con la necesidad de deducir la vigencia del principio de culpabilidad y su carácter constitucional por razón del reconocimiento que dicha Ley Fundamental hace de la dignidad humana, y, como ya se ha dicho, por ser idea inherente al Estado de Derecho (sobre la discusión en Alemania de este tema, ZIPF, SCHMIDHÄUSER, LACKNER).

5.3.- Cualquiera que sea la posición al respecto, se acepta en todo caso que la culpabilidad por el hecho se erija en límite máximo, que no pueden franquear los tribunales, en la imposición de la pena. Por encima de toda discusión, se asume dicho principio en su dimensión estrictamente garantista. La extendida tesis (Spielraumtheorie) de la negación de la culpabilidad como criterio determinador de la pena y de su aceptación como límite garantista máximo (ROXIN, SCHAFFSTEIN, DREHER), ha sido criticada por incoherente. Como he afirmado en otra ocasión, la asunción del principio de culpabilidad sólo a efectos limitativos, comporta una reducción del mismo a tenor de consideraciones especial-preventivas, que desdicen de su propia esencia e implican una contradicción de base (BRUNS; de «cuadratura del círculo» lo califica QUINTERO).

5.4.- El principio de culpabilidad ha informado la importante reforma parcial de nuestro Código penal, por Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio. Han desaparecido en gran medida, al menos en la Parte General, mecanismos de elusión del principio de culpabilidad y se ha establecido claramente que la pena se debe imponer por la razón de dicha culpabilidad. En el art. 1.2. del Código penal se establece: «No hay pena sin dolo o culpa. Cuando la pena venga determinada por la producción de un ulterior resultado más grave, sólo se responderá de éste si se hubiese causado, al menos, por culpa».

6.- En último lugar, hacemos referencia al principio de legalidad.   —16→   Se trata del principio básico del Derecho penal en un Estado de Derecho. Hijo de la ilustración, generado por una ideología liberal y contractualista (entre otros, LAMARCA), constituye hoy un principio unánimemente admitido por doctrina y jurisprudencia, e indisolublemente unido al concepto de Estado de Derecho. Supone una indeclinable garantía de libertad del ciudadano (RODRÍGUEZ MOURULLO, MADRID, etc.), en la medida que lo es de la acción humana.

El principio de legalidad, que supone que sólo puede sancionarse una conducta previamente prevista como delictiva en una Ley, se conecta, pues, con la idea de seguridad jurídica, dado que introduce la certeza como «específica eticidad del Derecho», siendo la certeza del Derecho la certeza de la acción (LÓPEZ DE OÑATE).

Este principio comporta exigencias materiales, dirigidas todas ellas a cumplimentar la seguridad jurídica que le es propia, y exigencias formales, en la medida en que la norma penal debe formalizarse siempre mediante Ley previa a la comisión de la conducta. No es este el momento adecuado para analizar todas y cada una de las exigencias derivadas del principio de legalidad y su desarrollo en nuestro Código penal (para lo que me remito a la bibliografía sobre la materia). Sí interesa destacar, no obstante, que la Constitución recoge de un modo defectuoso este principio, dado que el citado art. 25.1 tan sólo contiene determinadas exigencias materiales y no la necesaria reserva absoluta de ley en la materia.

Existe una viva polémica doctrinal sobre la clase de reserva de ley en Derecho penal. Desde luego que el art. 25.1. nada indica. Frente al sector doctrinal que llega a admitir la reserva de ley ordinaria (art. 53.1) en casos de imposición de pena de multa, ya me he decantado en otros trabajos por la exigencia de reserva de ley orgánica de conformidad con lo previsto en el art. 81.1 de la Constitución («Son leyes Orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución»), siquiera sea, aunque no sólo, por la función que en un Estado de Derecho tiene el Derecho Penal, las consecuencias jurídicas de toda índole, procesales y penales, que tienen lugar tras la comisión de un delito y atendiendo al carácter unitario de la norma jurídico-penal.

El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse sobre esta cuestión, en torno a la Ley de Control de Cambios (Sentencias   —17→   de 11 de noviembre y 16 de diciembre de 1986), decantándose por la inconstitucionalidad de dicha Ley en la medida en que era ordinaria y afectaba a la privación de libertad, por lo que aún no existiendo un desarrollo jurisprudencial directo para las hipótesis de penas de multa, es lo cierto que dichas resoluciones parecen concluir que en estos casos basta con reserva de ley ordinaria (al respecto, críticamente, RODRÍGUEZ MOURULLO).

El principio de legalidad, al que en su aceptación general de supremacía de la Ley se refiere el art. 9.3 de la Constitución, se asienta políticamente en sus orígenes en la división de poderes, constituyendo un límite al ius puniendi que vincula al propio legislativo y, por supuesto, al judicial y ejecutivo. De ahí que sea preciso recordar que el propio Estado de Derecho quiebra cuando se utilizan formas elusivas de aquél por parte del legislativo (RODRÍGUEZ MOURULLO) o tienen lugar actuaciones, eufemísticamente tituladas, por parte de los otros poderes, encubriendo conductas lesivas de dicho principio y del mismo Estado de Derecho al que es inherente. En este sentido, son significativas las siguientes palabras de COBO: «El exorbitado Derecho penal preventivo, las ideas totalitarias imperativistas, la llamada defensa social, los elementos valorativos del tipo, las cláusulas generales, los tipos penales abiertos (flexibles), las leyes penales indeterminadas o en blanco, la incriminación de puros talantes subjetivos, el uso y el abuso de elementos subjetivos del tipo, la valoración moralista de las pruebas y un largo etc., son los enemigos naturales, por supuesto desde la propia legalidad -y de ahí su grave crisis- del principio de legalidad, mediante la utilización de refinada técnica jurídica por el Estado moderno en su deseo de exigir cada vez más poder, en detrimento de las garantías jurídicas, formales y sustanciales, de los derechos individuales de la persona».

Antes de concluir la referencia al principio de legalidad, debe indicarse que el propio art. 25.1, en relación con el art. 9.3. recoge el principio, indisolublemente unido a aquél, de irretroactividad de las leyes penales, posibilitando el marco normativo constitucional la admisión de la retroactividad de aquellas que sean favorables al reo (arts. 23 y 24 del Código penal).

Igualmente debe significarse que el principio non bis in idem, por el que se prohíbe la doble sanción por idéntico hecho, si bien no ha quedado acogido expresamente en la Constitución, lo que ha sido objeto de severas críticas, se ha deducido implícitamente de lo dispuesto en el propio art. 25.1, habiendo sido constitucionalizado por el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 30 de enero de 1981,   —18→   desarrollando posteriormente una importante jurisprudencia en la materia (sobre el tema, COBO y BOIX).




ArribaAbajoIV. Teoría de la pena

1.- Naturalmente que idénticos principios, constitucionales y penales, informan la teoría de la pena, dado que la teoría del delito y de la pena van indisolublemente unidas. La concepción que se tenga sobre el fundamento y fines de la pena, no puede ser otra que la que se tenga sobre el Derecho penal. Dense aquí, pues, por reproducidas las consideraciones antes realizadas.

En este sentido, cabe recordar que el art. 25.1 de la Constitución prevé la imposición de sanciones por el hecho (culpable) cometido, por lo que la pena impuesta cobra su razón en la realización del hecho. Recuérdese también la necesaria conexión entre principio de legalidad y de culpabilidad y fácilmente se entenderá que difícilmente tienen cabida criterios de prevención, sea general (dirigida a todos los ciudadanos) o especial (al infractor), pues éstos cifran la cantidad de pena a imponer no en el hecho cometido sino en criterios de utilidad, con la inseguridad jurídica que, de otra parte, ello genera. La interminación a que conducen las formulaciones prevencionistas llegan a producir tesis, como la ya criticada de ROXIN, que aceptan, por razones de seguridad jurídica, un máximo de pena a imponer atendiendo al hecho cometido, si bien utilizan criterios preventivos en el establecimiento concreto de la pena.

Los criterios de prevención especial no pueden utilizarse, desde la perspectiva constitucional, como válidos para medir la pena. Cuestión distinta es que sean especialmente relevantes para optar judicialmente por la clase de pena a imponer, cuando ello sea factible (privación de libertad o multa), decidir el modo de cumplimiento de la pena (concesión de la remisión condicional), o incidir en la ejecución penitenciaria.

Desde la óptica de un Estado social de Derecho, debe traerse aquí a colación lo dispuesto en el art. 9.2 de la Constitución: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en el que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Lejos de ser un precepto constitucional, junto con el art. 25.2 (al que luego nos referiremos), determinante de la prevención especial como criterio de   —19→   medición de la pena, como entiende algún autor, nos encontramos ante un principio rector de la política social del Estado de Derecho, que le obliga a actuar para hacer posible la igualdad y libertad real de todos los ciudadanos; lo que, en el caso de sectores marginados o de sectores inmersos en la delincuencia, supondrá el desarrollo de una política de prevención especial, favorecedora de las condiciones positivas de vida de dichos sectores, en fase pre-delictual, post-delictual y penitenciaria. Desde luego, no es una política de favorecimiento del ciudadano quebrantar su seguridad jurídica, vulnerando lo dispuesto en el art. 25.1, adoptando criterios indeterminados jurídicamente en el establecimiento de la pena.

2.- Nuestro Código penal acoge un añejo sistema de penas, centrado exclusivamente, una vez desterrada de su ámbito la pena de muerte, en las penas privativas de libertad y en las penas pecuniarias. La Constitución, de modo expreso, tan sólo alude a la pena de muerte en su art. 15 y, a las privativas de libertad, en su art. 25.2, para establecer su finalidad resocializadora.

2.1.- Por lo que se refiere a la pena de muerte, en el art. 15 establece: «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra».

De esta forma quedó totalmente abolida la pena de muerte en la legislación penal no militar. Sin duda que ello constituyó un avance importante por el que unánimemente se había manifestado la doctrina penal española, que consideraba incompatible la pervivencia de tan bárbara sanción con un Estado de Derecho. No procede ahora entrar en el análisis de un debate doctrinalmente superado. Tan sólo recordar las siguientes palabras de Bokelmann: «el principal argumento racional contra la pena de muerte es que no existe ningún argumento racional a su favor».

Resta sin embargo, la cláusula constitucional que habilita la regulación de la pena de muerte, no la impone, en «las leyes penales militares para tiempos de guerra». Lamentablemente, las nuevas leyes penales militares han hecho uso de tal habilitación. En efecto, el art. 25 del nuevo Código Penal Militar de 1985, mantiene la pena de muerte en tiempo de guerra, estableciendo que «sólo se podrá imponer en casos de extrema gravedad, debidamente motivados en la sentencia y en los supuestos en que la guerra haya sido declarada   —20→   formalmente o exista ruptura generalizada de las hostilidades con potencia extranjera». En definitiva, la pena de muerte no está abolida, en toda su extensión; subsiste en el ordenamiento jurídico militar. Semejante previsión legislativa no resiste la menor crítica desde exigencias de coherencia en la posición abolicionista. De ahí, las duras críticas de GIMBERNAT cuando recuerda las incoherencias habidas en sectores políticos, contrarios en su día, incluso a nivel constitucional, a la pena de muerte, incluso en el ámbito militar.

2.2.- La única alusión a las sanciones privativas de libertad tiene lugar en el art. 25.2 de la Constitución, en el que se plasma el ideal resocializador: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados. El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena, y la ley penitenciaria. En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad».

Fácilmente se comprenderá que el llamado ideal resocializador no es más que eso, un ideal. De mito y utopía ha llegado a ser calificado (GARCÍA PABLOS). Se trata de la orientación que el Estado está obligado a dar a la ejecución penitenciaria. Desde luego que no cabe atribuirle otra significación al art. 25.2.; su ámbito afecta a la ejecución penitenciaria. Cualquier otra pretensión, por ejemplo, otorgarle significación en la medición de la pena, olvida que el propio texto preserva los derechos fundamentales del condenado y, por tanto, también los del art. 25.1, que fija los criterios de medición de la pena. Si la consecución del ideal resocializador sume en el mayor de los escepticismos a los penalistas, son evidentes los graves peligros que supondría para el ciudadano que la resocialización fuera la pauta determinadora de la pena a imponer.

En todo caso, dicho pesimismo y la asunción de la función resocializadora en el ámbito penitenciario no pueden hacer olvidar la obligación constitucional (recuérdese también el art. 9.2) de preservar los derechos fundamentales del ciudadano y habilitar los medios materiales y personales que posibiliten en lógica medida la reinserción social. Sufrimientos añadidos, por insuficiencia de la prestación estatal, pueden degenerar la medida privativa de libertad, convirtiéndola   —21→   en trato inhumano o degradante, prohibido por el art. 15 de la Constitución.

El objetivo resocializador ha sido también contemplado por la Ley General Penitenciaria de 1979 y su desarrollo reglamentario. El cuadro normativo es, pues, completo. La realidad parece muy distinta. El hacinamiento y la situación sanitaria así lo indican, hasta el punto que se ha afirmado que las cárceles españolas no están realmente orientadas a la resocialización, sino que lo que provocan es justo lo contrario, la desocialización (MUÑOZ CONDE). Ante ello, se ha llegado a plantear por MIR que dicha situación «es evidentemente anticonstitucional y podría dar lugar a la interposición de recursos de amparo (art. 5 3.2, Constitución) por parte de los reclusos que ven desconocido el derecho fundamental que les atribuye el art. 25 de la Constitución, o por parte del Ministerio Fiscal o del Defensor del Pueblo (Art. 162 Constitución)».

Es hora, pues, de volver a reiterar la necesidad de articular un nuevo sistema de sanciones, en la línea de lo establecido en el Proyecto de 1980 y en la Propuesta de 1983. Sistema de sanciones más racional y que ofrece mayores alternativas, en la elección de la clase de pena o en la de su modo de cumplimiento, a la prevención especial. Añadiendo a ello la imprescindible aportación de medios materiales y personales, se posibilitará, siquiera sea desde la perspectiva jurídica más modesta, la posibilidad de ejercicio de un derecho por parte del condenado: la orientación resocializadora de las sanciones privativas de libertad, a que se refiere el repetido art. 25.2.




ArribaV. Nueva regulación de conductas delictivas

La nueva significación que adquiere el Derecho Penal en un Estado democrático se plasma de un modo más directo, si cabe, en las modificaciones legislativas que tienen lugar en su parte especial, es decir en la regulación de las figuras delictivas en concreto. Ello es lógico, dado que a través de dicha regulación se articula la protección de los diversos intereses jurídicos, que, como se ha dicho, varían o adquieren diverso alcance con las modificaciones que se producen en el propio sistema político.

Naturalmente que ese «programa», reflejo del correspondiente marco constitucional, puede analizarse con especial nitidez cuando ha tenido lugar una reforma global del Código penal, lo que, como ya se ha indicado, no es nuestro caso. Debe atenderse a las múltiples reformas parciales habidas para llevar a cabo el análisis.

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La Constitución, lógicamente, nada indica, con carácter expreso, al respecto. Sólo en muy contadas ocasiones contiene orientaciones expresas para el legislador ordinario. Así, por ejemplo, puede señalarse el art. 18 en materia de limitaciones al uso de la informática para proteger el honor y la intimidad, o más directamente el art. 45, relativo a la protección del medio ambiente, y el art. 46 por lo que se refiere a la protección del patrimonio histórico, cultural y artístico.

Las modificaciones de la parte especial, la nueva articulación de delitos, se produce a partir de la configuración misma del Estado como de Derecho y del conjunto de principios constitucionales ya referidos. Todo ello delimitará el ámbito de lo necesariamente reformable, junto a las modificaciones que se produzcan por razones de estricta técnica jurídica y en base a orientaciones político-criminales determinadas.

Puede afirmarse que la asunción de un Estado de Derecho (como el de la Constitución de 1978), supone la transformación radical del Derecho; por lo tanto, estaríamos en sede de no necesariamente reformable, en tres ámbitos: libertades políticas, libertades morales e intereses socio-económicos.

1.- Libertades políticas

El hecho de que la Constitución de 1978 articule un sistema de libertades, partiendo de una concepción democrática del Estado, con el necesario reconocimiento del pluralismo político, supone que las libertades políticas constituyen eje del propio sistema, por lo que las mismas pasan a ser interés jurídico de primer orden a proteger penalmente. La transformación es evidente: antes de la Constitución el ejercicio2de dichas libertades era constitutivo de delito, con posterioridad se protegen las mismas, siendo delictivas aquellas que perturben gravemente tales derechos fundamentales.

Este es el giro fundamental que adopta el Derecho penal en una democracia. Significativas son, en este sentido, las siguientes palabras de WELZEL: «La idea fundamental de la democracia es, por ello, el aseguramiento de la disposición fundamental de todos los grupos en lucha por el poder político, a que la lucha por el orden social justo sea llevada a cabo como una lucha de ideas, sin tratar de aniquilar como enemigo al que piensa de otra manera, tan pronto se ha conseguido la mayoría y el poder. En la democracia, todo el mundo tiene el   —23→   derecho a expresar su opinión, siempre que el mismo esté dispuesto también a escuchar la opinión contraria. La democracia descansa en la idea fundamental de la tolerancia recíproca, no de la tolerancia unilateral, y el mismo principio de la mayoría está subordinado a aquella idea».

Lógico es que ya en el período de transición política se reformaran preceptos del Código penal relativos a los derechos de reunión, asociación, libertad de expresión, y libertad de trabajo. Ello tuvo lugar mediante Ley de 19 de julio de 1976, que si bien era claramente aperturista, no dejaba de ser insuficiente en términos políticos y defectuosa técnicamente (entre otros, GARCÍA PABLOS, CÓRDOBA y CARBONELL). Posteriormente, bajo la vigencia de la Constitución de 1978, la Ley Orgánica 4/1980, de 21 de mayo articula diáfanamente la protección penal del libre ejercicio de los derechos de expresión, reunión y asociación (sobre la misma, CARBONELL, ORTS y GARCÍA PABLOS).

Con la reforma, amplia aunque parcial, de 1983, se pretende completar en el Código penal, el sistema de protección penal de libertades, en materia de discriminaciones punibles (RODRÍGUEZ RAMOS) y libertades sindicales y derechos de huelga (TERRADILLOS y ARROYO).

Necesario es, en este apartado, referirse al fenómeno terrorista y a la legislación penal articulada sobre el mismo. En primer término es preciso señalar que la delincuencia terrorista es, desde una perspectiva estrictamente normativa, delincuencia común. No otra cosa puede desprenderse de lo previsto en el Art. 13.3 in fine de la Constitución («Quedan excluidos de la extradición los delitos políticos, no considerándose como tales los actos de terrorismo»). Criterio éste, que se corresponde con una concepción objetiva de delito político (COBO y BOIX), constante en nuestra legislación constitucional (así Art. 4.1 de la Ley de Extradición Pasiva, de 21 de marzo de 1985), y en diferentes Convenios internacionales suscritos y ratificados por España, como son el Convenio Europeo de Extradición y el Convenio de Represión del Terrorismo.

Semejante concepción es, de otra parte, político-criminalmente acertada y sitúa al fenómeno terrorista en sus auténticas coordenadas en relación con el Estado democrático. Ello comporta que la defensa que el Estado democrático haga de sí mismo lo sea en términos absolutamente constitucionales. El Estado de Derecho sólo puede protegerse mediante sus propios mecanismos jurídicos, pues de lo   —24→   contrario dejará de ser Estado de Derecho, se le habrá hecho sucumbir.

Ante la interrogación suscitada por el autor antes citado, WELZEL, «si el Estado es guardián del Derecho, ¿cómo puede el propio Estado protegerse a sí mismo con el Derecho? ¡Qué clase de defensa consigue a través del Derecho penal que no poseyera ya por sí mismo!», lo que implica una afirmación, cabe decir que precisamente el Derecho, fruto de la voluntad de todos los ciudadanos se constituye en límite de la intervención de los distintos poderes del Estado. Las normas penales contienen prescripciones en contra de quienes atentan al sistema democrático, con los límites propios del Estado de Derecho. La misma concepción de Estado de Derecho excluye otra posibilidad, pues dejar al arbitrio de cualquiera, por encima de la ley emanada de la voluntad de los ciudadanos, la determinación de los criterios de defensa del Estado, supone de suyo un riesgo para todos, por ausencia de garantías jurídicas, y una contradicción, en suma, con el fundamento y razón de ser del Estado de Derecho.

En esta materia tiene lugar, con cierta frecuencia, la articulación de medidas jurídicas en el límite de la constitucionalidad, cuando no claramente contrarias a la Constitución. Se han empleado técnicas legislativas, al amparo de la necesidad de protección del Estado democrático, desde una concepción límite del mismo, que a algunos autores les ha permitido afirmar que configuran un Estado autoritario de Derecho, dando lugar a lo que COPIC denominó «Derecho penal político de nuevo cuño» (al respecto, GARCÍA PABLOS). En todo caso, debe reiterarse que, si bien el Estado de Derecho debe emplear todos los medios a su alcance para luchar contra esta clase de extrema criminalidad, han de eludirse mecanismos que contradigan su propia razón de ser.

En España se han sucedido diversas leyes, llamadas antiterroristas, que, en términos generales, han respondido a similar orientación a las de países que han dado lugar a ese «derecho penal político de nuevo cuño». No han faltado constantes alegaciones de inconstitucionalidad, total o parcial, de las correspondientes normas. Con posterioridad a la Constitución, debe citarse el Decreto-Ley de 26 de enero de 1979, llamado de seguridad ciudadana, claramente inconstitucional, al menos desde la perspectiva formal, por cuanto transgrede la necesaria reserva de ley en materia penal (lo mismo sucedió con el Decreto Ley de 23 de noviembre de 1979 que además de ampliar competencias de la Audiencia Nacional, prorrogó la ley antiterrorista   —25→   56/1978). Tras las leyes orgánicas de 1 de diciembre de 1980 y 4 de mayo de 1981 (esta última llamada de defensa de la Constitución, elaborada tras el intento de golpe de Estado de 23 de febrero de 1981, incluye supuestos de rebelión y terrorismo), entra en vigor la Ley Orgánica 8/1984, de 26 de diciembre contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas y de desarrollo del artículo 55.2 de la Constitución, que tras ser calificada de inconstitucional, al menos parcialmente, por sectores jurídicos y políticos, recibe la tacha de inconstitucionalidad parcial, en determinados preceptos, por Sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de diciembre de 1987. Dicha ley queda derogada, en todo caso, por leyes orgánicas 3 y 4/1988, de 25 de mayo, por las que se reforma el Código penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal. En definitiva, la normativa antiterrorista se incluye en la legislación ordinaria, sustantiva y procesal. La técnica legislativa que elude formalmente el carácter excepcional de las normas antiterroristas es loable si se corresponde con los criterios garantistas que deben informar la previsión y aplicación de dichas normas. La excepcionalidad material de alguna de esas normas supondría, por el contrario, un incremento de riesgo para los ciudadanos en general, precisamente, por la nota de «normalización» que comporta su inclusión en el Código penal. Algunos sectores jurídicos han mostrado su preocupación, en este sentido, por algunos preceptos incluidos en la legislación ordinaria, llegando a denunciar incluso su posible inconstitucionalidad; sobre todo preceptos de índole procesal, como por ejemplo el nuevo art. 553 de la Ley rituaria.

2.- Libertades morales

Otro ámbito de libertades sensiblemente afectado por la transformación democrática del Estado es el de las libertades morales, entendidas en este sentido amplio, y, más concretamente, por referencia a la esfera sexual.

Si una concepción autocrática del Estado conduce a confundir Derecho y Moral, haciendo coincidir ésta con la propia del poder político dominante, instrumentalizándose la norma jurídica a efectos moralizantes, en un Estado de Derecho la norma cumplimenta una función claramente diferenciable de la Moral o las distintas morales, consistente en hacer posible la coexistencia de dichas diversas morales posibles en libertad. En este sentido, ha afirmado LATORRE que una de las más típicas e importantes funciones del Derecho «consiste en fijar autoritariamente reglas válidas para todos».

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En este ámbito han tenido lugar importantes reformas penales, si bien parciales, asistemáticas e insuficientes. Se sustituye, haciéndose eco de ello el propio Tribunal Supremo, la idea de protección de la moral o de la honestidad por la de tutela de la libertad sexual, y se pretende suprimir las discriminaciones jurídicas, por razón del sexo. Las reformas de 1978, atinente a los delitos de estupro y rapto, la de 1983 que afectó a la eficacia del perdón del ofendido en los llamados «delitos contra la honestidad» (libertad sexual) y la más reciente reforma de 1988 relativa a los antes llamados delitos de escándalo público, hoy de «exhibicionismo y provocación sexual», van en la línea de proteger la libertad sexual en su vertiente pasiva y activa, en tanto se produzca con respecto a la libertad de los demás y de potenciar la igualdad. No obstante, resta la necesidad de emprender una reforma global de los llamados «delitos sexuales» que dé mayor virtualidad a los principios inspiradores de dichas reformas, comprendiendo una revisión del delito de violación que asuma, con actualidad, el fenómeno de la sexualidad y eluda, absolutamente, todo cariz discriminador entre sexos.

3.- Intereses socio-económicos

El modelo constitucional de 1978 supone la necesidad de promover mecanismos jurídicos potenciadores de la igualdad entre los ciudadanos. Desde el punto de vista económico, habida cuenta la concepción mixta que asume la Constitución o, de acuerdo con algunos autores, la adopción de una posición neutral respecto a la política económica a seguir (así, BAJO), habrá que viabilizar planteamientos económicos que, siendo respetuosos con el catálogo de derechos constitucionales ya referidos, encajen en la concepción social o en la democracia del Estado de Derecho en todo caso superadores de concepciones estrictamente liberales, y permita ir paliando las importantes desigualdades sociales y económicas existentes.

Esa misma función debe cumplir el Derecho penal, dejando de ser un instrumento jurídico profundizador de las desigualdades económicas y convirtiéndose en instrumento, sólo cuando ello sea imprescindible, que complemente una política económica de igualdad.

En esta línea se han ido produciendo algunas reformas parciales del Código penal. Con independencia de las deficiencias técnicas que han informado dichas reformas, hay que valorar, desde la perspectiva general antes mencionada, el ajuste penológico que tuvo lugar en   —27→   1983 de los delitos contra la propiedad, que con anterioridad provocaban sanciones absolutamente desmedidas, y la tímida introducción de la protección penal de los intereses económicos societarios mediante reformas atinentes a la seguridad en el trabajo, adaptaciones de leyes represivas del contrabando y del control de cambios o delitos monetarios, protección de los derechos de autor, protección del medio ambiente y del consumidor desde la perspectiva fundamental alimentaria, e incorporación de los llamados delitos contra la hacienda pública.

Es en este ámbito en el que se evidencian especialmente las carencias existentes en nuestro Código Penal. No existe en el mismo una protección clara, sistemática y técnicamente correcta de los intereses económicos comunitarios. Los proyectos de 1980 y 1983 contenían, por primera vez en la historia de nuestra legislación penal, sendos títulos reguladores de los delitos socio-económicos o contra el orden económico, dando lugar a la protección de intereses de orden económico generalizables a todos los ciudadanos y saliendo al paso de una clase de delincuencia, criminológicamente denominada de «cuello blanco», hasta el momento casi impune; delincuencia germinada por el propio sistema económico y manifestación de la ineficacia de las normas penales clásicas, reflejo de las desigualdades a que responde aquél, para afrontarla. Naturalmente que dichos proyectos de nuevo Código penal mantienen, de modo equilibrado, la protección del patrimonio individual.

Se ha llegado a afirmar que uno de los motivos determinantes del fracaso de los intentos habidos de nuevo Código penal es, precisamente, la existencia de los llamados delitos socio-económicos, por las presiones3 recibidas de sectores económicos/políticos que entienden que su entrada en vigor puede afectar gravemente a la actividad económica del país. No es el momento de hacer un juicio de intenciones sobre dichas presiones, si es que han existido, pues en todo caso supondrían una clara confusión entre intereses privados y públicos, y entre el sistema económico, su propia actividad, y un modo peculiar de ejercerla. Suficientemente expresivas, en este punto, son las siguientes palabras de ROGRÍGUEZ MOURULLO: «Cuando con el propósito de complacerles, se alerta a los empresarios sobre la grave amenaza que para sus actividades entraña el Proyecto de Código Penal, lejos de defender sus intereses, se está ofendiendo de un modo grave e injusto a la generalidad del empresariado español, pues temer que la entrada en vigor del nuevo Código (se refiere al Proyecto de 1980) pueda paralizar la actividad empresarial   —28→   e industrial significa, ni más ni menos, presuponer que la vida empresarial española está basada sobre el fraude y la ilegalidad».

La protección de los intereses económicos, en la línea del modelo constitucional español, requiere pues de una acción decidida por parte del poder legislativo que permita estructurar un nuevo Código penal, tan necesario, en todo caso, para la protección de los intereses jurídicos más relevantes en una sociedad democrática, como es la configurada por la Constitución Española de 1978. Los ideales de libertad, justicia e igualdad a que se refiere su art. 1 deben informar dicha acción legislativa, y la de los poderes ejecutivos y judicial.

De esta forma, la norma jurídica básica para la convivencia de todos nosotros, aprobada por los españoles ahora hace diez años, no será papel mojado, sino una realidad que nos permita cumplimentar, cualquiera que sea la interpretación que se asuma, los contenidos propios del Estado social y democrático de Derecho.





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