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ArribaAbajoPrimera parte

El castillo de Monforte



ArribaAbajoCapítulo primero

La familia feudal



A ver cómo escucháis
Risueños de placer o enternecidos
Y consigo escucháis,
Si en ello solazáis,
Lances de amor en crimen convertidos.



El verano de 1070 dejábase sentir con intenso rigor en varias provincias de España, y los zahoríes de las campiñas gallegas aseguraban la proximidad de un castigo del cielo que debía concluir con el mundo, y cuyos preludios tocábanse ya en aquellos rasgos de la insufrible canícula que agostaran las mieses y esterilizaran los campos.

Los colonos elevaban súplicas a sus respectivos señores en demanda de una rebaja equitativa en sus cánones; pero la mayor parte de ellos se desentendían con insultante altivez y despedían a los pobres villanos, lanzándoles poco menos que a puntapiés de sus alcázares, por importunos.

Entre aquella orgullosa aristocracia contábase la hermosa Constanza, heredera y única poseedora de los Estados del conde de Monforte, el cual acababa de morir de mala muerte, legándola su pingüe patrimonio. Esta altiva huérfana, original y excéntrica, hacíase llamar la señora baronesa solo por un simple capricho, en lo cual verdaderamente hacía el debido honor a su sexo.

Constanza o Constantina, como también solía nombrarse entre los muchachos de su edad, era la verdadera y suprema belleza del país, graciosa, gentil y traviesa, que montaba diestramente a caballo, y manejaba con igual maestría y soltura la espada y el arco que la pluma y la aguja; hablaba con encantadora elocuencia, saltaba, brincaba con la agilidad de una ardilla y hacía vibrar los cristales de sus ventanas con el timbre argentino de su poderoso pulmón.

Por lo demás, su carácter excéntrico marcaba ciertas faces singulares de su vida privada, corriendo en proverbio a porfía de las jóvenes más casquivanas del país, que iban en zaga a aquella vigorosa exaltación tan prodigiosamente desarrollada.

Vestía ordinariamente con extremado lujo, lo que tampoco impedía que en uno de sus alternados periodos de volubilidad revistiera sus actos de un puritanismo que llamaba ella severo, cuando desmentido a cada paso por cualquier rasgo instintivo de su carácter propio, venía a degenerar en ridículo a veces.

Así es que en medio de aquella misma aristocracia feudal, tan impertinente y brusca, brotó este incomprensible pimpollo, tipo clásico de la mujer coqueta; pero en cuyo corazón impresionable y nervioso, reblandecido y accesible siempre a cualquier género de afecciones, germinaba un fondo de virtud rústicamente concentrada, y que solo faltaba explotarla como el diamante perdido en las entrañas del pedernal, que solo espera el instrumento del lapidario para lucir su brillantez y valor nativos, deponiendo la materia vil que lo comprime.

Constanza habitaba un castillejo de arquitectura gótica, aspillerado, coronado de almenas y torreones desmoronados por el tiempo y rodeado de un murallón desquebrajado e irregular, circunvalado de fosos y contrafosos. En el interior había un pequeño jardín, un patio con caballerizas, una cisterna pluvial con agua potable y varios departamentos para la servidumbre, precedido todo de varias poternas de arte, cuyo resorte solía ser un secreto que se trasmitía de uno en otro dueño en aquella familia, según costumbre en las de su clase.

Una puerta principal, llamada de honor, un postigo de escape y un rastrillo de planchas dobles de hierro que jugaba, haciendo crujir y estremecer el pontón de encina claveteado que salvara el foco durante el día; tales eran los puntos de ingreso de esta pretendida fortaleza.

Diz que este edificio, de formas tan severas, contenía un subterráneo misterioso, lo cual era una necesidad absoluta, tratándose de fortalezas de la Edad media, y aun también alguna que otra máquina impulsiva estratégica en guisa de precaución.

Una triple serie de robles y encinas seculares rodeaba el pequeño parque, y se extendía, prolongándose en la anterior explanada, hasta terminar en una pendiente elíptica que se confundía luego con los restos de una antigua selva inmediata.

La posición de este castillo era sumamente pintoresca y graciosa: rodeado de breñas y peñascos, cuyas crestas altísimas parecían medir el horizonte, ofrecía un golpe de perspectiva magnífico, terminado por el valle de Lemus, serpenteado por infinidad de murmuradores arroyos que se precipitan a porfía y buscan su natural confluencia: hermosas llanuras, verdaderas florestas alfombradas de verdinegras plantas, confundíanse como pequeños oasis, en una serie irregular de colinas coronadas de pinos y olivares de un verdor aterciopelado y mate.

El Sil, el Cabe, el Sardiñeira, esos bulliciosos riachuelos tributarios del Miño que los absorbe, las escarpadas cumbres de Frontón, Faramontaos, San Ciprián, Lentejuel y Agualevada, irguiendo sus aplomados penachos en el espacio inflamado por la caliginosa neblina, como un velo de fuego vacilante...

Y en medio de este admirable juego de vegetación, de rocas y de horizontes puros, de agua y de llanuras, resaltaban como planchas inmensas de bruñida plata las áridas lagunas disecadas, cubiertas de polvo salitroso que reflejara a los rayos del sol de Mediodía.

Digamos algo ahora sobre la servidumbre de la fortaleza.

Reducíase toda ella a los individuos siguientes:

Una aya algo anciana llamada Beatriz, dueña quintañona e impertinente a veces, y que por lo tanto de ser el reverso de la medalla de la castellanita, había concluido por abandonar a sus impulsos a aquella índole rebelde y tenaz que se la ponía de asas cuando en su calidad de mentora, cualquier demasía de la insolente señorita la ponía en el caso de reconvenirla, y aun amenazaba de hecho a la pobre anciana, semejante a una víbora pisada en medio del rigor de un sol cálido.

Una doncellita melancólica y enfermiza servía de compañera a Constanza en sus travesuras, y venía a completar la parte femenina de aquella familia extraña por más de un concepto.

En cuanto a sus individuos del sexo masculino, figuraba en primer término el honorable esposo de Beatriz, llamado Fromoso, hombre de edad provecta, bonachón y tartamudo, a cuyo cargo corría la mayordomía y administración del castillo y sus rentas; dos criados antiguos, de una probidad tradicional, cocineros, lavanderos, etc., completaban la servidumbre familiar, si se añaden unos pocos soldados a sueldo que mantenían la vigilancia del castillo, y cuatro o seis mastines cruzados de loba, terribles guardianes, en cuya hoja de servicios aparecieron mil proezas de su nunca desmentida y fiel bizarría, cuando se tratara de la defensa de los estados de su linda señorita, quien por su parte, a fuer de agradecida, no escaseaba por cierto sus maliciosas caricias hacia aquellos pobres animales, repartiéndoles sendos mendrugos y estimulándoles para que corriesen, mediante el premio de cualquier golosina, que era el premio ordinario del mas diligente.




ArribaAbajoCapítulo II

Una batida de monte



¿A qué tan estrambótica locura?...
Venid, venid conmigo,
Ved la senda que sigo
En esta noche oscura:
Nos darán esos bosques grato abrigo.



Constanza observaba una tarde, desde la última plataforma cubierta del castillo y a través de la especie de persiana formada por el enlace de los barrotes de bronce del antepecho, el pintoresco cuadro que dominara aquella altura, lo contemplaba con una ansiedad febril e imponente, devorada, tal vez, por una secreta inquietud.

El sol replegaba sus postreros rayos, inflamando el cielo de occidente con un matiz granate y púrpura: mientras bosquejaba en otros puntos celajes cobrizos y azafranados rasgos, iluminados caprichosamente, mediante una degradación inimitable de tintas que iban degenerando en un azul opaco y ceniciento.

La joven veía acercarse el crepúsculo con sus tintas fantásticas y sus vagas creaciones, vaporosas e indefinibles, el horizonte condensado por la luminosa niebla de occidente, y los valles, colinas y barrancos, esas caprichosas exuberancias del terreno que destacaban sus formas irregulares, salpicadas de manchas verdinegras y confundidas en las medias tintas del crepúsculo.

Aquel día se habían presentado varios colonos del castillo en solicitud de que se les perdonase alguna parte de las rentas devengadas aquel año por la baronesa, con motivo de la pérdida de las cosechas que generalmente se experimentara, principalmente en los secanos.

Constanza, por un rasgo ejemplar y que formara la excepción entre aquella clase de hidalgos territoriales, había puesto su sello condal de aprobación a aquellas demandas tan fundadas y equitativas, ofreciendo de hecho una rebaja proporcional que conciliase en lo posible sus derechos con los intereses de aquellos pobres vasallos, si bien bajo una condición precisa, cuya revelación se reservó por entonces, aplazándola para la noche inmediata al oscurecer, en que debían concurrir aquellos, armados de cualquier suerte y montados en sus respectivas cabalgaduras, reuniéndose en el patio principal del castillo.

Aunque nadie puso en duda que se trataba de una empresa original y descabellada, de esas que tan a menudo cometiera la joven baronesa, todos, sin embargo, perdíanse en conjeturas acerca del misterioso objeto de aquella consigna. No faltó quien sospechara que iba a comprometerles en alguna imprudente y temeraria asonada con cualquier estado vecino, provocando una acción guerrera o por medio de un golpe de sorpresa secretamente manejado, a fin de posesionarse de grado o por fuerza de una fortaleza cualquiera.

Con todo, aun a trueque de arrostrar las más delicadas eventualidades, todos fueron puntuales a la cita; y la castellana, orgullosa de su prestigio, les veía llegar en turbas pacíficas montados en jumentos, mulos y hacaneas y grotescamente armados.

El aspecto de aquella pequeña tropa producía un golpe de vista extraño, con sus abigarrados trajes, sus cabalgaduras ridículamente encaparazonadas y sus peones rústicos, sucios y derrengados, tremolando sencillas banderolas.

Algunos de ellos vestían trajes completos de papel de diversos colores, sobrepuestos a los zaragüelles morunos, polainas y abarcas de cuero hervido, carátulas grasientas de tela embadurnada para precaverse de los insectos, cuyas picaduras en este país es lancinante a ciertas horas, y capellinas gallegas con caireles, rematadas en espiral.

Otros iban envueltos en sus tabardos y en sus holgadas vestas, especie de hopalandas informes y embarazosas, llevando a la cabeza un casquete forrado de azul con carrilleras y sobrebarba de metal, cimerados mitológicamente a la romana, y por cuya parte inferior asomaba con negligencia algún mechón de cabellos rebeldes, mientras que otros, en fin, remedaban la proverbial chamberga, con sus sombreros de ala oblicua o pronunciada, plumaje de rizada espumilla de seda y justillos de lana sobre botas de cuero de loba.

En cuanto a sus armas, era una mezcla heterogénea y confusa de mazas, picas, hondas, arcos y rodelas cubiertas de orín la mayor parte, y que solían manejar algunos con singular destreza.

Todo este concurso llenaba ya el patio del castillo, cuando las sombras de la noche extendían sus velos sombríos y borraban los accidentes selváticos del paisaje. Su impaciencia cesó, luego que Constanza, por conducto del mayordomo Fromoso, les anunció que iban a dar, lo que entonces llamaban en términos técnicos de cetrería, una batida mayor nocturna.

En efecto, la joven baronesa, que había esperado desde su mirador que estuviese reunida aquella porción de villanos, bajaba a la pieza de tocador, y salía luego montada en una yegua andaluza con gualdrapas y caparazón de lujosa hechura, jaeces africanos de seda, bridas de hilo dorado y collares de cascabeles de plata.

Era gentil y airosa su apostura, y bizarro su porte: sobre un calzoncillo de punto llevaba una media falda de elegantes y sedosos pliegues figurando pequeños pabellones u ondas de trasparente tul cogidos con rapacejos de oro, y cuya cola prolongábase graciosamente, dejando ver, con las ondulaciones del viento, una pierna, a la que el puritanismo anatómico del artista pidiera en vano una perfección, con su leve y diminuto pie que asomaba por la orla del vestido, envuelto en un laberinto de bordados y gasas; una chaquetilla de raso con corpiño escotado de terciopelo negro ceñía su flexible y ondulante traje, del cual brotaba un cuello de alabastro entre una profusión de encajes como el tallo de la azucena, dejando ver los contornos de sus formas divinamente redondeados; un sombrerillo pastoral de paja cubría su virginal cabeza, de la cual descendían en simétricos hueles sus profusos cabellos blondos y perfumados que flotaban sobre aquellas formas tan seductoras perfectamente modeladas.

Un arco de doble alcance y una aljaba o carcaj lleno de flechas pendían de la espalda de aquella hermosura, que tan presto daba a sus movimientos todo el marcial lenguaje de amazona, como la seducción de la cazadora Diana.

En pos de ella salió la otra dama de que hemos hablado ya, que la servía en clase de camarera y confidente, llamada Elvira de Monferrato, y cuyo origen era un verdadero misterio. Estaba hermosa aun en medio de su habitual palidez, que por cierto la hacía aun más interesante y aumentaba el tesoro de sus atractivos.

Montaba un fogoso potro cordobés que piafaba impaciente y caracoleaba en el patio, haciendo resonar con sus callos de acero el sonoro pavimento empedrado de guijarros. Por un capricho singular que se atribuyó desde luego a Constanza, la hermosa camarera vestía de doncel, armado al estilo gótico, con su espadón recto de tres filos acanalados, casco cerrado, cota de acero a escamas y embrazado su gran broquel de umbilical, que despedía brillantes relumbrones cuando los rayos del sol, de la luna o de las teas resbalaban, quebrándose en su bruñida superficie acerada.

Esta joven y encantadora pareja se colocó al frente de aquella multitud de villanos, orgullosos por tan alto honor. Un grito entusiasta y sostenido de ovación general resonó en los aires, y todos se pusieron en marcha al punto.

Una jauría de hambrientos perros salía al propio tiempo impetuosamente del castillo y lanzáronse a la carrera, precediendo siempre a la cabalgata, que en el mayor bullicio seguía gozosa a su buena señorita.




ArribaAbajoCapítulo III

En que se verá el peligro a que se expuso el capricho de la baronesa



¿A qué tanto bullicio y algazara?
¡Cuál retumba en mi oído
Tanto clamor perdido,
Que cual moruna algazara
Las selvas y montañas ha invadido!



Había cerrado la noche.

La luna asomaba su bronceado disco sobre un trono luminoso que parecía extender su pabellón radiante, brotando en la línea de oriente.

Un vapor blanquisco y plateado rodeaba el horizonte como una aureola diáfana, en torno del cual izaba el firmamento su magnífico pabellón de estrellas.

El sendero que atravesara la cabalgata era sumamente difícil, casi intransitable: no era ya la hermosa y cómoda calzada del castillo con sus alamedas frondosas, sino una senda pedregosa sembrada de guijarros calcáreos que rodeara un áspero collado de cuarzo silíceo con sus breñas cortantes y resbaladizas, donde apenas había vestigio de vegetación, excepto algún que otro grupo de palmeras silvestres, y un enorme pino doncel que se elevaba com o un espectro allá en la cumbre granítica de un peñasco.

Traspuesto este, halláronse en una selva oscura, obstruida por la maleza que interceptara el tránsito como una red insuperable, y en la cual internáronse desde fuego.

Una porción de liebres y cervatillos saltó de improviso, brincando, corriendo, y desapareciendo luego como exhalaciones, en términos de no poderles seguir la pista.

Sin embargo, Constanza, que ardía en impaciencia, mandó a Elvira que diese la señal, y la hermosa guerrera descolgó de su cuello un cuerno de plata con embocadura de nácar, que llevó a sus labios, modulando un sonido expresivo y agudo, que comprendieron todos ser la señal de embestida.

Y en efecto, por un movimiento rápido y espontáneo, lanzáronse todos a la persecución de las piezas, que volaban, se escabullían y probaban saltos elásticos, con los cuales más de una vez lograban eludir la eficacia de aquellos hombres intrépidos, que llevaran no obstante la desventaja de un terreno desfavorable y apenas conocido.

Fue aquello una dispersión pronunciada y completa. Los villanos disemináronse al acaso por el laberinto de arbolado y malezas: las temerarias jóvenes fueron las primeras en extraviarse en medio de aquella masa desconocida y lóbrega, sin más guía que aquellos fieles perros que las precedían infatigables por tan arriesgados senderos.

Pero cuando todos vagaban errantes en el centro de la tenebrosa espesura, un clamoreo disonante que llevaba en su eco todos los accidentes de un diapasón horrible por la degradación variada de tonos, se elevó de aquella selva peligrosa: un ¡ay! prolongado y lastimero que se reproducía incesante, como la voz de ¡alerta! en una plaza sorprendida, o como el fatídico y desesperado acento del agonizante náufrago, hendió el espacio con un eco vibrante y sombrío.

Por do quier aquel grito doloroso hallaba una respuesta lúgubre que alarmaba más los ánimos sobrecogidos de un funeral presentimiento, y los corazones se comprimían palpitantes en medio de una ansiedad letal y angustiosa.

Constanza, animosa siempre hasta la imprudencia, preparó el arco, probó la tensión elástica de su cuerda, sacó dos flechas, y seguida de su incansable compañera, hendió la espuela en los ijares de su cabalgadura, y lanzáronse ambas a la ventura en veloz carrera.

Sólo que, en medio de la rapidez de su curso, Elvira pudo notar que los perros que las precedían deteníanse a trechos, como fascinados por una causa desconocida, y luego continuaban su marcha, trémulos y sobrecogidos por un visible pánico.

Poco después observaron ambas que se estremecían sus cabalgaduras, hasta el punto de suspender su carrera con una fría e inexplicable inmovilidad.

Y en vano trataron de estimular a aquellos pobres animales que temblaban cada vez más, vacilando sobre sus jarretas y rebelándose contra su mismo ánimo. Parecían enclavadas allí por encanto.

No se hizo esperar por mucho tiempo la causa del misterio: una hermosa cierva herida y seguida de sus cachorrillos, jadeantes, vertiendo sangre y medio exánimes, pasaron como una flecha a corta distancia, llevando una regular ventaja a un oso feroz que les seguía bramando furiosamente y haciendo retemblar los montes con su tremendo eco.

De trecho en trecho deteníase la fiera, herida también, para lamerse la sangre que iba vertiendo y arrancarse algunas flechas que todavía llevara clavadas en aquella piel curtida por la naturaleza y por la inclemencia del desierto.

Un rayo de luna que se deslizó por entre las frondas del arbolado, ofreció a la vista de ambas jóvenes a este carnívoro con toda su ferocidad implacable.

La gritería de los villanos dejábase oír aun muy remota para que pudiesen llegar a tiempo de salvarlas, y sin embargo, las animosas jóvenes no decayeron de ánimo, aun a vista de tan inminente riesgo.

La fiera, que iba también dejando un rastro de sangre, detúvose de repente, erizó el pelo de su lomo, levantóse sobre sus pies y dejóse caer, vertiendo un rugido, sobre el vientre de la yegua de la baronesa.

En tal conflicto no abandonó a ésta su presencia de ánimo, antes por el contrario, impelida por una serenidad increíble en tales casos, sacó de su cintura un pequeño puñal buido que jamás abandonara y que manejaba con singular destreza, y lo hundió en el cráneo de la fiera.

Cayó esta aturdida por el golpe, pero no tardó en reponerse: la sangre hervía a borbotones en la herida, que debía ser mortal, pero que todavía alentara al oso, por haber quedado dentro el puñal hasta la guarnición, circunstancia que dejaba indefensa a la joven y expuesta a una muerte positiva.

Pero cuando el carnívoro, excitado por el estímulo de su dolor mismo iba a arrojarse furioso y rugiente a despedazar a la dama, Elvira, que pudo comprender el peligro que corría su compañera, arrojóse intrépida de su caballo, dispuesta a jugar por ella su propia vida.

Interpúsose animosa entre la baronesa y el monstruo, y al tiempo que abría este sus horribles garras para devorarla, le introdujo por la boca su enorme espada, cuya hoja salió luego por un costado, aniquilando y postrando las fuerzas del oso, que al punto midió el suelo con un bramido bronco y supremo. Precisamente al mismo tiempo llegaban a este sitio los cazadores.

Hallaron a Constanza medio desmayada, y a la animosa Elvira, ufana con su triunfo y llena de satisfactorio orgullo, por ser la heroína de la jornada que decidiera favorablemente la vida de la baronesa, y acaso también de la suya propia.

Tenía su casco lleno de agua, y rociaba el rostro pálido de su compañera, quien, merced a este auxilio, volvió lentamente a la plenitud de sus sentidos.

En un instante reuniéronse todos los villanos que tan involuntaria, como imprudentemente, habían acorralado al oso, poniendo en inminente riesgo la vida de su buena señorita, quien, sin el auxilio de su compañera, indudablemente hubiera sido víctima de aquella calaverada.

Era admirable la solicitud con que se disputaban todos los más insignificantes servicios de la castellana; guardaban silencio, por no incomodarla en aquel estado de debilidad, mientras que alguno que otro imbécil vengaba en el cadáver de la fiera aquel desastre sensible, hundiendo en él sendas puñaladas.

Cortaron luego ramas de encina, y construyeron sobre ellas una especie de camilla portátil, muelle y cómoda, donde colocaron a la baronesa, dirigiéndose luego al castillo.

Llegaron al amanecer, cuando la aurora plateaba las colinas y el planeta precursor del día brillaba en el oriente como un punto de fuego pálido.

Oíase el canto perezoso y soñoliento de los villanos que repasaban el río en ágiles barquillas, entonando alegres algunas cantinelas.

Silbaba un fresco airecillo que agitaba los cañaverales de la ribera, confundiéndose con las suaves y refrigerantes ráfagas de la brisa perfumada del valle.

Y en medio de aquella tenue claridad vacilante, todavía condensada y vaporosa, destacábase la sombría mole del castillo con sus canzorros y góticas almenas, sus banderolas flotantes sobre los techos de pizarra como en un día de fiesta, y en segundo orden, casi a la misma raíz del muro, veíanse blanquear grupos de cabañas y caseríos informes que se borraban y confundían en las medias tintas del crepúsculo.

Un toque de corneta, modulado por la joven Elvira, anunció el regreso de la baronesa y su comitiva, y al punto se oyó crujir el rastrillo y cayó el puente levadizo con atronador estrépito.




ArribaAbajoCapítulo IV


El trovador nocturno
Junto al muro almenado,
Con el aire envió tierna querella
A su ídolo amado
Por quien bebe los vientos y se estrella.



Algunos días trascurrieron desde aquella extraña aventura, cuyo recuerdo horrorizaba todavía a aquellos buenos vasallos tan fieles a su señora, como solícitos por su salud, prosperidad y bienandanza.

La baronesa, fiel a su carácter, no podía resolverse a renunciar a sus excursiones nocturnas y a sus originales proyectos: mal se avenía su habitual viveza e impetuosidad de carácter a circunscribirse a un completo aislamiento campestre, pues no era este su natural elemento. Amaba los peligros, no por un punto de presunción veleidosa, sino porque verdaderamente no poseía el arte de saber apreciarlos con sus consecuencias; así es que todos los días corría inocentemente de un riesgo en otro, sin utilizar jamás una de aquellas terribles lecciones en que solía jugar a veces su vida, su reputación y aun algo más.

Respecto a su compañera, era bien diferente: melancólica y flemática por temperamento, aunque dócil como la cera, accedía siempre a las exigencias de la baronesa, violentando su carácter y únicamente por complacerla hasta en sus menores caprichos. Parecía imposible la armonía que reinara entre dos criaturas tan opuestas en índole y genialidad, pues si de una parte surgía el más desenvuelto coquetismo, de otra brillaba una dulzura pacífica y prudente, moderados visiblemente sus arranques por una aquiescencia pasiva.

Aquella sobrenatural armonía que venía a unir, sin embargo, dos extremos opuestos y antipáticos, debía ocultar un secreto anómalo y terrible, uno de esos sombríos misterios que preparara acaso y fermentara una de esas funestas catástrofes, tanto más graves y peligrosas, cuanto más se aplaza y comprime el punto crítico de su explosión.

Tal era, pues, el concepto que alguno que otro observador había formado casi instintivamente de esta conjunción singular y extraña, dado caso que ningún antecedente contaban en que fundar un principio relativo.

Una noche, a cosa de las doce, cuando todos dormían en el castillo, se oyó en los alrededores un tropel de caballos que luego cesó de pronto, y que generalmente fue poco notado. Una persona sí lo oyó. Era Constanza, quien debió tener indudablemente alguna idea anticipada de ello, porque aun a pesar de lo avanzado de la hora, no se había desnudado todavía y se ocupaba en leer un libro caballeresco a la luz de una lámpara de vidrio.

Prestó oído al punto, y su impaciencia se aumentó al oír varios preludios de una música dulcísima, ejecutados prácticamente en varios instrumentos de viento y cuerda, y a cuyo sonido despertó también Elvira.

El fulgor amortiguado de la bujía que ardía aun en el mechinal de la chimenea de un dormitorio, fue a reproducir su fisonomía dormitante y calenturienta en un grande espejo que pendía de la pared opuesta.

La palidez de aquel rostro alterado y lívido la aterró: tocó sus cabellos húmedos de sudor, y los halló pegados a las sienes.

Coordinando sus ideas, pudo recordar que había tenido un ensueño cruel; una de esas pesadillas mortales que paralizan el curso de la sangre y oprimen las funciones del corazón transido.

Estaba celosa...

Cesó el preludio, y varios instrumentos templados en acorde escala, ejecutaron un aire melancólico que tenía un no sé qué de armonía divina, poetizada por el silencio de la noche.

A aquel concierto expresivo siguió una pausa grave, y luego una poderosa voz varonil, acompañada de un harpa perfectamente templada y de una guzla sutil y vibradora, cantó varias endechas con una cadencia armoniosa, apasionada y sublime.

Elvira, que a este tiempo se había levantado y medio vestido apresuradamente, pudo oír los pasos de la baronesa que salía de puntillas de su gabinete (estaba contiguo al de ella) y luego notó que se dirigía a la plataforma superior de la fortaleza por la escalerilla secreta.

En efecto, no se engañaba. Oyó luego también el ligero estallido del muelle de la trampa que tornó a cerrarse por la parte exterior con un sonido estridente.

Esta conducta reservada y tan poco franca de su joven amiga, hirió vivamente el corazón egoísta de Elvira, y un presentimiento de cruel sospecha pasó abrasador e implacable, como una rápida exhalación incendiaria que deslumbró su mente. Era ésta la primera vez de su vida que se atrevía a dudar de la franqueza y lealtad de Constanza. Llegó a sospechar desde luego que esta tenía un amante, y que ambos acudían de común concierto a una cita, recatándose de ella; idea siniestra que ponía en tortura su espíritu herido en lo más vivo de su sensibilidad.

La música aumentaba sus armoniosos acordes, y Elvira, por un instinto de curiosidad, se asomó cautelosamente por una de las persianas de su ventana, desde cuyo punto podía observarse todo lo que sucediese en el exterior, que correspondía a aquel flanco de la fortaleza.

Vio entonces un grupo estacionado al otro lado del foso, y del cual parecía proceder el sonido de la música. Los rayos vívidos de la luna iluminaban la estatura gentil del cantor, cuya talla elevada destacábase arrogante y majestuosa en medio de un horizonte sereno. Su acento era suave y melancólico, y adquiría a veces una cadencia nerviosa que hería con su eco estridente, sublimando sus agudas notas en un torrente de armonía, a que prestaba nuevo realce aquel cuadro solemne de soledad y silencio.

Elvira, conmovida, fascinada visiblemente por aquella mágica voz que tanta poesía encerraba, experimentó un vértigo de celos que hizo brotar en sus ojos una lágrima fugitiva de odio, una gota de hiel.

Vio o acaso creyó ver luego que el cantor agitó en el aire un pañuelo blanco. Otra y otra vez se repitió aquella señal, que desde luego adivinó sería contestada por su ingrata amiga; y cuando pudo adquirir esta convicción, una violenta llamarada pareció subir y abrasarla las sienes.

Nada vio ya, y se retiró maquinalmente a su dormitorio con el alma acibarada, herido el corazón y destrozado por el demonio de los celos, ese tormento inexorable que ha sido el verdugo de tantas víctimas.

Un momento después el trovador y su numerosa comparsa desaparecían por la vereda escusada del castillo, mientras la baronesa se restituía a su retrete, con la mayor cautela.

-¡Terrible noche!, exclamaba Elvira con mortal despecho y arrojándose furiosa sobre su cama.

En efecto, había asistido a un misterio, cuyo desenlace cometió a su mismo disimulo.

En aquella fisonomía varonil y enérgica lució entonces un destello de fulminante amenaza, y en sus facciones exaltadas por un roedor sarcasmo, brilló algo de infernal y diabólico, como esa belleza equívoca y salvaje que se atribuye al rebelde espíritu.

Aquello era el reflejo del secreto volcán que fermentara en su pecho y abrasaba sus entrañas coléricas.

Para apagar aquel volcán intenso e implacable será necesario todo un diluvio de sangre y lágrimas sin cuento.

¡Terrible noche!, sí, muy terrible debiera ser, con sus consecuencias y resultados de aciaga memoria.




ArribaAbajoCapítulo V

Elvira de Monferrato o Benferrato


Digamos algo acerca de la venida al castillo de Elvira de Monferrato, según se hacía llamar esa hermosa joven, tan melancólica, tan celosa e impresionable, y cuyo verdadero origen era un misterio.

Gaston de Arriaga, conde de Monforte y barón de Stella, por parte de madre, no perdonaba medio de satisfacer los menores caprichos de su hija única Constanza, niña todavía, pero que iba ya a entrar en ese periodo de atractivos y merecimientos que inauguran un desarrollo precoz y marcan la línea que separa de la mujer a la niña.

Por un principio sistemático diametralmente opuesto a las costumbres rígidas de aquellos hidalgos solariegos, el conde, lejos de aislar bajo un violento espionaje a su hija, prestábase condescendiente a todo género de exigencias por parte de aquella niña mimada, aunque se traslimitasen a veces del círculo del decoro, con tal que lisonjearan sus caprichos.

Así es que Constanza, dando rienda suelta a su desenvoltura, amaba y aun provocaba los peligros; bien es verdad que no los comprendía ni apreciaba. Alternaba con los hombres en sus empresas laboriosas y en sus penalidades, soportaba incansable las fatigas de la caza y montería, e introduciéndose en todos los negocios y conversaciones, adivinaba perspicaz las reticencias que se imponían a su candor, en todo lo cual complacíase su padre.

De tal suerte, estimulada por aquella complacencia misma, fue nutriéndose de veleidosos caprichos aquella impresionable naturaleza, hasta el extremo de formar el tipo puramente excepcional de su sexo.

Afortunadamente la honradez y buen ejemplo que veía en las sanas costumbres e irreprensible conducta de su padre, preservó a Constanza en la esfera de la virtud, conteniéndola en los límites de la moralidad; de suerte que, fuera de sus excentricidades veleidosas, la severa simplicidad de sus actos no desdijo jamás del pudoroso carácter de la doncella pura.

Acaeció, pues, que el conde dio una caída del caballo, de cuyas resultas, combinadas con otras causas, se declaró una fiebre maligna que le arrebató la vida violentamente, por manera que la pobre niña quedó huérfana en la época más peligrosa de su vida, y a merced de los cuidados de una pobre mujer de origen desconocido que había servido ya algún tiempo en el castillo.

Esta mujer ya anciana es la misma a quien dimos a conocer en el capítulo primero del presente libro, bajo el nombre de Beatriz.

Constanza, pues, altiva y exaltada por las deferencias de su padre, lejos de obedecer los preceptos de su anciana aya, la desatendía con el mayor descaro, y hollando el respeto debido a lo menos a sus canas, solo conocía por norte su voluntad propia; verificaba sus excursiones solitarias por el bosque, aun expuesta a los mayores riesgos, a pie, a caballo, de todos modos, y siempre estaba en abierta contradicción con la dueña.

Cierto día por la tarde se presentó en el castillo una joven bien parecida, algo morena de tez y vestida decentemente: pidió con instancia una audiencia de la baronesa, a cuya presencia fue conducida una vez otorgado el permiso.

La conferencia fue breve, dijo llamarse Elvira de Monferrato o Benferrato (sinónimo que no ha fijado aún la historia), pobre joven a quien quería violentar su familia para que tornase el velo de novicia, con el fin de apropiarse la herencia de sus bienes; y como no era ésta su vocación, había huido de cierto pueblo de la vecina Francia, donde había nacido, y donde habiéndose también criado, poseía un reducido aunque decente patrimonio; concluyendo por apelar a los buenos sentimientos de la baronesa, para que la acogiese bajo su protección, único medio de burlar los conatos codiciosos de su familia y salvar su porvenir y libre albedrío.

Era tal el acento de convicción que dio a estas palabras tan interesantes sus episodios, que brotó del pecho de Constanza un impulso de simpatía hacia aquella pobre mujer que apelaba a su generosidad con tanta franqueza, por manera que al punto acogió la pretensión con una alegría entusiasta, y sus nobles aspiraciones halláronse pronto en contacto con aquella joven tan de su agrado, y que tan útil iba a seria en su orfandad solitaria.

La vieja Beatriz dicen que palideció al ver a aquella criatura tan interesante, que tan francamente se había introducido en lo que llamaba ella su casa; pero la baronesa así lo dispuso, y fue hecho.

¡Ay! aquella palidez debió responder a un remordimiento oculto, a un recuerdo tal vez amenazador y criminal.

La joven advenediza, indiferente al pronto, pudo apercibirse luego, o creyó notar que la vieja la dirigía miradas oblicuas, magnéticas y escrutadoras, y aun observó que aquella mujer se retiró, ocultándose detrás de la mampara el día de su presentación en el castillo, y recatándose de ella se persignó tres veces, como si viera al mismo demonio.

-He aquí, dijo para sí, la clave del misterio.

Desde aquel día las voluntades de ambas jóvenes se fueron estrechando con un doble vínculo fraternal y recíproco, robustecido por la mutua simpatía de sus ideas; bien que Elvira parecía habitualmente forzada a aquellas extravagancias de la baronesita, al paso que miraba con cierta prevención reservada a Beatriz, sorprendida a su vez siempre que se hallaban frente a frente.

¡Extraño proceder!

Y sin embargo, no era odio, sino instinto acaso, el móvil de una y otra.

Tal era, pues, esa misteriosa Elvira que figura con uno de los caracteres de primer orden de nuestra narración, y estos son también los únicos pormenores que ahora podemos adelantar acerca de ella sin faltar al plan propuesto.




ArribaAbajoCapítulo VI

Sorpresa in fraganti.- La provocación


Desde el acontecimiento últimamente referido, Constanza, agitada por una viva impaciencia, parecía siempre sumida en profunda e indiferente abstracción respecto de Elvira, aquella Elvira adorada, para la cual nunca había tenido ella un secreto, y a quien diera en otro tiempo reiteradas pruebas de un amor y confianza sin límites.

Elvira, por su parte, reservada y astuta, no pareció apercibirse de ello, encerrándose en el frío círculo del disimulo y esperando acaso que por este camino llegaría con el tiempo a aclarar aquel horizonte cargado de nubes que tanto pesaran sobre su alma combatida.

No había dudo ya para ella: Constanza debía tener un amante.

Y sin embargo, esta probabilidad debía trasformarse en certeza; necesitaba además una prueba concluyente y fija. A este fin dirigió sus esfuerzos la vengativa dama: un imperioso deber se lo exigía.

De esta suerte trascurrieron muchas noches de insomnio y muchos días de desesperación y afanes. Las conferencias de aquellas dos mujeres, sus juegos, sus peligrosos ensayos iban siendo cada vez más raros, e iban perdiendo a la vez el carácter de dulce intimidad que los distinguiera hasta entonces: aquella estrecha y franca familiaridad que se profesaran antes mutuamente había sido reemplazada por una actitud recelosa, en cierto modo hostil, y a fuer de cautelosa apenas dejaban traslucir el sensible disgusto interno que las devorara, sino por la fría y estudiada reserva en que iban a porfía ambas.

Elvira, más experta acaso que la baronesa en este terreno, solía dejar escapar a veces alguna que otra frase aguda e incisiva, que hacía asomar a las inocentes facciones de esta esa aureola purpúrea que extiende en las mejillas de la mujer amante un velo de encendida grana, y ésta era la prueba que venía a dar nuevo pábulo a su cruel sospecha.

Entonces hacíase necesaria una lucha, en la cual debía militar, de una parte la inexperiencia de Constanza, que solo obedecería en su situación a la voz de un instinto, y de otra la astucia de su antigua amiga, la cual dejaba de serlo ya desde aquella hora: lucha desigual y arriesgada, empeñada con tanta ventaja por parte de esta, como debía sacar partido de la misma inocencia y simplicidad, digámoslo así, de aquella.

Tal situación, tal estado de cosas no podían prolongarse, por mucho tiempo; debía tener un término, un desenlace nada risueño, y este momento crítico se aproximaba.

Una noche (porque ésta es la hora de los misterios que a su sombra toman la forma más caprichosa y vaga), Elvira terminaba de desnudar a su señorita y amiga, según se titulaban todavía, y después de haberla dejado acostada, y al parecer dormida, retirábase muda y silenciosa a su gabinete.

Su natural ternura, su ardiente pasión comprimida no se habían desmentido un punto para con aquella compañera, a quien, no obstante su resentimiento de otra índole, amaba con un frenesí entrañable.

La había estrechado entre sus brazos, y al acostarla en su muelle lecho, había cambiado con sus labios de rosa un ardiente ósculo que periódicamente se repitiera a la misma hora.

Un recuerdo aciago vino a disipar entonces, como un soplo maléfico satisfacción tan grata, y aquella criatura sensible huyó veloz a encerrarse en su retrete y rompió allí en un fuerte llanto.

Allí, sí, frente a frente consigo misma, con sus secretos, con sus recuerdos y pasiones, aquella desgraciada criatura dio curso a su desconsuelo, y en medio del vértigo de su amargura, el eco de un nombre adorado sonaba de cuando en cuando en su mente como una gota de fría nieve que repetía una y otra vez una palabra querida: ¡Constanza, Constanza!...

Todo yacía en silencio, y solo se oía el choque elástico del viento que azotaba los árboles del parque, produciendo un lúgubre gemido.

Elvira, por un secreto e instintivo presentimiento, y no pudiendo conciliar el sueño, abrió la ventana ojiva de su gabinete y subió al pequeño torreón, casi derruido, que se alzaba sobre la plataforma oriental del castillo.

El aire había aplacado, y la brisa de la noche, embalsamada por los perfumes del campo, refrigeró su rostro. Los rayos de la luna diseñaban a su vista un risueño paisaje, armonizado por el contraste de tintas que bosquejaban el fantástico panorama de una naturaleza selvática.

Vestía el cielo su estrellado manto, y allá en el Oriente lucían sobre sus promontorios de vaporosas nubes, bronceados celajes y rasgos de tornasol dorado.

A lo lejos grupos de arbolado como manchas de terciopelo gris, colinas, valles y prominencias del terreno, diseñando sobre el fondo azulado del cielo masas y esqueletos fantasmagóricos, que eran las ruinas de una antigua abadía, confundidas entre cañaverales silvestres, irguiendo sus mutilados paredones como flotantes lienzos.

A la izquierda las pequeñas aldeas destacando sus blanquiscos caseríos irregulares con sus torrecillas y campanarios, y más lejos la aplomada línea de montañas que servían de orla al paisaje, y cuyas dentadas y ondulantes cimas perdíanse en medio de una niebla de brumas cenicientas.

La campana del castillo anunció las doce.

Todavía vibraba el eco del último sonido, cuando Elvira creyó percibir un grupo movible de hombres, al parecer, que se aproximaban cautelosamente hacia aquella parte de la fortaleza, defendida naturalmente por la peña cortada y resbaladiza, y que carecía de foso por ser estratégicamente inaccesible.

De pronto aquel grupo, hasta entonces compacto, fue disolviéndose, desapareciendo por fin totalmente.

La joven notó que arrojaban desde lo alto una escala de cuerda.

Un hombre ágil y vigoroso comenzó a trepar por ella aceleradamente. El brillo nacarado de la luna hizo reflejar su luciente armadura con un resplandor fosfórico y rutilante.

Una idea cruel asaltó el ánimo de Elvira con una sospecha que por desgracia se confirmó luego. Una mujer recibió a aquel hombre en sus brazos en la explanada del muro, y casi al mismo tiempo se oyó un sonoro y ardiente ósculo.

Aquella mujer era Constanza.

El eco de aquel beso apasionado, nervioso y frenético, inflamó más y más el volcán de celos que hervía implacable en el pecho de aquella mujer, cuya sangre se enardecía en sus venas como ardiente lava, y cuyas palabras destellaban relámpagos de venganza y llamaradas de odio; aquel eco vibraba en su oído todavía con un martilleo estridente que estimulaba una sobrexcitación febril, arrobadora y sangrienta.

Entró en su cámara, descolgó su traje de paladín, vistió aceleradamente su armadura de acero, su casco cimerado y su templado arnés: empuñó su broquel y su pesada lanza, incompatible con la delicadeza de sus brazos, y sin olvidar su inseparable puñal buido, ciñó una especie de jabalina oriental de un corte sutil y una hermosa y templada daga damasquina de puño cincelado.

Echó la celada sobre el rostro, y estimulada por un rabioso coraje, dirigióse en busca de cualquier aventura, por peligrosa que fuese, siempre que rasgara el velo de su desesperada incertidumbre.

Atravesó los vestíbulos, las rampas y galerías que cruzaran los departamentos del castillo. ningún ruido se oía en aquellas solitarias mansiones, sino el tenue crujido de su armadura que resonaba con el movimiento del paso, y cuyo eco era todavía mayor por la forma acústica de las bóvedas del tránsito, apenas iluminadas por el brillo opaco de varias claraboyas que había a ciertos trechos.

Detúvose junto a la puerta del retrete de la baronesa, que halló entreabierta.

El mismo silencio, la misma soledad: solo vio agitarse los pliegues de los pabellones del lecho, de donde salió un hombre completamente armado, el cual atravesó la antecámara y se dirigió hacia la puerta con pausado recelo, dirigiendo a todas partes miradas cautelosas.

Elvira le esperaba allí, acechando desde el fondo de la penumbra, trémula y contraída por una alegría feroz. Brillaba en su rostro cierta exaltación salvaje, y sus pupilas de fuego vibraban rayos de venganza diabólica a través del hierro de la visera.

Allí acechaba con implacable impaciencia a aquel hombre desconocido, cuyo nombre debía importarle bien poco, con tal que fuese, como indudablemente debía ser, amante de Constanza; y apenas acertara a pasar por donde ella estaba, le pondría en la garganta la punta de su lanza y le arrancaría así la palabra de admitir un duelo a muerte, si es que era caballero.

Y si por desgracia no lo fuese, si atolondrado por la sorpresa de aquel ataque brusco e imprevisto, el miserable se negara a admitir el reto por una vil cobardía... ¡y bien!, entonces le mataría sin clemencia alguna en aquel mismo sitio.

Por un movimiento maquinal y espontáneo llevó la mano al pecho como para comprimir los latidos de su corazón, y se colocó detrás de un arco apuntado, en parte que la sombra le hacía invisible.

El desconocido, siempre cauteloso, salió por aquella puerta entreabierta que tornó a cerrarse detrás de él lentamente. Un destello de luz vivísimo que brotó de improviso, iluminó la alta y majestuosa talla de aquel hombre, que armado de Punta en blanco, atravesaba la extensa galería, haciendo crujir su luciente arnés de batalla, y dando a sus movimientos una elasticidad sutil, como las ondulaciones de una serpiente cubierta de escamas de acero.

-Tanto mejor, murmuró Elvira con infernal sarcasmo, será un caballero que debe comprender las leyes del honor: al menos me librará de recurrir al puñal y desempeñar el innoble papel de asesino.

Y en su hermoso rostro debió brillar una infernal sonrisa.

A este tiempo el desconocido cruzaba por la cripta inmediata al escondite de la joven. Saltó ésta como una pantera irritada, y con la agilidad de una ardilla precipitóse frenética, colocándose de un salto delante de aquel hombre, cerrándole el paso y enderezándose con provocativa arrogancia.

El desconocido, paralizado al pronto por aquel lance improvisto, detúvose un momento, y en su aturdimiento mismo dejó caer un objeto que resonó en el pavimento con un sonido metálico.

Elvira recogió disimuladamente aquel objeto.

Era un guantelete de acero.

-Muy bien, murmuró para sí con alborozo diabólico; tengo ya otra ventaja de mi parte; así la provocación no será mía.

-Eso no os pertenece, dijo el desconocido, apercibiéndose de la acción de Elvira y acentuando sus palabras con una voz bronca, pero visiblemente fingida; dadme esa pieza de armadura y despejad el paso.

-Os equivocáis, repuso ella con un cruel sarcasmo; eso no os corresponde ya a vos, es prenda de honor y estoy en mi derecho reteniéndola, mal que os pese a vos, sino sois un buen caballero que sabe sostener su decoro de tal en lances de honra.

Y la audaz Elvira embrazó su rodela, empuñó su espada y se colocó en ademán de provocadora insolencia.

-¡Atrás, víbora! gritó el incógnito, arremetiendo con un brusco ataque de puñal a aquella tenaz criatura que acogió la embestida con una sorda carcajada que heló la sangre de aquél, y se colocó en guardia al punto sin perder una sola línea de terreno.

-¡Hola!, exclamó el desconocido con burlesca ironía; ¿espadachín también? Tanto mejor para despacharos.

-Quiso ensayar otro golpe de puñal, que fue parado con igual maestría que el anterior. Comprendió entonces que el lance no podía tener fin sin notable escándalo, y trató de ensayar otro recurso más prudente.

-¿Qué queréis, pues, quien quiera que seáis?, preguntó convulso por la cólera que ardía en su pecho con un rugido voraz.

-Medir mi espada con la vuestra y beber vuestra sangre o daros a beber la mía.

Imposible.

-¿Seríais, pues, tan miserable, que rehusaríais empeñar conmigo un lance de honra?

-¡Tened la lengua insolente!, replicó aquel hombre, dominando visiblemente un arranque colérico y vertiendo una insensata blasfemia.

-¡Cuidado, que os descomponéis, en términos que necesitaré acaso recurrir a mi espada para haceros entrar en razón!

-¡Oh! ¡Esto más!

-Abreviemos razones y concluyamos por concertar el duelo.

-¡Un duelo!, repitió el caballero con un acento rotundo, parecido a un eco sordo y lúgubre, ¿Seríais tan osado?

-¿Y seríais, vos, tan cobarde que lo rehusarais?

Hubo un momento de silencio, en que la cólera de ambos parecía luchar en secreto con la aparente calma del uno, y el marcado asombro del otro: al fin el desconocido, haciendo, un violento esfuerzo por dominarse, exclamó:

-Basta ya de provocaciones e insultos; respetemos el honor de esta casa, y... despejad el paso. Yo os perdono la ofensa de vuestros denuestos, que... creedme, es la más plausible, victoria que pudiera la suerte haberos deparado sobre una persona de mi jerarquía.

-¿Y sois vos quien habla aquí de honor, infame? ¿Vos que habéis venido a profanar el santuario doméstico y acaso también a arrebatar la honra de una doncella? Pues bien; si así es, si habéis violado a esa virgen, es preciso lavar esa mancha inmunda, y... creedme, manchas de esa clase solo se lavan con sangre.

Elvira dio a estas últimas palabras una entonación fatídica llena de venenoso sarcasmo.

-¡Imprudente! ¿Y es mi sangre la que apeteces? ¿Ignoras que si el león alzara su mano aplastaría al reptil que lo insulta y provoca con tanta imprudencia?

-¡Ah! en ese caso, guárdese el león de la picadura del reptil, porque su acción es corrosiva y mortal.

-¿Quién sois, pues?, interrogó el apurado caballero.

-Lo habéis dicho vos; seré tal vez, un reptil, un pigmeo acaso a vuestro lado; pero que no por ello os cede en tenacidad y saña. Y vos, ¿quién sois y qué derecho tenéis para preguntarme mi nombre que acaso yo mismo ignoro y que no estáis autorizado a exigirme sin revelarme antes el vuestro, al que dais tan alta importancia aplicándolo el epíteto de león? Yo os demando a mi vez el nombre vuestro.

-Imposible.

-¡Imposible! Alzad, pues, la celada y yo haré otro tanto; conozcámonos al menos de rostro y reservemos lo demás.

-No puede ser, creedme.

-¿Por qué no?

-Porque al brillo de mi pupila cegaríais.

-¡Ah! es verdad; he oído decir que el ojo del león brilla en las tinieblas de la noche oscura, replicó Elvira con un sarcasmo irónico hasta la insolencia; y esto debe ser tan cierto, como que la vista del cobarde procura velarse siempre cuando tiene que encontrarse con la del valiente que le demanda su honra o su sangre. En fin, puesto que he agotado ya todos los recursos imaginables para provocar vuestro amor propio o vuestra cólera, sin conseguirlo, puesto que no circula por vuestras venas la sangre del honor caballeresco, os abandono a vuestro albedrío. Dios me ha despejado la mente de las ideas que tenía ahora mismo de asesinaros; él me libre de esa tentación criminal. Salid, salid, pues; éste es el guante que me habéis arrojado y que he cogido, creyendo que era el de un caballero: tomadle, pues, no quiero prendas de un cobarde vil.

Y así diciendo, arrojó el guante al rostro del desconocido, produciendo un crujido sonoro en el acero de la visera.

Vertió él un rugido sordo, y aún hizo un movimiento de indescriptible cólera que dominó al fin con cierta desesperación marcada.

-Día llegará, exclamó con una voz convulsa, en que se cumplan vuestros deseos. Adiós, pues, y preparaos; yo os empeño mi palabra de que os pesará el insulto de esta noche, y que no podrá perdonaros mi propio decoro.




ArribaAbajoCapítulo VII

En el cual se despeja una incógnita



La máscara cayó, que tiempo era
De arrojar ese velo
Y presentarse fiera
Esa lucha de horror, franca y sincera,
Fatídica, Insultando al mismo cielo.



Elvira, enervada por aquella lucha que con tanta ventaja sostuviera, y perdida su mente en un caos de vacilaciones a vista de un misterio que no comprendía, permaneció al pronto aterrada, muda, fría e inmóvil, apoyada sobre la pared como una estatua contra su pedestal truncado. Sin aquel apoyo indudablemente hubiera caído anonadada bajo el peso de su propio terror.

Aquella impresión pasó lentamente, como esas sombras imaginarias que sorprenden la fantasía y solo dejan luego un recuerdo vago de su quimérico ser. Poco a poco descendió de su rapto, y sus ideas recobraron gradualmente su primitiva energía: mil ideas contradictorias cruzaron por su mente, iluminada por accidentes vagos, como los fenómenos de la linterna mágica, que sorprenden la ilusión por medio de las creaciones ópticas del artista.

Sacudió de pronto su hermosa cabeza, como el centinela a quien sorprenden dormido; pasó la mano por la frente como para disipar una idea torcedora, y entonces no fue ya terror, sino un impulso vehemente de odio y venganza mucho más intenso que antes: una llamarada voraz inflamó su mente, que ardía en un infierno de celos. La víbora había refocilado sus fuerzas y recobrado toda su venenosa energía.

Hasta llegó a echarse en cara su falta de ánimo, cuando la suerte o la fatalidad pusiera a aquel hombre en sus manos, y necesitó llamar en su auxilio toda su rencorosa prudencia para resistir al impulso que tuvo de salir en busca de aquella persona venturosa o maldita, para provocarla de nuevo o asesinarla, quien quiera que fuese, porque en ocasiones dadas se desconocen las jerarquías y se salta por todas las barreras.

La vengativa joven concluyó por adoptar una resolución suprema que rasgara el velo del profundo arcano que existiera hasta entonces, y que iba a dejar de serlo dentro de breves instantes. La hiel que hervía en su pecho rebosaba ya, y no era fácil contenerla en tan reducidos límites.

Una halagüeña esperanza, que acaso llevara envuelta su propia felicidad y su porvenir, había mantenido siempre el sello de aquel terrible arcano, cuya revelación debía causar una escandalosa impresión en el castillo.

Trémula, con paso vacilante y alentada únicamente por su mismo rencor, la exaltada joven se resolvió a verter el vaso de la ponzoña hasta tanto tiempo comprimida, aun a trueque de destrozar su propio corazón. Entró, o por mejor decir, se dejó arrastrar por su misma cólera hacia aquella pieza funesta que servía de dormitorio a la imprudente Constanza, separó el batiente de su dorada moldura e introdújose con paso inseguro.

Un pálido reflejo iluminaba débilmente aquella mansión silenciosa, confundiendo y borrando los dibujos asiáticos de las tapicerías, los bustos severos de familia colocados en marcos preciosos de filigrana con labores de crestería, los lujosos muebles embutidos de nácar, los mosaicos alicatados del pavimento medio cubiertos por alfombras pérsicas, y los pesados cortinajes de damasco y terciopelo recamado con orlas y franjas de tisú, medio borrado todo por el destello opaco de la oscilante lámpara, en torno de la cual flotaba una movible aureola.

La alcoba donde se hallaba el lecho de la baronesa estaba cerrada por un cortinaje de brocado amarillo, cogido a pabellones sobre el cornisamento gótico del friso en tercer orden. A través de aquella cortina suntuosa oíase la agitada respiración de Constanza, que dormía o fingía dormir con un sueño profundo.

Elvira descorrió, toda trémula, los pliegues de aquel velo, y detúvose a contemplar el cuadro con cierta expresión maligna y diabólica.

El lecho estaba desordenado, y las sábanas de finísima batista arrastraban por uno de sus extremos, apenas sostenidas por las columnillas angulares de bronce con pomos de plata córnea. Una arandela, también de plata, alumbraba, como hemos dicho, aquel retrete, esculpiendo sobre las paredes un baño de violada púrpura.

Sobre aquel lecho yacía, en una voluptuosa postura, vestida con una especie de peinador de muselina blanca, la hermosa castellana, sumida, al parecer, en un profundo sueño, y denotando en la dejadez e indolencia de sus miembros una laxitud fatigosa.

Uno de sus blancos y torneados brazos colgaba del lecho, mientras que sobre el otro reclinaba su linda cabeza, orlada de profundos bucles que rodeaban el lindo perfil de su rostro semigriego, que pudiera ofrecerse por modelo a la estatuaria, así como sus demás formas mórbidas de una perfección verdaderamente académica.

Elvira, en cuya mirada lúcida parecía traslucirse cierta criminal codicia, rodeó cautelosamente el lecho, practicó cierto reconocimiento escrupuloso, y cuando húbose persuadido de que ningún riesgo podría correr, volvió atrás, cerró interiormente la puerta del dormitorio y tornó luego a aproximarse al lecho de la baronesa. Al practicar nueva investigación en aquel recinto del reposo, la vengativa joven tropezó con un objeto.

Cogiólo con ansia, y vio que era una garzota de cimera.

Un rayo que cayera a sus pies no le hubiera impresionado tanto como aquella prueba, que venía a disipar sus dudas de una manera concluyente: sí, porque Elvira aún dudaba, y como la duda suele seguir todo el curso de la incertidumbre, tomando una parte activa en esa lucha moral en que por tanto entra el egoísmo, hasta llegar al periodo de convicción, de ahí esa impresión terrible y decisiva que disipó sus vacilaciones, fijando la verdadera faz del suceso, cuyo desenlace en cierto modo preveía.

Elvira vertió una sorda aspiración de sombría cólera, y sublevada por su misma explosión, sacudió el brazo de la baronesa, oprimiéndolo por la muñeca con una fuerza convulsiva, con una crispatura nerviosa.

Despertó Constanza sobresaltada, y aun trató de incorporarse y saltar maquinalmente del lecho; pero aquella mano atarazada con una fuerza tenaz, sujetándola en aquella postura inmóvil, como si fuera un tornillo de hierro.

- ¿Quién sois? exclamó con despavorida sorpresa y cubriéndose instintivamente con la sábana por un movimiento pudoroso.

Elvira alzó entonces la alambrera que cubría su rostro, lívido por la cólera, contraídas sus facciones por una exaltación feroz, y destellando sus ojos un brillo de sarcasmo diabólico.

Constanza fijó su vista, extraviada en aquella fisonomía tan dulce tan simpática en otro tiempo y alterada ahora por una descomposición infernal... Nunca había irradiado de aquellos ojos un fuego tan fosfórico y tenaz; nunca aquel semblante, tan gracioso y gentil se había rodeado de tan amenazadora expresión. La baronesa, respondiendo acaso a un presentimiento oculto, se estremeció de espanto.

-¡Por piedad!, exclamó toda trémula, fijando aquella suplicante mirada en el semblante airado de la joven; por piedad, Elvira mía, ¿qué me quieres a esta hora? Apenas reconozco en ti a aquella fiel amiga que tanto me ha amado; di, ¿por qué me estás atarazando tan cruelmente? ¿En qué he podido yo ofenderte? Suelta, me haces daño, Elvira.

-Tenéis razón, no soy ya esa Elvira a quien tanto habéis amado, y que tanto os amó y ama todavía: esa Elvira se ha trasfigurado; el odio que inflama sus venas le ha convertido en un ser abominable y monstruoso, sí; porque en esas venas no circula ya sangre de humanidad y de misericordia... porque una lluvia de maldición ha rociado de amargura mi alma y ha enfriado el depósito de caridad y dulzura que un tiempo vivificó mi espíritu e iluminó mi alma con la luz de la clemencia. Porque la llama del odio que me devora ha hecho descender sobre mi cabeza el anatema del cielo... y héme aquí con el corazón vacío de fe, exhausto de afecciones, cadáver pestilente arrojado al osario de la desesperación; ese peligroso terreno donde resbala la víctima, triste refugio a que apelamos cuando el desengaño nos precipita desde el mentido sueño de la ilusión más grata.

-No te comprendo, amiga mía, exclamó Constanza cada vez más consternada por el discurso enigmático de su extraña colocutora, la cual continuó con una de esas crueles e irónicas sonrisas que deslumbraban la vista de la baronesa.

-Escuchad: hubo un tiempo en que el título de amiga halló un eco simpático en mi corazón, que respondió al eco de esa palabra mágica, y que no tiene equivalente en el lenguaje de los hombres; pero ¡ay! añadió, oprimiendo con mayor vigor aquel brazo de nieve; esa misma palabra, cuya armonía difunde una plenitud inefable de goces en la vida intelectual de la criatura, se sublima a otro grado supremo que lleva en sí otro nombre divino disfrazado con la palabra amor.

-Pues bien; continuó acentuando lentamente su trémula voz, a la que gradualmente iba dando una vibración cada vez más febril y extraña; esa palabra sublimada a ese grado eminente ardía en mi pecho con una vehemencia latente y enérgica. Porque era el soplo germinador que me animara, y sin el cual no hubiera tenido vida... porque era, en fin, el hálito del mismo Dios, potente, ideal y sublime, que dilata el alma y la eleva a una esfera suprema e inmediata a las jerarquías celestes. Y fascinado por ese mismo vértigo que enloquece y extravía en su mismo rapto sensible, hube de apelar a un ardid para encubrir, bajo el velo de la modestia y del disimulo, ese franco y generoso afecto que concentra el primer deber impuesto por el Criador a la criatura respecto de sus semejantes; y partiendo de un principio sistemático, el amante adoptó las formas aparentes de mujer, porque éste era el único medio que le ofreciera mejores probabilidades en la lucha ruda y difícil que iba a empeñar con un imposible. Ese desdichado fui yo.

-¡Tú!, exclamó toda horrorizada la baronesa. ¿Qué es lo que oigo?

-No alcéis la voz, miserable mujer, replicó la fingida Elvira, concentrando cada vez más su odio intenso en aquellas palabras de hiel; los días de maldición han empezado para nosotros, el astro común, que parecía sonreírnos, ha volado su disco bajo una nube sangrienta, y ha plegado sus rayos luminosos en el limbo de la desesperación más cruda. Esta grata figura de la amistad ficticia ha sido solo un lúgubre fantasma que agitó sus negras y seductoras alas durante nuestro sueño, meciéndonos en una cuna tenebrosa y maldita; y toda esa aparente ventura que nos halagara en el periodo equívoco de nuestro letargo, ha huido como una de esas raudas parábolas que incendian de luz la zona para envolverla luego en una masa de tinieblas.

-¡Oh, Dios mío!, exclamó Constanza, juntando las manos y poseída de una contracción nerviosa provocada por el terror que la inspiraran aquellas revelaciones siniestras. ¡Dios mío, Dios mío! , es muy extraño todo eso.

-Y sin embargo, continuó su interlocutor con su infernal sarcasmo, es, por desgracia nuestra, bien cierto: escuchad los pormenores de ese sangriento episodio, tenéis un derecho a ello, sí, porque luce allá a lo lejos un punto terrible y fatídico que concentra su desenlace sangriento, y todo esfuerzo se declarará impotente ante la inclemencia de esa misma fatalidad inexorable que nos persigue. Oíd, pues, y estremeceos.

-Ese hombre insensato que amaba con frenesí... a vos, que erais su vida, su porvenir, su Dios, que hubiera dado en cambio de ese amor frenético su misma existencia, y acaso también algo de su eternidad (¡perdóneme Dios esta locura!), ese mismo hombre tuvo la suficiente calma de esperar en medio del piélago de su desesperación cruel, la hora feliz, aunque incierta, de que una casualidad cualquiera anudara ese acto supremo y grandioso, solemne, sublime y heroico de la voluntad mutua santificada por el afecto recíproco.

¡Ay!, que el alma entera se fundía a impulsos de esa ilusión tan pura y halagüeña, de ese fantasma tan risueño y feliz que parecía columpiarse allá en el horizonte de la posibilidad humana, provocando deseos vagos, dulcísimos y hechiceros, y prometiendo, al parecer, una fruición de indecibles goces, cuya sola idea sumergía en un piélago de éxtasis profundos y de seductoras imágenes... ¡Oh!, y abatido el espíritu, enervado, apenado el corazón por la lucha del disimulo, aunque corroído por el estímulo de tanta ventura posible, la naturaleza solía ceder al vértigo embriagador que torturaba sus resortes y aniquilaban al hombre precipitándole en el caos de la desesperación más cruda, después de haberle elevado a toda la altura de su fantasía.

Y sin embargo, ese mismo hombre, perdido en medio de tanta amargura y sufrimiento, sobrexcitado por la lucha, os ha respetado, cual cumple a la lealtad de un caballero, ha saltado la barrera del amor propio ofendido, y esto es tanto más meritorio, cuanto que el hombre enamorado sale de su esfera racional, constituyéndose en una situación anómala y excepcional que le embrutece y degrada hasta el peligroso extremo de las pasiones.

Pues bien, continuó con una entonación siniestra; ese mismo hombre que ha guardado respecto de vos una línea de conducta tan honrosa, cual cumple a la lealtad de un buen caballero; que se ha encerrado en el círculo de sus deberes de tal, aun a trueque de destrozar más cada día su corazón calcinado por tan poderoso estímulo... oídlo bien: ese hombre que os guardaba para disfrutar algún día vuestro tesoro con el mismo interés, con la misma codicia que un avaro guarda el suyo; ese mismo hombre, yo, he tenido el dolor de sorprenderos esta noche con vuestro amante en una cita culpable. Dios me ha infundido 'el valor suficiente para contener la explosión que debiera haber arrastrado mi vida al probar ese amargo cáliz que debiera coronar el acto de mi desesperación. Y he venido resuelto a darle de estocadas en honroso duelo o asesinarle si lo rehusaba, aplicando a este caso la frase de Alejandro a Darío, de que: dos soles no pueden, sino uno, alumbrar al universo.

Porque eráis vos el sol de mi inteligencia, astro fulgente a cuyo brillo cegaban mis potencias, divagando luego sin orden, como puntos perdidos, durante su ocaso. Porque fanatizado yo por el brillo de ese fantasma de la Divinidad en la tierra, me anegaba en un mar de venturosos éxtasis y goces lisonjeros.

Pero ese hombre ha eludido mi venganza, y ha sido tan miserable, que he necesitado insultarle, casi abofetearle, para que entrara en razón de honra, y aun así ha aplazado el duelo, porque indudablemente debe ser un miserable y un cobarde.

Y rechazado, al fin, por esa fría impasibilidad que en ese hombre es un sistema, héme aquí frente a frente con vos, que eráis mi vida, que ahora sois mi verdugo, y que luego seréis, tal vez, la víctima expiatoria, porque tal es el decreto del destino.

Y extraviado por su mismo discurso metafórico, este singular personaje exaltábase progresivamente a medida que daba mayor energía y fiereza a su duro lenguaje.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Capitulación



Consecuencia forzosa
Era dar tregua al odio comprimido,
Airado el corazón, en tenebrosa
Lucha de afectos empeñado, herido
Por llaga cancerosa.



Constanza temblaba bajo el peso de su misma vergüenza, confundida por aquellas revelaciones terribles: más de una vez trató de sustraerse a aquella fuerza tenaz que retenía su brazo con una presión cruel; pero su esfuerzo hubo al fin de ceder ante aquella violenta resistencia.

-¡Piedad!, dijo con un aturdimiento forzado; no prosigáis, me hacéis daño y tiemblo al ver esas facciones tan descompuestas: apelo a la generosidad del caballero que, reemplaza a la dama por medio de tan ingeniosa metamorfosis, y os perdono a mi vez, como también vos debéis perdonar a una pobre mujer que no tiene contra sí otro delito que su misma ignorancia, que nunca ha podido tener la más remota idea de ese amor, de ese ardid, o de esa locura y vuestra, y todo al menos en gracia de ese mismo afecto que nos hemos profesado, y cuyo recuerdo os aseguro que no se extinguirá en mí jamás. Lo que deseo ante todo es saber vuestro nombre propio para consagrarle una memoria grata y encerrarle dentro de mi alma.

-Nada más justo, y, sin embargo, poco puede importaros el nombre de un joven oscuro y miserable, cuyo origen es, quizá para él mismo, un secreto, y cuya familia no conoce. En cuanto al nombre, dejadlo a merced de los acontecimientos y del tiempo, que se encargarán del desenlace del asunto y sus incidencias; solo os puedo decir que amo todavía: a pesar de todo, y puesto que ya cayó la máscara y el disfraz que encubriera al amante, solo un medio os resta de conjurar el golpe de mi venganza: este medio es bien sencillo; dadme vuestra mano de esposa o preparaos al ludibrio público.

- ¡Oh!, ésta es una infame violencia que tratáis de ejercer con una pobre mujer indefensa, pero a quien todavía sobra valor para rechazar esa brutal coacción con que queréis humillar su orgullo ofendido. Apartaos, miserable, porque si doy una voz, os suspenderán de una almena como un traidor villano.

Y explotada verdaderamente por su mismo orgullo, la altiva joven prodigó mil denuestos e improperios contra aquel hombre, herido en lo más vivo de su sensibilidad, y en cuyos labios, contraídos por una cruel sonrisa, parecía rebosar la hiel de sus entrañas.

No era ya Constanza aquella estatua púdica de blanco mármol, envuelta en sus castos velos, y en cuyos labios vagara tierna e inocente dulzura, sino una furia explotada hasta el último grado de la cólera, que participaba del veneno de la víbora y de la ponzoña de la serpiente.

Incorporada en el lecho, y sin reparar en su desnudez, por medio de un esfuerzo vigoroso, logró, al fin, desprender su brazo de aquella mano que la oprimiera como una tenaza ardiente.

-Pues bien, exclamó el joven desconocido, retrocediendo a su pesar, aunque sin despojarse de su habitual sarcasmo, y dando a su voz una vibración sombría y cavernosa; ya que así lo queréis, corramos un velo sobre el pasado y ocupémonos del porvenir: vela por entrambos el ángel de la maldición y preside indudablemente la marcha de los astros que deben influir de concierto en nuestro común destino. Porque si algo debe haber de común entre nosotros en lo sucesivo, será indudablemente el genio de la discordia, del rencor y de una maledicencia implacable y eterna. Adiós, pues, en cambio de tanto odio que devora mi alma y que mantiene la tea inflamada del aborrecimiento recíproco, la mujer impura, la doncella lasciva que ha manchado su lecho virginal con sus fragilidades, puede vivir tranquila, porque mis proyectos sellan mis labios, y dormirá ese arcano en mi pecho, a fe de hombre honrado y que cifra en ello el mejor éxito de sus planes.

Ahora bien, prosiguió; intrigad en buen hora, poned en juego todo el horrendo artificio del odio contra mí: ésta es una arma lícita, pero que solo debe tener un carácter simplemente privado entre nosotros; ¿qué adelantaríamos con dar publicidad a nuestros actos? Atraernos el escándalo, que es sinónimo del mayor ridículo. Perseguidme, aborrecedme, estáis en vuestra línea, y no seré yo, por cierto, quien os dispute el terreno que os marquéis; poned mano a todos los medios, a todos los ardides, por repugnantes que os parezcan: yo os ofrezco en cambio mi recíproca, y sea esta la norma reguladora de nuestras mutuas acciones.

-Sea, pues, si así os place, repuso Constanza, en cuyas mejillas rodaban una o dos lágrimas de dolorosa amargura, abandonadme a la vergüenza de mí misma y libradme de vuestra odiosa presencia, que tantos recuerdos gratos pudiera evocar en mi mente para mayor tortura, y que tantos reproches y flaquezas me pondría en cara. Decís bien, la confluencia de estos dos mares de rejalgar y hiel, no podría producir ya sino desgracias mayores que acibararían más y más nuestras almas y producirían más víctimas, porque la conjunción de nuestros astros debe ser contagiosa.

-Gracias, replicó aquel hombre, animado siempre de su eterna sonrisa cáustica, eco de la más sangrienta ironía: veo que nos vamos comprendiendo y que nos ponemos de acuerdo en las bases: descuidad, pues, en cuanto a lo demás, el drama será fecundo en peripecias, sí, y lejos de una acción lánguida, yo os vaticino que traerá escenas de gran bulto y que será digna en un todo de sus autores.

El desconocido fulminó otra mirada infernal a aquella pobre mujer abatida que yacía sumida en un parasismo nervioso y ajeno de toda compasión hacia ella; retiróse con una calma espantosamente glacial, desapareciendo de aquella pieza. Al salir del vestíbulo que daba ingreso a la antecámara, por muy dueño que quisiera ser de sí mismo, ahogó el más cruel sollozo que jamás se exhalara de pecho humano: tal era su amargura.

-¡Ah!, exclamó con una entonación dolorosa: ¡todo cuanto he amado!...

Al día siguiente todo eran conjeturas sobre la súbita desaparición de Elvira de Monferrato.

Constanza cayó en una profunda melancolía, que le atrajo una enfermedad peligrosa y desconocida.

La causa de todo se atribuyó generalmente a la ausencia de la camarera; pero esto solo era una vaga suposición, porque la baronesa no soltó prenda ni palabra acerca de este incidente, y aun prohibió que se hablara de ello ni se hiciese comentario alguno, en lo cual fuerza es decir que no fue obedecida.