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ArribaAbajoSexta parte

Flores y abrojos



ArribaAbajoCapítulo primero

El emisario de S. A.




Por fin desesperado,
Cediendo a la inquietud y al desaliento.
Presa de vil pecado,
Lacerado en cruel remordimiento.
El magnate infeliz inclina al hado
Su destino fatal, triste y cruento.



El castillo de Altamira era mientras tanto teatro de singulares acontecimientos.

Reinaba en él la agitación más profunda, cubríanse de soldados malos o buenos, sus almenas, sus muros y atalayas, sus obras aportilladas por los estragos del tiempo y por las contiendas civiles reparábanse a toda priesa, y en una palabra, redoblábanse los aprestos de defensa, como si se tratara de una invasión a mano armada o cuando menos de una guerra inminente.

Y así era como en general se comprendía, en lo cual, fuerza es decir que había sobrado fundamento, pues venía a corroborarlo aquella celeridad tan activa, aquel arrebato, aquella precipitación tan diligente aquella alarma en fin tan constante que le trasformara en un todo las solitarias Torres de Altamira.

Al mismo tiempo los hidalgos sub-tributarios, esos señores tiranuelos a la sombra poderosa del conde, hacían aproximar también, precipitando marchas, sus tercios, de cualquier modo armados y equipados, hacia la fortaleza, donde ellos mismos iban también a encerrarse, acudiendo al llamamiento angustioso de aquel que hacia valer la naturaleza de los tratados federativos en el apurado conflicto en que se hallara la referida plaza, porque apuro y vivísimo debía ser en efecto.

Las noticias que continuamente se recibían del exterior eran cada vez más alarmantes. A juzgar por las evoluciones de los tercios, castellanos y leoneses, el grueso de ellos parecía dirigirse, forzando marchas, sobre Altamira, capitaneados personalmente por el mismo rey, circunstancia especial, capaz de infundir por sí sola la desesperación y el desaliento en los confederados rebeldes.

Y era caso de desesperar por cierto esta noticia, si se confirmaba, apreciados algunos antecedentes, en cuyo caso bien merecía la pena de aventurarlo todo en la empresa, porque Alfonso era tenaz en todas las suyas y había jurado ademas arrasar hasta los fundamentos de las Torres de Altamira.

Y aun sobre ese mismo temor, bien fundado en verdad, alzábase especialmente en la conciencia de Ataulfo el fantasma amenazador del remordimiento. El secreto de la prisión de Veremundo, la fuga de Hormesinda y de Omar-Jacub, aunque restituido éste de nuevo al castillo bajo una artificiosa fábula ingeniosamente urdida, y luego, en fin, el escandaloso divorcio promovido por su esposa, comprometida en aquellos amores culpables con el rey, amores criminales, adúlteros, que desgraciadamente no eran ya un secreto para el público, y que indisponiendo las voluntades, acababa de introducir la discordia conyugal que produjera aquel acto, y de ahí la rivalidad y un desacuerdo peligroso entre el monarca y el magnate... todo este cúmulo de circunstancias principales concurría a mantener la zozobra en el ánimo del tirano hidalgo, que por su parte invocaba para ocurrir al conflicto, la alianza y los recursos de sus amigos y en particular del famoso Diego Peláez, obispo de Santiago, cuyos asuntos tampoco iban verdaderamente muy prósperos, como ya en otro lugar dejamos dicho.

Mientras tanto, y cuando Ataulfo revolvía en su ardiente imaginación todo un dédalo de contrariedades, sin acertar a resolverlas, una noche, cuando toda la familia del castillo al sueño y solo velaban los centinelas en el muro, oyóse el toque algo lejano de un clarín que moduló unas notas pausadas, como un clamor lúgubre y melancólico.

El conde salió al fin de su abstracción, subió a la plataforma que se extendía entre los dos cuerpos del edificio como una terraza morisca, y desde allí dio orden para que se levantara el rastrillo y se permitiese entrar a la persona que esperaba a la parte opuesta del foso y a cuantas otras formaran su séquito.

Esto parecía probar al menos que Ataulfo debiera estar preparado de antemano tal vez para aquel suceso.

Bajó luego a su cámara de honor, alumbrada por una gran lámpara bizantina pendiente de la alta clave, y que difundía en el vasto recinto una pálida claridad vacilante.

Poco después, precedido del venerable Fromoso, aposentador del castillo, entraba un guerrero de punta en blanco, en cuyo almete ondeaba un airón flotante, con cierta divisa, distintivo peculiar del cuadrillero Gonzalo, pues tal era.

Apoyábase en una fuerte lanza, haciendo crujir en el movimiento de su paso acompasado y grave su luciente arnés de batalla, sobre cuyas templadas piezas damasquinas, admirablemente bruñidas, resbalaban los rayos oblicuos de la luz.

El conde, en quien notáranse hasta entonces signos vivísimos de impaciencia, pareció respirar tranquilo, como si sacudiese un gran peso, y encubriendo bajo una complacencia forzada el odio que ardiera en su pecho, salió al encuentro de aquel personaje que penetrara sin ceremonia en su cámara y en cuya arrogante apostura había algo de majestuoso y heroico.

Ya hemos indicado que se trata de nuestro conocido Lucifer o sea Gonzalo, jefe cuadrillero a las órdenes del obispo de Santiago, y endosado luego a las de Ataulfo, aunque en realidad, como sabemos, entregado realmente a la voluntad de S. A., por cuya cuenta y la suya propia trabajara en secreto.

Al paso debemos consignar que en esta conducta del noble mancebo no había traición en cierto modo, ni podía tampoco separar su proceder de esta arriesgada línea, la única tal vez que pudiera conducirle a la libertad de su padre, prisionero, si es que existiera aún en las mazmorras de Altamira.

-¡Por fin venís con mil legiones de demonios! exclamó Ataulfo con visible muestras de enojo y al propio tiempo de familiaridad no muy sincera por cierto; os habéis hecho esperar demasiado y a la verdad tengo yo en ello algún tanto de culpa por no haberos sido demasiado franco y explícito respecto al gran riesgo que amenaza hoy a mi casa.

El conde sabio, no obstante, cuán poco podía confiar con el joven, de quien se le había hecho sospechar con fundamento; pero en su apurada situación conveníale ante todo disimular sin darse por sentido de ciertas cosas, hasta el extremo de asirse a lo que se llama un clavo ardiendo.

-Por cierto, señor, contestó el cuadrillero con refinado disimulo, que nunca creí fuese tan desesperado el lance; pero no era posible abandonar la alquería, punto de tanta importancia, como que, según me tenéis dicho, con sobrada razón, es la clave de esta fortaleza; por lo cual creí de mi deber vigilar en su defensa noche y día mientras me ha sido posible, no separándome a la vez con ello de vuestras órdenes, de tal suerte, que aún permaneciera en mi puesto de honor si una desgracia que deploro no me lo hubiese impedido.

-¿Sí, eh?

-Es repugnante, señor, para un soldado como yo venir encargado de una misión tan desagradable y triste.

-Pero decid, insistió el conde con el entusiasmo de su ansiedad, ¿conseguisteis al fin rechazar las huestes de ese ambicioso príncipe que, según he sabido, os asedió, y ha empleado toda clase de medios para apoderarse de la alquería?

-No ha sido posible resistir por más tiempo tan formidable lucha: las fuerzas y los recursos empleados por ambas partes han sido desiguales, nuestra desventaja era notable y la alquería ha sido tomada.

-No creáis que me sorprende la nueva, porque era ya resultado previsto por mí de antemano: ese hombre tenaz en su odio y su sistema no podía ceder, y debió acumular todo su poder entero para llevar a cabo su propósito. ¿Cómo, pues, se ha apoderado de la alquería?

-Por asalto, señor, el terreno ha sido disputado palmo a palmo, y la lucha empeñada cuerpo a cuerpo.

-¡Diablo! pues es un combate de fieras más que de hombres.

-Era propio del caso, en que el fuego del honor y del amor propio prestaba aliento y creaba proezas de valor aun por parte del soldado más pusilánime. Fui testigo del arrojo de todos los nuestros, que supieron sostener a toda su altura el honor de nuestras banderas, a cuyo efecto cumplí con mi deber por mi parte, reservándome el sitio de mayor peligro en la contienda.

-Bravo sois, capitán, no en vano mi deudo el señor obispo me lo ha asegurado así por su cruz pastoral repetidas veces.

Gonzalo se inclinó con fingida modestia, simulando sonrojo.

-Las pérdidas deben haber sido grandes por nuestra parte.

-Unos veinte heridos y contusos: el resto de la guarnición prisioneros.

-Y vos ¿cómo escapasteis?

-Milagrosamente, señor, porque en el calor de la refriega, que ha sido bien terrible y reñida, pude muy bien haber quedado sepultado bajo las ruinas del muro, batido por el enemigo con un resultado espantoso. ¡Ah! júroos por la cruz bendita de mi espada que a no ser por ese suceso endiablado, no ondeara hoy tal vez en las almenas de Briones la bandera de Castilla y León, como se, titula.

-¿Y huisteis, eh?

-Pude muy bien haberlo hecho; pero no queriendo abandonar la acción mientras me quedase un soldado, fui sorprendido por el mismo rey, el cual me ha soltado bajo palabra de honor, me envía a vos, portador de una embajada.

-¿Para mí? Sepamos pues a qué se reduce, aunque nada debe tener de agradable.

-Ciertamente: a que le entreguéis a discreción la fortaleza, o que de lo contrario, os preparéis a perecer con todo cuanto encierra, a cuyo efecto precipita su marcha acaso al frente de una fuerza irresistible en estos momentos mismos.

-Y ¿qué os parece a vos?

-Que no es cosa de decidirse en un momento, sino que requiere negociar una tregua, tratándose de un asunto de tamaña entidad.

Con este nuevo ardid aspiraba el joven a amenguar en lo posible o a desvanecer la sospecha que pudiera alimentar hacia él el conde, haciéndose a la vez un lugar más favorable a su más íntima confianza, principal objeto de su intención.

-Y creéis vos, dijo, que pudiéramos obtener esa tregua?

-¿Quién sabe? S. A. no es de esos hombres atolondrados que lo llevan todo a sangre y fuego, y por muy prevenido que esté contra lo que suelo él llamar vuestra rebeldía, le creo persona razonable para rechazar cualquier proposición que, lejos de envolver una abierta hostilidad que equivaldría a la ofensa de arrojarle a la cara el guante de la provocación y del insulto, establece un medio probable de llegar a un acomoda miento conciliatorio.

-Como quiera que sea, prefiero el honor a la humillación, que es el oprobio. Venga, pues, ese altanero príncipe y le probaremos con las armas y nuestra constancia hasta dónde puede llegar el heroísmo cuando se atenta contra el amor propio y se insulta su dignidad, avasallándola sin otra razón que el abuso de la fuerza bruta; que venga ese usurpador contra nosotros, si hasta ese punto lleva su osadía: sus soldados, esos hambrientos sanguinarios, esos aventureros, ávidos de pillaje y de violencias, servirán de pasto a mis rebeldes.

Ataulfo se interrumpió un momento por otra nueva sorpresa. Un tercer personaje avanzaba silencioso y mudo por la vasta estancia, y saludaba con fría ceremonia. Era el viejo Eleazar.

-¡Oh! exclamó el magnate con asombro, ¿también vos, Omar-Jacub?

Y ante esta exclamación fingidamente entusiasta, confundíanse ambos en un abrazo mutuo y un ósculo, al estilo hebraico.

Era éste el beso alevoso de Judas.

-Decid, buen viejo, ¿no habíais caído, vos también las redes de S. A.?

-Sí, por desgracia; ese hombre fatal, a quien Dios confunda, pudo reducirme por la sorpresa al cautiverio, en lo cual maldito el interés que pudiera inspirarle un pobre anciano como yo, con lo cual puede explicarse acaso en gran parte la suerte de mi fuga.

-Pero ¿cómo habéis podido llegar hasta aquí?

-Permitid, señor, que tome el asunto desde el principio. Sorprendido en los bosques de Monte-Sorayo, y mientras mi esclavo rubio caía mortalmente herido por un venablo del rey Alfonso, pude huir con gran riesgo y ocultarme en los matorrales contiguos, escapando luego y escondiéndome en las ruinas del Cristo de la Agonía, en ocasión que acertaba a pasar casualmente por aquel punto vuestro capitán Lucifer, a quien pedí auxilio, y el cual ha tenido la galantería de acompañarme y traerme incólume a vuestra presencia.

Gonzalo se inclinó con un signo afirmativo.

Ataulfo, siempre receloso, con una mirada profunda sondeó el semblante de sus dos colocutores; pero era tal la naturalidad, o mejor dicho, el disimulo que había en aquellas fisonomías en la apariencia tan francas, tan predispuestas de antemano al plan preconcebido, que el conde con toda su suspicacia pudo respirar tranquilo, en la persuasión tal vez de que hablaran ellos la verdad sin artificio.

-Pero ¿quién se encarga, dijo, de transmitir al rey mi propósito?

-Si es negativo, señor...

-Seguramente, capitán, otra cosa fuera a menguar mi carácter y envilecerle. No, eso nunca, antes mi cabeza: vale más que caiga, que no que se doble.

-Pues entonces basta el silencio, que servirá de intérprete de nuestra negativa, contestó Gonzalo con aplomo.

-¿Y vos, entonces?

-¡Yo!... quedo aquí, en mi puesto de honra.

-¿No decíais que el rey os ha dado suelta bajo palabra de honor? En tal caso no perjuréis, que es la mancha más degradante en la carrera del soldado.

-No me liga a tanto mi empeño, tan distante del compromiso como de la indiferencia; me conocéis bien, señor, y aun cuando no me conocierais por vos mismo, ahí está el señor obispo que pudiera en todo caso garantizar mi conducta, incapaz de cometer una felonía, aun cuando mediase el sacrificio de mi propia existencia.

-Nunca pude dudarlo, capitán, repuso, estrechando su mano; ¿de suerte que os quedáis definitivamente aquí?

-A vuestro lado, señor, esperando mereceros el singular favor de que me designéis el punto más peligroso en el asalto que deben tal vez darnos.

Ante la palabra asalto que concluía de proferir el joven, Ataulfo no pudo disimular un doloroso arranque de ánimo que hizo palidecer súbitamente su rostro.

-¿Con que... tanto apremia el asunto? exclamó con desesperada amargura.

-Demasiado; acaso todavía más de lo que creáis.

-¿Y decís que no se concede tregua?

-Ninguna, como que es bien posible que mañana mismo marche ya sobre Altamira el rey con sus tropas, sin que haya quien le haga desistir de su propósito.

Ataulfo, con la cabeza ligeramente inclinada, su mirada fiera, errante y estúpida, clavada en el pavimento de mármol, destellando miradas oblicuas y fulminantes como el rayo, parecíase a la estatua del remordimiento, personificado visiblemente en aquel hombre, agobiado por el fantasma de la expiación que le persiguiera. Así permaneció un instante, y luego empezó a pasear apresuradamente como un insensato, sombrío, lúgubre y totalmente distraído bajo el peso de su terror.

Detúvose de pronto luego, como adoptando una resolución desesperada y decisiva: sacudió su altiva cabeza, irguió aquella frente cubierta de sudor febril, y en la explosión delirante de su alucinamiento, exclamó con una voz hueca, enronquecida por un cruel sarcasmo:

-Puesto que él lo quiere... sea. Que venga ese hombre ambicioso, cuya soberbia podremos estrellar tal vez en los muros de nuestra fortaleza, con el favor de Dios, si no nos abandona en tan justa causa... y si acaso triunfa... hagámosle comprar a precio de su sangre esa triste venganza estéril.

En la fisonomía del conde lució un destello de ira diabólica; subieron los colores de sus mejillas pálidas con un rápido incremento, contrastando notablemente con aquella tinta biliosa que manchara como un velo mortal su demacrado rostro.

-No perdamos tiempo, continuó, refiriéndose al joven con una exaltación delirante y frenética; partid al punto a poneros al frente de mis soldados; dirigid personalmente las operaciones, e impedid, rechazando a cualquier costa, la aproximación de los tercios reales al castillo; y si agotados los medios de resistencia, conocierais que no resta otro recurso que la derrota, dadme oportuno aviso; es preciso, entonces, preparar el trofeo que ese príncipe cruel e injusto debe arrastrar como consecuencia de su victoria, y que el carro de su mismo triunfo se abrase, si posible fuera, en las cenizas de las Torres de Altamira, y se sepulte y confunda en sus escombros mismos calcinados. Salid, salid, capitán, y ocupad vuestro puesto.

Gonzalo, en cuyo plan entraba aplazar algún tanto el designio que preocupara su mente, reprimiendo toda demostración de odio, y encubriendo, bajo su fría y pasiva indiferencia el mortal tesón que corroyera su alma, obedeció el mandato del conde y salió de la cámara con la satisfacción del triunfo que empezara ya a sonreírle allá en su instinto profético.

-¡Ataulfo! murmuró interiormente, el día de la expiación se acerca para ti, y la sombra de Veremundo, de mi pobre padre, te persigue, sin que alcance su poder a sustraerte de ella y de sus remordimientos.

-Ornar-Jacub, continuó Ataulfo, dirigiéndose al anciano que permaneciera a cierta distancia, mudo, inmóvil, con su mirada hipócrita fija en tierra; amigo mío, nunca he podido dudar de vuestros servicios, y sentiría que esta confianza tan ciega que en vos tengo y que una larga experiencia ha confirmado, pudiera desmentirse ahora en estas circunstancias tan críticas en que va a ponerse a dura prueba la fidelidad de mis servidores.

Eleazar se inclinó y apretó entre sus huesosas manos la que le tendía el conde, el cual continuó con voz baja y trémula:

-Amigo mío, recuerdo que en otro tiempo me aconsejasteis una cosa de que me horroricé entonces y que, al extremo a que han llegado los sucesos, es necesario adoptar hoy tal vez. Nunca creí en verdad, que un día necesitase apelar a tan diabólico recurso, que la desesperación reclamase un crimen para consolar el orgullo humano ofendido, y que el infierno hubiese de vomitar su vértigo por satisfacer un criminal deseo. Y sin embargo, ese día llegó, el día del extermino y de la venganza, día de reprobación, en que a toda idea racional y humanitaria se sobrepone un desenfrenado instinto de fiereza: es necesario, en fin, que en el caso desesperado, cuando violando el santuario de la morada pacífica de un castillo, el vencedor, abusando de la inmensa superioridad numérica de sus fuerzas, entre acaso en él a profanarle; entonces, Eleazar, es preciso huir por el subterráneo y prender fuego por todas partes al edificio, inundándole además rompiendo los diques de las cisternas, a fin de exterminar a ese ejército por medio del fuego y del agua, arrasando a la vez la fortaleza y arrebatando así al tirano hasta el más pequeño alarde de vanagloria, convirtiéndole en arma poderosa que le vilipendie y destruya. Vos habéis sido siempre el confidente íntimo de todos mis secretos y los de mi castillo; pues bien, sed el instrumento de esta terrible empresa, poned los medios, preparad lo necesario, puesto que ningún género de instrucciones necesitáis y no perdamos tiempo, porque el rey avanza y precipita sus tercios sobre la fortaleza... ¿Oís?

En efecto, oyóse entonces un toque de clarín lejano.

Eleazar se inclinó sin denotar alteración alguna.

-¿Lo oís bien? prosiguió Ataulfo: mientras nosotros entretenemos a ese ejército feroz y ganamos tiempo, a la primera orden que os comunique, dispondréis los preparativos del incendio: el edificio en su caso y cuando los tercios de Alfonso se hallen dentro y huimos nosotros por la mina, debe arder por todos sus flancos simultáneamente: a fin de que se propague y no pueda cortarse, emplead para ello las sustancias inflamables que juzguéis necesarias y que tengo preparada en abundancia para este efecto; y sueltas al propio tiempo las presas, la inundación aumentará el estrago mientras se alzan los puentes levadizos, impidiendo al rey y a los suyos la salida, y achicharrándoles, es decir, matándoles con el fuego y el agua.

Ataulfo sonrió a su modo ante esta idea infernal con tal sarcasmo, que hizo temblar y estremecer al judío, cuyo semblante ordinariamente impasible, pareció escandalizarse a fuerza de terror y odio.

Marcó otra cortesía, y mudo, asombrado, confuso en fuerza de su misma sorpresa, salió de la cámara, a tiempo que un estrépito de añafiles y atambores atronaba con un rumor cercano y vibrante las cercanías de Altamira, y batían una marcha bélica.




ArribaAbajoCapítulo II

La entrevista



¡A qué tanto rencor, tanta insolencia,
Tal empeño en su torpe negativa!
Refinada imprudencia
Que aleja un rasgo de real clemencia
Y la venganza aviva.

Ataulfo, exaltado y comprimido a la vez por aquel estruendo que llamaba a las puertas de su mismo alcázar y provocara su amor propio herido, parecía ceder al abatimiento y a la postración moral: zumbaba en su mente todo un vértigo de sensaciones, a cuyo reo gemía el corazón con el rugido de una impotente cólera.

En esta situación acerba, en este éxtasis contradictorio solo una idea risueña y consoladora venia a reanimar su espíritu y a infundirle un destello supremo y halagüeño. Constanza, ángel hermoso con sus sueños de amor y ventura descendencia como una hechicera visión celeste, acariciábale con sus alas, sentía él la voluptuosa impresión de su aliento impregnado de embriagador deleite, y su mirada virginal, ardiente, apasionada, posábase en el alma del conde con una mágica seducción, con un encanto irresistible y tierno.

Y entonces, ante aquella tentadora visión tan arrebatadora, ensanchábase el pecho de aquel hombre egoísta, dilatábase su corazón, aspiraba con delirio aquel perfume divino, aquel aroma enloquecedor como un filtro, sensual, arrebatador y excitante como un deseo de amor.

Pero a veces también el demonio de su esposo solía evocar enmedio de aquella satisfactoria tregua moral un recuerdo lejano, una mancha impura que alteraba la ilusión de aquella esposa adultera... ¿Por qué ensañarse pues con aquel espíritu combatido tan cruelmente por tantas emociones? ¿Por qué ensangrentarse con tanta saña y tenacidad en su tortura?

¡Ay! que esos recuerdos que atarazaban el alma de aquel infortunado esposo, debieran por piedad siquiera, dormir siempre relegados a un perpetuo olvido; y sin embargo eran siempre el cáncer roedor de aquella conciencia alterada por el anatema y el crimen.

Sumergido en este abismo de amargura permaneció Ataulfo algunas horas, presa de una lucha contradictoria: su imaginación enervada por tanta fatiga, abatida por el insomnio, cárdeno el rostro con una lividez cadavérica, hundidos los ojos, apagado su brillo, el cabello erizado y bañada la frente por un sudor febril, el conde parecíase a un espantoso espectro mejor que a un ser viviente y animado: diríase que aquella fantástica sombra con trazas de hombre, empezaba a asistir con marcado terror a la descomposición física de su ser. Ataulfo, roto el temple de su alma inicua, parecía ceder ya al desfallecimiento y a aquella laxitud profunda que aniquilara sus resortes vitales.

Y en aquellos momentos críticos, cuando desaparecía el vigor y empezaba a eclipsarse el genio, presa de mortal deliquio, un nuevo incidente vino a reanimar a aquella organización nerviosa por temperamento y tan impresionable: la puerta de la antecámara crujió con estrépito, y una mujer medio desnuda, envuelta apenas en una especie de peinador blanco, precipitóse rápida como el viento, cruzó como una exhalación el espació y fue a postrarse a los pies del conde.

Era Constanza de Monforte.

Ataulfo la levantó dulcemente en sus brazos, mudo, trémulo, paralizado por la sorpresa y adivinando acaso con su receloso instinto alguna otra nueva desgracia para él.

-¿Qué sucede pues? exclamó todo convulso ante aquella sorpresa.

-Todo se ha perdido, conde, repuso ella sollozando, y con desgarrador despecho; el destino arroja hoy sobre vos y sobre mí una tempestad de calamidades y anatemas sin cuento.

-Al menos resta el honor, señora, dijo el orgulloso magnate con un supremo esfuerzo de dignidad y de amor propio, si se ha perdido todo, como decís equivocadamente, resta todavía el honor que está sobre ese todo, sobre ese hecho colectivo que decís vos. ¿Qué sucede pues? qué, ¿se trata de invadir nuestro hogar y arrojarnos de él como unos molestos huéspedes?

-No es eso todo, señor.

-¡Mas todavía! ¿acaso se ha puesto precio a mi cabeza?

Y en la fisonomía del hidalgo lució un relámpago de cruel ferocidad.

-¡Ah, señor! es que se acerca para nosotros el día de la expiación, y antes de pasar por esa horrible prueba, he resuelto matarme.

-¡Mataros vos! exclamó Ataulfo como picado de un áspid, ¿vos decís? Desistid de ello, señora, dejad caer sobre mi frente todo el peso de la desventura que viene a visitar nuestro destino. Sobre todo, el divorcio ha destruido nuestro lazo y cuanto había de común entre ambos; no, señora, estáis libre, enteramente libre y en modo alguno os alcanza la mancha de mi oprobio: retiraos... y huid, porque pudierais ser también víctima de vuestro alucinamiento, que es infundado y necio hasta la ridiculez:: creedme, debéis retiraros, lo exijo.

-Nada de eso, conde; el divorcio no exime la mancomunidad del honor entre los que han cohabitado tantos años bajo un mismo techo y han comido el pan de la felicidad y de la amargura muchas veces: yo por mi parte no puedo desprenderme de esta parte, de compromiso, del que no me considero desligada, y reclamo mi puesto de honor en esta crisis: vengo pues a implorar vuestra indulgencia o a matarme de despecho si no la consigo, aquí mismo.

-Volved en vos, pobre mujer, dijo el conde conmovido a su pesar a vista de tanto heroísmo verdadero o falso, y besando aquella frente pálida como la azucena; perdonada estáis por mi parte porque en estos instantes solemnes no puede negarse el perdón a quien como vos, lo invoca con ese mágico interés, que me obliga: pero entretanto, huid de mí, no os contaminéis con mi presencia porque apesta.

-Pero ese hombre que me persigue, que me arroja al rostro el lodo sucio de mi ignominia, del deshonor y del vilipendio.., ¿cómo librarme de él, cómo libraros vos y todo cuanto os rodea y pertenece?

-¿De quién habláis, señora?

-De ese miserable a quien habéis entregado la suerte de este castillo, de ese espía disfrazado, tránsfuga del Campo de Castilla, que os ha sorprendido, que os vende y que en estos momentos abre las puertas de la fortaleza a vuestro poderoso enemigo.

-¿Lucifer decís? gritó Ataulfo con destemplado acento de coraje, y corriendo desalentado hacia la puerta de la cámara.

-Teneos, no seáis imprudente, replicó ella, impidiéndole la salida; es ya tarde, y os halláis preso y vigilado como yo misma. Oíd ahora. ¿Os acordáis de aquella Elvira que tan miserable papel desempeñó conmigo... y con vos?

-¿Era él? preguntó el conde en un arranque instintivo de inspiración profética.

-El mismo, sí, todo me lo ha referido ese hombre, ese seductor infame y miserable, que invocaba mi compasión, redoblando sus exigencias ilícitas; pero vedle todavía, tenaz en su empeño, persiguiéndome aun a vuestra vista, y vomitando blasfemias e impurezas. Matadme, señor, matadme antes de pertenecerle por la violencia y el desacato.

En estos momentos, el conde azorado, mudo por el terror y la cólera, convirtió la vista hacia la gran puerta de cedro que daba ingreso al salón, a tiempo que Gonzalo trasponía el umbral y penetraba con la espada desnuda hasta colocarse enfrente del grupo de ambos esposos.

Seguíanles varios soldados armados de picas, espadas y alabardas, que ocuparon todo el ámbito del salón y sus avenidas. Entre ellos distinguíase uno, cubierto el rostro por una visera de luciente acero y vestido como todos de rigorosa armadura. Permanecía incorporado a Gonzalo, junto al cual fue a colocarse a guisa de escudero, mudo, arrogante y silencioso, como una estatua de hierro inmóvil.

Ataulfo, en un arranque súbito de genio, no supo reprimir la cólera que inflamara su pecho, y quiso salir al encuentro del joven cuadrillero, como adivinando lo que pasaba.

-¡Traidor! exclamó, ¡me has vendido como un espía villano y miserable!

-¡Mentís! respondió él con una calma sangrienta, vos sois el villano, el monstruo de mis rencores; vos, Ataulfo, asesino de Veremundo y de Hormesinda, a quienes arrebatasteis los dominios de Altamira, que no os pertenecen; vos, inhumano, que no contento con ello, les sepultasteis en un calabozo hediondo y arrojasteis a la miseria pública, al crimen, el fruto de sus castos amores.

-¿Tembláis? continúo, dando a su acento toda la feroz entonación del triunfo y de la cólera envueltos visiblemente en una sombría amenaza; pues todavía no es eso todo: os pusisteis de acuerdo con una mujer inicua, instrumento cómplice de vuestra infernal codicia, fraguasteis ambos de concierto un plan tenebroso, y no creísteis rebajaros, dando participación a un judío para entregarlo a vuestras víctimas y hacerlas a su vez también instrumentos de vuestras iniquidades, admitiéndoles a las confidencias y consejos más íntimos, y sacrificándolo todo, en fin, a vuestra ambición culpable y a vuestros rencores. Pero velaba mientras tanto sobre esa trama odiosa la Providencia o el destino, y amagaba vuestro corazón el puñal de la expiación; el instinto poderoso del alma me designó la víctima, es decir, al delincuente, y le aceché noche y día, y hundí en su pecho el acero vengador de la justicia indignamente ultrajada, aunque disfrazada bajo la apariencia de unos celos rabiosos.

-¡Vos! le interrumpió, sublevado por la ira el conde, queriendo precipitarse sobre el joven.

-¡Teneos, miserable! dijo éste a su vez, sin perder su sombrío aplomo; estáis desarmado y no quiero mataros todavía: es preciso que lo oigáis todo, quiero que mis revelaciones corroan vuestros huesos y abrasen vuestras entrañas, y que me justifiquen a la vez ante estos incasables testigos de vuestra confusión cobarde. Yo fui, sí, quien clavó el puñal en vuestro pecho por arrebataros la mujer que absorbiera entonces mi amor criminal, y cuya conducta no era por cierto tan irreprensible como creíais.

-¡Infame! gritó la condesa con una exclamación ahogada y lúgubre que agotó sus fuerzas y la desvaneció en profundo rapto.

-¡Oh! prosiguió después de una breve pausa, repuesta ya de su estupor, ¡calumniador después de asesino!... porque eso es una calumnia que vertéis para sonrojarme y envilecerme, para oprimir mi corazón y hacerte estallar o destrozarle a mansalva: ¡callad, miserable, o no respondo de mi justa cólera!

Gonzalo, con su calma sardónica, mostró, al conde el anillo nupcial que arrebatara a la baronesa la noche de sus bodas.

-¿Conocéis esta prenda? dijo.

Ataulfo, ante aquella prueba tan concluyente, vivo testimonio de su deshonra, experimentó un sangriento vértigo: una llama iracunda subió a su rostro y le inflamó, agolpando la sangre a sus poros.

-Ved ahí, continuó el joven, la prenda de amor que ligara el secreto de vuestra deshonra. ¿Dudáis ahora todavía?

El conde enmudeció: la hiel de su corazón rebosaba en forma de espuma por sus crispados labios, su mirada inyectábase de sangre, y no pudo menos de caer atolondrado sobre un taburete.

Luego, obedeciendo a una súbita inspiración colérica, arrojóse brutalmente sobre la condesa que yacía desmayada sobre el pavimento, la arrastró, la pisoteó y por poco la estruja con sus pies.

Fue esta evolución tan rápida, que apenas tuvieron tiempo de evitarla los circunstantes. El desconocido mandó retirar y sacar del castillo a aquella pobre mujer maltratada y bañada en sangre.

En el calor de su alucinamiento, Ataulfo no pareció apercibirse de este incidente.

-Pero, gritó, explotado por un vértigo de implacable cólera, ¿cómo pudo llegar hasta vos esa sortija?

-Ése es un secreto de honor que no revelaré jamás.

-¡Honor! ¿quién habla aquí de honor?

Y al proferir este sardónico apóstrofe, el magnate vertió una carcajada histórica y provocadora.

-Respetad, le dijo el cuadrillero, respetad el decoro de las personas que tenéis delante y que pueden probaros cuánto valen a vuestro lado, confundiendo vuestra insolencia.

-Pero ¿quién sois vos que de tanto blasonáis aquí con vuestras pretenciosas frases? preguntó el conde con burlesca expresión.

-Soy, repuso el joven capitán con solemne énfasis, vuestro sobrino y dueño legítimo de los Estados de Altamira, que retenéis usurpados; soy Gonzalo Rodrigo de Moscoso.

Y como para anonadar todavía más al asombrado hidalgo, el desconocido que permaneciera hasta entonces pasivo, levantó su visera y lanzó a Ataulfo una majestuosa y terrible mirada.

-¡El rey! exclamó reconociéndole, y huyó al punto como espantado y atónito, de la presencia del monarca que parecía fascinarle con su tremenda mirada.

-El rey, sí, repuso éste con su atronador acento, que parecía vibrar en el corazón de Ataulfo con un eco terrible y contundente, el rey, sí, que os pido cuenta en este instante de vuestros abusos y de vuestra criminal conducta, que os reclama a Veremundo, dueño legítimo de los dominios que indignamente lo usurpasteis, vos, ambicioso y cruel tirano; que os reclama igualmente a su esposa Hormesinda, sacrificada a vuestra iniquidad, y además los Estados y feudos que arrebatasteis a esa familia desventurada por culpa vuestra. En nombre del cielo, de la humanidad y de la justicia, yo Alfonso de Castilla, ungido de Dios y tutelar de estos pueblos que rijo y gobierno por la Divina Providencia, tomo bajo mi protección esa causa, la hago mía, y erigiéndome en juez de la misma, os demando y acuso ante el tribunal de la ley como reo de usurpación y homicidio, como tirano convicto y confeso.

-¡Convicto y confeso!... repitió Ataulfo con trémula y ensordecida voz; eso no, rey, porque seríais un juez injusto si vuestro fallo partiera de tan falso principio; podré aparecer acaso ante vos como reo presunto y sospechoso, pero convicto... eso no, vuestra conciencia debe estar alucinada, en cuyo caso no es esta por cierto la mejor oportunidad para faltar, si es que vuestra magistratura blasona de imparcial y desinteresada.

-Os equivocáis, Ataulfo, mis pesquisas lo han sondeado todo y queda patente la certeza de vuestros crímenes: he oído previamente la deposición testifical de un hombre que os ha servido de instrumento y cómplice en vuestras iniquidades, y me han satisfecho sus pruebas claras basta la evidencia.

-¡Todo eso es una impostura miserable! ¿quién es ese hombre? Os reto a que me lo pongáis delante a sostener tanta infamia... Pero no; es un ardid a que recurrís para envolverme en un lazo: nadie, puede asegurar esa calumnia.

-Ved que os equivocáis, Ataulfo, y moderad el lenguaje, porque habláis al rey.

El conde marcó un gesto de desdeñosa ironía.

-Ved, prosiguió el rey sin descomponer su aparente seriedad y calma, ved que ese testigo va a comparecer aquí ahora mismo a corroborar plena y terminantemente mis palabras, y a confundir vuestra pertinacia sistemática.

-Pero, ¿quién es ese hombre? insistió el conde con trémula altivez y en una actitud que reflejaba su cínica insolencia.

-¡Yo! contestó secamente Omar-Jacub, improvisándose y cruzándose de brazos con insultante procacidad.

-¡Tú! ¡traidor infame! exclamó como escandalizado el conde, el cual, pálido, desconcertado y trémulo, no pudo continuar de tal suerte lo impresionara aquella sorprendente revelación que tan lejos estaba de esperar: su misma desesperación paralizó sus facultades y ofuscó sus sentidos en un abismo de confusión. Al fin pudo hacer un esfuerzo y dijo balbuciente y trémulo:

-¡Rey Alfonso, ese hombre miente!

-Era éste un destello supremo del instinto egoísta de la criatura que tiende siempre a su propia conservación.

-Basta, dijo el monarca, es preciso que me digáis dónde está Veremundo.

-¡Veremundo! nada se de él Muchos años ha.

-Os equivocáis mintiendo, Veremundo es prisionero vuestro en Altamira.

-Estáis en un error, Alfonso, ninguna noticia tengo de lo que decís: y en prueba de la verdad, reconoced la fortaleza entera y os convenceréis.

-Servidnos vos de guía, y empecemos.

-Estoy dispuesto a ello, y solo espero vuestras órdenes.

-¡Ay de vos sino hallamos a la víctima! Temblad para entonces.

-Tenedlo por seguro, rey; ignoro el destino de mi hermano, os lo juro por lo más santo que veneramos en el mundo.




ArribaAbajoCapítulo III

El aviso oportuno



¡Recuerdo del amor ¡oh! cuánto vales!
¡Cuál revelas tu magia poderosa!

Nadie se había apercibido, al parecer, de una misteriosa señal que dirigiera disimuladamente Ataulfo a uno de sus criados o confidentes que asistiera al acto desde un ángulo de la pieza, y confundido entro la soldadesca, nadie por consiguiente, pudo notar la desaparición de aquel hombre en los momentos en que tomaba un giro alarmante y amenazador el diálogo. Sentamos este precedente necesario a nuestra narración, como que influye poderosamente en la acción del drama que vamos ya desenlazando.

El día era ya entrado. Un sol esplendoroso alzábase en el Oriente, rodeado de una aureola inmensa de fuego, o iluminaba el espacio con su punzante brillo luminoso.

Las brumas del crepúsculo disipábanse en vaporosa neblina, y retiraban sus pliegues flotantes de plateada nieve.

Era en fin, una mañana encantadora, cuadro de arrebatadora poesía dulce y majestuosa, con su ambiente saturado de perfume, sus alboradas de fuego, y luego aquel sol resistente y tropical cerniéndose en el inflamado horizonte sobre un cielo azul zafiro sembrado a trechos de azafranados celajes, y en cuya línea oriental parecía ir brotando lentamente un penacho de tornasoladas nubes, como si se tratara de alzar un pedestal de nácar a aquel astro esplendente que invadía las esferas, remontándose sobre el encendido cenit.

Todo parecía sonreír en aquel día tan puro y sereno. Y sin embargo, en aquel mismo día tan magnífico debía suceder una catástrofe que debieran registrar los siglos en sus más sangrientos y repugnantes fastos.

¡Singular contraste el de la naturaleza! ¡mudo y elocuente mentís para esos fatalistas que juzgan por deducciones genéricas y armonizan los accidentes más casuales, enlazándolos por medio de un término comparativo y simpático! ¡triste lección para la ciencia humana tan limitada y errónea!

Pero no es justo permanecer por más tiempo separados de nuestro asunto.

Precedidos de Ataulfo y escoltados por un grupo de soldados fieles, el rey y Gonzalo penetraron en todos los departamentos, reconocieron con la mayor escrupulosidad los menores detalles, las avenidas, las torres y sótanos de la fortaleza, penetraron en las prisiones y mazmorras, abrieron todas las poternas y trampas, las puertas herradas de encina cubiertas de orín y moho; nada, en fin, escapó a la investigación, que por cierto no dio resultado alguno favorable respecto al hallazgo de Veremundo y Hormesinda.

Bramaba el rey de cólera, y Gonzalo apenas podía reprimir su pesar y su rencoroso ímpetu de venganza.

-¡Maldición sobre vos! exclamó sublevado por el dolor y la indignación, dirigiéndose a Ataulfo sobre vos que me arrebatasteis mis padres y mi posición social!, ¡Temblad, tirano, sino me restituís esas dos caras prendas que no os pertenecen!

Faltaba todavía reconocer los subterráneos.

Alfonso dispuso que le guiasen a ellos, y Ataulfo, en cuyo feroz continente parecía brillar una satisfacción siniestra y maligna dirigióse a la poterna abierta a flor de tierra, y que daba paso a la región subterránea.

Quedó, pues, abierto un buque profundo y lóbrego: una rampa desmoronada arrancaba del mismo ingreso y perdía su interminable serie de irregulares gradas casi perpendiculares en aquella lóbrega catacumba.

Una bocanada de viento húmedo y mefítico salió del buque y continuó azotando el rostro de los circunstantes con su violenta corriente.

El rey vaciló al pronto y rehusó entrar a aquella mansión tenebrosa. Llevó a los labios su clarín de aviso y moduló unas notas pausadas, a que contestó desde el exterior otra modulación aguda y vibrante.

Allá a poco presentóse una veintena de soldados.

-Esperad aquí, díjoles Alfonso, guardad la poterna a toda costa y no os separéis de este puesto por ningún pretexto.

Tomada, esta precaución preparáronse todos a penetrar en la mina, precedidos siempre de Ataulfo.

Alfonso, valiente y animoso basta la temeridad, porque temeridad y hasta imprudencia era lo que iba a acometer quizás, dio la orden de entrada.

-Esperad, señor, dijo Gonzalo, cogiendo por el brazo al monarca, y conteniéndole; ved la señal que nos hacen desde el torreón del Norte los nuestros.

En efecto; al convertir el rey la vista hacia la plataforma del muro, pudo notar un brazo que agitaba desde la saetera del cubo un pañuelo blanco.

Al mismo tiempo el timbre agudo, aunque lejano de una voz de mujer gritó muy remoto.

-¡Esperad, no entréis!

Detuviéronse todos instantáneamente. Ataulfo pareció experimentar un sacudimiento terrible. En aquella voz acababa de reconocer a su esposa Constanza de Monforte.

Quedó como petrificado de estupor, mudo, helado de espanto y sorpresa.

Hubo entonces una pausa lúgubre y sombría.

Y mientras todos concentraban su atención hacia la plataforma paralizados por la sorpresa, un viejo criado del conde llegaba cojeando, sudando a mares, jadeante por la fatiga de una larga y precipitada carrera.

Ataulfo lo reconoció al punto. Era el venerable Fromoso, mayordomo del castillo a quien ya conocemos.

Traía en la mano un pliego que entregó al rey.

El conde palideció entonces: agolpósele la sangre a las sienes y experimentó un vértigo de terror. Aquel billete era sin duda la caja de pandora que debiera encerrar acaso su sentencia de muerte.

Alfonso lo desdobló y leyó para sí en medio del profundo silencio de los circunstantes. Su contenido era el siguiente:

«No seas imprudente, príncipe; en ese subterráneo solo bailarás la muerte para ti y para los que te sigan: la previsión de Ataulfo se ha adelantado a todo, y tu vida y la de todos los tuyos penden de un hilo.

»Créeme y desiste de tu loco empeño; utilizando el sano consejo de tu siempre fiel:

Constanza de Monforte

Durante un momento el monarca quedó pensativo y perplejo, sumido en una lúgubre meditación, sin alcanzar a comprender el enigma. ¿Qué sentido, qué interpretación debería dar a aquel aviso? ¿Era acaso la astuta y refinada condesa quien aventuraba el ardid, disfrazado bajo el terror del misterio, a fin de intimidarle y retraerlo en aquella empresa investigadora, y que agotados los materiales, recurría a ese último y supremo grado de artificio?

¿O era acaso la antigua y apasionada amante, interesada en la suerte del hombre, cuya memoria estaba grabada todavía en su corazón y a quien sacrificará en otro tiempo su posición, su honor mismo, su virtud de mujer y su alma entera?

En esta perplejidad, en esta ruda alternativa, en esta incertidumbre, preciso es confesar que la balanza de la duda inclinábase a esta última probabilidad. Alfonso, aún a pesar del transcurso de tantos años, sintió despertarse en su corazón sensaciones simpáticas y desconocidas, y solo vio en aquella mujer adorable al ángel de seductor halago, sincero y, locamente entusiasta por sus amores, sombra hechicera que evocara sus más tiernos afectos, disipando a la vez las nubes que oprimían, su alma.

Alfonso pues, si bien convertido ya por su parte, quiso todavía otra prueba más que corroborase su decisión: así que, sondeó con una mirada profunda la fisonomía de Ataulfo, que pálido, consternado por la delación de su esposa, llevaba retratada en su semblante toda la hiel del terror y el odio.

Aquella prueba suprema decidió completamente el ánimo del rey, el cual dispuso en su vista que definitivamente no se continuase la pesquisa en los subterráneos.

Ataulfo, adivinando acaso con su habitual suspicacia la verdad, pareció devorar a Fromoso con una mirada oblicua y venenosa en que iban envueltos la amarga desolación del hombre abandonado y el tesón de una sorda amenaza implacable.

-¿Es decir, exclamó el rey sublevado por la ira y aun humillado en cierto modo por la perversa tenacidad del conde; es decir, que os resistís rotundamente a entregarnos Veremundo?

-He dicho ya y repito, contestó el bastardo hidalgo, que ignoro su paradero mucho tiempo ha. Esa es la verdad.

-Ved, desgraciado, que podéis arrepentiros tarde de vuestra pertinacia.

Ataulfo sonrió con desdén.

-Poco me importa, dijo, a todo estoy dispuesto, hasta el martirio.

-¡Hipócrita!

Gonzalo apenas podía reprimir la cólera: ardía en su pecho una abrasadora llama que cegaba sus sentidos y ofuscaba su mente. Sin la presencia del monarca hubiera cometido indudablemente en aquel hombre un exceso cualquiera.

-Sea como queráis, Ataulfo, continuó el rey; vuestra imprudente obcecación os precipita en el abismo y me ponéis en el caso de juzgaros como rebelde y contumaz por medio de un consejo de guerra que va a constituirse, hoy mismo acaso.

Ataulfo se inclinó con un movimiento afectado. Había en él más ironía que resignación, ironía procaz y venenosa que rebosara hiel, maldición y odio.

Levantasteis pendones contra vuestro rey y señor natural, enarbolasteis contra él el estandarte de la rebelión, lanzasteis el grito sedicioso, colocándoos al frente de esa miserable cruzada, esa revoltosa pandilla que se ha alzado contra las leyes del reino, y me ha negado sus feudos. Bien es cierto que ese miserable obispo ha contribuido a fomentar la facción, poniéndose con vos de acuerdo y estableciendo para ello una liga de reciprocidad mutua, ha creado alianzas y vinculado en provecho propio las ventajas de sus tenebrosos manejos; ha negociado matrimonios antipáticos como el vuestro con la infeliz Constanza, víctima inmolada a la ambición y al crimen, y cuya candorosa inexperiencia sorprendisteis de acuerdo con el prelado de Compostela, que servía en ello al secreto de sus rencores. Todo está, pues, descubierto y patente; rebelión, sacrilegio, usurpación violenta, homicidio... una serie, en fin, de infinitos crímenes agobia esa cabeza rebelde que permanece todavía erguida, insultando con su impunidad a la vindicta pública. Inclinadla, Ataulfo, inclinadla a la justificación del destino; es el peso de la ley, es la ley, Dios mismo quien lo manda.

El conde sonrió con su frío sarcasmo. Era aquella la provocación llevada hasta el cinismo: su corazón de mármol resistía todo género de prueba, y su temple parecía invulnerable.

Alfonso no alcanzaba a comprender tanta procacidad: estaba verdaderamente escandalizado, y resuelto a llevar el giro de su justicia hasta un grado ejemplar.

En esta persuasión, fijo y decidido, dio orden de asegurar al conde, empleando para ello las mayores precauciones, trasladándose luego a la cámara de audiencia del castillo, donde debiera ser juzgado y donde iba el soberano a recibir el juramento y pleito homenaje de los magnates gallegos.




ArribaAbajoCapítulo IV

Sentencia y protesta



Rindieron a su rey pleito-homenaje,
¡Oh, cuán mengua la estrella
Del cruel personaje!

Aquel día tan esplendoroso y brillante fue poco a poco trasformándose.

A la caída de la tarde el cielo estaba ya casi totalmente condensado; las brumas de Levante impelidas por un viento sulfuroso y tibio, amontonábanse en remolinos flotantes, formando movibles capas cenicientas, densas, pesadas, que comprimían la atmósfera como una inmensa cúpula de plomo.

Era el viento, como hemos dicho, sulfuroso, acre y tibio, de estridente soplo, y cuyas sonoras y violentas ráfagas levantaban torbellinos de hojarasca y polvo, barriendo el espacio con sus inseguras corrientes que condensaran el éter, como el soplo impuro de la tempestad.

Bramaba ésta ya, anunciándose en los aires donde hacía resonar su rencoroso y sordo rugido, y allá hacia el Norte extendíase una faja de blanquizcas nubes, cuyos recortes destacábanse sobre un fondo sombrío trazado por serpientes angulares de electricidad.

La noche amenazaba ser desastrosa.

Las tropas castellanas hallábanse acampadas en las afueras de Altamira, y ocupábanse en construir y armar apresuradamente tiendas donde guarecerse de la tempestad que amenazaba.

Mientras tanto los hidalgos de la comarca, congregados en la cámara o tribunal de justicia de la fortaleza, renovaban en manos del rey de León y Castilla juramento de fidelidad, de obediencia y pleito-homenaje, en cuya virtud alzábaseles el acta de proscripción, restituyéndoseles a la gracia, amistad y buena armonía del monarca.

Luego aquellos altivos reyezuelos marchaban a sus castillejos, escoltados por un puñado de aventureros, que eran el contingente respectivo que los correspondiera por vía de auxilio en favor del pretendido conde de Altamira.

Veía éste con desesperado coraje cómo se disipaba de esta suerte el humo de su poder, apenas comenzara a menguar el astro de su derrocada fortuna. ¡Terrible lección que repiten los siglos, y cuyo testimonio vivo y continuado es la misma historia!

Una calma horrorosa, esa calma sorda y terrible que suele preceder a las grandes tempestades polares, parecía adormecer a intervalos el vértigo rugiente de la naturaleza explotada: luego resonaba el trueno, y al fragor de la electricidad acompañaban los bramidos del torbellino, que silbaban e iban a estrellarse en la gigantesca mole de Altamira, que aparecía enmedio del cuadro sublime de la naturaleza como un tenebroso espectro fantástico, herido por el brillo fatídico de los relámpagos, azotado por los elementos y proyectando sus angulares recortes y sus desmoronadas almenas góticas en aquel horizonte lóbrego, inflamado por las corrientes eléctricas.

La noche empezaba a cerrar, y a medida que iban desapareciendo los postreros fulgores del crepúsculo, arreciaba la tempestad con todos sus majestuosos horrores.

Mientras tanto concluíase la ceremonia en el salón de justicia; todos los hidalgos habían renovado ya su juramento de fidelidad y obediencia en manos del rey, y habían sido despedidos del castillo. Alfonso, en vista de ello y de los cargos que resultaran contra el conde, pronunciaba el siguiente fallo:

«Alfonso, rey de León, de Asturias, de Galicia y Castilla, etc,

»Visto y oído todo cuanto resulta contra Payo Ataulfo de Moscoso, titulado conde de Altamira, venimos en declararle, consultando nuestra propia conciencia, inspirada por Dios, cuyo poderoso -auxilio invocamos, traidor, contumaz y rebelde, e incurso además en la pena que marcan los reglamentos y leyes de estos nuestros reinos con relación a los reos de lesa majestad.

»Otrosí: lo acusamos y declaramos usurpador de los dominios de Altamira, usando de criminales medios, y además como homicida en la persona de su hermano Veremundo, legítimo señor de dichos estados, sin perjuicio de las responsabilidades en que ha incurrido por las coacciones y bajos manejos ejercidos en las personas de Hormesinda y Gonzalo, esposa e hijo respectivos del notado Veremundo Moscoso de Altamira; todo lo cual se hará constar por documento auténtico que se archivará con el proceso en el archivo de la Corona.

»En vista de ello, usando de nuestra prerrogativa regia, le desposeemos de los referidos estados, declarándolos de ahora para siempre pleno dominio de Gonzalo, hijo de Veremundo, caso de no parecer éste, como que le pertenecen legítimamente.

»Y por fin, con respecto al castigo corporal que, según el código de estos reinos, corresponde aplicar a Ataulfo y a Betsabé por el segundo concepto ya pronunciado, delegamos todas nuestras atribuciones y privilegios en el referido Gonzalo de Moscoso, para que ajustándose a las prácticas reglamentarias de nuestro fuero regio, pronuncie y mande llevará efecto dicha pena, como juez inapelable, sin restricción alguna, a cuyo efecto declinamos en él toda nuestra autoridad y celo, previniéndole que use ante todo y agote los recursos oportunos, a fin de inquirir por cuantos medios imaginables le sugieran su justificación y prudencia, el paradero y suerte de Veremundo y Hormesinda, por si existen, cuya circunstancia en su caso remitimos a su clemencia, para modificar y atenuar el rigor del fallo en cuanto lo merezca.

Pronunciado en Altamira... etc.

Alfonso

Ataulfo escuchó costa sentencia con estúpida y burlesca altivez y aun con cierta indiferencia insultante; aquel odio inveterado, aquel corazón todo perversidad y malicia oponían su organización de hierro a todo género de amenazas, y mostrábase rebelde, como él espíritu maldito, encarnado en humana forma.

Dirigió a Gonzalo una tremenda ojeada, en la cual parecía exhalarse toda la sublime concentración de su odio recóndito.

-Esto es hecho, dijo, os habéis puesto de acuerdo para fraguar una iniquidad, y elegisteis en mí la víctima, inventando para ello las formas de un proceso y revistiéndole de mentidas apariencias legales. Poco os debe importar la evidencia supuesta del crimen que me imputáis, cuando limitáis las pruebas a vuestro apasionado criterio. Sea pues, y como quiera que no me es fácil contrarrestar tanta fuerza como contra mí se conjura, cedo a esa violenta presión tiránica, pero no me conformo con los cargos, que rechazo por falsos y gratuitos. He aquí mi solemne protesta, que exijo se haga constar en el proceso.

Y con la mirada hosca, extraviada por su impotente cólera, pálido, rugiente y fieramente exaltado, Ataulfo empezó a dar agitados pasos por el salón, loco, frenético, y dejando traslucir el furor que inflamara su alma.

El rey fulminó a su vez también otra severa mirada de odioso menosprecio hacia aquel hombre, cuyas palabras, provocaran su enojo e insultaban la autoridad y la justicia.

-Basta, dijo: os prohíbo toda refutación de mi fallo, del cual solo a Dios debo dar cuenta en su día: apelad pues, a su tribunal, porque en la tierra no hallaréis otro superior al mío.

-Os equivocáis, rey, apelo a otro tribunal en la tierra, más Poderoso todavía que el vuestro, contestó con altiva provocación el hidalgo; apelo a la opinión pública que anatematizará ese abuso, esa coacción que contra mí se ejerce, al abrigo de la impunidad y del poder.

-¡La opinión pública!

-Sí y rey, y vais a ver quizás ahora mismo una prueba de ello.

Ataulfo se precipitó súbitamente hacia el alféizar de una gran ventana que daba al patio principal de la fortaleza, lleno a la sazón de soldados leoneses.

-¡Al tirano! gritó, ¡favoreced a una víctima indefensa! ¡soldados! ¡a mí contra el rey, y mi tesoro es vuestro!

A este grito tentador y subversivo, Alfonso y Gonzalo arrojáronse sobre el conde y lo arrastraron de aquel sitio, retíranle hacia dentro. Al extremo a que había llegado la corrupción en aquella época, no podía ser extraña una rebelión, cuando a cambio de ella se ofrecía una pingüe recompensa. El rey lo comprendió así, y experimentó un temor fundado, de alguna sedición en la soldadesca.

Ataulfo, al tiempo de separarse del buque, tuvo lugar de hacer sonar un silbato, produciendo un agudo y vibrante silbido.

-¡Callad, infame gritó el rey, callad u os haré arrancar la lengua!

-No haréis tal, repuso Ataulfo enderezándose de un salto con su provocadora actitud.

-¿Que no lo haré decís? ¿Por qué razón?

-Porque entonces no averiguaríais el paradero de Veremundo.

-¿Con que lo sabéis vos, y lo ocultáis?

-¡Tal vez!

-Sospechó al pronto Alfonso que aquel hombre pudiera apelar al ardid para eludir quizás, o cuando menos, para dar tregua al castigo.

-Ese hombre miento, dijo Gonzalo, es un miserable que trata de sorprendernos: yo os suplicaría señor, que tuviera a bien V. A. mandar llevar a efecto el castigo que le habéis impuesto, sin más tregua.

-A vos os toca, repuso el monarca; en esta causa, amigo mío me ha constituido en fiscal que acusa y propone, mientras que el juez que debe obrar sois vos.

A este punto llegaba el diálogo cuando uno de los heraldos del rey, previa la venia de costumbre, entraba en el salón y entregaba al conde un pliego que traía en su escarcela, sellado con las armas señoriales de Monforte. Ataulfo rasgó el sobre y devoró con ansiedad el contexto de aquel billete, que era el siguiente:

«Cuando un hombre de vuestra posición social, que blasona de honrado y caballero, aun sin serlo, llega al extremo en que se halla hoy el que aún se titula conde de Altamira, debe sostener su papel, siquiera sea de pura farsa, a toda su altura, hasta los momentos supremos.

»Hacedlo vos, y obrando así, mereceréis bien de los que conociéndoos, os compadecen, respetando a la vez la fatalidad que os persigue.

»Ataulfo, un hombre como vos debe matarse, si es que quiero dejar de existir con la honra. Hacedlo hoy mismo: quizás mañana fuera tarde:

Constanza, Baronesa de Monforte




ArribaAbajoCapítulo V

La inundación



¡Infamia sin igual! ¡oh, materia impura
Escándalo tan cruel tan inaudito,
Que si acaso conjuro
Las artes de su espíritu maldito,
No pudiera llegar a más altura,
No pudiera crear mayor delito.

A este tiempo un hombre anciano empapado en agua y fatigado al parecer por una larga carrera, hendió el grupo de soldados que invadiera el vestíbulo que precedía al gran salón y que constituía el cuerpo de guardia de S. A. y penetraba aun a pesar de las prohibiciones que se le oponían, hasta llegar a la presencia del monarca a cuyos pies cayó desfallecido.

Durante la carrera, aquel hombre, a quien creyeron loco o alucinado, lanzaba desesperados y alarmantes gritos y gesticulaba como un energúmeno, circunstancia que pasaba desapercibida en cierto modo en medio de las tinieblas de la noche y del bullicio de la soldadesca.

Era Omar-Jacub.

Aun a pesar suyo hubo de permanecer un instante mudo y silencioso, mientras tomaba aliento y se reponía del cansancio.

-¿Qué ocurre pues? exclamó el Rey visiblemente inmutado.

-Una gran desgracia, señor, repuso el anciano hebreo; Ataulfo, ha hecho soltar el dique de los estanques y cisterna de la fortaleza, ha mandado levantar las compuertas y a estas horas todas las prisiones y subterráneos están ya inundados: las aguas crecen con asombrosa rapidez, y a estas horas es bien posible que hayan ocurrido lamentables desgracias.

En el semblante de Ataulfo pareció brillar una sonrisa de satisfacción diabólica.

-¿Es cierto? exclamaron a la vez el Rey y Gonzalo, atónitos por las palabras del hebreo y lanzándose hacia la ventana por un movimiento instintivo y rápido.

Los soldados agitábanse presurosos en el patio, iluminado por algunas teas colocadas en los postes: reinaba entre aquella tumultuosa multitud una algarabía confusa, entre la cual percibíanse gritos de socorro; improperios y votos.

Era éste el comprobante de la desgracia que anunciara el judío.

-¿Y Veremundo?

-¿Y mi padre?

A estas dos exclamaciones unísonas, simultáneas, contestó Eleazar con un signo de desesperación juntando las manos elevándolas luego al cielo sobre su cabeza con una expresión indescriptible.

-Por fortuna, dijo con cierta sutileza ferviente y equívoca, hay un Dios remunerador y justo: ¡él haya tenido misericordia de esas pobres víctimas!

-¡Volemos pues a socorrerles, si todavía es tiempo!

-Es inútil, repuso Eleazar, moviendo la cabeza con amarga desesperación; los subterráneos están intransitables la inundación es completa y el agua invade todos los buques: no hay medio ya posible de salvación; todos los prisioneros deben haber, perecido ahogados y yo mismo he visto flotar algunos cadáveres sobre las aguas. A vos, señor solo toca ya ahora hacer justicia de este crimen, en nombre de la humanidad al menos.

-Ese hombre dice la verdad, exclamó Ataulfo con sombrío sarcasmo; es ya inútil tratar de contener el estrago; la disposición misma de la región subterránea del Castillo impide la salvación de persona alguna. Veremundo ha perecido, y mi obra ha recibido su última mano: ése era el golpe de gracia que reservara y ya está dado: Ahora os toca a vosotros.

Alfonso pronunció una palabra secreta al oído de Gonzalo, como para alentarle, porque el pobre mancebo estaba a punto de enloquecer de despecho y tristeza.

-¡Maldición sobre ese hombre! exclama con un rasgo de inspiración suprema; es preciso, Señor, apresurar el castigo, si os place, y desagraviar cuanto antes la sociedad y la justicia: es necesario que no quede huella de este maldito edificio de la iniquidad y del crimen, el cual debe arrasarse y reducirse a escombros y pavesas, pero esa venganza no me compete a mí, Gonzalo que he delegado en vos mis facultades: salgo de este asilo del crimen y de la iniquidad escandalizado de mi propia tibieza y llevando en mi corazón el cáncer roedor del remordimiento, que es el germen del pecado y el eco de una conciencia combatida por la tempestad de las contradicciones y debilidades humanas. Aleje Dios de mí ese fantasma y acalle el grito que conturba mis sueños y pierde mi alma en un devaneo continuo: sed pues el ejecutor de vuestra venganza misma, en desagravio de la ley ultrajada; yo podré alentar ya entre tanto, persuadido como estoy de que sabréis aliviar a mi corazón del peso que le oprime.

El Rey marcó un movimiento, como preparándose a salir del salón.

-Esperad, señor, gritó Eleazar aproximádosele y asiendo tenazmente el talabarte de su manto de púrpura, puesto que el castillo de Ataulfo es ya de todo punto inevitable, debo revelaros todavía otro atentado de que quiso hacerme instrumento.

-¡Esto más!

-Sí, me ordenó que prendiese fuego a Altamira cuando vos y vuestros soldados estuviereis dentro, para que así pereciereis todos achicharrados.

-¡Horror! exclamó el príncipe, aturdido por tantos crímenes.

Y con la manos puestas sobre su cabeza, salió de aquella pieza tan hondamente preocupado, que fue necesario le guiasen a la plataforma que dividía ambos cuerpos del edificio, como una vasta prescinción bizantina.

Desde allí, al brillo fugitivo de los relámpagos que cruzaran el limbo de la oscura noche, percibíanse, al través de su claridad fatídica, las tiendas del campamento diseminadas por los collados en una vistosa simetría.

Los soldados vivaqueaban alegres en aquellas alturas y cantaban trovas de una candencia monótona. Otros discurrían por los patios, jurando y blasfemando, preocupados por la sorpresa de la inundación y por el enjuiciamiento del conde, sobre cuya suerte formábanse diversos comentarios.

Pero sobre todo, lo que absorbió entonces la atención del Rey fue aquella copiosa porción de aguas que inundara los fosos y barrancos y sobre las cuales parecía flotar el vasto edificio como un tétrico y gigantesco espectro de indefinibles formas. El brillo de los relámpagos resbalaba sobre aquella superficie movible y tersa como un espejo encendido.

Precipitábanse las corrientes como sonoras cascadas para buscar los sitios más bajos, los barrancos y sinuosidades y las simas profundas de los terraplenes. Por algunas partes era tan impetuoso el curso, que arrastraba todo cuanto hallara al paso, y socavaba los cimientos, produciendo a veces hundimientos en las bóvedas subterráneas que cruzaran el vasto edificio.

Entre tanto estallaba la tormenta con asolador estruendo, los truenos se sucedían a indeterminados intervalos y resonaba en las montañas próximas, ese estridente rumor que es el eco de la naturaleza en su vértigo.

Llovía a torrentes, y el espacio encendido por aquellas fatídicas exhalaciones que en medio del fuego azufrado de los relámpagos, vibraba el cielo, parecía hundirse ante el rotundo crujir de los polos que parecían quebrarse al ímpetu de los elementos en choque.

No obstante, faltaba todavía otra pincelada para complemento del cuadro destructor que amenazara absorber en su estrago al universo entero. Aquella noche debiera ser horriblemente desastrosa, los elementos no debían hacerlo todo sin el concurso del poderoso auxiliar del hombre, esa fiera la más terrible de la creación.




ArribaAbajoCapítulo VI

En el cual se cambian los papeles



Sigue la destrucción... de los furores
De una terrible y dura providencia
No le pondrán librar, no, sus rencores,
Su saña criminal, su atroz violencia,
Sus ardides traidores,
Verdugo del candor y la inocencia.

-No os detengáis, señor, poneos en salvo con los vuestros, porque acaso, si desprecias este aviso, seáis víctimas del general estrago que va a ocurrir en este teatro de mis furores y de la justicia misma que en vuestro nombre ejerzo.

El rey, sorprendido en su distracción momentánea volvió la vista hacia el hombre que le dirigiera las precedentes palabras.

Era Gonzalo.

Traía en la mano una tea encendida.

Al resplandor de aquella luz fatídica, aparecía aquel rostro descompuesto, cubierto de una palidez biliosa y cadavérica, y en cuyos ojos horriblemente exaltados revolvíase una fulgurante pupila.

Su cabello erizado, jadeante el pecho y contraídos todos los músculos de su hermoso rostro, la voz cavernosa por la alteración general que poseyera aquella organización nerviosa, daban a aquella figura un horrendo aspecto, un aspecto de ferocidad diabólica y salvaje: era un monstruo explotado por el cataclismo del entusiasmo, o mejor dicho, del frenesí.

-Salid, señor, insistió el joven con su arrebatado lenguaje, salid con los vuestros sin demora, y quiera Dios no acordéis tarde.

-¿Qué decís Gonzalo? repuso el Rey con marcado asombro y volviéndose como impelido por un resorte.

-¡No desprecies mi aviso, salid y no os expongáis a perecer, señor!

-Pero... no os comprendo, amigo mío... qué... ¿no tengo derecho a que me expliquéis?

-Es tarde ya: esperad fuera, del castillo y os convenceréis luego de que obro en favor de vuestra salvación: la tempestad avanza y se acerca el momento crítico. Creedme, cada minuto que perdéis es un nuevo peligro que creáis para vos mismo.

-¿De dónde procede ese riesgo?

-De mi venganza o de mi justicia, que es la vuestra. No me pidáis más pormenores.

-¿Y no me podéis explicar?

-Nada. Creo haréis el debido honor a vuestra real palabra que me habéis dado y con la cual cuento, seguro de que no me la retiraréis en este caso.

-¿Cómo pues?

-Delegasteis en mí toda vuestra autoridad para ejecutar la sentencia de Ataulfo y sus cómplices, por lo mismo vengo. Os digo y repito, escudado por esa garantía: ¡salid, señor, de esta mansión maldecida, donde solo se aspira el hálito de la muerte, salid presto, y respetad mi aviso y mis órdenes!

Alfonso inclinó la cabeza, como sojuzgado por su propio rubor.

En efecto, el prestigio, el decoro de su alta jerarquía estaban comprometidos en aquella palabra que se le ponía en cara y a la cual no podía faltar sin desdoro: acaso estaba arrepentido de su ligereza, y de ahí esa perplejidad con que luchara en aquellos momentos críticos tan acerbos para su amor propio.

-Tenéis razón, conde, no rebajaré mi prestigio hasta vina retractación que me envilecería en alto grado; el brillo de mi corona saldrá ileso, os lo juro, de esta desgraciada jornada que ha herido mi propio orgullo y ha cargado sobre mi espíritu un peso enorme y mortal.

Era la tercera vez que el monarca lisonjeaba el oído de joven con la palabra conde, y acaso recurría a ella en estas circunstancias con un estudiado objeto: era el ardid, revestido de las formas de esa misma lisonja tan caprichosamente seductora: parecía que se habían cambiado los papeles y que era el rey el que apelando a las formas del honor y de la consecuencia y prestando oído a los principios que se invocaran, suplicaba al súbdito altivo, ensoberbecido con sus fueros.

De su pecho se axhaló un hondo gemido, y tomando la mano al joven, la oprimió con una efusión cordial de sentimiento.

Gonzalo hincó una rodilla en tierra y besó la mano al rey. Alzad, amigo mío, dijo éste visiblemente contrariado por aquella demostración de servil respecto que ha llegado todavía a nuestros tiempos; es la tercera vez queme veo obligado a corregiros esa bajeza degradante que tanto rebaja la dignidad del hombre y que es una herejía clásica con que se insulta a la Divinidad, a quien solo debe rendirse adoración y culto. Soy un hombre como vos, disfrazado con el oropel de una pompa social que ha llegado a ser una necesidad constitutiva de la época: reconocedla y acatadla, pero al hacerlo, guardaos de no traspasar la línea que separa la potestad divina de la humana. Todos los hombres son iguales: la virtud y la ciencia marcan los grados de superioridad entre ellos, y apenas un velo artificial, mundano en el terreno de la utopía ha procurado atribuirle una jerarquía ilusoria que desaparece en el terreno de la razón práctica ante la idea del Evangelio y de la filosofía.

-En verdad, señor, que había olvidado por un momento vuestra advertencia: perdonadme, mi cabeza arde y la fiebre que enardece mi corazón me ofusca y me confunde.

-Ea pues, os dejo ya, fiel depositario de mi justicia, no abuséis de ella, y obrad libremente en el sentido que os plazca. Al salir no puedo ocultaros sin embargo el vivo remordimiento que corroe mi alma, la llamarada del furor que inflama mi pecho y el sentimiento torcedor que me destroza el espíritu. ¡Veremundo! ¡Hormesinda!... ¡Oh! en vano pido un rasgo de clemencia a mi justicia en favor de los culpables, del criminal atentado de que habéis sido inocentes víctimas; la enormidad del delito rechaza toda la conmiseración, y una expiación recta y saludable puede únicamente satisfacer la justicia que reclaman las leyes y la sociedad, cuyos derechos han sido bárbaramente hollados.

Oyóse entonces un horroroso alarido.

Aquel grito de sombría y desesperación fue prolongándose, sostenido por un eco funeral a través del trastorno de los elementos.

Entre los soldados que poblaban los patios y departamentos del castillo reinaba una agitación espantosa.

-¡Un motín! exclamó, palideciendo el rey.

Eleazar que había salido poco antes, volvió a entrar agitado y trémulo.

En el rostro de aquel singular personaje lucía una exaltación indescriptible.

-¿Qué ocurre? preguntó el rey con sombría cólera, precipitándose al ajimez bizantino que daba al patio, donde la sedición parecía estallar de nuevo, tomando mayores proporciones.

El hundimiento de una bóveda ha ocasionado lamentables desgracias, señor, repuso el judío; vuestros soldados peligran, y aun vosotros mismos si tardáis en salir del edificio. Oídles murmurar y blasfemar de vos, y dentro de un instante acaso estalle una rebelión o al menos una deserción afrentosa para vos.

-Es decir, que...

-Salid todos, señor, y salvaos: aquí solo quedamos los huéspedes de la venganza, del exterminio y de la muerte; nuestra obra es inexorable y terrible; huid de ella, porque es bien posible que no respete ni aun a las mismas testas coronadas.

Y al expresarse así, aquel instrumento de la venganza y de la ira estaba en cierto modo hermoso, con una hermosura salvaje, diabólica, la belleza del ángel rebelde.

Alfonso le contempló un momento con terror, y su orgullo de rey sintióse verdaderamente sojuzgado por aquella terrible figura; cuyo acento retronaba en su oído como un eco mortal y contundente.

Gonzalo impaciente, fiero, amenazador y en la cumbre del rapto que le poseyera, dijo con un rasgo de cruel furor:

-¿Qué esperáis, señor? ¿Será preciso que me permita revelaros mi propósito?..., Sea pues, y elegido, rey entre vuestra partida y mi muerte.

El monarca cogió la mano al joven y la apretó con efusión entre las suyas.

Aquella mano ardía a pura fiebre.

-Tenéis calentura, amigo mío, le dijo.

Gonzalo hizo un movimiento como para precipitarse por el ajimez.

Pero Alfonso que notó, aquella evolución, le contuvo y salió al punto, dirigiendo al bizarro joven una mirada paternal y suprema.

Un momento después el príncipe y los suyos evacuaban la fortaleza, vadeando con gran riesgo las cenagosas aguas que iban sin cesar creciendo.




ArribaAbajoCapítulo VII

Justicia de dios y de los hombres



Es tiempo de acabar, y por Dios santo
Que esa expiación aterre y horroriza
Con funeral espanto
¿Quién pudo imaginar tormento tanto?
¡Diabólica invención que martiriza!
Lúgubre quebranto.

La tempestad bramaba todavía.

Los silbidos del huracán, el estrépito de los truenos y aquella copiosísima lluvia que descendiera en remolinos como un diluvio, formaban el terrible conjunto de aquel cuadro destructor y horrísono, iluminado por el brillo fatídico de los relámpagos que inflamaran el espacio con una niebla sulfúrea y luminosa.

Y entonces estallaba el trueno, fragoroso siempre, el trueno precursor del rayo que estallaba a su vez también con su poderoso eco y que solía descender en angures parábolas sobre las copas de los árboles que tronchaba y reducía a pavesas.

Era aquélla una verdadera tempestad tropical, un vasto incendio que devoraba a la naturaleza, rebramando con su infernal y majestuoso ímpetu, mágica decoración que había elegido al mundo por teatro y por víctima.

Mientras tanto dos hombres misteriosos recorrían la plataforma del muro, y registraban escrupulosamente todos los departamentos de Altamira desde el primer término invadido por las aguas hasta el recto coronamento almenado; cortado en forma de peine de truncadas pirámides y la apizarrada cubierta bizantina que cerraba toda la inmensa fábrica una capa gris, coronada en fin por almenadas torres.

Aquellos dos hombres agitábanse en la oscuridad como dos inquietos fantasmas, sombras indefinibles que iban y venían con una tea encendida en la mano, envueltos en túnicas de amianto y destacando sus formas fatídicas, vagas y errantes sobre la sombría mole de la fortaleza, como dos espectros a través del limbo de la oscura noche, alumbraba el azufrado fulgor de los relámpagos.

Éstos agitaban en torno de aquellos hombres su fatídica cabellera de llamas, dando a sus figuras un aspecto diabólico y siniestro.

Eran Eleazar y Gonzalo.

Si se les hubiera podido observar de cerca, notárase en sus fisonomías una agitación indecible, leyéranse en sus semblantes una alteración infernal, poseídos como se hallaban de un frenético e insaciable deseo de venganza.

Inquirían, registraban escrupulosamente todos los reductos accesibles del castillo y recorríanlos apresuradamente, según queda dicho; querían persuadirse por sí mismos de que nadie quedaba en él, que todas las tropas del rey y demás personas que moraban allí habían salido, y de que no quedaba alma viviente.

En efecto, Alfonso, obedeciendo a un presentimiento fatal había mandado evacuar la fortaleza bajo severas penas, y sus órdenes fueron puntualmente cumplidas: solo aquellos dos misteriosos personajes hablan quedado allí, terribles ejecutores de una tremenda justicia, cuya víctima debiera ser el desventurado Ataulfo, prisionero ya en un reducto secreto e impenetrable de Altamira.

Cuando hubiéronse satisfecho del éxito de sus pesquisas el hebreo, seguido del joven conde, penetró en una especie de cripta gótica abierta por el Norte y que correspondía una gran planicie sobre el murallón del castillo.

De aquella misma planicie elíptica descendía una especie de rampo que iba a perderse por medio de un hundimiento aparente o artificial, en un camino cubierto y abierto a lo largo de la escarpada roca.

Aquella rápida pendiente escalonada en desmoronados peldaños y a cuyos lados había dos desfiladeros profundos, como un doble abismo estratégico, estaba interceptada a trechos por enormes rastrillos de encina, herrados perfectamente y cercados por resortes de arte.

Ambos conocían el mecanismo secreto de aquellas puertas, así como también el de todas las dependencias interiores y exteriores de Altamira. Ahora querían satisfacerse de nuevo de la expedición de aquel punto, con objeto de verificar por allí su salida, porque la empresa misma que meditaran impedíales la retirada por las entradas naturales del edificio.

En el fondo de aquella especie de bóveda destartalada yacía un hombre atado de pies y manos, como una masa inerte arrojada sobre un suelo fangoso, encharcado por la lluvia que penetrara por el desquebrajado techo.

Era Ataulfo Moscoso de Altamira.

Frío, aterido, empapado de agua, colérico, rugiente y desesperado, el hidalgo infeliz murmuraba secretas maldiciones y rebramaba como una fiera cogida por el cazador en el lazo, y de quien no se atreve a esperar misericordia.

Eleazar se introdujo en aquel departamento, contempló un momento a la víctima, cuyas amenazadoras pupilas claváronse en el judío con una odiosa expresión, y tornó a salir de nuevo, satisfecho al parecer y complacido a donde le esperaba el vengativo joven cuyo corazón latía de impaciencia.

Acercaron luego una especie de bastidor de gruesa tela de una magnitud extraordinaria, asegurado a un sólido marco de haya, delgado, flexible y leve a la vez y equilibrado por una contrapesa proporcionada de intento, a la manera de los cometas que echan a vuelo los niños de nuestros tiempos.

Aquel aparato, diabólica invención del hebreo y en el cual compendiábase una idea siniestra fue colocado horizontalmente sobre una almena, adoptósele un grueso bramante enrollado a una especie de torno o eje cilíndrico de hierro asegurado a una de las troneras aportilladas del muro.

El hebreo, como un sarcástico epigrama de su genio aseguró a aquel aparato una linterna por medio de un bramante doble.

No podía llevarse más lejos la crueldad y la burla en la hazaña que se proyectaba; la expiación que debiera sufrir la víctima iba a ser horrenda, cruel, nunca vista ni oída acaso.

Entre tanto; y como para establecer una lúgubre y pavorosa armonía, la tempestad que un momento antes aplacara, tornó a reproducir de nuevo su asolador impulso, y el huracán, la lluvia, el trueno y los relámpagos estallaron otra vez como un horrísino cataclismo.

-¡Preparaos!, ¡ya es tiempo! exclamó con acento convulso el hebreo, aproximándose a Ataulfo, a tiempo que Gonzalo le asía por las muñecas, y con vigor extraordinario arrastrábale hacia el exterior de la bóveda, diciendo con acento cavernoso y lúgubre:

-¡Ea!, vuestra hora es llegada, ¡maldito de Dios y de los hombres! volveos a Dios, para que su misericordia, que no os sustrae a la justicia de los hombres, se apiade al menos de vuestra alma, porque vuestras faltas son muchas e infinitas.

Ataulfo no contestó, porque su boca parecía masticar un objeto.

Gonzalo y Eleazar se aproximaron más, creyendo que el bastardo cortaba sus ligaduras, con los dientes.

De improviso sintiéronse ambos mordidos casi a un mismo tiempo, y lanzaron a la vez un grito de dolor simultáneo.

Ataulfo vertió una lúgubre carcajada histérica.

La carne de ambos llenaban las mandíbulas del hidalgo que la saboreaba como un antropófago.

Brotaba la sangre de las mordeduras. Eleazar y Gonzalo sufrían un dolor agudísimo, lancinante.

Ataulfo continuaba riendo con su risa infernal y convulsiva.

Al brillo de los relámpagos su rostro fiero y descompuesto le daba el aspecto de un alma condenada, según han dado en pintarla los canonistas.

Miráronle sus dos testigos y temblaron de ira y de espanto a la vez.

La cólera sublevó el ánimo de ambos extendiendo sobre su vista un velo sangriento.

-¡Maldición! gritó el judío en el doble colmo de su dolor y de su arrebato.

Y ambos, llevados de un impulso colérico, golpearon despiadadamente a aquel cuerpo indefenso, que arrostró el maltratamiento con un silencio estoico.

Arrastráronle entonces hacia el aparato aéreo que ya dejamos bosquejado, atáronle fuertemente al mismo, y ensayaron varias evoluciones para remontar aquella especie de cometa diabólica.

-Sí, exclamó al fin la víctima con indefinible acento y como adivinando el tormento que se le preparara, es necesario apresurar el desenlace del drama: horrendo es en verdad el vuestro; pero el mío le ha sido más todavía. Mi obra está ya terminada y a mi vez os cedo el turno.

-¡Infame! dijo a su vez Gonzalo, sacudiendole despiadadamente, vuélvete a Dios, porque tu hora se acerca: la Providencia ha dispuesto que nosotros, tus mismas víctimas seamos los ejecutores de la sentencia.

-Es verdad, pero no me habéis ganado el turno; mi venganza os precede siempre, miserables, lo cual me permite la satisfacción, para mi muy grata, de saborear en mi misma agonía esa grata expansión de ánimo tan dulce y halagüeña.

-¿Qué decís? preguntó Eleazar, como obedeciendo a una inspiración secreta, con la sutileza de genio que caracteriza al pueblo de Israel.

Ataulfo balbuceó unas palabras que apagó el estrépito de un trueno.

-¿Qué habéis dicho? preguntó Gonzalo impaciente y colérico.

Alumbrad, prosiguió, refiriendose al anciano.

El judío cogió del suelo su linterna sorda que había dejado poco antes y la aproximó al hidalgo.

Estaba sumamente horrible: su rostro cárdeno, amoratados los labios, la vista lúgubremente extraviada y erizado el cabello, Ataulfo tenía el aspecto de una furia irritada, mostróle una gran sortija que llevaba en un dedo y cuya cápsula acababa de destrozar con sus dientes.

Eleazar, súbitamente inspirado por una idea siniestra, dio un salto, como herido de un rayo, y su frente se cubrió de mortal sudor.

-¡Estamos envenenados! gritó con un acento en que es exhalara una desesperación acerba.

Y aplicaron ambos, por un movimiento instintivo y simultáneo, los labios a la mordedura.

-Es ya inútil la succión, dijo, sarcásticamente el bastardo con una risa diabólica, la ponzoña se ha inoculado y ha invadido la masa de la sangre... todo remedio es ya ineficaz; pero tranquilizaos, hay una tregua todavía: la muerte viene lenta y sin estrépito. En cambio pues y para adormecer los temores y ese terror consiguiente que inspira al hombre el momento supremo de sufrir, tendréis en mi agonía, anticipada a la vuestra, un grato solaz.

-¡Maldito! ¿con qué es cierto que no hay medio de contrarrestar la acción mortífera del tósigo?

-Ciertamente: su acción corrosiva es omnipotente y enérgica: veréis acercarse la muerte con demasiada lentitud, sí, pero no por eso será menos cierta y segura.

El terror, el odio, todas las pasiones arrebatadoras, esa monstruosa borrasca que suele en momentos dados inflamar el corazón humano con su explosión recóndita y perturbadora, todo ello pues estalló como una tromba asoladora en la mente de Eleazar y de Gonzalo. Y como si realmente temiesen morir sin consumar su venganza, dieron impulso a aquel aparato aéreo que lanzado al espacio, empujado por el torbellino y sostenido por el bramante recrujió al embate de la columna del viento a impelido por éste, fue arrebatado por la violenta corriente, arrastrando al desgraciado Ataulfo que desapareció al punto, prorrumpiendo en blasfemias y en desaforados gritos maldicientes.

Presto aquel espantoso cometa, al cual dio el judío todo el bramante que, según dijimos, había enrollado el torno, y cuya longitud era incalculable, se remontó en el condensado limbo del espacio, dejando lucir allá remotamente como un punto luminoso y casi imperceptible por su pequeñez, la linterna colorada, según ya dijimos, a la cola de aquel aparato diabólico, invención de Eleazar, quien, cuando hubo dado todo el hilo, soltó el cabo, abandonando al capricho cruel del huracán la victima, que con el gigantesco cometa, falto de apoyo, iría a estrellarse en algún barranco, despedazándose y sirviendo de pasto su cadáver a las aves carnívoras.

Nadie pues, desde entonces ha podido decirnos fijamente el paradero de nuestro personaje, cuyo desastroso y trágico fin aterra. Creáronse mil conjeturas, forzáronse fábulas de distinta especie y nada más Nosotros pues, simples narradores de la catástrofe, debimos abstener de penetrar más lejos, ni de invadir terrenos vedados al historiador, siquiera se apellide, aunque con cierta propiedad, novelista.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Última escena del drama



¡Desenlace infernal, grande portento!
Cielos y tierra ardieron
Hasta el alto y oscuro firmamento...
¡Sublime creación! los siglos vieron.
Los mutilados restos que antes fueron
Soberbio monumento;
Y en sus postradas páginas leyeron
Lúgubre encantamento.

La tempestad continuaba todavía.

El huracán no era tan violento; pero el cataclismo de los elementos parecía recrudecerse más cada vez bajo aquel cielo tenebroso, inflamado por las corrientes eléctricas.

La lluvia disminuía progresivamente, y solo sacudía de vez en cuando sendos chaparrones de gotas sumamente gruesas y sonoras como el granizo.

Era ya más de media noche; noche lúgubre y desastrosa como la tempestad que la oprimiera.

Alfonso vivamente afectado, habíase retirado a unas de las tiendas de su campamento, que permaneciera todavía en el mismo sitio, esperando que cesara la tempestad, o al menos que amaneciera.

El rey que era muy temeroso de las iras de Dios o de la naturaleza, como dicen nuestros filósofos modernos, habíanse retirado al fondo de otra tienda más céntrica, donde en compañía de mosén Pierre de Peralta, su capellán mayor castrense, y de otros dos monteros y escanciadores de su corte, rezaba varias preces y letanías, en desagravio y para aplacar la cólera del cielo.

De pronto una voz vigorosa y sostenida, que fue reproduciéndose como un acento lúgubre, hendió todo el espacio y llegó a oídos del rey.

Ante aquel grito de sombría alarma, el príncipe olvidó sus temores al pronto y salió precipitadamente de la tienda.

-¡Incendio, incendio!

Esta voz no cesaba de repetirse, y el monarca, al notar la efervescencia que reinara entre sus soldados, sin reparar en el aguacero que todavía alternaba con el juego de los elementos, subió a una pequeña colina próxima, invadida ya de antemano por varios curiosos.

Y en verdad que el espectáculo que se desplegara tan majestuosamente entonces a la vista, merecía los honores de aquella misma curiosidad.

Porque era una decoración portentosa y sublime, ante la cual el mismo rey no pudo menos de exclamar en un arranque de entusiasmo:

-Heos ahí la suprema pincelada del cuadro, sin la cual fuera únicamente un boceto: en verdad que el hombre se ha excedido a sí propio en esta noche.

Allá, al frente, y sobre la montaña donde asentaran las torres de Altamira; alzábase la sombría mole de estas, como una prodigiosa silueta que marcaba el nebuloso horizonte a través de un humo diáfano y sanguinolento que la envolviera como en un velo fantástico.

De sus flancos, por do quier alzábanse grupos de voraces llamas que devoraban las obras, envolviéndolas, como en una zona o ceñidor de fuego; horrible corona infernal, que inflamando el espacio con su destello fosforescente y sanguinolento, parecía invadir el cielo, confundiendo sus vacilantes lenguas con un penacho colosal de humo denso, envuelto en remolinos de chispas como la escarlata, y dejando oír el bramido del incendio con su estridente crujido.

Aquellas llamas, cuyas pirámides alzábanse y se deprimían alternativamente, ondulando y confundiéndose a veces en la masa de la inmensa hoguera, lamían, enroscábanse como fuegos rastreros a aquellos muros de canto, apoderábanse por asalto de las bóvedas del castillo, y haciendo rebramar su corrosivo impulso en el maderamen, generalizaban el cuadro de conflagración, a cuyo ímpetu desplomábanse los apizarrados techos, los torreones góticos, los coronamentos todos de aquella poderosa fábrica bizantina poco antes tan sólida e inexpugnable, y que dentro de poco, a juzgar por los progresos del incendio, iba a quedar reducida a un miserable montón de escombros calcinados.

La justicia de Gonzalo, en nombre del rey que la observara como un simple espectador, aterrado por su misma obra, se cumplía de un modo terrible e inexorable.

El corazón del monarca estaba comprometido por una indefinible angustia: ahogábale el dolor.

-¡Dios! exclamó ¡siempre Dios!...

Y ante esta frase lacónica y elocuente, llevó sus manos a la cabeza, aturdido por una idea torcedora y lúgubre.

Aquello debía ser remordimiento.

Esta ansiedad mortal, esta agitación, este caos que revolviera en el pecho del monarca todo un vértigo de vacilaciones y dudas que le devoraban como un cáncer roedor, conturbó su mente, perdiéndole en un extravío moral, su frente parecía crujir al ímpetu de aquel cataclismo que estallaba ya y que comprimía su corazón en un círculo de hierro candente.

Cuando poco después la tempestad cesaba, cuando entreabríase aquel cielo sombrío, oscuro limbo de una desastrosa noche, transparentando en el Oriente nacarado y límpido el pabellón granate de la aurora; cuando las brisas de Levante murmuraban en la selva como un leve y susurrante suspiro, aromatizando el ambiente, purificado ya, con el aura de las flores del campo, y cuando en fin la naturaleza, anhelante y fatigosa empezara a sacudir su letargo, arrullado por el trino de los pajarillos, el monarca desaparecía con sus tercios, desasosegado y pensativo, y tomaba la vuelta hacia León, en medio de un sepulcral silencio, semejante a una marcha fúnebre.

Y mientras tanto, bajo aquel horizonte despejado ya y sin nubes bajo aquel pabellón de plateados astros que la luz del crepúsculo empezaba ya a amortiguar, alzábase un cono impuro, una mancha flotante, aplomada y densa como el penacho de un volcán en erupción y rodeado siempre de un enorme círculo de llamas; corona de fuego invisible casi a la luz matinal de aquel día tan risueño, semivelado luego por ligeras nubecillas errantes, brumas juguetonas del crepúsculo, velo sutil y diáfano que ocultara el rubor de ese espléndido sol naciente que escondido entre aquellos celajes flotantes a impulso de los céfiros, parecía enlutado o avergonzada acaso ante aquella escena, ante aquel sombrío testimonio de ese escándalo abominable de la historia.

Aquello eran los restos calcinados del formidable castillo de Altamira; envueltos en la nebulosa bruma del incendio que oscurecía por aquella parte el esplendente espacio y alzábase potente destructor, rebrumando en los aires devorando la ostentosa fábrica y propagándose espantosamente a los bosques y selvas contiguos que ardieron durante muchos días, después de los cuales, y en medio de aquel cuadro asolador y exterminio que llevara el pánico a toda la comarca, solo quedaron en pie los mutilados paredones, calcinados y vacilantes que aun hoy existen, como una hita maldecida, huella infamante de execración y oprobio.