Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[134]→     —135→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Ansiedades de amor



       Cerca viene
la muerte que te busca; ponte en salvo;
huye, cuitada, huye, que ya suenan
las duras herraduras...


Bermúdez                


A la noche siguiente, Zuhuy Kak, acompañada de su vieja confidenta se presentó en la choza del bosque, donde seguía escondido Benavides. El español le dijo:

-Tengo que decirte muchas cosas, Zuhuy Kak.

-¡Oh! -exclamó la joven-; no serán de tanto interés como las que yo vengo también a decirte.

-¡Quién sabe! -repuso Benavides-. Pero de todos modos te cedo la delantera.

-Te dije anoche que mi padre me había llamado para hacerme ver las ventajas que resultarían de mi matrimonio con el hijo de Nachi Cocom, y que por apaciguar la cólera que le había causado mi negativa, le señalé un plazo para tomar una resolución final.

El español estrechó suavemente la mano de la joven en señal de asentimiento.

-Esta mañana -continuó Zuhuy Kak-, me mandó llamar a su aposento y le encontré conversando con Kan Cocom. Un instante después de mi llegada, mi padre se levantó y me dejó sola con el joven. Era la primera vez que nos veíamos sin testigos. Yo temblaba como la hoja de un árbol azotada por el viento, y me encomendé a los dioses de todo corazón. Kan Cocom me miró tierna y dulcemente con sus negros ojos y me dijo:

-Zuhuy Kak, los dioses ríen de gozo cuando te miran, porque eres hermosa como una mañana de Kan Kin (abril) dulce como la miel que las abejas del campo depositan en los troncos de los árboles; tu voz es suave y armoniosa, como la música de Hkinxooc (gran músico aborigen); la mirada   —136→   de tus ojos quema más que los rayos de Kinich Kakmó que consumen el sacrificio, y el dios del amor derramó sobre ti todos sus dones. Yo que tengo ojos para admirar tanta belleza te amé en el momento en que te encontré en mi camino. ¿Seré tan desdichado que no me ames como yo te amo?

-Kan Cocom -le respondí-, hay un gran número de doncellas en el país de los macehuales que reconocen y aman tu buen corazón. ¿Por qué te diriges a una ingrata como yo?

-¿Por qué miro con más gusto la luna que el gran número de estrellas que fulguran en su derredor en una noche serena?

-Kan Cocom, los dioses que gobiernan el mundo y el hado que fija invariablemente el destino del hombre, no han permitido que te ame: ¿no es inútil que te obstines en forzar la voluntad de los dioses y las leyes del destino?

-¡Ah! -exclamó Cocom-. Mucho me temo que algún joven de Maní sea el balzán (farsante) que represente la persona de los dioses, o la fatalidad del destino. Zuhuy Kak, yo te amo, tu anciano padre me alienta y yo sabré encontrar a ese balzán.

Dicho esto, salió del aposento dando muestras de estar grandemente enojado.

-¡Bueno! -interrumpió Benavides-. Es decir que el hijo de Nachi Cocom va a desplegar toda su astucia para encontrarme. Si yo fuera cacique de Maní, apostaría todo mi cacicazgo a que no da con esta choza en todos los días de su vida.

-Español -repuso la joven-, témelo de todo un hombre astuto como la serpiente, y tan conocedor de los bosques de los macehuales en que ha sido educado.

Benavides se encogió de hombros en ademán de desprecio.

-¿Lo dudas? -continuó Zuhuy Kak-. Pues oye lo que no había querido decirte por temor de que te burlases de mi debilidad. Xchel, mi vieja confidenta, y yo, hemos tenido que detenernos muchas veces en el camino esta noche antes de llegar a la choza.

-¿Por qué motivo?

-Porque hemos creído oír a nuestras espaldas el ruido de algunos pasos que nos seguían.

-Zuhuy Kak, tú eres valerosa, y no creo que te hayas engañado.

-Ni yo lo creo, repuso la joven. Dos veces oí distintamente el ruido que hace una rama seca, al quebrarse bajo el peso de los pies de un hombre.

-¿Y descubriste algo?

-Nada, a pesar de que nos deteníamos a mirar en derredor, y de que dos veces retrocedimos algunos pisos para inspeccionar el camino.

En aquel momento la vieja confidenta que se hallaba sentada en el umbral de la puerta por discreción y precaución a la vez, se levantó súbitamente y dio algunos pasos en el interior de la choza.

-¿Qué es eso, Xchel? -le preguntó Zuhuy Kak en el idioma del país.

  —137→  

La vieja confidenta sin dejar de mirar con dirección al bosque, le respondió en voz baja:

-Un hombre acaba de salir detrás de la choza y se ha perdido entre el monte.

-Benavides se puso en pie inmediatamente; pero Zuhuy Kak le detuvo.

-Español -le dijo-, tú no tienes armas para defenderte de ese macehual que probablemente será Cocom. Déjame salir a buscarlo y quédate con Xchel en la choza.

-¿Pero tú?... -preguntó Benavides.

-Tranquilízate -interrumpió la joven-. Si es un vasallo de mi padre el importuno, tocará la tierra con su mano y la besará en mi presencia. Si es Cocom, me ama demasiado, para que corra algún peligro en su compañía.

Un relámpago de odio cruzó por las pupilas del español o inclinó la cabeza.

-Zuhuy Kak salió de la choza. Cinco minutos después estaba de vuelta.

-El bosque está solitario como siempre -dijo a Benavides-. Xchel se habrá equivocado probablemente.

Estas palabras pronunciadas en español, no permitieron replicar a la anciana. Benavides pareció conformarse con ellas y dijo:

-Zuhuy Kak, ya he escuchado tus noticias quiero ahora que escuches las mías. Acababas anoche de retirarte, cuando vino a verme fray Antonio, nuestro anciano amigo.

-Le encontré por el camino -dijo Zuhuy Kak.

-¿Y hablaste con él?

-Únicamente me estrechó en sus brazos con mayor ternura que otras veces y me exhortó a que me cuidase de alguna sorpresa.

-Conmigo anduvo más comunicativo, porque me dijo que tu padre acababa de hacerle una visita.

-No es la primera vez que el cacique de Maní pone los pies en la choza del anciano sacerdote. En los cuatro años de residencia que fray Antonio tiene entre los macehuales, ha ayudado varias veces a mi padre en conferencias secretas con la sabiduría de sus consejos.

-Anoche no fue a pedir un consejo al religioso, sino a interrogarle.

-¿A interrogarle?

-Tu resistencia a casarte con el hijo de Nachi Cocom ha llamado tanto la atención de tu padre, que llegó a sospechar nuestro amor.

Zuhuy Kak hizo un movimiento de sorpresa.

-Comisionó a fray Antonio para que me interrogase -continuó Benavides-, y le he confesado la verdad.

Zuhuy Kak ocultó su rostro entre sus manos.

-¿Sabes el medio que ha inventado tu padre para hacernos la guerra?

La joven sin levantar la vista movió la cabeza entre sus manos en ademán negativo.

-Ha ofrecido una escolta de cien guerreros para que el anciano religioso   —138→   y yo seamos conducidos al campamento español, que acaba de establecerse en Thóo.

La joven levantó su cabeza, dando un grito de sorpresa y de dolor.

-¡Conque os vais! -exclamó al cabo de un instante, que empleó sin duda en avasallar la pena que destrozaba su corazón.

Benavides la miraba con una expresión de dolorosa ternura; pero no respondió una palabra. Los párpados de la joven se cubrieron de un círculo amoratado, que encerraba torrentes de lágrimas, contenidas por el despecho y la duda.

-¿Y por qué no habíais de iros? -continuó con un acento que se esforzaba a hacer aparecer tranquilo y natural-. El pan que se come en país extranjero está amasado con lágrimas, los macehuales somos tan sencillos que no sabemos divertir la pena de nuestros huéspedes; y es tan dulce habitar entre compatriotas cuando hace tanto tiempo que no se les ve... Español, ya ves que yo comprendo la ansiedad de tu corazón y bendigo la generosidad de mi padre. Aprovechad su permiso... id a encontrar a vuestros hermanos, los guerreros de Castilla... y... y sed felices.

Zuhuy Kak no acertó por más tiempo a ser dueña de sí misma. Dejó escapar un ahogado sollozo y dos raudales de lágrimas inundaron sus mejillas.

Benavides tomó sus manos entre las suyas y apretándoselas afectuosamente:

-Zuhuy Kak -le dijo-, tú que me has contado la historia de los amores de la hermosa Kayab, debías conocer mejor el corazón del caballero español. ¿Qué respondió Gonzalo Guerrero a las instancias de Aguilar que quería separarle de su esposa y de sus hijos?

-¡Ah! -exclamó Zuhuy Kak, sonriendo en medio de su llanto.

-La propuesta de Tutul Xiú ha hecho en mi ánimo la impresión que hizo en Gonzalo la porfía de su compatriota; y en nombre del Dios a quien reverencio y adoro, te juro que no te abandonaré y que correremos la misma suerte.

Zuhuy Kak se arrojó a los brazos del español y le presentó sus labios y sus mejillas para que imprimiese sus ardientes y castos besos.

La vieja confidenta volvió a penetrar en la choza y los sorprendió en tan dulce arrobamiento.

-Mi pobre amiga -dijo alegremente Zuhuy Kak-, ¿alguna nueva visión ha cruzado ante tus ojos?

-No -respondió la anciana-; he oído gritos en el bosque en la dirección del pueblo.

-Alguna nueva ilusión -añadió la joven.

-Oye, oye, repuso la anciana.

Benavides, y las dos mujeres retuvieron el aliento para escuchar.

Entonces se oyó distintamente una voz lejana y dolorosa, que repetía a intervalos la palabra española:

-¡Socorro!... ¡socorro!... ¡socorro!

Benavides saltó del banco en que se hallaba sentado. Zuhuy Kak quiso   —139→   detenerle, como la primera vez, pero el joven se opuso resueltamente.

-¿No oyes -la dijo-, que es un español el que pide socorro?

-¡Y bien! Seguramente habrá sido atacado por algunos macehuales y tú no tienes armas para socorrerle ni para defenderte. No conseguirás salvarle y tal vez encontrarás la muerte para ti.

-No importa; acaso valdrán mis puños algo más que tus lágrimas... con tanta más razón -añadió-, cuanto que no puede ser otro el necesitado que nuestro anciano amigo, fray Antonio, que venía a visitarme esta noche para cumplir su oferta de ayer.

Y asiendo de un pesado madero que había casualmente en un rincón, salió de la cabaña por delante de las mujeres.

Continuaba oyéndose los gritos, aunque con mayores pausas, en dirección del estrecho sendero que partía de Maní para la choza.

Benavides siguió esta dirección, y a los cinco minutos de marcha, encontró atravesado en el caminillo un cuerpo negro que pugnaba por levantarse.

El español y Zuhuy Kak dieron un grito de dolor y se arrodillaron junto a aquel cuerpo, para examinar la causa de sus gritos y de la postración en que se hallaba.

Aquel hombre, tendido en medio el camino, era el anciano religioso.

-¡Tened cuidado! ¡tened cuidado! -exclamó con voz dolorosa-. Os habéis arrodillado sobre un charco de sangre.

-¿Tenéis alguna herida, padre mío? -preguntó Benavides.

-Mirad, repuso el anciano.

Y a la vacilante claridad de las estrellas, porque la luna aun no había asomado en el horizonte, le enseñó su pie derecho ensangrentado. Por encima de su vestido salía una flecha larga, adornada en su parte superior de plumas, y cuya punta de pedernal desaparecía en gran parte entre la carne.

-¡Herido de una flecha! -exclamó Zuhuy Kak.

-Y sin saber por quién, hijos míos -respondió el anciano.

-¿No habéis visto al que os la disparó? -preguntó Benavides.

-Iba a verte como te ofrecí ayer. Caminaba tranquilo, orando más bien con el pensamiento que con los labios. ¡Tantas veces he pasado descuidadamente este camino en el transcurso de cuatro años!... Súbitamente me sentí herido en el pie, y caí sin encontrar apoyo. Tuve valor para contener mis gritos temiendo llamar con ellos al enemigo oculto que me atacaba, y sondeé únicamente con los ojos la espesura y las sombras que me rodeaban, y al cabo de un instante vi un hombre casi desnudo, que se movía tras el tronco de ese árbol, y que notando sin duda que no me movía, creyó consumada su obra y se retiró. Cuando le creí bastante lejos para que no pudiese oír mis gritos, y conociendo que estaba cerca de la choza, di voces para que vinierais a socorrerme.

Benavides se levantó y corrió al árbol designado por el anciano.

-¿Este es, padre mío, el tronco que sirvió de escondite a vuestro heridor? -preguntó.

-Sí, hijo mío -respondió el sacerdote.

  —140→  

El joven empezó a examinar escrupulosamente el lugar, tentando con las manos la tierra que le rodeaba. De súbito soltó una exclamación de alegría y vino a incorporarse al grupo formado por el herido y las dos mujeres.

-Mirad -les dijo.

Y les enseñó el objeto que acababa de encontrar y que no era otra cosa que una espada de madera.

-En la choza examinaremos esta espada -dijo Zuhuy Kak-, y quizá nos haga conocer al miserable. Casi todas las armas de los itzalanos llevan grabados jeroglíficos en la madera, que los ancianos y los sacerdotes descifran fácilmente.

Entonces los dos jóvenes ayudaron a levantar al anciano. Benavides le sostuvo por un brazo, Zuhuy Kak por el otro, y de este modo emprendieron el camino de la choza.

-Xchel -le dijo la joven itzalana a su silenciosa compañera-. Busca las yerbas necesarias para curar esta herida, y recuerda que ha sido hecha con pedernal en una noche de Yax kin, antes de salir la luna.

Xchel se separó del grupo y en un instante desaparecía entre los árboles.

-Sacerdote -prosiguió Zuhuy Kak-, yo curé en Potonchán tu herida, porque era la única que allí podía hacerlo. Pero te hago saber que Xchel sabe curar toda clase de males, como el mismo Citbolontún y Xchel, su patrona, (dioses de la medicina) y no hay en todo el país de los macehuales quien le lleve ventaja. A sus manos, pues, voy a encomendarte, y acaso entre diez o doce días podrás encontrarte tan sano como ayer.

El anciano dejó oír un suspiro doloroso. Zuhuy Kak se acordó de la gracia otorgada por Tutul Xiú a los dos españoles; pero conociendo lo embarazoso que hubiera sido hablar de ella en aquellas circunstancias, se abstuvo de consolar al religioso.

Duraba todavía el silencio cuando llegaron a la choza. Xchel los esperaba ya con algunas yerbas en la mano. El franciscano fue colocado con la mayor comodidad posible en la hamaca más grande que había en la rústica habitación. Benavides arrancó la flecha de la herida; el anciano lanzó un gemido de dolor y un nuevo chorro de sangre inundó sus vestidos. Entonces Xchel mascó algunas de las hojas que traía en la mano y las aplicó a los labios de la herida, murmurando salmos ininteligibles.

-Suprime esas invocaciones al demonio -dijo el franciscano a la curandera en el idioma del país, haciendo con sus dedos la señal de la cruz.

Xchel se detuvo, levantando las yerbas de la herida.

-¡Cómo! -añadió el religioso-. ¿Ya no quieres curarme?

-Sin invocar a Citbolontún y Xchel, mi patrona -respondió la anciana con entereza-, la herida no podrá sanar ni en todo un Katún.

-Sacerdote -dijo Zuhuy Kak en español acudiendo al socorro de la anciana-, si obligas a mi vieja confidenta a que suprima sus salmos, no habrá poder humano que la fuerce a hacer la curación.

-Pues cúrame tú, hija mía -repuso el intolerante franciscano.

Zuhuy Kak tomó las yerbas de la mano de Xchel, y después de aplicarlas   —141→   silenciosamente a la herida, hizo pedazos su toca de algodón para formar hilas y vendas. Cinco minutos después con ayuda de Benavides la operación estaba concluida.

Entonces ambos jóvenes se acercaron al fogón, atizaron las brazas y a la luz de la llama que levantó, se pusieron a examinar las armas del oculto enemigo que había herido al franciscano.

Ya hemos dicho lo que era la flecha. La espada era un trozo de madera fuerte, curiosamente labrada, de tres pies de largo y cuatro pulgadas de anchura. El corte estaba formado de una serie de pedernales, que terminaban en un filo tan delgado como podía serlo una hoja de acero, y que se hallaban asegurados artísticamente en una canal de madera. Así el puño, como la hoja, estaban cubiertos de jeroglíficos, como había pronosticado Zuhuy Kak.

Un instante de examen bastó a la joven para mudar de color.

-¿Por qué palideces, Zuhuy Kak? -preguntó Benavides.

-Español -respondió la joven-, este gato montés es el distintivo que adoptaron los Cocomes de Sotuta desde la destrucción de Mayapán.

-Es decir, que esta espada y esta flecha, que tiene grabada la misma figura...

-Pertenecen al hijo de Nachi Cocom.

-Luego, ha descubierto nuestro albergue.

-Ha cumplido con su juramento -repuso Zuhuy Kak-. Él fue, sin duda, el que me siguió hasta aquí y el que Xchel vio salir detrás de la choza. Acaso mi presencia le impidió vengarse de ti y el inocente sacerdote ha pagado el odio que te profesa.

El anciano escuchaba este diálogo desde su lecho de dolor.

-Hijos míos -les dijo con voz sosegada-, descubierta esta choza por Cocom, ya no os ofrece ninguna seguridad.

-¡Ah! -exclamó la joven-, ¡bien lo comprendo! Quién sabe si Kan Cocom estará despertando en este momento a mi padre para revelarle lo que ha visto, y quién sabe si dentro de pocos instantes tendremos aquí a este, acompañado del celoso mancebo.

-¡Y quién sabe -repuso el sacerdote-, si Cocom querrá vengarse solo y volverá aquí acompañado de los capitanes de su embajada para llevarnos a Sotuta y ofrecernos en holocausto a los dioses!

-¿Qué hacer, entonces? -preguntó Zuhuy Kak, pálida de emoción.

-Huid, hijos míos, huid; ya os lo he dicho.

-¿Pero... y vos? -preguntó Benavides.

-Yo -respondió el anciano mirando con triste conformidad su herida-, yo estoy imposibilitado de caminar. Pero esto no debe detener a los que tienen piernas y aun les queda tiempo para ponerse en salvo.

-¿Pero que será de ti, pobre anciano? -preguntó Zuhuy Kak, agitando desesperadamente sus hermosos y torneados brazos.

-¿De mí? -repuso el franciscano-. Si es Tutul Xiú el que viene a la choza, hará que me carguen en una camilla cuatro de sus esclavos y me mandará poner en su palacio de Maní para que me curen sus h’menes.

  —142→  

-Pero si es Cocom con sus capitanes...

-Acabará la obra comenzada y dejaré esta vida de tribulaciones.

Benavides y Zuhuy Kak se miraron llenos de angustia. Repentinamente se serenó la frente de la joven itzalana, y mirando tiernamente al sacerdote, le dijo:

-Si los brazos del español y los míos te han sostenido hasta esta choza, ¿por qué no hemos de conducirte de la misma manera hasta Maní? La amistad nos prestará fuerzas, iluminará nuestro camino y nos enseñará el modo de evitarle las molestias, que naturalmente debe producir la marcha en un hombre herido, como tú.

Y sin esperar el asentimiento del anciano, ambos jóvenes le levantaron en sus brazos, y del mismo modo que algunos momentos antes le habían traído a la cabaña, salieron a la selva.

La luna se había levantado ya sobre las copas de los árboles; pero ya recordarán los lectores que la espesura de la selva impedía que sus rayos penetrasen a través de las ramas. Había, pues, la claridad suficiente para conducir con alguna comodidad al herido, y la oscuridad bastante para estorbar que fuesen vistos desde la distancia de veinte pasos.

-Procurad tomar un camino distinto del que siempre habéis traído -dijo el sacerdote a sus conductores-, porque de lo contrario corremos riesgo de ver inutilizadas todas nuestras precauciones.

-Lo había pensado antes -dijo Zuhuy Kak-, y hemos tomado otro sendero.

Terminadas estas palabras, el camino empezó a hacerse en silencio. Los generosos jóvenes parecían estar contentos y aun orgullosos con la carga que llevaban, y el religioso oraba fervorosamente en su pensamiento, más bien por ellos que por sí mismo.

De súbito se vieron iluminados por una claridad inmensa, que se levantaba a sus espaldas. El sacerdote volvió la cabeza, como a doscientos pasos de distancia, vio elevarse una densa columna de llamas y de humo, que oscurecía la atmósfera, y alumbraba espléndidamente la espesura de la selva en un radio considerable.

-¡Gran Dios! -exclamó el religioso-. Si tardamos cinco minutos en salir, ahora estaríamos perdidos sin remedio.

-¿Que decís, padre mío? -preguntó Benavides.

-Que Cocom y los suyos han incendiado la choza que acabamos de dejar.

-¿Por qué piensas que sean Cocom y los suyos? -terció Zuhuy Kak.

-¿Crees -repuso el anciano- que tu padre hubiese incendiado esa choza?

-¡Oh! apresuremos el paso -dijo la joven aterrorizada.

Media hora después entraban todos en la cabaña de Maní que ya conocen nuestros lectores.

Xchel fue colocada de centinela en la puerta para evitar cualquiera clase de sorpresa.

-Hijos míos -dijo el anciano sacerdote a los dos jóvenes luego que   —143→   lo hubieron colocado en su lecho-, escuchad ahora un momento el aviso que voy a daros. Si mañana al amanecer sois encontrados en Maní, vos, Benavides seréis sacrificado a los dioses; tú, Zuhuy Kak, serás forzada a casarte con Kan Cocom o envolverás al pueblo de tu padre en una guerra desastrosa. Cocom acaba de sorprender vuestros amores y no dormirá esta noche para madurar el plan de su venganza. Ha principiado ya por incendiar la choza, testigo de vuestra felicidad.

Tiempo hacía que bullía igual pensamiento en el espíritu de ambos jóvenes, e inclinaron simultáneamente la cabeza bajo el peso de sus tristes reflexiones. Pero Benavides no tardó en levantar su frente con un movimiento lleno de alegría.

-Zuhuy Kak -exclamó con entusiasmo-, tú me salvaste un día la vida; yo puedo ahora conservarte la libertad, que es la segunda vida de la criatura humana, o acaso la más preciosa.

El religioso y Zuhuy Kak interrogaron al joven con sus miradas.

-Amada mía -continuó este-, tú me has dado hasta aquí un asilo en la corte de tu padre; yo te ofrezco ahora, un refugio en el campamento de los españoles, que acaba de establecerse en Thóo. En la próxima madrugada podremos ponernos en camino; nadie nos verá salir de la ciudad, cuando aparezca la aurora habremos ya pasado los dominios de tu padre, y antes de que el sol se oculte en el ocaso, nos encontraremos bajo el amparo de los valientes españoles. Tomaremos un guía que nos conduzca por extraviados senderos, y no creo que seamos tan desgraciados, que no podamos llegar al término de tan corto viaje.

Estas palabras que Benavides pronunció con febril entusiasmo arrancaron un ademán de aprobación al anciano sacerdote.

-Español -dijo Zuhuy Kak inclinando tristemente los ojos-, la hija de Tutul Xiú no tendrá fuerzas jamás para abandonar a su padre.

Benavides abría ya los labios para responder; pero el franciscano le detuvo con un ademán.

-Hija mía -dijo el sacerdote mirando a la joven itzalana con benévola ternura-, no escuches la voz del amor, que con su ceguedad y entusiasmo suele precipitar a la desgracia. Pero escucha, a lo menos, los consejos de un anciano, que no tiene otra mira que el bien de las almas y la felicidad de los pueblos.

-Habla, sacerdote -respondió la joven-; sabes con cuánto ardor he solicitado siempre la sabiduría que fluye de tus labios.

-Respóndeme con sinceridad -repuso el franciscano-. ¿Qué sería de ti, Zuhuy Kak, si te obligasen a casarte con el hijo del señor de Sotuta?

-Labraría mi eterna desventura.

-¿Y si en cambio de esta desventura eterna, te propusiesen una separación momentánea del lado de tu padre, que daría por resultado tu unión con el hombre que amas, la felicidad del país en que naciste y, por último, el perdón de tu mismo padre?

-Aceptaría, sacerdote -respondió con entereza Zuhuy Kak.

-Pues bien, hija mía, sigue a nuestro joven amigo al campamento de   —144→   los españoles, y esos grandes resultados no se harán aguardar mucho tiempo.

Una expresión de duda se pintó en el semblante de Zuhuy Kak. El anciano comprendió lo que pasaba en su espíritu y prosiguió:

-Estoy herido y no puedo acompañaros en vuestra fuga.

-Padre mío -interrumpió Benavides-, no nos faltará modo de llevaros.

-El camino que vais a emprender -repuso el sacerdote-, está sembrado de peligros y fatigas. Cargar con un hombre, como yo, es lo mismo que entregaros en manos de vuestros verdugos. Es inútil que insistáis -añadió al ver que Benavides hacía un movimiento para hablar-. Con tanta más razón, cuanto que conviene a mi propósito quedarme en Maní. Escuchadme... y tú principalmente, hija mía.

El anciano se detuvo un instante y continuó:

-Cuando amanezca el día de mañana, tu padre llorará la fuga de su hija y temerá ver entrar de un instante a otro en su capital a los feroces guerreros del señor de Sotuta. Su pena y su temor lo harán venir a mi choza y yo le diré: «Quisiste forzar el corazón de tu hija, y tu hija ha corrido a refugiarse al campamento español. Si la amas, como dices, vuela a abrazarla en su nuevo asilo; si temes a los guerreros de Sotuta, los españoles son poderosos; forma alianza con ellos, y Nachi Cocom no osará meter en tus dominios uno solo de sus vasallos...». Cuatro años hace que conozco a Tutul Xiú y espero en Dios que lograré persuadirlo. Entonces, hija mía, tu padre irá a verte a Thóo, abrazará dos hijos en lugar de uno y su pueblo no tendrá que temer nada del orgulloso cacique de Sotuta.

-Sacerdote -dijo Zuhuy Kak con tranquila conformidad-, hace mucho tiempo, que estoy acostumbrada a escuchar tu voz como a un oráculo de los dioses y creo en tu predicción.

-¿Con qué aceptas mi oferta? -le preguntó Benavides.

La joven, por toda respuesta, extendió tristemente su mano al español.



  —145→  

ArribaAbajoCapítulo XV

Conversión de Zuhuy Kak



    No de amor mundanal la sed me inspira,
no la belleza terrenal me inflama;
cristiana fe mi cántico respira,
ella en mi pecho su dulzor derrama,
y siento por su influjo soberano,
armoniosa la voz, diestra la mano.


Foxa                


-Hija mía -dijo entonces el anciano sacerdote-, ahora que vas a emprender una marcha peligrosa y a vivir por algún tiempo entre cristianos, quiero que aprovechemos las pocas horas que nos quedan de estar reunidos, en un asunto de grave importancia para ti, y por cuya realización he dirigido mil veces al cielo mis más fervientes oraciones.

-¿Vas a hablarme acaso de mi conversión al culto cristiano?

-Sí, Zuhuy Kak. Tu alma es aun más hermosa que tu cuerpo, y es digna de ocupar un lugar preferente en la santa milicia del Crucificado.

-Sacerdote -repuso la joven con respetuosa tranquilidad-, varias conferencias hemos tenido, en que me has explicado tu religión, y siempre te he manifestado al fin de ellas que deseaba morir en el culto de mis padres.

-Lo recuerdo muy bien -insistió el sacerdote-. Pero hasta entonces, Zuhuy Kak, no te había hablado más que de los santos dogmas que constituyen la religión verdadera. Ahora quiero que la consideremos bajo otro aspecto. He hablado a tu inteligencia, y no he tenido la dicha de convencerte. Ahora quiero tocar tu corazón, y un secreto presentimiento me dice que logrará conmoverte muy pronto. ¿Sabes qué es el amor, hija mía?

El semblante de la joven itzalana se iluminó con una dulce sonrisa.

-¡El amor! -dijo con voz conmovida-. El amor es para la criatura humana lo que la tierra y la lluvia para las plantas, lo que el agua para el pez, lo que el aire para las aves, lo que el aroma para las flores. Sin el amor no soportaríamos los sinsabores de la vida, porque el peso de la existencia nos arrastra a la muerte, como una barca cargada del peso de innumerables   —146→   guerreros, se hunde en los profundos abismos del mar. Y lo he experimentado por mí misma. Cuando era niña, el amor de mi madre era toda mi existencia. Apenas se alejaba de mí derramaba raudales de lágrimas. Y solo dejaba de llorar cuando me estrechaba en sus brazos y enjugaba mis ojos con sus labios. Cuando tuve algunos años más, mi amor se extendió a todos los niños que me acompañaban en mis juegos infantiles. Cuando murió mi madre, me hubieran enterrado en la misma tumba que a ella, si mi padre no hubiese besado a tiempo mi frente para recordarme que aun quedaba alguno que me amase sobre la tierra. Y ahora... ahora, sacerdote...

-Concluye, hija mía -repuso dulcemente el franciscano-. No temas decir tu último amor, porque en el mismo libro inspirado por la sabiduría divina, se halla escrito que los hijos abandonarán a sus padres por la irresistible pasión del amor.

-Pues bien: ya te lo he dicho. Si en lugar del hombre a quien eligió mi corazón, me obligaran a enlazarme a otro para apartarme del primero, pasaría toda mi vida llorando... ¿qué digo? moriría en poco tiempo, y la última señal de vida que diese sería una lágrima desprendida de mis ojos.

-Hija mía -dijo el sacerdote-, la mujer que comprende el amor como tú, no puede cerrar por más tiempo su corazón a las dulzuras de la doctrina católica. El evangelio, Zuhuy Kak, es el canto más dulce de amor y más rico de caridad, que se ha escuchado jamás sobre la tierra. Jesús, su divino protagonista, es el amor en acción. Se humaniza por el amor, predica el amor, sufre por el amor y muere amando en la Cruz.

Presta toda tu atención a lo que voy a decir y no temas comunicarme ninguna de tus impresiones.

Hubo un tiempo, hija mía, en que todo el mundo estaba entregado al culto de los ídolos, como el país en que naciste. Un solo pueblo escogido por la Providencia guardaba el culto del verdadero Dios; pero este pueblo era tan pequeño, que por ningún medio humano podía atacar la idolatría que tan profundas raíces había echado en la tierra. El creador se compadeció de la miseria en que se arrastraba la criatura, y su santa misericordia quiso poner el remedio.

¿Cuántos recursos podía encontrar la inteligencia divina para la gran obra de la regeneración? Su amor inmenso por la criatura le hizo escoger a Jesús, su hijo, para la consumación de la obra y le envió a sufrir todo género de dolores en la tierra. ¿Quién podía enseñar con mejor motivo el amor, que el que por amor se avenía a bajar al mundo para padecer?

Por eso la vida de Jesús es tan hermosa. Con el ejemplo propio y con la palabra enseña el amor a cuantos quieren seguir sus pasos y escuchar su doctrina. Encuentra un día una mujer a quien el pueblo es una gran pecadora. Pero Jesús, que ha obrado una inmensa revolución en el mundo moral con estas cuatro palabras: amada a vuestro enemigos, ama a aquella mujer, aunque pecadora, y detiene la saña de sus verdugos con otra lección tan sublime como la primera; el que no haya pecado tírele la primera piedra.

Cada una de sus parábolas es un poema de amor y humanidad.   —147→   Lázaro, pobre mendigo, cubierto de lepra y desechado por el mundo, se arrastra hasta el suntuoso palacio del rico para pedirle un pedazo de pan. El rico celebra un espléndido festín en que los manjares son tan ricos como abundantes; pero no encuentra una migaja para el leproso mendigo, y le manda arrojar ignominiosamente de su palacio. El cielo no tarda en castigar al que faltó al amor y a la caridad. El rico, después de muerto, gime en un lecho de llamas: ve que el méndigo lanzado de su casa, disfruta de eterna ventura en una mansión deliciosa y le pide una gota de agua para apagar su sed.

Pero llega el tiempo en que Jesús de la prueba del amor más sublime que ha germinado jamás en el universo. Un pueblo enfurecido se apodera del justo, le condena precipitadamente contra las leyes de la tierra y le clava en una cruz ignominiosa. El brutal placer de la sangre detiene al pueblo deicida ante el afrentoso patíbulo, goza infernalmente con la agonía de su víctima, se burla de sus padecimientos e insulta su dolor. Un hombre cualquiera, en el lugar de Jesús, hubiera blasfemado en aquel momento supremo; un hombre de alma privilegiada hubiera mirado con estoica indiferencia aquel último sinsabor de la vida; pero el santo de los santos, el justo, el grande, el hijo de Dios en fin, dirige una mirada de compasiva ternura a sus verdugos, eleva los ojos al cielo y muere exclamando: ¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!

-¿Hay, hija mía -añadió el sacerdote al concluir aquel sublime episodio del evangelio-, hay en la vida de los dioses de tu patria un rasgo tan hermoso y tan grande, como el que acabo de contarte?

-Los dioses de los macehuales -respondió Zuhuy Kak-, fueron durante su peregrinación en la tierra reyes poderosos, grandes sabios, valientes guerreros o inventores de las artes necesarias a la vida. Itzamatul fue un cacique tan famoso por su sabiduría, como por su poder, que gobernó mucho tiempo en paz sus numerosos estados, conteniendo a sus enemigos más bien con sus leyes, que con sus armas. Kukulcán, Kakupacat y Hchuy Kak fueron unos guerreros tan llenos de valor como de sagacidad, que salieron siempre vencedores en las batallas. Xazaluoh inventó las telas de algodón con que se visten los macehuales; Xchebelyax, el arte de pintar y bordar y Citbolotún, la ciencia de curar las enfermedades; Xocbitún cantaba con mayor melodía que las aves en medio de una floresta y Xkinxooc alegraba a los dioses con la armonía de un simple caramillo.

-Basta lo que acabas de decirme -repuso el franciscano-, para formar una comparación entre los dioses vanos de tu culto y el santo hijo del Dios verdadero, que plantó en el mundo la religión cristiana. Pon la mano sobre tu corazón, hija mía, y responde a mis preguntas. ¿Qué impresión experimentas a la vista de un guerrero afamado por su valor?

-Le admiro; pero siento que mi corazón se oprime y atemoriza al considerar la sangre que ha derramado con sus armas.

-¿Y a la vista de un sabio?

-Le admiro también; pero me encuentro ten pequeña, y tan ignorante a su lado, que bajo los ojos llena de confusión, ante el fuego de su mirada.

  —148→  

-¿Y ante el justo, santo y virtuoso?

-¡Oh! a ese le amo, le echo los brazos al cuello y humedezco su semblante con lágrimas de placer.

-Pues esa es, hija mía, la diferencia que existe entre los dioses de tus padres y el Dios de los míos. Los valientes soldados y los sabios inventores son adorados por temor o admiración. El humilde hijo de un carpintero de Judea, que no predicó el culto con la pompa del sabio ni el clarín del guerrero, es adorado por la sublimidad de su doctrina y la excelencia de sus virtudes. Por eso los sacerdotes de este país, ministros de los dioses de la destrucción, ponen muchas veces su pie sobre la garganta de los reyes y empapan los altares con la sangre de las víctimas. Por eso también el sacerdote de Cristo, que comprende la doctrina de su maestro, predica el amor, practica la caridad, vive con sencillez y huye de la pompa y del poder para cumplir con el precepto que Jesús le dejó escrito en el evangelio: mi reino no es de este mundo... ¿Cuál de los dos cultos es preferible, hija mía?

Zuhuy Kak inclinó la cabeza, humillada por esta comparación, en sus sentimientos patrióticos y religiosos. Al cabo de un instante dijo con voz reposada.

-Siento que tu discurso va iluminando por grados mi entendimiento, como el rosado crepúsculo de la aurora sacia la tierra de las tinieblas de la noche. Quisiera defender la religión de mis mayores de los rudos golpes que le asesta cada una de tus palabras; pero conozco que los dioses caen como débiles guerreros ante la fortaleza del brazo de Jesús. ¡Ay! yo me he horrorizado tantas veces de la sangre de las víctimas inmoladas en los altares, tantas veces he oído quejarse a mi padre del orgullo y de la influencia de los sacerdotes, que como la tierra preparada por la humedad de las primeras lluvias, conozco que la semilla está germinando muy pronto en mi corazón. Si la religión de Jesús es tan dulce como aseguras, si todos los cristianos la practican, si todos los sacerdotes son como tú, ¡cuán feliz debe ser la tierra de Castilla!

-Hija mía -repuso con humildad el franciscano-, yo soy un sacerdote indigno de Cristo, pero procuro vivir conforme a su doctrina. Dices que la tierra de Castilla debe ser feliz; pero ¡ah! ¡hay allí tantos olvidados de la santa doctrina de Jesús!... Existen allí sacerdotes, que como los sanguinarios ministros de Kinchachauhaban, asesinan a sus hermanos en las hogueras de la Inquisición. Existen allí también sacerdotes, que olvidando la humildad de su divino maestro y aguijoneados de su ambición, se sientan en los consejos de los reyes y aun portan las armas del guerrero. Estos ministros del culto son tan funestos allí como en el país de los macehuales. Pero llegará un día en que el mundo conozca su error y los haga vivir conforme a la doctrina de Jesús. Porque, te lo repito, hija mía: estos abusos son muy ajenos de la índole mansa y humilde de la religión cristiana. Lo contrario sucede con el culto de los dioses; el poder sacerdotal y la sangre de los sacrificios está en la esencia de vuestra idolatría, y en eso consiste uno de sus vicios principales.

-Sacerdote -dijo Zuhuy Kak-, me haces fluctuar en una indecisión terrible. Paréceme que los dioses de mi patria me lanzan miradas llenas   —149→   de cólera y que aprestan los rayos de su venganza para aniquilarme.

-¡Pobre hija mía! Comprendo la ansiedad de tu corazón, porque sé la fuerza que tienen las preocupaciones arraigadas desde la infancia. Pero voy a darte la última prueba de que la religión de Cristo es la religión del amor y la señal más cierta de su origen divino para acabar de vencer tu resistencia. Según la religión de los dioses ¿qué premios alcanzan los justos en el otro mundo?

-Los sacerdotes dicen que el paraíso está sembrado de mil delicias para los guerreros que hayan muerto mayor número de enemigos en la tierra.

-Esa, hija mía, es una doctrina horrible y perniciosa, engendrada por la ambición, y que también ha hecho derramar torrentes de sangre en un mundo más civilizado que el país en que viste la luz primera. La religión de Cristo, fundida en el amor de la humanidad, no puede menos que horrorizarse a la vista de una gota de sangre, y el que perdonó a sus enemigos al espirar en un patíbulo afrentoso, no puede aprobar nunca la venganza y la destrucción. Pero nos hemos apartado ya -añadió el religioso- del objeto de mi pregunta. Deseaba saber, Zuhuy Kak, el tesoro de placeres que encierra para los justos el paraíso de los macehuales. Pero no te obligaré a decirlo porque noto tu embarazo. Un sacerdote de Kinchachauhaban a quien convertí en Champotón, me reveló cuál es ese tesoro de placeres. ¿No es verdad, hija mía, que el premio asignado a los justos y a los guerreros es un conjunto de mujeres hermosas y siempre vírgenes, de cuyas gracias y favores disfrutan eternamente?

A la claridad de las llamas del fogón que iluminaban la choza, vio el sacerdote subir el color de la vergüenza a las mejillas de la joven itzalana.

-¿Te ruborizas, hija mía? -preguntó el franciscano-. ¡Ah! En la religión de Jesús, que es tan casta y tan pura, como la vida de su divino autor, no hay nada que haga ruborizar a una virgen, ni que ofenda a la delicadeza de la moral. Fundada en el espiritualismo más puro, solo los placeres del alma, como únicos verdaderos, ocupan lugar entre las promesas de Jesús.

-¿Cuál, pues, es el premio que aguarda al justo en el paraíso cristiano?

-Dios que formó al hombre a su imagen y semejanza, conoce profundamente lo que puede llenar del todo el corazón humano. Sabe que el amor es la vida de la criatura, y le recompensa, con un amor eterno las virtudes que practica en la tierra. Ese amor es el mismo Dios, porque si fuera algún amor a la criatura, sería tan perecedero como esta, y la felicidad dejaría de existir, desde el momento en que se tuviese idea de que puede un día llegar a su término.

Recorre, hija mía, con el pensamiento todos los amores de la tierra, y verás como por solo esta causa están sembrados de sinsabores. El niño que sonríe de amor y gozo en el regazo de una madre, hace oír sus gemidos y sollozos cuando esta deja de mirarle y halagarle con sus caricias. El hombre que tiene la felicidad de encontrar el mejor amigo sobre la tierra, sería completamente dichoso por la amistad, si pudiera confiar enteramente en el mejor amigo como en sí mismo; si pudiera revelarle todos sus secretos, si acertara   —150→   a contar con su afecto para siempre... pero todo esto falta en la amistad por más estrecha que sea. Ved a dos jóvenes hermosos ligados con el dulce juramento de amarse toda su vida. ¡Cuán felices deben ser!... sin embargo, no pasa una hora de su existencia en que no experimenten un sinsabor; la misma pasión que los domina los hace encelarse hasta del aire que respira el objeto amado; el más ligero capricho que deja de satisfacerse acarrea una recriminación, el temor que su cariño pueda terminar algún día, arranca las lágrimas a sus ojos. Ved a esos padres rodeados de sus tiernos hijos, sonriendo con el amor más grande que embellece la tierra. No hay duda que serían completamente felices, si pudieran desechar el temor de que aquellos niños pudiesen ser un día arrebatados de su vista por la muerte; de que en algún tiempo se vean obligados a vagar en el mundo sin apoyo y agobiados por la miseria, de que alguna vez acaso, olvidados de los santos principios en que han sido educados, deshonren el nombre que han recibido y se precipiten en el caos de la perdición...

Por eso los amores de la tierra, aunque halaguen dulcemente el corazón, jamás le llenan completamente.

Pero el amor de Dios es más grande que la luz del sol, que todo lo ilumina, y vivifica. El amor de Dios de que gozan los justos en el paraíso cristiano, es imperecedero, completo, intenso, profundo, invariable, lleno de confianza y de dulzura. El objeto amado no se aparta nunca de la vista, no hay temor de que se aleje algún día de nuestro lado y de que nos olvide por otro objeto, como hace la madre, el amigo, el esposo y el hijo. No participa de los celos de un amor juvenil, ni de las tempestades de una pasión. Es manso y dulce, como la misma doctrina de Jesús, y por lo mismo, dura eternamente y no fastidia jamás. El amor de Dios, en fin, llena mejor el paraíso cristiano, que todas las riquezas del mundo, que todas las melodías imaginables, que todas las hermosuras de toda la tierra; porque todos estos placeres de los sentidos imaginados por la idolatría y por los poetas sensuales, son tan groseros, como los sentidos mismos, y fastidian apenas se gustan. Pero el amor de Dios es la llama que vivifica el espíritu de los justos, y el día que esa llama se apagase, el universo todo se hundiría en la nada.

Zuhuy Kak había escuchado con profunda atención al religioso. La delicadeza de su espíritu, la pureza de sus sentimientos y la sensibilidad de su corazón, lo habían hecho comprender y concebir maravillosamente cada una de las bellezas, que las palabras del anciano iban desplegando ante su vista. Conoció que acababa de obrarse una gran revolución en todo su ser, y cayó de rodillas junto al lecho del sacerdote.

-Padre mío -le dijo-, la planta regada hace tanto tiempo con el elemento de tus exhortaciones, acaba de producir, con el último rocío, el fruto que deseaba tu corazón. ¿Qué debo hacer para llamarme cristiana?

El franciscano elevó los ojos al cielo y juntó sus manos temblorosas en ademán de gratitud. Acababa de ver realizado uno de sus más hermosos ensueños.

-Hija mía -respondió con voz conmovida-, la iglesia inicia a los hombres, en la santa religión de Cristo, lavando todas sus manchas   —151→   y fortaleciendo su espíritu, con el agua regeneradora del bautismo. ¿Quieres bautizarte?

-Si no temes que mi ignorancia profane el agua sagrada ¿para qué hemos de aguardar más tiempo?

-Podía aguardar a que llegásemos al campamento de los españoles, para que recibieses tan santo sacramento con todas las ceremonias establecidas por la iglesia. Pero vas a emprender un viaje sembrado de dificultades, y mejor es que las arrostres con el valor que infunde la fe de Jesús.

A una señal del anciano, Benavides tomó un vaso de barro, lo llenó del agua contenida en el cántaro de la choza y la presentó al sacerdote. Este murmuró sobre el agua las palabras consagradas por el rito, y la bendijo fervorosamente. Enseguida se volvió a la joven y le dijo.

-En tu gentilidad, hija mía, llevaste el nombre de una diosa del paganismo; ahora vas a hacerte cristiana y llevarás el nombre de la Madre de Jesús, que es el más hermoso que pueda tener una mujer. Te llamarás María.

Entonces levantó el vaso sobre la cabeza de la joven y la bautizó según el rito establecido por la iglesia.

-María -dijo enseguida el sacerdote radiante de alegría-, ven a abrazarme por última vez y piensa luego en tu salvación.

Zuhuy Kak, que había permanecido de rodillas durante las ceremonias del bautismo, se levantó al punto y estrechó con sus torneados brazos el cuello del anciano. El religioso imprimió en su frente un ósculo paternal y le dijo:

-Hija mía, ya la noche ha avanzado más de lo que esperaba, y es preciso que pienses en los preparativos de tu marcha.

-Sacerdote -respondió la joven-, todos mis preparativos se reducen a recomendar a mi vieja amiga el cuidado de tu herida, a suplicarte que ilumines el espíritu de mi padre, como has iluminado el mío, y a mandar buscar un guía que nos conduzca con seguridad al término de nuestro viaje.

-No olvidaré la recomendación que me haces sobre tu anciano padre. Tutul Xiú es un amigo a quien estimo demasiado, su decisión debe influir de un modo directo en tu felicidad y juro hacer cuanto esté de mi parte para conducirle al término que deseamos.

-Ese beneficio -repuso Zuhuy Kak-, quedará grabado para siempre en mi corazón.

Enseguida se acercó a Xchel, y después de hablar con ella algunas palabras, la anciana se levantó del umbral de la puerta en que se hallaba sentada, y se alejó de la choza.

-Amigo mío -dijo entonces Zuhuy Kak a Benavides-, he mandado buscar a nuestro guía. Es un joven de tu edad, hijo de Xchel, que me quiere más bien como a hermana, que como a hija de su señor. Es tan inteligente como honrado, y no tendremos que temer nada de su compañía. Se llama Nahau Chan.

-Sacerdote -añadió volviéndose al franciscano-, he recomendado tu curación a la sabiduría de mi amiga. Únicamente tendrás que sufrir los   —152→   salmos de la superstición con que aplica sus remedios.

-¡Quién sabe -respondió el franciscano-, si no la haré callar, convirtiéndola al cristianismo!

Diez minutos después volvió a entrar Xchel en la choza, acompañada del joven Nahau Chan. Los dos españoles le examinaron con una mirada, y manifestaron su aprobación con un ademán. Zuhuy Kak le dirigió algunas palabras en el idioma del país, que vamos a traducir a nuestros lectores.

-Este joven español y yo deseamos trasladarnos a Thóo. ¿Puedes servirnos de guía?

-Sí -respondió lacónicamente Nahau Chan.

-¿Cuándo llegaremos saliendo en este momento?

-Mañana antes de ponerse el sol.

-¿Podrás conducirnos por senderos poco frecuentados?

El joven respondió únicamente con un signo afirmativo.

Zuhuy Kak se arrojó entonces por última vez a los brazos del anciano sacerdote, y con los ojos arrasados de lágrimas y la voz ahogada por los sollozos:

-Sacerdote -le dijo-, mi padre... no lo olvides... consuela su dolor...

-¿No te he jurado, hija mía, que no lo olvidaré?

Benavides abrazó también al religioso y por un instante confundieron silenciosamente sus lágrimas.

-Idos, hijos míos -les dijo al fin el franciscano-. Acaso entre pocos días nos volveremos a ver.

Los dos jóvenes se desprendieron entonces de sus brazos, y asidos de la mano y sin levantar la cabeza, salieron, por último de la choza, precedidos de su guía.

imagen

...Te llamarás María...



  —153→  

ArribaAbajoCapítulo XVI

Otra celada de Kan Cocom



    Y de Ajataf junto al seno
...va la cristiana,
y vanidosa al sentirla
se esfuerza la yegua blanca,
que pide a la tierra espacio
que roba a los vientos alas.


Asquerino                


La atmósfera estaba limpia de vapores y las calles de la ciudad se hallaban iluminadas espléndidamente por la claridad de la luna. Los tres jóvenes se acogieron instintivamente a la sombra proyectada por los árboles y los edificios, y empezaron a caminar en silencio, atravesando de un extremo a otro la población.

Nahau Chan caminaba por delante a una respetuosa distancia, y le seguían Benavides y Zuhuy Kak, asidos todavía de las manos, y sintiendo latir precipitadamente su corazón entre las concavidades de su pecho.

La joven se detuvo repentinamente, soltó la mano del español y cayó de rodillas. Benavides se detuvo también y la miró lleno de asombro.

-Extranjero -dijo Zuhuy Kak con la vista clavada en un gran edificio que los guarecía con su sombra-; este es el palacio de mi padre... el pobre anciano debe dormir allí tranquilamente, bien ajeno de sospechar que en este instante le abandona su hija.

-Amada mía -dijo Benavides, presentándole su mano para levantarla-: ¿no nos ha dicho nuestro buen amigo el religioso que en poco tiempo volverás a verle?

Pero la joven, embebida en su dolor, no escuchaba aquella voz tan querida.

-¡Padre mío! -continuaba con voz entrecortada por sus sollozos-, perdóname... yo te amo como amé a mi madre... derramaría por ti la última gota de mi sangre... pero el enemigo de nuestro nombre ha querido abusar de tu debilidad... no quiero ser la víctima de tan horrible sacrificio... y me alejo de tu lado... perdóname... perdóname... ¡adiós!

  —154→  

Y la joven inclinó la cabeza sobre su pecho y mojó sus vestidos con el agua del dolor.

-Zuhuy Kak -dijo Benavides aprovechando esta tregua concedida por el abatimiento-, es muy peligroso detenernos en este lugar. Tenemos enemigos que podrían sorprendernos. Enjuga tus lágrimas, levántate y prosigamos nuestro camino.

La joven se levantó repentinamente y se arrojó a los brazos del español.

-Bien de mi alma, luz de mis ojos -le dijo cariñosamente-, te juro por el Dios de los cristianos que he empezado a adorar esta noche, que si no estuvieras en este momento a mi lado, correría al dormitorio de mi padre, le despertaría con mis caricias y le pediría perdón del mal pensamiento engendrado en mi espíritu... Pero estás aquí... te veo... tu presencia me anima y el amor me empuja... ¿No me has jurado que me amarás siempre?...

Benavides cortó el discurso de la joven con un beso ardiente que imprimió en sus labios. Zuhuy Kak enjugó sus ojos, probó una sonrisa y continuando su marcha:

-Vamos -dijo al español-. Perdamos cuanto antes de vista este palacio.

El guía que había sido levantado de su lecho para emprender aquel viaje, se hallaba dormitando arrimado a una pared, y Benavides necesitó tocarlo en el hombro para que continuase caminando.

Toda la población parecía sumergida en ese silencioso recogimiento, que domina a la naturaleza en las altas horas de la noche. El canto de algún gallo y el estridor de los insectos nocturnos se hacían oír únicamente por intervalos desiguales. Los pasos de los viajeros resonaban sobre la tierra endurecida de las calles con un eco mayor del que convenía a unos tímidos fugitivos.

De súbito apareció la cabeza de un hombre tras la esquina de un edificio, por donde debían pasar los viajeros. Se puso a examinar detenidamente los tres cuerpos que se acercaban, y al cabo de pocos instantes, una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios. Luego, temeroso sin duda de ser sorprendido por Nahau Chan que se aproximaba ya demasiado, corrió de puntillas por la calle lateral y se ocultó tras la jamba de piedra de una puerta del mismo edificio.

Cuando los tres viajeros hubieron pasado, sin volver siquiera la cabeza hacia la calle en que se ocultaba el importuno observador, este salió de su escondite y volvió a colocarse en la esquina, para mirar sin duda el camino que iban a tomar. Cinco minutos después abandonó su observatorio, dio suavemente dos golpes en la puerta mencionada, y esta se abrió, gimiendo sobre su quicio de piedra.

Aquel edificio era la casa destinada por Tutul Xiú para la residencia de los embajadores de Sotuta.

Entretanto los viajeros continuaban tranquilamente su camino. Nahau Chan, dominado todavía por el sueño, y Benavides y Zuhuy Kak, sumergidos profundamente en un piélago de reflexiones, habían rozado casi sus vestidos   —155→   con los del observador nocturno, y habían pasado sin sospechar su existencia.

Pocos minutos después habían pasado ya los límites de la población y entrado en un camino bastante ancho y despejado para las costumbres locomotivas del país. Zuhuy Kak se detuvo un instante a reflexionar.

-Amigo mío -le dijo a Benavides-, me parece este un sendero demasiado descubierto y principal para dos pobres fugitivos.

-Pero apenas estaremos a las doces terceras partes de la noche -respondió el español-, por todo nuestro tránsito hemos encontrado la más completa soledad y me parece que vamos aquí tan seguros como por un camino de Castilla.

-Consultaremos a nuestro guía -repuso Zuhuy Kak.

Y llamando al joven por su nombre, le preguntó:

-¿Qué camino es este, Nahau?

-El de Chapab -respondió el guía con ese laconismo peculiar de los indios.

-¿Es el mejor para llegar a Thóo?

-Y el más corto.

-¿No hay otro menos conocido para llegar a Chapab?

-Yo me he criado en este bosque y puedo conducirte a través de los árboles.

-¿Crees que corramos en este el peligro de ser descubiertos?

El guía consultó con los ojos la bóveda celeste sembrada de estrellas.

imagen

...y el generoso bruto, como si comprendiera la noble misión confiada a sus fuerzas...

  —156→  

-Llegaremos antes de la aurora a Chapab y no encontraremos un solo hombre en nuestro camino.

-Pues continuemos por este -repuso Zuhuy Kak.

Y la marcha volvió a emprenderse sin nueva discusión.

Tres horas después los viajeros empezaron a encontrarse con las primeras chozas de paja del pueblo de Chapab. El pronóstico del guía se había cumplido con exactitud, porque aun no había amanecido. Pero había en la población un ruido desusado y un movimiento incomprensible. La rústica armonía de los tunkules y caramillos hacía oír sus discordantes sonidos: gritos de una muchedumbre alegre y agitada se elevaban al cielo estrepitosamente y la luz de algunas candeladas lejanas luchaban con la claridad de la luna.

Los tres viajeros se detuvieron nuevamente bajo la sombra de algunos árboles.

Benavides y Zuhuy Kak se miraron un instante en silencio.

-Nahau -preguntó la joven-, ¿comprendes el motivo de esa música, de esos gritos y de esas candeladas?

El guía economizó las palabras y se encogió de hombros.

-¿Celebra hoy el pueblo de Chapab alguna festividad a los dioses?

Nuevo encogimiento de hombros de Nahau Chan.

-Veamos -prosiguió la joven-, explícame las calles que deba tomar para salir del pueblo al camino de Sacalum, sin pasar por la plaza en que se hace el alboroto. El español y yo tomaremos la ruta que nos designes para no encontrar a nadie, y tú, que no tienes ningún motivo para ocultarte, pasarás por la plaza a averiguar lo que sucede. Nosotros te esperaremos a la salida del pueblo.

El guía se vio obligado a desplegar los labios para marcar el itinerario de los fugitivos. Comprendida su explicación, estos tomaron una calle lateral y Nahau Chan se dirigió a la plaza.

Cinco minutos después de haber llegado Zuhuy Kak y Benavides al punto designado del otro extremo de la población, Nahau Chan se les presentó con una cara radiante de alegría.

-¿Qué noticias traes? -preguntó Zuhuy Kak.

-¡Excelentes! -respondió el guía-. La música, los gritos y las hogueras están llamando a los macehuales para contemplar un gran espectáculo que tendrá lugar a la salida del sol.

El entusiasmo prestaba una elocuencia inconcebible a Nahau Chan.

-¿Qué espectáculo es ese? -volvió a preguntar la joven.

-El sacrificio de un terrible enemigo en los altares de los dioses.

Benavides se estremeció. Zuhuy Kak sintió correr por sus venas el frío del terror.

-¿Y quién es ese enemigo?

-Un extranjero sorprendido por algunos macehuales de Chapab a las inmediaciones de Thóo.

Los dos jóvenes estuvieron a punto de lanzar un grito de horror.

-¿Le viste tú?

-Sí; es uno de esos monstruos de cuatro pies, que lanzan aullidos   —157→   espantosos, y que en las batallas rompen la cabeza de los macehuales con sus cascos, relucientes.

-¡Un caballo! -exclamó lleno de gozo el español.

Y volviéndose a Zuhuy Kak, le dijo en castellano:

-Ese caballo fugado del campamento español y sorprendido en la selva, según asegura nuestro guía, es hoy para nosotros de inmensa utilidad. Si pudiéramos adquirirlo, acaso antes del día llegaríamos a Thóo.

-El cacique de Chapab es un delegado de mi padre -respondió la joven-, y tal vez presentándome en su nombre me entregaría el caballo.

-Haz la prueba, amada mía -repuso el español-, y así evitaremos las fatigas y los peligros del viaje.

Zuhuy Kak no se hizo de rogar. Apenas llegó a la plaza, el primer objeto que distinguió a la claridad de las hogueras, fue un hermoso caballo de color oscuro, atado al tronco de un seibo corpulento. El noble animal levantaba incesantemente la cabeza, hería el suelo con los brazos, relinchaba de espanto y se encabritaba a la vista de tantas figuras desnudas, que gritaban horriblemente y atizaban a cada instante el fuego de las hogueras.

El caballo se hallaba en el centro de un ancho círculo, formado por una multitud de indios sentados en toscos bancos de madera, o puestos de cuclillas sobre la yerba, según su costumbre. Zuhuy Kak no tardó en informarse de que entre los sentados en los bancos, se hallaba el cacique y los sacerdotes principales, y deseando terminar pronto su comisión, entró resueltamente en el círculo.

-Hermosa flor de Maní -le dijo una voz respetuosa-, ¿qué motivo te ha obligado a visitar tan temprano mi pueblo?

Zuhuy Kak volvió la vista hacia donde había sonado la voz, y a la luz de una hoguera cercana, distinguió entre la multitud las facciones del cacique.

-Batab -le dijo-, mi padre supo en la noche la rica presa que sus vasallos de Chapab hicieron en el campamento español, y he venido a solicitarla en su nombre para que sea sacrificada en los altares de Maní.

El cacique y los sacerdotes que le rodeaban, se miraron llenos de consternación. Zuhuy Kak sorprendió esta mirada y añadió al instante:

-Lo único que desea mi padre es que tan importante ceremonia tenga lugar en la capital de sus dominios para darle mayor solemnidad y agradar mejor a los dioses. Pero os invita a todos los habitantes de Chapab a que asistáis mañana al salir el sol a presenciar el sacrificio en Maní; tiene determinado que el pecho de la víctima sea abierto por los sacerdotes de este pueblo y el cuerpo será entregado, según las prácticas sagradas, a los que hicieron la presa con su valor.

El cacique y los sacerdotes aplaudieron la religiosidad de Tutul Xiú.

-Y bien -dijo el primero-, mañana antes de salir el sol nos hallaremos agrupados todos alrededor de la víctima en la capital de tu padre. ¿Quiénes son los que han de llevar ese monstruo hasta Maní?

-Los capitanes de mi escolta -repuso Zuhuy Kak- se han quedado a aguardarme a la entrada del pueblo. Únicamente vino conmigo, Nahau Chan y este será el que se encargue de tan delicada misión.

  —158→  

Zuhuy Kak hizo buscar a Nahau Chan, que no la había seguido hasta el círculo, y los sacerdotes pusieron en manos del joven la correa de cuero con que se sujetaba al caballo. Nahau Chan, pálido y temblante de emoción, se hizo cargo del peligroso monstruo y lo sacó del círculo.

Pero apenas hubo dado algunos pasos en la plaza cuando la multitud, que veía arrebatarse la víctima del futuro espectáculo, empezó a lanzar aullidos de amenaza y de disgusto; y sin duda se hubiera arrojado a despojar a Nahau Chan si no le hubiera contenido el respetuoso miedo que inspiraba el caballo.

Fue necesario que los sacerdotes explicasen al pueblo la voluntad de Tutul Xiú y que se valiesen de toda su influencia para contener aquella especie de sublevación. Pero el pueblo privado del espectáculo, quiso seguir a la víctima para acabar de satisfacer su curiosidad.

Ya hemos dicho el efecto que producían en el caballo la vista de los indios y la grita de la multitud. Al renovarse estos gritos y aquella visión, el noble animal se encabritó tan furiosamente, que Nahau Chan estuvo a punto de soltar la correa de cuero.

-Mirad -dijo Zuhuy Kak al cacique y a los sacerdotes-, los gritos de esos macehuales van a hacer que se me fugue tan preciosa víctima. Mandad que no me siga ninguno.

La orden fue dada al instante, y así se vio libre Zuhuy Kak de que encontrasen al español a la salida del pueblo, en lugar de ver a los capitanes que había dicho formaban su escolta.

Benavides saludó con un grito de alegría la llegada del caballo, que Nahau Chan conducía lleno de temor. El pobre animal conservaba todavía todos los arreos de montar con que había sido aprehendido, pues los sencillos aborígenes se guardaron muy bien de tocar uno solo, menos acaso por miedo que por respeto.

-Amada mía -dijo el español a Zuhuy Kak-, apoderándose de las riendas del caballo, sin duda el cielo se ha compadecido de nuestras desgracias, pues nos ha enviado este rico tesoro en tan azarosas circunstancias. Este corcel es tan fuerte como brioso, y antes de que el sol decline, podrá llegarnos al término de nuestro viaje.

-Español -respondió la joven-, yo me confío a tu experiencia en los usos de tu patria y haré cuanto me ordenes para nuestra salvación. Solo te ruego que no perdamos el tiempo, porque debe estar ya muy próxima la salida de la aurora.

Benavides, sin replicar palabra, montó a caballo, tomó a Zuhuy Kak en sus brazos, la colocó por delante y volviéndose al guía:

- Nahau Chan -le dijo-, ahora es imposible que nos acompañes, porque tus pies no podrán seguir a ligereza de nuestra carrera.

El guía permaneció impasible, como aquel a quien se hace una advertencia que ni le agrada ni le disgusta.

-Advierte, español -dijo Zuhuy Kak-, que solo Nahau Chan puede conducirnos por senderos extraviados, porque yo solo sé el camino principal de Thóo.

  —159→  

-¡Bah! -repuso el español-; montados sobre este hermoso corcel, podemos atravesar tranquilamente entre millares de enemigos.

La joven bajó la cabeza, llena de confianza en el valor del español.

-Sin embargo -añadió este volviéndose al guía-, creo que puedes servirnos de mucho sin obligarte a seguir nuestra carrera. ¿Adónde conduce en primer lugar este camino?

-A Sacalum -respondió el guía.

-¿Hay alguno más corto para ese lugar?

Nahau Chan respondió con un signo afirmativo.

-Pues bien -prosiguió Benavides-, toma tú ese sendero, camina con cuanta prisa puedas, y al llegar a Sacalum infórmate sobre nosotros. Si no hemos llegado aguárdanos; si hemos pasado regrésate a Maní.

Aprobada por Zuhuy Kak esta medida, Nahau Chan se metió entre los árboles y no tardó en desaparecer.

Entonces Benavides dio con los talones al caballo, a falta de espuelas, y el generoso bruto, como si comprendiera la noble misión confiada a sus fuerzas, partió briosamente al galope. Zuhuy Kak dio un grito de espanto al sentirse conducir con insólita ligereza sobre la garganta de aquel monstruo, fabuloso, de que tantas consejas corrían en la corte de su padre. Pero el español, que con el brazo izquierdo rodeaba su esbelta cintura, la tranquilizó con tan hermosas palabras, que, borrada la primera impresión, la joven empezó a disfrutar verdaderamente con aquel placer, hasta entonces nuevo y desconocido para ella, de viajar con velocidad.

Benavides no se sentía menos feliz. La esperanza de encontrarse pronto en el campamento español, el oscuro ramaje de los árboles que huía ante su presencia, la plateada luz de la luna que alumbraba el camino, aquella hermosa mujer que estrechaba contra su pecho, su negra cabellera que rozaba su frente, la templada brisa que aspiraba, ensanchaban su corazón con goces de inefable dulzura o imprimían en sus labios la sonrisa del placer.

Dos horas hacía que estaban caminando, cuando la claridad de la luna empezó a palidecer, coloreáronse las ligeras nubes que empañaban el firmamento, las copas de los árboles más elevados se iluminaron con una luz blanquecina, el lejano canto de los gallos se aumentó considerablemente y el gorjeo de los pajarillos hizo oír su melodiosa armonía. Pocos momentos después un globo de fuego apareció en un claro del bosque o hirió con sus rayos la pupila de los viajeros.

Acababa de amanecer, y la naturaleza entera sonreía de regocijo.

-Español -dijo Zuhuy Kak-, este camino es muy descubierto y me temo que sea bastante concurrido. El corcel que nos lleva, tus vestiduras y el color de tu rostro van a llamar la atención del primer viajero o labrador que encontremos, ¡y quién sabe lo que será de nosotros!

-Tranquilízate, hermosa mía -respondió Benavides-. Cuando vuelva de su asombro el macehual que nos encuentre, ya el corcel, el español y la itzalana habrán desaparecido de su vista.

-Sin embargo, soy de parecer que antes de llegar a Sacalum, tomemos algún sendero oculto para no pasar dentro de la población.

  —160→  

-Estamos ya cerca de ese lugar.

-Apenas habremos llegado a la mitad del camino.

-¡Pues adelante! -repuso el español.

Y con un nuevo movimiento de sus talones, el caballo partió como una flecha. El aire azotaba el rostro de los viajeros e imprimía un movimiento continuo a los vestidos de Zuhuy Kak; la espesura del ramaje formaba a los lados del camino dos líneas verdes y dilatadas que se confundían en el lejano horizonte; las piedras del camino arrojaban partículas de fuego al contacto de las herraduras del generoso corcel, y las aves huían a bandadas a la aproximación de aquel grupo informe y desconocido, que jamás habían visto cruzar por sus bosques.

De súbito, a veinte pasos de distancia y por delante de los viajeros, las ramas de los árboles se apartaron a la derecha del camino, y dieron paso a un macehual con sus vestidos de algodón desgarrados por las espinas.

-¡Nahau Chan! -exclamó Zuhuy Kak al pasar junto a él arrebatada por la velocidad del caballo.

-¡Oíd! -gritó el indio con todas sus fuerzas echando a correr tras los viajeros.

Benavides detuvo el caballo al tiempo que Nahau Chan pasaba junto a él.

-Joven -le dijo el español-, tu corres como los conejos de estos bosques.

-Siempre he ganado el premio de la carrera en nuestros juegos -respondió Nahau Chan-. Pero oíd lo que importa. Acabo de alcanzar en mi carrera a un indio, que como yo, venía de Chapab.

-¿Y qué?

-Este indio me preguntó si iba como él a juntarme con Kan Cocom, que en la madrugada había salido de Maní.

-¡Ah! -exclamó Zuhuy Kak.

-Preguntele yo -continuó Nahau Chan- el lugar en que se hallaba Kan Cocom, pero conociendo él sin duda por mi pregunta que no era de los suyos, se negó a responderme y yo he venido a preveniros por si el aviso puede serviros de algo.

-Español -dijo Zuhuy Kak-, no nos queda otro recurso que tomar un sendero excusado donde no se nos espere y no podamos ser descubiertos.

En aquel momento se oyó silbar en el aire una flecha, Benavides se bamboleó sobre la silla, abrió los brazos dando un grito, y resbaló del caballo, arrastrando en su caída a Zuhuy Kak.

Un grito de triunfo arrojado por varias voces se dejó oír en aquel instante al lado derecho del camino. Nahau Chan dirigió la vista en aquella dirección, y en un claro del bosque, a cuarenta pasos de distancia, vio cuatro hombres armados, tres de los cuales se hallaban en pie y el cuarto se levantaba del suelo, enseñando en su mano izquierda un arco sin flecha.

Vuelta Zuhuy Kak de la primera impresión que le causó la caída, se incorporó sobre el lecho de yerbas que la había salvado de lastimarse, y su primera mirada fue para el joven español. Benavides se hallaba tendido boca arriba   —161→   en el suelo, enseñando en su pecho, a la derecha del corazón, una flecha adornada de vistoso plumaje.

-¡Alonso mío! ¡luz de mis ojos! -gritó la joven con una voz que resonó dolorosamente en la selva.

Y se arrojó sobre el cuerpo del español, puso la mano, sucesivamente y con ademán febril, sobre su pecho, sobre su frente, sobre sus brazos, y creyó sentir que no latía ni su corazón, ni sus sienes, ni su pulso. Entonces se puso en pie con un movimiento de espanto, la palidez cubrió su semblante y sus ojos enjutos se dilataron en sus órbitas, porque la violencia de su dolor le había negado el consuelo de las lágrimas.

En aquel momento aparecieron a la orilla del camino los cuatro indios que Nahau Chan acababa de ver en el bosque. En primer término se veía al que llevaba un arco sin flecha, en cuyo semblante descubrió al punto Zuhuy Kak las facciones del hijo de Nachi Cocom.

-¡Desgraciado! -gritó la joven, alzando con ademan de cólera sus brazos-. Siempre los individuos de tu familia han de ser fatales para la mía. ¡Contempla tu obra y gózate en tu triunfo! Pero que la maldición de los dioses caiga sobre mí si algún día te perdono tu crimen.

Zuhuy Kak en medio de su dolor, olvidaba que ocho horas antes se había hecho cristiana.

Kan Cocom miró sucesivamente a la joven y al inanimado español, y con voz tranquila y reposada dijo:

-Los dioses aborrecen al extranjero y en este momento aprueban con su sonrisa lo que tú llamas mi crimen. Ellos han dado luz a mis ojos para que descubra uno a uno los pasos de tu traición, y han dirigido la flecha de mi arco al centro de su pecho.

-Kan Cocom -repuso la joven-, eres un cobarde. Si hubieras puesto en las manos del español un arco como el tuyo, para que vuestras flechas partiesen al mismo tiempo, te aborrecería menos.

-El español estaba ya destinado al sacrificio -replicó Kan Cocom-. El valor de mis guerreros le prendió en las cercanías de Potonchán y una hija de Maní ocultó a mi vista la víctima consagrada a los dioses. ¡Ahora, escúchame! Las leyes de los macehuales castigan con la pena de muerte al que presta auxilios al enemigo de la patria. Tú has auxiliado dos veces al extranjero para impedir nuestra justa venganza y tu padre lo ha consentido.

-Mi padre -interrumpió Zuhuy Kak-, acaso ignora hasta este momento que su hija haya salido de su capital.

-Así tu padre como tú -continuó imperturbable Kan Cocom-, os habéis acarreado la cólera de los dioses y las flechas de la injusticia. Pero la fatalidad ha querido que te ame y me obliga a salvar a los que no debía. Zuhuy Kak, eres mi prisionera, voy a llevarte a Sotuta y a esconderte en la choza más apartada... donde no te vean ni mi padre ni los sacerdotes para que no reclamen un día el despojo de los dioses. Te amo y te salvaré.

-Y yo -exclamó enérgicamente la joven-, ¡te aborrezco!

Kan Cocom se encogió de hombros, y volviéndose a sus capitanes, les dijo:

  —162→  

-Amigos, temo que los guerreros de Tutul Xiú nos acometan de un momento a otro para arrebatarme mi presa.

-¿No te he dicho que mi padre ignora mi fuga? -interrumpió Zuhuy Kak.

Kan Cocom no dio muestras de haber escuchado estas palabras y continuó:

-Por esta razón voy a llevarme a la joven como la conducía el español. Vosotros podéis desparramaros por el bosque y en Sotuta nos veremos.

Los capitanes respondieron con un ademán de asentimiento y Kan Cocom se acercó al caballo que permanecía inmóvil junto al cuerpo del español. Todos los indios miraban siempre a aquel monstruo desconocido con una especie de meticulosa veneración, que les obligaba a no aproximarse demasiado ni a poner siquiera una mano sobre su lustrosa piel. Pero la indomable temeridad de Kan Cocom no conocía aquel temor, y con mano firme y segura se apoderó de las riendas del monstruo.

El caballo, al sentir una mano extraña, respiró con fuerza, irguió la garganta, erizó sus crines y empezó a encabritarse. El indio no se atemorizó y se hizo obedecer con la firmeza de su brazo.

Satisfecho de haber domado el primer ímpetu del bruto, y después de haber reflexionado un instante sobre el modo de escalar las espaldas del monstruo, puso el pie izquierdo en el estribo y montó. Hizo andar al caballo algunos pasos por en medio del camino, y seguro de estar ya terminado su aprendizaje, pidió sus capitanes que colocasen en sus brazos a Zuhuy Kak.

Ya estos se disponían a obedecerle, cuando le vieron bajar súbitamente del caballo y acercarse al cuerpo del español.

-Me olvidaba -dijo-, que en el cuerpo del extranjero dejaba clavada mi flecha.

Y poniendo la mano en el mango de madera desprendió la saeta de la herida.

Esta operación produjo un efecto asombroso que le hizo retroceder algunos pasos.

El español hizo un movimiento, abrió los ojos, exhaló un suspiro y con voz exánime murmuró.

-¡Socorro!

Zuhuy Kak soltó una exclamación de alegría, cayó de rodillas junto al cuerpo del extranjero, y las lágrimas contenidas tanto tiempo por la violencia de su dolor inundaron el semblante del herido.

-¡Amado mío! -murmuró en español-. ¡Conque el Dios de los cristianos conserva todavía tu existencia!... ¡Bendito sea su poder!

Y sin curarse de la presencia de los embajadores, ponía la mano sobre el corazón de Benavides, y parecía que intentaba reanimarle con el fuego de los besos que imprimía en su piel.

Kan Cocom tenía pasiones salvajes como su naturaleza y el país en que había nacido: sintió rugir en su lecho la tempestad de los celos, y con los ojos inflamados por el demonio de la venganza, echó una mirada en derredor de sí. A dos pasos de distancia vio una piedra, enorme medio oculta   —163→   entre la tierra; la removió, como si fuera, una pluma y la levantó sobre la cabeza del español.

-¡Kan Cocom! -gritó Zuhuy Kak, levantándose pálida de espanto y temblante de cólera-. Si osas atentar a la vida del español, te juro por los huesos de mi madre que mi cadáver caerá sobre el suyo.

Y con un movimiento rápido se apoderó de la flecha que el embajador había dejado caer entre la yerba, puso la punta sobre su pecho y algunas gotas de sangre mancharon la blancura de su vestido.

Kan Cocom vaciló un segundo con la terrible arma suspendida sobre la cabeza de su víctima. Pero el amor que avasallaba su alma y la persuasión de que no era vana la amenaza de Zuhuy Kak, triunfaron de sus celos. Hizo oscilar la piedra entre sus manos y la dejó caer a larga distancia.

-Los dioses -dijo entre dientes-, aborrecen como yo al extranjero y no tardarán en vengarme.

Zuhuy Kak no entendió muy bien estas palabras; pero adivinó la amenaza en la expresión del semblante que las pronunciaba.

-Kan Cocom -le dijo-, no soltaré esta flecha ni te acompañaré a Sotuta, sino bajo una condición.

-¿Cuál? -preguntó la mirada del embajador.

-Manda hacer una camilla para el extranjero, que tus tres capitanes y Nahau Chan la conduzcan hasta que encontremos otros cargadores, y nosotros iremos cerrando la marcha sobre las espaldas de ese monstruo de la guerra.

Una sonrisa de desdén crispó los labios de los embajadores.

-Los capitanes de mi padre -respondió Kan Cocom-, solo pueden ser obligados a conducir en sus hombros a su señor.

Zuhuy Kak se sentó tranquilamente junto al español, que había vuelto a desmayarse, y empezó a vendar su herida con un retazo de su toca de algodón.

En aquel momento aparecieron algunos labradores por un sendero que salía a la izquierda del camino; Kan Cocom los llamó, habló con ellos algunas palabras y un cuarto de hora después habían formado ya una camilla con la madera del bosque, una hamaca que traía uno de los labradores y dos mantas que se colocaron en el toldo.

El español fue metido cuidadosamente en aquel vehículo y cargado por cuatro de los labradores; Kan Cocom montó a caballo, sujetando por delante a Zuhuy Kak con el brazo izquierdo, e iba ya a dar la orden de marchar, cuando sus ojos se fijaron en Nahau Chan.

-Vosotros -dijo a sus capitanes enseñándoles al joven-, apoderaos de ese bribón y llevadle a Sotuta.

Pero Zuhuy Kak había notado el movimiento de ojos de Kan Cocom y a una seña que hizo con el brazo, Nahau Chan desapareció entre los árboles antes que aquel acabase de hablar.

-Cuéntale a mi padre cuanto ha pasado -gritó la joven.

Kan Cocom no tuvo valor para hacer notar su disgusto, dio la orden de marcha y la camilla, el caballo y los embajadores desaparecieron por un estrecho sendero, practicado a la derecha del camino.



  —[164]→     —165→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

El destino se cumple



    ¡Oh ciega gente del temor guiada!
¿A do volvies los generosos pechos
que la fama en mil años alcanzada
aquí perece y todos vuestros hechos?


Ercilla                


A la misma hora en que tenían lugar estos sucesos en el camino de Chapab a Sacalum, Tutul Xiú llamaba fuertemente a la puerta la choza que habitaban los españoles en Maní. La anciana Xchel que, según las instrucciones de Zuhuy Kak, no se había apartado en toda la noche de la cabecera del herido, miró sobresaltada al franciscano al escuchar los golpes.

-Abre al cacique de Maní -dijo este-. Pronto, porque le trae la desesperación.

Abriose la puerta, y Tutul Xiú sin notar el estado en que se hallaba el religioso, se aproximó a su lecho diciéndole:

-He venido antes del término que te había fijado...

-Te esperaba -interrumpió el sacerdote.

-Xchel -dijo el cacique dirigiéndose a la anciana-, puedes retirarte a tu choza.

Xchel, en lugar de obedecer, consultó al sacerdote con una mirada.

-Tutul Xiú -dijo el franciscano-, esta pobre anciana repugna retirarse, porque es el h’men que cura mi herida.

-¡Tu herida! -exclamó Tutul Xiú, sorprendido.

-Dirigiéndome anoche a la cabaña en que se ocultaba el joven español, una flecha disparada por la mano de Kan Cocom, rasgó la piel de mi cuerpo.

  —166→  

-¡Ah! La fatalidad ha hecho de esa malvada raza su más poderoso instrumento.

-Tutul Xiú, la Providencia, que es una realidad, hará un día pedazos el instrumento de la fatalidad, que es un fantasma.

El anciano cacique inclinó la cabeza y reflexionó un instante.

-Xchel -dijo al fin levantando la vista-, ya que no puedes apartarte de tu enfermo, siéntate en la puerta para impedir que se nos interrumpa.

Xchel obedeció al instante. Entonces Tutul Xiú se apoderó de las manos del franciscano y mostró su semblante anegado en lágrimas.

El franciscano no era padre; pero había vivido tanto y estudiado de tal manera el corazón humano, que no le era difícil comprender la inmensidad de aquel dolor.

-Sé ya tu desgracia, Tutul Xiú -le dijo-. No aumentes tu dolor contándomela.

-¡Mi hija! ¡mi hija! -murmuró sollozando el pobre padre.

-El cielo dispone de la suerte de los pueblos, como tú de la de tus vasallos, y escogió a tu hija para ser el instrumento de sus designios.

-¡Cómo! ¿Crees que el cielo haya dispuesto que mi hija sea robada por los embajadores de Sotuta?

-Tutul Xiú, estás mal informado. ¿Quién te ha dicho que los embajadores de Nachi Cocom sean los robadores de la hermosa Zuhuy Kak?

-Yo lo he visto por mis propios ojos. Desesperado de no encontrar a mi hija e informado de que nadie la había visto entrar anoche en mi palacio, corrí yo mismo a dar la noticia a su futuro esposo y encontré desamparada la casa de los embajadores.

-¡Desamparada! -exclamó el sacerdote, palideciendo ligeramente.

-Ya ves -dijo Tutul Xiú-, como no puede ser el cielo el que ha preparado mi desgracia.

El religioso miró un instante en silencio a su interlocutor; luego le dijo:

-Voy a contarte lo que sé para aliviar en lo posible tu dolor y aplicar el remedio. El joven español me ha confesado que ama a tu hija y Zuhuy Kak me ha dicho con lágrimas en los ojos que si la obligabas a tomar por esposo a Kan Cocom, labrarías su eterna desventura, porque su corazón era enteramente extranjero.

Tutul Xiú suspiró profundamente.

-Yo estuve viendo mucho tiempo a los dos jóvenes a mi lado -continuó el sacerdote-, y comprendí que separarlos, era darles la muerte. Además, Zuhuy Kak se ha hecho cristina, y la religión de Jesús no le permite casarse con un idólatra como Kan Cocom. Estas dos razones me obligaron a aconsejarles la fuga.

-¡Tú! -exclamó Tutul Xiú, mirando fijamente al religioso-. ¿Tú aconsejaste la fuga a mi hija?

-Si Zuhuy Kak se hubiera quedado en Maní, tú la hubieras tomado un   —167→   día de la mano y se la habrías entregado a Kan Cocom, su verdugo.

-Yo conozco las virtudes de mi hija, y sé que hubiera logrado hacer callar su corazón para labrar la felicidad de mi pueblo. Sacerdote, cuando te di parte de mi determinación, comprendiste como yo la necesidad del matrimonio de mi hija con Kan Cocom y prometiste ayudarme cuanto pudieses.

-Cuando hice esa promesa ignoraba la inmensidad del amor que ligaba al extranjero y a tu hija. Pero luego que la conocí, hice lo que mi conciencia me dictaba: aconsejé Zuhuy Kak que siguiese a mi joven amigo al campamento español y ahora deben encontrarse a pocas leguas de tan seguro asilo.

Las facciones del anciano cacique se trastornaron completamente, la cólera secó las lágrimas de sus ojos y miró al sacerdote con aspecto amenazador.

-¡Miserable de mí! -exclamó-. ¡Cómo tuve la debilidad de confiarme a un extranjero!... ¡Sacerdote: me has vendido!

El franciscano miró tranquilamente al cacique con apacible sonrisa.

-El sacerdote cristiano -dijo con reposado acento-, no es como el soldado que levanta sus armas para castigar al que le alza la voz. El sacerdote cristiano compadece al que le injuria y su única venganza consiste en persuadirle de que ha obrado con injusticia y ligereza. Respóndeme: ¿por qué dices que te he vendido?

Desarmado notablemente Tutul Xiú con la calma del religioso, respondió suavizando su voz:

-Los Cocomes van a creer que yo he consentido en la fuga de mi hija, me llamarán traidor porque le he permitido refugiarse en el campamento de los españoles, y sus guerreros empezarán a talar mañana mis dominios.

-Tutul Xiú, si tu hija se hubiera quedado en Maní ¿qué habría sucedido?

-Hubiera dado su mano a Kan Cocom, aunque con lágrimas en los ojos, y la paz se habría establecido entre Sotuta y mi pueblo.

-¿Cuánto tiempo habría durado esa paz y esa felicidad?

El anciano cacique inclinó tristemente su cabeza.

-Los españoles se han establecido en Thóo -continuó el franciscano-, Maní y Sotuta se hallan a dos o tres jornadas de camino y no tardarán en caer bajo los rudos golpes del conquistador. Casando a tu hija con Kan Cocom, hubieras labrado para siempre su desgracia, y no habrías conseguido sino por un tiempo muy limitado el bien que esperabas: la felicidad de tu pueblo.

Tutul Xiú continuaba abismado en su dolor:

-Ahora -prosiguió el religioso-, quiero persuadirle de que la fuga de tu hija te ha puesto en el camino de evitar grandes desgracias. ¿Estás persuadido de que las armas españolas han de anegar en sangre a tu pueblo para conquistarle?

-¡Ah! -exclamó el cacique-. Las predicciones de los profetas no pueden mentir.

-¡Pues bien! Ve al campamento español a abrazar a tu hija, don   —168→   Francisco de Montejo te abrirá los brazos, reconoce la soberanía del rey de Castilla y ampárate bajo su poder. Continuarás gobernando a tu pueblo, como a un delegado de tan gran monarca, la sangre de tus vasallos no empapará la tierra de tus mayores y Nachi Cocom no se atreverá a tocarte un cabello... ¿qué digo? Nachi Cocom será destruido como todos los que se opongan al paso de los guerreros empujados por la mano de Dios.

-Sacerdote, ¿sabes lo que me propones?

-Cumplir la voluntad de la Providencia.

-Mis vasallos van a decir...

-¡Enhorabuena! No hagas nada de lo que te propongo. Los guerreros de Sotuta que te creen consentidor de la fuga de tu hija y los Kupules del Oriente que te aborrecen, talarán mañana tus campos e incendiarán tus poblaciones, y lo poco que quede con vida, será destruido en poco tiempo bajo las plantas de los españoles.

En aquel momento entró Xchel en la estancia.

Tutul Xiú había prevenido que no se le interrumpiese; sin embargo, la interrogó con una mirada más bien triste que colérica.

-Gran señor -dijo la anciana-, me he atrevido a interrumpirle, porque un correo que dice traer una noticia interesante, desea hablar contigo al momento. Como no te encontró en tu palacio y supo que lo hallabas aquí, está esperando en la puerta tu permiso para entrar.

-¿De dónde viene ese correo?

-De Thóo.

-¡De Thóo! Dile que entre al instante.

Xchel salió de la choza y un momento después se presentó ante Tutul Xiú un joven de veinte a veinte y cinco años cubierto de polvo y de lodo. Tocó el suelo de la choza con la mano derecha, la besó luego y permaneció frente al cacique en actitud respetuosa.

-¿Qué traes? -preguntó Tutul Xiú.

El correo levantó la falda de su camisa, desató el ceñidor que rodeaba su cintura, sacó de él un pedazo de tela de algodón de dimensiones más reducidas que un pañuelo común y se lo presentó a Tutul Xiú.

El cacique extendió ante su vista la tela y la contempló un instante en silencio. Estaba cubierta de una pintura bastante grosera, pero muy significativa. La figura de un hombre blanco, barbado y completamente vestido, tenía bajo sus pies la figura de otro hombre de piel roja y casi del todo desnudo.

El sacerdote, que contemplaba con atención al anciano cacique, vio inmutarse ligeramente su rostro.

-Tutul Xiú -le dijo-, ¿esa tela contiene acaso alguna desgracia?

El cacique en lugar de responderle, puso en sus manos el pedazo de tela.

-¡Ah! -exclamó el franciscano, mirando atentamente la pintura-. Lo que yo veo aquí es un hombre rojo vencido por otro blanco.

-Pues eso quiere decir, sacerdote, que el invasor extranjero, ayudado por la fatalidad, ha conseguido una nueva victoria de los pobres itzalanos, que defienden sus hogares. Esa multitud de rayas verticales trazadas bajo   —169→   el hombre rojo, indican que han sido innumerables los macehuales vencidos.

-¿Quién te da esta noticia?

-El emisario que envió a Thóo desde el momento en que supo que la población fue ocupada por los españoles.

-¿Puede saberse por esa pintura el lugar en que se verificó la batalla?

-No, pero el correo podrá informarnos.

Y volviéndose Tutul Xiú al joven que aun guardaba su respetuosa apostura:

-Ek Balam -le dijo-, ¿sabes lo que contiene la misiva que me has traído?

-Gran señor -respondió el mancebo-, lo que hay pintado en esa tela es una batalla ganada por los extranjeros a los Kupules del Oriente en el pueblo de Tixpeual.

-¡De Tixpeual! ¿Acaso los españoles han abandonado a Thóo?

-No, gran señor. Después de la completa derrota de los macehuales, los blancos han vuelto a acampar en el cerro principal de Thóo.

-¿Qué motivo los obligó a avanzar a Tixpeual para batir a los Kupules?

-Dos días antes de la batalla varios indios se presentaron en el campamento de los extranjeros y les dijeron: «¿Qué estáis haciendo aquí, ¡oh españoles!, cuando vienen contra vosotros más guerreros que pelos tiene una piel de venado?».

-¿Quiénes eran aquellos indios?

-Se presume que hubiesen sido enviados por el cacique de Dzilam que se dice gran amigo de los españoles.

-¿Qué hicieron los blancos cuando tuvieron la noticia?

-Dejaron algunos guerreros al cuidado de sus chozas de mantas y todos los demás avanzaron resueltamente por el camino de Itzmal. En Tixpeual encontraron al ejército de los Kupules, guarecido tras unas trincheras de piedras, madera y tierra. Los blancos descansaron algún tiempo y luego empezó la batalla. Los pobres macehuales pelearon con valor, pero murieron tantos con el fuego que arrojaban las armas de los españoles, que al fin huyeron despavoridos por los montes.

-¡Ah! -murmuró Tutul Xiú, como hablando consigo mismo-. Los dioses de los macehuales se acobardan ante el Dios de los cristianos.

Volviéndose enseguida al correo, le dijo:

-Ek Balam, ve a esperarme en mi palacio. Dentro de pocos instantes estaré allí a darte el cambio de esta tela.

El mancebo volvió a saludar como a su entrada y desapareció.

Entonces Tutul Xiú dejó correr libremente dos lágrimas por sus mejillas.

-Amigo mio -dijo al franciscano-, la fatalidad precipita los acontecimientos y estos vienen en apoyo de tus deseos. Los Kupules del Oriente son los mayores enemigos que en el país tienen los españoles. Si estos han sido vencidos a pesar de su número y su valor ¿qué otra suerte pueden esperar los demás señores de la tierra?

-¡Ah!... ¡conque empiezas a comprender la fuerza de mis razones!

  —170→  

-Voy a reunir mi consejo y a escuchar la voluntad de mi pueblo. Antes que llegue el sol a la mitad de su carrera sabrás mi determinación.

Al concluir estas palabras, Tutul Xiú salió de la choza, enjugando las lágrimas de sus ojos.

Dos horas después el consejo estaba reunido en una gran casa de guano, inmediata al palacio del cacique. En varios bancos de madera colocados a la derecha del asiento principal, que ocupaba Tutul Xiú, se hallaban sentados los ancianos de Maní y los sacerdotes con sus vestiduras talares y sus largas cabelleras. El lado izquierdo estaba ocupado por los jóvenes guerreros y algunos individuos de la familia real.

Como en todos los países poco civilizados y gobernados por la tiranía, aquel acto de vida o de muerte para la patria, tenía lugar a puertas cerradas, para que el pueblo no penetrase los secretos del soberano. Cuando todos los consejeros se hallaron presentes, arrodilláronse ante un ídolo de barro, que descansaba en un altar de piedra frente al asiento principal, y Hziyah, el sumo sacerdote pronunció una breve oración que escucharon devotamente los circunstantes.

Entonces, Tutul Xiú tomó la palabra y habló en estos términos:

-Sacerdotes, ancianos y guerreros: ha llegado el momento fatal pronosticado tantas veces por los profetas y temido hace mucho tiempo por nosotros. Los hombres blancos y barbados del Oriente han penetrado por segunda vez en el corazón del país de los macehuales y la sangre de nuestros hermanos ha vuelto a enrojecer su camino. Tiemblan las selvas con los rayos que despiden sus armas, los monstruos que los conducen llenan el aire de temibles alaridos y las hojas de sus espadas se convierten en fuego, heridas por el sol. Una divinidad más poderosa que Kunab Kú y más maligna que Xibilbá, los empuja a través de nuestros bosques, y los dioses de nuestros padres los consienten y recogen los rayos de su venganza. No hay poder humano que los detenga en la senda de sus continuas victorias. Repasad en vuestra memoria todos los sucesos acaecidos en la última edad, y veréis que ni las oraciones, ni la guerra, ni los dioses, ni los hombres, ni el cielo, ni la tierra han podido detener su paso marcado de antemano por el destino.

Diez y ocho años hace que esos verdugos de la fatalidad se presentaron por primera vez en Conil, con ánimo de penetrar en la tierra. Pero desde allí empezó la desgracia a descargar sus golpes contra los macehuales. Un joven guerrero de los Kupules, animado del santo deseo de librar a la patria de su mayor enemigo, arrebata súbitamente su brillante espada a uno de los extranjeros, y ya iba a sepultarla en el pecho del caudillo castellano, cuando cae herido por las puntas de cien lanzas que se ceban en sus carnes. Desde allí también empezó la matanza. Todos los macehuales que acompañaban al joven guerrero, quedaron al punto convertidos en cadáveres.

Los españoles empezaron a avanzar hasta que llegaron a Chichén. Allí se dividieron y una parte pasó a Baklal7. Donde quiera que se presentaban, los macehuales salían a su encuentro. Toda la tierra se coligó para   —171→   exterminarlos. Eran tan pocos que parecía muy fácil destruirlos en un instante. El dios de la guerra batía sus alas sobre sus cabezas. La sangre regaba la tierra y los cadáveres embarazaban los caminos. ¡Pero en vano!... los enviados de la fatalidad hollaban indiferentes la sangre y los cadáveres, y avanzaban entre las flechas que oscurecían la tierra.

Al cabo de algunos años desampararon temporalmente el país. Pero la flor de los guerreros de Itzá había caído bajo el filo de sus armas: los macehuales quedaron temblando, como el cuerpo a que las agujas del h’men han sacado las tres cuartas partes de su sangre.

Tres años hace que los españoles volvieron a aparecer en Potonchán. Dos veces se ha coligado la tierra para exterminarlos, y dos veces han retrocedido nuestros hermanos ante el fuego de sus armas. Alentados con estas victorias han vuelto a internarse en el país, y hace más de treinta días que ocuparon a Thóo. Los caciques del Oriente levantaron un ejército numeroso como las hojas de los árboles de una selva, y emprendieron su marcha para el campamento de los extranjeros. El atrevido invasor no tuvo paciencia para esperarlos, corrió al encuentro de sus enemigos y en Tixpeual se encontraron frente a frente de los valientes guerreros de los Kupules.

Un movimiento de impaciencia y ansiedad recorrió todos los bancos de los consejeros. Tutul Xiú observó este movimiento con una mirada triste y melancólica y continuó con abatido acento:

-¿Necesito acaso deciros el éxito de la batalla que se empeñó en el momento? ¿Cuál ha sido el de todas las que se han empeñado entre el hombre blanco y el hombre rojo? Los cadáveres de nuestros hermanos yacen ahora insepultos en las calles de Tixpeual, y entre la sangre quemada por los rayos del sol, acaso no hay una sola gota de la sangre extranjera.

Los sacerdotes y los ancianos inclinaron la cabeza con abatimiento: los ojos de los guerreros lanzaron llamas de venganza.

Tutul Xiú no dio señales de haber visto ni el dolor de los primeros ni la cólera de los segundos, y prosiguió hablando con la elocuencia de la resignación.

-¿Qué queréis que hagamos en tan doloroso trance? Los vaticinios de nuestros profetas nos aseguran que hemos de ser subyugados a pesar de nuestros esfuerzos; la experiencia nos ha enseñado repetidas veces que son invencibles e indomables... ¡Ah! si con nuestros cadáveres pudiésemos formar alrededor del país un muro que no pudiesen romper sus armas, si con nuestra sangre pudiésemos formar un lago que no osasen navegar en sus grandes casas de madera, pongo a los dioses por testigo de que yo sería la primera víctima que me inmolase en el altar de la patria. Pero sabemos que todo ha de ser inútil. La fatalidad los empuja, nuestros dioses lo consienten y su divinidad los alumbra. ¿Qué queréis, pues, que hagamos?

-Hziyah -añadió Tutul Xiú dirigiéndose al sumo sacerdote-, tú que conoces la voluntad de los dioses, ilumina nuestro espíritu.

El anciano sacerdote se puso lentamente en pie, separó de su frente la ancha cabellera que le embarazaba, y levantando sus ojos apagados por la edad, dijo con la voz balbuciente de sus años:

  —172→  

-Las profecías de Chilam Balam están demasiado presentes en mi memoria para que me atreva a aconsejarte la guerra. Si quieres, pues, ahorrar la sangre de tus vasallos, las lágrimas de las viudas y de los huérfanos; si temes la maldición de los justos y la cólera de los dioses; si no quieres manchar la memoria de tu reinado con lagos inútiles de sangre, ve a concertar mañana la paz con los extranjeros y a garantizar la vida de tus súbditos.

Los ancianos y los sacerdotes escucharon este discurso con la actitud del hombre que oye anunciar la muerte de una persona querida, que no puede evitar; pero entre los jóvenes guerreros se notó una agitación extraordinaria y el susurro de las palabras con que se comunicaban en secreto su pensamiento. De súbito entre el mar de cabezas negras y ojos rutilantes, se alzó impaciente una figura y abrió los labios para hablar.

-No te he pedido tu voto, Hkin Sulú -dijo bondadosamente el anciano cacique, a pesar de que era aquella una gran falta cometida contra las costumbres del país y el respeto debido al soberano.

-Se ha hablado de entregar nuestra patria al español -respondió el joven capitán-, y yo que he tenido el honor de acaudillar alguna vez los guerreros de tu pueblo, no he podido olvidar que aun conservo en mis venas la sangre que me ha dado la patria.

Una lágrima brotó de los ojos de Tutul Xiú, y extendiendo su brazo hacia el lugar en que se hallaba en pie el joven guerrero, le dijo con una voz que participaba más de la súplica que de la autoridad:

-¿No has oído que toda nuestra sangre es inútil para ahogar a ese puñado de extranjeros a quienes los dioses han concedido sus rayos? Tiempo tendrás, sin embargo, de explicarnos tu pensamiento. Siéntate por ahora, porque primero debemos oír a los ministros de los dioses y a los maestros de la experiencia.

Hkin Sulú dirigió una mirada rencorosa a los ancianos y a los sacerdotes, y volvió a sentarse entre sus colegas juveniles, muchos de los cuales estrecharon su mano.

-Te he oído, Hziyah -dijo entonces Tutul Xiú, volviéndose al sumo sacerdote-. Tu consejo es el lenguaje de la prudencia, y no dudes que pesará mucho en mi ánimo al tomar mi determinación.

-Ahora tú, Yi Ban Can, como gobernador de mi pueblo de Tekit, deseo que expreses tu voto en esta grave cuestión. La experiencia te ha enseñado bastante en los largos años de tu vida, y tu alto destino te habrá dado a conocer la voluntad y los sentimientos del pueblo confiado a tu sabiduría.

Un anciano octogenario, medio envuelto en una ancha manta de algodón, se puso en pie junto al banco derecho de los consejeros. Expresó su voto casi en los mismos términos que el sumo sacerdote y concluyó protestando su amor a la patria y la necesidad que te arrancaba aquel consejo contra su voluntad.

Nuevo movimiento de impaciencia en el lado de los guerreros y nuevos esfuerzos de Tutu Xiú para contener su ardor.

En aquel momento se abrió la puerta de la sala del consejo, y un guerrero de los que componían la guardia exterior, se presentó en el umbral.

  —173→  

Tutul Xiú le miró con más asombro que cólera.

-Gran señor -dijo el guerrero con la cabeza descubierta-, un capitán de tu consejo acaba de presentarse cubierto de polvo y de lodo, y solicita entrar a tomar parte en tus deliberaciones.

-¿Quién es ese capitán? -preguntó Tutul Xiú.

-Nahau Chan.

Tiene derecho de sentarse entre mis consejeros; que entre.

Nahau Chan, que había escuchado estas palabras tras las espaldas del que lo anunciaba, entró al instante en la sala, y la puerta volvió a cerrarse tras él. Pero en lugar de tomar asiento entre los guerreros, se adelantó hasta la silla de Tutul Xiú y le dijo:

-Gran señor, tengo que comunicarte en secreto una importante noticia.

Los consejeros que se hallaban más cercanos a Tutul Xiú se apartaron un tanto, y el anciano cacique escuchó por un instante al joven guerrero, que le hablaba en voz baja, pero animada. De súbito lanzó un grito que hizo estremecer a todos los circunstantes, y con la palidez en el semblante, las facciones alteradas y el cabello erizado, dijo con voz entrecortada por el dolor, la rabia y la venganza.

-¡Ya no hay más consejo!... mi determinación está tomada... los dioses han hecho brotar en mi corazón todos los dolores para precipitarme al oprobio y a la vergüenza... Se acabaron las dudas, los temores y los respetos... ¡la fatalidad me ha abierto el camino, y no puedo detenerme!

Todos los consejeros levantaron la vista, llenos de asombro, y cien ojos se clavaron en el semblante trastornado del anciano cacique. Este, entretanto, continuó:

-Hkín Chí, manda llamar hoy mismo a mis gobernadores de Oxkutzcab, de Sacalum, de Panabchén y de todos los pueblos de mi señorío para que entre cinco días se encuentren reunidos en Maní, y aprontaos todos vosotros para acompañarme en la semana al campamento de los españoles.

Un rayo de triunfo cruzó por el semblante de los ancianos y de los sacerdotes, y una agitación convulsiva recorrió el banco de los guerreros.

-Todo ha terminado ya -prosiguió Tutul Xiú-. Entre ocho días nos habremos humillado ante las plantas del dominador extranjero y se habrán cumplido las predicciones de los profetas. Lodo y vergüenza nos vaticinaron: cubrámonos de lodo y de vergüenza.

Hkín Sulú se puso en pie con los ojos brillantes de cólera y la actitud arrogante de la juventud y de la fuerza.

-¡Nunca! -exclamó con voz tranquila, pero enérgica-, nunca Hkín Sulú se posternará ante el guerrero español, y antes se abrirá el seno con una flecha, que sujetarse a la vergüenza de la esclavitud.

Hkín Chí! -gritó Tutul Xiú, señalando con ademán colérico al generoso mancebo-: toma cuatro guerreros de mi guardia, y sepulta en un calabozo a este vasallo rebelde.

-Da orden de que también a mí se me encierre -exclamó otro guerrero   —174→   poniéndose en pie-; porque tengo hecho el mismo propósito que Hkín Sulú.

-¡Y a mí! ¡y a mí! -exclamaron enseguida varias voces.

-Trae al punto a los cien guerreros de mi guardia -gritó Tutul Xiú a Hkín Chí que se hallaba ya cerca de la puerta, y prende sin demora a todos estos súbditos amotinados.

Dos minutos después entraban en la sala del consejo los cien guerreros pedidos por el anciano cacique, y veinte de los valientes mancebos, que no tenían otro delito que su valor y sus virtudes cívicos, pasaron de los escaños de su dignidad a la estrechez de los calabozos.

Cuando hubieron salido de la sala, de los preñados ojos de Tutul Xiú brotaron dos torrentes de lágrimas, y exclamó con voz conmovida:

-¡Sangre ardiente y generosa! Si el dedo de la fatalidad no hiciera inútiles nuestros esfuerzos, ¡con cuánto placer te vería correr al lado de la mía en los campos de batalla!



  —175→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

La embajada del Señor de Maní


Me habéis enseñado que en este mundo se encuentra mas fácilmente la perfidia que la lealtad, y sin salir de aquí, he tenido ocasión de probarlo.


Feuillet y Borage                


Ya comprenderá el lector la causa que al fin había determinado a Tutul Xiú a seguir el consejo del anciano sacerdote. Nahau Chan le había traído la infausta noticia de que su hija había caído en poder de los embajadores de Sotuta, y el odio que el cacique de esta población profesaba a su familia, le hacía temer toda clase de peligros sobre aquella joven que era tan querida a su corazón. Verdad era que el amor de Kan Cocom la disputaría siempre a la cólera de su padre, de los sacerdotes y del pueblo todo; pero Kan Cocom podía faltar un día, principalmente en aquel tiempo de continuos encuentros y batallas con los españoles, y Tutul Xiú estaba seguro de que entonces recaerían sobre Zuhuy Kak todos los odios de Nachi Cocom a su raza y de que sería acaso inmolada en los altares de los dioses.

Así, pues, no tardó mucho tiempo en ejecutar su propósito. Mientras los guerreros principales de Maní que no juzgaban inútil derramar su sangre en defensa de su independencia, por más infructuoso que pudiese ser el sacrificio, pagaban en las cárceles de la ciudad los impulsos de su patriotismo, reuníanse alrededor de Tutul Xiú todas las personas notables y grandes dignatarios de su cacicazgo para acompañarle al campamento de los extranjeros a la voluntaria sumisión y obediencia que iba a prestar a un soberano de lejanas regiones, del cual ni el nombre le era conocido.

Ocho días después de tomada tan triste determinación en el consejo, se hallaban reunidos en Maní los personajes siguientes: Hná Poot Xiú, hijo del cacique, Hziyah, el sumo sacerdote de que hemos hablado y Hkín Chí, que también ya hemos nombrado, todos los cuales eran tenientes de Tutul Xiú en el gobierno de su capital; Yi Ban Can, gobernador del pueblo de Tekit,   —176→   Pacab, gobernador de Oxkutzcab; Kan Cabá, del de Panabchén; Kupul, de Sacalum; Nahuat, de Teabo; Zon Ceh, de Pencuyut; Ahau Tuyú, de Muna; Xul Cunché, de Tipilkal; Tucuch, de Mama y Zit Couat, de Chumayel.

Seguido de todos estos personajes y de un numeroso acompañamiento, Tutul Xiú se puso en camino para Thóo, bien resuelto a confiar todas sus cuitas al jefe de los españoles, para poner fin a la desastrosa guerra que estaba asolando el país y para recobrar a su hija del poder de su mayor enemigo.

«El día 23 de enero de 1541 los soldados que estaban de centinelas avanzadas volvieron deprisa al campamento y dijeron al general que una muchedumbre de indios, guerreros al parecer, se dirigía a aquel sitio. En efecto, desde la altura en que se hallaban los españoles vieron dirigirse hacia ellos aquella turba, en cuyo centro venía un personaje traído en andas sobre los hombros de los indios. Creyendo el Adelantado que aquel era un asalto que preparaban los naturales, y que venían resueltos a la pelea, dio las órdenes convenientes y todo el ejército se puso en actitud de resistir. Mas al llegar los indios cerca del cerro, se detuvieron y postraron en tierra humildemente. Entonces se apeó el personaje que venía en las andas, y acercándose con paso grave y mesurado hasta el pie del cerro, arrojó a un lado los instrumentos de guerra, cuya acción fue imitada por su comitiva, y alzando juntas las manos, hizo señal de que venía de paz y deseaba hablar con el conquistador».

«El Adelantado salió a su encuentro, y recibiéndole con respeto le condujo a su tienda para escuchar, por medio de los intérpretes que tenía, el razonamiento de aquel ilustre personaje. Era este el mayor y más considerado de los señores de Yucatán..., llamábase Tutul Xiú y era el régulo de Maní y, sus contornos. Tutul Xiú, bastante embarazado y bañado el rostro en lágrimas de humillación, dijo al conquistador que venía en nombre suyo, en el de todos los pueblos que le estaban sujetos, a someterse voluntariamente a los españoles, cuyo valor les había movido, cuya perseverancia en aquella guerra les hacía entender que sería interminable y el origen de la destrucción y exterminio de un país que perteneció a sus primogenitores; que deseaba tenerlos por amigos, y les ofrecía su cooperación a fin de que cesase le efusión de sangre, se uniesen las dos razas y viviesen amigable y pacíficamente. En muestra de su sinceridad, y como primer tributo al señorío del rey de Castilla, trajo un cuantioso presente de vestidos, frutas y provisiones de que tenían suma necesidad los españoles».

«No es fácil explicar cuál sería el regocijo y satisfacción del Adelantado al escuchar el razonamiento del príncipe indígena, que así venía a someterse tan inesperadamente. Todas las dificultades y desgracias de una conquista a fuerza de armas desaparecieron en presencia de aquel suceso: la pacificación de la tierra era ya una obra más llevadera y menos embarazosa. Mostró, pues, a Tutul Xiú toda su satisfacción, ofreciéndole su amistad y el respeto y estimación de todos los españoles. Tutul Xiú permaneció en los reales de Montejo sesenta días, y... despidiose al fin el nuevo amigo, muy contento y satisfecho del trato recibido en el campamento español, y resuelto   —177→   a poner por obra un plan de pacificación que había propuesto al Adelantado»8.



El novelista no tiene nada que añadir a las palabras del historiador, porque Tutul Xiú, seguro de que Nachi Cocom respetaría sus dominios por la amistad que tenía ya con los españoles, no se atrevió a confiar a don Francisco de Montejo el motivo principal que le había guiado a su campamento. Pero incapaz de olvidar el peligro que corría su hija, resolvió conseguir con la astucia lo que era tan peligroso conseguir con la fuerza.

Luego que llegó a Maní, encerrose en su palacio con Hkín Chí que era su yerno, tres sacerdotes y los guerreros, en quienes tenía entera confianza, les manifestó que iban a pasar a Sotuta en clase de embajadores. El objeto público de la embajada era excitar a Nachi Cocom a que se sujetase voluntariamente a los españoles, como lo había hecho Tutul Xiú, para evitar las grandes desgracias que amenazaban a la patria. El privado había sido confiado de antemano a Hkín Chí únicamente, y los demás embajadores solo recibieron la orden de obedecerle en cuanto les fuese mandado por aquel.

Los embajadores no tardaron en ponerse en camino y al ocultarse en el ocaso el sol de un día del mes de abril de 1541, entraron en la capital de Nachi Cocom. El cacique habitaba una gran casa de guano de construcción delicada y relativamente magnífica, a la cual fueron conducidos inmediatamente los enviados de Tutul Xiú. Nachi Cocom recibió con los brazos abiertos a Hkín Chí, apretó cordialmente la mano a los demás embajadores y les dio asiento en la pieza principal de su casa.

Nachi Cocom rayaba por aquella época en los cincuenta años de su edad. Su constitución era fuerte, su estatura atlética, soberbia la expresión de su mirada. Sus prendas morales estaban en consonancia con sus prendas físicas. Orgulloso, disimulado, indómito e implacable en sus pasiones, era el señor más absoluto y despótico de Yucatán y el peor enemigo que pudieran tener los demás caciques.

-Poderoso Batab -le dijo Hkín Chí luego que los embajadores estuvieron instalados en la estancia-, mi padre y señor, el cacique de Maní, te desea salud y prosperidad en nombre de los dioses, y me envía a ti para explicarte sus deseos.

-Habla, Hkín Chí -respondió Nachi Cocom con agradable sonrisa-: sabes cuánto he estimado siempre los deseos de tu señor, porque le reconozco por el más sabio y experimentado de los caciques de Itzá.

-Tutul Xiú -prosiguió el jefe de los embajadores- no desea otra cosa que el cumplimiento de la voluntad de los dioses y la felicidad de todos los macehuales. Hubo un tiempo en que su familia gobernó toda la tierra y se cree obligado a poner todos los medios para evitar una desgracia a los dominios de sus mayores. Todos los profetas inspirados por Kunab Kú han vaticinado lo que ahora está sucediendo, y los esfuerzos de los hombres serían inútiles para detener el paso de la fatalidad. ¿A qué, pues, empeñarnos en una lucha contra los españoles, cuando sabemos que no bastarán todas nuestras   —178→   flechas para conseguir la más ligera victoria? Nachi Cocom, morir por la salvación de la patria es el deber más dulce del guerrero, pero arrostrar la muerte cuando los dioses nos gritan que nos sacrificamos inútilmente, es robarnos con crueldad nuestras esposas e hijos y seguir un camino vedado por la voluntad del cielo. Tutul Xiú ha oído a los sacerdotes y a los ancianos de su consejo, y de acuerdo con ellos ha ido a Thóo a prestar obediencia a los españoles. Los hombres blancos y barbados le han recibido con muestras de cortesanía y dulzura y le han prometido respetar la vida y propiedad de sus vasallos. Esto mismo ofrecen a cuantos pueblos se le sometan voluntariamente, y si todos lo verificaran, no se derramaría en lo sucesivo una gota de sangre maya en toda la extensión de nuestro país. Nachi Cocom, tú eres un cacique grande, poderoso y respetado, y tu ejemplo arrastraría a los demás. Mi amo desea, pues, que reconozcas, como él, el señorío del rey de los blancos para evitar las desgracias de la patria.

-Es grave el asunto que me propone por tu boca el cacique de Maní -respondió Nachi Cocom-, y necesito consultar la voluntad de mi consejo. Le reuniré mañana y en pocos días podrás llevar la respuesta a Tutul Xiú. Entretanto, tendrá el placer de alojar en mi capital con la comodidad posible a los embajadores de tan gran señor para hacerles olvidar, siquiera por momentos, la ausencia de su familia y de su patria.

Y al concluir estas palabras, se levantó Nachi Cocom, llamó a uno de los guerreros que se hallaban a la puerta del edificio y le dijo:

-Conduce a los enviados de Tutul Xiú a la casa que les he mandado preparar.

Los embajadores se pusieron en pie y consultaron con la vista a Hkín Chí. Este les hizo seña de que siguiesen al guerrero, y cuando se halló a solas con Nachi Cocom en la casa, le habló de esta manera:

-Has escuchado ya el objeto público de la embajada que te envía mi señor. Deseo ahora que me escuches algunas palabras en secreto.

-Puedes hablar: estamos solos.

-Sabe mi señor que los embajadores que le enviaste en el mes de Mool se apoderaron de su hija Zuhuy Kak y la tienen cautiva en tu capital.

Estas palabras que Hkín Chí pronunció con notable firmeza, no produjeron ninguna impresión en el semblante del cacique.

-La embajada me envió a tu señor -respondió imperturbable-, tenía por objeto pedirle la mano de esa joven para mi hijo Kan Cocom.

-Pero Zuhuy Kak rehusó el matrimonio que se le propuso, a pesar de las instancias que le hizo su padre para persuadirla.

Nachi Cocom empezó a dar muestras de asombro.

-Y fueron tales las instancias del padre y la repugnancia de la hija -continuó el embajador-, que esta se resolvió a huir una noche de Maní, acompañada de un cautivo español y de un guerrero llamado Nahau Chan. Kan Cocom tuvo noticia de esta fuga, reunió a todos los embajadores y le apoyaron en el camino de Sacalum para sorprender y detener a los fugitivos. Lograron su objeto, hirieron gravemente al español, y así este como Zuhuy Kak fueron conducidos a Sotuta.

  —179→  

-He allí unos pormenores que ignoraba completamente -dijo admirado Nachi Cocom-. Una mañana vi entrar en Sotuta a mis embajadores, conduciendo a la mujer que Kan Cocom había ido a pedir por esposa, y hasta ahora no se me ha ocurrido averiguar el modo con que vino.

Hkín Chí fue esta vez el que se manifestó sorprendido.

-¿Te admiras? -continuó el cacique-. Pues en verdad que el asunto ha sido muy sencillo. Kan Cocom me dijo que la muchacha había amado en Maní a un español; pero que arrepentida de haber puesto los ojos en un enemigo de los dioses y de la patria, iba a hacer penitencia un año en la casa del sumo sacerdote, y que al cabo de este tiempo se casaría, conforme a los deseos de su padre. Yo no extrañé esta explicación, Zuhuy Kak, desde el día en que llegó a Sotuta, se encerró en la casa del sumo sacerdote y desde entonces no he vuelto a verla.

-Y bien -repuso el embajador-, si como lo espero, estás dispuesto a administrar justicia y a consolar a un padre que llora la pérdida de su hija, llama al instante a Kan Cocom y aprémiale a que diga la verdad.

-Kan Cocom está ausente, y nos es imposible averiguar de ese modo lo que deseas.

Hkín Chí reflexionó un instante al cabo del cual continuó:

-Voy a acabar de explicar el deseo de Tutul Xiú, y luego, discurriremos los medios de satisfacerle. Lo que él solicita es que su hija le sea devuelta en el caso de que se halle aquí contra su voluntad.

-Luego sí es cierto lo que me ha dicho Kan Cocom...

-Su padre me dijo que si la encontraba casada o próxima a casarse voluntariamente, le diese un abrazo en su nombre y me regresase, porque lo único que desea es la felicidad de su hija.

-Tutul Xiú es un padre excelente.

-Ahora bien, si no deseas la muerte de ese buen padre, llévame a la presencia de su hija y ella nos dirá su voluntad.

-Vamos allí -repuso Nachi Cocom.

Y acompañado del embajador, salió al instante de la casa. Al cabo de diez minutos de camino, en que atravesaron una gran plaza y algunas calles estrechas, entraron en un edificio, semejante al que habitaba el cacique, y preguntaron por el sumo sacerdote a un mancebo que encontraron en la puerta. Este respondió que el sacerdote se hallaba ausente, pero conociendo a Nachi Cocom, le invitó a que pasase adelante.

El cacique y el embajador no se hicieron de rogar y entraron en el edificio. Este se hallaba dividido en tres compartimentos por medio de dos tabiques. En la pieza principal encontraron a una anciana que estaba hilando. Nachi Cocom preguntó por Zuhuy Kak, aquella se levantó respetuosamente y le enseñó el compartimiento de la derecha.

Los dos hombres entraron en él, y el primer objeto que se presentó a su vista fue una mujer arrodillada en medio de la estancia con los ojos bañados en lágrimas y elevados al cielo. Al ruido de los pasos se levantó vivamente y clavó la vista en la puerta. Era Zuhuy Kak.

Hkín Chí! ¡hermano mío! -exclamó súbitamente arrojándose a los brazos del embajador.

  —180→  

-¿Lloras? -le preguntó este, sintiendo su rostro humedecido por las lágrimas de la joven.

-No he hecho otra cosa desde la noche fatal en que salí de la casa de mi padre.

-Hermana mía -repuso Hkín Chí-, desde este momento va a cesar tu dolor, porque yo he venido a consolarte en nombre de tu padre. Enjuga tus lágrimas y explícanos sin temor lo que sufres.

La joven se desprendió de los brazos del embajador, y después de mirar un instante al cacique que la contemplaba en silencio, inclinó la cabeza y no se atrevió a pronunciar una sola palabra.

-Zuhuy Kak -continuó Hkín Chí-, no te atemorice la presencia de Nachi Cocom, porque está dispuesto a hacernos justicia.

-¡Nachi Cocom! -exclamó la joven, mirando llena de espanto al cacique.

-Hija mía -dijo entonces Nachi Cocom con la voz más dulce que pudo hacer salir de su garganta-, conozco que mi nombre solo te inspira horror porque esta es la vez primera que nos encontramos frente a frente. Pero para que veas cuán injustamente te hallas prevenida contra mí, quiero que tu mismo hermano te explique la poca o ninguna parte que tengo en tu desgracia... porque a la vista de las lágrimas que inundan tus ojos, no dudo ya que exista esa desgracia aunque antes la ignoraba.

Y a una seña del cacique, Hkín Chí repitió a la afligida Zuhuy Kak todo lo que el señor de Sotuta le había contado y lo que él mismo le había dicho de parte de Tutul Xiú.

La joven le escuchó en silencio; pero el narrador creyó notar algunas veces que las lágrimas del dolor se apartaban por decirlo así, del semblantee de Zuhuy Kak, para dar paso a una sonrisa de desdén o de duda.

Cuando Hkín Chí hubo terminado su relación, Zuhuy Kak levantó la cabeza, y mirando firmemente a Nachi Cocom le dijo:

-Mi hermano te ha hablado la verdad, y si quieres cumplir la voluntad de mi padre, como has manifestado, aprovecha la ausencia de Kan Cocom, da libertad a sus víctimas y el cielo te bendecirá.

-¡Sus víctimas! -repitió Hkín Chí, no comprendiendo de pronto por qué la joven hablaba en plural.

-El español y yo -repuso Zuhuy Kak.

Hkín Chí la dirigió una mirada de reconvención, pero la joven no dio señales de haberla advertido y mirando siempre con firmeza a Nachi Cocom, continuó:

-Si cumples con tu generosa oferta, te juro por el nombre de mi padre que mi gratitud será eterna y constante, y que Tutul Xiú será el mejor amigo que tendrás desde hoy sobre la tierra.

Nachi Cocom se volvió a Hkín Chí y le dijo:

-Veo que esta joven se halla aquí contra su voluntad, como me había pronosticado, y desde este momento la devuelvo su libertad.

Zuhuy Kak dio un grito de alegría y tuvo un instante tentaciones de arrojarse a los pies del cacique y abrazar sus rodillas.

  —181→  

-De suerte -dijo Hkín Chí-, que desde este momento podré llevarla conmigo a la casa que has destinado a los embajadores de Maní.

-¡Desde este momento! -exclamó Nachi Cocom-. En verdad que no tendría embarazo, si se hallara aquí el sumo sacerdote para decirle que hemos dejado en libertad a su prisionera.

La alegría empezó a apagarse en el semblante de Zuhuy Kak.

-Pero el buen viejo -continuó Nachi Cocom-, estará aquí al rayar la aurora y Zuhuy Kak podrá pasar mañana a la casa de los embajadores.

-¡Generoso cacique! -exclamó transportado de gozo Hkín Chí.

-¡Basta! -dijo Nachi Cocom-. Te dejo solo con tu hermana para que hables con ella de esas mil cosillas que no pueden decirse ante un extraño. Pero te advierto que al ocultarse el sol en el ocaso, estaré a verte en la casa de los embajadores.

Y el cacique salió de la estancia, después de apretar suavemente la mano de Hkín Chí. El embajador, luego que le perdió de vista, juntó sus manos en señal de admiración y exclamó:

-¿Y este es el cacique que me habían pintado con tan negros colores?... ¡Por el nombre de Itzamatul que jamás había visto un hombre tan prudente, tan justiciero y tan bondadoso!

Zuhuy Kak, en vez de participar del entusiasmo de Hkín Chí, se acercó de puntillas a la puerta por donde acababa de desaparecer el cacique, miró por ella un instante y luego la cerró cuidadosamente. Entonces se acercó a Hkín Chí y en voz baja le dijo:

-¿Conque has oído hablar de las malas cualidades de Nachi Cocom?

-Sí, por eso estoy tan asombrado.

-¿Sabes que entre esas malas cualidades resalta el disimulo?

Hkín Chí miró fijamente a la joven.

-¡Oh! -exclamó Zuhuy Kak, alzando inadvertidamente la voz-. Témelo todo de ese hombre más astuto que la zorra y más dañoso que la serpiente. ¿Crees que por solo agradar a mi padre, a quien aborrece, va a dar libertad a su prisionera?

-Zuhuy Kak -respondió el embajador-, si no fuera esa la intención que tiene ¿cómo me ha traído a tu lado? ¿cómo nos ha dejado solos?

-El miserable debe estar maquinando alguna maldad inaudita cuando pone tanto empeño en agradarnos. ¿Por qué no me ha dejado en libertad desde este momento, como solicitaste? ¿Acaso la ausencia del sumo sacerdote puede ser un obstáculo para el señor de Sotuta?

Hkín Chí bajó los ojos ante el fuego que despedían las pupilas de la joven.

-Escúchame -continuó Zuhuy Kak-. Nachi Cocom te ha señalado la mañana próxima para darme libertad. Pues bien; antes que llegue esa mañana, habrá encontrado un medio terrible para eludir su promesa.

-¿Y qué remedio nos queda?

-Uno solo. Esta noche, cuando la luna se haya ocultado en el horizonte, vendrás a apostarte en esta calle y te ocultarás tras un árbol que hay en la esquina inmediata. Yo aguardaré a que el sumo sacerdote y su familia   —182→   estén entregados al sueño, y cuando todo se halle en silencio, iré a reunirme contigo.

-Pero mañana, cuando se note tu fuga, irán a buscarte a casa de los embajadores.

-No seremos tan necios que los aguardemos allí. Nos pondremos inmediatamente en camino para la corte de mi padre, y cuando el sol de mañana alumbre la tierra, espero que nos hallaremos a considerable distancia de Sotuta.

-¿Y los embajadores de Tutul Xiú han de salir prófugos de Sotuta, sin aguardar la respuesta de su cacique?

-El principal objeto de la embajada de mi padre -replicó la joven-, ha sido el de librar a su hija de las garras de sus enemigos, y llevándome a mí por delante, os dirá que habéis desempeñado bien y lealmente vuestra misión.

-Todo se hará como dices -repuso el embajador-; y los dioses que protegen la inocencia y la justicia nos harán llegar sanos y salvos a Maní.

-Ahora, Hkín Chí, puedes retirarte a hacer tus preparativos y a avisar a los demás embajadores. Esta noche te diré todo lo que espero de tus servicios.

Hkín Chí abrazó a la joven, imprimió un beso en su frente y salió de la casa del sumo sacerdote.

imagen

...Tutul Xiú, bastante embarazado y bañado el rostro en lágrimas de humillación...



  —183→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

El banquete macabro de Otzmal


Se juntaron a comer debajo de un árbol grande y vistoso, que en su lengua se llama Yaá, y habiendo allí continuado los bailes y regocijos de los días antecedentes, el postre de la comida fue degollar a los embajadores, violando el seguro sagrado, que como a tales se les debía.


Cogolludo                


Dos horas hacía que la plateada claridad de la luna iluminaba las calles de la capital de Nachi Cocom, cuando Zuhuy Kak, que estaba orando en su aposento, o mejor dicho en su calabozo, vio entrar a la anciana esclava del sumo sacerdote, de quien hemos hablado, y acercarse a ella con la sonrisa en los labios y la alegría en los ojos.

-Hija mía -le dijo dándole dos golpecitos en la espalda-, sin duda has ablandado a los dioses con tus continuas oraciones, porque la noticia que vengo a darte es acaso la más agradable que has escuchado en toda tu vida.

En el semblante de la joven se pintó una expresión interrogadora.

-Acaban de presentarse en la puerta los ancianos capitanes de Nachi Cocom -continuó la esclava-, y dicen que vienen a buscarte en nombre del cacique para conducirte a la casa de los embajadores de tu padre, con quienes se dice ha quedado concertada tu libertad.

Y al terminar estas palabras, la anciana señaló con la mano a los dos enviados de Nachi Cocom que se habían acercado a la puerta del aposento en que se hallaba la joven.

Zuhuy Kak los miró con espanto. Pero después de haber vacilado un instante, les manifestó que estaba pronta a seguirlos y pronto se encontraron en la calle.

A la luz de la luna que se hallaba ya bastante inclinada hacia el ocaso. Zuhuy Kak pudo notar que sus conductores le hacían atravesar casi toda la población. Al cabo de veinte minutos de marcha, los ancianos se detuvieron frente a una casa de guano situada en lo más escondido de los arrabales y   —184→   dieron tres golpes pausados en la puerta. Esta se abrió al instante y una mujer apareció en el umbral.

-Decidle a Hkín Chí -le dijo uno de los conductores-, que le traemos a la joven de quien le habló Nachi Cocom.

-Hkín Chí no se halla aquí en este momento -respondió la mujer.

-Pues avisad a cualquiera de los embajadores de Tutul Xiú.

-Ninguno de los embajadores se halla aquí tampoco. Nachi Cocom vino a buscarlos a todos al cerrar la noche y se los ha llevado a Otzmal donde tiene preparada una gran fiesta.

-Y esta joven, que teníamos orden de entregar a Hkín Chí o a cualquiera de los embajadores...

-Dejámela -interrumpió la mujer-. Hkín Chí me previno que si llegaba antes de su vuelta de Otzmal, la recibiese aquí y la hiciese aguardar.

Los dos ancianos vacilaron un instante.

-¡Oh! -continuó aquella-. ¡Bien sabéis que Nachi Cocom me destinó para servir a los embajadores, y cuando lo hizo, sin duda confiaba en mi lealtad! Pero si conserváis alguna duda o escrúpulo, permaneced aquí con la muchacha hasta la vuelta de los embajadores.

Parece que esta garantía decidió, al fin, a los ancianos. Hicieron entrar a Zuhuy Kak en la casa, le destinaron uno de los compartimientos en que se hallaba dividida y los dos ancianos tendieron sus mantas sobre el suelo junto a la puerta y se tendieron a dormir. Diez minutos después roncaban estrepitosamente.

Entonces la mujer que había abierto la puerta, se levantó del lugar que ocupaba en la pieza principal, y entró en el aposento en que Zuhuy Kak se hallaba entregada a la más horrible ansiedad. A la escasa claridad del fogón que iluminaba toda la casa, la encontró sentada en un rincón apartado con los codos apoyados en las rodillas y la frente en las palmas de la mano.

-Zuhuy Kak -le dijo con un acento de reconvención-, ¿acabas de recobrar la libertad, y te hallas entregada al dolor?

La joven levantó la cabeza para mirar a su interior, a quien no había tenido tiempo de examinar, y se encontró enfrente de una mujer de esbelta postura, notablemente hermosa todavía, y que representaba treinta y cinco años a lo más.

-¡Ah! -exclamó al cabo de algunos instantes-, creo que mi dolor no cesará hasta que me encuentre en los brazos de mi padre.

-Zuhuy Kak -repuso aquella mujer, sentándose al lado de la joven y tomando afectuosamente una de sus manos-, yo sé muy bien la causa de tus lágrimas... conozco el amor fatal que devora tu corazón.

Zuhuy Kak sintió subir el rubor a sus mejillas.

-¿Lo ves? -continuó la mujer que la contemplaba atentamente. La vergüenza que muestras en el semblante me indica que he podido adivinar la causa de tus lágrimas.

-¡Y bien! -exclamó la joven-. Mi amor no es de aquellos que puedan avergonzar a una muchacha, y no negaré que las lágrimas que derramo son atrancadas en parte por el temor de la suerte que puede caber al joven español.

  —185→  

-¡Desgraciada! -gritó Ek Cupul, que tal era el nombre de la mujer con quien hablaba Zuhuy Kak-. ¿Es verdad que amas a ese joven blanco, enemigo de los dioses y de la patria?

Zuhuy Kak miró atentamente a su interlocutora y creyó advertir que sus ojos estaban animados de un brillo extraordinario. Esta, entretanto, continuó:

-¡Que haya una itzalana que se atreva a amar a un hijo de esa raza, engendrada sin duda por Xibilbá!...

-Si conocieras al joven español...

-¡Ah! -interrumpió Ek Cupul-, todos esos miserables se parecen al asesino de mi familia, Zuhuy Kak, los dioses le han traído a mi lado esta noche para que libre tu corazón de la llaga que le corrompe. Yo que soy una víctima de la maldad de los extranjeros, voy a contarte la historia de mi desventura, para que acabes de conocerlos.

-¿Acaso te han hecho sufrir demasiado los españoles?

-Quince años hace que yo, la hija del noble cacique de Uaymax, era la mujer más feliz que respiraba sobre la tierra; y ahora... tengo necesidad de vivir como una esclava, para alcanzar un pan que me sustente.

-¡Oh! -exclamó la joven-: cuéntame esa historia, que la escucharé con interés.

-Es una historia que puede contarse en cuatro palabras. Los primeros españoles que vinieron al país hace trece años, asesinaron a mis padres y a mi hermano. Uno de ellos me reservó para sí y me arrebató el honor. Pero le aborrecía tanto, que una noche aproveché su sueño para asesinarle, y algunos días después ahogué entre mis brazos al hijo que acababa de dar a luz, porque era el hijo de mi deshonra...

Zuhuy Kak no tuvo tiempo para manifestar el horror que le causaron estas palabras, porque en aquel momento sonaron algunos golpes en la puerta de la casa.

Ek Cupul se levantó del asiento que ocupaba, salió de la estancia, y un momento después volvió a aparecer a la presencia de Zuhuy Kak, acompañada de un joven que traía un objeto blanco en la mano. Ek Cupul señaló con el dedo a Zuhuy Kak y le dijo:

-Mira ahí a la hija de Tutul Xiú.

Entonces el joven se acercó a esta y desdoblando el pañizuelo de algodón que traía, sacó de él una tira de piel de venado curtida, y la puso en las manos de Zuhuy Kak.

La joven se acercó al fogón y a la débil claridad que despedía, examinó con detención aquel objeto que aparecía curiosamente pintado.

-Estas son las insignias y los colores de mi hermano Hkín Chí -exclamó Zuhuy Kak, dejando brillar en sus ojos un rayo de esperanza.

-Él es quien me envía -dijo el indio-, para disipar tus temores. Nachi Cocom ha preparado en Otzmal grandes fiestas para obsequiar a los embajadores de tu padre, y como estas fiestas han de durar tres días, Hkín Chí me envía a decirte que no te impacientes por su larga ausencia.

-¿Y qué viene a ser Otzmal?

-Es un sitio a donde se retira ordinariamente el señor de Sotuta a descansar de las fatigas del gobierno.

  —186→  

Zuhuy Kak inclinó la cabeza, lanzando un suspiro, y el indio salió del aposento.

.............................................

La noche del tercer día, Zuhuy Kak, devorada de impaciencia, se hallaba sentada en el mismo aposento en compañía de Ek Cupul, que no la abandonaba un instante, cuando resonaron dos golpes en la puerta de la cabaña.

Ek Cupul se levantó vivamente, como si hubiese estado esperando aquella señal y se trasladó a la pieza inmediata diciendo ligeramente a Zuhuy Kak:

-No te muevas... vuelvo al instante.

Pero la joven no se resignó como tres días antes, a esperar la vuelta de su nueva amiga, sino que se acercó silenciosamente a la puerta y se ocultó tras el tabique.

Apenas había ejecutado este movimiento, cuando oyó abrir la puerta de la calle y luego la voz de Ek Cupul que preguntaba:

-¿Qué noticias traes, Balam?

-¡Silencio! -respondió una voz que Zuhuy Kak creyó reconocer-. Las noticias que traigo no son de las que pueden publicarse a gritos... y mucho menos en este lugar -añadió con una voz tan imperceptible que solamente la ansiedad que experimentaba la joven, pudo hacer llegar imperfectamente a sus oídos.

-Cierra la puerta -continuó la misma voz-, y hablaremos luego.

Zuhuy Kak sintió un vivo deseo de mirar a aquel hombre, cuya voz estaba segura de haber oído en otra ocasión, y tuvo un instante tentaciones de asomar su cabeza por la puerta. Pero la contuvo el temor de una sorpresa. Entonces se decidió a mirar por una pequeña abertura, practicada por el tiempo en el tabique. La luz del fogón encendido en la pieza principal, dejaba penetrar por ella una línea de fuego, casi imperceptible.

Apenas Zuhuy Kak hubo pegado los ojos al tabique, cuando reconoció en el hombre que hablaba con Ek Cupul, al joven que tres días antes había venido a tranquilizarla en nombre de Hkín Chí. Acababan de retirarse al rincón más apartado de la cabaña y habían emprendido un diálogo animado, pero tan secretamente, que la joven empezó a desesperarse de la inutilidad de sus tentativas. Pero, en fin, conteniendo el aliento y pegado el oído a la abertura del tabique, pudo oír gran parte de sus palabras.

-¿Has estado en Otzmal? -preguntó el joven.

-Sí -respondió Ek Cupul.

-Recordarás que es una casita aislada en medio del bosque.

-También recuerdo que tras de esa casita hay un patio muy extenso, en cuyo centro descuella un gran zapote, plantado, según dicen, por el abuelo de Nachi Cocom, algunos días después de la destrucción de Mayapán.

-Ya que tan bien conoces el terreno -repuso el joven-, pasemos ahora a los hechos. Ya sabes que el mismo día que Nachi Cocom oyó a los embajadores de Tutul Xiú, reunió apresuradamente su consejo, y a puertas cerradas le consultó la respuesta que debía darse a las proposiciones del cacique de Maní.

  —187→  

Balam se detuvo un instante y Zuhuy Kak aventuró una mirada desde su escondite. Entonces, a la luz del fogón que iluminaba la cabaña, creyó distinguir que entre ambos interlocutores se cambiaría una mirada siniestra. Pero pronto tuvo que abandonar sus observaciones para escuchar al joven que continuó hablando de esta manera.

-El resultado de esta conferencia fue que al salir del consejo, Nachi Cocom mandó invitar a los embajadores para que concurriesen a Otzmal a unas fiestas con que pensaba obsequiarlos, y en cuyo lugar les ofreció dar la respuesta acordada con sus consejeros. Los embajadores aceptaron la invitación, y la noche del mismo día se trasladaron todos a Otzmal, acompañados de Nachi Cocom y de muchos nobles, sacerdotes y guerreros, que solicitaron la honra de asistir a las fiestas.

A la mañana siguiente se dio principio a ellas con una magnífica cacería en los bosques comarcanos. Nachi Cocom, sus vasallos y los embajadores de Maní, tomaron sus cuchillos de pedernal, llenaron de flechas su carcaj, y el sol no había llegado a la mitad de su carrera, cuando volvieron cargados de una multitud de aves conejos, venados y otros animales monteses. Mientras los esclavos de Nachi Cocom se ocupaban de aderezarlos, los músicos, los juglares y balzames de Sotuta se reunieron bajo la sombra del gran zapote y dieron una muestra de sus habilidades a los embajadores. El balché corría en abundancia, y la alegría fue tan general como completa. A la caída del sol se sirvió una comida tan rica como abundante y todos los convidados se durmieron aquella noche haciéndose lenguas de la munificencia de Nachi Cocom.

Los dos días siguientes, es decir, ayer y hoy, repitieron las mismas diversiones con harto placer de los huéspedes del cacique; pero donde se excedió este verdaderamente, fue en la comida de hoy; porque dijo había un solo manjar conocido en el país que no se hallase al alcance de los convidados en las esteras de palmas extendidas bajo las frondosas ramas del zapote.

Empezaba ya el sol a esconderse tras las copas de los árboles, cuando advirtió Nachi Cocom que solo quedaba una cantarilla de balché. Mandó a sus esclavos que la distribuyesen toda en los vasos de barro de los convidados, y cuando su orden quedó ejecutada, levantó su vaso a la altura de su cabeza, y paseando una mirada entre todos sus huéspedes, les dijo:

-Bebamos este licor a la salud de la patria, mientras podemos llenar nuestros vasos de sangre extranjera para beberla a la muerte de los españoles...

Los convidados arrojaron un grito de alegría y apuraron de un solo trago el contenido de sus vasos. Pero apenas los asentaron sobre las esteras, advirtieron que ninguno de los embajadores de Maní había llevado a sus labios el licor consagrado a la salud de la patria.

Los ojos de Nachi Cocom y de sus consejeros despidieron llamas de indignación y de cólera.

Hkín Chí conoció que iba a estallar una tempestad y quiso entrar en explicaciones. Pero no había tenido tiempo de pronunciar una palabra cuando Nachi Cocom le gritó:

  —188→  

-Hkín Chí, apura como nosotros un vaso a la victoria de los macehuales, y entonces te dejaremos hablar.

-Permite que me retire con todos los embajadores de mi padre -dijo Hkín Chí-, porque las palabras que acabas de pronunciar me indican que es ya inútil nuestra presencia en tu corte.

-¡Cómo! ¿te retirarías a Maní, sin llevar a tu señor la respuesta de tu embajada?

-Contaré a Tutul Xiú lo que acaba de pasar y estoy seguro que aprobará mi conducta.

-Lo que has oído hasta aquí -repuso Nachi Cocom con sardónica sonrisa-, no es digno todavía de ser contado al descendiente de Kabah Xiú. Espera: ahora voy a decirte lo que quiero que refieras al cacique que vende a sus pueblos y al guerrero que abandona las filas de los defensores de la patria.

Todos los embajadores de Maní lanzaron un grito de indignación y se pusieron en pie, buscando inútilmente bajo sus vestidos las armas de que ellos mismos se habían despojado antes de la comida. En medio del tumulto producido por este movimiento, se oyó la voz de Hkín Chí que decía:

-Nachi Cocom, ¡bien se conoce que nos encuentras desarmados, porque de lo contrario no hablarías impunemente del señor de Maní!

-¡El miserable me insulta! -gritó Nachi Cocom exasperado de rabia.

Y apoderándose rápidamente del vaso que tenía junto a sí, lo hizo volar al rostro del embajador. El vaso quedó reducido a pedazos, y Hkín Chí empezó a arrojar sangre por la boca.

A aquella señal, que estaba convenida de antemano, cada uno de los vasallos de Nachi Cocom sacó entre sus vestidos un cuchillo de pedernal, y se arrojó sobre el embajador que tenía al alcance de su brazo.

La lucha solo duró el tiempo que tarda en brillar en la atmósfera la luz de un relámpago. Todos los embajadores de Tutul Xiú quedaron tendidos sin vida sobre las esteras de palmas, cubiertas aun con los restos del banquete.

Uno solo se había librado. Hkín Chí había logrado arrebatar su puñal a uno de los asesinos, y merced a este socorro, acababa de herir gravemente a un sacerdote de Sotuta. Todos los asesinos se lanzaron entonces sobre él y levantaron sus armas sobre su cabeza.

En aquel momento se oyó la voz de Nachi Cocom, que gritaba:

-¡No le matéis! Aprehendedle vivo, porque es necesario que vaya alguno a llevar a Tutul Xiú la respuesta de su embajada.

Los macehuales están acostumbrados a rendir a un enemigo sin matarle, porque necesitan llevar prisioneros a los altares de Kinchachauhaban. Así es que la orden de Nachi Cocom no tardó en quedar ejecutada, no sin que antes hubiese muerto Hkín Chí a tres de sus adversarios.

Entonces el cacique se volvió hacia él y le dijo:

-Vas a ser conducido ahora a Maní para decirle a tu señor que como han sido tratados sus embajadores así serán tratados todos los macehuales que renieguen de sus dioses y de su patria ante las plantas de los advenedizos españoles.

-¡Infame! -gritó Hkín Chí-; las personas de los embajadores son tan sagradas, como los mismos dioses, y lo que has hecho ahora con nosotros   —189→   cubrirá de oprobio tu nombre para siempre.

Nachi Cocom no respondió. Hizo una seña a uno de sus esclavos y este se acercó a Hkín Chí con una flecha en la mano. Entonces, mientras seis hombres le sujetaban, el esclavo llevó la flecha a sus órbitas y los ojos del embajador cayeron a sus pies, envueltos en una cubierta de sangre.

Hkín Chí lanzó un grito de dolor y de rabia, Nachi Cocom mandó a cuatro de sus capitanes que le condujesen hasta el territorio de Maní y el desgraciado embajador se alejó de Otzmal, maldiciendo al cacique y pronunciando tiernamente el nombre de Zuhuy Kak. «Yo...».

Balam no tuvo tiempo de concluir. En aquel momento se oyó en la pieza inmediata un grito y enseguida el ruido de un cuerpo que se desplomaba.

Balam y Ek Cupul corrieron a averiguar lo que pasaba.

Era Zuhuy Kak que, no habiendo tenido fuerzas para resistir a la noticia de las crueldades usadas con su hermano y con los demás embajadores de Maní, había caído sin conocimiento en el suelo de su prisión.

imagen

Nachi Cocom, el felón señor de Sotuta