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ArribaAbajoCapítulo XX

Predicciones de infortunio



    Seguidme, valerosa y fuerte gente,
que aunque pese a los dioses soberanos,
sacaré mentirosos sus agüeros;
seguidme, que es deshonra ser postreros.


L. de Argensola                


El martes 9 de junio de 1541 reinaba en la ciudad santa de Itzmal una agitación verdaderamente extraordinaria. Un ejército de cincuenta mil guerreros macehuales estaban acampados en su inmenso recinto. Los edificios públicos y particulares estaban henchidos de inquietos y alegres soldados que hablaban y reían estrepitosamente. En los tiempos de Itzamatul, de Kabul y de Kinich Kakmó, los sacerdotes del culto practicaban varias ceremonias religiosas para consultar al oráculo y para llamar sobre la cabeza de los extranjeros la cólera de los dioses.

Después del escandaloso asesinato de los embajadores de Maní, verificado tres meses antes en Otzmal, Nachi Cocom había comprendido que no le quedaba otro medio para conservar su vida y su poder, que tentar uno de esos esfuerzos desesperados que suelen salvar a los pueblos en sus momentos de agonía. Sus embajadores visitaron entonces todos los cacicazgos de la tierra, con excepción de las provincias del Sur, que a imitación de Maní, se habían ya sujetado voluntariamente a los invasores.

Los enviados de Nachi Cocom, animados del fuego que ardía en el pecho de su señor, habían logrado comunicar su ardor patriótico a todos los caciques invitados, y estos habían ofrecido arañar a todos sus guerreros para destruir de una vez a los atrevidos españoles, acampados en Thóo. Nachi Cocom les dio las gracias en nombre de los dioses y de la patria, y les previno que se hallasen todos reunidos en el santuario de Itzmal, el día Eb del mes de Kayab a la salida de la aurora. (El citado 9 de junio.)

Doraba ya el sol la fachada del templo de Kabul, situado sobre el cerro que se ve hoy al poniente de la plaza principal, cuando un guerrero subió ligeramente la ancha escalinata que conducía a la cima. Cuando hubo llegado a la puerta del templo, se llevó a los labios un gran caracol y produjo durante   —192→   un minuto, un sonido prolongado y monótono, que podía oírse a considerable distancia.

Diez minutos después empezaron a llegar sucesivamente al pie del cerro hasta cincuenta aborígenes, lujosamente vestidos, en quienes era fácil adivinar otros tantos caciques, o señores principales. Subían la escalinata, hablaban algunas palabras con el guerrero del caracol y se ponían indiferentemente de cuclillas junto al templo o se incorporaban a los grupos que empezaban a formarse sobre la misma plataforma del cerro.

Cuando el número que hemos indicado estuvo completo, el guerrero del caracol, que no era otro que Kan Cocom, empujó la puerta de una pequeña pieza adherida al templo, y que sin duda era la habitación de algún sacerdote, y volviendo la cabeza al interior, pronunció estas palabras:

-Todos están ya reunidos.

Un guerrero de atlética estatura, en cuyos hombros descansaba una manta de algodón ricamente bordada, se presentó al instante en el umbral.

Era Nachi Cocom.

-Caciques y sacerdotes -dijo paseando una mirada entre los cincuenta macehuales, que se habían acercado a saludarle-: os doy las gracias por la puntualidad con que habéis acudido al llamamiento que os hicieron mis embajadores en nombre de la patria.

-Tu llamamiento correspondía demasiado al deseo más imperioso de nuestro corazón -respondió el cacique de Zací-, para que rehusásemos acudir el día convenido al lugar de la cita. Los dioses de la patria tienen un lenguaje tan elocuente y persuasivo que no es posible hacerse sordos a su voz.

-Hablas como un sabio, Kupul -añadió el señor de Tancah-; pero las palabras deben ahorrarse cuando el dios de la guerra nos está señalando con su rodela de fuego el camino del campamento enemigo. ¿Por qué no aprovechamos la frescura de la mañana para emprender nuestra marcha?

-La empresa que vamos a acometer -respondió con voz solemne Nachi Cocom- es de tan graves e importantes consecuencias y al mismo tiempo tan peligrosa, que necesitamos consultar la voluntad de los dioses e implorar su protección por medio de actos de penitencia.

-Dos días hace que conforme a tus órdenes -dijo con humilde voz un sacerdote de Kabul, todos los macehuales reunidos en Itzmal ayunan devotamente y se abstienen de las caricias de sus esposas.

-Poco es eso todavía -repuso Nachi Cocom-; acompañadme todos al gran cerro de los sacrificios para orar sobre la sangre caliente de las víctimas, pasemos luego al templo de Itzamatul para consultar el oráculo, y corramos después a encontrar a los extranjeros, que huellan con sus sacrílegas plantas las cenizas de nuestro padre en el gran cerro de Thóo.

Los cincuenta aborígenes que rodeaban a Nachi Cocom inclinaron la cabeza en señal de asentimiento, y precedidos de este bajaron la gran escalinata del montículo. La inmensa plaza mayor estaba henchida de una turbulenta muchedumbre, compuesta en su mayor parte de guerreros, que deseaban ansiosamente recrear su vista en las sagradas ceremonias que debían celebrare para implorar la protección de los dioses.

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Las puertas de los templos, los altares de los dioses, los ídolos de piedra y barro, las escaleras de los montículos y las manos de los sacerdotes y las mujeres, contenían una inmensa variedad de flores y yerbas olorosas que alegraban la vista con la rica variedad de sus colores. Esas cabezas colosales de piedra, incrustadas en cada uno de los cuatro lados de los cerros que sustentaban los templos de Itzamatul, Kinich Kakmó y Kabul y cuyos vestigios habrán observado los curiosos en las reliquias de que hemos hablado, estaban del mismo modo adornadas con profusión de rosas silvestres; y en la lengua saliente, formada de una sola piedra ligeramente labrada, descansaban pebeteros de barro, en que se quemaba con abundancia el copal, resina consagrada para las ceremonias religiosas entre los antiguos indios de Yucatán, y que esparcía su grato perfume en todas las festividades del culto.

La procesión presidida por Nachi Cocom se abrió paso trabajosamente entre la muchedumbre, pasó frente al templo de Kinich Kakmó y tomó la dirección del gran cerro de los sacrificios. Aquellos de nuestros lectores que hayan visto a Itzmal, saben que este colosal monumento, que forma el cuyo de mayores dimensiones que se encuentra en el país, está situado casi al N E a dos cuadras de distancia de la plaza principal.

Después de la inmolación de innumerables víctimas que tuvo lugar en este cerro, Nachi Cocom y los demás caciques se pusieron en pie y tomaron la dirección del templo de Itzamatul.

Este templo se hallaba edificado en la altura artificial que hoy ocupa el convento y la iglesia mayor de Itzamal al Sur de la plaza. Itzamatul quiere decir el que posee y recibe la gracia; era la deidad más venerada de los antiguos indios de Yucatán; su templo y sus sacerdotes nadaban en riquezas, gracias a las ofrendas de los innumerables peregrinos que le visitaban el oráculo respondía cada vez que se le consultaba en su recinto sanaban los enfermos, resucitaban los muertos, los ciegos recobraban el uso de los ojos y los paralíticos el de los pies; los milagros se multiplicaban cada día, según los sacerdotes, y no había macehual por impío que fuese, que no hiciera una romería al santuario de Itzmal, siquiera una vez durante su vida. Para hacer con mayor comodidad estas romerías, que daban tanto prestigio al culto y tantas riquezas a sus sacerdotes, había grandes calzadas, enlozadas de piedra blanca, que atravesaban el país en diversas direcciones.

El templo de Itzamatul era un espacioso edificio de mampostería, sólidamente construido y que en la mañana de que vamos hablando, se hallaba adornado con profusión. Sus paredes dadas de estuco, sostenían la bóveda del techo, formada de ese arco triangular de que hemos hablado en otra parte. Su ancho recinto solo contenía un altar, en cuyas aras descansaba un ídolo colosal de barro. Este ídolo que representaba a Itzamatul, estaba hueco en su parte interior, por causas que sabían muy bien los sacerdotes, y que se ocultaban cuidadosamente al pueblo.

Entre la inmensa muchedumbre que ocupaba el sagrado recinto, distinguíase a los sacerdotes por sus largas e incultas cabelleras, esparcidas en   —194→   desorden sobre sus blancas túnicas. Hallábanse arrodillados frente al altar, teniendo en sus manos pebeteros de barro, en que se quemaba el copal, que elevaba a la bóveda sagrada sus columnas de humo perfumado.

Cuando Nachi Cocom y los demás caciques entraron en el templo, hubo una corta agitación entre la muchedumbre para abrirles paso hasta el altar. Arrodilláronse tras la hilera que formaban los sacerdotes, y después de haber hecho en voz baja una breve oración, dos ministros del culto se apoderaron de las ofrendas que traían algunos guerreros y las colocaron en el altar a presencia de todo el concurso.

Entonces el cacique de Sotuta elevó sus ojos al rostro de Itzamatul y con acento respetuoso pronunció estas palabras:

-Divino Itzamatul: el culto de nuestros dioses y los huesos de nuestros mayores, sepultados en la tierra de Itzá, están clamando contra el ultraje que les han inferido los hombres blancos y barbados del Oriente, que han sido arrojados a nuestras costas por las aguas de gran Kaanab. Varias veces nos hemos presentado en los campos de batalla para detener su marcha triunfante; pero nuestra sangre ha regado inútilmente la tierra. Ellos disponen de los rayos de Kinich Kakmó, y deslumbrando la vista de nuestros guerreros, han llegado hasta el pueblo de Thóo, donde no hay poder humano que los venza.

-Ahora todos los macehuales capaces de tomar las armas, se han unido a mí para castigar la audacia de los extranjeros. Tú que eres un dios poderoso, tú que sin duda prestarás tu divino auxilio a los que van a combatir por su religión y por su patria. ¿Te dignarás descorrer ante nuestros ojos la manta que cubre el porvenir para animar a los guerreros de tu pueblo?

A la conclusión de este breve discurso, dejose oír el ronco sonido de un caracol y el Holpop -que era el director de la música y de las ceremonias sagradas-, hizo una señal con su vara levantada. Entonces todos los circunstantes se inclinaron profundamente hasta el extremo de tocar casi el suelo con los labios.

Era que iba a hablar el oráculo.

En efecto: no tardó en dejarle oír una voz cavernosa que salía de la colosal cabeza de Itzamatul.

-Los sacerdotes y los caciques -dijo la voz-, son los únicos que deben escuchar ahora la palabra de los dioses.

El Holpop hizo entonces un nuevo movimiento con su varilla y la muchedumbre empezó al instante a desocupar el templo. Cinco minutos después los escogidos por el oráculo eran los únicos que quedaban arrodillados ante el altar.

Entonces, enmedio del silencio sepulcral que dominaba al sagrado recinto -porque hasta las puertas se habían cerrado-, se dejó oír nuevamente la voz de Itzamatul.

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-Caciques de Itzá -dijo-, la empresa que vais a acometer os dará muy pronto un lugar privilegiado en la mansión de los dioses. Los guerreros que mueren en defensa de su religión y del suelo de sus mayores son acreedores a tan señalado favor.

Nachi Cocom y los demás caciques osaron levantar un instante la cabeza para cambiar entre sí alguna mirada de angustia.

Al cabo de un instante de silencio, el oráculo continuó:

-Los profetas os han declarado hace mucho tiempo en nombre de los dioses la suerte que correrá vuestro imperio. En vano derramáis la sangre macehual en los combates... ha sonado la hora de Itzá... Vuestros guerreros serán humillados en Thóo, como lo han sido en Tixpeual, en Poboc, en Campech y en Potonchán... Si queréis huir el yugo extranjero, recoged a vuestras mujeres e hijos y pasad el lago de Petenitzá, donde en mucho tiempo no asentará la planta el guerrero español.

Calló la mística voz del oráculo, y los caciques y los sacerdotes se pusieron en pie, mostrando sus facciones trastornadas por el espanto.

El pontífice de Itzmal dejó caer sus brazos con desaliento, y mirando a Nachi Cocom, le dijo:

-¿Qué vas a hacer, gran cacique? El infortunio que te predicen los dioses, no te autoriza a empeñar la batalla que meditas. Da orden a tus guerreros de que recojan lo más precioso que posean y emprendamos juntos en poco tiempo el camino de Petenitzá, antes que los invasores lleguen a nuestra ciudad a profanar el templo del divino Itzamatul.

Algunos caciques prestaron asentimiento a estas palabras con un ademán, a pesar del gesto de disgusto que se pintó en el semblante de Nachi Cocom.

El cacique de Pisté se atrevió a decir.

-Volvamos ahora a nuestros hogares, y el último día de Cum Kú nos reuniremos otra vez en Itzmal para ir a buscar el único asilo que nos queda.

Al terminar estas palabras un joven guerrero que hasta entonces se había mantenido separado del grupo principal, se adelantó hasta el pie de la plataforma que sostenía el altar, y con un acento en que se notaba su mal reprimida cólera:

-Caciques de Itzá -dijo-, voluntariamente os habéis reunido en este lugar para cumplir con el deber más santo que os impone la patria. ¿Y retrocederéis en el momento en que el número, el brío y las armas de vuestros guerreros os están diciendo que no necesitáis más que de un pequeño esfuerzo para aniquilar a vuestros enemigos?

-¡Kan Cocom! -exclamó el sumo sacerdote-, ¡estás profanando este santuario con tus sacrílegas palabras!

-Sacerdote -repuso Kan Cocom-, nunca pueden ser sacrílegas las palabras que son inspiradas por el genio de la patria.

-¿Te atreverías a dudar de la voz del oráculo?

-Respeto el culto de mis padres; pero siento arder en mi pecho un fuego que solo puede haber sido encendido por los dioses. Caciques de Itzá, vuestros guerreros os esperan con impaciencia para acompañaros al   —196→   campamento cristiano. El oráculo dice que vamos a derramar inútilmente nuestra sangre. ¡Pero quién sabe!... ¿quién sabe si los dioses al ver nuestra decisión, se compadecerán de nuestro sacrificio y nos concederán la victoria?

Los sacerdotes hicieron un ademán de espanto y con un movimiento de horror se separaron del joven guerrero, como si temiesen ser contaminados por el sacrílego. Kan Cocom no se cuidó de este movimiento y continuó:

-No perdamos un solo instante... corramos a Thóo. La sangre de nuestros sacrificados por el extranjero, está clamando venganza.

Nachi Cocom estrechó la mano del joven, al tiempo que ella se separaba de la plataforma. Corrió a la puerta principal del templo, la abrió de par en par y gritó a la muchedumbre reunida en la inmensa plaza.

-¡Al campamento español, valientes hijos de Itzá!

La muchedumbre creyó que el oráculo había asegurado la victoria y prorrumpió en gritos de alegría en honor de Itzamatul.

imagen

Kan Cocom, el indómito



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ArribaAbajoCapítulo XXI

El jueves 11 de junio de 1541



   ¿No escucháis?... En el aire va mecido
un lejano y horrísono estampido...
¿Será la tempestad?... ¿Será la tierra
que principia a fundirse con la nada
al mandato de Dios? No, que es la guerra
con toda su grandeza aterradora...


R. Aldana                


Al ponerse el sol del siguiente día, el numeroso ejército acaudillado por Nachi Cocom, acampaba alrededor del corro artificial que los españoles ocupaban en Thóo. Este ejército, compuesto de cuarenta a sesenta mil guerreros, presentaba un aspecto tan salvaje como aterrador. Un europeo que hubiese sido arrancado de su patria y puesto súbitamente en medio de aquella multitud, se hubiera creído rodeado de una legión de seres infernales.

A excepción de algunos sacerdotes, que ostentaban sus largas túnicas manchadas de sangre, y de algunos nobles y capitanes que llevaban la manta bordada sobre sus camisas de algodón, todos los demás guerreros se presentaron a los ojos de los españoles tan ligeramente vestidos, que ninguno hubiera osado dudar que venían completamente desnudos. Por lo demás, este vestido suele verse todavía entre las gentes del campo; y la generalidad de nuestros lectores que lo conoce, nos agradecerá seguramente que nos ahorremos del trabajo de describirlo.

Aquella desnudez estaba ventajosamente suplida a sus ojos con la variedad de las pinturas que teñían su piel y que hacían resaltar la robustez de sus formas. De sus orejas y narices pendían caprichosos zarcillos de metal, lo que unido al carcaj lleno de flechas que pendía de sus espaldas y a los chuzos y arcos que llevaban en las manos, les daba ese aspecto extraño y temible de que acabamos de hablar.

No era menos sorprendente el aparato de sus instrumentos de música guerrera. Cuando los tambores, las conchas de tortuga, los caracoles y caramillos dejaban oír su ruda armonía en medio de la grita feroz que alzaban   —198→   al mismo tiempo aquellos cincuenta mil combatientes, los árboles de los bosques vecinos se estremecían, los españoles más animosos sentían que el pavor helaba la sangre en sus venas, sus caballos relinchaban de sorpresa y miedo, y la tierra toda parecía retemblar sobre sus ejes.

Después de cercado el cerro que ocupaban los odiados invasores, el primer cuidado que tuvieron los indios fue el de formar innumerables trincheras, unas tras de otras, menos quizá con el objeto de guarecerse, que con el de impedir el paso a aquellos monstruosos cuadrúpedos que infundían tanto medio a sus sencillos corazones. Veinte mil guerreros, convertidos en peones, cortaron con sus hachas de pedernal los añosos árboles del bosque, arrancaron de su alvéolo las piedras del cerro de Hchún Caán y escarbaron la tierra del llano para formar anchos y fuertes parapetos que sirviesen de muros en la próxima batalla. Antes de la media noche quedaron concluidos estos trabajos, cesó la música de los atabales y caramillos, la luz de las hogueras se apagó y los sitiadores guardaron un profundo silencio.

A aquella hora el campamento español no daba más señales de vida, que una lucecilla encendida en el interior de una tienda de campaña que se divisaba a través de la transparente lona. Esta tienda, colocada en la cima del cerro, era la que ocupaba con algunos capitanes el jefe de los españoles, que lo era a la sazón don Francisco de Montejo, hijo del anciano Adelantado. El lector no llevará a mal que le conduzcamos al interior de esta habitación para hacerle presenciar una escena que le dará a conocer algunos rasgos característicos de aquella época.

Alrededor de una estera de palmas, extendidas sobre una especie de altar de piedra y cubierta aun de algunos manjares, estaban sentados cuatro oficiales con la espada ceñida a la cintura y colocada entonces entre sus pies. Dos de estos eran don Francisco de Montejo y su primo del mismo nombre. El tercero era el célebre capitán Alonso de Rosado, que tan señalados servicios prestó en la conquista, y de quien no tardará en hacernos hablar la verdad de la historia. Era el cuarto un hermoso joven de tan cortos años, que ni el más ligero bozo empañaba todavía la blancura mate de su cutis. La ligera palidez de su semblante, su abundante cabello que caía en bucles sobre su cuello de alabastro y sus ojos negros y rasgados que miraban con alguna timidez, excitaban las simpatías de cuantos se le acercaban y el respetuoso cariño de cuantos hablaban con él. Dejaríamos incompleto este cuadro si no mencionásemos a un anciano soldado que dormitaba a la entrada de la tienda y que de cuando en cuando levantaba la cabeza para fijar un instante sus ojos en el joven oficial.

En el momento en que introducimos al lector en la tienda del capitán, este decía al sobrino del Adelantado:

-¿Con qué decís, mi querido primo, que nunca habíais visto sobre nuestro campamento un número tan exorbitante de perros idólatras?

-¡Así es, por vida mía! -respondió el interpelado-. Los que ahora se han descolgado tan inopinadamente sobre nosotros, son por lo menos dobles en número de los que vencimos en Tixpeual el año pasado.

-¡Vive Cristo! -terció Alonso de Rosado-, que consentiré en que   —199→   me llamen pillo y embustero, si en esa chusma desnuda no hay sesenta mil combatientes.

-Para poco más de doscientos españoles que somos -repuso el capitán-, no me parece el número muy desproporcionado. Vos, mi querido primo, que habéis malgastado algunos años en una cátedra de Alcalá de Henares, ¿podríais decirnos qué número de esos gentiles tocará a cada uno de nosotros en el combate que se ha de empeñar mañana?

-Capitán -dijo con dulce y sosegada voz el imberbe oficial-, permitid que os diga que ofendéis a Dios, pretendiendo contar el número de nuestros enemigos.

-¿Vais a echarme uno de los sermoncitos que acostumbráis?

El hermoso joven se sonrió dulcemente y continuó:

-No hay duda que si el número de los combatientes decidiera del éxito de las batallas, mañana seríamos pulverizados por esos idólatras, cuyo número me ha llenado de asombro. Pero el verdadero Dios que peleaba con los Macabeos y el que ha ayudado a don Fernando y a doña Isabel a sacar al último moro de España, acudirá al auxilio de los soldados que pelean por la Cruz y confundirá a los ciegos que combaten por la idolatría y la superstición.

-Mi querido don Álvaro -repuso el hijo del Adelantado-, el padre Francisco Hernández, nuestro capellán, no diría tan bellas cosas y tantas verdades en tan pocas palabras, como vos. Pero a propósito del capellán: ¿alguno de vosotros sabe por ventura por qué no ha venido?

-¿Le mandasteis llamar?

-Sí, amigo don Álvaro, sí. El encuentro de mañana debe ser muy terrible por más que digáis, y todos nuestros soldados han manifestado el deseo de confesarse antes de entrar en batalla.

-¡Loable pensamiento!

-No digo lo contrario. Pero mirad al padre Hernández, que se ha dormido sin duda, soñando en su obispado de Yucatán, a que piensa alegar derecho por ser el primero y único sacerdote que se ha atrevido a acompañarnos en la conquista.

Todos los circunstantes, a excepción del gallardo don Álvaro, se permitieron una sonrisa, a costa del futuro encomendero y cura de Mérida, que fue todo lo que alcanzó el padre Hernández en premio de sus servicios.

-Pues por la espada de Santiago apóstol -exclamó Alonso de Rosado-, que para confesar a doscientos y tantos pecadorazos como nosotros, no me parece muy largo el tiempo que falta para la venida de la aurora.

-Mirad si hay alguien allí que pueda ir a llamarle.

Alonso de Rosado miró en derredor de sí y solo vio al centinela que se paseaba a algunos pasos de distancia de la tienda y al viejo soldado que dormitaba a la entrada.

-Allí no veo más que el escudero de don Álvaro; y si no se molestara, como muchas veces lo ha demostrado, de que el pobre viejo sea ocupado lejos de su persona, paréceme que muy bien podría desempeñar la comisión de despertar al padre Hernández y a los primeros penitentes.

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Don Álvaro se ruborizó imperceptiblemente y exclamó al instante:

-¡Oh! Si le necesitáis, disponed de él, capitán, como si fuera vuestro.

-¿Que si le necesito? ¡Válgame la Virgen del Pilar! ¿Os parecen mucho cinco horas para que un solo clérigo pueda absolver doscientos hombres de nuestra calaña?

-¿Olvidáis, capitán, al anciano religioso que nos mandó hace pocos días el cacique de Maní, y que puede ayudar al padre capellán en su santo ministerio?

-¡Por los clavos de Cristo que tenéis razón! ¿Dónde tenía yo la cabeza que había olvidado a este buen franciscano, que me hizo desternillar de risa con la relación de sus aventuras? ¿Sabéis que fray Antonio puede serviros de gran utilidad, por el conocimiento que le ha dado de los indios; el largo tiempo que ha permanecido entre ellos?

-Decídselo a don Álvaro -dijo Alonso de Rosado-, que todos los días se pasa horas enteras conversando con el bendito fraile.

Don Álvaro bajó los ojos ante las miradas que se clavaron en su rostro, y para disimular su embarazo:

-Beltrán -dijo a su soñoliento escudero-, id a despertar al franciscano y al padre capellán, y decidles que ya es hora de que empiecen a confesar a los que van a batirse mañana en servicio de Dios.

-No os olvidéis de despertar también a los soldados que encontréis por allí -añadió el capitán.

El escudero estiró un instante sus entorpecidos miembros y salió de la tienda, limpiándose los ojos con el puño.

Media hora después estaba de vuelta, acompañado de los dos sacerdotes y de algunos soldados. La tienda entonces quedó convertida en capilla. El capitán, su primo y Alonso de Rosado se retiraron a disfrutar un instante de sueño y don Álvaro, seguido de su escudero, salió de la tienda. Los sacerdotes se sentaron entonces a oír a los penitentes, y algunos instantes después no se alzaba ya, una voz en el campamento español...

Amaneció el día siguiente -jueves 11 de junio de 1541-, que debía ser tan memorable para la futura colonia.

Apenas los primeros albores de la mañana se dejaron ver tras el elevado templo de Hchum Cáan9 los aborígenes elevaron al cielo una grita   —201→   horrible y espantosa, acompañada del tumultuoso ruido de sus instrumentos de música guerrera. Este grito salido de todos los ángulos de la población, abandonada por sus antiguos habitantes, y repetido por los edificios y los árboles de la vecina selva, no produjo aparentemente ninguna impresión en el ánimo de los atrevidos extranjeros, que en aquel momento podían considerarse, como unos pobres náufragos, asidos de un débil esquife, para luchar con las inmensas olas del embravecido océano.

Era que los españoles se hallaban entregados en este instante a la celebración de un acto piadoso. El padre Francisco Hernández, después de haber absuelto de sus culpas a todos los soldados que componían la expedición, celebraba al aire libre, en un altar portátil, el santo sacrificio de la misa, ataviado de sus vestiduras sacerdotales. Todos los aventureros asistían arrodillados y con profunda atención a la sagrada ceremonia y se signaban y rezaban devotamente cando el caso lo requería. A la conclusión de la misa, el capellán volvió a absolver a los circunstantes y les repartió la comunión. Entonces se sentó sobre un banco de madera, arrancado probablemente de algún templo gentílico, y les predicó un sermón, muy propio para las circunstancias, pero que acaso no sonaría bien a los oídos de dichos cristianos escrupulosos.

Entretanto, el sol se había levantado ya sobre el horizonte, lo suficiente para alumbrar con sus dorados rayos el futuro campo de batalla. Ciertamente era un espectáculo curioso contemplar a aquel puñado de aventureros, arrodillados en la cima de un cerro a la presencia de un sacerdote, y rodeados de cincuenta mil guerreros aborígenes, impúdicamente desnudos, con la piel pintada, cubiertos de armas desconocidas, guarecidos tras de sus trincheras salvajes o encaramados en las ramas de los árboles, burlones y amenazadores a la vez, riendo desaforadamente, gritando como unos energúmenos y apostrofando de cobardes a los que tantas veces habían desbaratado sus numerosos escuadrones. Porque, ciertamente, desde que los indios notaron que, en vez de responder a sus provocaciones, los españoles permanecían arrodillados, se hicieron la ilusión de que habían logrado acobardar a sus enemigos, puesto que se limitaban a implorar humildemente la protección de sus dioses.

Pero esta ilusión fue instantánea. Súbitamente sonó un clarín, los españoles se pusieron en pie, el ruido de las armas sucedió al susurro de las oraciones, las espadas, las lanzas y los arcabuces brillaron a los rayos del sol, cuarenta guerreros montaron airosamente sobre sus caballos de batalla, que tascaban el freno y relinchaban de impaciencia; y los infantes hicieron ligeras evoluciones a la voz breve e imperiosa de su capitán. Entonces sonó de nuevo el clarín, los extranjeros lanzaron al aire su grito de guerra, invocando al santo patrón de las Españas, y los caballos seguidos de los infantes, se precipitaron impetuosamente por la rampla del montículo.

Los cincuenta mil sitiadores lanzaron simultáneamente un grito de asombro. No comprendían cómo aquel puñado de aventureros, a quienes pensaban hacer pedazos en la primera embestida, se arrojaban imprudentemente entre las armas de sus enemigos, en lugar de batirse desde la altura que ocupaban   —202→   para aprovecharse de las ventajas naturales que les daba su posición. Pero los imprudentes se encontraban ya en el llano, arrollando cuanto se oponía a su paso, y era necesario reconcentrar en aquel lugar el mayor número posible de guerreros. Numerosos y confusos pelotones de indios se lanzaron entonces sobre los españoles, y se dio principio a la batalla más sangrienta y peligrosa que recuerdan los anales de la conquista.

La primera trinchera a que se dirigieron los extranjeros fue abandonada por sus defensores al primer tiro de los arcabuces. Una nube de veinte mil flechas silbó sobre sus cabezas; pero bajo esta nube se adelantaron valerosamente a la segunda trinchera, que corrió la misma suerte que la anterior. Y de este modo los españoles fueron salvando una tras otra, las barreras levantadas trabajosamente la noche anterior, con las piedras de los perros y los árboles del bosque.

Cuando los pobres indios veían adelantarse a aquellos hombres blancos y barbados, montados sobre esos monstruos de ojos centellantes que erizaban las crines y relinchaban de placer al olor de la pólvora y de la sangre, cuando veían a los infantes tender horizontalmente sus arcabuces, que hacían oír repentinamente el estampido del rayo entre columnas de humo; apenas tenían valor para arrojar las flechas de sus arcos y huían despavoridamente a esconderse tras el reparo más próximo. Porque ¡ay del infeliz que respetado por las balas, se quedaba a esperar a sus enemigos! La lanza de los jinetes le arrojaba moribundo sobre una piedra, o el brillante casco de los grandes cuadrúpedos le derribaba a sus plantas.

En vano los aborígenes apuraban todos sus recursos para detenerlos un instante siquiera. En vano procuraban amedrantarlos con la tumultuosa y salvaje gritería de sus cincuenta mil bocas y con el desapacible ruido de sus atambores y caramillos; en vano llenaban constante el aire de flechas, que obscurecían el lugar del combate, como si una espesa nube de plumas se hubiera interpuesto entre el cielo y la tierra. Los extranjeros despreciaban sus gritos, se reían de sus imprecaciones, apartaban las flechas con sus escudos, y como los genios de la destrucción, avanzaban impávidos y terribles sus enemigos, hollando sus cadáveres, bogando su sangre y sembrando por todas partes la muerte.

Y el combate duraba horas enteras y no terminaba. Los generosos aborígenes morían a millares; por huir de los terribles arcabuces se metían entre los caballos; por huir de esos monstruos espantosos, se confundían entre los infantes; y no podían dar un paso sin encontrar una muerte segura. Pero deseosos de exterminar para siempre a aquellos pocos invasores que habían venido a robarles sus dioses y su independencia, apartaban voluntariamente los ojos de los cadáveres de sus hermanos, y seguían matando alguna vez y muriendo siempre.

Los españoles, a quienes era preciso morir o vencer, porque una retirada era imposible en un país contrario y desconocido, peleaban, no con el valor característico de su raza, sino con la rabia del tigre que tiene necesidad de un cadáver para alimentarse y vivir. Por eso cerraban los ojos al número de sus enemigos, aunque conocían bien que a cada paso sobrevenían nuevos   —203→   guerreros que parecían salir de dentro de la tierra, formábanse muros y escudos de los cadáveres de los aborígenes, y seguían tomando una a una las trincheras enemigas, aunque ignoraban cuando acabarían.

A eso del medio día empezó a decidirse por fin el éxito de la batalla. Algunos centenares de indios, que no tenían ya barreras para guarecerse porque habían perdido hasta la última, y que venían venirse sobre sí a los españoles con sus armas y caballos, huyeron despavoridamente por el monte, arrojando sus arcos y flechas para correr mejor. Este ejemplo, que es tan contagioso en los campos de batalla, hizo que todos los indios que lo presenciaron, arrojasen a su vez sus armas y empezasen a huir.

Entonces se vio a un joven guerrero que se apartó un instante de sus filas, y se adelantó a los fugitivos gritando:

-¡Adónde vais, desgraciados! ¿Huís en el momento en que nuestros enemigos empiezan a cejar, rendidos por la fatiga?

Los fugitivos no comprendieron bien estas palabras; pero vieron un ademán de amenaza que el joven hacía con su chuzo, y reconocieron en él a Kan Cocom, el hijo de su general.

Detuviéronse llenos de confusión y balbucearon algunas palabras para disculparse. Kan Cocom por toda respuesta les enseñó con un gesto el campo de batalla, y seguidos de él, que no quería perderlos de vista, empezaron a retroceder hacia el campamento.

Pero en aquel instante nueva oleada de fugitivos vino a confundirse con la primera y la arrastró fácilmente en su fuga. Kan Cocom volvió a levantar su chuzo con un gesto amenazador, y lleno de cólera gritó:

-¡Atrás! ¡Nadie huirá mientras yo viva!

Pero esta vez no fueron tan dóciles los amedrentados guerreros. Circuló entre ellos un murmullo amenazador, y después de un instante de duda, los más turbulentos se separaron del grupo principal y emprendieron de nuevo su fuga.

-¡Miserables! -gritó el joven corriendo a detenerlos.

Pero entonces los guerreros contenidos hasta aquel momento por su presencia, se aprovecharon de aquella coyuntura para dispersarse y empezaron a huir en varias direcciones.

Entonces Kan Cocom tomó una resolución desesperada. Levantó su chuzo, corrió tras de los cobardes y atravesó el pecho del primero que pudo alcanzar. El desdichado lanzó un gemido y cayó pidiendo venganza, mientras se revolcaba entre el lodo con el estertor de la agonía.

Los fugitivos que venían atrás, aumentados con muchos nuevos, comprendieron que corrían el mismo peligro, si no se detenían, y sin dejar de correr, lanzaron una lluvia de flechas sobre Kan Cocom.

El valiente joven cayó, a su vez, en el lodo traspasado el pecho por dos saetas. Y los fugitivos no tardaron en saltar sobre su cuerpo, riéndose de su desgracia o insultando su dolor, y no fue esta la mayor pena que tuvo, porque mientras se le escapaba la vida con la sangre que brotaba de sus heridas, vio pasar ante sus ojos a la mitad de los guerreros que el día anterior habían acampado, llenos de esperanza, ante el campamento español. La otra   —204→   mitad había quedado tendida sin vida en el campo de batalla.

El imperio de los macehuales había terminado para siempre.

Su último esfuerzo había naufragado, y la flor de sus guerreros había sido destruida.

El país de Itzá quedaba a merced del vencedor. Sus dioses, sus príncipes y hasta su nombre iban a ser sustituidos por otro nombre, por otro príncipe y por otra religión.

Kan Cocom empezaba a olvidar su propio dolor para entregarse a estos tristes pensamientos, cuando pasó huyendo ante sus ojos una mujer, ligera como una exhalación.

-¡Ek Cupul! -gritó el moribundo con todas sus fuerzas.

La mujer se detuvo y miró en derredor de sí, llena de ansiedad y de asombro.

-¡Aquí! ¡aquí! -volvió a gritar el joven.

Ek Cupul corrió al lugar en que estaba tendido Kan Cocom y después de haberle reconocido exclamó:

-¡Ah!... ¡bien decía yo! ¡Kan Cocom solo puede vencer o morir! ¡Cuando los macehuales huyen, es que Kan Cocom ha muerto!

-¡Muerto!... Sí, tienes razón... ya no puedo vivir, siento que la vida se me acaba por momentos.

-Kan Cocom, muere tranquilo... no he olvidado tu último deseo.

Los ojos del guerrero despidieron un rayo de lúgubre alegría.

-¡Ah! -exclamó-. Conque morirá... ¡conque el maldito extranjero no gozará de su amor!

-Sí... morirá, puesto que no puedes vivir para impedirlo. Te lo juro por la sangre de mis padres y de mi hermano que lo mismo que tú no cesan de gritar a mis oídos: ¡venganza!... ¡venganza!

-¡Ek Cupul, dame tu mano para estrechar!... y huye... ¡pronto!

-¡Huir!... ¡Ah! ¿Crees que si no tuviera que cumplir con mis juramentos de venganza, huiría de este lugar sin empapar mis manos en sangre española?

-Lo sé, lo sé; conozco tu corazón... pero ahí vienen dos de esos extranjeros... ¡huye!

Ek Cupul alzó la vista que tenía inclinada sobre el guerrero, y vio tan cerca de sí a los dos españoles, que apenas tuvo tiempo para alejarse gritando:

-Kan Cocom, muero tranquilo... ¡no me olvidaré!

Al oír estos gritos, los españoles apresuraron el paso y en un instante se pusieron a la presencia de Cocom. El joven, que a cada instante se sentía más desanimado por la falta de sangre, lanzó sobre ellos una mirada débil, pero impregnada de odio. Reconoció al primero por haberle visto una noche en la selva de Maní: era el anciano religioso fray Antonio de Soberanis, que recorría el campo de batalla con una cruz en la mano, convirtiendo y absolviendo a los moribundos. El otro era el gallardo mancebo, quien daban en el campamento el nombre de don Álvaro.

-Cristiano -dijo el guerrero, sonriendo con amargura-: da gracias   —205→   a tus dioses porque va a morir el mayor y más constante enemigo de tus hermanos.

El semblante del franciscano se cubrió de severidad.

-El Dios de los cristianos -respondió- es un Dios de paz y de misericordia, y sus ministros no pueden alegrarse de la muerte de sus enemigos. Y en prueba de la sinceridad con que te hablo, te traigo la santa insignia del cristianismo para que la abraces a la hora de tu muerte y Dios te perdone tus culpas.

Y con una sonrisa llena de unción y de caridad, presentó a los labios del moribundo la cruz que llevaba, en la mano. Kan Cocom hizo un esfuerzo supremo para levantar un brazo, apartó la cruz que ya iba a tocar sus labios y exclamó.

-¡Ah! Tú te burlas de mí porque me ves en la impotencia.

-¡Desgraciado! ¿Rechazas al Dios verdadero, que viene a consolarte en tu hora suprema?

Kan Cocom no escuchaba al franciscano, porque una idea fija se había apoderado exclusivamente de su cerebro: su odio.

-Pero oye -continuó con la voz ya balbuciente-, yo también tendré mi venganza después de mi muerte... Y voy a decírtela, porque sería vano todo el poder de tus hermanos para impedirla... Tú amas a Zuhuy Kak... ¿no es verdad?

-¡Mi salvadora! -exclamó el anciano.

-¡Tu salvadora! Pues bien... esa salvadora de los blancos va a morir a manos de una mujer, antes que los blancos puedan llegar a salvarla.

Y una sonrisa de horrible satisfacción crispó los labios del moribundo.

-¡Desgraciado! -gritó el sacerdote-. ¡Y en la hora de tu muerte te ríes de tu venganza!

-Y el español -continuó imperturbable el guerrero-, su amante... ¿no es tu amigo?... ¿no le amas también?

-¡Benavides! sí...

Este diálogo, que tenía lugar en el idioma del país, era ininteligible para el joven oficial. Pero apenas oyó el nombre de Benavides, su semblante se inmutó ligeramente y colgándose de un brazo del franciscano le preguntó con ansiedad:

-¿Qué os dice de Benavides ese salvaje?

El impaciente franciscano se contentó con extender la planta de la mano hacia el joven oficial y se volvió al moribundo que empezaba ya a agitarse con las convulsiones de la agonía.

-Nachi Cocom, mi padre -balbució el guerrero-, no murió en la batalla..., pero... fue el último que huyó... yo le vi pasar... aquí... aquí...

-¡Gran Dios! -exclamó el sacerdote, creyendo que el indio deliraba-. Ya nada más podemos saber.

-Mi padre... odia al español como yo... todos los días quería sacrificarle... pero yo lo contuve siempre... Como voy a morir ahora... mañana le sacrificará.

El franciscano dio un grito. El último temblor agitó los miembros de   —206→   Kan Cocom, sus labios se contrajeron como para lanzar una carcajada y quedó lívido y yerto.

El joven oficial que había seguido con ansiedad el movimiento de los labios de los interlocutores, volvió a colgarse del brazo del franciscano.

-¡Padre mío! -le dijo-. Hablad... ¿qué habéis averiguado?

-Benavides corre peligro de ser sacrificado en las aras de los falsos dioses.

El oficial se puso más pálido que la gorguera de lienzo que adornaba su cuello.

-Y si los españoles que deseen salvarle no llegan a Sotuta juntamente con Nachi Cocom, es inevitable su muerte.

El joven exhaló un gemido desgarrador y tuvo necesidad de apoyarse en un árbol para no caer. Pero reanimándose de súbito:

-Don Franciscano de Montejo y Alonso de Rosado -exclamó- son amigos míos y también de Benavides, y no creo que se atrevan a desampararnos.

-¡Hijo mío!... soñáis en imposibles.

-Nunca hay imposibles cuando la voluntad humana dice: ¡quiero!

-Pues corramos a arrojarnos a sus plantas, porque yo también debo salvar a la que a mí me salvó.

imagen

...el imperio de los macehuales había terminado para siempre, y la flor de sus guerreros había sido destruida...



  —207→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

Treta inútil



    Aquí en la flor de mi vida
vivo apartado del mundo...
Oigo por toda armonía
de los vientos el silbido,
y el monótono bramido
de las ondas de la mar.


Ochoa                


Vamos ahora a ocuparnos del principal personaje de nuestra historia, de quien nos había impedido hablar hasta aquí el orden cronológico de los acontecimientos. Ya comprenderán nuestros lectores que aludimos a Benavides.

Cuando Nachi Cocom vio entrar en su corte al prisionero español, su primer pensamiento fue el de hacer con él lo que se hacía comúnmente con los prisioneros de guerra: arrancarle el corazón en el altar de los sacrificios. Cuando el padre comunicó al hijo esta resolución, Kan Cocom se encogió de hombros y sonrió de una manera harto significativa para el sanguinario cacique. Pero un cuarto de hora después hablaba con Zuhuy Kak en la casa del sumo sacerdote, donde como saben nuestros lectores había sido conducida, y la joven le prometía bajo juramento romperse la cabeza en las paredes de su prisión en el momento en que se arrancase la vida al prisionero español. Kan Cocom no dudó un instante de esa promesa y por eso fue desde entonces el defensor más eficaz que tuvo el cautivo en la corte de Nachi Cocom.

Desde el momento en que lloró a Sotuta, Benavides fue conducido a una choza de paja, bastante apartada del centro de la población. Esta choza no tenía ciertamente el aspecto de una prisión. Un niño hubiera podido romper su puertecilla de mimbres o sus paredes de tierra. Pero en el estado de postración a que le tenía reducido su herida, Benavides valía menos que un niño.

  —208→  

Desde el momento en que Zuhuy Kak le había salvado tan oportunamente la vida en el camino de Sacalum, en el instante en que Kan Cocom desprendió la flecha de su herida, el joven había vuelto a caer en un profundo desmayo, del que no pudo hacerle salir ni el movimiento de la litera en que había sido conducido a Sotuta.

Al día siguiente de su llegada abrió los ojos por primera vez. Los tibios rayos del sol de la mañana se colaban por el tejido de la puertecilla de mimbres. Un indio anciano que tenía en la mano un hacecillo de hierbas, ocupaba la cabecera de su lecho, y le contemplaba con cierta expresión de curiosidad mezclada de interés.

El español empezó a coordinar sus ideas. Recordó su fuga de Maní en compañía de Zuhuy Kak, el incidente del caballo y la súbita herida de la flecha que lo había derribado justamente con su salvadora. Luego le pareció que como en un sueño había visto a Kan Cocom suspender una piedra sobre su cabeza en el momento en que el cuerpo de una mujer se interponía entre él y su enemigo para defender su vida.

Y por más que atormentó su memoria, no pudo recordar otra cosa.

Entonces miró con mayor curiosidad alrededor de su lecho. Por un instante pudo hacerse la ilusión de que aun se hallaba en la choza de la selva de Maní; pero mirando con mayor atención advirtió que la que entonces ocupaba tenía mayor amplitud, y que frente a la puertecilla de mimbres se dibujaba la forma de otra cabaña en lugar de la espesa arboleda que recreaba su vista en tiempos menos aciagos.

Se resolvió entonces a interrogar al anciano que no apartaba los ojos de su semblante.

-¿Quién eres tú? -le preguntó en el idioma del país, que hablaba ya tan correctamente como los sacerdotes de Maní.

El anciano puso los dedos sobre el pulso del español y le respondió.

-Soy el esclavo de Citbolontún, que ha sido llamado para vendar y curar tu herida.

Benavides llevó la mano sobre su pecho y sintió bajo su jubón una faja de manta que envolvía su cuerpo. Miró entonces con mayor curiosidad al anciano; pero de súbito sintió oprimírsele el corazón bajo el peso de una idea terrible. Acababa de recordar que Gonzalo Guerrero y Gerónimo de Aguilar no habían sido sacrificados con sus compañeros, porque la poca vida que conservaban a causa de sus heridas los hacía indignos de ser inmolados en las sangrientas aras de Kinchachuaban.

-¿En qué lugar me hallo? -preguntó al hechicero.

-En Sotuta.

-Y tú me curarás de orden de Nachi Cocom para que cuando se halle cerrada mi herida me sacrifiquen en los altares de tus vanos dioses... ¿No es verdad?

Y con un movimiento rápido abrió su ropilla y su jubón, asió con los dedos la venda de su herida e hizo un esfuerzo inútil para arrancarla. La mano del hechicero que se posó al instante sobre su brazo le impidió continuar.

  —209→  

-Extranjero -le dijo-, ¿de ese modo pagas el cuidado de los que se interesan por tu vida?

-¡Yo no quiero vivir para servir un día de víctima al demonio!

-¡Ah! -repuso el anciano-. Ayer creí que había una afección poderosa que te haría agradecer mi trabajo y mi vigilancia. Pero ahora veo que me he equivocado.

Benavides tornó a mirar fijamente al hechicero. Este echó una mirada en derredor de sí como para asegurarse de que nadie los escuchaba y en voz baja continuó:

-Cuando una hermosa joven me llamó aparte en la casa del sumo sacerdote y me dijo un secreto: «El producto de un año de los impuestos de Maní es tuyo si salvas la vida del extranjero», creí que había un motivo bastante poderoso que te haría apetecer la vida.

Los ojos del español se reanimaron bajo el soplo de aquellas palabras.

-¿Conque no es Nachi Cocom el que paga mi curación?

La hermosa Zuhuy Kak vela por ti desde el fondo de su prisión, y me ha encargado que tranquilice tu espíritu.

Desde entonces el español empezó a dejarse curar. El h’men le visitaba dos veces al día, limpiaba su herida, ponía sus emplastos, murmuraba salmos incomprensibles, conversaba con él un instante y se retiraba luego.

Así se pasaron dos meses. Al cabo de este tiempo la herida había cerrado casi completamente y ya no tenía necesidad del apoyo del hechicero para medir a pasos lentos la extensión de la choza.

Una mañana al despertarse vio entrar seis hombres armados en su prisión. Le mandaron que se levantase, dos le ofrecieron el apoyo de su brazo y le hicieron salir de la choza. Después de haber andado un corto número de calles, le metieron en otra casa de paja, le señalaron con los ojos una hamaca y una cántara de agua, que era cuanto contenía, y le dejaron solo cerrando tras sí la puerta.

Benavides creyó comprender al instante lo que significaba aquel cambio. Habiendo cerrado su herida lo suficiente para permitirle andar sin ayuda de otro, no debía ser ya vigilado como enfermo, sino como prisionero peligroso. En efecto, su nueva prisión, aunque construida de la misma materia que la que había dejado, sus paredes eran más sólidas y su puerta fuerte de madera se cerraba exteriormente con una cuerda de henequén. El joven pegó el oído a esta puerta y por el susurro de voces que oyó en la parte exterior comprendió que tenía una guardia.

El hechicero no dejó de visitarlo en su nueva prisión; pero tres semanas después la herida se cerró del todo y el anciano no volvió a aparecer.

Pero había sembrado en el ánimo del prisionero una esperanza, y un temor, que tarde o temprano habían de germinar en su espíritu.

Habíale contado la victoria alcanzada por los españoles en Tixpeual y el desaliento que este revés había infundido en los aborígenes.

Habíale instruido, además, el deseo de sacrificarle que varias veces había manifestado Nachi Cocom, para reanimar el espíritu público en su corte, y los esfuerzos que había hecho su hijo para disuadirle, gracias a la poderosa mediación de Zuhuy Kak.

  —210→  

Pero Kan Cocom podía morirse un día en los frecuentes combates que los hijos de Itzá sostenían contra los invasores; y la hermosura de Zuhuy Kak sería impotente para enternecer a Nachi Cocom, el enemigo más encarnizado de los blancos.

Estos pensamientos no tardaron en hacer brotar en su espíritu esa idea, que ningún cautivo deja de alimentar en su imaginación, principalmente cuando ignora el tiempo que ha de durar su cautiverio, o cuando sabe que solo la muerte puede romper sus cadenas.

¡La fuga!

¿Pero era fácil llevarla al cabo? ¿Era posible siquiera?

Benavides necesitó algunos días para hacerse cargo de todas las dificultades que presentaba la empresa, como que de ella dependía su vida o su muerte. Porque estaba seguro de que si se te sorprendía en su fuga, sus verdugos no tardarían un instante en sacrificarle.

En primer lugar era necesario salir de aquella cabaña, que aunque estaba muy distante de presentar la fortaleza de una prisión europea, era evidentemente más segura que el calabozo de un castillo feudal con sus fosos, muros y torreones.

Como estaba construida en medio de una población enemiga, en que hasta los niños le eran contrarios, era imposible abrir un subterráneo, horadar una pared o forzar una puerta, sin salir a una calle, a un patio, o a una casa cualquiera, en que el primero que le viese, daría gritos para detener al enemigo de los dioses y de la patria. No había que pensar en el incógnito, porque en una ciudad poblada exclusivamente de aborígenes, necesariamente debía ser distinguido en la noche más obscura el que tenía la cara blanca y barbada y gastaba calzas y ropilla, en lugar del vestido tradicional de los macehuales.

En segundo lugar, dado caso de que acertase a salir de su prisión sin ser notado ¿cómo era posible atravesar aquel país enemigo, inhospitalario y desconocido para llegar al campamento español? Si en una noche oscura podía pasar desapercibido en Sotuta ¿cómo era posible guardar el incógnito hasta Thóo, cuyo camino necesitaría preguntar a cada instante, porque lo ignoraba completamente?

Benavides había estudiado algo a Aristóteles en las cátedras de Salamanca, y el infortunio y la soledad lo habían nutrido en la meditación, que enseña mucho al que tiene menos deseos de aprender.

Pudo, pues, simplificar la cuestión, reduciéndola a dos puntos principales, de que dependía todo el éxito de su empresa.

Primero: salir de su prisión.

Segundo: guardar el incógnito.

Benavides pasó dos días sentado en su lecho, con los codos sobre las rodillas y el semblante medio oculto entre sus puños.

Una mañana, en que el sol que entraba por algunas aberturas practicadas en la pared, le sorprendió en aquella postura, sin haber gustado un instante de sueño, de súbito se levantó de la hamaca con sus ojos brillantes de esperanza y cayó de rodillas en medio de la cabaña.

  —211→  

Era que acababa de resolver el problema de que dependía su libertad, y daba gracias a la providencia que le había inspirado el pensamiento.

Un instante después se levantó, empezó a medir con pasos precipitados el suelo de su prisión, restregó sus manos de alegría, y en el apogeo de aquel vértigo consolador, un grito de satisfacción se escapó de sus labios.

La puerta de la prisión se abrió al momento y un guerrero se presentó en el umbral. Benavides lo miró lleno de asombro, porque jamás en aquella hora había venido nadie a interrumpir sus meditaciones.

-¿Qué tienes? -le preguntó el guerrero, mirándolo con atención.

-¿Yo? -respondió Benavides-, ¿yo?... nada.

-Acabo de oír un grito y creí...

-¡Un grito! ¡Ah! sí, sí... soñaba que Nachi Cocom me había mandado sacrificar y en el momento en que el sumo sacerdote abría mi pecho...

-¡Soñabas!... ¡y te encuentro con los ojos abiertos, como una liebre!

-Mi propio grito me despertó y... pero... ¿qué es lo que creíste al oírme gritar?

-Te creí atacado de algún accidente súbito y violento.

-¡Vamos! Tú eres el carcelero más humano que he encontrado en este país, pero..., te repito que no ha sido nada.

El carcelero empezó a retirarse de espaldas para cerrar la puerta a su salida.

Benavides reflexionó un instante y exhaló otro grito más agudo que el primero. El indio lo miró nuevamente, lleno de sorpresa, y le encontró con las facciones demudadas y las manos puestas sobre el pecho en la actitud de la angustia más profunda.

-Cuando decía yo... -murmuró el guerrero.

-Amigo mío -interrumpió Benavides-, quería ocultarte mi mal, pero veo que es imposible. Un dolor despedaza mis entrañas, y si has padecido alguna vez y te alaga el servicio de aliviar a un desgraciado, manda llamar al anciano hechicero que curó ha poco tiempo mi herida.

-Kan Cocom ha prevenido que nada se te niegue y si el hechicero está en su casa, no tardarás en verlo aparecer.

El guerrero salió, cerrando la puerta, y Benavides, lleno de satisfacción, se tendió en su lecho. Un instante después, gozaba tranquilamente el sueño a que había renunciado los días anteriores.

Al declinar el sol del mismo día, el hechicero, que no había sido encontrado en la mañana, entraba en la prisión del español. Benavides le esperaba en su lecho, quejándose dolorosamente.

El anciano le examinó con atención; pero después de un examen infructuoso, que duró un cuarto de hora, le preguntó sorprendido:

-¿Qué es lo que sientes?

Benavides hizo al h’men la misma explicación que por la mañana había hecho al guerrero. El anciano bajó los ojos, lleno de confusión, porque no comprendía aquella enfermedad invisible. El español se resolvió a sacarle del atolladero, haciéndole este breve discurso, interrumpido a cada instante por sus quejas:

  —212→  

-El clima ardiente de Itzá siempre me ha causado una enfermedad semejante en este mes de Kayab. En Potonchán me tuvo muchos días arrollado. Concibo que no tengas idea de esta enfermedad, tú, que solo conoces las enfermedades de los itzalanos. Pero el médico del ejército, que se había propuesto estudiar vuestro clima, procuraba purificar mi sangre con bebidas que ahora siento no haber tenido cuidado de reconocer.

El hechicero comprendió que iba a pasar por ignorante, si no se resolvía a combatir el mal desconocido del español; y como entre todas las pasiones humanas, el amor propio y la presunción son las que más dominan en la ignorancia, el h’men se resolvió hasta a matar al enfermo, con tal de desterrar la mala idea que de él hubiese podido concebir.

-Extranjero -le dijo-, esta noche te traeré una bebida, que voy a componer al instante, y con la cual te pondrás bueno en pocos días con la ayuda de Citbolontún.

-Anciano -repuso el enfermo-, puesto que el calor es la causa de mi mal, debías traerme uno de tus vestidos de algodón para sustituir los míos que son de lana, y una cuchilla de pedernal para cortar mi barba que se halla tan crecida.

-No lo olvidaré -respondió el hechicero.

Y salió de la prisión.

Era ya de noche cuando volvió. Traía la bebida en una gran jícara, el vestido de algodón y la cuchilla de pedernal.

A la mañana siguiente, antes que volviese el anciano, Benavides se apoderó de la cuchilla, y aunque rasgándose en varias partes la piel, consiguió desembarazarse de su barba. Desnudose enseguida de sus vestidos, vistiose los calzones y la camisa del h’men y empezó a pasearse en su prisión para acostumbrarse a andar con aquel traje. Por lo que tocaba al calzado, hacía tiempo que había sido sustituido con las alpargatas aborígenes.

Cuando volvió el hechicero, Benavides le dijo que se sentía muy aliviado, gracias al cambio de vestido y a la bebida que había apurado hasta la última gota. Y le enseño la jícara vacía -gracias al suelo de la cabaña, que había absorbido en la noche su contenido. El anciano se retiró muy satisfecho, prometiendo traer al instante otra cantidad igual del milagroso brebaje.

Desde entonces el enfermo empezó a mejorarse notablemente, y el hechicero se contentaba con hacerle una sola visita diaria, que tenía lugar en la mañana.

Así se pasaron ocho días.

La tarde del último, después de haber devorado la ración diaria de pan que acababa de traerle su carcelero, el español se entregó a una ocupación extraña.

Derramó un poco de agua en el piso de la cabaña y empezó a desleír en ella la tierra colorada que lo formaba. Cuando se hubo humedecido la que necesitaba; tomó una cantidad pequeña entre sus dedos y empezó a teñirse con ella los brazos, las piernas y la cara.

Cuando terminó aquel baño incomprensible, llenó de agua clara la   —213→   gran jícara en que el hechicero le traía sus brebajes, y se miró en ella el semblante, como en un espejo. Una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios. Gracias a la falta de barba, al vestido de algodón y sobre todo, a la tierra con que acababa de teñirse el cutis, era un macehual completo, de los pies a la cabeza.

En aquel momento las sombras de la noche empezaron a invadir la cabaña. Benavides se acercó al fogón, atizó la lumbre y se acostó a reposar.

Al cabo de dos horas se levantó. Púsose de rodillas, y con la actitud de un moribundo que ve abrirse ya ante sus ojos las puertas de la eternidad, pronunció en voz baja y ferviente una oración que Dios y él podían comprender únicamente.

Alzose enseguida, radiante de esperanza, tomó del fogón un madero encendido, y con mano firme y segura lo acercó al techo de paja de la cabaña. El fuego se comunicó al instante a la inflamable paja, y no tardó en empezar a elevarse al cielo una columna de llamas, que crecía por momentos con rapidez prodigiosa...

Kan Cocom, que temía verdaderamente las amenazas de Zuhuy Kak, había hecho responsables de la vida del español a los guerreros que lo custodiaban. Así es que a la primera señal de fuego que la oscuridad de la noche hizo percibir al instante, los carceleros se agruparon a la puerta de la cabaña y a una sola voz exclamaron:

-Entremos a salvar al español.

-¡Tened cuidado! -dijo uno-; el extranjero es osado, y puede aprovechar esta oportunidad para escaparse. Entremos cuatro y que otros tantos se queden aquí para echarle garra si pretende salir.

Los cuatro guerreros que se hallaban más próximos a la puerta, desataron el nudo de la cuerda que la sujeta, y entraron en la prisión.

En aquel momento, el fuego, que devoraba la paja con asombra rapidez, había invadido ya una gran parte del techo, y los torrentes de llama que lanzaba, iluminaban la mitad de la población.

La voz de «fuego» repetida de calle en calle, despertó a sus habitantes que empezaban a gozar del sueño, y algunos instantes después, una multitud apretada de curiosos formaba un gran círculo alrededor de las llamas.

Por cuidar al español que encerraba la cabaña, nadie se había cuidado de apagar a tiempo el incendio, y ya era demasiado tarde para pensar en contenerlo. Así, pues, el interés principal de aquel espectáculo estaba reducido a ver salir entre las llamas a Benavides, sostenido por los cuatro guerreros que habían entrado a buscarle.

Pero estos al entrar en la prisión, se habían visto envueltos en una nube de humo tan densa que no les permitía distinguir los objetos a dos pasos de distancia. Hubo, sin embargo, un momento en que uno de los guerreros, mirando en derredor de sí, exclamó:

-¿Por qué hemos entrado cinco?

-El deseo de que no se escape ese malvado me ha hecho seguiros -respondió el que se hallaba más próximo a la puerta-, pero ya que os incomoda me retiro al instante.

  —214→  

Y salió de la cabaña.

-¿Por qué sales? -le preguntaron cuatro voces al salvar el umbral de la puerta.

-El humo me ahoga -dijo el indio, esquivando la mirada de los cuatro guerreros que vigilaban en la parte exterior-. Esperad... voy a respirar un instante.

Y salvando en cuatro zancadas el luminoso espacio que separaba la puerta de la cabaña del primer grupo de curiosos, se confundió con este y en un instante se perdió de vista entre la multitud.

Entretanto, los cuatro guerreros que buscaban infructuosamente al español dentro de la cabaña, empezaron a ahogarse de tal manera con el humo, que les fue necesario optar entre la salida y una muerte segura. Salieron, pues, por la puerta que empezaba ya a ser presa de las llamas y aun que los de afuera no dejaron de asombrarse de ver salir a cuatro, cuando solo esperaban a tres, su primera pregunta fue:

-¿Y el español?

-No hemos podido encontrarle, aunque hemos hecho lo posible, aun a riesgo de ahogarnos.

-¡Se habrá fugado!

-¡Imposible! no hemos abandonado esta puerta y lo hubiéramos visto salir.

-Entonces se habrá ahogado entre el humo o abrasado entre las llamas.

-Tampoco es posible. Sobrado tiempo ha tenido para librar el pellejo.

-¡Bah! Sabía que tarde o temprano había de ser sacrificado y se habrá dejado morir.

-Nadie se deja morir cuando tiene una puerta para salvarse.

-Entonces, vuelvo a mi primera idea. ¡Se habrá fugado!

-¡Fugado! ¡fugado! -repitieron muchas voces.

Y de boca en boca la fatal noticia circuló al instante por todos los corros de los curiosos.

El capitán de los guerreros que custodiaban al español, se abrió paso en aquel momento entre la multitud, y en voz alta para que todos lo oyesen:

-En nombre del gran cacique de Sotuta -dijo-, ofrezco cien mantas al que me entregue al español.

-Hay un medio de encontrarlo al instante -dijo una voz al oído del capitán.

El guerrero se volvió vivamente, y a la gran claridad que arrojaban las llamas del incendio, miró al macehual que le hablaba. Pero no le conoció.

-¿Qué medio es ese? -le preguntó.

-El español, que según dicen, ama a la hija de Tutul Xiú, que está también prisionera en Sotuta, no querrá escaparse sin llevar a su amada.

-No te comprendo.

-Corramos a la prisión de Zuhuy Kak y allí tal vez le encontraremos.

-Sí, tienes razón... me gusta la idea... corramos.

-Pero cuida que nadie nos siga para que solos los dos nos dividamos las mantas.

  —215→  

El guerrero tomó de la mano al desconocido, abandonaron con el sigilo posible el grupo en que se hallaban y empezaron a caminar hacia la casa del sumo sacerdote, donde a la sazón estaba detenida Zuhuy Kak, porque Ek Cupul, su carcelera, había marchado con los indios al ataque de Thóo.

-Ve por delante -dijo el guerrero.

-Yo no sé cuál es la prisión de Zuhuy Kak -respondió el desconocido.

-¡Hola! Pues todo el mundo sabe eso en Sotuta.

-No lo dificulto; pero como yo soy forastero...

-La casa del sumo sacerdote es la prisión de Zuhuy Kak.

-¿Y quieres que un forastero sepa el camino de la casa del sumo sacerdote?

El guerrero pareció convencerse y tomó la delantera.

Un cuarto de hora después se detuvo delante de una puerta y dio en ella tres golpes respetuosos. El sumo sacerdote que cenaba en aquel momento, se presentó en persona a abrir la puerta. Los dos hombres se descubrieron la cabeza y el guerrero dijo:

-Gran sacerdote, el extranjero que yo custodiaba se ha aprovechado del incendio de su prisión para fugarse, y como es probable que antes de abandonar a Sotuta piense en comunicarse con la hija de Tutul Xiú, venimos a prevenirte para que vigiles a tu prisionera.

-No, no -interrumpió el desconocido-. Ese sería un trabajo grande que no debemos imponerte y me parece más acertado que nos la entregues para que la pongamos en las manos de Nachi Cocom.

-¡De Nachi Cocom! -repitió asombrado el guerrero-. ¿Ignoras acaso que el cacique de Sotuta se halla en este momento batiendo a los españoles en Thóo?

El desconocido quedó cortado a estas palabras, y no acertó a replicar.

-Acaso habrá llegado ya en este momento -terció a esta sazón el sacerdote-, puesto que desde que cerró la noche, empezaron a llegar los primeros fugitivos...

-Los primeros fugitivos... ¿De dónde?

-¡De Thóo! ¿Ignoras por ventura el desastre que han sufrido allí nuestros hermanos?

-¡Poderoso Itzamatul! -exclamó el guerrero-. Si Nachi Cocom no ha muerto en el combate y en el momento de llegar sabe la fuga del español, mañana seré flechado en la plaza pública. Sacerdote, condúceme a la presencia de esa mujer.

Y el guerrero, seguido del incógnito, entró en la casa del sumo sacerdote.

Zuhuy Kak, que había escuchado este diálogo desde la pieza que le servía de prisión, los esperaba ya en el compartimiento principal.

El desconocido lanzó sobre ella una mirada, y a la luz de una lamparilla de barro que ardía en un rincón, pudo leer el interés que le inspiraba el español en sus facciones trastornadas por el espanto y el dolor.

  —216→  

-¡Ah! -exclamó el guerrero, mirando a Zuhuy Kak-. Todavía está aquí... respiro. ¡Sacerdote, ya estás prevenido!... no la pierdas de vista un instante. La noticia que acabas de darme ha estremecido mi corazón. Voy a seguir por otra parte mis indagaciones y a dar órdenes para reunir a los fugitivos que han llegado. ¿No me sigues? -añadió volviéndose al desconocido.

-No -respondió este-. Prefiero quedarme en este lugar para ayudar al sumo sacerdote en el caso de alguna violencia.

Al oír estas palabras, Zuhuy Kak adelantó un paso hacia el desconocido; pero se paró al instante, como detenida por un resorte.

-Sí, sí -dijo el sumo sacerdote-. No me pesaría tener esta noche un compañero joven y valiente como tú.

-Pues no os descuidéis -repuso el guerrero.

Y salió presuroso de la casa del pontífice.

Zuhuy Kak, entretanto, no cesaba de mirar al desconocido. Este, que ponía todos sus conatos en esquivar aquellas miradas, hacía vagar sus ojos por el reducido ámbito de la estancia. De súbito se detuvieron sobre un rincón en que se veía arrollada una cuerda de henequén.

Entonces, volviéndose al sumo sacerdote, le dijo:

-Cerremos la puerta para dormir con mayor tranquilidad.

Y tomando un madero que se veía cerca de la puerta la atrancó cuidadosamente. Luego se aproximó al sumo sacerdote, y cayendo súbitamente sobre él, le aseguró por los brazos, le echó por tierra y gritó a Zuhuy Kak en español:

-Hermosa itzalana, tráeme esa cuerda para atar a tu verdugo.

La joven en lugar de obedecer a esta orden, dio un grito de alegría, corrió al lado del español y le estrechó en sus brazos, exclamando:

-¡Ah! ¡conque eras tú!... ¡Conque mi corazón no me engañaba!

-¡Miserable! -gritaba entretanto el sumo sacerdote haciendo esfuerzos inútiles para evadirse de los brazos que le oprimían-. ¡Traidor!... ¡Socorro!... Aquí está el maldi...

Benavides no le dejó acabar. Arrancó de las manos de Zuhuy Kak su pañuelo de manta y lo sepultó entre los dientes del sumo sacerdote. Entretanto, la joven que empezaba a comprender que se trataba de su salvación, había traído la cuerda y algunos instantes después, el sacerdote atado de pica y manos, se debatía vanamente en el suelo para soltar sus ligaduras y pronunciar alguna palabra.

-Ahora -dijo el español-, no hay que perder el tiempo. Huyamos, hermosa mía.

-Huyamos -repitió Zuhuy Kak colgándose del brazo de Benavides.

Y ambos jóvenes se encaminaron hacia la puerta, radiantes de alegría.

Pero en el momento de abrirla, un guerrero de atlética estatura se presentó en el umbral, seguido de unos cuantos aborígenes que se quedaron en la calle.

Los dos jóvenes retrocedieron instintivamente ante la repentina aparición.

  —217→  

-¡Sacerdote! -dijo el guerrero-. Los dioses de Itzá se han acobardado ante la cruz de los cristianos, y una nueva derrota acaba de cubrirnos de vergüenza.

Una especie de rugido que salía de un bulto informe, que se movía en medio de la cabaña, fue la única respuesta que obtuvo el guerrero. Adelantose hacia aquel bulto, lleno de asombro, y reconoció en él al sumo sacerdote atado de pies y manos. Apresurose a sacar el pañuelo que le impedía hablar y el pontífice entonces gritó:

-Nachi Cocom, tu prisionero español, disfrazado de macehual, se fuga con la hija del malvado.

Y corriendo hacia los dos jóvenes que salvaban ya el umbral de la puerta, se los enseñó a los guerreros que permanecían en la calle. Los macehuales los detuvieron a una voz de Nachi Cocom y los separaron al instante. Zuhuy Kak volvió a la casa del sumo sacerdote y Benavides fue conducido a una nueva prisión.

-¡Ah! -dijo Nachi Cocom-. Los dioses me han negado la victoria porque respeté la vida del español. Pero pronto correrá su sangre en los altares, y Kinchachauhaban me mirará con ojos de misericordia. Kan Cocom ha pagado con la muerte el empeño sacrílego con que siempre le defendió.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Salvación providencial


-¡Esa voz! ¡ese rostro! ¡Dios clemente! ¿Es sueño? ¿es ilusión? -No es sueño... Yo soy.


García Gutiérrez                


Nachi Cocom, por la derrota que acababa de sufrir, y el sumo sacerdote que creía ultrajada su dignidad por el español, se dieron tal prisa para llevar al cabo su venganza, que tres días después de las escenas que acabamos de referir, Benavides era conducido al altar del sacrificio.

El sangriento espectáculo debía tener lugar en un cerrecillo que se levantaba en una plaza algo lejana del centro de la población.

El sol empezaba a levantarse sobre las copas de los árboles y los angulosos techos de las cabañas de paja, cuando el español, guardado por una escolta numerosa, penetraba en la plaza entre la apiñada muchedumbre que bullía en su recinto.

La escolta se abrió paso con alguna dificultad hasta el pie del cerrecillo y entregó el prisionero a los seis sacerdotes que lo esperaban allí, ataviados con sus blancas túnicas.

Benavides se dejó conducir hasta la cima, sin dar la menor señal de resistencia. Parecía que como Bernal Pérez, había sabido armarse de resignación en aquel momento supremo. Los espectadores que le veían caminar con la cabeza constantemente inclinada, le creían absorto en una meditación religiosa. En efecto, el español oraba mentalmente y con ardiente fervor; pero un observador más perspicaz hubiera notado que de cuando en cuando apartaba sus ojos del suelo para lanzar una mirada rápida sobre la cuchilla de pedernal que empuñaba el sumo sacerdote.

De súbito sintió que sus conductores se habían detenido. Había llegado a la cima del cerro y delante de él se levantaba el inmundo altar de los sacrificios.

  —220→  

El español cayó de rodillas, alzó la cabeza y dirigió al cielo una mirada llena de unción y de fervor.

Los sacerdotes vieron con placer aquel acto de debilidad de su enemigo y le lanzaron sonrisas de desprecio.

La muchedumbre, que si no esperaba una resistencia, creía al menos que iba a ver morir a un hombre con dignidad, prorrumpió en una gritería tumultuosa, mezclada de carcajadas, y con voces cínicas y salvajes insultó el dolor del español.

Benavides sufrió con estoica indiferencia el desprecio de los unos y el insulto de los otros y siguió su oración mental, sin apartar los ojos del firmamento.

Sacole de su meditación una mano que se posó sobre el vestido indígena que conservaba desda la noche de su malograda fuga. Benavides bajó la vista y se encontró rodeado de los seis sacerdotes. El pontífice a quien ya conocía perfectamente, se hallaba delante de él, enseñándole con una sonrisa de triunfo su cuchilla de pedernal.

-¿Qué vais a hacer? -preguntó el español.

-Vamos a desnudarte -respondió un sacerdote.

Y puso la mano sobre la garganta de Benavides para desatar el nudo corredizo de la cinta que ataba su camisa.

-Aguardad -repuso el extranjero retrocediendo dos pasos-. Yo mismo voy a desnudarme.

Y se inclinó sobre su pie derecho, como para desembarazarlo de su calzado aborigen. Pero en lugar de practicar esta operación, alzó con ambas manos una piedra enorme que había escogido con tiempo, y la lanzó con tal destreza sobre el sumo sacerdote, que este cayó de espaldas, dando un grito de dolor y sorpresa y soltando la cuchilla sagrada. Benavides se lanzó sobre esta cuchilla con la velocidad del relámpago, y haciéndola dar círculos alrededor de su cuerpo, se abrió, paso en un instante a través de sus verdugos.

Todo esto se verificó con una precipitación tan extraordinaria, que cuando los sacerdotes, vueltos de su estupor, quisieron apoderarse de su víctima, lanzando gritos de maldición, ya Benavides había salvado la escalera y se encontraba al pie del cerrecillo, tal vez sin intentarlo, lanzado por la velocidad de su carrera y la gravedad de su cuerpo.

Los ministros de Kinchachauhaban mostraron a la muchedumbre el rostro del sumo sacerdote, bañado en sangre y la conminaron con las venganzas del cielo si no se apoderaban del sacrílego español.

La muchedumbre no oyó muy bien estas amenazas, porque al contemplar la acción temeraria de Benavides, de que no había perdido el más ligero incidente, gracias a la altura en que se había verificado, cada uno de los concurrentes había sentido rugir en su pecho el asombro, el sobresalto, el terror y la indignación, y mil gritos distintos, lanzados en todos los tonos, cruzaron tumultuosamente el espacio. Luego, todos aquellos hombres, en presencia de un suceso tan inaudito, empezaron a agitarse extraordinariamente. Unos levantaban los brazos al cielo, como para pedir venganza, otros procuraban adelantarse hasta el lugar del espectáculo, algunos en fin, retrocedían instintivamente.

  —221→  

En medio de aquella tempestad de gritos y de amenazas, el osado español llegó al último peldaño de la escalera. Al encontrarse a dos pasos de la indignada muchedumbre, el joven sin tener voluntad ni poder para reflexionar, colocó delante de su cuerpo la aguda cuchilla de los sacrificios, como la llave que debía abrirle paso a donde quiera que fuese, y continuó avanzando con el impulso natural de la carrera que había emprendido.

Los indios de las primeras filas, al ver sus pechos amenazados por la cuchilla, se hicieron atrás instintivamente, imprimiendo un movimiento idóneo a las que les seguían, y el español pasó ligero y terrible por la calle que se abría a su presencia, como el fuego del rayo se abre paso a través del muro construido con mayor solidez.

Pero apenas hubo dado algunos pasos entre la muchedumbre, comprendió que podía ser atacado por la espalda, y tuvo necesidad de empezar a describir círculos alrededor de su cabeza con la terrible cuchilla del pontífice.

Entonces, sea que la muchedumbre, ya demasiado comprimida, no pudiese seguir retrocediendo, sea que el primer movimiento de estupor se hubiese desvanecido, sea en fin, que el nuevo sistema de defensa no inspirase tanto terror como el primero, el extranjero empezó a notar que las filas ya no se hacían atrás con la misma priesa y docilidad que al principio.

Continuaba avanzando, sin embargo, precedido del terrible lazarillo de su arma, porque comprendía que el momento en que se detuviese, iba a ser indudablemente el momento de su perdición.

Pero hubo un instante en que le fue imposible avanzar. Una parte de la escolta que le había conducido hasta el pie del cerro -escolta de que había procurado huir desde el principio de su carrera-, se le presentó en medio de su fuga, cuando la creía más distante de sí, y le opuso un muro de chuzos y de lanzas, erizado de puntas de pedernal. El español comprendió que era imposible retroceder y se arrojó entre los chuzos y las lanzas, blandiendo su aguda cuchilla y murmurando en aquel momento de desesperación suprema:

-¡Dios mío! ¡Protege de tus enemigos a un cristiano desdichado!... ¡Madre mía!... ¡duélete de tu hijo!

Entretanto, aquella muchedumbre obligada a comprimirse incesantemente, empezó a experimentar serias desavenencias en su mismo seno. Niños aplastados, mujeres caídas, ancianos pisoteados, lanzaban gritos de dolor y reclamaban venganza. Los padres, los esposos, los hijos y los hermanos empezaron a repartir puñadas a derecha e izquierda y a apartar a la muchedumbre con el auxilio de los codos para levantará los caídos y cargar a los pisoteados. Lloraban unos, maldecían otros, murmuraba este, amenazaba aquel, gritaban todos, y nadie podía dar un paso sin encontrar un brazo levantado sobre su cabeza, un cuerpo tendido bajo sus pies o un hombre que huía en distinta dirección.

Seguía el español debatiéndose con el inesperado obstáculo que había encontrado; y a pesar del número de sus enemigos, no había rasgado todavía su piel la herida más ligera, cuando el pedernal sagrado estaba ya manchado por la primera vez con la sangre de los combates.

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Y en medio del choque de las armas, de las invocaciones, del llanto, de los gritos de las maldiciones, de las amenazas; en medio de aquel estruendo infernal que ensordecía la tierra y estremecía los árboles de la selva vecina, cruzó repentinamente el espacio otro estruendo aterrador, que se sobrepuso al ruido del combate y a las voces de la muchedumbre.

Los sacerdotes que jamás habían salido de Sotuta, creyeron que los dioses indignados contra el sacrílego extranjero, lanzaban sobre su cabeza los rayos del cielo para aniquilarle, y entonaron un himno de alabanza en honor de Kinich Kakmó. Porque en efecto, aquel estruendo inopinado, que venía seguido del sonido de los clarines y del repique de los tambores, se parecía al estampido de los rayos que descienden uno tras otro sobre la tierra en un día de tempestad.

A la primera señal de aquel suceso extraordinario la muchedumbre quedó sobrecogida, los gritos se apagaron, las armas quedaron inmóviles. Entonces se oyó distintamente por segunda vez una nueva tempestad de rayos, mezclada de voces extrañas, y tres o cuatro individuos de la muchedumbre cayeron heridos por una mano invisible.

En aquel momento se levantó entre el grupo de los guerreros un grito más aterrador que la misteriosa tempestad que hacía enmudecer a la muchedumbre.

-¡Los españoles! ¡los españoles!

Y aquel grito no se había apagado todavía en los labios que lo lanzaban, cuando por las cuatro calles que desembocaban en la plaza aparecieron varios grupos de soldados españoles, caballeros sobre sus grandes cuadrúpedos, blandiendo sus relucientes espadas y tendiendo horizontalmente sus mosquetes ennegrecidos por el humo.

La muchedumbre retrocedió llena de terror y de espanto y se comprimió hacia el centro de la plaza, deseando que la tierra se abriese para sepultarla en su seno. En medio del tumulto producido por este movimiento se alzó entre la multitud una voz varonil que gritó en español:

-¡A mí, valientes castellanos! ¡A mí!

Era la voz de Benavides, cuyas fuerzas empezaban a agotarse y que comprendía que solo podía ser salvado por aquel milagro que había empezado a obrar la providencia, enviándole el impensado auxilio de sus compatriotas.

Pero el grito del valiente extranjero quedó en parte apagado por otro grito lanzado por un guerrero aborigen, cuyo varonil semblante sobresalía entre el mar de cabezas que le rodeaba.

-¡Mis soldados!... ¡Aquí mis soldados!

Los guerreros de Sotuta reconocieron al instante la voz de su cacique, y de todos los ángulos de la plaza partieron al lugar del llamamiento, obstruyendo con sus plantas cuantos obstáculos se presentaban a su paso. Benavides no pudo evitar que lo arrastrase aquella corriente y no tardó en encontrarse frente a frente del feroz Nachi Cocom.

-¡Al cerro! ¡al cerro! -gritó este con voz breve e imperiosa.

Los guerreros aborígenes, formando una masa impenetrable y compacta,   —223→   se abrieron paso a través de la multitud, y algunos instantes después subían la escalera del cerrecillo bajo el terrible fuego de los mosquetes. Diez o doce cadáveres rodaron sobre las piedras, antes de terminar su ascensión; pero los cien indios que pudieron llegar a la cima se parapetaron tras el altar de Kinchachauhaban o se agazaparon tras la piedra de los sacrificios, y desde allí insultaron el poder de sus enemigos con gritos de provocación y de victoria.

Alonso de Rosado -que era el jefe de los españoles-, mandó suspender el fuego de los mosquetes, y por medio de uno de los indios de Maní que le habían seguido, hizo saber a la muchedumbre que los niños, los ancianos, las mujeres y los hombres que se quisiesen rendir, podían evacuar inmediatamente la plaza. La muchedumbre no esperó que se lo dijesen otra vez y al cabo de pocos minutos la plaza quedó completamente vacía10.

Entonces el caudillo extranjero se volvió hacia los guerreros que ocupaban la cima del cerro y por medio del mismo intérprete les dijo:

-A pesar de la posición ventajosa que ocupáis, tengo recursos para rendiros tarde o temprano, pues sabéis que nada resiste al empuje de nuestras armas. Rendíos, pues, y evitadme que derrame inútilmente vuestra sangre.

La respuesta de Nachi Cocom fue tan fiera como lacónica.

-Dile a tus aliados, cobarde itzalano, que solo perderé mi reino con mi vida.

Los españoles replicaron con sus arcabuces y ballestas, los indios lanzaron un diluvio de flechas y el combate empezó de nuevo. Pero la lucha era desigual. Los extranjeros peleaban en campo raso, mientras que la mayor parte de los aborígenes, guarecidos por el altar y la piedra de los sacrificios, solo sacaban la cabeza de cuando en cuando para arrojar sus armas.

Al cabo de un cuarto de hora, sin embargo, la mitad de los indios habían quedado fuera de combate, mientras que Alonso de Rosado solo había perdido seis de sus cincuenta españoles.

Nachi Cocom comprendió que si la lucha continuaba en la misma proporción, al cabo de otro cuarto de hora habría terminado completamente. Entonces resolvió tomar sus precauciones. Mandó formar otra trinchera con los cadáveres de sus guerreros para que todos los vivos quedasen a cubierto y él se parapetó tras el cuerpo de Benavides, a quien hizo colocar, atado de pies y manos, sobre la piedra de los sacrificios. Entonces alzó la voz y dijo a los españoles:

-Continuad despidiendo vuestros rayos y heriréis a vuestro compatriota antes que a mí.

-¡Hermanos míos! -exclamó Benavides-. La muerte de un oscuro soldado no importa nada comparada con el triunfo de las armas cristianas. ¡Fuego sobre estos gentiles!

En aquel momento salió de las filas españolas un grito tan agudo, que   —224→   Alonso de Rosado se volvió vivamente con intención de reprender con la mayor severidad al que lo había lanzado. Pero se encontró con el hermoso semblante de don Álvaro, el imberbe oficial, y al ver su juventud, su gracia y su palidez, la dura reprehensión se ahogó en su garganta.

-¿Qué es lo que os obligada a gritar así don Álvaro?

-Vuestros mismos soldados van a matar con sus arcabuces a ese pobre español, que hace cerca de dos años está prisionero entre los indios.

-Pero el fuego no puede cesar. Nachi Cocom se ha colocado en una posición de que no puede escapar, y como el sometimiento de ese bárbaro equivale a la pacificación total del país, tenemos que pasar adelante. Tampoco podemos esperar que se rinda por hambre o falta de armas, porque de un momento a otro puede ser auxiliado, y como somos tan pocos.

-Os comprendo perfectamente. Pero creo que en vez de gastar en balde vuestra pólvora que puede faltarnos cuando más la necesitemos, debíamos trepar animosamente el cerro.

-¡Oh! Creo que tenéis razón. Una vez en la cima, la lucha al arma blanca, sería cuestión de cinco minutos.

Y Alonso de Rosado mandó cesar al instante el fuego de los mosquetes.

Dio luego sus órdenes, y veinte y cinco infantes empezaron a subir la rampa del cerro con la mayor velocidad posible.

Como esperaban un diluvio de flechas sobre sus cabezas, iban cubriéndose con sus escudos. Pero ningún indio disparó su arco.

Entonces se oyó la voz de don Álvaro que gritaba.

-Han gastado sus flechas... ¡Apresuraos!

Los españoles continuaron subiendo con mayor confianza. Pero no habían caminado veinte pasos cuando los indios aparecieron tras de sus trincheras y lanzaron cincuenta piedras enormes que vinieron rodando estrepitosamente por la ranfla. Diez de los españoles cayeron aplastados bajo su peso y los otros quince retrocedieron aterrorizados hasta el pie del cerro.

El grito de asombro y de dolor que lanzaron los extranjeros, se confundió con el aullido de victoria que elevaron al cielo los aborígenes.

Alonso de Rosado clavó los ojos en don Álvaro y le dijo:

-Está reducido a treinta y cuatro el número de mis soldados. Si aventuramos subir todos por segunda vez, suponiendo que sean solo aplastados veinte y cuatro antes de llegar a la cima, los diez que lleguen van a ser despedazados por los chuzos o precipitados por la ranfla.

-Dadme diez de vuestros soldados y si dentro de cinco minutos no os he gritado desde la cima que podéis subir, haced lo que os parezca.

-¿Qué vais a hacer?

-Subir al cerro por donde no nos espere el enemigo y empeñar un combate desesperado cuando llegue a la cima, a fin de que vos os aprovechéis de esta oportunidad para subir con vuestra gente.

-Escoged vuestros hombres. Yo daré entretanto algunos tiros de arcabuz para que nuestro silencio no llame la atención de esos perros gentiles.

  —225→  

imagen

...Doña Beatriz, conocida, entonces, en el campamento, bajo el nombre de don Álvaro...

  —226→  

-¿Pero procuraréis no herir a Benavides?

-Descuidad.

Don Álvaro recogió a sus diez hombres y se separó de los españoles con todas las precauciones necesarias para que no lo notasen los indios. Dirigiose a un ángulo de la plaza y después de saltar sucesivamente algunas albarradas, se encontró con su pequeña tropa al pie del cerro en el lado opuesto a aquel que ocupaba Alonso de Rosado.

Una expresión de viva alegría se pintó en el semblante de don Álvaro. Una capilla arruinada construida cerca de la cima, impedía ver desde aquel lugar a los indios y por consiguiente iba a cubrir su ascensión hasta el momento de llegar a ella. El joven dio en voz baja sus órdenes y empezó a subir con su tropa en el mayor silencio posible.

Al cabo de algunos instantes, llegaron sin el menor contratiempo a la capilla. Entonces requirieron sus espadas y lanzas, salieron súbitamente, salvaron en dos saltos la distancia que los apartaba de la cima y cayeron sobre los indios, gritando a la gente de Alonso de Rosado.

-¡Subid, subid!

Aturdidos los aborígenes con este ataque imprevisto, perdieron diez de sus guerreros, antes que lograsen empuñar sus armas de pedernal. Cuando quisieron vengarse, cayendo rabiosamente sobre aquel puñado de blancos que se habían aparecido como llovidos del cielo, ya se encontraban en la cima los demás españoles, dando tajos mortales con sus brillantes aceros. Entonces el miedo se apoderó de su corazón y empezaron a precipitarse por todos los lados del cerrecillo.

Todo esto había sucedido en tan corto tiempo, que Benavides no había tenido tiempo de comprender muy bien lo que pasaba. De súbito vio una mano blanca, y hermosa que cortaba sus ligaduras con un puñal. Púsose en pie inmediatamente, y en el momento en que iba a volverse a su salvador para darle las gracias y pedirle una espada, un grito agudo resonó a su lado, al mismo tiempo que se alzaba ante su vista un corpulento aborigen.

El español levantó vivamente los ojos y se encontró frente a frente de Nachi Cocom que tenía levantada sobre su cabeza con ambas manos una hacha de pedernal. Benavides retrocedió ligeramente a tiempo que el arma del cacique se hacía pedazos en la piedra de los sacrificios, tomó entre sus dedos el puño de una espada que le extendía una mano, invisible para él, y descargó tal golpe sobre la cabeza de Nachi Cocom, que el bárbaro cayó al instante a sus pies, exánime y sangriento. Entonces buscó con los ojos al hombre generoso que acababa de salvarle tres veces la vida y se encontró al lado del gallardo don Álvaro, pálido y temblante de emoción, que tenía una mano sobre su pecho y la otra apoyada en el altar del sacrificio, como si se hallara próximo a desmayarse.

Benavides clavó ansiosamente la vista en el bello semblante del mancebo con una expresión imposible de describir; sus ojos brillantes de alegría y de esperanza se dilataron en sus órbitas, su semblante todo apareció   —227→   transfigurado; dio un paso atrás, luego adelantó otro y se precipitó en los brazos del gallardo oficial, gritando con apasionado acento:

-¡Beatriz!

Las mejillas del mancebo se cubrieron de un vivísimo encarnado y con voz temblorosa:

-¡Alonso mío! -exclamó, apretando su cuello entre sus brazos.

Y la emoción les impidió añadir más palabras, aunque experimentaban en aquel instante la necesidad de comunicarse sus esperanzas, sus dolores y su alegría; pero ¿no expresaban todos estos sentimientos las lágrimas que brotaron al punto de sus ojos y que bañaban dulcemente sus mejillas?



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Ojo por ojo



    Cuando a su sepulcro helado
baje a pedirle un asilo,
dormid, le diré, tranquilo:
don Pedro, ya estáis vengado.


Zorrilla                


Al día siguiente de la batalla de Thóo, Ek Cupul llegó a Sotuta, y reclamó a Zuhuy Kak, su antigua prisionera. Nachi Cocom mandó entregársela y le dijo:

-¡Ten cuidado! El español intentó anoche fugarse con ella...

-Todo me lo ha contado el sumo sacerdote -interrumpió Ek Cupul-; pero yo espero vigilarla de un modo, que hará inútil toda tentativa de fuga.

Y una sonrisa terrible cruzó por sus labios. Nachi Cocom vio esta sonrisa y se tranquilizó. El tigre había comprendido a la pantera.

-¿Quieres dos de mis guerreros para que te ayuden a... a vigilar a tu prisionera?

-Mi odio a los españoles y a sus aliados es más poderoso que un centenar de tus guerreros. Mi vida te responde de la hija de Tutul Xiú.

La tarde de aquel mismo día, Ek Cupul tomó de la mano a la prisionera y la condujo a Otzmal.

Nuestros lectores saben ya lo que era este sitio de recreo de Nachi Cocom. Una casita aislada en medio de la frondosidad del bosque, y rodeada de un patio plantado de hermosos árboles. Las paredes eran de mampostería, el techo de paja, y de madera la única puerta que le servía de entrada.

Desde entonces el verdugo y la víctima habitaron otra vez bajo el mismo techo.

La mañana del tercer día, Zuhuy Kak, que estaba muy ajena de sospechar el peligro que corría al lado de su carcelera, bordaba tranquilamente una manta de algodón con una aguja finísima de asta de siervo. Ek Cupul, que   —230→   desdeñaba las tranquilas labores de su sexo, andaba dando vueltas en la estancia, como si se hallase madurando un proyecto.

De súbito se detuvo y corrió a la puerta. Parose en el umbral y se puso en actitud de escuchar.

Este movimiento llamó la atención de Zuhuy Kak y levantó la cabeza para mirar a Ek Cupul. Un instante después soltó la aguja, se levantó y corrió a su vez en dirección de la puerta. Pero como estaba allí su carcelera, de quien huía siempre, como por instinto, se detuvo a la mitad de su camino.

Era que acababa de atravesar la selva el estampido de los mosquetes que los españoles disparaban en la plaza de Sotuta.

Ek Cupul, después de haber escuchado un instante con ansiedad, se retorció los brazos con un ademán de rabia y lanzó al cielo una mirada impregnada de cólera. Su primer pensamiento fue el de correr a Sotuta para morir al lado de sus hermanos; pero al dirigir una mirada de despedida al interior de la cabaña, vio a Zuhuy Kak parada a tres pasos de distancia, con el asombro pintado en el semblante.

-¿Has escuchado? -le preguntó con aspereza.

-Sí -respondió la joven, que jamás había oído disparar una arma de fuego-. ¿Pero por qué estando tan brillante el azul del cielo, descarga a lo lejos una tempestad de sus rayos?

Ek Cupul miró fijamente a la joven y luego se puso a reflexionar. Al cabo de algunos instantes, brotó de sus ojos una llama de triunfo. Acababa de formar su plan.

-El estruendo que llega a tus oídos -repuso-, no viene del cielo, sino de los dominios de Xibilbá. Es el estruendo de los rayos que despiden las armas de los españoles.

-¡Las armas de los españoles! -gritó la joven, llena de asombro y de alegría.

-Sí. Los enviados de la fatalidad ganaron hace tres días en Thóo una batalla, y llenos de orgullo habrán venido a Sotuta a continuarla.

Zuhuy Kak, radiante de esperanza, adelantó un paso hacia la puerta.

-Y como donde quiera que se presentan -continuó Ek Cupul-, la victoria sale a su encuentro, en poco tiempo habrán amontonado a su paso los cadáveres de nuestros hermanos y entrarán triunfantes en nuestros templos.

Zuhuy Kak cayó de rodillas y elevó los ojos al cielo.

Ek Cupul devoró aquella actitud con una mirada llena de cólera y se aproximó a la joven.

-Parece que te alegra esa noticia.

Al oír tan cerca de sí la voz de su carcelera, Zuhuy Kak se levantó apresuradamente y retrocedió algunos pasos.

-¿A qué dioses dabas gracias -continuó Ek Cupul-, por la venida del enemigo de los macehuales?

-Al Dios que protege al oprimido, como yo, y castiga a los malvados, como vosotros.

Ek Cupul no era del número de esos adversarios astutos que pueden   —231→   disimular por mucho tiempo el estado de su alma. Al oír la respuesta de Zuhuy Kak, estalló sin reserva la cólera comprimida por un instante dentro de su pecho.

-¡Ah! -exclamó-. ¿Esperas acaso que los extranjeros vengan de un momento a otro a arrancarte de mi poder con sus manos manchadas con la sangre de nuestros hermanos?

Zuhuy Kak respondió con entereza:

-Deploro la ceguedad de nuestros hermanos que no saben resignarse a los decretos de la providencia, y espero en el Dios de los cristianos que me salvará de mis enemigos.

-¡En el Dios de los cristianos!... ¡Infeliz! ¿Eres acaso cristiana?

-Mucho tiempo hace que un sacerdote español derramó sobre mi cabeza el agua sagrada del bautismo.

-¡Pues bien! -repuso Ek Cupul-, escucha como el Dios de los cristianos protege a los que reniegan de sus dioses.

Y una sonrisa irónica, pero terrible, crispó sus labios empalidecidos por las pasiones que se agitaban en su corazón.

Luego continuó con una calma aparente:

-Un día antes de marchar Kan Cocom a la batalla de Thóo, me llamó aparte y me dijo: «Voy a pelear por mi patria. La tempestad que ruge en mi pecho y el odio que me anima contra los invasores, solo me hace concebir dos extremos: vencer o morir. Pues bien... si los dioses de Itzá abandonasen a sus hijos, como hasta aquí; si los españoles ahuyentan a nuestros guerreros, júrame, Ek Cupul, que desde el momento en que llegue a la noticia la derrota de los itzalanos, que será también la noticia de mi muerte, cumplirás con el servicio que voy a implorar de tu amistad y del odio que te inspiran los enemigos de tu patria». Te lo juro, valiente guerrero -le respondí-, por la hermosura que brilla en tu semblante al hablar de tu noble resolución; te lo juro, por los manes de mis padres y de mi hermano, sacrificados por el soldado español; te lo juro, en fin, por el grito que exhaló el hijo del extranjero, al ahogarle entro mis brazos de madre.

Zuhuy Kak retrocedió otro paso ante la mirada de Ek Cupul, porque cada vez que aquella madre heroicamente feroz evocaba el recuerdo de su hijo, sus ojos y su semblante todo adquirían una expresión satánica, imposible de describir.

Al cabo de un instante prosiguió:

-Eres una hija digna de Itzá -me dijo Kan Cocom-, y no dudo que cumplirás valerosamente mi último deseo. Escúchame: dos amores se disputan el imperio de mi corazón y no sabré decirte cuál me domina más. El amor de la patria y el amor de Zuhuy Kak. Si los españoles llegan a vencer a nuestros hermanos, no tardarán en traer sus guerreros a Sotuta, y la hija de Tutul Xiú será el mejor trofeo de su victoria. ¿Y sabes lo que harán de ella los españoles? Se la entregarán al prisionero que guardo ahora en una cárcel y el maldito extranjero beberá a torrentes la embriaguez en los brazos de la mujer que yo amo... ¡Oh! Y cuando en mis sueños de odio he visto a Zuhuy Kak en los brazos de ese miserable, he sentido mi corazón despedazado, como   —232→   por las puntas de cien flechas, Xibilbá ha puesto en mis manos una cuchilla brillante de pedernal, y con ella he traspasado de un solo golpe el pecho del español y el de la hija del cobarde itzalano.

Zuhuy Kak hizo un movimiento de espanto y alargó una mano a la pared para sostenerse, porque sentía que las fuerzas empezaban a abandonarla.

Ek Cupul no dio señales de haber advertido este movimiento y continuó:

-¿Y qué quieres que haga, Kan Cocom -le dije- para que duermas tranquilo en la mansión de los dioses? «Júrame otra vez que cumplirás tu palabra». Yo reiteré mi juramento, y entonces Kan Cocom me dijo: «Si los españoles llegan a vencernos, y yo por consiguiente a morir, no esperes que vengan a arrancarte a tu prisionera. Sepulta un puñal en su corazón, para que si el prisionero vive y recobra su libertad, no encuentre más que un cadáver después de su victoria.

Zuhuy Kak exhaló un grito de espanto y miró con ojos desencajados a la mujer que le hablaba.

-Pues bien -prosiguió Ek Cupul-, el valiente Kan Cocom ha cumplido su palabra, porque yo le he visto moribundo en el campamento español, mientras los demás guerreros de Itzá corrían a encontrar un refugio entre los bosques. Allí le hice por tercera vez el juramento que me había exigido y se ha llegado el instante en que no me es posible retardar su cumplimiento.

Zuhuy Kak palideció como un cadáver y quiso hablar. Pero el terror anudaba las palabras en su garganta.

Ek Cupul calló un instante y se puso en actitud de escuchar. Repentinamente brilló en sus ojos una llama inexplicable, una sonrisa diabólica se dibujó en sus labios y adelantó dos pasos hacia su víctima.

-Hace tiempo -dijo-, que ha cesado el estruendo de las armas españolas. Los extranjeros han triunfado sin duda, quizá no tardarán en llegar hasta aquí, y he jurado que solo encontrarían tu cadáver.

Al terminar estas palabras, Ek Cupul extendió la mano al techo de la cabaña, y desprendió de los maderos que lo formaban, una ancha cuchilla de pedernal.

La inminencia del peligro dio fuerzas a Zuhuy Kak para alejarse dos pasos y para exclamar con voz balbuciente:

-¿Y qué te he hecho, Ek Cupul, para que intentes asesinarme?

-¡Qué me has hecho! -respondió con sardónica sonrisa-. Y yo ¿qué le había hecho al español que me deshonró y a los que asesinaron a toda mi familia?

Y sin abandonar su terrible sonrisa, volvió a adelantarse hacia la joven con la cuchilla levantada. Zuhuy Kak no tuvo entonces fuerzas para retroceder y cayó de rodillas.

-¡Piedad! -exclamó con el semblante trastornado por el miedo y las manos elevadas hacia su verdugo en ademán de súplica-. ¡Piedad!

-¡Piedad! -repitió Ek Cupul, lanzando una carcajada irónica y espantosa-.   —233→   ¿Crees que va a tener piedad de la hija de un malvado, la que no tuvo compasión ni del niño que alimentó en sus entrañas, solo porque era el hijo del enemigo de los dioses?

-¡Dios mío! -murmuró en español la pobre joven, elevando los ojos al cielo-. ¡Dios de mi Alonso, no me abandonéis!

Estas palabras que Ek Cupul no comprendió, acabaron de exaltar su ánimo y levantó a su vez los ojos al cielo:

-Kan Cocom, duerme en paz. Las caricias del español no irán a estremecerte en tu tumba, porque otra tumba va a abrirse para la maldita Itzalana.

Zuhuy Kak exhaló un grito, su cuerpo tambaleó sobre sus rodillas y cayó exánime a los pies de Ek Cupul.

-¡Ah! -exclamó esta-. Hubo un día en que yo también, débil mujer, caí sin sentido ante la presencia del español que me perseguía, porque tenía miedo. Pero el miserable no tuvo compasión de mí... Y sin embargo... cuánto daría porque hubiese sepultado un puñal en mi corazón, como yo voy a hacer con esta desgraciada.

Y ebria de sangre y de venganza con este recuerdo, alzó el brazo izquierdo de Zuhuy Kak y levantó sobre su pecho la cuchilla de pedernal.



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ArribaAbajoCapítulo XXV

La nobleza de doña Beatriz



    ¡Qué escucho! ¡Cuál se ha mudado!
Lo que os acabo de oír,
la esperanza me ha inspirado
de que el mal de lo pasado
borre el bien del porvenir.


Asquerino                


Volvamos ahora a Benavides y a doña Beatriz, a quienes dejamos entregados a los transportes de su inesperado encuentro en el cerro de los sacrificios de Sotuta.

Pasadas las primeras expansiones de su loca alegría, los dos jóvenes, enlazados de los brazos y radiantes de ventura, empezaron a descender la escalera del cerrecillo. La necesidad de estar solos les hizo buscar con los ojos un refugio para esquivar las miradas curiosas que los perseguían, y habiendo distinguido en un ángulo de la plazuela, una cabaña, cuya puerta se mostraba abierta, encaminaron a ella sus pisos.

Cuando llegaron a esta cabaña, abandonada por sus antiguos moradores, se encontraron conque los había seguido un soldado español a pocos pasos de distancia. Era este el anciano escudero, que según hemos dicho, en otra parte, no perdía un instante de vista a doña Beatriz, conocida entonces en el campamento bajo el nombre de don Álvaro.

-Mi querido Beltrán -le dijo la joven-, alargándole su mano con una sonrisa hechicera, ahora podéis empezar a descansar y a dormir sin cuidado, porque cuento ya con un defensor más fuerte que vos, y a cuyo lado me considero tan segura como en el seno de mi madre.

El anciano, por toda respuesta, besó cariñosamente la mano que se le alargaba; extendió luego en el suelo una manta que traía, y se acostó tranquilamente en un rincón de la cabaña.

  —236→  

Vamos ahora a escribir lo que un momento después refería doña Beatriz a Benavides, entre protestas de amor y lágrimas de ternura.

-Apenas te apartaste de mí la noche fatal, en que escalaste los muros del convento de Sevilla que me encerraba, me arrojé sobre el cuerpo ensangrentado del conde y empecé a regar su semblante con mis lágrimas. Llamele enseguida a gritos, pidiéndole perdón de la parte que tenía en su desgracia; pero todo fue en vano... el conde permanecía inmóvil y mudo a mi llamamiento. Entonces esforcé la voz y grité tres veces:

-¡Socorro!... ¡socorro!... ¡socorro!

Un instante después apareció una ronda al extremo de la calle. Un hombre que traía un farol en la mano, se adelantó hacia el lugar en que me hallaba, y antes que me interrogase le dije:

-Ayudadme a transportar a mi padre a la hostería más próxima.

-¿Y qué tiene vuestro padre que necesita de ayuda?

-¿No veis su vestido ensangrentado?

-¡Hola! ¿Y quién es el espadachín que le ha puesto de este modo?

-Algunos gitanos, favorecidos por la noche y la soledad, nos han acometido en esta callejuela y nos han despojado de cuanto llevábamos.

El jefe de la ronda aproximó el farol a mi rostro y luego a la escalera arrimada al muro por donde habíamos descendido.

-Señora -me dijo-, es inútil que finjáis. La superiora de este convento acaba de reclamar auxilio desde la portería, y me ha referido la audacia del joven estudiante que es sin duda el que ha puesto a vuestro padre en ese estado.

-¡Y bien! -le dije con altivez-. ¿Impide eso, acaso, que me departáis el socorro que os he pedido?

El hombre del farol llamó a un soldado de la ronda y le habló algunas palabras al oído. Enseguida, volviéndose a mí:

-Cuatro hombres -me dijo-, van a traeros al instante una camilla para transportar a vuestro padre al lugar que le designéis. Yo voy ahora a buscar al asesino.

Un grito de espanto estuvo próximo a salir de mis labios; pero supe comprimirlo y respondí balbuciente:

-Gracias.

Un cuarto de hora después, el conde estaba tendido en una cama de la hostería que había yo escogido y el mejor cirujano de Sevilla reconocía su herida. El conde solo estaba desmayado por la pérdida de sangre, y no tardó en saber que la ciencia no desesperaba de su curación.

Pocos momentos después experimenté en el fondo de mi corazón otro movimiento de alegría, que en vano procuraba contener mi amor filial. El jefe de la ronda vino a saber del estado del conde y se manifestó desesperado de no haber podido encontrar al estudiante que le había herido.

Al tercer día de este suceso, el cirujano al practicar su reconocimiento, respondió de la vida del conde, y desde entonces empezó a mejorar tan notablemente, que tres semanas después nos pudimos poner en camino para Salamanca.

  —237→  

El convaleciente no tardó en quedar completamente curado en aquella ciudad, que lo había visto nacer, pero luego que perdí todo recelo respecto de su salud, la mía empezó a decaer tan visiblemente, que el conde se sintió verdaderamente alarmado.

-Hija mía -me dijo una mañana-, creo que el aislamiento en que vivimos acabará por matarte, si no le ponemos pronto remedio. Haz tus preparativos, porque dentro de tres días debemos partir a la corte.

-Padre mío -le respondí-, si estimáis en algo la salud de vuestra hija, no la obliguéis a seguiros a Madrid. El estado de mi corazón, en vez de necesitar del bullicio de una corte, necesita de un aislamiento mayor del que disfruta en vuestro palacio de Salamanca. Si vos mismo no hubieseis provocado esta conversación, hoy había pensado pasar a vuestro gabinete a suplicaros que me llevies otra vez al convento de Sevilla.

-¡Al convento! ¿Estás loca, Beatriz? ¿Quieres privarme otra vez de tu presencia? ¿No sabes cuánto sufrí cuando la necesidad me obligó a sepultarte en ese monasterio que entonces repugnabas?

-Porque entonces mi corazón rebosaba de esperanza; ahora que todo ha muerto para mí, no más que la soledad de un convento puede reanimar mi marchita existencia.

-¡Niñadas! Con un mes que estés en la corte, el carmín volverá a embellecer tus mejillas. ¿Y quién sabe si entre los jóvenes de la primera nobleza que rodean al monarca, encontrarás muy pronto alguno a quien juzgues digno de ser amado?

-¡Padre! ¡No aman más que una vez las mujeres como yo!

-¡Beatriz! ¿Te atreves aun a alimentar en tu corazón el amor del hombre que si no asesinó a tu padre, no fue ciertamente porque le faltó voluntad?

-No exijáis a vuestra hija un sacrificio que es superior a sus fuerzas. ¿No he hecho ya cuanto puede hacer el deber de una hija? ¿No he jurado que aunque mi padre perdonase al que tuvo la desgracia de herirle, y aunque se me presentase después de su muerte, huiría de él con horror? Mas dejadme que conserve dentro de mi pecho, como una religión, el recuerdo de mi primer amor y no me obliguéis a profanarlo.

Desde aquella mañana, el conde no volvió a hablarme de nuestra ida a la corte; pero tampoco pude conseguir jamás volver al convento de Sevilla.

Así transcurrieron tristemente tres años.

Un día que el conde había estado fuera de casa muchas horas, entró en mi retrete cerca del anochecer, muy agitado, y mirándome de un modo extraño, que entonces no pude comprender, me dijo:

-Beatriz, un coche nos espera a la puerta. Sígueme.

-¿Qué ocurre, padre mío?

-No tardarás en saberlo.

Seguí al conde, entramos en el coche y al cabo de una hora de marcha nos detuvimos frente a la puerta de una granja, situada a dos millas de la ciudad. El conde me hizo atravesar un patio de árboles, luego un corredor arruinado y entramos en un aposento, cuya puerta se abría al extremo del corredor.

  —238→  

El aposento estaba iluminado por una sola bujía, a cuya claridad se distinguían débilmente los pobres muebles que lo adornaban. En un rincón había una cama, cuyas cortinas levantadas permitían ver a una anciana de semblante cadavérico, envuelta en sábanas más blancas que la nieve. Cerca de este lecho se hallaba sentada una joven hermosísima, que corrió a los brazos del conde, apenas entramos, y recibió sin ruborizarse un beso, en su frente blanca y tersa como el marfil.

Todos estos pormenores que observó a la primera ojeada, me llenaron de asombro y de embarazo. El conde, después de haberse desprendido de los brazos de la joven, me tomó de la mano, y nos aproximamos al lecho de la anciana.

-Señora -le dijo entonces-, aquí tenéis a Beatriz.

La anciana abrió los ojos y me miró de un modo tan tierno y tan triste a la vez, que las lágrimas se asomaron bajo mis párpados.

-Señor conde -dijo luego-, dejadnos solas.

El conde se aproximó a la joven, rodeó con su brazo su torneado cuello y salieron ambos de la estancia.

Yo estaba muda de asombro, y ya pensaba en salir de aquel aposento, por un sentimiento inexplicable, cuando me detuvo la voz de la anciana.

-Beatriz -me dijo-, mi vida está próxima a apagarse, y no tengo tiempo de prepararos para la cruel noticia, con que quizá voy a desgarrar vuestro corazón. ¡Quién sabe si lo tendré para aplacar la cólera del cielo y para conseguir vuestro perdón!

-¿Me habéis hecho algún mal, señora?

-Y tan grande, que a no ser que seáis un ángel, no podéis perdonarme jamás.

-No hay mal que no merezca perdón. Os perdono desde ahora. Os lo ju...

-No os precipitéis -me interrumpió vivamente-, para no tener de qué arrepentiros después. Escuchadme: ¿si después de haberos hecho vivir entre la opulencia, si después de acostumbraros a ver iguales vuestros en todos los nobles de España, si después de haberos familiarizado con la aristocracia, con todos las comodidades y todos los placeres de la vida, os redujera repentinamente a la última clase del pueblo, a necesitar del sudor de vuestro rostro para vivir con estrechez y a ser mirada con desprecio por los que antes os conocieron tan elevada?

El asombro que me causaron estas palabras, me impidieron responder de pronto a la anciana.

-¿Lo veis? -me gritó entonces-. ¡No os he dicho la mitad de mi crimen y ya os hago enmudecer de horror! ¿Conque si yo os añadiera que la que hizo todo eso tuvo que ahogar en su corazón el grito más santo de la naturaleza, porque la que hizo todo eso con vos era una madre?

-No os comprendo, señora.

-¡Mentís! -me replicó con los ojos desencajados y brillantes de un fuego aterrador-. Decidme que os causa horror reconocerme por madre y os creeré.

  —239→  

-¡Vos, mi madre!

Pero no tardé en avergonzarme de esta exclamación, y di un paso hacia la puerta de la estancia para llamar al conde, porque creí que aquella mujer deliraba en su agonía.

-¡Aguardad! ¡aguardad! -me gritó la anciana-. Sé que vais a llamar a alguno porque os figuráis que deliro; pero voy a probaros lo contrario.

Entonces prosiguió con calma.

-«La esposa del conde de Rada murió hace diez y seis años al dar a luz una hija. Yo que dos días antes había dado a luz otra niña, recibí para criar a la hija del conde que su mismo padre me trajo con lágrimas en los ojos. Mi marido había muerto tres meses antes y acepté con mucha ansia el dinero que el conde me dejó antes de emprender el viaje de dos años que hizo entonces para consolarse de la pérdida de su esposa.

»Las dos niñas empezaron a crecer a mi vista y yo me recreaba en sus juegos infantiles. Pero algunas veces me decía: ¿por qué esas dos niñas confundidas allí en inocentes entretenimientos no han de ser igualmente felices? ¿Por qué mi hija que es tan bella como la hija del conde, ha de encallecer un día sus manos con el trabajo, cuando la otra solo toque oro, sedas y joyas?

»Entonces concebí un pensamiento tan extraño como inicuo para las dos niñas. El conde solo había visto a su hija en una noche de dolor y podía presentarle a mi niña en lugar de la suya, para que disfrutase del oro y de las prerrogativas de la nobleza. Y cuando el conde vino dos años después a reclamar a su hija, le presenté a la mía, y el falso padre se la llevó satisfecho con solo decir que se llamaba Beatriz».

¡La sorpresa, el horror y la pena se habían apoderado de mi corazón al escuchar estas palabras, y aunque ya sabía que la anciana era mi madre, no me atrevía a apartarme de ella ni a estrecharla entre mis brazos!

De súbito un pensamiento brillante brotó de mi espíritu, como si un rayo de luz divina hubiese descendido sobre mi cabeza.

-Es decir -exclamé, inclinándome sobre el lecho de la anciana-, es decir ¿que no soy la hija del conde de Rada?

-No; la hija del conde es la que acaba de abrazar y besar en vuestra presencia.

-Luego mi padre...

-Era un labrador pobre pero honrado, a quien Dios habrá premiado en el cielo sus virtudes.

-¿Es decir, que no tendré necesidad de aborrecer eternamente al que hirió al conde de Rada, porque no es mi padre?

-¿Quién lo duda, hija mía?

-Madre mía -exclamó transportada-. Me habéis salvado.

Y me postré de rodillas junto a su cama, llené de besos su venerable cabeza y en pocas palabras la instruí de mi desgraciado amor. Un momento después entró el conde en la estancia, acompañado de su hija.

-Beatriz -me dijo-, tengo ya las pruebas necesarias que acreditan el cambio hecho por tu pobre madre al entregarme a mi hija. Pero no creas que porque has dejado de serlo voy a abandonarte. Volverás a vivir a   —240→   mi palacio al lado de tu hermana de lecho y al morir yo, te dará de mis bienes todo lo que me permita la ley.

-Os doy gracias por vuestra generosa protección, señor conde -le respondí-, pero mi madre acaba de darme licencia para retirarme a un convento...

-En caso de que no pueda casarse con el hombre que ha elegido su corazón -me interrumpió mi madre-, y como para lo uno o lo otro es probable que necesite de vos, señor conde, os ruego que auxiliéis en cuanto os sea posible, en prueba de que no me guardáis rencor.

Yo vi brotar una llama de los ojos del conde.

-Espero que no os opongáis ahora a que sea feliz -le dije sin poderme contener-, ya que para amar al pobre segundón, no necesito deshonrar vuestro nombre.

-¿Tanto mal te he hecho, Beatriz -me dijo el conde con amargura-, que aprovechas la primera oportunidad que se te presenta para dirigirme un reproche?

-Algunas lágrimas brotaron de mis ojos al escuchar estas palabras y corrí a estrechar al conde entre mis brazos, como cuando me llamaba su hija.

-Perdonadme, señor conde -le dije-; pero amo tanto a ese pobre estudiante desdeñado por vos...

-Está bien -me interrumpió, imprimiendo un beso en mi frente-, te prometo hacer contigo las diligencias necesarias para averiguar su paradero.

Ocho días después de esta escena, mi madre bajaba a la tumba. Aun no se habían secado bien las lágrimas de mis ojos, cuando me presenté al conde y le dije:

-¿Señor conde, tenéis confianza en Beltrán, vuestro anciano ayuda de cámara?

-Como podría tenerla en mi padre -me respondió.

-Pues bien, permitid que me acompañe al largo viaje que voy a emprender.

-¿Adónde vas, Beatriz?

-He sabido que mi Alonso pasó a Nueva España y voy a embarcarme para América.

-¡Para América! ¿Sabes los riesgos a que se expone una mujer joven y hermosa como tú, en un viaje tan dilatado?

-Por eso os he pedido un hombre fiel que me acompañe. Además, me vestiré de hombre, como lo han hecho algunas señoras que militaron bajo las banderas de Hernán Cortés, y nadie osará insultar a un oficial que lleve una espada ceñida a la cintura.

-Esa es una locura, Beatriz. Crees que...

-Decidme que no, señor conde -le interrumpí-, y yo sabré lo que debo hacer.

El conde empleó todos los recursos posibles para disuadirme, pero no pudo conseguirlo.

Entonces llamó a Beltrán, le dio sus órdenes, atestó de oro sus bolsillos   —241→   y algunos días después nos embarcábamos en Cádiz en un navío que pasaba para Veracruz. Yo llevaba un uniforme de oficial que ocultaba perfectamente mi sexo y Beltrán pasaba por mi escudero.

Esto sucedía en el mes de noviembre de 1539.

Apenas llegué a Méjico, empecé con ardor mis pesquisas. Nadie me daba noticias de ti. Desesperaba ya de hallarte, cuando un día me encontré con el hijo de don Francisco de Montejo, a quien había conocido un poco en Salamanca. Llamele por su nombre, fijó en mi sus ojos, y aunque confesó que recordaba haberme visto, no pudo dar con mi nombre. Díjele entonces que era don Álvaro de Rivadeneira, natural de Salamanca, y que andaba buscando al amigo de mi infancia, Alonso Gómez de Benavides.

-¡Oh! -me dijo entonces-. A ninguno podíais dirigiros, mejor que a mí. Nuestro amigo don Alonso se halla ahora empeñado en la conquista de Yucatán, y si queréis acompañarme a Champotón, no tardaréis en abrazarlo. He acabado de reclutar la gente que necesitaba y no tardaré en ponerme en camino.

Yo di un grito de alegría, y dos meses después, acompañada de mi fiel escudero, desembarcaba en Champotón, llena de ansiedad.

¿Cómo podré contarte, amigo mío, las angustias que pasé, cuando supe que no habías vuelto de una expedición a que te arrastró tu valor, y cuando me dijeron que acaso habrías sido sacrificado? Caí en una tristeza profunda que indudablemente me hubiera matado, si mi alma hubiese estado menos acostumbrada a la adversidad.

Sosteníame además la esperanza de que Dios que sabía la intensidad de nuestro amor, había acaso salvado tu vida para traerte un día a mis brazos, y empecé a acompañar a los españoles a todas sus expediciones, aunque jamás tuve fuerzas para desenvainar mi espada ni para disparar un arcabuz.

Y Dios no tardó en premiar mi fe y mi esperanza, porque un día llegó al campamento español un anciano religioso que había estado prisionero en Maní, y estuve al volverme loca de contento cuando me dijo que vivías, aunque en poder del feroz Nachi Cocom.

Pude ocultarle, como a todo el mundo, mi sexo, y desde entonces, amado mío, de noche y de día, dormida y despierta, no he soñado en otra cosa que en salvarlo de tus enemigos. Ahora lo he conseguido y vuelvo a arrojarme en tus brazos, no la hija de un conde, pero sí la hija de un labrador pobre, pero honrado, a quien Dios habrá premiado en el cielo sus virtudes, como decía mi madre antes de morir.

-Eres un ángel, Beatriz -dijo Benavides estrechando a la joven entre sus brazos.

En aquel momento entró en la cabaña, testigo de tanta felicidad, el anciano religioso fray Antonio de Soberanis que había seguido a los españoles a Sotuta, y que venía de absolver a los moribundos.

Benavides corrió a sus brazos, y después de haber derramado algunas lágrimas de alegría y ternura, tomó de la mano a Beatriz y le dijo:

-Padre mío, hay muchos días aciagos en la vida, pero nunca falta   —242→   uno de tan inmensa felicidad, que nos recompense con usura todas nuestras desgracias. En un solo instante he recobrado mi libertad y lo que más amo en el mundo. Padre mío, os presento a Beatriz, mi esposa ante Dios.

El anciano religioso miró con inconcebible frialdad aquel cuadro de dicha y de ternura.

-Estaba en la plaza -dijo-, cuando os arrojasteis a los brazos de ese joven oficial, dándole el nombre de Beatriz. Perdonadme si ahora no os doy el parabién de tan feliz encuentro, porque asuntos de grave interés reclaman que me ocupe de ellos antes que de ninguno.

Los dos jóvenes, quedaron helados al escuchar estas palabras.

Entonces el sacerdote se acercó a Benavides y le dijo al oído algunas palabras. El joven palideció súbitamente, soltó la mano de Beatriz, y después de dar algunos pasos en dirección de la puerta, se detuvo, indeciso.

-¿No nos vamos? -preguntó con severidad el sacerdote.

-Beatriz -dijo entonces Benavides, esquivando las miradas de la joven-, espérame con tu fiel escudero en esta cabaña... dentro de pocos instantes estaré de vuelta.

Y volvió a caminar en dirección de la puerta. Beatriz corrió hacia él y lo detuvo con sus brazos.

-¡Alonso! -le dijo-. ¿Qué significa esto? ¿Por qué me dejas apenas te encuentro, y sin mirarme siquiera?

Benavides tocó ligeramente con sus labios la hermosa frente de la joven y le respondió:

-Te juro que esta separación será la última.

Y desprendiéndose suavemente de sus brazos, salió de la cabaña, precedido del anciano religioso.

Uno y otro caminaron algún tiempo en un silencio forzado que ninguno manifestaba deseos de interrumpir: el sacerdote, frío, severo y apresurado, como quien marcha a cumplir un deber, pasando con indiferencia y desdén sobre todos los obstáculos; Benavides, pálido, trémulo y agitado como el desgraciado que acaba de cometer un crimen, y a quien el remordimiento arrastra a su pesar frente a su víctima.

Y cada paso que adelantaba en aquel camino, sembrado de hierbas, de flores y de guijarros, sentía que un nuevo recuerdo despedazaba su corazón.

¡Zuhuy Kak! ¡Dos minutos hacía que el sacerdote había pronunciado a sus oídos este nombre, haciéndole caer del éxtasis del amor a la agitación del remordimiento!

Interrumpieron sus tristes reflexiones los gritos de un hombre que se dejaron oír a la derecha del sendero que llevaban.

El anciano y el joven detuvieron sus pasos y miraron en aquella dirección.

Un soldado español, cubierto de sangre y medio oculto entre la yerba, clavaba sus ojos en el sacerdote, y con voz desmayada le decía:

-¡Padre!... ¡me muero!... ¡venid!

El religioso se volvió entonces a Benavides y le dijo:

  —243→  

-Es un moribundo que reclama los auxilios de la religión. ¡Escuchad! Un indio a quien acabo de examinar me ha dicho que la joven que tantas veces ha salvado nuestra vida, ha sido llevada por una mujer a un paraje desierto, acaso con alguna intención siniestra. Este camino conduce a ese lugar, a donde ya veis que no puedo acompañaros. Id solo: no tardaré en reunirme a vos... ¿Iréis? -añadió el sacerdote con cierta severidad al cabo de algunos instantes, viendo que Benavides no se movía.

El joven se ruborizó.

-Padre mío -respondió-, mucho tiempo hace que estuviera allí, si una causa, superior a todas mis facultades, no me la hubiese hecho olvidar completamente. ¡Oh! ese encuentro inesperado... la vista repentina de lo que más amo en el mundo... todo eso puso ante mis ojos un velo tan espeso que si no entráis a recordarme mi deber, todavía estaría a sus pies olvidado del mundo entero... Pero tranquilizaos... sé lo que debo a la itzalana y si es tiempo aun, sabré morir por ella.

Y como si se sintiese más aliviado con aquella confesión, echó a correr en la misma dirección que le señalaba el sacerdote.

Entretanto Beatriz que se había quedado en la cabaña llena de asombro y de sobresalto, había empezado a sentirse agitada por una inquietud que le parecía más penosa que cuando había sufrido anteriormente.

-Sí -murmuraba-; sí... fray Antonio me lo ha contado... Una joven... la más bella de la corte de su padre le salvó muchas veces la vida... y pasaba horas enteras conversando con él... ¡en una selva!... ¡Oh! es preciso verlo al instante... Beltrán, levántate... ¡sígueme!

Y sin advertir si su escudero la seguía, conforme a sus órdenes, la joven se lanzó fuera de la cabaña.



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ArribaAbajoCapítulo XXVI

La venganza de Zuhuy Kak



    Lago de amor, sereno y trasparente,
que yo surcaba en brazos de su halago...
En un instante el cieno del torrente
enturbió los cristales de ese lago.


Camprodón                


En el momento en que Ek Cupul con una sonrisa de infernal satisfacción en los labios, amenazaba con su puñal a Zuhuy Kak, sintió que una mano fuerte detenía su brazo, suspendido sobre el pecho de su víctima. Volviose vivamente con la ligereza de una fiera, a quien se arrebata su presa en el momento de devorarla, y se encontró con los ojos de Benavides que la miraban con una especie de terror.

Ek Cupul conocía al joven español, por haberle visto el día de su llegada a Sotuta, y comprendió al instante que este acababa de entrar por la puerta de la cabaña, que había dejado abierta por un descuido.

-Mujer -le dijo Benavides-, ¿quién puso en tus débiles manos el puñal del asesino?

Ek Cupul en lugar de responder, se sacudió violentamente, para librar su brazo de la mano que la oprimía. Pero nada pudo conseguir.

Benavides, en quien el sentimiento de horror que le inspiraba aquella mujer con un puñal en la mano se sobreponía a cualquier otro sentimiento que pudiera concebir:

-Suelta esa cuchilla -le dijo-, y te dejaré huir.

Ek Cupul permaneció tranquila un instante, como si hubiese querido reflexionar. Pero súbitamente alargó la mano izquierda al puño de la espada que el español traía pendiente de su tahalí, y sacándola de su cubierta de acero:

-¡Xibilbá! -gritó-. Te doy gracias. Dos víctimas en lugar de una.

Y descargó violentamente un golpe sobre el pecho del español, que por fortuna dio sobre el tahalí, cuyo cuero bruñido no pudo traspasar.

Benavides comprendió entonces que debía vencer la repugnancia que   —246→   sentía de luchar con aquella mujer. Con la mano que le quedaba libre sujetó el puño de la espada, reunió luego en una sola los brazos de la fiera y en un instante quedó desarmada.

-¡Mátame! -gritó la aborigen-, porque no puedo sobrevivir a la pérdida de mi venganza.

Benavides la miró con terror y hubo un instante en que levantó su espada sobre la cabeza de la indómita itzalana.

Ek Cupul vio este movimiento sin pestañear. Pero repentinamente se arrojó a los pies del español y abrazó sus rodillas.

-¡Perdón! -le dijo-, ¡perdón!

-¿Crees acaso -respondió el español-, que me atrevería a manchar mi espada con la sangre de una mujer? Huye al instante de mi presencia.

Ek Cupul se levantó, corrió a la puerta y no tardó en perderse entre los árboles de la selva.

Benavides se volvió entonces a Zuhuy Kak, que continuaba desmayada, y clavando en ella una mirada en que se leía un sentimiento de profunda compasión y ternura:

-¡Infeliz! -murmuró-. Dentro de breves instantes maldecirás la mano que detuvo el brazo de tu asesino.

Y siguió mirándola en silencio. Pero no tardó en parecerle que aquel desmayo era demasiado profundo, y temiendo que la joven hubiese sucumbido bajo el peso de su terror, asentó delicadamente la mano sobre su corazón.

Como si el calor de aquella mano querida, hubiese tenido la virtud de volverle la existencia, Zuhuy Kak exhaló un suspiro y abrió los ojos. Echó una mirada en derredor de sí, y al distinguir al español, que había retirado su mano se levantó con ligereza y oprimió su cuello entre sus brazos.

-¡Amado mío! -exclamó-. Tú me has salvado... ¿no es verdad? mi corazón lo adivina... ¿Pero que se ha hecho de esa mujer?

-La he dejado huir.

-Siempre eres generoso con tus enemigos, como con el gran sacerdote de Sotuta. ¿Pero es verdad que los españoles han venido?...

-Y triunfado, como siempre.

-¿Y cómo supiste el lugar en que me hallaba y el peligro que corría?

-¡Oh! muy fácilmente. Kan Cocom, antes de morir, reveló su venganza a fray Antonio, nuestro anciano amigo, este, después de la derrota de hoy, me la reveló a mí, y veníamos juntos a salvarte, cuando le detuvo en el camino un moribundo que solicitaba sus auxilios. Pero no tardará en venir para estrecharte en sus brazos.

-Salgamos a su encuentro. Retirémonos pronto de esta casa que me inspira horror... ¡Vamos, vamos!...

Benavides permaneció inmóvil.

-¿Que te detiene, amigo mío? -preguntó la joven.

-¿Y a dónde quieres ir, Zuhuy Kak?

-¡Adónde! -repitió admirada la joven-. ¡A donde vayas tú!... a donde vaya nuestro anciano amigo.

  —247→  

-Esperemos entonces que venga.

-¿Y por qué no salirle al encuentro, como te he dicho?

-Pero... ¿y si no le encontramos?

-Entonces iremos solos a la primera cabaña que se nos presente. ¿No nos veíamos solos horas enteras en la selva de Maní?

Y la joven se sonreía hechiceramente, mientras el rubor inundaba sus mejillas.

Benavides sintió brotar lágrimas por debajo de sus párpados; pero tuvo la fuerza de voluntad necesaria para contenerlas.

-Zuhuy Kak -la dijo al cabo de un instante-, en la selva de Maní nos protegía nuestra misma soledad. Pero aquí... ¿qué dirían los soldados españoles si nos viesen entrar solos en una cabaña?

La joven pareció entregarse por un momento a la reflexión.

-¡Ah! -exclamó súbitamente-. Yo no te comprendo ahora... no sé por qué me hablas así... pero paréceme que no me hablas con tu corazón.

Benavides no supo responder a estas palabras, y sus ojos huyeron la mirada interrogadora de la joven.

-¿Por qué no me respondes? -continuó esta, más alarmada con el silencio del español-. Dime que te arrepientes de haberme engañado y que el fuego de tus labios disipe la primera nube que ha empañado nuestro amor.

Y dio un paso hacia el joven para presentarle su frente. Pero Benavides retrocedió con espanto y alzó un brazo para detenerla. Zuhuy Kak se detuvo asombrada y la sonrisa con que se adelantaba se extinguió en sus labios.

-¿Me rechazas? -dijo con voz balbuciente-. ¿Qué es esto, Dios mío?... ¿qué te he hecho para que huyas de mí?

Y dos lágrimas amargas brotaron de sus ojos y corrieron un instante por sus mejillas.

Benavides que tenía clavados los ojos en el suelo de la cabaña, vio en aquel momento dibujarse en él una sombra. Alzó la cabeza y se encontró con Beatriz parada en el umbral de la puerta. Un grito involuntario se escapó de sus labios y corrió a detenerla.

Pero Beatriz no dio señales de haber notado este movimiento. Se hallaba embebida en contemplar a Zuhuy Kak, que por su parte la miraba también con una expresión imposible de describir.

De súbito la joven aborigen lanzó un grito y se adelantó dos pasos hacia la doncella española. Lo que los soldados castellanos no habían podido adivinar en un año, a ella se le había revelado en un instante. La mujer había adivinado a la mujer, a pesar del disfraz con que se presentaba, y con que había logrado engañar al mundo entero.

-¿Quién es esa mujer? -preguntó a Benavides, mirándolo rápidamente para volver su ansiosa pupila sobre Beatriz.

Benavides tomó de la mano a la doncella española, y haciéndola entrar en la cabaña, respondió:

-Zuhuy Kak, ¿recuerdas haberme sorprendido muchas veces en la selva de Maní, con los ojos clavados en el cielo, mientras una lágrima desprendida de mis ojos humedecía mis mejillas?

  —248→  

Zuhuy Kak, embebida en su tenaz contemplación, no desplegó los labios para responder.

-Recuerdas -continuó el español-, ¿recuerdas que algunas veces, mientras tu hermosa voz intentaba dulcificar la pena de mi cautiverio, repentinamente dejaba de escucharte para prestar atención a mi propio pensamiento?

La joven aborigen hizo un ademán de impaciencia sin mirar al español.

-¿Recuerdas, por último -prosiguió este-, que reconvenido un día por ti sobre mis continuas distracciones, sobre mis miradas perdidas en el espacio, sobre las lágrimas furtivas, que sin advertirlo, se escapaban de mis ojos, te confesé de rodillas que, antes de conocerte, había amado en España a una mujer, cuyo recuerdo era a veces más poderoso que tu presencia, porque de tiempo en tiempo me parecía oír su voz en la selva y ver su imagen envuelta entre las nubes que empañaban el espacio?

Zuhuy Kak palideció súbitamente y miró con espanto al español.

-Pues bien -añadió Benavides-, esa Beatriz cuya historia te he contado, ese ángel que creía perdido para siempre y que tú te esforzabas en hacerme olvidar, la que me hablaba en el bosque, la que yo miraba en el cielo, ha vencido todos los obstáculos que nos separaban, ha salvado mi vida, la tuya... y ahora... ha venido a buscarme hasta aquí...

La itzalana dio un grito, cayó sobre un banco de madera que había en la cabaña y ocultó su rostro entre sus manos.

Entonces en aquella mujer de instintos salvajes, en aquel corazón formado para las grandes pasiones, en aquella imaginación ardiente que se representaba el bien y el mal hasta el último grado de exaltación, tuvo lugar en pocos segundos una escena terrible.

Recordó que sus caricias no habían logrado disipar la nube que algunas veces empañaba la frente de Benavides, que ella tan bien comprendía el amor, comprendió el poder de aquella pasión que resistía a todos los obstáculos, y adivinó que a ella no le quedaba reservada otra suerte que la que sus desdenes habían hecho experimentar a Kan Cocom. Pero vivir sin aquel amor que era el alma de su existencia, era arrastrar una vida sin objeto: condenarse a ver al hombre a quien amaba recibir las caricias de otra mujer, era condenarse a un infierno perpetuo.

Y apenas este pensamiento cruzó por su espíritu, un segundo grito, pero de distinta naturaleza, un grito de salvaje alegría se escapó de su pecho, se levantó con los ojos enjutos, pero con las facciones completamente cambiadas, pasó ante Benavides y la española sin dignarse mirarlos, se detuvo en el umbral de la puerta, y después de escrudiñar con los ojos la espesura del bosque:

-¡Ek Cupul! -gritó con todas sus fuerzas-, ¿así huyes sin cumplir tu juramento?... ¡Kan Cocom tiene razón... la maldita itzalana debe morir!

En aquel momento se incorporó entre los arbustos el cuerpo de una   —249→   mujer, una flecha partió el aire silbando y Zuhuy Kak cayó dentro de la cabaña con el pecho traspasado.

Entonces la mujer del bosque volvió a desaparecer entre la espesura y Zuhuy Kak le gritó:

-¡Gracias, gracias!...

Estas dos palabras quedaron apagadas bajo un doble grito de espanto, que lanzaron Benavides y la española. Pero cuando se abalanzaron hacia la joven itzalana para socorrerla, esta se incorporó violentamente y mirándolos con una expresión de cólera, exclamó:

-¡Oh, dejadme morir tranquila! ¡dejadme!... Ya que me habéis arrancado el alma, dejadme emplear los últimos momentos de mi vida en reconciliarme con los dioses de mi patria... en pedirles perdón de mi apostasía, de mi traición, de mi fuga... he cometido tantos crímenes por un enemigo de los dioses... dejadme... dejadme...

Mientras Benavides y Beatriz sentían que el corazón se les oprimía de dolor al escuchar estas palabras, los pasos apresurados de un hombre resonaron a poca distancia y el anciano religioso con el hábito azul levantado hasta la rodilla, entró sofocado en la cabaña.

-Salid -dijo al español y a Beatriz-, señalándoles con ademán severo la puerta.

Ambos jóvenes obedecieron instintivamente a esta orden y el sacerdote se quedó solo con Zuhuy Kak.



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ArribaCapítulo XXVII

Dichosos los que lloran...



    Mi alma renace y con ardiente anhelo
a nuevos mundos de ilusión se lanza,
y ante mis ojos se desgarra el velo
que ofuscaba la luz de mi esperanza.


García Gutiérrez                


-Hija mía -dijo entonces el franciscano-, al entrar en esta cabaña he oído tus últimas palabras, y me ha parecido que invocabas a los falsos dioses, con tu voz moribunda y que tus ojos miraban con odio a dos de tus hermanos.

-¿A dos de mis hermanos? -exclamó la joven-. Sacerdote, ¿sabes quién es esa mujer, oculta bajo el disfraz de un guerrero, que acompaña al español?

-Sí, sí lo sé. Es una mujer a quien amó en España, amor que no lo ha impedido amarte a ti y que hoy le ha obligado a despreciarte para arrojarse en sus brazos.

-Sí, pero yo no lo veré. Ek Cupul ha dirigido con acierto su flecha y muy pronto... ¿lo oyes?, muy pronto dejaré de vivir.

Y una sonrisa de regocijo salvaje agitó ligeramente los labios de la joven.

El sacerdote se apoderó vivamente de una de sus manos y mirándola con una expresión llena de ternura le dijo:

-Zuhuy Kak, ¿de ese modo se apresta a morir la mujer a quien yo he instruido en los sublimes misterios del evangelio?... Has buscado tu muerte, y no contenta con esto, te gozas en tu crimen... y mueres, llevando a la tumba, una de las pasiones más mezquinas del corazón humano... ¡el odio! El odio, proscrito por la naturaleza y por la ley de Jesús.

-¡La ley de Jesús! -exclamó Zuhuy Kak con sardónica sonrisa-. Me alegro   —252→   que me recuerdes mi vergonzosa apostasía, para que te haga ver lo que tu Dios ha hecho por mí... para que te haga ver que desde el momento, en que seducida por ti, o más bien por mi amor, abracé tu doctrina, cada paso mío ha sido marcado por una desgracia, hasta el último golpe que me ha matado.

El franciscano elevó los ojos al cielo, como para pedirle perdón de la blasfemia lanzada por aquella boca insensata.

Entonces Zuhuy Kak, con la volubilidad y viveza que le prestaba el enardecimiento de que se hallaba poseída, refirió rápidamente al franciscano cómo después de su conversión, abandonó a su padre, renegó de su patria y vio herir mortalmente al hombre que más amaba. Habló luego de los terrores de su prisión y de la aparición de Beatriz, que había puesto el colmo a todas sus desgracias.

El sacerdote la escuchó con bondad, y cuando hubo concluido le dijo:

-Así, corazón egoísta, tú no quieres amar a Dios, tú no quieres cumplir con la ley más santa de la naturaleza, sino para que te haga feliz... para que te satisfaga tus menores caprichos... ¿Te quejas de haber sufrido? ¿Y no sabes que el sufrimiento se hizo para las almas privilegiadas, como la tuya? ¿No sabes que cuando Dios prueba al hombre con grandes dolores, es porque lo juzga digno de llevar su cruz, como él, y capaz de resistir, como él, a todas las tentaciones?...

La sonrisa irónica que contraía los labios de Zuhuy Kak, empezó a desaparecer por grados y miró fijamente al religioso, como para prestarle mayor atención.

-Te quejas de haber sufrido cuando debías enorgullecerte -continuó este con su acento persuasivo-. Zuhuy Kak, si a pesar de tu juventud, has adquirido alguna experiencia, habrás observado que hay una multitud de seres en el mundo, indiferentes al bien y al mal, cuya alma materializada no goza siquiera, porque para gozar es necesario haber sufrido antes algunos dolores. ¿Crees que esos son los seres privilegiados? ¿Querrías pertenecer al número de ellos?... ¿No es verdad que prefieres haber sufrido mucho, para que al morir con el corazón despedazado, tengas derecho de decir: Dios mío, he llorado mucho, enjuga mis lágrimas?

No fueron estas las únicas palabras que pronunció el franciscano. En aquel momento supremo en que veía a la joven itzalana próxima a partir para la eternidad llevando al sepulcro las groseras preocupaciones de la idolatría, sin que hubiese poder humano que pudiese detener el paso de la muerte a presencia de aquella boca, hermosa todavía, que se contraía con la risa de la blasfemia; ante aquellos ojos de negra pupila, que empezaban a apagarse ya por falta de vitalidad, el virtuoso sacerdote comprendió que no había que perder un instante para regenerar aquella alma descarriada por una fatalidad del buen sendero, su elevado espíritu encontró fuerzas sobrenaturales para entrar en tan noble lucha y sus labios se desplegaron con   —253→   un lenguaje santo, sencillo y sublime, que en vano intentaría reproducir aquí nuestra pluma.

Le habló del dolor como del crisol que purifica a la criatura humana y que por un lazo misterioso le pone en contacto con su creador; del mérito, que no tanto consiste en perseverar en la virtud, como en levantarse con nuevas fuerzas del fango de la duda y de la incredulidad en que se ha caído por alguna desgracia; del perdón, que es el arranque más sublime del alma por lo mismo que se opone al ruin espíritu de venganza, a que es tan propensa la mezquina debilidad del hombre, y de la inconcebible osadía con que se atreve a desprenderse de la existencia cuando no se la ha reclamado todavía el que se la dio.

Su palabra era dulce, como la fuente santa de que sacaba su moral, su voz llena de atractivo, como la religión exenta del fanatismo, su elocuencia persuasiva como el acento de la verdad.

La joven le escuchó primero con ironía, luego con indiferencia, por último con interés.

Entonces le pareció que cada una de las palabras del sacerdote levantaban de su pecho un enorme peso que le oprimía, sintió que poco a poco empezaba a desprenderse de su corazón la piel que lo había invadido por algunos instantes, y creyó que ante sus ojos se descorría un velo que le enseñaba un espacio infinito y hermoso en que jamás se había fijado su mirada.

¡Ah! Era que empezaban a presentarse a sus ojos la eternidad. ¡Y es tan hermoso contemplar la eternidad a través del cristal puro de la virtud, de la inocencia o del arrepentimiento!...

Cuando el sacerdote concluyó, la joven tenía los ojos arrasados en lágrimas.

-Dichosos los que lloran -murmuró el franciscano con acento conmovido.

Zuhuy Kak lo tendió una mano y le dijo:

-¿Qué hechizo hay en tu voz que cuando te oigo hablar, me parece que mi madre me dirige la palabra desde el cielo? Si fuese tan loca que te creyese, ¿no me has dicho casi que Jesús me reserva en su paraíso la palma del martirio?

-Tú has sufrido, como los mártires, ¿pero qué has hecho para probar que tu fe resiste a las pasiones?

-Nada, nada... pero alentada por ti, me siento capaz de todo. ¿Qué quieres que yo haga para demostrarte que la mujer que amas es digna de tu amistad?

-¿Y harás lo que te diga?

  —254→  

-¡Oh, sí, sí! pero pronto... siento que voy a morir.

-¡Pues bien! Es preciso que antes que mueras perdones a esa mujer a quien has mirado con odio, porque ama al mismo hombre que tú.

La joven hizo un gesto de repugnancia que no se escapó a los ojos del sacerdote.

-¡Cómo! -exclamó-. ¿La aborreces todavía?

-No, no -respondió Zuhuy Kak-; tú me has dicho que el odio es una de las pasiones más mezquinas del corazón, y alumbrada con la luz de estas palabras, he descubierto muchos secretos que antes se me ocultaban. ¡Qué venganza tan dulce es la de perdonar!

-Así...

-Llamadla, padre mío, llamadla. Pero... no es verdad que llamaréis también...

-¿A quién?

-¡A él... ¡a él!

-Sí, hija mía... ¿por qué no?

Y el sacerdote salió de la cabaña sonriendo bondadosamente. Un momento después volvió a entrar, conduciendo de la mano a Benavides y a Beatriz.

A esta aparición, Zuhuy Kak quiso incorporarse pero no tuvo fuerzas para verificarlo. Benavides dio un grito al ver la palidez que inundaba su semblante y cayó de rodillas junto a la joven.

Esta le tendió una mano y le dijo:

-Amigo mío, ¿me perdonas que te haya hecho sufrir con mis celos?... Sí, sí, ¿no es verdad?... ¡Eres tan bueno!

-¡Que yo te perdone! -exclamó el joven con voz conmovida-. ¿No soy quién, al contrario, debe pedirte perdón?... ¿No he sido yo quién te ha matado?

-No, no: yo voy buscado mi muerte... yo misma... yo sola debo acusarme... Pero Dios me perdona mi crimen por la boca del más santo de sus ministros...

-¡Tu crimen! ¿Acaso puede cometer un crimen un ángel, como tú?

-¡Oh, calla! No perdamos el tiempo... porque es muy corto el de que puedo disponer. Amigo mío, ¿tú amas a mi padre? ¿no guardarás rencor a los pobres itzalanos a pesar de los males que te han hecho sufrir?

-¿Qué quieres que haga por ellos?

-Están vencidos... son pobres y sencillos, necesitan de un protector como tú... recuerda que son mis hermanos... ¡Pero mi padre!... ¡ah! mi padre... no lo olvides... consuélalo... ¡debe sufrir tanto!

-¡Te lo juro!

-Y ahora... sé feliz... es mi mayor deseo.

-¡Eres tan buena como hermosa!

  —255→  

-¡Oh, no me hables así! Ya pasó el tiempo en que esa palabra me hacía ruborizar de placer... ¿Y no ves..., no ves que eso puede incomodar... a...?

Y con una mirada impregnada todavía de un tinte de odio que no acertaba a reprimir, la itzalana señaló con los ojos a Beatriz.

La joven española se adelantó hacia la moribunda y con ademán encantador le alargó su mano. Zuhuy Kak se apoderó vivamente de esta mano, blanca, suave y hermosa, la llevó a sus labios y la regó con sus lágrimas.

-¡Ah! -exclamó-. ¿Cómo he podido dudar del perdón de... de mi hermana... permites que te dé este nombre... siquiera porque profesamos la misma religión?

-¿Y lo dudas? -preguntó Beatriz con voz conmovida-. Acabo de saber cuánto has hecho por los españoles cautivos y he comprendido que es un tesoro tu corazón.

Al oír por primera vez esta voz dulce y suave, que pronunciaba tan delicadamente el idioma español, Zuhuy Kak sintió latir su corazón con una emoción desconocida, y mirándola a través de sus lágrimas mirada que no expresaba ya más que ternura y admiración, lo dijo con acento balbuciente:

-¡Oh, qué hermosa eres!... Los ángeles deben parecerse a ti... ¿orará a Dios alguna vez por tu hermana?

Beatriz solo respondió con un ademán, porque la emoción le impedía el uso de la palabra.

-¡Oh! -continuó Zuhuy Kak-. Ahora solo me falta decirte... ¡qué le hagas feliz!

Y tendió hacia Benavides su mano que había soltado un instante. Este volvió a apoderarse de ella y a su vez la mojó con sus lágrimas.

Entonces la joven se volvió hacia el sacerdote y le dijo:

-¿No es así, padre mío, como deseabas ver morir a Zuhuy Kak11?

-Sí, sí -respondió el franciscano-; pero recuerda, hija mía, que tu nombre es María.

-¡María!... ¡es verdad!... ¡Y bien! no olvidéis nunca a la pobre María.

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Un instante después, la joven hizo un ligero movimiento y espiró con la sonrisa en los labios.

Beatriz y el sacerdote cayeron de rodillas junto a Benavides y los tres confundieron sus lágrimas sobre el cadáver de la itzalana.

-Hijos míos -dijo entonces el religioso-, no olvidéis en vuestras oraciones recomendaros a su intercesión, porque es una santa y una mártir la que acaba de morir.

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...Porque es una santa y una mártir la que acaba de morir...




 
 
FIN DE LA NOVELA