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ArribaAbajoCapítulo IV

De las indemnizaciones en el trabajo


Plan del capítulo. El contrato de trabajo. Legislación del trabajo. Estado de la cuestión. Los accidentes. El caso fortuito moderno. Proyecto.

Vamos a tratar en este capítulo de una materia que preocupa fuertemente los espíritus modernos y que han sido llevados a su estudio ya por exigencias de la clase obrera, ya movidos por la presión de una verdadera necesidad social: nos referimos a una de las fases del problema de la legislación del trabajo.

Al leer esta expresión el lector se sentirá extrañado y creerá que nuestra juventud e inexperiencia sólo pueden justificar el tratar de una materia que constituye el programa de todos los socialistas; mas, si tiene paciencia y nos acompaña un momento siquiera en nuestra argumentación, puede ser que se modifique un poco y diga con el conde Mun, aquel noble demócrata cristiano que «en las relaciones entre patrones y obreros es imposible que la ley permanezca muda y que todo quede en manos de la iniciativa privada»232.

Y como vamos a tratar del régimen del trabajo, conviene que analicemos brevemente dicho trabajo, por cuanto del concepto que de él se tenga pende la solución de todo el problema.

Se trata igualmente de legislar sobre el trabajo y es útil aclarar la idea de legislación del trabajo; la cual completaremos si completo pudiera llamarse este ensayo, con un proyecto de disposiciones sobre la materia.

¿Qué es el trabajo? He ahí una pregunta que parece inútil en este siglo: el trabajo es la vida del siglo XIX; será su historia, será también su gloria.

Pero no es esa la verdadera respuesta: el trabajo es un contrato humano, en el que un hombre da sus fuerzas, pone su inteligencia y su vida para conseguir un resultado práctico, que otro hombre le debe recompensar.

No lo han comprendido así los economistas que enseñaron el individualismo, primo hermano del egoísmo: ellos dijeron que el trabajo es «como una, mercadería que se compra y que se vende»233 en el mercado de los negocios, en donde luchan intereses «que de ninguna manera son recíprocos: obreros que desean ganar lo más posible, maestros que quieren pagar lo menos que pueden»234.

El obrero acude a la bolsa de los negocios o de las industrias, ofreciendo sus brazos como el mercader que va de puerta en puerta ofreciendo sus mercancías, y así como éstas se compran sin que liguen al comprador con vínculo ninguno, así también el trabajo-mercadería (en el concepto económico) se le utiliza sin que él tenga derecho a otra recompensa que su precio: el salario.

Y esta concepción del trabajo no es invención de los economistas, es fruto de otras doctrinas, de otras enseñanzas que han germinado y producido abundantes frutos: es la obra de la libertad del siglo XVIII, de la libertad filosófica tal como fue comprendida y enseñada por el autor del Emilio.

¿Cómo así? Porque nacieron los economistas cuando la voz libertad lo llenaba todo y todo lo comprendía: quien contra ella hablase o en ella no pusiese toda su confianza era torpe, era ignorante; y así dijeron Gournay, Turgot y Quesnay, los llamados fisiócratas, que el laissez faire, laissex passer era la suprema doctrina económica, el fundamento de la nueva ciencia.

Y no es de extrañar esta idea porque si los filósofos enseñaban que el hombre es naturalmente bueno, que la sociedad lo corrompe y que si no fuera por ella él siempre obraría con rectitud, en tal caso, ¿qué otra ley puede haber mejor que dejarlo hacer, dejarlo obrar, laissez faire, laissez passer?

Nada en el mundo existe aislado: la historia de las ideas no es sino el desarrollo necesario de ellas; la concepción del trabajo económico no es otra cosa que el desenvolvimiento lógico de las ideas de libertad y de bondad natural del siglo XVIII.

Dejando libertad absoluta al individuo fue como concibió el trabajo-mercadería, porque su bondad natural, teoría favorita del filosofismo del pasado siglo, le hacía ver que con esa concepción mejoraba de fortuna, y que las obligaciones que en otro tiempo pesaban sobre las conciencias de los patrones ya no tenían razón de ser porque con las mercaderías no hay otra obligación que la de pagarlas.

El trabajo no es mercadería que se compra y se vende así no más: es un contrato humano y pesar debieran esta consideración los economistas, pues en ella está basada toda la vida del trabajo.

Ese obrero que suda a mares junto al foco de un horno de fundición; esa hilandera que teje en el telar sin mirar los hilos, distraída, moviendo esos dedos con rapidez vertiginosa, sin saber casi lo que hace, que vive y muere en su oficio, como vive y muere la bobina enrollando las hebras continuamente sin variar de destino; ese minero perforador animado que va rompiendo las capas carboníferas que esconde la tierna y que al salir de su cueva parece un trozo de carbón en movimiento: no son máquinas ni mercaderías: son hombres que luchan por la vida propia y por la de numerosa familia.

En el trabajo hay dos partes que considerar: una material, que es el esfuerzo de los músculos, la destreza de las manos, la aptitud técnica; pero hay otra también que los economistas han desconocido y que es preciso reconocer en toda su fuerza: es la parte humana, es la que hace que el contrato de trabajo sea un contrato moral, de recíprocas relaciones entre ambas partes contratantes.

El obrero, el hombre de obra, no deja de ser hombre por el trabajo, ni por la destreza, casi maquinal, que en él adquiera; y en el trabajo conserva sus derechos y en el trabajo rigen para con él los mismos deberes.

Deberes, he ahí la palabra fundamental del régimen del trabajo; palabra que el individualismo no reconoce, ni quiere reconocer, porque se dice que es un oprobio que individuos de idéntica naturaleza, de fuerzas iguales deban ser socorridos por otros iguales a ellos235.

Y la razón de los deberes del patrón no se funda en la igualdad de naturaleza, sino que se funda en la desigualdad de condición social, no porque unos tengan más derechos políticos, ni mayor capacidad para derechos civiles que otros, pues el régimen democrático ha suprimido en las leyes las diferencias de clases; se funda, decimos, en la desigualdad de fortuna, en la diferencia del modo de ganar el pan de cada día.

¿Y es acaso la condición de maestro o patrón motivo suficiente para imponerle obligaciones para con sus dependientes, sean éstos obreros, domésticos, etcétera?

¿Es ésta una cuestión de derecho civil, o solamente cuestión de moral o del fuero de la conciencia?

Según esto, ¿puede y debe la ley civil intervenir en el contrato?

He ahí tres preguntas que nos ocuparán sucesivamente.

Cuando al extinguirse el pasado siglo se declaraba libre el trabajo, se suprimían los gremios y en buenos términos se entregaba la labor humana en brazos de la simple voluntad privada, que había de ser la única reguladora del contrato de trabajo, se confundieron dos ideas que no debieron ser confundidas y que por desgracia aún lo están en muchas partes, porque aún rigen los mismos principios y la misma doctrina de antaño, aunque se siente ya una fuerte reacción.

Nos referimos a la libertad aplicada al trabajo. Se creyó entonces que la libertad era bastante para regir el contrato de obra y el de servicios y la libertad no basta; porque así como el vapor necesita que las partes de la máquina estén bien ordenadas de modo que sus piezas funcionen con la regularidad debida para producir el movimiento, así también la libertad necesita que el trabajo esté organizado correctamente para que ella le infunda vida, le desarrolle y lo haga crecer. Ni el vapor es la máquina ni la libertad es el trabajo; aquél y ésta son necesarios, indispensables, para que la máquina se mueva, para que el trabajo produzca.

Los economistas, deslumbrados por la voz libertad, confundieron ésta con la idea de trabajo libre, y en vez de decir: libertad para trabajar solamente, añadieron: libertad para conducirse en la ejecución del contrato.

¿Y puede ser esto así?

Digámoslo francamente que no, a menos de que a dicha palabra se le dé un significado restringido que no es el que le dan los que consideran al trabajo como «mercadería que se compra y que se vende».

En el contrato de trabajo, aunque a muchos parezca extraño, se deben considerar dos cosas: la obra o el servicio y la persona que la hace o lo presta. La primera podríamos llamarla parte material del contrato, la segunda es la parte moral, la parte de derecho.

Y empleamos la forma hipotética porque aun en la obra o en el servicio hechos el hombre incorpora una porción de su ser, de su inteligencia, de su voluntad y hasta de su corazón.

En cuanto a la parte moral, he ahí lo que han olvidado generalmente los economistas, los cuales han influenciado las leyes de los diferentes países y de allí porque no es de extrañarse el vacío que se nota en esta materia en las legislaciones.

La condición de patrono, la palabra lo indica, de padre, impone ciertas obligaciones para con sus dependientes, porque por el contrato de trabajo se establece un vínculo de relaciones originadas por una ley humana: la de la solidaridad.

Es esto muy vago se nos dirá, pero no debe olvidarse que el hombre en sus relaciones con sus demás congéneres siempre debe obrar de acuerdo con aquella máxima «ama a tu prójimo, como a ti mismo».

Se dirá que esto es teología, que es moral, que no es ciencia económica; pero nosotros entendemos que la economía es una ciencia moral, es la ciencia donde se presentan más casos de moral práctica, porque el interés individual, que es el que generalmente enseña, siempre está encontrándose con dificultades y con escollos de moral.

Examínense los problemas más arduos de la economía, la población, el interés del préstamo, etc., etc., y en cada uno de ellos va siempre envuelta una cuestión moral.

Malthus enseña la abstención matrimonial con su famosa demostración matemática del desarrollo de la especie humana en progresión geométrica y el crecimiento de los medios de subsistencia en progresión aritmética. Y esa falsa doctrina, que la observación y la experiencia han hecho caer por tierra, es un principio esencialmente inmoral contra el fin primario del matrimonio.

La ciencia económica es la ciencia de la riqueza, pero de la riqueza humana, de la que se adquiere por el hombre y por medios propios de hombre.

El precepto de la solidaridad y de la caridad para con el prójimo tiene muchas aplicaciones, mas pocas tan diseñadas como las que exige el contrato de trabajo.

Penétrese a un taller, recórrase un campo o examínese una morada de un pudiente y se observará que hay gente que trabaja y que sirve y otra que es servida y que paga.

El conjunto de esas personas forma una entidad, casi diríamos una familia, no originada por los vínculos de la sangre, sino formada por los lazos del interés recíproco.

Interés es éste que no se satisface con el pago del salario, porque el salario paga la obra y el servicio, pero no paga eso que no sabemos cómo llamar, pero que existe en todo trabajo y en toda servidumbre: esa especie de dependencia entre amos y empleados, de confraternidad, de afecto, que emanan del hecho de vivir en una misma casa, de trabajar en un mismo campo, en una misma fábrica, respirando un mismo aire, interesándose en el progreso de la industria y de la hacienda.

¡Quién no se cree que la permanencia de este contrato de trabajo o de servicios desempeña gran papel, los vínculos morales, casi de afección que se desarrollan entre las partes contratantes!

La remuneración a esa otra parte del trabajo no la da el salario; Le Play le ha dado un nombre muy sabio que los economistas modernos ya empiezan a usarlo: le ha llamado Subvención236

, aunque el distinguido maestro le da un alcance algo restringido fijándolo principalmente a las necesidades de la familia del obrero o empleado.

Y esta subvención muchas veces no consiste en dinero, que el dinero todo lo materializa; el obrero recibe su recompensa en forma de alimentos, de leña, de medicina para casos de enfermedad, de instrucción, etcétera.

¿Acaso no es esto lo que sucede con la servidumbre de nuestras casas y con los inquilinos de nuestros campos?

Y es natural que esto acontezca porque si sólo por el hecho de la vecindad se establecen vínculos de amistad, ¿cómo no se han de originar relaciones más estrechas entre los patrones y sus obreros ya que unos y otros están unidos por un sinnúmero de causas que los mantienen juncos e interesados en el progreso mutuo?

Esto, hablando en el orden material; mas, si consideramos la cuestión desde el punto de vista de la moral cristiana y de la caridad y si tenemos en cuenta lo que dice santo Tomás237 que «la comunidad de la sangre o de los intereses y los servicios recibidos crean lazos que ha de tomar en cuenta la caridad; porque la intensidad de ésta se mide por las relaciones entre la personas caritativas y aquellas personas que desean ser socorridas», la cuestión se presenta mucho más grave para los patronos.

La desigualdad de fortuna es cierto que no motiva desigualdad de derechos políticos; pero en la sociedad moderna, como por lo demás siempre ha sucedido, aunque no en tan grande escala como ahora, la riqueza origina una desigualdad de hecho; negarlo, es cegarse voluntariamente para no ver lo que está patente a la vista de todo el mundo. Esta desigualdad en un compuesto armónico, tal cual es la sociedad, debe ser moderada por otras fuerzas sociales que mantengan el equilibrio y hagan prosperar dicho compuesto; de otro modo no podría subsistir una desigualdad eterna, porque siempre habrá ricos y pobres, trabajadores y ociosos, entre individuos que se reconocen una misma naturaleza, unos mismos derechos y unas mismas esperanzas.

En el mundo moderno se hace sentir tanto más la necesidad de estas fuerzas, o válvulas sociales, por una razón muy sencilla.

Goza el pueblo hoy en día de todos los derechos políticos que son derechos para dirigir y mandar, mediante ciertas condiciones, que casi no pueden llamarse tales: el saber leer y escribir no es condición, por lo mismo que es tan fácil cumplirla, casi diríamos que en la sociedad de nuestros días con la instrucción gratuita -y a las veces obligatoria- decirle al pobre que para que pueda ser hombre político no necesita de otra cosa que de saber leer y escribir -y sabemos cuán elástico es lo uno y lo otro- es como decirle: tú tienes todo el derecho político en tus manos por el hecho de alcanzar a tal edad.

Ahora bien, supóngase un individuo con el máximum del derecho político y colocado en una situación social en la que está sometido a otro hombre que le es igual en derechos y que simplemente por la fortuna lo domina.

¿No es esto una contradicción? No, se replicará, porque una cosa es el orden político y otra el individual; pero, quién puede desconocer que el vulgo no concibe esta diferencia y que confunde estas ideas de lo cual resulta esta contradicción, mejor dicho este hacinamiento de verdades mal combinadas en el cerebro popular: todo el derecho de ciudadano, junto con una existencia social, pobre y desvalida.

¿Qué resulta de esto? Lo que resulta de toda confusión: el caos, la descomposición y la lucha o enemistad.

Decimos, pues, que en el estado actual es más que nunca necesario una fuerza social que neutralice esas dos causas que dejamos anotadas para que haya orden y armonía; esa fuerza no se ha de buscar en la imaginación, en teorías abstractas, que estas cuestiones entre obreros y patrones no son abstractas sino reales, casi dinamos de estómago, sino que se deben resolver a la luz de las enseñanzas de la moral, fundamento del derecho.

No es lugar éste para tratar de diseñar las obligaciones que la moral cristiana ha impuesto a los hombres para con sus semejantes; pero, aunque ello no nos corresponda, no podemos pasar por alto una consideración.

Diferentes son los motivos que acercan el corazón del hombre al de los demás: estrechísimos son los de la familia, por cuyas venas corre una misma sangre, menos íntimos pasan a serlo cuando las generaciones van tomando el recuerdo del tronco primitivo; mas los vínculos de la sangre no son los únicos que imponen obligaciones: la amistad, la gratitud, hasta la vecindad son fuentes de deberes que las leyes a veces consagran y otras olvidan de imponerlos.

Pero, aunque las leyes no las impongan los hombres las practican y ello, ¿qué prueba? Que la obligación moral nos la imponemos por motivos íntimos y naturales.

A quien ha recibido una donación se le obliga a alimentar a aquel que fue magnánimo y que se desprendió de sus bienes por favorecerle (Art. 321 del C. C.); ésa era una obligación de conciencia para el favorecido, que la ley ha hecho efectiva creando un derecho correlativo.

La gratitud es fuente de obligación y es natural que así sea, porque el hombre no debe ser un ser egoísta y puramente utilitario: que tiene una dignidad que conservar en todas las circunstancias de la vida.

Y lo que decimos de la gratitud se hace extensiva al patrón con sus obreros o dependientes, pues ingrato sería quien no supiera corresponder con una chispa de afecto lo mucho que debe al pobre por su situación de pobreza y por la propia de abundancia: la riqueza impone obligaciones de conciencia para con el desvalido; eso nadie lo niega. Y esas obligaciones son tanto más estrechas y apremiantes cuanto mayores motivos o circunstancias acercan al rico y al pobre; de allí por qué queda tranquilo el transeúnte que deposita en las manos del mendigo callejero unos cuantos céntimos y no se satisface con esa asistencia, si al llegar a su morada encuentra un doméstico atacado de violenta enfermedad: a éste le proporciona cura y medicina, y lo hace no porque el último tenga mayores necesidades que el primero, sino porque para éste es patrón y para con aquél es simple congénere.

Hablando de esta condición de patrón decía el gran pontífice León XIII en su memorable encíclica sobre la condición de los obreros: que era «verdaderamente vergonzoso e inhumano abusar de los hombres, como si no fuesen más que cosas, para sacar provecho de ellos y no estimarlos en más que lo que dan de sí sus músculos y sus fuerzas».

Esa irritante apreciación del trabajo como mercadería debe desaparecer del vocabulario económico y de la terminología jurídica de ambas, porque la economía como el derecho son ciencias ambas y el estimar la labor humana como mercadería es una gran inmoralidad. De tal consideración emana, con apariencias de justicia, el más neto egoísmo, el olvido de los deberes que tanto hemos repetido y por último los trastornos sociales que agitan al mundo entero.

La fuerza social de que hablábamos para contrarrestar o moderar el régimen individualista-egoísta del trabajo, considerándolo como contrapuesto al inmenso derecho político de los pobres, no es otra que la caridad o la filantropía.

Se nos dirá que esto es exacto, pero que como imposición de derecho no puede ser, porque la caridad y la filantropía son del fuero interno y el derecho rige los derechos y deberes perfectos.

A lo cual respondemos.

La sociedad tiene sus leyes únicamente entre las cuales existe una que se llama la de la solidaridad, la que nos obliga dos preceptos: positivo el uno, negativo el otro: en aquél «ama a tu prójimo», en éste «no quieras para los demás lo que no quisieras para ti».

Estos dos principios, que son fundamentales en el orden social, como son las leyes del movimiento de los cuerpos, se van aumentando en cada caso particular, de un modo tanto más estricto cuanto mayores vínculos acercan al hombre.

Estos deberes sociales que nacen, es cierto, en la conciencia, como nace todo el derecho humano, pasan poco a poco a convertirse en deberes jurídicos mediante la imposición de la ley civil, que especializa los deberes sociales en los distintos casos de la vida, así ordena prestar alimentos a ciertas personas, atender al cuidado de los maltratados o enfermos por causa del servicio en las minas (Art. 94 del Código de Minería), etcétera.

Lo mismo debe decirse de las obligaciones del patrono en los servicios civiles ; tiene aquél deberes de conciencia que su condición de patrón le impone, deberes que cargan su propia responsabilidad, pero que a la vez no constituyen en la otra parte, en el obrero, un derecho perfecto de tal modo que pueda exigirlo ante la justicia.

¿Por qué se hace necesario expresar en la ley civil el susodicho deber de protección al obrero?

Porque hay muchos patrones que no cumplen con tal obligación y que dejándose llevar de su interés egoísta olvidan que en el trabajo hay dos cosas como lo hemos repetido: la materia trabajo y el hombre que lo produce; y sólo consideran que el hombre reemplaza la máquina o el arado y, en consecuencia, se desligan en absoluto de toda obligación de conciencia, pagando al obrero su salario en conformidad a la ley de la oferta y del pedido.

Porque el derecho civil es un derecho moral cuyas enseñanzas debe especializar a fin de que los principios naturales que rigen el orden social se practiquen con la prudencia y con la libertad que exige el libre desarrollo de nuestra vida privada y social.

Queremos decir con esto que el derecho civil debe contener -en cuanto a la materia que nos preocupa- aquellos preceptos primordiales de una moral social, de una moral que enseñe los deberes de los patrones para con sus obreros a fin de que reine la armonía doméstica, la paz del taller, la tranquilidad de la industria y el orden de la sociedad.

Los economistas exclaman que la libertad basta para ello; mas, por desgracia, no somos seres perfectos y la libertad es la capa del egoísmo.

Un articulista del Diccionario de Economía Política, publicado bajo la dirección del sabio León Gay, dice sobre este asunto (véase palabra Legislation du Travail) que «al Estado no le corresponde ser maestro de moral», pero recordemos que la doctrina del dejar hacer es la puerta por donde entra el egoísmo al trabajo.

En balde exclamarán los individualistas que la ciencia y la libertad convencerán a los patrones, que es más conveniente que haya protección al obrero, que no dejarse estar sin hacer nada por ellos; porque ni la ciencia ni la libertad pueden cosa alguna contra nuestra inclinación y contra nuestras pasiones; de aquí la necesidad de la coacción, de la obligación por la cual la ley impone a los patrones ciertos deberes para con sus obreros.

La libertad es cosa divina; para que el hombre pueda usar con provecho de ella es necesario que se haya despojado de una buena parte de su naturaleza terrenal egoísta.

La imposición de la ley suple ese vacío de nuestra natural inclinación y dice al patrón: haz esto, que es lo menos que puedes hacer; hecho lo cual tienes la libertad más amplia para seguir obedeciendo a los deseos de tu corazón.

La ley obliga al patrón hasta una pequeña parte de lo que está obligado por su conciencia para con el obrero, y para hacerle efectiva esa obligación concede a este último un derecho exigible ante la justicia. En este caso la ley civil no hace sino representar o especializar la ley natural, que exige relaciones entre ricos y pobres, relaciones que no deben quedar puramente al arbitrio del rico, sino que es a las veces necesario imponerlas.

¿Por qué? Porque el orden social es un orden práctico, no ideal; en él se encuentran juntos capitalistas y obreros, unos con mucho, otros con poco, de lo cual, dada nuestra naturaleza con su envidia, pasiones, odios, ignorancia, egoísmo, resulta un antagonismo de clases que hace peligrar el orden social.

Para evitar el mal en mayores proporciones, la ley debe contener un mínimum de obligaciones patronales que comprendan las más apremiantes necesidades del obrero, que es a lo menos a que está obligado el patrón, pues cumplidas y satisfechas éstas, la libre iniciativa privada entra en acción poniendo en ejercicio la generosidad del corazón.

Esa intervención de la ley es algo que hasta ahora ha estado entregado simplemente a la libertad individual; choca a muchos y la idea de una legislación del trabajo humano o se rechaza en absoluto o se la tacha de socialista.

Queremos apartar de nosotros ese cargo, para lo cual en el siguiente párrafo analizaremos lo que debe comprender una legislación de trabajo.

En esta materia, como en muchas otras hay viejas preocupaciones que vencer y que emanan, como lo hemos demostrado, de causas históricas. La consideración del trabajo como mercadería, fruto de la opinión de los economistas ortodoxos, se extendió a la sociedad entera con rapidez vertiginosa porque la nueva idea seguía el curso de nuestras pasiones y así el individualismo exagerado que prepararon los maestros ingleses de la economía política fue aplicada al derecho y por eso en el derecho civil moderno bien poco se ha tratado de lo que se llama derecho social, o sea, el formado por los deberes y derechos de los individuos asociados, unidos por el gran principio de la solidaridad.

Y ese silencio de la ley que para los individualistas constituye un ideal, para la sociedad es una causa poderosa de desconcierto y de antagonismo, porque la pura libertad, que es un principio negativo, pues se reduce a no coartar la voluntad individual, es insuficiente; el hombre en la sociedad para con sus semejantes tiene deberes, que cuando la conciencia es severa los cumple por sí solo; mas cuando ella duerme sepultada entre los pliegues de un egoísmo e indiferentismo a veces vergonzosos, es necesario que haya una fuerza externa que la obligue a despertar y a entrar en acción.

Esa fuerza no puede ser otra que la ley.

Se nos dirá que eso es contrario al principio de abstención que la ley debe observar en las relaciones individuales: pero, preguntamos a quien eso nos diga, ¿tiene la ley o no como principal objeto mantener y conservar vigorosa la paz en la sociedad? Nadie puede negar que lo tiene; y bien, si una de las principales causas de ese antagonismo que va invadiendo el mundo, entre las clases externas de la sociedad, es el olvido de los deberes de los patrones que se contentan con pagar la mercadería, trabajo, sin tener consideración del hombre que lo produce, ¿será necesario que la ley atenúe por lo menos esa causa imponiendo la obligación de prestar alguna asistencia al obrero?

¿Quién se atreve a negarlo?

Por eso debe entenderse que la legislación del trabajo no tiene otro objeto que suplir la iniciativa espontánea de los individuos y en tal sentido debe comprender, como lo hemos dicho, solamente lo más indispensable para el obrero, pues su objetivo principal es obligar al patrón, por medio del derecho, a cumplir sus deberes paternales y evitar de ese modo la germinación de un mal tan grave como es el odio de clases.

Puede ser que en la mayor parte de los casos no tengan los obreros necesidad de recurrir a la justicia para obtener protección; es quizá seguro que la voluntad privada supere lo dispuesto por la ley; mas, aunque todo esto suceda, no por eso la ley debe dejar sin amparo a tantos infelices, que tienen derecho a una protección porque sus patrones tienen deberes para con ellos.

El derecho civil bien poco se ha preocupado de este asunto de la protección del obrero y es del caso recordar una justa petición que el distinguido Posada hace en el prólogo a una obra que se titula El derecho civil y los pobres, pág. 32.

«Pedimos con toda nuestra alma un cambio profundo en la técnica jurídica de la contratación de servicio, a fin de que el pobre y el desvalido no sean explotados vilmente por la libertad del contrato, a nombre de principios morales, en virtud del carácter ético del hombre, porque no debe ser una fiera para el hombre».

Si el derecho civil permanece mudo en estas cuestiones, tendrá gran parte de responsabilidad en la germinación del antagonismo de clases. Es cierto que el mejor modo de evitar ese germen maléfico es la iniciativa privada, porque entonces obra puramente el corazón y se forman lazos de unión entre ricos y pobres, que es a lo que debe tenderse en la sociedad moderna; mas, cuando esa iniciativa no existe y cuando el rico se olvida de sus deberes, el legislador debe recordárselos e imponérselos, dando a una obligación de conciencia la fuerza de verdadera obligación legal.

La ley, si bien rige para todos, en especial debe dirigirse a proteger al débil y al menesteroso, por eso se verá con cuánto esmero se trata la condición del niño, de la mujer, del ausente, del sordomudo, del demente, etc.; mas se ha olvidado, casi por completo, el estudio de la condición del pobre y del obrero.

La pobreza es causa de debilidad -aunque el derecho no lo diga y las leyes políticas no hagan distinción de clases-; mas, las doctrinas, teorías y leyes nada pueden contra los hechos. La condición de pobre, socialmente hablando, merece protección no sólo por causas morales y de conciencia, como lo hemos repetido, sino por causas políticas y de interés general.

Dese una mirada a vuelo de pájaro por todo nuestro Código Civil y se observará que parece que todo él hubiera sido dictado para las clases ricas; pues de los pobres se preocupa bien poco en el arrendamiento de servicios.

No debe olvidarse que, si bien el derecho civil no tiene que hacer distinción de clases, hay que tener presente que el rico aprovecha de la legislación a cada instante de su vida y en las distintas materias que forman el Código: el rico hereda, compra, vende; ricos son los censualistas y prestamistas, etcétera.

¿Y el pobre?

¡Ah!, es muy diferente su condición: para él toda su vida está concentrada en el trabajo y en el régimen a que en él debe estar sujeto; el pobre nace en el trabajo, crece y muere en él. Según esto y, siendo los pobres el mayor número y siendo ellos la sustancia de la voluntad soberana que dicta las leyes, ¿es justo, preguntamos, es prudente que la ley permanezca muda en el desarrollo de la vida del pueblo trabajador y que no se esfuerce por hacerle más llevadero el trabajo y un poco más seguro el porvenir?

Pero la cuestión se presenta hoy día bajo otra faz: la de una reivindicación e imposición de las clases populares.

Es lo que está pasando en los países europeos y, según ya lo hemos dicho, como las ideas se difunden por el orbe con una celeridad extraordinaria, no podemos decir nosotros que esa reivindicación no se pronuncie en un día más o menos próximo en Chile.

Más vale proceda espontáneamente, anticipándose a las muchas veces justas reclamaciones de las clases obreras y proceder por sentimientos de justicia social, que no esperar acontecimientos odiosos para otorgar concesiones que en tales circunstancias no se aprecian y sólo consiguen irritar los ánimos y desencadenar las pasiones.

La idea, pues, de legislación del trabajo es una idea esencialmente social, ¿es acaso socialista? No, de ninguna manera.

Cuando reunidos en París el año 89 los socialistas de todos los países para estudiar un programa de acción común, que correspondiera al grito de «proletarios de todo el mundo, uníos», grito en que el corifeo del socialismo, Karl Marx, había levantado a los obreros para formar la famosa Internacional, fijaron en ese memorable congreso las bases en que, según sus doctrinas, debía basarse la legislación del trabajo.

Allí se proclamó la famosa ley de los tres ochos: ocho horas de trabajo, ocho de descanso y otras tantas de sueño: ley que celebran todos los socialistas el 1 de mayo con su llamada «Fiesta del Trabajo».

Entonces, se habló de fijar un mínimum de salario, de suprimir el trabajo a tarea, reduciéndolo a horas y remunerándolo con un salario único238.

No queremos hacer crítica de semejantes procedimientos ni doctrina que la experiencia llama ridículas y que la ciencia considera absurdas; la simple exposición que hemos hecho basta para rebatirlas.

Hay trabajos de duración muy limitada, como el del minero fundidor que trabaja junto al horno de fuego abrasador; otros más livianos en que la naturaleza no se angustia ni la salud se debilita, pueden durar muchísimo más.

Así como el estómago de ciertos hombres necesita mayor alimentación que el de otros, así también el trabajo necesita, según su clase, más o menos alimento, o sea, mayor cantidad de esfuerzo físico, intelectual o mayor intensidad. Pretender fijar un determinado número de horas para todo trabajo es tan absurdo como decir que todos los estómagos del mundo deben recibir la misma alimentación.

Las ocho horas de trabajo, si con ello se pretende fijar un máximum de esfuerzo al obrero, puede ser a veces demasiado; en muchos casos será enteramente contrario al obrero mismo. Hay trabajo en que la intensidad y la energía que en ellos se gasta en una hora es superior a la que se emplea en otros trabajos durante diez horas o más.

Si hay algo que sea variado en el mundo es el trabajo humano, ¿cómo fijar un mínimum de salario por el número de horas, cuando hay obreros que en dos hacen diez veces más obra que otro obrero en ocho o diez horas?

¿Cómo remunerar del mismo modo al campesino que va abriendo los surcos en la tierna con la ayuda del arado que al minero que se agota junto al fogón de fundición?

La legislación socialista del trabajo es un absurdo que no resiste examen, y si se preguntara la opinión a los mismos obreros de todos los países, ellos serían los primeros en condenarla porque les quita la libertad y les mata el porvenir.

Como se ve por lo expuesto, la legislación del trabajo, según la doctrina socialista, sólo mira a la parte material del trabajo -y eso de una manera torpe-; la legislación del trabajo, como debe entenderse, se fija en la parte moral del contrato y he ahí la gran diferencia entre ambas.

Lo que sí debe admitirse es que en las leyes sobre el trabajo se estampen aquellas disposiciones que la moral cristiana, la razón natural y que la conciencia universal reclaman para que el régimen a que están sujetos los hombres de trabajo, los operarios, no sea el que proviene de la consideración del trabajo mercadería, sino del trabajo, contrato humano, que impone obligaciones al patrón; y al pretender tal cosa queremos solamente dar fuerza legal, es decir, obligación jurídica a un precepto que pesa sobre todos los que tienen que habérselas con trabajadores y empleados.

Esta pretensión, es una pretensión del siglo, ambición justa, digna de ser atendida y de ser sancionada por los códigos.

No es una conquista del socialismo; no, el socialismo es muy mezquino para con los pobres, él les restringe el salario, les sujeta su poder, es decir, su trabajo, les mata su porvenir.

La legislación del trabajo, como debe entenderse, se basa en un principio de moral, la protección al débil, se apoya en un fundamento del orden social, la armonía de las clases de la sociedad y la ayuda de los ricos para con los pobres, especialmente de los patrones para con sus obreros, con lo cual ganan éstos su libertad, porque ganan su fortuna y mejoran de condición, porque la asistencia paternal eso consigue.

No son las horas de trabajo ni el monto de los salarios lo que ha de satisfacer las ambiciones del pueblo; lo que le falta no son salarios elevados ni puede esperar un tiempo fijo de trabajo, que eso es muy relativo; lo que necesita es que en la puerta de los talleres, como en el pórtico de las moradas y en las bocas de las minas se ponga una inscripción que diga: «Amaos los unos a los otros».

Esa fraternidad cristiana es lo que debe contener la legislación del trabajo.

Muchos son los problemas que ella comprende. La condición de los niños, esa porción tan frágil de la humanidad, preocupa mucho a los legisladores del trabajo: el organismo de los chicos, la necesidad de educarlos e instruirlos son otros tantos motivos de consideración para reglamentar su trabajo y su asistencia en los talleres.

La situación de los jóvenes en la industria y de las futuras madres no puede entregarse en absoluto a una libertad que muchas veces es peligrosa y otras criminal.

Cuando una mujer en su seno lleva la vida de un hombre no es posible que baje a las profundidades de una mina, y que se esté largas horas en un trabajo muy rudo; la humanidad exige la vida de ese ser oculto, el interés particular egoísta debe desaparecer. La criatura en las entrañas de su madre vale más que la tonelada de piedra o el quintal de tejido.

La organización higiénica del taller es materia de tanta importancia que ella ha preocupado, grandemente, a los que se dedican al estudio del mejoramiento de la condición de las clases populares.

Éstas y otras muchas cuestiones sobre la organización del trabajo son materia de reglamentación y otras pertenecen puramente a la conciencia y a la voluntad del individuo; mas hay dos asuntos que no deben dejarse a simples reglamentos, ni al libre arbitrio del patrón: nos referimos a los «accidentes del trabajo e indemnización que por ellos se deben», materia que nos ocupará en las páginas siguientes.

La generalidad de los que tratan la materia de los «accidentes del trabajo» dan semejante nombre y estudian las indemnizaciones debidas sólo en las industrias y a ellas restringen sus observaciones. Sin embargo, y respetando la opinión de esos sabios maestros, creemos que la cuestión no debe restringirse: es un principio general de derecho que ya se aplica a una industria, ya a cualquier contrato de obra; principio que emana, como lo hemos dicho, de la situación de patrón relacionada con la condición de obrero. La indemnización debida al que sufre la muerte, o una herida, o contrae una enfermedad en el trabajo la debe el industrial o el hacendado, el empresario o el simple patrón.

El trabajo moderno, principalmente en la industria y en las minas, ha traído por consecuencia, a causa de la complicación de las máquinas y de lo atrevido de las empresas, un sinnúmero de accidentes que los padecen los obreros.

Diariamente nos da cuenta la prensa de centenares de mineros que mueren asfixiados por el grisú, de otros tantos a quienes los sepultan los derrumbes de las minas, las explosiones de las fábricas donde se preparan materias combustibles hacen volar mutilados miles de operarios, los choques de los ferrocarriles, las caídas de los edificios, son origen por lo menos de la pérdida de los brazos o de las piernas, y con ellos de la desaparición de la fuente de recursos de los obreros y de sus familias.

No se diga que todo esto no sucede entre nosotros, que ésas son cosas de Europa, que aquí no tenemos fábricas y que legislar para los accidentes del trabajo es dictar leyes para un mito.

Dígase lo que se quiera, en Chile hay minas, hay ferrocarriles, hay trabajo y mientras haya trabajo habrá desgracias que lamentar y accidentes que remediar; decir lo contrario es encastillarse en el egoísmo y cerrar la puerta a la conciencia y al progreso.

¿Por qué a este último? Porque nadie negará que es un progreso de los últimos años la legislación sobre los accidentes del trabajo, hasta no mucho regido por el más puro individualismo y que, convencidos los legisladores que tal sistema no es propio de hombres, han regenerado y empiezan a decir que el libre juego de las causas naturales no basta, porque hay pasiones que las impiden obrar y que el laissez faire en el siglo XIX no presta servicios.

No tenemos datos estadísticos que ofrecer por ahora, para demostrar el crecido número de desgracias que ocurren en nuestro país; pero todos sabemos que en las salitreras y en las minas, que en los ferrocarriles y en los edificios continuamente están muriendo obreros debido al trabajo mismo. Y es natural que así suceda: Chile no ha sido colocado por la Providencia en una condición distinta de la de los demás pueblos del mundo. La única diferencia que tenemos, en esta materia, de los pueblos europeos, es que aquí hay menos industrias, menos ferrocarriles, edificios más bajos; lo que quiere decir que no habrá tantos accidentes, pero que no los dejará de haber. Los accidentes pueden ser simples o mixtos, según que provengan del caso fortuito, de la culpa del obrero o del patrón, o de la combinación de alguna de estas causas.

Estudiemos, en consecuencia, la obligación que resulta en cada uno de estos casos.

Cuando el accidente proviene de culpa del obrero, como si llegando a trabajar en estado de ebriedad hace subir demasiado la presión de un motor y estallando le vuela un brazo o le quiebra una pierna, entonces es evidente que no sólo no tiene derecho a indemnización, sino que ha caído bajo la sanción del artículo 2.318 que hace responsable al ebrio del daño causado por su delito o cuasidelito. Y lo que decimos del caso de embriaguez, debe decirse del de imprudencia voluntaria, como sería el de encender fuego en una fábrica de pólvora o penetrar en una mina de carbón sin las precauciones que los ingenieros y directores hayan ordenado para evitar explosiones de gas, etcétera.

Siempre que la desgracia ocurre por un hecho voluntario o por culpable descuido, no hay obligación jurídica de ninguna especie: el obrero que la padece es responsable de su acto y de las resultas que tuviere.

No se trata de una protección inconsciente a todo aquel que sufre en el trabajo, sino al que es víctima de hechos ajenos a su propia voluntad.

Si el accidente proviene de culpa del patrón, como sería el caso de ordenar, por ejemplo, la limpia de una turbina cuando está en movimiento, o cualquiera otra orden que si no importara delito, al menos lo hacía responsable de un cuasidelito o de una imprudencia grave que él no hubiera procurado evitar, en esos casos la responsabilidad recaería sobre la patrón, pues toda persona es responsable de sus actos y de los daños inferidos a otro (Arts. 2.320 y 2.314).

Para el último hemos reservado el examen del caso fortuito, porque es donde encontramos el vacío de nuestra legislación civil y porque sin duda es este caso el más difícil en su solución y el que más ocurre en la vida del trabajo.

La mayor parte de los accidentes provienen de fuerza mayor. Una correa que se suelta en una máquina y que le corta el brazo a un mecánico; un desvanecimiento de un carpintero en lo alto de un edificio y su caída al suelo con la correspondiente fractura o con la muerte instantánea; un choque de un ferrocarril que le corta las piernas a un palanquero o una explosión o derrumbe en una mina que mata y aplasta a mil trabajadores; todo sin responsabilidad casi de nadie, el destino, la fatalidad, la vis vina!

¿Cuál es la doctrina jurídica del caso fortuito?

Es bien precisa: el caso fortuito sólo es fuente de obligación cuando las partes lo estipulan o la ley lo declara; de otro modo el imprevisto a que es imposible resistir (Art. 45 C. C.) no puede generar obligaciones, pues nadie está obligado a lo imposible.

Si se aplica el criterio jurídico puramente no se debe indemnización en el caso de fuerza mayor; mas, ¿es acaso éste el criterio supremo en materia de organización del trabajo? Nosotros creemos que no, porque sobre el principio de estricta justicia -que es justicia del individuo, del interés privado, de la utilidad personal está el principio de justicia social, que es justicia de la sociedad, del débil, del mayor número, del pobre.

¿Es ésta una herejía legal? Puede ser que así la estimen los acostumbrados a no ver en el derecho nada más que el gran solucionador de los intereses privados y no el regulador del orden social y de los derechos y deberes de los individuos.

Entonces, ¿puede haber un criterio distinto para apreciar el caso fortuito en los accidentes del trabajo? Veámoslo.

Cuando el hombre tenía en sus manos la industria, o en términos más precisos, cuando la industria estaba reducida a la manipulación de los obreros, de tal modo que la maquinaria se puede decir que no existía sino en estado embrionario, el trabajador, como lo observa el profesor Saleilles239 de la facultad de París, era responsable de su impericia para manejar los útiles o primitivos aparatos de la industria; mas, ahora que los papeles se han cambiado y que la fuerza humana ha caído derribada por la fuerza de las máquinas, el hombre no puede tener ya la misma responsabilidad porque en la industria moderna las máquinas lo dominan.

Se dirá entonces que el hombre debe cuidarse más y ser más vigilante; pero con palabras no se detiene la fuerza de los hechos. Ingrésese a una fábrica o a una mina y se notará que por más prudencia que se observe es casi imposible resistir los accidentes que esas maquinarias y yacimientos pueden producir; obligar al obrero moderno, como al capitalista industrial o al hombre de empresa a que trabajen con la misma prudencia que lo hicieron los obreros de los siglos pasados, es pretender un imposible: la naturaleza de la industria se opone; ella exige coraje, rapidez, a veces imprudencia, su lema es: ¡Adelante!

En el trabajo moderno el caso fortuito no es la fuerza a que es imposible resistir, que posible en teoría lo es; mas en la práctica el caso fortuito se está produciendo constantemente sin culpa ni del patrono ni del obrero, por culpa sí del mismo trabajo.

El caso fortuito de que nos habla la ley civil es el que proviene de una causa superior enteramente ajena a nuestra voluntad: lo componen naufragios, terremotos, avenidas, rayos, etc., (Art. 45.934 C. C.). Es generalmente la obra de la naturaleza que, aún desconocida en sus múltiples secretos, domina al hombre y lo aniquila; pero éste empieza ya a vencerla y el rayo es sepultado en las profundidades de la tierra, burlando su obra destructora.

Y, sin embargo, el rayo es un caso fortuito según nuestro Código, ¿y es acaso imposible resistirlo?, ¿se descubrió, por ventura, el pararrayos después de promulgada nuestra ley civil? No, pero la ley lo ha dispuesto así porque la vida se haría muy dificultosa si se nos obligara a obrar con esa prudencia y esa quietud que a veces cortan las alas al genio emprendedor del hombre.

Otro tanto decimos del trabajo moderno y de los accidentes que en él ocurren: el obrero es víctima de ellos, no por su imprudencia, ni por la de su patrono, ni por la de ambos juntos, que ésas son casusas que obran en muy pequeña escala, sino por obra del mismo trabajo.

Según esto, ¿habrá responsabilidad de alguna de las personas que contrataban trabajo, de manera que la parte dañada, no los dichos antecedentes, deba ser indemnizada?

He aquí una cuestión jurídico-social.

La ley reconoce como fuente de obligación civil la convención o contrato, el compromiso personal, el hecho lícito, o cuasicontrato, el hecho ilícito voluntario o no y la imposición de la misma ley (1.437). Queremos suponer el caso más frecuente, el más natural, que en el contrato de trabajo no se estipule sino el salario y el tiempo del servicio y que el patrón no se obligue a indemnizar en ningún caso, que no tenga culpa, a sus obreros.

Nos quedan en consecuencia dos medios aún de obligación: la ley y el daño inferido sin voluntad de causarlo, o el cuasidelito.

No tratamos el hecho voluntario ilícito porque para ese está abierta la acción criminal, que comprende la debida indemnización (Arts. 24, 48 del Código Penal).

La ley nada ha dispuesto para esta especie de casos fortuitos, que están equiparados a los casos fortuitos comunes; de consiguiente, no existe responsabilidad ni se debe indemnización por esta clase de accidentes. Más adelante veremos si ello es conveniente.

Llegamos al caso de los cuasidelitos, que es el que puede repetirse con mayor frecuencia; y por ventura, lo dispuesto acerca de ellos, ¿es suficiente para satisfacer los accidentes que hemos examinado?

No, de ninguna manera; porque los accidentes del trabajo no provienen de hechos culpables del patrono ni del obrero, en el sentido de que ellos ocurran por imprudencia imputable a alguno de ellos; sino que, como lo hemos repetido suceden como verdaderos casos fortuitos cuya causa no es la naturaleza que engendra el rayo o la tempestad, sino lo atrevido de la empresa misma o lo complicado de la maquinaria industrial. Y si el hecho es imputable, allí está el título XXXV del libro IV del Código, que establece la responsabilidad por los delitos y cuasidelitos.

No hay, en consecuencia, en nuestro Código Civil principio que aplicar para fundar una indemnización al que padece las resultas de estos casos fortuitos.

Preguntamos, ahora, ¿puede esto ser así?

Los juristas dirán que sí, porque el caso fortuito a nada obliga; pero a ellos recordamos aquella frase tremenda con que el distinguido Loria240 los enrostra diciéndoles que «todos los esfuerzos tentados para asegurar a los obreros una indemnización en caso de infortunios en el trabajo, se estrellan contra la oposición sistemática de los juristas que hacen de sus fórmulas clásicas un arma insidiosa en perjuicio del trabajador».

Con fórmulas ni se gobierna el mundo ni se curan las dolencias sociales.

Pero no queremos entrar en reclamaciones; queremos sí hacer ver que no es posible que la ley permanezca muda en esta materia y que todo lo abandone al vetusto principio «dejad hacer; dejad obrar».

Se producen los accidentes en el trabajo sin culpa de ninguna de las partes contratantes o con tan pequeña que no alcanza a constituir cuasidelito; sin embargo, esos accidentes los sufre una sola de las partes, el obrero, por regla general.

¿Y por qué los padece? Porque para vivir necesita de su trabajo, es preciso que suba a lo alto de un andamio y si ese andamio se hunde debe sufrir sus consecuencias; es necesario que maneje un motor o gobierne las complicadas maquinarias de la industria y si ese motor estalla o esas maquinarias se dislocan, es preciso que se pierda un brazo o una pierna y a veces hasta la vida. Su condición social lo ha colocado en un medio expuesto y peligroso.

Ahora bien, ¿es justicia, es régimen propio de hombres, no proteger a esos desvalidos y garantizarles un porvenir si llegan a perder la salud o a ser privados de los medios y sus fuerzas que los sostenían en la vida y que sostenían a sus familias? No se coloque el derecho en la fortaleza del Yo, que si la ignorancia de las masas la hace inexpugnable durante un tiempo, la instrucción, las comentes de ideas que invaden el mundo moderno, demolerán sus cimientos y caerá por tierra.

Esos accidentes que padece el obrero los sufre no por placer, sino por su condición de pobre; aplicarle, en consecuencia, el principio del caso fortuito común es hacerle más difícil su vida y no creemos que ésa deba ser la misión de la ley; por lo demás, el fundamento supremo de la indemnización por accidentes del trabajo es la obligación que tiene el patrón de atender a sus obreros y dependientes con el celo propio del título que lleva: patrón. ¿Es este un fundamento jurídico?

¿Sí que lo es; pues que no se ha considerado tal porque el derecho moderno emana de los principios de los romanos que consagraron la esclavitud del pueblo y se ha fundado en nuestros días en las enseñanzas del individualismo, fórmula hipócrita del egoísmo?

Si se admiten deberes entre patrones y obreros, no puede dejarse de admitir la indemnización por accidentes en el trabajo, porque nada más natural que atender con solicitud a quien ha sufrido en nuestro servicio.

Nuestra ley civil ha dejado de mano esta cuestión que en el día se impone, no porque aquí tengamos una verdadera grande industria, sino porque es necesario que los deberes sociales de los ricos para con los pobres sean exigidos, en su parte elemental, por el derecho, que al fin y al cabo debe proteger al débil, resguardar el orden social y, en consecuencia, hacer desaparecer o por lo menos atenuar algunas de las causas de descontento de las clases populares.

¿Será motivo de preocupación o de descontento para un carpintero, albañil o mecánico saber que si pierde un brazo o la vida en el trabajo sin culpa suya, ni de su patrón no hay ley alguna que lo proteja y sólo tiene que esperarlo todo o de la pura voluntad del patrón o de la caridad pública? Punzará su corazón la idea de que si muere su familia no tendrá qué comer y que andará de puerta en puerta solicitando el alimento y el abrigo?

No dudamos que la caridad de los patrones satisfaga en muchos casos esas necesidades e indemnice a sus obreros que se maltratan o mueren en el trabajo: pero... y los que no cumplen con ese deber: ¿podrán quedarse tranquilos ante el derecho?

No, el orden social, la armonía de las clases, las obligaciones patronales no pueden basarse en la pura voluntad individual, es necesario que la ley obligue a quien quiera desligarse de una verdadera obligación que sobre su conciencia pesa, en virtud de su condición de patrón.

A quien lea con alguna atención los párrafos del arrendamiento de servicios, sean éstos de domésticos o de obreros, le habrá saltado a la vista que unos y otros no reciben subvención ni ayuda de ningún género en caso de enfermedad o de perjuicio que provenga del trabajo, o del servicio, pero sin que en aquella, ni en ése haya responsabilidad estricta, o cuasidelictuosa, de parte de las personas contratantes.

Después de las razones dadas en las anteriores páginas, superfluo nos parece repetir la necesidad, oportunidad y justicia que hay en cambiar ese indiferentismo legal por la condición de la parte débil del contrato de trabajo.

Cualquiera podrá notar que en los citados párrafos no se hace diferencia alguna entre la situación del arrendador y arrendatario de servicios; la más perfecta igualdad y uniformidad sigue el contrato; si bien sería de notarse que entre las causales de desahucio por parte del amo respecto de su criado (Art. 1.993 inc. 3º) se estampa una que dice que el primero tendrá derecho para poner término al contrato cuando el sirviente por cualquiera causa se inhabilitare para el servicio por más de una semana.

Causal es ésta que no tiene base alguna en la moral, sobre todo si se toman en cuenta las condiciones de intimidad, confianza y afecto bajo los cuales los criados desempeñan sus servicios.

No puede negarse que tal disposición es inhumana.

Supóngase un criado que cuida a su amo en una enfermedad y que el último se la contagia, de modo que se inutiliza para el trabajo por más de una semana; pues bien, el empleado probablemente no encontraría en la ley que rige su contrato disposición alguna que lo ayudara con franqueza a pedir, si es que su amo quería despedirlo, una indemnización por la enfermedad contraída; tendría que recurrir a probar un cuasidelito, y eso es difícil de alcanzarlo, tanto más cuanto que la ley escuda al patrón con aquella frase «por cualquiera causa».

En tal emergencia, ¿es propio que la ley, que es protectora de los débiles, permanezca muda, dejándolo todo al puro albedrío del amo?

Nosotros creemos que no: en el servicio doméstico se originan una serie de obligaciones y derechos recíprocos entre amos y criados que la ley no puede desconocer.

Obliga a los criados a la fidelidad y, ¿por qué no obliga a los amos a esa fidelidad que a ellos les corresponde manifestar, asistiendo (permítasenos el galicismo) a sus criados en sus enfermedades y accidentes?

¿Cómo se puede decir que «por cualquiera causa» un amo está autorizado para despedir a un criado, muchas veces imposibilitado sin culpa suya por el trabajo, tal vez por consecuencia del mismo servicio que presta, sin que el patrón tenga para con él obligación jurídica de ningún género?

Al considerar el carácter, casi familiar, de la servidumbre doméstica, se impone un criterio más generoso y no tan comercial para conferirle su posición jurídica.

Por otra parte, un cambio o, mejor dicho, un complemento de lo prescrito en el párrafo séptimo del contrato de arrendamiento, no traería una innovación en nuestras costumbres sociales, en las cuales es práctica atender a los sirvientes en sus enfermedades, aunque duren más de una semana: el asunto se reduce a dar forma legal a una buena costumbre de nuestra sociedad.

Pero esta asistencia no ha de ser algo inconsciente, ha de ser algo justo y prudente.

Está la justicia en que la enfermedad del criado se cure por acción del patrón, sea ésta acción directa, o bien indirecta, colocando al enfermo en algún establecimiento de sanidad.

La prudencia reside en la obligación que la ley imponga no tienda a proteger el embuste, el vicio o los malos hábitos, sino a atender el verdadero y justamente dañado en el servicio mismo.

¿Cómo resolver esta cuestión?

A nuestro humilde juicio, parece que debe el patrono proporcionar asistencia al empleado, sea trabajador o alado por causa de enfermedad o accidentes, bajo las siguientes condiciones:

«1ª. El amo estará obligado a proporcionar curación al criado que se enfermase, o padeciese algún accidente que dañase su salud en el servicio involuntariamente.

2ª. Esta obligación comprende el cuidado y asistencia médica durante un mes, sea en casa del amo o del criado, si la tuviere, o bien en un hospital, a elección del patrón.

3ª. Pero si la enfermedad o accidente provinieran del servicio mismo, como si se hubiese enfermado por contagio o herido en un trabajo doméstico, la obligación anterior durará hasta por dos meses.

4ª. En uno y otro caso los gastos de curación podrán ser imputados al salario del criado y si la asistencia se hubiese efectuado en un hospital gratuito y el accidente o enfermedad hubiese provenido del servicio mismo, deberá el amo subvencionar al criado con una asignación equivalente a la mitad del sueldo mensual, durante el plazo indicado en el inciso anterior.

5ª. En todo caso, si el criado hubiese fallecido o se hubiese imposibilitado para el trabajo, a consecuencia del servicio mismo, deberá el patrón al criado, o a la familia de éste, siempre que con su salario contribuyese a la subsistencia de esta última, una indemnización igual al salario de un año, o bien una pensión mensual equivalente a la quinta parte del sueldo mensual durante cinco años.

6ª. Para poder gozar de las pensiones de que se trata, es preciso que el criado haya estado al servicio de su amo un año.»

Según hemos hecho ver en páginas anteriores, la autorización que se concede al amo para poner término al contrato de arrendamiento de servicio, por cualquier causa, cuando el criado se inhabilita para el servicio por más de una semana (inciso 3° del Art. 1.933), es algo contra los principios de solidaridad entre patrones y empleados; por eso añadiríamos a este inciso una frase que dijera: «siempre que la causa de inhabilitación no fuese enfermedad, o accidente ocurrido en el servicio, en cuyo caso deberá sujetarse a las reglas generales del desahucio de este contrato».

Siendo la condición de los inquilinos en el campo análoga a la de los sirvientes o criados, creemos que a ellos debiera comprender también lo que hemos propuesto para estos últimos; pues unos y otros se ligan a su patrón por una multitud de vínculos que nadie puede desconocer y que los colocan en una situación jurídico-moral superior a la de los demás trabajadores.

Reservamos este nombre a los que trabajan con sus manos en la confección de obras, pero que no están propiamente al servicio personal de sus patrones; en consecuencia, éstos no tienen para con aquellos las mismas obligaciones que para con los sirvientes, criados o inquilinos, las cuales obligaciones emanan del carácter íntimo, de confianza casi familiar que en dicho contrato surgen y que no existen sino en un grado mucho más reducido en el contrato de trabajo propiamente tal.

Ya hemos tratado lo suficiente sobre la necesidad que hay de que la ley no deje entregado todo a la pura libertad; no tenemos para qué recordar lo dicho, nos referimos a ello.

Ahora sólo haremos presente que la ley, que debe apreciar las circunstancias especiales de los contratos y de las relaciones que por ellos se originan, no puede ser en estricto derecho tan exigente para con los llamados patrones, como lo debe ser para con los amos.

Por eso la obligación de asistencia para el caso de enfermedad común, es decir, no ocasionada por el servicio mismo, no creemos que pueda hacerse extensiva, con esa rigurosidad del derecho positivo, aunque está impuesta por la ley de la conciencia, a los patrones para con los trabajadores; pues los vínculos que los ligan no son ni tan permanentes, ni tan íntimos como los de amos y criados.

En el contrato de trabajo, o de confección de obra hay, como lo hemos hecho ver, una gran parte que podríamos llamar parte moral o de relaciones del contrato, pero su aspecto general, su fisonomía externa, es la de un contrato puramente material y de duración muy transitoria, mientras se realiza la obra ordenada; pero esta circunstancia, en virtud de los deberes de conciencia que ligan al patrón con sus obreros y en bien del orden social y de las reivindicaciones obreras, no autoriza para abandonar en absoluto esta materia al simple albedrío de la parte dominante del contrato.

Según esto, creemos que la asistencia del patrón para con el trabajador debe realizarse en condiciones de menos largueza.

Partimos siempre del principio que la ley civil debe contener el minimum de obligaciones y que lo restante debe quedar a cargo de la conciencia e iniciativa privadas.

En consecuencia, creemos que la ley civil, para el caso de los trabajadores, debe estampar en sus disposiciones los que ha dispuesto el Código de Minería en el artículo 94, en el cual obliga al patrón a «atender a la curación del obrero que se hubiese maltratado, o enfermado por causa del servicio de la mina, o por accidente ocurrido en ella».

Por eso en el párrafo octavo del contrato de arrendamiento civil, cabría bien un artículo que dijese:

«El patrón o arrendatario de obra material, está obligado a atender a la curación del obrero que se hubiese maltratado o enfermado por causa del trabajo mismo, o por accidente ocurrido en él».

Para la aplicación de este artículo se adoptaría la regla 2.ª expuesta en la página 512241.

Mas, si el accidente o enfermedad trajeren por consecuencia la muerte o la inhabilitación para el trabajo, entonces se aplicaría la regla 5ª; pero como en el trabajo moderno hay siempre envuelto un peligro que proviene del riesgo mismo de las ocupaciones; por ejemplo, los motores, el complicado correaje de las maquinarias, las profundas turbinas, los elevados edificios, etc., creemos que para dar tranquilidad al obrero en medio de los peligros y temores de su trabajo, es preciso imponer la indemnización como regla general, siempre que el obrero se hubiese sujetado a las prescripciones del taller, fábrica o empresa en la ejecución de su tarea, sin que le obligue la permanencia de un año.

Para dar forma a este pensamiento lo reducimos a artículo:

«Si por causa del trabajo mismo se siguiere la muerte, o la inhabilitación para seguir trabajando, deberá el patrón al obrero o a su familia, siempre que con su salario contribuyese a la subsistencia de ésta, una indemnización en la forma enunciada en el número 5° de la página 512242.

Esta subvención podrá ser exigida siempre que el obrero se hubiese sujetado a las disposiciones preventivas de accidentes, que hubieren estampado impresas en los talleres, empresas o fábricas los empresarios o arrendatarios de trabajo.

Cuando hubiese duda acerca de la extensión, del accidente ocurrido, en cuanto a la inhabilitación para el trabajo y a la pensión que deba darse, se estará a la resolución de la justicia ordinaria, que procederá breve y sumariamente.»




ArribaAbajoApéndice

I

A fin de que pueda apreciarse la importancia del movimiento obrero hacia la asociación, damos a continuación algunos datos que hemos podido recoger a la ligera.

Del examen que hemos podido hacer de los estatutos de estas sociedades y, según hemos podido confirmarlo con la opinión de un distinguido funcionario que ha tenido intervención directa en estos asuntos de personería jurídica de asociaciones obreras, en casi todas ellas se nota una tendencia muy marcada, o lo que podríamos llamar la secularización de la asociación obrera; mas, en artículos especiales se hace notar que en ellas no se tratará de cuestión religiosa alguna entre los socios.

Y llama igualmente la atención el espíritu de solidaridad que se procura establecer entre las diferentes sociedades, sea que existan en un mismo pueblo o en las de otros de la república.

¿No revelará todo esto un carácter algo subversivo o de una persistente autonomía e independencia que fácilmente puede degenerar en socialismo?

Nosotros, francamente, lo tememos, porque cuando un pueblo tan religioso, como lo era el nuestro hasta hace poco, empieza a perder su fe y la relega de su inteligencia y de su corazón, es porque de aquella y de éste se han apoderado otros principios, que dominan al individuo y que lo hacen obrar no sujeto a los dictámenes de una conciencia recta, sino entregado al libre juego de las pasiones.

En las clases altas, los principios religiosos pueden, aunque débilmente, ser suplidos por otros, que se llaman instrucción, educación, noción del deber, de la responsabilidad, etc., etc., los cuales sujetan, en muchas ocasiones, los excesos de libertad; pero no sucede lo mismo con el pueblo incrédulo o sin religión, pues sin ésta no hay fuerza que lo retenga y lo domine.

Sociedades, en que se sienta el principio de la irreligiosidad, presentan serios peligros, y por desgracia la tendencia obrera en Chile está marcada con ese sello.

He aquí algunos datos.

En Valparaíso tenemos noticias de veinticinco asociaciones obreras bien constituidas y especiales para los distintos oficios de los socios: así las hay de pintores, tipógrafos, panaderos, etc. Una de ellas cuenta con ochocientos miembros; otra con cuatrocientos y las demás fluctúan entre ciento cincuenta y doscientos socios.

De manera que hay asociados como cinco mil obreros.

En Santiago tenemos noticias de las siguientes asociaciones, a las cuales le calculamos cerca de cincuenta mil socios:

  • Empleados de Farmacia.
  • Empleados de Comercio.
  • Ilustración y Ahorro «La Fraternidad».
  • Repartidores de Pan «General Baquedano».
  • Protección de la Mujer.
  • Asociación de Señoritas «Unión y Ahorro».
  • Obstetricia de Matronas.
  • Logia 21 de Mayo.
  • Filantrópica Española.
  • Filarmónica de Obreros.
  • «La Unión».
  • «Francisco Bilbao».
  • «José Miguel Infante».
  • De Artesanos «La Unión».
  • «José Miguel Carrera», Cocheros y Golondrineros.
  • De Protección Mutua de Sastres.
  • Gasfiters y Hojalateros.
  • Unión de Carroceros.
  • Sociedad Obreros de San José.
  • Comerciantes del Mercado Central.
  • Sastres de Ahorros.
  • Id.de Socorros Mutuos.
  • Pintores «Miguel Ángel».
  • «Unión Andrés Bello» de Mozos.
  • «El Porvenir» de Instrucción y Ahorro.
  • Albañiles y Estucadores.
  • Igualdad y Trabajo.
  • Obreros de Santo Domingo.
  • Gremio de Abastos.
  • Carpinteros y Ebanistas «Fermín Vivaceta».
  • Cooperativa de Obreros.
  • «Manuel Rodríguez».
  • «Colón» de Zapateros.
  • «Benjamín Vicuña Mackenna» de Cigarreros.
  • Obreros e Instrucción «Caupolicán».
  • Inválidos y Veteranos de la Guerra.
  • Joyeros y Relojeros.
  • Unión de los Tipógrafos.
  • Escuela «Manuel Meneses».
  • Academia literaria «Fermín Vivaceta» (formada por alumnos de la escuela del mismo nombre que sostiene la de Artesanos «La Unión».
  • Logia «Patria y Libertad».
  • Temperancia de Ambos Sexos.
  • Estrella de Chile.

II

Hemos dicho que en la República Argentina existe el socialismo organizado con un centro ejecutivo del partido y con ramificaciones en el resto de la confederación.

No hace mucho años, en un viaje que hicimos a nuestro vecina república, pudimos comprobar la existencia de las siguientes sociedades socialistas:

  • Comité Ejecutivo del Partido
  • Centro Socialista Obrero
  • Club Vorvoärts
  • Centro Socialista Universitario
  • Centro Socialista de Barracas
  • Centro Socialista de Balvanera
  • Centro Socialista del Pilar
  • Agrupación Karl Marx
  • Club Socialista de San Bernardo
  • Agrupación Socialista 1º de Mayo
  • Agrupación Socialista de Tolosa
  • Unión Obrera Socialista de Paraná
  • Centro Socialista de Quilmes
  • Club Socialista Obrero de San Antonio
  • Club Vorwärts de Rosario
  • Centro Socialista Obrero, Tucumán
  • Federación de Trabajadores de Santa Fe
  • Centro Socialista Obrero, Córdoba
  • Club Socialista Obrero Junín
  • Centro Socialista del Tigre y San Fernando
  • Unión Socialista Concordia.

Por el título de estas sociedades se comprenderá, desde luego, que en ellas se siguen las doctrinas de los socialistas europeos y que la acción se desarrolla en provincia.

Pudimos notar igualmente que la propaganda no se hace sólo en estas agrupaciones, sino que se ejercita por medio de la prensa, pues hay periódicos de tales ideas y centros tipográficos donde se editan en ediciones populares y económicas las principales obras del socialismo europeo. En nuestro poder hemos tenido varias de esas publicaciones.

¿El movimiento de allende los Andes podrá seguir a este otro lado?

¿Será motivo suficiente para impedirlo el que en Chile no tenemos la masa de inmigración malsana que hay en la República Argentina?

¿Acaso no hay ya vínculos de relaciones entre socialistas argentinos y obreros chilenos?

Es de temerse mucho que estas ideas lleguen hasta aquí y que lleguen en su aspecto, diríamos científico, porque en estado embrionario creemos que existen ya; y esos temores, además de las razones aducidas en el texto de la memoria, nos han inducido a pensar en la necesidad de enrielar el movimiento popular hacia la asociación, a fin de que sea realmente una acción benéfica y no un verdadero peligro social.






ArribaAbajoDiscurso sobre la crisis moral de la república por Enrique Mag-Iver

Discurso pronunciado en el Ateneo de Santiago el 1 de agosto de 1900. Enrique Mac-Iver, Discurso sobre la crisis moral de la República (Santiago, Imprenta Moderna, 1900).


Es agradable y honroso para mí hablar desde esta tribuna levantada por una asociación que dedica sus esfuerzos al estudio de las ciencias, al cultivo de las letras y al esclarecimiento de los variados problemas sociológicos que interesan al país, y que, en mi concepto, sirve de refugio y amparo a los principios de libertad que, predominantes ayer, peligran hoy ante las tendencias autoritarias y absorbentes creadas por el egoísmo de clases y fortificadas por el adulo al poder del número.

Siento que me hallo en un hogar amigo, donde se piensa que cada individuo de la especie humana tiene derechos propios superiores a toda organización pública, y no que sea un mero elemento que se pierde en el todo, o en algo del todo, de la colectividad de que forma parte; y donde se cree que la mejor base del orden social y uno de los más poderosos factores del progreso y del bienestar común, se hallan precisamente en el principio de que el Estado es para el individuo, para la familia y para la sociedad, y no el individuo, la familia y la sociedad para el Estado.

En esta primera vez que alzo aquí la voz, habría querido tratar sobre materias que ensancharan el espíritu con realidades y esperanzas halagadoras para nuestros anhelos patrióticos y para nuestras aspiraciones de progreso; pero no me es dado hacerlo, y contrariando mi deseo, me impongo un tema ingrato y penoso, tanto por sus vaguedades, cuanto por sus referencias a males que aquejan a nuestro país y que dificultan su natural desarrollo.

Pero algo excusará mi intento; y es la necesidad de señalar los vicios y los defectos sociales e institucionales para ponerse en situación de corregirlos y enmendarlos; que sin eso, el mal continúa su obra destructora, y los que creen verlo, por su inacción y silencio, responsables son del daño que ocasiona.

Voy a hablaros sobre algunos aspectos de la crisis moral que atravesamos; pues yo creo que ella existe y en mayor grado y con caracteres más perniciosos para el progreso de Chile que la dura y prolongada crisis económica que todos palpan.

Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad.

¿Incurriré en error si digo que contemplo detenido nuestro progreso, perturbados los espíritus, abatidos los caracteres y extraviados los rumbos sociales y políticos? Yo quisiera ser víctima de un engaño y atribuir al pesimismo de cierto período de la vida el aspecto desfavorable con que se me presentan las cosas; quisiera creer que así como el viajero sin más vista que la del cielo y del mar, no percibe la carrera de la nave que lo conduce, no noto yo que el país marcha al cumplimiento de sus altos destinos cuando le miro en enfermiza estagnación.

No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero, ¿tendremos también mayor seguridad y tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra, ¿progresamos?

Hace cinco años se levantó el censo decenal de la república. El recuento de la población no fue satisfactorio, pues aparecía un aumento por demás pobre y en escala muy inferior a la de anteriores censos.

Se dijo que la operación era incompleta y defectuosa y hasta ahora no ha sido oficialmente aprobada. Con esto pudimos desentendernos de un hecho tan grave y revelador del estado del progreso del país; pero, en verdad, deficiencias y vicios considerables en el censo no se ven y sus cifras continúan manifestando que la población no aumenta por lo menos en el grado que corresponde a un pueblo que prospera.

Mas, si el número de los habitantes de Chile no crece, o crece con desalentadora lentitud, en cambio el número de contravenciones a la ley penal aumenta en inusitadas proporciones. Comienza a oírse que en Santiago, por ejemplo, se necesitan ocho jueces del crimen, el doble de los que existen, para atender medianamente las necesidades de servicio.

En el verano último se me hizo notar un curioso fenómeno que acaecía en uno de los departamentos de la provincia del Maule, y que probablemente se verá también en otras regiones del territorio. Los pequeños propietarios rurales enajenaban sus tierras a precios ínfimos para asilarse en los centros de población y lo hacían porque les faltaba seguridad para sus bienes y su vida. El bandolerismo ahuyenta de los campos a los labradores, al agente principal de la producción agrícola, en un país que desde hace veinte años no sabe dónde está el fondo de sus cajas.

Hace poco daba alguien cuenta de otro hecho curioso que se presenta en Chile. El número de escuelas ha aumentado; pero a medida que las escuelas aumentan la población escolar disminuye.

Tomo el hecho tal como es, y cualesquiera que sean las explicaciones que admita, siempre habrá de llegarse a la penosa conclusión de que ese ramo del servicio público no progresa.

No sé si la enseñanza primaria sea mejor ahora de lo que fue en años atrás; ello es probable porque los maestros formados en nuestras escuelas pedagógicas adquieren conocimientos generales y profesionales más extensos, más completos y más científicos que los recibidos en otros tiempos. Por desgracia, ni la superioridad técnica de los maestros, ni la mejoría de los métodos modifican la significación del dato relativo a la matrícula escolar hasta el punto de que fuera posible sostener que adelantamos, que la ilustración cunde, que la ignorancia se va.

Pienso que no hay negocio público en Chile más trascendental que éste de la educación de las masas populares. Es redimirla de los vicios que las degradan y debilitan y de la pobreza que las esclaviza y es la incorporación en los elementos de desarrollo del país de una fuerza de valor incalculable.

No me es difícil creer que la instrucción secundaria y superior se ha generalizado considerablemente en los últimos tiempos; el número de personas ilustradas es más crecido ahora de lo que fue antes; se puede encontrar un bachiller hasta en las silenciosas espesuras de los bosques australes.

Pero, ¿será inexacto el hecho de que, estando más extendida la instrucción y siendo más numerosas las personas ilustradas, las grandes figuras literarias y políticas, científicas y profesionales que honraron a Chile y que con la influencia de su saber y sus prestigio encauzaron las ideas y las tendencias sociales, carecen hasta ahora de reemplazantes? Hemos tenido muchos hombres de la pasada generación de nombradía americana y aun europea, y me parece que nadie se ofenderá si digo que no acontece lo mismo en la generación actual.

Con todo, en lo que menos hemos marcado el paso en la vía del progreso es el ramo de la instrucción secundaria y superior, que, si igual cosa hubiera acontecido en otros órdenes de la labor pública y privada, menos penosa sería la situación del país y más claridad vertamos en los horizontes de nuestro porvenir.

Entre los elementos de progreso de una sociedad pocos hay superiores a la energía para el trabajo y al espíritu de empresa. Uno y otro se desarrollan con la educación y el ejemplo y con el ejercicio, que es la gimnasia que los afirma y fortifica. Ésa ha sido la principal fuerza del pueblo inglés y del pueblo americano y, en general, del europeo del occidente.

Ni de espíritu de empresa ni de energía para el trabajo carecemos nosotros, descendientes de rudos, pero esforzados montañeses del norte de España. ¿A dónde no fuimos? Proveíamos con nuestros productos las costas americanas del Pacífico y las islas de la Oceanía del hemisferio del sur, buscábamos el oro de California, la plata de Bolivia, los salitres del Perú, el cacao del Ecuador, el café de Centroamérica, fundábamos bancos en La Paz y en Sucre, en Mendoza y en San Juan; nuestra bandera coma todos los mares y empresas nuestras y manos nuestras bajaban hasta el fondo de las aguas en persecución de la codiciada perla.

A la iniciativa, al esfuerzo y al capital de nuestros conciudadanos debemos los primeros ferrocarriles y telégrafos, puertos, muelles, establecimientos de crédito, grandes canales de irrigación y toda clase de empresas.

¿Podría con verdad afirmarse que el espíritu y la energía que entonces animaran a nuestro país para el trabajo se hayan, no digo fortificado, sino siquiera mantenido? Significaría algo el que hayamos perdido nuestra acción comercial e industrial en el extranjero y que el extranjero nos reemplace en nuestro propio territorio? En general, ¿se gasta hoy actividad para la lucha de la vida y para crear fuentes de riqueza por medio del trabajo libre o se ve una funesta tendencia al reposo enervante y a la empleomanía?

Preguntas son éstas que todos pueden responder y las respuestas no serán tal vez satisfactorias para los que cuentan entre los elementos de apreciación del progreso de un país, la energía de sus habitantes para el trabajo y el espíritu de empresa.

La producción en realidad no aumenta desde hace años; si no fuera por el salitre, podría decirse que disminuye; la agricultura vegeta, la minería, aun en estos días de grandes precios, permanece estacionaria, la incipiente manufactura, galvanizada con el dinero público y con el sacrificio de todos, no prospera; el comercio y el tráfico son siempre los mismos y el capital acumulado es menor.

¿Tenemos algunos rieles más, algunas escuelas, algunos pocos miles de habitantes? Enhorabuena; pero, ¿qué importancia tiene esto para juzgar de nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas decenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones? ¿Y qué vale ello delante de las obras públicas en minas, de la agricultura decadente, de las minas inutilizadas, del comercio anémico, de los capitales perdidos, del ánimo enfermo?

En el desarrollo humano el adelanto de cada pueblo se mide por el de los demás; quien pierde su lugar en el camino del progreso, retrocede y decae. ¿Qué éramos comparados con los países nuevos como el Brasil, la Argentina, México, la Australia, el Canadá? Ninguno de ellos nos superaba; marchábamos adelante de unos y a la par de los otros.

¿Qué somos en el día de hoy? Me parece que la mejor respuesta es el silencio. Y sería bien triste por cierto que nos consoláramos de la pérdida de nuestro puesto preferente, con el poder militar, como se consolaban con su espada y sus pergaminos los incapaces que se veían desalojados por la pujanza de los hombres de iniciativa y de trabajo.

No hay para qué avanzar en esta somera investigación acerca del estado del país en lo que se relaciona con su progreso; importa más preguntarse, ¿por qué nos detenemos? ¿Qué ataja el poderoso vuelo que había tomado la república y que había conducido a la más atrasada de las colonias españolas a la altura de la primera de las naciones hispanoamericanas? He aquí el problema, el gran problema cuyo estudio ha de preocupar a los que sienten vivo en el alma el amor al suelo en que nacieron y a la sociedad en que se formaron y que tienen conciencia de su responsabilidad ante las generaciones que les sucedan.

¿Es la raza? Pero somos los hijos de los que hasta hace poco engrandecieron a Chile; somos aún los mismos que han tenido parte en esa obra de engrandecimiento.

Son las instituciones? Pero con las mismas instituciones fundamentales progresó y progresó inmensamente la república.

¿Es el territorio? Pero el territorio no ha cambiado, no ha disminuido, sino que se ha extendido; tenemos nuestros campos fértiles, nuestros bosques inagotables, los ricos filones metálicos, los abundantes mantos carboníferos, las valiosas sustancias del desierto, y las tantas y variadas riquezas de nuestro suelo y de nuestras aguas.

¿Será la crisis económica? Pero una crisis no es indefinida sin culpa de los que la sufren. Y la crisis, siendo una causa real y efectiva de nuestro estado, no puede ser la única. La crisis no ha influido en las rentas públicas o ha influido muy débil y parcialmente; ellas han continuado, por desgracia, en un constante aumento que sobrepasa la satisfacción real de nuestras necesidades ordinarias. La crisis no ha podido ser óbice para que se realicen grandes obras de fomento, para que se estimule la industria y el comercio, para garantizar la vida y la propiedad, mantener la energía para el trabajo, reformar las leyes perjudiciales, corregir los vicios y enmendar los yerros.

En mi concepto, no son pocos los factores que han conducido al país al estado en que se encuentra; pero sobre todos me parece que predomina uno hacia el que quiero llamar la atención y que es probablemente el que menos se ve y el que más labora, el que menos escapa a la voluntad y el más difícil de suprimir. Me refiero, ¿por qué no decirlo bien alto?, a nuestra falta de moralidad pública; sí, la falta de moralidad pública que otros podrían llamar la inmoralidad pública.

Deseo que se comprendan bien mis intenciones y mis ideas. Existe entre nosotros la obsesión de la política, de la política partidarista, y cierta tendencia a ver en todo alusiones de carácter político y cuestiones políticas. Debo declarar ingenuamente que yo no traigo aquí cuestiones de política militante, de política partidarista, y que mis palabras no envuelven alusiones de este carácter a ningún hombre, grupo de hombres o partidos. Y no podría proceder de otra manera sin abusar de la confianza y de la benevolencia de los miembros de esta simpática y útil institución y aun de las personas que sin pertenecer a ella tienen la gentileza de oírme.

Mi propósito no es otro que el de señalar un mal gravísimo de nuestra situación, que participa más de la naturaleza del mal social que del mal político, con el objeto de provocar un estudio acerca de sus causas y sus remedios, y para el fin de corregirlo en bien de todos y no en beneficio de individuos, bandos o partidos.

Quiénes son los responsables de la existencia de ese mal, no sé; ni me importa saberlo; expongo y no acuso, busco enmiendas y no culpas. La historia juzgará y su fallo ha de decir si la responsabilidad por la lamentable situación a que ha llegado el país es de algunos o de todos, resultado de errores y de faltas, o de hechos que no caen bajo el dominio y la previsión de los hombres.

Quería decir también que la moralidad pública de que hablo no es esa moralidad que se realiza con no apropiarse indebidamente los dineros nacionales, con no robar al fisco, con no cometer raterías, perdóneseme la palabra. Tal moralidad, que llamaré subalterna, depende de otra más alta moralidad, y sus quebrantos los sancionan los jueces ordinarios y no la decadencia nacional y la historia.

Hablo de la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la Carta Fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro género.

Hablo de la moralidad que da eficacia y vigor a la función del Estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y, como consecuencia ineludible la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional.

Es esa moralidad, esa alta moralidad, hija de la educación intelectual y hermana del patriotismo, elemento primero del desarrollo social y del progreso de los pueblos; es ella la que formó los cimientos de la grandeza de los Estados Unidos y que se personalizó en un Washington; es ella la que condujo a nuestra república al primer rango entre las naciones americanas de origen español y que se personalizó en ciertos tiempos, no en un hombre sino en el gobierno, en la administración, en el pueblo de Chile.

Yo no admiro y amo el pasado de mi país, a pesar de sus errores y de sus faltas, por sus glorias en la guerra, sino por sus virtudes en la paz. Sin éstas, tan inútiles como en los actuales tiempos el salitre, habrían sido para prosperidad de la república los grandes descubrimientos mineros, la creación de los mercados de California y Australia y las facilidades de la navegación que nos acercaron a todos los centros productores y de consumo.

No hay para qué encarecer la parte que corresponde a la moral pública en el adelantamiento de un pueblo; la historia de las nacionalidades americanas de nuestra misma raza de sobra lo demuestra. No han sido ni un régimen nuevo disconforme con las costumbres, ni el aislamiento, ni la ignorancia, ni otros hechos semejantes, los que mantuvo y aún mantiene en parte a las repúblicas que nacieron a la vida en el primer cuarto de este siglo que concluye, en un perpetuo vaivén entre la anarquía y el despotismo y apartadas del camino del progreso; ha sido la falta de moralidad pública, ha sido el olvido del deber por el funcionario y el abandono de la función pública para dar paso a las ambiciones personales, al odio, a la venganza, a la codicia y al interés de bandería.

¡Ignorancia! ¿Eran acaso sabios los pueblos del Brasil? Fue más ilustrado Chile que el Perú y México, que Colombia y Venezuela?

¡El aislamiento, las distancias, la escasez de población! Era más densa nuestra población que la de Centroamérica? Eran más cortas las distancias en el Brasil que en el Uruguay? ¿Estaba menos aislado Chile que México y el Perú?

¡El régimen nuevo desconforme con las costumbres! ¿Era menos nuevo y más conforme con las costumbres el régimen adoptado en Chile que el adoptado en Bolivia y la Nueva Granada?

No niego la influencia de hechos como los aludidos en las anarquías y despotismo hispanoamericanos; pero nadie podrá negar tampoco que así como se moderó el efecto de esos hechos en Chile, pudo moderarse en otras partes, si verdadero imperio hubiere ejercido la moral pública, si la idea y el sentimiento del deber para con el país y la sociedad hubieran dominado en el funcionario.

Estos elementos morales del progreso, más indispensables son en países que no pueden desenvolverse sino por medio del esfuerzo constante del hombre, que en otros donde la naturaleza más generosa reemplaza en mucho la acción física e intelectual de aquél.

¿Se pondrá en duda que, como obedeciendo a una ley de atavismo de raza, se presente hoy en Chile, aunque con manifestaciones diversas, el mismo fenómeno que perturbó el progreso de una gran parte de la América? ¿Pensará alguien que no sufre verdaderamente el país de una crisis moral así como ha sufrido y sufre de una crisis económica? Me atrevo a creer que no; y si me engañara, bastaría poner los ojos en las funciones más ordinarias y comunes del Estado para adquirir el convencimiento de que la moralidad pública se halla profundamente quebrantada entre nosotros.

¡Cuántos esfuerzos y cuántos sacrificios costó el derecho electoral! Esa conquista del trabajo de muchos años, ese fruto de las lágrimas de nuestras mujeres y de la sangre de nuestros conciudadanos, ese premio de la energía y de la perseverancia de nuestros políticos y del pueblo, esa base de nuestras instituciones, del buen gobierno y del orden público, es mercancía que se compra y que se vende, materia que se falsifica, tema de una burda y siniestra comedia.

Y si mal funciona el poder electoral en su generación, ¡qué triste es su desempeño en lo que llamaremos su fiscalización o control! Ya no se califican elecciones sino que se justifican fraudes.

Ni en Chile ni en otras partes han sido siempre la ley y la verdad las inspiradoras de los que intervienen en ese acto. Generalmente dominan en él la pasión y el interés político o partidista, que tanto perturban el criterio y que es natural produzcan resoluciones erróneas o injustas de parte de las corporaciones políticas tratándose de cosas que a los partidos y a la política atañen.

Pero nótese bien el carácter del fenómeno que presenciamos. Entre nosotros no se viola la ley, no se desconoce la verdad, no se atropella el derecho, no se desnaturaliza y envilece, en una palabra, la función electoral fiscalizadora, por error producido por la pasión, por pasión nacida del interés político, por interés político proveniente de las convicciones y del anhelo del bien político vinculado al predominio de un sistema o de un partido, como antes ha sucedido y en muchas partes sucede, no. El fenómeno es más simple, más llano, más casero. Sin verdadero interés político o partidista, sin pasión, sin error, por mero apego a una persona o a un grupo, o por antipatía a otra persona o a otro grupo, por tener un voto más o por no tener un voto menos, por adquirir un adherente para otra injusticia o por no desagradar a alguien, por una pequeña venganza o por pagar un pequeño servicio, fría y tranquilamente, sin acordarse por un momento siquiera de los intereses públicos y del derecho, se quita al elegido su asiento y se da asiento al no elegido y se falsifica la representación nacional. No es un secreto para nadie que el voto parlamentario en la calificación de elecciones ha llegado a ser objeto de arreglos, de trueques, de contratos entre individuos o grupos.

He visto mucho malo, muy malo y mucho bueno, muy bueno; pero, lo digo francamente, eso no lo había visto nunca.

Han transcurrido más de veinte años desde que una guerra tan justificada en su iniciación como gloriosa en su mantenimiento y fructífera en sus resultados, locupleto243 de oro las arcas públicas. Los que éramos jóvenes en aquellos días legendarios no sentíamos dominado el espíritu por la embriaguez de la victoria ni afligido el corazón por los sacrificios de la grandiosa lucha; satisfacciones y dolores desaparecían ante otra preocupación, otra atracción; era el progreso, el engrandecimiento y la felicidad de Chile, era su misión bienhechora en el continente sudamericano.

El oro de los territorios que nos obligó a tomar, no la avidez y el egoísmo sino la propia seguridad, había de ser la vara mágica que harta brotar puertos y ferrocarriles, canales y caminos, escuelas e inmigración, industrias y riquezas, trabajo y bienestar en toda la extensión de la república.

Con nuestros pobres ahorros y el económico centavo arrancado al sudor del pueblo por vía del impuesto, habíamos hecho la primera línea férrea del hemisferio austral, el primer telégrafo, las obras públicas relativamente más difíciles y costosas de la tierra hispanoamericana. Con millones en la mano y estimulados por la aspiración patriótica del adelanto de Chile y por la conveniencia de garantir con su engrandecimiento la seguridad nacional, ¿qué no haríamos? Las cualidades manifestadas en la guerra no serían sino reflejo del esfuerzo, de la perseverancia, del heroísmo que ostentaríamos en las obras de la paz.

¡Qué amargo despertar! Sueños fueron puertos y ferrocarriles, canales y caminos, escuelas e inmigración, industrias y riquezas, trabajo y bienestar; el oro vino, pero no como lluvia benéfica que fecundiza la tierra, sino como torrente devastador que arrancó del alma la energía y la esperanza y arrastró con las virtudes públicas que nos engrandecieran.

Cabe aquí el recuerdo de un hecho que no sería difícil comprobar. Hace pocos años, cuando aún estaba intacto nuestro crédito, que no hemos sabido mantener, la potencia financiera de la república y del gobierno sin esfuerzos habría alcanzado para pagar con generosidad todos los servicios ordinarios y para hacer cinco puertos, siendo uno de ellos militar y comercial, para construir cuatro mil kilómetros de líneas férreas, para abrir siete mil kilómetros de carreteras, para regar quinientas mil hectáreas de suelo y para costear las grandes obras de salubridad de nuestras ciudades principales.

No digo que se tuviera el personal necesario para esas obras, pero sí afirmo que podrían tenerse los fondos para realizarlas.

Permítaseme ahora formular una cuestión. En un país nuevo, cuyo fomento y cuyo progreso dependen más de la iniciativa y del esfuerzo del poder público que de la iniciativa y del esfuerzo particular, en que se desperdicia el tiempo y se malgastan los ingentes recursos que hubieran de destinarse a aquellos objetos, ¿se cumple la función gubernativa?, ¿se atienden debidamente los grandes intereses nacionales? Y si no se atienden estos intereses ni se cumple esa función, hay moralidad pública?

Venciendo resistencias naturales y tradicionales, en un momento que se consideró propicio, se creó la autonomía comunal, el gobierno local. Este nuevo organismo del poder público debía por una parte moderar el exceso de facultades del primer magistrado de la república y, por la otra, atender con más acierto y eficacia a la administración de los negocios que interesan exclusivamente a la ciudad, a la villa, a la aldea, a la comuna.

¿Qué resultados ha producido en la práctica esa laboriosa y trascendental reforma? El desaparecimiento del gobierno y de los servicios locales y una vergüenza nacional.

¿Era como se decía y se dice por algunos, que el país no estaba preparado para una institución semejante, que no había elementos personales suficientemente ilustrados para el gobierno comunal? Me parece que no.

El pueblo no ha resistido ni perturbado la acción de las autoridades locales, ni ella ha encontrado un escollo en las ideas, costumbres y sentimientos del pueblo. Tampoco ha carecido la comuna de los recursos necesarios para ser convenientemente administrada.

Elementos personales de sobra, con ilustración más que suficiente, ha habido para el desempeño de las funciones del gobierno local; nadie podría con verdad sostener lo contrario, sobre todo tratándose de nuestras principales ciudades, de las ciudades que más brillantes escándalos han dado.

¿Por qué, entonces, el desgobierno local, el desaparecimiento de los servicios municipales y la vergonzosa conducta de las municipalidades? Por qué el fracaso de una reforma tan anhelada y que tantos beneficios hacía esperar? Investíguese, o mejor dicho, véase si ha habido moralidad en el ejercicio del poder local y se tendrá la respuesta.

Y bien, un país en que el gobierno comunal se corrompe, en que sólo por excepción se encuentra una municipalidad que sirva con honradez al fin de su instituto, es un país cuya masa social está moralmente enferma o es un país cuya moral pública se halla en quiebra.

Y sin la existencia de este último estado, ¿cómo se explican los hechos que vengo enunciando? ¿Cómo el abandono de las obras nacionales más necesarias y valiosas por más de un año y hasta completar su ruina? ¿Cómo los pactos políticos sobre la base del reparto de los empleos? ¿Cómo la provisión de éstos sin atender ni a las aptitudes personales ni al interés general? ¿Cómo las corruptelas, los vicios y el desasimiento de la administración? ¿Cómo, finalmente, la ausencia de todo intento formal de los poderes públicos para corregir los males que aquejan al país y la impasibilidad musulmana con que se contempla, no diré nuestra decadencia, pero sí diré nuestra estagnación?

Tan absurdo sería sostener que un estado comercial es bueno cuando la generalidad de las personas carecen de recursos para cumplir sus obligaciones, como sostener que el estado moral es bueno cuando la generalidad deja de cumplir sus deberes.

Pero tiempo es ya de apartar la vista de hechos desagradables para volverla a la última consideración que ellos sugieren. Ceguera sería desconocer que el país es víctima (empleo deliberadamente la palabra) tanto de una crisis económica, cuanto de una crisis moral que detiene su antigua marcha progresista.

Consecuencia de innovaciones poco atinadas o efectos de vicios y pasiones, resultado de sucesos fatales u obra de la imprevisión y el abandono, el hecho es que no sería ya temeridad decir, dando a las frases una acepción general y sin referirlas a hombres ni a partidos determinados: falta gobierno, no tenemos administración.

No pienso que deba disimularse la realidad de nuestro estado y mucho menos pienso que sea razonable desalentarse ante esa realidad. Estas crisis son plagas que azotan a los pueblos que se desvían de los caminos trazados por los principios que rigen la vida de las sociedades, matan a los débiles, los fuertes se reponen y cobran nuevas energías para la lucha del progreso.

Señalar el mal es hacer un llamamiento para estudiarlo y conocerlo y el conocimiento de él es un comienzo de enmienda. Una sola fuerza puede extirparlo, es la de la opinión pública, la voluntad social encaminada a ese fin; y para formar esa opinión y convertirla en voluntad dispuesta a obrar, hay que poner de manifiesto la llaga que nos debilita ahora y nos amenaza para el futuro y hay que hacer sentir los estímulos del deber y del patriotismo y aun los del interés por el propio bienestar.

Formada esa opinión pública vendrán y se cumplirán leyes que dan sufragio ilustrado y consciente, que abren la puerta de la representación nacional, cerrada hoy por falsas teorías constitucionales y en resguardo de una fantástica independencia parlamentaria, a muchos de los más aptos para los cargos legislativos, que apartan de los altos puestos de la administración a la incapacidad y la ignorancia, que sancionan eficazmente el abandono del deber y el olvido del bien común; se corregirán los errores, se castigarán las faltas, se enmendarán los rumbos y volverá el país a ver cumplida la función gubernativa para su felicidad y su progreso.

Los propósitos levantados, las ideas benéficas, las empresas salvadoras, sin mezcla de egoísmo personal o partidarista, allegan siempre fuerzas poderosas que los apoyen y no sólo cuentan con los sostenedores que tienen en el campo, sino con una inagotable y abnegada reserva. Es la juventud que, sin más ley de servicio obligatorio que la escrita en su alma ansiosa del bien y amante de la patria, se alista bajo las banderas que representan una gran causa nacional.

Tengo fe en los destinos de mi país y confío en que las virtudes públicas que lo engrandecieron volverán a brillar con su antiguo esplendor.




ArribaAbajoLas sociedades de resistencia por Esteban Cavieres V.

Artículo aparecido en La Luz, nº 6, Santiago, 2ª quincena de enero de 1902, págs. 1 y 2. Reproducido en Eduardo Devés y Carlos Díaz, El pensamiento socialista en Chile. Antología 1893-1933 (Santiago, América Latina Libros, Nuestra América Ediciones, Ediciones Documentas, 1987), págs. 48-50.


Muchos trabajadores miran con desconfianza la asociación de la resistencia; pero nada más absurdo y erróneo que ese concepto.

Que el trabajo es el único capital que produce, es una verdad tan grande como esa montaña llamada cordillera de los Andes. Y que reconocen hasta los más empedernidos burgueses que visten lujosas prendas, tienen elegantes coches, extensas haciendas o grandes fábricas donde explotan a los trabajadores, como si se tratara de bestias de carga. Esos zánganos insaciables tienen el más exacto conocimiento que sólo el trabajo produce y saben, también que ellos no aportan ni un ápice de esfuerzo material ni intelectual y, sin embargo, con la mayor desvergüenza e inmoralidad, se apropian indebidamente de siete octavas partes de lo que producen los trabajadores, dejando a estos seres tan útiles a la humanidad sumidos en la eterna miseria, debido al despojo que se hace de su esfuerzo manual o intelectual, despojo tolerado por todos los códigos del mundo.

Se entiende que los trabajadores no han sancionado tales códigos y, sin embargo, al calor y tolerancia de ellos se les explota, oprime y extermina...

Siguiendo la lógica natural de los acontecimientos reales y positivos, los trabajadores debieran ser los individuos más ricos del globo terrestre, puesto que lo único que producen es el trabajo, pero, ¡oh, sarcasmo!, los trabajadores que producen la riqueza poseen abundancia de hambre, miseria, cansancio y fatiga.

¿Habéis ido al campo alguna vez, amigo lector? Allí es donde está subsistente la más negra esclavitud y la más bárbara de las explotaciones que pudo concebir la ambición de los ricos burgueses capitalistas.

En invierno y verano la jornada del trabajo principia, para los campesinos, a las cuatro de la mañana para terminar a las siete de la noche por el mísero sueldo de veinte centavos al día y una alimentación por demás mezquina y mal condimentada, compuesta de un poco de fréjoles y dos panes regularmente nutritivos. En la primera de las estaciones mencionadas es muy penosa la vida del infeliz campesino. Trabaja recibiendo la lluvia encima de su cuerpo y con un hielo penetrante que le trasmina hasta los huesos. Sus ropas son sucios andrajos, sus pies desnudos sólo calzados con unas pobres ojotas para impedir, en parte siquiera, que las espinas le desgarren los pies; en la noche, al terminar su trabajo abrumador, tiene por cama un montón de paja, en el cual duerme enterrado hasta el cogote. Si quiere darse un día de descanso, el tirano patrón le hace prender como un malvado y le coloca en un instrumento de suplicio llamado barra, pues el patrón representa allí la autoridad y al pobre trabajador no le queda más que inclinarse y seguir su martirio, atado a la cadena de la esclavitud.

En estas condiciones, esos héroes del trabajo labran la tierra, arrojan la semilla y cuidan del sembrado hasta recoger el rubio grano de trigo, el que limpio y relumbrante, como raudal de oro, pasa al granero del privilegiado patrón, que no se da más trabajo que reducirlo a dinero para engrosar su fortuna y extender más sus haciendas y explotar mayor número de seres humanos.

Ved, ahora, en las poblaciones la vida del trabajador.

Desde las seis de la mañana concurre a la fábrica o taller hasta las seis de la tarde, por un jornal mezquino y muy bien calculado para medio comer y escasamente vestir; trabajar sin poder reservar ni un solo centavo hasta que se agotan sus fuerzas físicas y entonces no le queda al obrero más camino que mendigar un pan de puerta en puerta; pero ni en la mendicidad se le deja libre, pues la burguesía, la misma que explotó y acumuló lo que él produjo con su esfuerzo y su vida, le mira hoy con asco y ordena a los esbirros de la autoridad, que le conduzcan a la cárcel y de ahí a la presencia de un ogro, llamado juez del crimen, el que con todo cinismo le notifica, en nombre de la ley, que le está prohibido mendigar en el barrio donde residen los burgueses, bajo pena de treinta pesos de multa.

¡Oh, maldad humana de la actual sociedad corrompida! Poner en prisión a las víctimas y dejar libres e inclinarse respetuosa ante los criminales explotadores que labraron la desgracia de tantos seres dignos de mejor suerte.

Todas estas maldades que vienen perpetuándose a través de los siglos, se deben, en gran parte, a la cobardía e imprevisión de los trabajadores, pero hoy ya vuela por el mundo entero la grande idea de las asociaciones de resistencia, sociedades que tienen la alta misión de unir a todos los gremios de trabajadores para imponer a los capitalistas la jornada del trabajo y la tarifa de salarios y reclamar que se reconozca el trabajo como capital productor, es decir, que tengan los trabajadores opción, a lo menos, al cincuenta por ciento de la ganancia líquida que obtuvo el capitalista en el taller, fábrica o hacienda, y si los patrones o jefes se negaren a aceptar estas justicieras peticiones, los trabajadores, por su parte, deben negarse a seguir trabajando, deben declararse en huelga y por ese eficaz medio contener todos los abusos que se presenten.

Pero ante todo, unión y solidaridad.

Los capitalistas se han encargado de decirnos, por intermedio de su prensa asalariada, que la resistencia es idea subversiva, pero ésta es una burda falsedad que debe desechar todo trabajador consciente, por cuanto la resistencia es el uso de un derecho legal al alcance de los hombres libres.

Con que, compañeros, el que desee ser libre, tener buenos salarios, trabajar la jornada de ocho horas e impedir la explotación de los capitalistas hecha al trabajo, venga a la sociedad de resistencia, desde donde se derribará la fortaleza de la explotación capitalista al empuje de los proletarios unidos y principiará para los trabajadores chilenos una era de libertad, justicia y bienestar.

Esteban Cavieres




ArribaAbajoLas sociedades de resistencia II por Esteban Cavieres V.

Artículo publicado en La Luz, n° 8, Santiago, 2ª quincena de febrero de 1902, pág. 2. Reproducido en Devés y Díaz, op. cit., pág. 50.


Es admirable observar la facilidad que tienen para enriquecerse los capitalistas o explotadores del trabajo de los obreros, en todas partes del mundo, al mismo tiempo que los productores van arruinándose más y más, hasta llegar al bárbaro extremo de que en diversas partes del globo, miles de trabajadores perecen de hambre.

Palpables están todavía los trágicos sucesos del pueblo de Milán (Italia), donde los trabajadores, instigados por el hambre, se lanzaron al saqueo de las panaderías, haciendo caso omiso de las bayonetas que les presentaban los esbirros del capitalismo y la autoridad.

Ahora se repiten los mismos dramas del hambre en el Austria y hombres, mujeres y niños y ancianos juegan su vida por un pedazo de pan para acallar los gritos tan significativos del estómago hambriento.

Esto que sucede hoy en Europa, tendrá que ser el desenlace obligado en todos los pueblos de la tierra, donde haya acaparadores que se apropien o hurten la riqueza que produce el trabajo y que por legítimo derecho pertenece a los trabajadores que lo produjeron con su esfuerzo y actividad.

Ante nuestra vista han pasado muchos explotadores que se han convertido en millonarios, mediante la ley infame de la explotación al trabajo ajeno; hoy están como páginas perpetuas de esa negra historia los Edwards, los Gallo, los Matte, los Besa, los Cousiño, los Subercaseaux, los Vicuña, etc. Todos estos individuos son millonarios chilenos y si han acaparado millones, no será el producto de su trabajo, sino el producto de millares de trabajadores que han dejado su existencia misma en las minas, en la agricultura, en los ferrocarriles, en la industria fabril, etcétera.

Allí está acumulado el trabajo de varias generaciones de trabajadores, que han muerto de miseria y cansancio, aplastados en las minas o destrozados en las máquinas o de cansancio, neurastenia o tuberculosis en la insalubre oficina y en el mortífero escritorio...

El gran libro de la experiencia debe hacer meditar profundamente a los trabajadores y estudiar la más eficaz manera de poner un poderoso dique a la explotación capitalista, que trae en pos de sí una eterna esclavitud y martirio y un sudario de muerte para la clase proletaria.

Ese dique, ese muro, donde se estrelle y caiga arrollada la autoridad y la burguesía capitalista y explotadora, no puede ser otro que la asociación de resistencia, la Federación Internacional de Trabajadores que, tomando por patria el mundo entero, adopten un acuerdo general para combatir con eficacia y energía todos los males sociales y todos los explotadores habidos y por haber; una asociación previsora que calculando prácticamente lo que necesita una familia para su consumo obligado y para vivir holgadamente y dejando un regular fondo de reserva para las eventualidades de la vida, imponga por medio de la unión, un salario mínimo y una jornada de trabajo más en armonía con el cuerpo humano e imponga, asimismo, su legítima participación en el producto del trabajo de los trabajadores.

Esto sólo será un intersticio hacia los infinitos y dilatados horizontes de la sociedad libertaria y de justicia, donde no habrá amos y esclavos, donde seremos hermanos y todos trabajaremos por gusto; cultivaremos el arte y la ciencia y tendremos a la humanidad de pie, fuerte, robusta y creadora, amante de la libertad y la justicia, cada cual consumiendo, según sus necesidades, y trabajando según sus fuerzas.

Esteban Cavieres V.




ArribaAbajoPor qué soy libertario por Esteban Cavieres V.

Artículo aparecido en La Campaña, nº 17, Santiago, 9 de febrero de 1902, pág. 2. Reproducido en Devés y Díaz, op. cit., pág. 51.


Cuando extiendo mi vista hacia el campo y veo con horror que el hacendado es dueño absoluto de la vida, del honor y del trabajo del infeliz que se llama inquilino y que este último está condenado a servir de máquina de producción, mientras tenga vitalidad en su cuerpo y energía en sus nervios, y que cuando se agote su salud será despreciado como cosa inútil o bestia gastada y entregado a todos los horrores del hambre, de la miseria y de la injusticia, y lo que él ha producido con su esfuerzo ha ido a parar a manos del afortunado amo o, más bien dicho, del explotador hacendado, entonces, digo yo, ¿no hay un solo hombre honrado entre todos los que aceptan la autoridad, las leyes, el capital y el salario que denuncie esta maldad y que impida tanta infamia? ¿No existen autoridad, consejo de Estado, Congreso ni Municipio que impidan cometer tanto crimen en la persona de los trabajadores y que estos seres, enteramente iguales en naturaleza al privilegiado burgués, sólo sirvan de pasto a la explotación, a la miseria, a la injusticia, a la metralla, en tiempo de guerra; al sable del esbirro, en tiempo de paz, a poblar las cárceles y presidios por delitos que sólo se cometen impulsados por el ambiente en que vivimos?

Y yo que reconozco en cada ser un hermano, maldigo el corrompido régimen autoritario que engendra los verdugos que oprimen a los trabajadores y desprecio a los politiqueros que contribuyen a eternizar este estado de corrupción, que trae consigo el hambre, la miseria y los sufrimientos para la clase más digna y más laboriosa, y da felicidad y poder despótico para los haraganes explotadores del trabajo ajeno...

Sí, por todo esto soy libertario. Sí, me llamo rebelde. Sí, por esto me llamo anarquista.

El sombrío cuadro de la condición de los trabajadores del campo tiene muy pocas variantes para los trabajadores de las grandes ciudades; la explotación no tiene límites como allá; los trabajadores de ambos sexos son verdaderos esclavos del capital; ellos trabajan de día en día, de semana en semana, de mes en mes, de año en año y de siglo en siglo, sin otro producto para sí que vivir eternamente sitiados por el hambre, las privaciones y las injusticias.

La jornada del trabajo es por demás abrumadora; pero los insaciables explotadores capitalistas siguen tan inmoral tráfico, respaldados por la autoridad, sembrando el orbe entero con los cadáveres de los menesterosos que caen a millares agobiados de miseria y cansancio...

Los hijos de los trabajadores no pueden concurrir a la escuela, sino para aprender los más rudimentarios conocimientos de las primeras letras, debido a la miseria de sus padres, pues tienen que ir los vástagos, cuando puedan manejar una herramienta, a vender sus brazos al privilegiado capitalista.

Cuando los trabajadores sufren las consecuencias de la falta de trabajo, porque así lo han querido los capitalistas y las autoridades, y se atreven a protestar, entonces se les pone al frente las bayonetas y se les hace callar a golpe de sable.

Por todas partes se ve el fracaso más completo de toda la actual organización social; la ola de desmoralización todo lo invade; los partidos políticos son rodajes inútiles que sólo sirven de escalón para entronizar tiranos ambiciosos, para encubrir los grandes Panamaes y para matar las energías revolucionarias de los trabajadores, acostumbrándoles a que sean unos entes que todo lo piden por favor y por intermedio de los celebérrimos diputados o senadores, especie de comodines políticos que sirven para nada y muchas otras cosas.

Por el amor que tengo a la humanidad y el deseo de ver felices a todos los seres, trabajaré con todas mis fuerzas y energías por el desquiciamiento de esta sociedad corrompida y de explotación, y porque florezca la ideal sociedad libertaria y comunista.

Amigos libertarios de todo el mundo: os saluda un nuevo compañero.

Esteban Cavieres V.

Santiago de Chile, diciembre de 1901.




ArribaAbajoUna obra de urgente caridad por presbítero Carlos Casanueva Opazo

Artículo aparecido en La Revista Católica, nº 14 y 15, Santiago, 15 de febrero y 1 de marzo de 1902, págs. 73-78 y 151-161, respectivamente.


«Id al pueblo» es la consigna del Papa repetida al clero y a los fieles desde los primeros días de su glorioso pontificado hasta su última encíclica del año pasado, sobre la democracia cristiana.

Con esto no harta el Pontífice sino recordarnos la divina misión de la Iglesia: «A evangelizar a los pobres me envió el Padre»: «Evangelizare pauperibus misit me Pater»244; misión de todos los tiempos y en todos cumplida por ella con tierna solicitud que le merece encargo tan recomendado por su divino Esposo.

Pero, si León XIII con tanta insistencia nos exhorta a todos a colaborar en tan gloriosa empresa y continuamente nos lo repite, es porque en nuestros tiempos este deber de la caridad, para con esa multitud que sufre y trabaja, es más imperioso que nunca; porque, si su cumplimiento obliga tanto más estrictamente cuanto es mayor la gravedad y urgencia de las necesidades por remediar, que son su objeto, y cuanto mayor es la magnitud de los bienes y de los males que de cumplirlo o no han de seguirse: nunca como ahora se han reunido todas estas circunstancias respecto a la caridad para con la clase obrera. Sus necesidades, mayores y más graves que nunca miran a lo temporal y a lo eterno, al cielo y a la tierra, a su alma y a su cuerpo; porque, alejada más que nunca la multitud trabajadora de la religión que la esclarecía y daba fuerzas y a la vez abundancia terrena, hoy sufre más que nunca en su espíritu y en su cuerpo, está más lejos que nunca de su bienestar temporal y de su felicidad eterna. Y también está a la vista que han de ser mayores que nunca los beneficios para la Iglesia y la sociedad que la caridad para con la clase obrera habría de producir, pues que, por su poder social y político mayor que en ninguna otra época de la historia, podría influir más eficazmente en favor de la religión y por lo tanto del orden y del progreso social. Y así también claramente se ven ya los males inmensos que su abandono habría de producir, ya que semejante poder al servicio de una muchedumbre aguijoneada por sufrimientos sin alivio y por pasiones desatadas de todo freno, y enardecida por los agitadores de oficio y por las disolventes doctrinas que en ella se han propagado, vendría a ser para la civilización cristiana el peligro más formidable que la hubiera amenazado jamás.

Por esto, el Vicario de Jesucristo, al ver, como en otro tiempo el maestro divino, a esa muchedumbre hambrienta en medio del desierto, hambrienta de verdad y de virtud, y también a menudo de pan material, en medio de ese desamparo en que la impiedad y el egoísmo la han dejado en la sociedad moderna, se ha compadecido de esa multitud necesitada, y clama con todas sus fuerzas por que le ayudemos a socorrerla; y al observar además ese inmenso poder popular que va surgiendo, extraviado por funestos errores y pasiones, lo ha señalado, esclarecido por divina luz, como el azote y ruina de la nueva sociedad pagana, mientras la divina caridad no la traiga, como a los antiguos bárbaros, a los pies de Jesucristo para hacer de aquel como hizo de éstos el sólido cimiento de una regeneración cristiana de la sociedad, aún más vigorosa y más fecunda que ninguna otra.

Las necesidades, pues mayores y más graves en todo sentido que hoy más que nunca sufre la clase obrera, el peligro social más temible que entraña su triste situación presente si no se acude a mejorarla, y los grandes bienes que la Iglesia y el Estado pueden esperar de su inmenso poder político y social bien dirigido, dan al deber de la caridad para con los obreros, esa actualidad tan palpitante que hoy tiene y a cuyo cumplimiento tan ardientemente nos exhorta el Vicario infalible de Jesucristo.

Ahora bien, entre todas las obras de caridad que hemos de practicar para con esa multitud trabajadora, cuya miseria más profunda es la miseria espiritual, esa indigencia de verdad y de virtud, la más triste entre todas, y que, por la maravillosa subordinación y unidad que Dios ha establecido en toda la vida humana, llega a ser como la raíz de todas sus miserias; sin duda que la caridad más excelente, la más necesaria y la más útil ha de ser la caridad de la educación cristiana, que a socorrer aquella miseria del alma más eficazmente que ninguna otra se ordena. Porque, ya que su objeto es desplegar armónica y convenientemente todas las facultades humanas, que son como los instrumentos mediante los cuales el hombre ha de realizar su perfeccionamiento y bienestar, y ya que su fin es ponerlo en posesión del bien propio y verdadero de cada una de ellas en esta vida, para encaminarlo a la posesión del Bien infinito en la otra: no puede caber más soberano beneficio para el hombre; y porque juntamente con ser tal, por mirar de preferencia a las facultades más nobles del hombre y a sus bienes más excelentes, al dispensarlo se propone, más que reparar las desviaciones de la vida, prevenirlas y evitarlas.

II

En esta arquidiócesis de Santiago, la grande obra de la educación popular católica ha adelantado inmensamente, gracias a Dios y a la solicitud y caridad inagotable de nuestro celoso Prelado que con su palabra, sus recursos y su ejemplo la ha promovido de mil maneras durante su fecundo y glorioso gobierno pastoral. La Sociedad de Sto. Tomás de Aquino, el Centro Cristiano, los patronatos, las escuelas parroquiales han difundido por todas partes la enseñanza primaria, cuyos buenos resultados vendrá a acrecentar y a asegurar la Escuela Normal Católica de Preceptores, ya sólidamente constituida, y con la cual queda felizmente acabada en todas sus partes el hermoso plan de la enseñanza primaria de la niñez obrera. Pero no es la enseñanza primaria la única que tiene que recibir el niño del pueblo; ni mucho menos queda acabada, en el tiempo que ésta dura, su educación moral.

Después de las letras ha de aprender el oficio; y su espíritu, blanda cera en sus tiernos años de escolar, susceptible de recibir cualquiera forma, pero por lo mismo incapaz de retener ninguna, va a recibir ahora, en estos años del aprendizaje del oficio, que son los de su adolescencia y juventud, la forma definitiva que difícilmente se modificará después.

Nos hemos preocupado mucho de aquella primera parte de su formación que se realiza en la escuela primaria, y con razón, porque es indispensable; pero esta segunda, más importante si cabe, que se realiza en el taller, la hemos dejado abandonada.

Es cierto que hay algunas casas de talleres, San Vicente de Paul y los Salesianos, que hacen un gran bien; y hoy los patronatos, cuyo objeto preferente es cuidar del aprendiz y del joven obrero; pero ni esas casas, llamadas a llenar otras necesidades no menos atendibles, pueden por su objeto y organización realizar esta importantísima obra con la extensión y eficacia deseable; ni los patronatos, cuando no son dueños del taller o no consiguen uno bueno a sus patrocinados, pueden lograr su objeto, como veremos más adelante, sino al precio de prodigios de caridad y de milagros de la gracia; con lo cual no puede contarse siempre.

Este abandono de la educación popular católica en su período más difícil y decisivo no se concibe sino, o porque no se conoce la importancia que tiene, o bien porque se juzga que ella es realizada convenientemente en la forma que hoy existe.

Sobre uno y otro punto me propongo en este artículo llamar la atención de las personas que, reconociendo la importancia del deber de la caridad, y dóciles a la voz del Vicario de Jesucristo, se interesan por la suerte de esa preciosa porción de nuestros hermanos, la niñez pobre, que reúne en sí los dos títulos de mayor predilección de parte de Jesucristo Nuestro Señor y de la Iglesia y por lo tanto de todo cristiano, y más especialmente aún en los tiempos presentes.

Y con todo el encarecimiento de que soy capaz les ruego que lean con paciencia y mediten delante de Dios estas pobres líneas, dictadas por un sentimiento muy grande de compasión a esa juventud obrera que veo perecer abandonada y a la que he consagrado mi vida, y por el deseo de que Dios Nuestro Señor, cuyo ministro indigno soy, sea en esto como en todo glorificado.

III

Vamos, pues, a considerar en este párrafo cuánta sea la importancia de la educación del hijo del obrero en esta época de su vida que sigue a la escuela primaria, y qué va a pasar principalmente en el taller, para hacer en él el aprendizaje de su oficio. Para darse cuenta de cuán grande sea actualmente entre nosotros, basta exponer los hechos.

La escuela primaria ha abrigado al niño tres o cuatro años a lo más, interrumpidos constantemente por pobrezas, enfermedades y mudanzas continuas; ha venido éste a los ocho o nueve años, y se ha ido a los trece o catorce, rara vez más tarde, cuando su alma ruda y grosera comenzaba apenas a desbastarse. Suponed la escuela todo lo bien dirigida que queráis: ¿qué formación habrá realizado en tan breve tiempo y en niños de nuestro pueblo, y tan pequeños? Esas pocas ideas apenas asimiladas, esos pocos sentimientos buenos, apenas arraigados, ¿podrá decirse que constituyen una educación suficiente? Si nadie en tales condiciones consideraría formado moralmente a un hijo de familia elevada, que lleva de ventaja al hijo del obrero, la mayor precocidad de inteligencia, la cultura de clase y la influencia del hogar, y menores dificultades que vencer de parte del medio en que ha de vivir y de sus propias inclinaciones, ¿cómo puede decirse que la educación de éste está terminada?

Evidentemente que en tales condiciones la educación propiamente tal del hijo del pueblo, al salir de la escuela queda apenas iniciada, y es necesario continuarla, si realmente se quiere educarlo.

Aunque la formación intelectual y moral del niño del pueblo haya sido lo más completa posible en la escuela primaria, la edad en que abandona las aulas por el taller, los trece o catorce años, exige por sí sola el cuidado más solícito durante algunos años. Es en esta edad precisamente cuando se verifica en la naturaleza del niño esa violenta y profunda transformación de su organismo físico, de su inteligencia y de su ser moral: su cuerpo está en la crisis de su desarrollo y se siente sacudido por sensaciones desconocidas hasta entonces para él; su inteligencia, que se despierta ahora como de un sueño, se halla solicitada continuamente por la curiosidad de saberlo todo; su corazón comienza a abrirse a todos los entusiasmos y a sentir el ardor de las pasiones juveniles. Por sólida que haya sido la formación escolar de este niño, sucumbirá sin remedio, si entonces una dirección ilustrada y prudente no ordena esa actividad nueva que se revela con tan viva intensidad, si la educación no viene a encauzar ese torrente que se desborda y precipita.

En tales condiciones el niño va al taller. Su formación definitiva va a quedar fijada, generalmente hablando, para siempre aquí. Junto con el aprendizaje del oficio con que labra su bienestar económico, va a recibir, sin que él mismo se dé cuenta, buena parte de las ideas que le quedarán arraigadas más hondamente en su inteligencia, prejuicios, errores o verdades que formarán la mayor parte de su fondo intelectual; va a recibir al mismo tiempo buena parte de esos sentimientos, hábitos y costumbres que constituirán su vida moral, vinculada tan íntimamente con su eterna suerte; y hasta en su organismo físico, en la crisis de su desarrollo, esas huellas tan profundas que el trabajo manual ha de imprimir en él.

Más tarde, en la madurez de su vida, estos efectos se modificarán algo quizá según las circunstancias que lo rodeen, pero generalmente su fondo subsistirá siempre.

Quizás haya personas que a primera vista se sorprendan de esta influencia tan poderosa, casi decisiva, del taller en la formación de las ideas y costumbres del aprendiz y del joven obrero. Pero es ciertamente un hecho para todos los que vivimos en contacto íntimo con ellos, que está fuera de toda discusión. Y no es tampoco difícil comprenderlo.

Por una parte hemos visto que en la edad de la adolescencia en que comienza la vida del taller, su inteligencia, su corazón, su imaginación y sus sentidos desarrollan una actividad extraordinaria y un gran poder de asimilación, que contribuyen a grabar hondamente en su alma las impresiones que recibe, y que ya el Espíritu Santo nos lo había enseñado cuando dice: «Adolescens in via qua ingressus fuerit, etiam cum senuerit, non recedet, ab ea»245. Por otra parte, la vida del taller es entre nosotros continua, de todo el día; muy libre relativamente; íntima entre el maestro y sus obreros y de éstos entre sí; la influencia del maestro, sobre el aprendiz, que ve en él la autoridad de sus antiguos profesores, y al dueño de su porvenir que le da el aprendizaje, el trabajo y el salario, a quien, por tanto, ha de seguir y complacer en todo, y la influencia de los demás obreros, que son sus nuevos amigos y compañeros, a quienes ha de agradar so pena de acarrearse su enemistad, sus burlas y daños; las conversaciones que oye continuamente, los ejemplos de todo género que tiene a cada momento a su vista, los impresos que entre ellos circulan; todo este conjunto de circunstancias, ¡qué poder tan incontrastable no ejercen sobre el alma tan débil e impresionable del joven aprendiz! Y, si todo este inmenso poder se pone al servicio del mal, de los vicios, tan seductores para el joven, y de la impiedad, que lo desvía del deber, ¿quién no comprenderá que en tales circunstancias de edad, y a favor de tales medios de acción, los primeros años del taller graben hondamente en la vida del joven obrero las ideas, las costumbres que en el taller dominen? Ni se diga que la escuela, el hogar o los patronatos por sí solos compensan esta obra. La escuela hemos visto la débil huella que deja en el espíritu del niño; la familia, cuando existe sólidamente organizada, puede influir, pero esas familias en Santiago son demasiado raras; el patronato sin el taller, ya hemos dicho y luego veremos lo que puede alcanzar.

Ahora bien, si ta competencia profesional y hasta el organismo físico, si las ideas y costumbres del alumno, todo lo que constituye su bien temporal y su eterna felicidad, que es todo el objeto y fin de la educación, reciben su forma más profunda y durable en esta época y circunstancias, no veo cuándo la educación católica pueda ser más absolutamente necesaria y más decisivamente benéfica para el obrero, al mismo tiempo que para la Iglesia y la sociedad.

IV

Creemos, pues, dejar probado cuán grande sea la importancia de la educación del obrero en la época y circunstancias indicadas; veamos, pues, ahora en qué estado se halla esta educación actualmente entre nosotros bajo el punto de vista material, intelectual y moral.

Y voy a concretar mis observaciones a los talleres particulares donde la casi totalidad de los obreros reciben su formación, y a Santiago, donde he podido llegar a conocerlos completamente en estos últimos doce años, vividos día a día en la intimidad de centenares de aprendices y de obreros, los más escogidos, y en que me he consagrado casi enteramente a estudiar sus necesidades con el empeño e interés de quien ve en esa tarea el cumplimiento de una vocación de Dios.

Con desagrado dejo hecha esta digresión personal, pero la he creído necesaria para que pueda apreciarse el valor que pueda tener la afirmación de los hechos que paso a exponer.

En la parte material, en la que comprendo el aprendizaje profesional del joven obrero y la situación creada a su organismo físico, la formación del obrero no puede ser más deplorable.

En cuanto al aprendizaje, se explica fácilmente. No estando reglamentado el contrato del aprendizaje en nuestras costumbres ni en nuestra legislación, como en los países más adelantados de la Europa, y no siendo tampoco éste remunerado por el aprendiz como en Europa, sino al revés, por el maestro, carece el aprendiz de garantía para ser convenientemente instruido, y el maestro de estímulo para darlo debidamente, tanto más, cuanto que sabe que apenas sepa un poco, lo dejará. El maestro en tales condiciones no toma al aprendiz, sino para aprovecharse de él; y es natural. Si a estas circunstancias se agrega la de que nuestros obreros carecen casi en absoluto de la técnica del oficio, resulta que aún en el mejor de los casos sólo podrá transmitir al aprendiz la simple rutina de lo que él aprendió. Sin interés de enseñar ni competencia superior los maestros, se comprende, pues, cuán largo y deficiente será el aprendizaje del oficio. De aquí, ese estancamiento en que se hallan nuestros obreros, a pesar de sus brillantes cualidades naturales, el poco progreso realizado en su condición económica con respecto a otros países, y el peligro en que se hallan de ser absorbidos por las fábricas sus pequeños talleres con detrimento de su libertad y del bien social, y por la competencia extranjera, que nos vemos obligados a atajar en nuestros puertos con derechos prohibitivos casi, con gran perjuicio de todos los consumidores y de los mismos obreros al fin de cuentas, que también tienen que pagar caro lo que no producen, que es lo más.

Las garantías de la vida y de la salud del aprendiz no son mayores tampoco.

Ni nuestras costumbres ni la legislación, como en casi todos los países europeos, han establecido las medidas de protección conveniente. Comienza el trabajo aún antes de la juventud, en la crisis del desarrollo del niño. Éste, como el hombre adulto, trabajan el mismo tiempo, aunque sea con desigual intensidad; tiempo que en la generalidad de los oficios no baja de diez horas. El uso de sus fuerzas no tiene más límite, que el que estas mismas le opongan. El trabajo de los días festivos, y en algunos oficios el trabajo nocturno, va generalizándose. Ninguna precaución higiénica es consultada en el taller. Y esos tiernos pulmones gastados en el taller van después a respirar el ambiente no menos malsano de su miserable vivienda. El tierno organismo del niño, así oprimido en esa época crítica de la adolescencia, conserva después para siempre las huellas funestas de semejante régimen. Exceptuando los oficios relacionados con la construcción que se defienden por sí solos, y algún otro, tal es la triste condición creada a la salud del aprendiz. De aquí una causa muy eficaz de degeneración física, que es desgraciadamente, sobre todo en ciertos gremios, como el muy numeroso de tipógrafos y prensistas, demasiado notoria y grave.

Y, si triste es el estado en que se halla la formación de nuestros jóvenes obreros para la vida material, no puede decirse cuán deplorable es la que recibe hoy día en sus ideas y costumbres.

Su estado intelectual es muy superior a lo que era años atrás, si se atiende al despejo de su inteligencia y al número y diversidad de conocimientos que recibe. Pero esto no constituye por sí solo el bien intelectual para el obrero ni para la sociedad, sino principalmente en la mayor suma de verdades que atesora en su inteligencia y en el valor de éstas para el hombre. Y aún más, cuando en aquellas condiciones son los errores, y los más fundamentales los que dominan en su inteligencia, tal estado constituye para él su mayor desgracia, y para la sociedad, un verdadero peligro.

Ahora bien, las verdades religiosas son sin duda las de mayor valor para el hombre y la fe católica, la luz divina que las esclarece; y después de ellas, las verdades filosóficas que cimientan el orden moral, privado y público. Y su fe se halla hoy día combatida incesantemente y de mil maneras en los talleres; la impiedad franca, y últimamente, aunque mucho menos, la impiedad disimulada bajo los errores protestantes son hoy día predominantes en la mayor parte de los talleres y ponen en juego para el logro de su perversa propaganda todos los medios imaginables, desde la simple conversación y los impresos hasta las ventajas materiales, y hasta la corrupción y la violencia misma. El mayor número de los maestros y jóvenes obreros, especialmente los de condición más elevada son, no indiferentes, sino impíos. Es el hecho, sin exageración alguna, por desgracia.

Y junto con el predominio de la impiedad está de más decir cuáles sean las consecuencias a que la lógica, tan vigorosa en el pueblo, lo va conduciendo, especialmente en el orden de sus aplicaciones sociales. Es prodigiosa la difusión de las más perversas doctrinas, desde el materialismo más grosero, hasta el socialismo y el anarquismo, que cuentan con adeptos numerosos y bien organizados, con periódicos246, academias, bibliotecas, conferencias y sociedades de todo género, a las cuales arrastran a los jóvenes obreros para completar la obra nefanda de corrupción intelectual, cuyo punto inicial es el taller. ¡Y no se requiere tanto para trastornar con ideas que halagan las pasiones del trabajador, débiles inteligencias de jóvenes, novedosas siempre, y sin la defensa de una instrucción sólida!

Y a la perversión de las ideas tiene que seguirse como efecto, si no ha entrado ya como causa, la corrupción de las costumbres; y aun sin tanto, pues dispone el taller de todos los medios para propagarla fácilmente entre jóvenes obreros. Ya hemos visto en el párrafo anterior cuán poderosa es su influencia sobre éstos, sobre todo para el mal; réstanos ahora agregar que esa influencia se ejercita precisamente para el mal.

Se comienza por desligarlo de las prácticas religiosas, no sólo por la propaganda de la palabra y el ejemplo sino del hecho, por el trabajo de los días festivos, a las horas en que aquellas fueran posibles. ¡Y es demasiado sabido lo que vale el pobre corazón humano privado de la divina gracia, y en un joven, rodeado de peligros! El escándalo habitual de las conversaciones más inmundas y de los ejemplos más incitantes de sus compañeros desde el primer día que llega al taller, sancionado y confirmado a menudo por los maestros mismos, principian a destruir los restos de su inocencia y va muy pronto acabando con las últimas resistencias de su vergüenza y de su pudor. Las invitaciones y exigencias reiteradas continuamente por unos y otros, a los cuales hay al fin que ceder, franquean esos primeros pasos en el vicio, que luego aprisionará entre sus redes al desdichado joven, tal vez ya para siempre. Y, finalmente, para multiplicar esos medios de acción y afianzar aún más su obra satánica, los atraen a sus sociedades, a cuyo frente se encuentran la mayor parte de los maestros de Santiago, por la persuasión, si pueden; y si no lo consiguen así, por la fuerza, negándoles el aprendizaje o el trabajo y hostilizándolos de todos modos, hasta hacerlos entrar en ellas. Aquí, en contacto con el mayor número de los hombres de su oficio no menos perversos, que los halagan y les prometen su protección, y más y más atados cada día con las ventajas económicas y atractivos de todo género que en ellos encuentran, queda al fin consumada para siempre la completa perversión moral y religiosa del obrero.

¡Pobres niños!, ¡cultivados en su infancia con esmero tal vez, en escuelas cristianas, formados en el temor de Dios y en el respeto de su santa ley; prematuramente arrancados de las aulas escolares para ir a vivir en la edad de las pasiones en ese ambiente de los talleres, saturado de obscenidades y blasfemias; entre esa caterva infame, que arrancará a sus almas tiernas y sencillas, sus dones más preciosos, su fe y su inocencia!, ¡lanzados sin defensa y sin armas a lo más rudo de la pelea, contra enemigos poderosos e implacables! ¡Pobres niños!, ¡cómo no habían de sucumbir! Los más fuertes lucharon; pero al fin, en la encarnizada batalla de cada instante, las débiles fuerzas del niño se gastaron. ¡Cansados de pelear, se rindieron también a discreción!...

¡Oh Dios mío!, en vuestro justiciero tribunal serán sin duda castigados los asesinos de estos inocentes; pero también, ciertamente, pediréis estrecha cuenta a los que los dejaron perecer pudiendo salvarlos!

Y así, llegarán al fin esos pobres jóvenes a la plenitud de la vida; sin conocer debidamente el oficio, que no podrá darles entonces sino un sustento miserable y precario; marchito el vigor de sus fuerzas físicas, estragados por un trabajo prematuro y a menudo excesivo, y por vicios precoces y destructores; vacilantes, si no extinguidas sus creencias religiosas, que han sido reemplazadas por doctrinas subversivas de toda ley moral y de todo orden; sus prácticas religiosas abandonadas; corrompidas profundamente sus costumbres. Así llegan a formar un hogar, si lo forman, ¡así llegan a ser padres! ¡Tristes hogares que vienen a perpetuar la impiedad y los vicios, las enfermedades y la miseria!

¡Así, al precio de su salud, de su fe y de su virtud, ha de pagar hoy el hijo del obrero un ruin aprendizaje de un oficio que le dé el pan de la tierra!

Y al hablar así, estoy bien cierto que no me engaño ni exagero: sino que declaro con toda la sinceridad de mi conciencia la tristísima conclusión que la diaria experiencia personal de muchos años ha arraigado en mi alma hace mucho tiempo, y de la cual participan todos los que están en contacto con nuestros jóvenes obreros; y más aún, que cualquier observador que fije su atención en ciertos hechos que están a la vista de todos, podría quizá conjeturar: pues algo revela esa ola de criminalidad precoz que acusan nuestras estadísticas, aunque en ésta casi no quedan sino ligeras huellas de ese desborde inmundo de cieno, de lujuria y embriaguez, que reviste en realidad proporciones aterradoras; algo revela ese poder siempre creciente que van cobrando de una elección popular a otra, a pesar del cohecho electoral, esos partidos populares que tienen por bandera, más o menos descubierta, la impiedad demagógica, y que ensanchan sus filas con la juventud que se levanta, mientras reducen día por día las huestes católicas populares, a pesar de la inmigración de campesinos de fe viva, que en parte ocultan la rápida disminución de éstas; algo revela esa extraordinaria propagación y desarrollo de las sociedades de obreros, masónicas en su espíritu y principios y en su dirección efectiva, y aún hasta de las potestades, mientras nuestras sociedades católicas de obreros ven disminuir su número y su importancia y que apenas reclutan algún joven; basta mirar nuestras iglesias, para ver que la juventud obrera se nos va: no se ven más hombres, aún en la misa del domingo, que caballeros y bajo pueblo, los artesanos propiamente tales y en especial los jóvenes, han desertado; y tantos otros hechos que podríamos recordar, que como éstos corroboran la conclusión que hemos estampado con dolor, pero que ya es tiempo de decir públicamente para que todos los que puedan hacer algo (y algo pueden todos) considerando ante Dios la urgencia de la necesidad que queda indicada, vean también en su presencia la parte que hayan de tomar en su remedio.

Y después de haber visto cuán triste es el estado en que se halla la formación de nuestra juventud obrera, adornada por otra parte de tan brillantes cualidades naturales, véase si puede haber hoy por hoy obra más urgente de caridad que levantarla de tanta desgracia temporal, que es, al fin, también eterna, que asegurarle un porvenir con su trabajo mediante el cumplido aprendizaje de su oficio, y sin menoscabo de su salud, ni de su fe y sanas ideas, ni de su piedad y buenas costumbres, sino, al contrario, en condiciones en que puedan crecer como el Divino aprendiz de Nazaret con la edad «en gracia y sabiduría delante de Dios y de los hombres».

Se trata del obrero, en favor de quien con tan especial ahínco nos insta el Pontífice a tener caridad; se trata de la niñez y juventud, porción la más preciosa, porque es la esperanza. ¡Se trata de la caridad más excelente, la caridad de la educación, limosna inapreciable de la verdad, de la virtud y también del pan que han de asegurarles éstos con su oficio; de la limosna que ha de darles su bienestar en la tierra y su felicidad en el cielo! Se trata de la educación más necesaria, más útil, más decisiva, más fecunda: en la edad en que la educación se graba más hondamente, se asimila más completamente y que más peligros corre de extraviarse; de la educación que realmente los prepara para la vida, la que realmente ha de quedarles para siempre. Y es la obra de caridad, que, siendo la más necesaria, es también la más abandonada.

¡Gran caridad es acudir a las necesidades materiales, mayor aún a las del alma, pero mayor que una y otra, es acudir a ambas a la vez! ¡Gran caridad es socorrer las miserias cuando sobrevienen, pero mayor es el que atiende a impedirlas enteramente, previniéndolas en cuanto es dable! ¡Gran caridad es acudir a ellas en algún tiempo, pero mayor es la que acude a ellas por toda la vida! Y esta caridad tan grande, única que tales condiciones reúne, es la caridad de una sólida educación cristiana en la edad y circunstancias indicadas.

V

Conmovidos nuestros consocios del patronato de Santa Filomena en presencia del estado tan deplorable en que se halla la formación material, intelectual y moral de la juventud obrera de Santiago; y ciertos de que era empresa de mucha gloria de Dios, y muy propia de nuestra institución, cuyo objeto es el mayor bien en todo sentido y de todo género de la clase obrera, y en particular de la juventud, a cuyo servicio nuestros consocios consagran su juventud también con todos los dones que la Providencia les haya dispensado: hemos venido estudiando desde hace algunos años este gravísimo problema y hemos creído llegado el momento de publicar las conclusiones a que hemos arribado con la ayuda de Dios y después de prolijas investigaciones, estudios y ensayos, y cuyo antecedentes, aunque indicados ya en su mayor parte en los párrafos precedentes, voy a resumir brevemente aquí, y a indicar en seguida por nuestra parte la solución que parece deducirse claramente de los hechos.

La clase obrera va perdiéndose en todo sentido, y su perdición hoy día que dispone de tantos medios de acción es incomparablemente más funesta que nunca: hay que salvarla; el Papa lo manda. La causa última de semejante condición depende de la formación que el obrero ha recibido en la época y circunstancias en que dicha formación se verifica realmente, es decir, en la adolescencia y juventud primera; formación, que resulta de la acción combinada de cuatro elementos principales: la familia, la escuela, el taller y el estado social general. La familia obrera se halla por diversas causas en estado de extrema desorganización en todo sentido, como es público y notorio para todos: su influencia en la formación del niño, abandonado y sin contrapeso alguno, es funestísima. La escuela, que puede remediar en parte, cuando está bien organizada, las deficiencias del hogar, al menos en esos primeros años de la vida del niño, hemos visto cuán limitada es hoy día entre nosotros, en su acción, en cuanto a su objeto principal, al tiempo que dura, a la edad en que se ejercita y a los medios de que dispone. El Taller, hemos dicho cuán grande y decisiva influencia ejerce sobre el aprendiz, y cuán deficiente es en lo material, y cuán pernicioso hoy día para las ideas y costumbres de éste. El estado social general que resulta de las costumbres e ideas dominantes, de las instituciones sociales, de las leyes, de lo que se ve y oye por todas partes, ejerce sin duda una poderosa influencia, y que va siendo cada vez más corruptora, pero gracias a Dios no carece de compensaciones importantes, ni es imposible tampoco sustraer al joven obrero en gran parte a ella.

Con el fin de suplir las deficiencias de todos estos elementos educadores indicados, que determinan la formación del niño y del joven, se han establecido los patronatos católicos.

Los patronatos, debidamente organizados, disponen de medios muy eficaces para obrar sobre las familias de sus patrocinados; la caridad para con ellas practicada conforme al Reglamento de la Sociedad de S. Vicente de Paul, las congregaciones para los padres, las frecuentes fiestas religiosas y sociales, etc., y en todo caso, la experiencia acredita que, si aún no alcanza el patronato a modificar profundamente la familia, no le es difícil, por lo menos, neutralizar el daño que pudiera hacer al niño y al joven. Asimismo, puede también el patronato suplir las deficiencias de la escuela, y aún, con frecuencia lo hemos experimentado, de la escuela impía, y en todo caso, completando y continuando la obra educadora de la escuela católica. Sobre el taller finalmente creímos, con los medios que poseíamos, poder influir, o evitando los malos, o mejorándolos indirectamente, o bien neutralizando sus efectos nocivos, pero sufrimos un grande error. Buenos talleres no los hemos encontrado sino muy rara vez. Hicimos hace pocos años una diligentísima investigación para dar con talleres dirigidos por buenos maestros. No encontramos sino uno que otro; y aún de éstos mismos maestros tuvimos ocasión de desengañarnos muy pronto. Después hemos logrado formar unos pocos de entre nuestros obreros.

A la misma conclusión que nosotros han llegado los directores de los demás patronatos: no hay talleres cristianos, verdaderamente tales. Durante estos doce años hemos puesto en juego cuanto recurso ha sido posible para compensar los efectos y la influencia de los talleres: escuelas nocturnas, primarias y técnicas, halagos de todo género a los maestros, y los mil recursos de que dispone el patronato, pero con escaso resultado. Es cierto que en el patronato de Santa Filomena, Nuestro Señor ha concedido a sus directores el consuelo de formar cumplidamente más de un centenar de jóvenes obreros, la mayor parte en medio de ese horno de Babilonia de los talleres de Santiago, pero Dios sabe al precio de cuán grandes sacrificios por parte de nuestros consocios y de cuánto heroísmo de virtud por parte de aquellos. ¡Pero ni con esto puede contarse siempre, ni es cosecha proporcionada para doce años de tanta labor! Y sobre todo, ¿qué es este número, comparado con ese otro muchísimo mayor que, con el alma partida de dolor, hemos visto y vemos perecer diariamente a nuestra vista sin poderlos salvar, y más aún comparado con el resto de esa juventud obrera, que no ha conocido el amparo de un patronato, ni aún el de una escuela católica, que es casi la inmensa mayoría, la cual certísimamente naufraga sin remedio?

Llegamos, pues, a esta dolorosa conclusión:

En Santiago, los alumnos de las escuelas católicas, pero que al salir de la escuela no completan y continúan su educación al amparo de un patronato, como pasa a la mayor parte, podemos asegurar que no perseveran, sino el pequeño número que se halla rodeado de un conjunto de circunstancias favorables, de familia, de ocupación, etc., todo lo cual es hoy día harto raro; y los que siguen al amparo de un patronato, debidamente organizado, perseveran en su mayor parte, si les toca un buen taller para el aprendizaje, aunque las condiciones de familia y demás les sean adversas; y si no lo consiguen, se pierden también en su mayor parte.

De los alumnos que salen de las escuelas no católicas, no hablamos. Es, pues, preciso completar la escuela primaria con el patronato posescolar, y el patronato con los talleres de aprendizaje. De estos tres elementos, debidamente organizados e íntimamente unidos, depende la sólida y completa formación de un obrero católico hoy día en Santiago.

Lo que sea y deba ser una escuela primaria y un patronato es bien sabido, y gracias a Dios, no faltan aquí: la obra que falta en el plan de la educación popular, y que urge cuanto antes establecer, si no queremos perder la clase obrera creando un gravísimo peligro social, es la organización conveniente del aprendizaje del oficio: la escuela de artes y oficios, verdaderamente católica, y cuya organización corresponde realmente a las necesidades que viene a remediar.

Las condiciones de esta organización quedan señaladas por los hechos expuestos; y creo que podemos resumirlas en éstas, a saber: que sea verdadera escuela, que sea externa, y que esté anexa a una escuela primaria y a un patronato, debidamente organizados.

Voy a explicarlas brevemente.

Que sea verdadera escuela, no simples talleres de trabajo en que la enseñanza del oficio queda sacrificada al negocio, sino en que ésta sea técnica y práctica, y esta última, gradual y metódica, de manera que puedan formarse en plazo relativamente corto obreros verdaderamente hábiles en sus oficios; y en la cual por esta enseñanza a su vez, no sea tampoco sacrificada, sino que tenga el primer lugar, la educación completa del hombre y del cristiano, en su inteligencia y sobre todo en su corazón, que se abren en esta época con nuevas necesidades y con tan gran poder de asimilación. Así, al acabar su aprendizaje, saldrán de la escuela sólidamente preparados para la vida temporal y para la vida eterna; y por su elevación profesional, intelectual y moral entre sus compañeros de trabajo puedan contrarrestar entre éstos esa influencia de que hoy disponen casi exclusivamente los obreros moral y religiosamente peores, para arrastrar a sus perversos planes a la gran multitud trabajadora, y que a ello servirá de base del más benéfico y eficaz apostolado obrero.

Externa no sólo para que pueda aprovechar con menor gravamen a mayor número de alumnos, sino principalmente para que vayan éstos haciendo en el medio mismo en que han de vivir siempre, el aprendizaje de la vida, mientras están en la escuela rodeados de medios eficaces para luchar, con ventaja, y no después, cuando ya estén abandonados a sí mismos.

Anexa a una escuela primaria y a un patronato, debidamente organizados, lo primero, para que no se rompa la continuidad de la educación recibida ni el gradual desarrollo de su instrucción, sino que guarden perfecta unidad; y lo segundo, para que aquel conjunto de necesidades de todo género que rodean al niño y al joven mientras hace su aprendizaje y después de terminado éste cuando han de dejarla, tengan la conveniente y adecuada satisfacción, por medio de esa variedad de pequeñas obras que constituyen el patronato completo y bien organizado: y así estos tres elementos la escuela primaria, la escuela de artes y oficios y el patronato concurran tan armónica e íntimamente unidos como las partes componentes de una sola y misma institución.

La escuela primaria habrá desplegado las facultades del niño y dádole aquella primera educación, condiciones esenciales de todo cultivo posterior. La escuela de artes y oficios habrá continuado sin brusca transición, bajo un régimen que participa a la vez de la disciplina escolar y de la vida del taller, el desarrollo de esas mismas facultades morales, intelectuales y físicas dirigiéndolos gradual y ordenadamente a la posesión de su bien propio, temporal y eterno. El patronato completa la obra de una y otra escuela con los medios que faltan a cada una, y la prolonga después de abandonadas una y otra, indefinidamente, hasta la muerte.

Los padres del alumno, sostenidos por la esperanza de una formación que les preparará un porvenir mejor, y por la remuneración, cada vez mayor que podrá ganar con su trabajo, harán con gusto el sacrificio de prolongar un poco más la educación de sus hijos.

Y al salir de la escuela de artes y oficios los alumnos, a los dieciocho o diecinueve años, con la preparación tan completa que habrán recibido, con las economías acumuladas durante su aprendizaje y con la protección del patronato, que continuará siempre a su lado, podrán ya trabajar por cuenta solos o asociados a antiguos compañeros sin peligro alguno, o irán si acaso a otros talleres, pero ya con una sólida formación y en condiciones tales de superioridad sobre los otros que no serán ya fácilmente arrastrados, sino que sostenidos siempre por el patronato, podrán más bien arrastrar a muchos al buen camino.

La educación sólida y completa del obrero queda entonces felizmente terminada; y formada una nueva generación de obreros sanos, capaces y virtuosos, ciudadanos útiles a la patria, e hijos amantes de la Iglesia.

La obra es grande y difícil, pero es de Dios. Él la quiere sin duda alguna. En esta seguridad la emprenderemos en este mismo año. No es posible dejar abandonadas por más tiempo tantas almas, que podemos ciertamente hacer felices en la tierra y en el cielo, con un pequeño esfuerzo de nuestra parte. No tenemos recursos; pero se los pediremos al Señor con nuestros niños y jóvenes y con muchas almas buenas que nos acompañan con sus oraciones; y los mendigaremos de puerta en puerta, al mismo tiempo.

Tal es la obra de caridad es cuyo favor invoco en nombre de Dios la protección de los católicos.

Carlos Casanueva Opazo, Pbo.

Nota. Las personas que se interesen por esta obra de caridad, tan importante y tan urgente pueden dirigirse al presidente del patronato de Santa Filomena, D. Juan Enrique Concha, Huérfanos 785, o al que suscribe, Estado 136, para pedir prospectos o datos, o enviar sus limosnas.

A. D. M. G.