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La dama del manto (Tradición religiosa sevillana)

José Velázquez y Sánchez

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)





La procesión Eucarística recorre su estación en Sevilla, con la suntuosidad y grandeza que distinguieron siempre a su Cabildo.

Una multitud inmensa puebla las calles por donde debe transitar, y el vecindario adorna las fachadas para festejar dignamente al Rey de cielos y tierra, Sacramentado, a la adoración de un pueblo eminentemente religioso. El mirto, el arrayán, las verdes hojas del naranjo y las rosas, sirven de tapiz al paso de la ostentosa procesión: las campanas mezclan su clamoreo al susurro de la muchedumbre, semejante al mugido de la mar que se estrella en las playas, o al trueno que se pierde entre las últimas tempestuosas nubes.

Corría el año de 1608, y nadie podía sospechar que en aquel año y aquel día precisamente entraba en los inescrutables fines de la Providencia, llamar por medios extraordinarios al gremio de los escogidos1 a un hombre, honor de su siglo, de su patria y de su ciudad natal.

Entre los que acompañaban al Cabildo, se distinguía por el lucimiento de su persona, almenada con ricos y costosos vestidos, por su brío natural y airoso continente don Mateo Vázquez de Leca.

Nacido en la reina del Betis en 1573, pertenecía a una prosapia2 ilustre, siendo sobrino del arcediano3 de Carmona, secretario del despacho universal del señor don Felipe II.

El cardenal arzobispo, don Rodrigo de Castro, le admitió en el número de sus familiares4, apenas comenzados sus estudios en la universidad de Alcalá, conciliándole un canonicato en la colegial del Salvador, no teniendo aun cumplidos los quince años. En 1591 graduado de bachiller en filosofía, y mediante dispensa de la santidad de Gregorio XIII, el Cabildo catedral, por fallecimiento de su tío, le hizo por sus votos canónigo y arcediano de Carmona, otorgándosele licencia para continuar sus estudios. En 1596, ordenado de subdiácono en Osino. Fijó su residencia en Sevilla, disfrutando de rentas pingües, y entregándose a vanidades fastuosas, si bien aplaudidas por jóvenes poco reflexivos, censuradas con razón por los hombres sensatos. Este era el hombre que en medio del respeto que indicaba, acompañando la más augusta de las procesiones, no podía disimular el conato de hacerse visible y las pretensiones de singularizarse por la profanidad de su adorno, en contraste con las exigencias de su ministerio. La procesión se encontraba en las últimas calles de su tránsito, y don Mateo devoraba con la vista las esquinas y encrucijadas, como quien busca una persona en lugares de cita fijados de antemano.

Era que una dama de gentil apostura, seductores contornos y aire tentador, pero cubierta con un negro y rico manto, se había acercado al mancebo al pasar por todas las esquinas de la estación, y siempre una mano de fabulosa pequeñez, prisionera en un guante de ámbar gris, había tocado su brazo, y una voz melodiosa murmuró a su oído: A la tarde nos veremos. Y don Mateo, excitado por la curiosidad al principio, y después alarmado al notar la insistencia de aquel requerimiento amoroso, temía ya que la encubierta no continuara su táctica de rodeos para venir a situarse en las esquinas que faltaban hasta el ingreso en la casa de Dios.

Entraba don Mateo por la puerta próxima a la giralda, cuando sintió la mano femenil estrecharlo su brazo tiernamente, y al tiempo mismo el eco insinuante de una dulce voz apagándose en blando arrullo, le dijo:

-Hasta la tarde, señor mío.

-Pero, hermosa dama -exclamó el joven arcediano-, no basta el cuándo; quiero que digas el dónde.

-Aquí mismo -contestó la dama, perdiéndose entre el gentío.

-Aventura tenemos -dijo para sí el héroe de nuestra historia-. Si el rostro corresponde al aire y al andar, la mano y la voz, es una conquista de primer orden la dama del manto.

El órgano prolonga sus torrentes brillantes de armonía por las bóvedas de la grandiosa catedral. El incienso, elevándose en espirales caprichosas, impregna la atmósfera del santuario de su grata esencia. El altar mayor de plata trabajada a martillo, deslumbraba reflejando la luz de los cirios y las hachas que arden en honor del Augusto Sacramento. Las crujías laterales permanecen en una semi-oscuridad que tiene mucho de solemne y misteriosa. De trecho en trecho arde tranquila una lámpara, imagen de la piedad, que, recogiendo el alma en el seno de Dios, la pone al abrigo del viento de las pasiones, que principiando por agitarlas concluiría por apagarla al soplo de una ráfaga violenta.

Don Mateo no cesa de pasear por la puerta donde vio por última vez a la tapada, desesperándose por lo que tarda en acudir a la cita, y llevando a la casa de la oración y los sacrificios el espíritu libertino y las intenciones libidinosas.

Al fin se presentó la dama encubierta, acercándose al mancebo con paso lento y mesurado.

-Sois poco exacta, señora mía -la dijo el arcediano...

-Nunca es tarde si la dicha es buena -replicó la mujer misteriosa.

-Espero que me hagáis el honor de mostrarme la faz -repuso don Mateo, ardiendo en voluptuosa codicia.

-Aquí me es imposible, caballero.

-Indicadme adónde debo seguiros.

La gallarda hembra del manto le hizo señal de que la siguiera, y el engreído canónigo fue en pos de sus pasos hasta la capilla de los Reyes.

-Sois muy exigente -exclamó la dama.

-Perdonad; pero insisto en que me dejéis que os vea el rostro -respondió Vázquez de Leca.

-¿No podéis dispensarme esa condición?

-De ningún modo; y si no principiáis por ahí, comenzareis nuestras relaciones enojándome.

-Pues lo queréis, sea: acercaos.

-¡Feliz quien en vida va a ver el cuello!...

En este punto la dama abrió, no su manto, sino toda su vestidura...

Era un hórrido y espantable esqueleto. Un esqueleto que abrió sus brazos descarnados, como para abarcar el cuello del descuidado eclesiástico. Un esqueleto de cuyas concavidades oculares salió una luz cárdena, y cuyas mandíbulas se abrieron como sí intentara una sonrisa de burla, imposible de marcar.

Don Mateo, poseído del pavor, enloquecido por el espanto, salió de la capilla erizado el cabello, la mirada delirante, trémulo y gritando: «¡Eternidad, eternidad!...».

Advertido de este modo por la Providencia Divina, don Mateo Vázquez de Leca, fue después un sacerdote ejemplar; insigne en letras y virtud; padre de los pobres; notable defensor del recién definido misterio de la Concepción Inmaculada, y memorado por los beneficios de su liberalidad y los frutos de sus trabajos evangélicos; como extensamente puede verse en la vida del P. Contreras, escrita por Gabriel Aranda5.





FUENTE

Velázquez y Sánchez, José, «La dama del manto. Tradición religiosa sevillana», El Mundo Pintoresco, Año 2, Núm. 23, enero de 1859, p. 1; y La España LiterariaNúm. 19, 10 de mayo 1864, p. 147.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.



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