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La danza inmóvil1: [Capítulo 3]

Manuel Scorza

Dunia Gras Miravet (ed. lit.)






Arriba- III -

Una mujer interrumpe el relato


Por la puerta de La Coupole2 apareció entonces una mujer. Se sobreparó buscando a alguien, paseó la mirada por el salón bullicioso, tal vez no encontró a nadie porque con paso decidido penetró al comedor. Su hermosura me suspendió, quiero decir: suspendió el curso de mi vida. Hacía un instante yo conversaba con el Editor y el Director literario de «Ediciones Universo». Más que escuchar las desventuras de mis personajes, el Editor parecía dormitar. De pronto despertó, emitió un comentario que debería interesarme. No lo escuché. El bullicioso restaurante y sus comensales, el Editor, Vaca Sagrada, los camareros, los grupos que entraban, las parejas que salían, siguieron existiendo dentro de las paredes que atravesaba la desconocida, pero ahora como personajes de una película muda. ¿A quién buscaba? ¿Qué ser humano podía merecer la mirada anhelosa de esa mujer? ¿Un joven Picasso provisionalmente desconocido, pero seguro ya de su genio, había logrado encandilarla? ¿Un combatiente revolucionario, un varón tiznado por el heroísmo, indiferente al riesgo, sabedor de que su muerte siempre será vida para los demás? ¿Un ser, en suma, irresistible? En las mesas busqué a ese rostro tallado al mismo tiempo por el hierro y la ternura, a ese varón que retornaba invicto de los combates, de las persecuciones, de las emboscadas, sólo para ofrecerse a ella como un camino diferente, como algo que de ninguna manera podíamos brindarle simples mortales como nosotros, meros forjadores de guerras verbales, de contiendas de palabras, disertando en una mesa donde se decidía el destino de un libro prescindible y no la estremecedora suerte de todo un Continente. La desconocida siguió avanzando. Los mismos camareros habituados a las mujeres bellas se hacían lentos, titubeaban para verla mejor. El Editor murmuró algo. La presencia de una mujer incandescentemente bella, en un restaurante o en cualquier parte, provoca siempre malestar. ¡Cuántas veces, yo mismo, en La Coupole, había sido testigo de los disturbios causados por esos soberbios ejemplares de la hermosura humana! Cuando una de tales hembras entra (y curiosamente lo hacen casi siempre solas, cuales reinas a las que un invisible protocolo condena a caminar sin compañía. ¿Quién es digno de acompañarlas?), los hombres buscan pretextos para contemplarlas, fingen urgencias en los urinarios, inventan impostergables llamadas telefónicas, se levantan para saludar amigos que jamás antes saludaron, solamente para pasar delante de esa mesa donde se agolpan los maîtres3 obsequiosos. Los camareros han telegrafiado ya el acontecimiento a la cocina, todo el personal se agita, hombres y mujeres desfilan, los hombres para admirarla, las mujeres para buscarle defectos: «la boca es demasiado pequeña», «si prácticamente no tiene senos...», «es una lástima que una mujer tan linda no sepa peinarse», «ni vestirse, además...», sin contar al infortunado que tiene frente a sus ojos a los veinte años de aburrimiento de su esposa, y detrás de ella, en una mesa próxima y con la cara hacia él, a ese ser que en una calle del Renacimiento hubiera suscitado la palidez de Leonardo descubriendo a la Virgen de las Rocas. Afortunado, sí, el comensal, pero a medias, condenado a la hemiplejía visual: un ojo imparcial, casi de vidrio, mirando a su propia esposa, y el otro astral, de fuego, desbocado hacia el prodigio. Y hay también en esos casos el sentenciado a mirar sin atenuantes a su esposa, porque está de espaldas a la mujer que los matrimoniales ojos envidiosos retratan al revés. Sin contar a los que pretextando una tortícolis volverán demasiado el rostro, y en una de esas veces no encontrarán a su invitada. Los maîtres saben que esas cenas no terminarán o terminarán mal. Las mujeres irritadas suprimirán los postres, pretextarán jaquecas. Los maîtres tienen ya las cuentas preparadas, pero a veces no pueden ni entregarlas. Al escándalo de la belleza se entrevera el de la envidia, como esa vez en que, mortificadas por la aparición de Bruna Negri, tres muchachas se alzaron las blusas y mostraron senos que acaso, en otra ocasión, hubieran alborotado, pero jamás allí, en ese instante donde todo era inadvertido menos los ojos y el cabello y el cuerpo y los inimaginables ademanes de Bruna Negri. Una novela sobre la lucha armada ahora que... sonó remota la voz del Editor. La mujer que había entrado vestía un traje de seda india lunareado de flores moradas, sencillez compensada (¡me sorprendió aún más!) por un inapreciable collar de jade precolombino, que las manos de mis ancestros habían ensartado hacía siglos, para ese cuello, para ella, pensé con el dolor de lo inaccesible.

No era la inconcebible simetría de su cuerpo ni su espantable belleza lo que me enfermaba, lo que me hacía padecer, sino un deseo absurdo y salvaje, la visión de un caballo picoteando flores, ya que uno sufre porque es un traidor permanente a su propio deseo. A juzgar por lo que hemos escuchado, pienso que la editorial... Volvió a detenerse, la media lluvia de sus cabellos negros cayó de golpe sobre los milagrosos ojos azules. Claro que sería mejor no tocar ciertos temas políticos... Si bien es cierto que la situación social de su continente es un escándalo, hablar ahora de la lucha armada... Ella pareció fatigarse. No era fatiga: era el impulso del cuerpo alistándose para hender la multitud. En mi opinión convendría que... Yo escuchaba cada vez menos. No sé por qué, mirándola, rememoré otra forma perfecta... Hacía días, imposibilitado de expresar lo que me era inexpresable, decidí visitar el Jardin des Plantes4, próximo al departamento en que vivía. Hacía frío aún. La tarde era transparente. No quise volver a buscar algo que me abrigara. Me pareció mejor cobijarme en la temperatura tropical del Jardin d'Hiver5. Encaminándome hacia allí, sobre la fachada del edificio central, vi un letrero que anunciaba una Exposición de Conchas Marinas. Entré. Sin duda porque la crudeza de la luz impedía apreciar los delicados matices de las caracolas, los organizadores habían optado por la penumbra. Luces sabiamente escogidas destacaban con mayor plenitud los esplendores submarinos. Iniciaba el recorrido de la exposición cuando, en el fondo de la sala, una arquitectura perfecta me atrajo. Era, descubrí luego, la radiografía de una caracola. Un slide6 de tres metros mostraba con timidez la espiral alrededor de la cual se enroscan las caracolas. Mucho tiempo, demasiado tiempo, en la penumbra, me abstraje admirando los meandros de esa serenidad. Con malestar y sólo porque los guardianes me recordaron que ya iban a cerrar, debí alejarme. Y entonces, a un costado de la ampliación, distinguí un texto que informaba que ésa, como todas las caracolas que pueblan los océanos, era una espiral enroscada en una relación matemática constante a su curva anterior. La espiral de la caracola, una curva polar, era una espiral logarítmica. La forma que me maravillaba se expresaba en una fórmula matemática

Fórmula matemática

Me estremecí. Bruscamente imaginé el fondo del mar no poblado por miríadas de caracolas sino constelado de símbolos. Y no sólo caracolas. Las estrellas de mar, los erizos, los cangrejos, los pulpos, y los mismos peces familiares eran seres recubiertos por carnes crecidas en la obediencia a formas geométricas, ¡todas se expresaban mediante ecuaciones precisas y axiomáticas! Más que alfombrado por formas deslumbrantes o tenebrosas, el fondo del mar se me apareció tapizado por una miríada de fórmulas matemáticas que, acaso -pensé con el dolor de no conocer-, se expresaba, a su vez, en una fórmula única. ¡Todo al mar, todos los mares, todos los secretos de los mares revelados en una sola ecuación! Y sospeché que el hombre mismo era una metáfora provisionalmente vestida de carne. ¿El hombre es carne que cubre a una metáfora, o una metáfora que recubre la carne? Más allá de las matemáticas comunes, por ahora fuera de nuestro torpe alcance, ¿una matemática sublime, por ahora inalcanzable, explica con claridad las oscuridades luminosas del deseo, de los celos, del recuerdo, del engaño, del olvido, del juego, de desquites, concesiones y venganzas del amor y del odio, esos misterios que nos torturan? En el gran sistema del universo, para el Gran Matemático que se entretiene haciéndonos creer que somos algo más que apariencias, meros símbolos condenados a obedecer irreparablemente el sentido de su espiral, ¿nuestros sentimientos se expresan en ecuaciones luminosamente simples? Y con dolor, con amor, con deseo me pregunté cuál sería la ecuación capaz de abrirme paso hacia el amor de esa mujer.





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