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ArribaAbajoEn busca del tiempo perdido

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Teresita las hacía sonreír...

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ArribaAbajoEn traje marinero, allá en los años veinte...

Mi madre Teresa Lamas se llevaba muy bien con señoras mayores. Ellas la querían y se lo demostraban con palabras cariñosas y sonrisas afables. Mi madre las visitaba de vez en cuando en sus viejos caserones. En estos, a menudo había reunión de ocho o más matronas de aspecto imponente y de feminidad en retroceso. Todas estas matronas llamaban a mamá Teresita, y mamá las llamaba a ellas doña Crispina, doña Úrsula, doña Marcela, etcétera.

Una tarde lejanísima de invierno -serían las cuatro de la tarde- mamá iba a visitar a doña Emilia. Doña Emilia Recalde de Recalde, distinguida, linajuda, vivía en una casa-quinta en las que eran entonces las afueras de Asunción. Mamá, toda vestida de negro, sin más joyas que un collar de oro del que cuelga un medallón adornado con flores de esmalte multicolor, y un anillo con «la bandera paraguaya», una gema roja, una blanca y otra azul, luce una larguísima falda que le llega hasta los tobillos. Frente a un tríptico de espejos no muy resplandecientes, se pone un sombrero de anchas alas de encaje negro, encaje mantenido horizontalmente por invisibles alambres circulares. Un tul también negro pronto le va a cubrir la cara donde le brillan los ojos inteligentes y melancólicos, aunque ella no es nada melancólica. Al contrario, tiene un carácter alegre y esto la hace simpática entre las ancianas, esas discretas ancianas plañideras de lutos antiguos y lutos recientes. Teresita las hacía sonreír y aun reír, despertando en labios marchitos algo como un brillo velado, sí, pero un brillo al fin, de juventud remota. Mamá toda de negro no estaba de luto ni mucho menos; vestía a la moda de los Twenties, una moda tan razonable y tan poco razonable como otra moda cualquiera.

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Yo me pongo -o me ponen- un traje marinero de casimir azul marino, con corbata negra y cordón blanco, cordón colgado del silbato de madera también blanca que se guarda en el bolsillo sobre el lado izquierdo del pecho, Mamá, que ya se ha esmerado en el vestir esta tarde de invierno, quiere que yo, que voy a ser su escudero, su único acompañante, esté también vestido, lo mejor posible, como ella. Es invierno, dije, pero no hace mucho frío. Cuando me ha trazado bien la raya del pelo toma mi gorra azul y me la ciñe cuidadosamente de modo que la cinta colgante caiga sobre mi oreja izquierda.

Ir de visita al caserón de doña Emilia Recalde de Recalde era todo un viaje. Era preciso tomar un coche de plaza, ¡y qué coche! Había en Asunción algunos Fords destartalados, creo que con una sola parada, la de la plaza frente a la estación del ferrocarril, o sea la Plaza Uruguaya, la que tiene estatuas de mujeres a quienes se les cae la ropa o simplemente están como se viene al mundo.

El cielo brilla con intenso azul sobre las torres, también azules, de la estación cuando mamá y yo llegamos a la plaza, frente al lindo edificio, y elegimos, mejor dicho, y ella elige, un Ford oscuro y alto de capota más o menos segura sobre la carrocería polvorienta, cuyas portezuelas se abren no sin algún forcejeo, y a la tercera o cuarta tentativa.

Mamá da la dirección de los Recalde-Recalde al chófer de ojos azules y tan saltones que parece se les van a desprender y caer sobre el volante. El coche, cuyo motor hace gran ruido, y al que el chófer ha puesto en marcha con muchas vueltas del manubrio oscilante en la parte delantera, ahora con trepidación y mucho humo gris azulado, arranca.   —101→   Y ya nos vamos subiendo por la calle casi desierta y mal empedrada, la calle Méjico. Méjico arriba, vamos dando tumbos.

A los pocos minutos es tal el traqueteo del Ford que este amenaza con deshacerse con el próximo barquinazo, y sus cuatro ruedas, como la de la Fortuna -que creo tiene una o dos alas- se echarán entonces a girar por su cuenta, y en dirección opuesta a nuestro rumbo, esto es, tomarán el de la calle Méjico abajo, cuya pendiente opone al antiguo motor una tenaz resistencia.

Yo me quejo, con voz insegura, mientras trato de aferrarme a la portezuela izquierda de atrás y de una barra de madera o metal de la capota para mantenerme en equilibrio sobre el asiento golpeante.

-«Mamá, este auto es muy malo...» -«Es un paseo en auto» -es la respuesta- « no te quejes de balde». Pero ella tampoco va muy cómoda, to say the least, y su sombrero de anchas alas de encaje ya tiene una especie de abolladura que trata ella de arreglar cuando la marcha, menos violenta, le deja libre una de las dos manos ocupadas en mantenerse firme en el asiento.

Doblamos hacia la izquierda y tomamos quién sabe qué otra calle tan mal empedrada como la anterior, y llegamos por fin a nuestro destino.

Aquí se produce un terco apagón de las no muy claras luces del recuerdo. ¿Cómo era la fachada de la casa o tenía esta un portón de metal como los de las quintas? No podría decirlo. Lo cierto es que ya me encuentro en la casa de los Recalde-Recalde, en la sala de esa casa. El ambiente me parece suntuoso, y ha de serlo. Hay, formando una rueda, varios sillones y, en ellos, sentadas con rigidez unas ancianas ceremoniosas, lentas, de aire aristocrático que, naturalmente, cuando me obligan a acercarme, me besan no sin cierta humedad desagradable. Aunque no puedo asegurar que esta humedad haya podido existir en realidad   —102→   y traspasar los velos o tules que cubren los semblantes, y ponen sombras sobre mejillas áridas.

-Es idéntico al padre -sentencia una matrona toda vestida de un gris casi negro, con un collar de perlas en torno al cuello grueso.

Alumbran la sala unas lámparas que no logran disipar la oscuridad de los cuatro rincones lejanos unos de otros porque la sala es muy grande; ni dibujar con claridad antiguos muebles cuyos perfiles severos se insinúan en el ámbito dilatado.

Una empleada -una mucama- sirve copitas de oporto en bandeja de plata. En una consola de espejo alto, patas corvas y doradas y tablero de mármol blanco hay una bombonera plateada, y en esta bombonera, confites de varios colores, de forma ovalada, o esférica.

Doña Emilia Recalde de Recalde es una persona con voz sorprendentemente clara y juvenil -acaso no sea ella tan anciana como me parece- me alarga la bombonera y cuando ve que los confites no caben más en la mano derecha (en la izquierda tengo todavía la gorra marinera) introduce, ella misma, tres, cuatro, cinco y más confites rosados, blancos, amarillos en el bolsillo del silbato.

Poco después doña Emilia me conduce hasta la puerta de la sala que da acceso a la galería. La abre lentamente y me invita a ir allá abajo, al jardín, donde están cantando unas muchachas hermosas. Traspuesta la puerta, avanzo hacia la cima de la escalinata que desciende al jardín y tiene muchas gradas...

En este momento, todo lo para mí recordable de la visita aquella, se reduce a lo que escribí en un breve poema el año 1970. Se titula «Traje marinero», y lo sitúo en el tiempo, en 1922, durante la guerra civil de ese y el año siguiente.

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Claudio Guillén, que como crítico tiene hoy el mismo prestigio que su padre Jorge Guillén en poesía, me envió una preciosa cartita sobre el poema del traje marinero. Claudio no había publicado todavía su espléndido libro Literature as a System; la cartita me llegó no mucho antes de su nombramiento de profesor en Harvard. Comparaba en ella al poemita con cuadros de no recuerdo qué pintor francés posimpresionista. ¡Cómo deploro no haber dado entonces a esta cartita la importancia que su autor, gran crítico, le confería, y haberla perdido con otros muchos papeles!

«Traje marinero, (1922)», dice así:



De una sala de viejas
señoras estiradas,
voy, solo, a una terraza.

Veo un parque.

Hay un jardín. Hay una escalinata.  5
Bajo la escalinata lentamente.

Mi traje marinero
es azul muy oscuro.

Llevo la gorra en una mano,
llevo en la otra confites de la sala.  10

Llego al jardín. Camino sobre el césped.
Y entonces veo a las muchachas.

Tomadas de las manos
cantaban y cantaban.

Y de pronto me vieron  15
y cantando formaron ronda doble
en torno a mí, muy altas, muy hermosas.

Sobre todo, muy altas.
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(Después de muchos, muchos años,
todavía las veo sobre el césped  20
muy altas y cantando.

Y yo las miro desde abajo,
vestido con mi traje marinero,
la gorra en una mano
y en la otra, confites de la sala.)  25



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ArribaAbajoEscuela primaria

Decían que era la mejor escuela de Asunción, pero yo no estaba de acuerdo. Acaso la escuela fuese buena en sí, no sólo por contraste con otras; pero mi evaluación no entraba en esas sutilezas. La escuela a mí me parecía horrible. Ocupaba esta gran parte de una manzana espaciosa; la formaban sin mayor afinidad arquitectónica, sin ninguna simetría, tres o más edificios que se comunicaron entre sí mucho después de su construcción individual. Eran de una sola planta, salvo un único edificio nuevo, este sí planeado conforme a un designio pedagógico para constituir el ala izquierda del establecimiento. En esta ala se construyeron las aulas y funcionaban los cursos del magisterio. Creo que la Escuela Normal de Profesores no ha cambiado mucho en más de medio siglo. En los tiempos que yo evoco, la gobernaba una educadora ilustre: Felicidad González.

A esa escuela me llevaron un primero de marzo en uno de los primeros años de la tercera década del siglo, y me dejaron en el centro del zaguán que se abre sobre la calle General Díaz.

Ahora me veo a mí mismo en el patio alto de la escuela, patio totalmente embaldosado, perteneciente al ala más antigua, al ala que hace esquina sobre Independencia Nacional y General Díaz. En este patio hay largas, rectas filas de   —106→   escolares de guardapolvo blanco, formados aquí para cantar el Himno antes de la primera clase. Es la hora de la siesta. Lucía Príncipe, la profesora de música; simpática, bajita, pizpireta, se sienta frente a un alto piano negro. Las maestras, de pie sobre una especie de largo poyo de ladrillo revocado que se alza a lo largo de una buena extensión del patio, miran frente a sí, esto es, hacia las filas de sus respectivos grados, grados que se jerarquizan por la edad, el saber y la estatura desde el primero hasta el sexto. Y de pronto, cuando menos lo espero -yo no sé nada de los ritos de la escuela- de pronto estalla el Himno como un inmenso clamor épico disparado desde mil gargantas estentóreas. Es como el derrumbe súbito de una vidriera gigantesca sobre el patio:

¡A los pueblos de América infausta

tres centurias un cetro oprimió!

Años, muchos años después, voy a encontrar en un poema la exacta expresión de lo que ahora me parece no precisamente un clamor humano que se levanta en mi contorno, sino algo fragoroso, terrible, que sobre mí, que sobre el ámbito en que estoy, se desploma. Dice Lugones al final de su famosa «Tormenta»: ¡Y el firmamento entero se desplomó en un rayo como un inmenso techo de hierro y de cristal!

Yo experimento un terror nunca jamás sentido. ¡Qué susto me ha dado el Himno de la patria! Anonadado, crispado, mientras dura el canto aterrador hago un heroico esfuerzo para sofocar sollozos y contener lágrimas. Es que yo tengo seis años y por primera vez me han puesto entre tantos congéneres de seis, de siete, de ocho, de nueve, diez, once, doce años, algunos ya altos, grandes, burlones. Yo vivo en una casa cuyos dos patios son de área reducida. Uno, el del frente, embaldosado, es angosto aunque bastante largo; el otro, el del fondo, es de tierra cuadrangular, y tiene varios árboles. A esto se reduce todo el recinto en que se me permite jugar. La calle me está prohibida; prohibida me está   —107→   la plaza San Roque. Son lugares vitandos. Yo suelo envidiar a esos chicos «callejeros», a esos chicos no bien educados que corren dando gritos por las aceras y juegan alborotando en la plaza. Porque estos chicos con quienes no se me permite relacionarme, son libres; yo, en cambio, soy un prisionero a quien se educa con mucho cuidado de que no se contamine. La buena crianza -a veces no bien aprovechada- tiene alto precio...

Y ahora estoy aquí en la escuela, lugar desconocido y desagradable, vigilado, por maestras casi todas graves, solemnes, que me parecen hostiles, mientras innumerables chicos, completamente a sus anchas en la multitud que forman, cantan a todo pulmón bajo un cielo muy vasto sobre el vasto patio; un cielo que poco a poco vuelve a ser azul; un cielo de luz que ciega y quema.

Recuerdo aún los nombres de varias maestras, personas seguramente muy meritorias, admirables por su capacidad para un trabajo arduo, mal remunerado y rara vez bien agradecido. Recuerdo a la regente Rosa Ventre, de ojos de un verde fulgurante, de porte digno y autoritario; a la subregente Lidia Velázquez, hermosa, pulcra, distinguida; recuerdo a Carolina Ventre, hermana de Rosa y como ella de fulgurantes ojos verdes.

Lidia Velázquez es físicamente la persona más notable de la escuela, después de la directora; pero a la directora no se la ve casi nunca; ella tiene su despacho en el piso alto, lejos de sus súbditos. Lidia Velázquez es algo corpulenta; es blanca y atildada. Se mueve con lentitud majestuosa sobre sus tacones siempre altos dejando tras sí una como nubecilla invisible de perfume. Lidia Velázquez es quien me ha conducido desde el zaguán al patio alto del ala derecha en que están formados los escolares.

Cuando entro por primera vez en el aula que será mía durante el primer año, ya hay en ella unos veinte o treinta chicos. Carolina Ventre, de almidonado uniforme blanco, clava en mí sus ojos fulgurantes y hermosos, aunque algo   —108→   felinos -me parece- y a veces demasiado fijos. Acaso me juzga ahora como una posibilidad de alumno sobresaliente o algo así. Yo soy hijo de Teresa Lamas, ex alumna y amiga de la antigua escuela, y famosa en ella por su semblanza de la gran Adela Speratti, espíritu tutelar del establecimiento. (El busto de Adela Speratti se halla en el patio principal de la escuela).

Bien: el hijo de Teresa Lamas la escritora, y de José Rodríguez Alcalá, también escritor bien conocido; el hermano menor de tres varones con buena fama de aplicación en la escuela, aparece ante los ojos escrutadores de Carolina Ventre como una promesa de buen alumno, de alumno acaso excepcional.

Carolina Ventre me señala un banco de primera fila, el más próximo a su pupitre. Es, sin duda, un lugar de honor asignado antes de toda verificación de calidades ejemplares. Sin duda aprueba el esmero con que está planchado mi guardapolvo blanco, el lustre de mis zapatos, el aliño todo de mi persona, cosas estas exigidas por las circunstancias.

Y comenzaron las clases de la señorita Carolina Ventre. Yo ni siquiera la oía. Una ventana del aula, la única, daba a la calle. Por la calle, la calle Independencia Nacional, pasan tranvías eléctricos, pasa algún Ford alto y lento, y pasan grandes carros con llantas de hierro tirados por dos o más mulas. Los aurigas, con chiripá de cuero, hacen chasquear el largo látigo sobre sus cabezas antes de flagelar los pobres lomos de no curadas mataduras.

¡Qué interesante espectáculo es este sobre todo si se lo compara con la monotonía y aburrimiento de lo que pasa en el aula! Allí, f rente a nosotros, habla, se mueve, gesticula una mujer autoritaria, seguramente hermosa y competente como profesional, pero que a mí me parece fea y vieja.

La calidad de la enseñanza en aquel tiempo era -me enteré mucho después- excelente; la disciplina, admirable.

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No es en verdad un lugar ameno este edificio viejo e incómodo; atestado de escolares, donde hasta los zaguanes hace tiempo clausurados, sirven ahora de aulas; donde los patios resultan chicos. Por esto está prohibido correr en los recreos: es peligroso lastimar a otros si uno se echa a correr entre la masa uniformada de blanco.

Me está prohibido a mí -no a los otros- tomar el agua de la escuela. Hay en el patio un tanque de latón con una llave de bronce. De ese tanque los chicos, apretujándose y chillando, se proveen de agua tibia llenando a medias sus vasos de aluminio. A mí me prohíben esa agua en esta ciudad sin aguas corrientes y con aguadores no muy escrupulosos. (La gente que hablaba mal llamaba a los aguadores «aguateros». La Academia, sin embargo, registra ambas palabras, la segunda como argentinismo).

Los recreos no eran nada recreativos: los patios ardían bajo soles implacables y como no había espacio suficiente, como queda dicho, los escolares debían moverse paso a paso de un lugar a otro buscando a un pariente o amigo o un sitio con un poco de sombra.

¡Horrible vida de presidiario desde la una a las seis de la tarde, de lunes a viernes y, los sábados, de ocho a doce!

Carolina Ventre me ha reprendido más de una vez por desatención. Pero en esta aula caliente yo estoy, como se dice, en Babia. En Babia las horas pasan más gratamente. A la segunda semana la maestra me saca de la primera fila y me pone en la cuarta o quinta. A fin de mes, soy enviado a la última fila, con la pared a mis espaldas. ¡El «alumno brillante» es un fracaso! Carolina Ventre tan zahorí, tan perspicaz, tan eficaz, se ha llevado un chasco.

¡Ah, pero desde la perspectiva que ahora tengo en la última fila «entre los peores», se puede ver mucho mejor la calle, porque la persiana que descansa contra la reja   —110→   de hierro de la ventana, deja libre a mi campo visual un cómodo espacio para la observación callejera!

Ya pueden enseñarse en el aula lectura, escritura, aritmética y todas las ciencias exactas y no exactas. Yo no me entero de nada. Me es imposible recordar cuándo y cómo he aprendido a escribir. ¿Ha sido Carolina Ventre, quien me enseñó las primeras letras? Hoy no puedo yo atribuirle tal hazaña pedagógica: sencillamente no recuerdo...

Muchos años después, allá por 1958 o 59, siendo yo profesor de la Universidad de Washington, resolví ensayar un cuento sobre el pésimo estudiante que fui en la Escuela Normal de Asunción. Me propuse ocultar mi identidad de muchas maneras. Me serví de más de un episodio ficticio y evité, como por pudor, utilizar la primera persona. El protagonista se llamaría Jorge, no Hugo, por supuesto; viviría en una casa que no era la mía, sus padres serían muy diferentes de los míos. No iba yo a mencionar el nombre de la Escuela Normal y mucho menos el de sus maestras.

Jorge García, sin embargo, el héroe o antihéroe escolar de mi ficción, viviría una experiencia igualmente penosa, vergonzosa. La innominada maestra lo recibiría el primer día de clase como a una esperanza de alumno brillante. Jorge García estaría como yo, en Babia, desde el primero hasta último día de clase. Jorge García era un fracaso escolar absoluto.

Para disimular aún más mi identidad, traté de retratar parcialmente, por lo menos, a un compañero de clase, paliducho y ausente, hijo de una humilde modista. El cuento que logré escribir y que figura en mi librito El ojo del bosque con el título de «El escolar de la última fila» apareció en Méjico, en la revista Cuadernos Americanos.

Era a la sazón profesor visitante en la Universidad de Washington el notable novelista chileno don Manuel Rojas. Don Manuel y yo éramos buenos amigos. Yo le presté el manuscrito de mi cuento y él lo leyó en seguida.

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-Es un buen cuento autobiográfico -me dijo con cierta socarronería.

-Pero...

-Claro, usted se ha ocultado con habilidad; pero Jorge García es usted.



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ArribaAbajoMás sobre la vida en Babia: en la Escuela Normal

Sin embargo algo de la buena enseñanza de aquel tiempo debió de penetrar en mi mente. La maestra leyó en clase un poema sobre Cristóbal Colón. Sin duda esta vez, la escuché. Y yo, deslumbrado por el lenguaje rítmico, sentí la urgencia de emular al autor entonces para mí desconocido. Y todavía hoy desconocido.

Y yo entonces me puse a escribir un poema, es decir, mi primer poema. Recuerdo muy bien sus primeros versos: fueron celebrados por mi hermano mayor con las más desconcertantes carcajadas. El poema comenzaba así:


Por las esquinas de Asunción pasaba
un hombre muy católico
que no sabía cómo era la luna...

No me explico cómo puedo recordar con tanta nitidez estos disparates. Y ahora, en este preciso momento de mi recordanza, advierto con sorpresa que estos «versos», se atienen a la métrica. Nunca antes caí en la cuenta de tal cosa y eso que nunca he olvidado mi «iniciación» en el arte de la poesía. Cuenten ustedes las sílabas de mis primeros tres renglones poéticos:


Por las esquinas de Asunción pasaba (11)
un hombre muy católico (7)
que no sabía cómo era la luna (11)

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Como se ve, aquí hay dos endecasílabos ortodoxamente combinados con un heptasílabo de terminación esdrújula. Ahora bien, el poema concluía con estos estupendos versos que son una apoteosis o canonización del Almirante (aquel hombre muy católico) cuya imagen había sido intronizada en infinitos altares de esa cosa rara que era América y de esa aún más rara cosa que era Europa:

¡Y los ángeles desesperadamente

van volando a sus altares!

*  *  *

Mis seis años en la Escuela Normal han transcurrido sin nada memorable que contar salvo mis repetidos y entonces inevitables fracasos -muy castigados- de pésimo alumno. Debo advertir que mi conducta era irreprochable: la conducta silenciosa, estática, de un cuerpo abandonado en un banco de madera por un alma ansiosa de evasión. Si se hubiera advertido entonces la radicalidad, la hondura de mi odio «a la vida académica» nadie hubiese podido sospechar que iba a ser yo estudiante en cinco universidades, con un récord de dieciséis años de estudios graduados, dos doctorados y otro muy próximo a su culminación con especialidad en filosofía, después de obtenido el Ph. D. en Wisconsin, el año 1953. ¡Sorpresas tiene el destino!

De mis compañeros de estudio (¿de estudio?) en la Escuela Normal sólo recuerdo muy bien a Víctor Méndez Benítez, José María Rivarola Matto, Osvaldo Chaves y Alarico Quiñónez, muchachos cuya superioridad intelectual era evidente aun en la primera infancia. Un día insólito en lo   —115→   que se refiere a mi presencia activa, (física y mental en clase), pude intuir el talento literario de Rivarola Matto. Una maestra, que no era la titular sino otra que reemplazaba a esta por unos días -no recuerdo su nombre- nos pidió una composición sobre el General Díaz. La composición debía ser escrita allí, en clase; para ello, nos dio una hora de plazo, y se sentó a esperar tranquilamente detrás de su pupitre.

José María trazó un panegírico del vencedor de Curupayty con una fraseología que causó estupor de admiración: Díaz era «un gallardo mancebo»; «cabalgaba» «blanco corcel de guerra piafante y espumoso»; su espada «refulgía entre el humo espeso de las batallas», etc., etc... (Yo creía que piafar quería decir relinchar).

El mocito más aplicado del curso, el de mayor prestigio académico, el primer alumno «oficial», quedó desconcertado: sencillamente no podía él competir con Rivarola Matto en proezas literarias...

En el cuarto grado (¿o en el quinto?) regido por la alta y delgada Concepción Perito, Osvaldo Chaves y yo hemos sido condiscípulos. Concepción Perito es -dije ya - alta y delgada; tiene anchos ojos azules de tupidas pestañas rubias. Su perfil escultórico se diría labrado a cincel. Yo recuerdo a esta muchacha delicada y bondadosa con gratitud; ella parecía intuir por qué era yo tan distraído y solía interrogarme más con su honda mirada celeste que con las consabidas palabras de reproche.

Una tarde de marzo o de abril actuaba de practicante una futura maestra que debía poner a prueba sus conocimientos pedagógicos sirviéndose de nosotros como de conejillos de Indias. No sé si la clase era de trabajos manuales o de algo parejo; lo cierto es que en el aula había más trajín que de costumbre. Acaso la practicante fuera bien linda, y esto produjera una perceptible inquietud entre los púberes precoces que ocupaban las cinco hileras de bancos. En uno de los bancos delanteros se ha sentado la   —116→   practicante. Ha de tener unos dieciocho años, acaso menos. Osvaldo Chaves, con una justificación expresa o tácita que no recuerdo, va y viene entre los bancos, de derecha a izquierda y viceversa.

Concepción Perito, con la dulce voz que nos es tan grata y a que ella parece esforzarse en dar una tonalidad grave y formal, se dirige a Osvaldo Chaves.

-Señor Chaves; usted va a incomodar a la señorita practicante si no anda más despacio. Tenga cuidado.

-No se preocupe usted, señorita Perito -responde Osvaldo con alacridad y picardía y con su característica sonrisa amablemente irónica-. Ya le he pedido perdón por anticipado...

Yo que poco o nada recuerdo acerca de lo que se me preguntaba y acerca de lo que yo respondía, no he olvidado nunca esta repartee del sutil humorista que fue Osvaldo Chaves.

Años después Osvaldo estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires, y tuvo entre sus maestros a Francisco Romero, filósofo sobre cuya obra escribiría yo una tesis doctoral. Cuando Osvaldo, abandonando la enseñanza entró en la política y en la diplomacia, lo encontré en Washington siendo él ya embajador. Yo traté de convencerle de que no desoyera su vocación intelectual y académica y hasta logré que la Universidad de Rutgers, donde entonces yo enseñaba, estuviera dispuesta a ofrecerle una cátedra. Osvaldo mostró algún interés pero no dio un paso para entrar en el mundo académico norteamericano, cuya puerta -una de ellas, se entiende- estaba ya entreabierta.

Rivarola Matto y Osvaldo Chaves tuvieron destinos muy diferentes. A Osvaldo la política le dio más de un sinsabor; a Rivarola, en cambio, momentos felices porque le inspiró varios de su más celebrados chistes y epigramas.   —117→   Osvaldo renunció a la filosofía, en Buenos Aires, y abrazó la abogacía; Rivarola, en Asunción, de la abogacía accedió a la filosofía, tras haber cultivado la narrativa, el teatro y el ensayo.

Volvamos ahora a la Escuela Normal: los cursos terminaban oficialmente los 25 de noviembre. En este mes y día se celebraba un aniversario más de la jura de la Constitución de 1870. Íbamos los escolares a la Plaza de la Constitución para cantar el himno y oír el discurso de un Sr. Meza, autoridad escolar importante, cuyo rostro todavía joven tenía más arrugas que los de los ancianos. El 25 de noviembre era también ¡ay! mi cumpleaños. No necesito decir que mi libreta, traída al hogar paterno, aseguraba la cancelación de toda celebración de cumpleaños. Hoy me causa pena el pensar en aquel muchachito que tras cantar el himno patrio, regresaba a su casa portando un verdadero diploma de sus infortunios escolares.

En la tercera década de este siglo el lopismo ya se establecía como religión patriótica. En los recreos, que, como hemos visto no eran nada recreativos, no faltaba algún muchachón agresivo y grosero que fuera preguntando a uno y otro escolar:

-¿Vos sos lopista o antilopista?

El que decía anti se llevaba una trompada muy a menudo impune. La vida en mi vieja escuela era una delicia.

La Asunción de aquel tiempo estaba lejos de ser una gran ciudad; hoy cabría varias veces dentro del área actual. Y sólo un trecho de la calle Palma -unas pocas cuadras- se había pavimentado con adoquines de madera. El Mercado Central, ha tiempo raído del corazón de la ciudad, era un lugar pintoresco lleno de mujeres - especialmente de mujeres más viejas que jóvenes-, que vendían hortalizas, verduras, y chipas y comidas preparadas sobre braseros a carbón de leña y a la sombra de pequeños toldos. El olor a frituras flotaba en el aire caliente cuadras a la redonda   —118→   llegando por Independencia Nacional y Nuestra Señora de la Asunción, en las horas de la siesta, hasta la misma escuela.

Las mujeres -casi todas- arribaban al mercado montadas en burros -a mujeriegas claro está-. Negros paraguas las amparaban del sol, mientras que mantos, también negros, les ceñían la cabeza y mitad del cuerpo. Sus productos para la venta atiborraban unos sacos de cuero cuadrangulares colgados de ambos lados del animal. Los burros quedaban atados al sol en torno al área no muy limpia de aquella versión de zoco marroquí que era el Mercado Central. En la recova de enfrente se apretujaban tiendecillas de turcos; por la calzada corrían arroyitos de aguas sucias y malolientes. Algunos escolares de paso hacia la escuela disparaban honditas sobre los burros, y hacían chistes nada decentes cuando las bestias grises alborotaban con rebuznos y bramidos ensordecedores...

1988



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ArribaAbajoGuerra civil

Como tenía yo cinco años al comenzar la revolución de 1922 y cumplí los seis sólo meses antes de su fin, son mis recuerdos, algunos, vívidos; otros vagos, penumbrosos y, todos, sin adscripción a una fecha precisa en calendarios de 1922 y 1923.

¿Cuándo, en qué año, en qué mes o estación tuve en mis manos la revista Ocara-Poty-Cue-Mí? Dicho está que no podría decirlo. Pero las imágenes, las no muy nítidas ilustraciones de esta revista popular me impresionaron profundamente. Y habré deletreado, una y otra vez, bajo una imagen terrible, estas palabras; «Capilla ardiente del Sargento Achar». ¿Qué quería decir capilla ardiente? Ahora lo intuía. Allí, sobre estas palabras oscuras y quemantes, veía yo, yacente, con las manos cruzadas sobre el pecho, el cadáver de un hombre joven. Dos soldados montaban guardia a uno y otro lado del ataúd. Uno de ellos tenía en la mano izquierda una corneta; el otro asía con la diestra el cañón de un fusil cuya culata descansaba en tierra. Ambos estaban inclinados hacia el difunto. Este, los ojos cerrados, dormía el sueño del que no se despierta. Al fondo veía un crucifijo y una Mater Dolorosa. En torno al oratorio fúnebre, había plantas y flores.

No puedo hoy expresar el horror que me causaba la tristísima, la sombría imagen del sargento sacrificado a tan temprana edad. Yo hojeaba y hojeaba la revista y siempre volvía a la página en que yacía el cadáver en su capilla   —120→   ardiente. ¡Qué siniestro me parecía aquello de ardiente! Se me ocurría que la Muerte, negra y fría como es de ordinario, echase llamas como incandescente. Había en la revista muchas otras imágenes que me hacían estremecer íntimamente; pero ninguna era tan conmovedora como la de la capilla horrible del sargento Achar. Suscitaba en mí precoz vislumbre de un oscuro Reino, del Twilight Kingdom. Recuerdo ahora, en este instante, el retrato de un aviador cuyo biplano cayó en tierra envuelto en llamas; recuerdo los rostros de algunos héroes civiles -de la Liga Marítima- un tal Figueira, un tal Mellone con pañuelo al cuello... ¡Y aquel mayor Valenzuela en uniforme de gala, casco prusiano, charreteras de flecos blandos y bigote a lo Kalser, muerto en Carmen del Paraná!

Yo he visto pasar -éste es un recuerdo vívido- desfiles de artillería de montaña a lomo de mula por la calle Pdte. Wilson, la de nuestra casa. Iban las mulas asentando penosamente los cascos sobre el desigual empedrado, en ruidosa andadura, conducidas de la brida por soldados de bronce, tan tostados del sol que ya se iban poniendo negros.

Junto a nuestra casa, a mano izquierda, vivía la familia del señor Corvalán. Este señor era Senador o lo fue después. Pero no dudo de que se lo llamaba «senador» no sé ya en qué fecha. Una tarde clara llegó un oficial revolucionario montado a caballo hasta el pie de uno de los balcones de los Corvalán. Asomada a este balcón estaba Virginia Corvalán, hija del prohombre republicano, nada afecto al Gobierno de Eusebio Ayala. Virginia Corvalán era una muchacha rubia y hermosa, según mi valoración acaso no muy exigente de mis cinco o seis años. El oficial gritó bajo el balcón de Virginia Corvalán diciendo llamarse Gill (¿José Gill, el famosísimo José Gill?) y estuvo frente a la casa vecina un rato más o menos largo, haciendo caracolear su caballo, o, si se quiere,«brinquear» su montura. ¿Por qué hacía caracolear al alazán que montaba? ¿Hacía esto para lucirse ante la mujer rubia que desde el balcón, no sin cierta aprensión lo   —121→   contemplaba? Tal vez. Pero había otra razón menos galante: desde el cantón de la calle Antequera, a unos trescientos metros, le disparaban una granizada de plomo encamisado de acero. ¿Estaba el oficial un poco ebrio? No lo sé. Pero sí recuerdo que un tiro le dio de pronto en la mejilla derecha y lo desquijarró.

Vuelvo a preguntarme: ¿fue esto en 1922 o en 1923? Me es imposible determinar el año.

En casa trabajaba una cocinera cuyo único hijo, Antonio, muchachón todavía adolescente, salió un día a la calle y fue reclutado por las fuerzas del Gobierno. A los pocos días volvió semiuniformado, un fuerte olor a caña en el aliento y un fusil al hombro. El Gobierno tenía contra sí a casi todo el Ejército Nacional y debía de echar mano de cuanto varón pudiera portar armas. ¡Qué alarma la de todos en casa! Pero Antonio, muchacho muy bueno, no era nada peligroso, ni aun con algunos buenos sorbos de caña nunca antes probada. Vino él a su querencia, a ver a su madre la cocinera y a vernos a nosotros, los cuatro chicos de doce a cinco o seis años de edad. Y nos regaló dorados, brillantes proyectiles de fusil insertos, de cinco en cinco, en sus rieles de metal claro. ¡Hermoso regalo para los «artilleros» de la casa Nº 380 de la calle Wilson! (Ya se hablará más abajo de esta artillería secreta).

En junio de 1922, el 15 de junio de ese año -esta exactitud cronológica se debe a «investigaciones» mías muy posteriores- el 15 de junio de 1922 ancló en la bahía de Asunción la cañonera argentina Rosario. Seguramente fue enviada para ofrecer protección a los ciudadanos argentinos residentes en nuestro país; esto sucedió unos pocos días después del ataque a la capital por los revolucionarios.

En nuestra casa, en nuestra familia, el suceso resultó muy importante pero no por razones de política nacional o internacional ni nada de eso. Es que comandaba la cañonera el simpático, el bonachón, el rubio capitán Abel que era dos   —122→   veces paisano de mi padre. Mejor dicho: (1) era argentino como mi padre; y (2) era patagón u oriundo de Biedma o Carmen de Patagones. Mi padre había nacido en la segunda de estas dos ciudades separadas por un río. La esposa del capitán Abel, Maruja Costerg, señora muy jovial y afable, se convirtió en poco tiempo en íntima amiga de mi madre. Eran ellas temperamentos muy afines. Y los Abel, que no tenían hijos, pronto fueron como tíos nuestros, esto es, de los cuatro chicos de la casa Nº 380 de la calle Wilson. El marino y su esposa, como suele sucederle a matrimonios sin progenie, veían en niños ajenos una suerte de imagen de los que podían haber sido suyos. En plena guerra civil la llegada de estos instantáneos amigos del sur -¡y tan del sur!- fue una gran alegría para nuestros padres y, como dije, la familia toda. Maruja Costerg y el capitán nos visitaban casi todos los días. No mucho después de terminada la revolución fueron los dos a Carmen de Patagones y allí fotografiaron la casa natal de mi padre. Es una casa de dos plantas que hasta hoy ocupa una esquina de la ciudad sureña, y que en un día acaso no lejano se convierta en una de «las casas antiguas» de la Capital Federal argentina.

Los Abel me regalaron un caballito blanco de juguete, con montura y riendas de cuero de verdad. Creo que ellos también me regalaron unos preciosos soldaditos de plomo de muy diversas posturas marciales. Maruja Costerg de Abel fue madrina de nuestra hermanita María Teresa. Maruja Costerg era de una familia dueña de una isla en el río Negro, río, que baña la tierra natal de los Abel y de los Rodríguez y Alcalá de Patagones.

Yo no sabía, claro está, quién peleaba contra quién ni por qué motivo. El cañoneo muy cercano -lo cercano era el lugar mismo desde donde disparaban piezas de artillería- el cañoneo digo, hacía retemblar nuestra casa. Los vidrios de las ventanas sujetos a la madera con tiras de masilla reseca no muy ceñidas a ellos, tembleteaban amenazando hacerse trizas. ¡Qué emocionante el estampido apabullador de los   —123→   Vickers, el crepitar de ametralladoras y fusiles, el silbido de las balas que cruzaban el aire, en varias direcciones por encima de nuestra casa! Nuestra casa estaba separada de la casa paredaña de los Scholari-Garcete por un altísimo murallón pintado a la cal. Entre este murallón y las habitaciones de nuestra casa, había un largo patio embaldosado. En ese patio, bien protegido por el paredón y las habitaciones en fila de nuestra casa había bastante seguridad. Las balas perdidas que venían en dirección del paredón, solían picotear en él y caer ya sin fuerza alguna sobre el patio envueltas en rovoque arenoso y calizo. (Hay que tener esto en cuenta cuando se lea el poemita con que remato mis recuerdos de la guerra civil). ¡Esas balas perdidas eran tan codiciadas! Tenían la camisa de acero abierta en formas caprichosas y el plomo se les salía de la camisa formando esculturitas de vanguardia como el plomo derretido echado en agua fría el día de San Juan.

No recuerdo cómo podíamos conseguir tantas cápsulas de proyectiles de fusil y aun de cañón. Las de fusil, de lustroso bronce, resplandecían aún más que el oro cuando las fregábamos con trapo humedecido en jugo de limón mezclado con ceniza.

Daba gusto convertirlas en joyas. Después había que convertirlas en otra cosa. Les hacíamos un orificio cerca de la base o de lo que en francés se llama cul. Este orificio correspondía al oído de nuestros cañones de la Triple Alianza, los del bando paraguayo, se entiende, porque los Aliados tenían cañones de retrocarga.

Bien: las cápsulas ya provistas de oído eran montadas sobre un trozo de madera de forma paralelepípeda, uno de cuyos extremos tenía algo como gradas labradas a cuchillo o formón. Cuatro ruedecitas de algún vagón de tren ya desechable y colocadas una frente a otra a ambos lados de lo que llamaremos aquí cureña, completaban la construcción de un tipo de cañón naval como los del tiempo de Lord   —124→   Nelson y de piratas anteriores y posteriores al héroe de Trafalgar. Y como también conseguíamos «pólvora de guerra» -negra, brillante, susurrante, cuando pasaba del hueco de una mano al hueco de otra mano-, y como utilizábamos el plomo de las balas perdidas y de otras por milagro conseguidas, éramos dueños, mis hermanos y yo, de una artillería secreta. El Gobierno y la Revolución nada sabían de ella. Esta artillería, a la hora de la siesta, hacía salvas

con mucho fogonazo y sordo trueno...

¡Qué felicidad aquello de tener formaciones de rígidos soldaditos de plomo -hermosa infantería- y, además, una artillería de bronce, algo obsoleta, es claro, pero que lanzaba salvas de verdad!

Bien: ahora entremos en el patio de la casa Nº 380 de la calle Wilson. Yo estoy en ese patio al pie del paredón. Tengo mis soldaditos sobre una suerte de poyo, verdadera repisa de ladrillo y argamasa lo suficientemente larga como para desplegar sobre ella un regimiento de infantería apoyado por piezas de artillería de bronce. Y leamos el poemita escrito años después y que no figura en mi poemario El portón invisible publicado aquí en Asunción, sino en otros dos anteriores dados a luz en México y Venezuela, respectivamente. Este poemita se titula «Revolución». Y tener en cuenta que esos «escalofríos de la noche», son las balas silbadoras, invisibles, que pasan sobre nuestra casa a oscuras por dentro y por fuera:

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El tiroteo pica el horizonte.
La casa, insomne, escucha el trazo aéreo
de los escalofríos de la noche.

Debe de estar clareando. Amarillean
las rendijas, geométricos encajes  5
que el alba teje en puertas y ventanas.

Ese cañón se acerca.

Cada hora más próximo martilla.

Llueven trozos de vidrio.

El aire es pólvora y relámpago.  10

A media tarde cesa el bombardeo.

Se oyen aún los silbos por el cielo
pero en débil parábola sin blanco.

Abren el cuarto verde. Dan permiso
de jugar en el patio.  15

El encalado paredón que cierra
un flanco de su área embaldosada,
es bandera de sol allá en la altura.

Voy colocando en fila
mis soldados de plomo...  20

Entonces se oye un duro picoteo
sobre el revoque blanco.

Caen cinco soldados de mi ejército
bajo un alud de cal despedazada.
Viene mi padre, me alza en vilo, corre  25
hacia la pieza verde, mientras pataleando
le grito: -¡No, papá, primero mis soldados...!

En vano. Cierran puertas y ventanas
y en plena tarde nuestra casa es noche.

1988



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ArribaAbajo1922-1923

En 1920 los liberales radicales llevaron a la presidencia de la República al distinguido humanista Manuel Gondra (1872 - 1927). Por segunda vez esta gran figura intelectual accedía al poder. En noviembre de 1910 había asumido ya la primera magistratura. Por breve espacio. El 17 de enero de 1911 lo depuso al coronel Albino Jara, su Ministro de Guerra.

Y en 1920 no le serían más propicias las circunstancias al estadista que iba a dar su nombre al famoso pacto interamericano firmado en Santiago de Chile en 1923. El 29 de octubre de 1921, antes de cumplir un año presidencial, tuvo que renunciar porque el senador Eduardo Schaerer, caudillo de la sección de saco mbyky del liberalismo, con apoyo de fuerzas policiales, le exigió un cambio en su Gabinete.

El vicepresidente en ejercicio Dr. Félix Paiva, renunció a su vez tras vanos esfuerzos para constituir su Gabinete. Las Cámaras Legislativas, dominadas por Schaerer y sus seguidores, eligieron entonces al Dr. Eusebio Ayala, a quien le esperaba la gloria, diez años después, como Presidente de la Victoria del Chaco (1932 - 1935).

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Eusebio Ayala no era como Manuel Gondra, ante todas cosas, un intelectual absent-minded, un hombre contemplativo. Gondra era un político valiente, sí, pero como es natural en una mente tan elevada, absorta en abstracciones, no podía menos de sentirse perplejo en los laberintos de la política criolla. Su privilegiada inteligencia tuvo su máximo triunfo en Chile, como minerva del Pacto Gondra, pensado para establecer «medios de prevenir y evitar conflictos entre los Estados Americanos».

Los conflictos políticos nacionales, los de su propio país, sin embargo, no los pudo prevenir ni evitar. El Dr. Eusebio Ayala, por el contrario, inteligencia lucidísima, es ante todo una voluntad enérgica, un temple imperativo con visión a un tiempo ideal y práctica de los problemas. Dueño del poder, Ayala se desentiende de la influencia de Schaerer y se rodea de un Gabinete nada obsecuente al poderoso caudillo del Senado y de casi todo el Parlamento. Uno de sus ministros, su homónimo, el justamente célebre Dr. Eligio Ayala, ya prefigura al estadista a quien el país deberá su recuperación económica e institucional. Me refiero a la entonces futura actuación de este político al frente del Estado desde 1924 a 1928, y su gestión como Ministro de Hacienda desde 1928 hasta su muerte en 1930.

Eusebio Ayala debe gobernar sin el apoyo del Parlamento cuya mayoría la constituyen schaeristas y colorados adictos al senador opositor. El 12 de mayo de 1922 renuncian los ministros de Ayala; la crisis se agudiza porque el Parlamento reacio llama a elecciones para Presidente y Vicepresidente de la República y Eusebio Ayala interpone su veto constitucional. Esto acontece el 12 de mayo de 1922.

Entonces el coronel Adolfo Chirife, jefe militar de Paraguarí, se proclama en rebeldía. La facción schaerista del partido liberal y sus secuaces abandonan la capital para unirse a Chirife y otros militares insurrectos. En Concepción, en Villarrica, en Encarnación, en todo el país soliviantado se   —129→   alzan en armas simpatizantes de Chirife y Schaerer. Hay una «cuestión constitucional» hábilmente propalada y vociferada por los revolucionarios. El ejército de estos se llama a sí propio «Ejército Constitucional». Eusebio Ayala entonces, creyendo calmar los ánimos retira su veto el 29 de mayo a sólo 7 días de interponerlo. Es de esperar ahora que la rebelión pierda su justificación constitucional. Pero ya es demasiado tarde...

En la proclama titulada «Al Ejército Nacional» los parlamentarios opositores, entre ellos conspicuos colorados, han acusado al Presidente Provisional Ayala de «poner en peligro el libre juego de los derechos fundamentales que la Constitución nacional acuerda a los altos poderes del estado, y particularmente al Congreso» razón por la cual «los suscritos, representantes de la nación, se dirigen al Ejército en demanda de apoyo y la protección necesaria...» etc., etc.

El 9 de junio de 1922 tropas insurgentes atacan la capital pero no la pueden tomar. Manda a los leales el coronel Manlio Schenone. Las fuerzas de que dispone este militar están constituidas, según un cronista de la época, por un noventa por ciento de obreros y estudiantes.

Entre los oficiales que se distinguieron en defensa del Gobierno figura el entonces futuro héroe máximo de la guerra del Chaco, José Félix Estigarribia, que a la sazón tiene la jerarquía de mayor. El coronel Chirife fallece de enfermedad en plena guerra civil y le sucede en el mando el coronel Pedro Mendoza. Este jefe ataca a su vez la capital el 9 de junio de 1923 sin quebrantar la defensa de los leales.

El Congreso -que había dejado de funcionar- fue disuelto y se convocaron elecciones. Elegido el Dr. Eligio Ayala por el período 1924-1928, se dicta una ley de amnistía. Eduardo Schaerer, vuelto a la vida política, al finalizar el año 1925 funda el periódico La Tribuna, llamado a ser con el tiempo uno de los mejores del país.

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Los militares rebeldes, menos favorecidos que los civiles, sólo al estallar la guerra con Bolivia serán reincorporados al Ejército. Entre estos se destacan el glorioso coronel, después general Eugenio A Garay, (colorado) y el bravo coronel Francisco Brizuela, (liberal scherista).

En Asunción había cuarenta cantones. Cantón significa acantonamiento, esto es, sitio donde hay tropas acantonadas. Pero estos cantones de 1922 y 1923 estaban formados más por civiles armados que por tropas, en sentido estricto. Los fuegos de estos cantones estremecían la ciudad en todos sus barrios estratégicos. Sobre la ciudad caían cañonazos y de la ciudad partían cañonazos con un estruendo que, producido a veces a tres cuadras de distancia, parecían sonar en la esquina que la calle Pdte. Wilson formaba con la calle Tacuarí.

El niño aturdido por estos estruendos y los de la fusilería y ametralladoras, oía además muchas cosas que decían los grandes residentes en su casa y en las casas vecinas, cuando en los días de calma se formaban tertulias.

Oía, por ejemplo que había un cañón monstruoso que se llamaba «El Abuelo». Un cañón de 215 que, montado sobre un vagón del ferrocarril (cuya estación central estaba muy cerca de su casa), fue llevado para bombardear a los rebeldes en Isla Alta.

-«El tubo del cañón tiene nueve metros de largo... El cañón pesa casi veinte toneladas. El alcance del cañón es de veinte Kilómetros. El cañón ha costado veinte mil libras esterlinas...» ¡Casi todo es «veinte» con respecto al «Abuelo» pues cada disparo cuesta veinte libras esterlinas! (Libras esterlinas de aquella moneda, no las de hoy).

Cuando el gran cañón emprende su viaje en tren rumbo a su destino de muerte y desolación, las gentes admiradas y entusiastas lo acarician, lo vitorean, lo aclaman con delirio en cada estación a lo largo de la línea férrea, en un itinerario de centenares de kilómetros. Se habla mucho   —131→   de este cañón y de otras cosas aún más emocionantes; el chico que soy yo cree sin embargo que el cañón «Abuelo» es el mejor del mundo...

Decía graciosamente una señora norteamericana que Asunción era una «ciudad incestuosa» ¿Por qué? -se le preguntaba. Y ella respondía que porque aquí todo el mundo es pariente de todo el mundo.

Esto ya en 1922, claro está, era cierto, y con más razón porque éramos menos, hace sesenta años... En efecto, hay parientes míos en ambos bandos de la guerra civil; uno de los parientes desempeña un papel de protagonista en el bando rebelde; otro lo hubiera podido desempeñar en el bando de los leales. Me refiero a D. Eduardo Schaerer y a D. Félix Paiva. Ambos políticos eran concuñados. Estaban casados con tías mías no muy cercanas pero con quienes nuestra familia se trataba. Matilde Heisecke Ferreira (Carísimo), es esposa de Schaerer; Silvia, su hermana, esposa de Paiva. Pero además de esto, Paiva y Silvia Heisecke son padrinos míos de bautismo. Un tío carnal mío, hermano de mí madre, Carlos Lamas Carísimo, es guardia marina y milita en filas de la revolución. Un cañonazo disparado por él -oí decir más de un vez en aquellos días y con debida cautela-; un cañonazo, digo, del tío Carlos cayó sobre la antigua Escuela Militar, casi en la oficina donde tenía su puesto de comando el jefe supremo de las fuerzas gubernistas, coronel Manlio Schenone.

(Estas hermanas Matilde y Silvia Heisecke pertenecían a una familia muy activa en luchas revolucionarias: eran sobrinas -por lo de Ferreira- del general Benigno Ferreira, jefe de la revolución liberal de 1904. Habiendo este general asumido la presidencia de la república en 1906, fue depuesto por el coronel Albino Jara dos años después. Por otra parte, Félix Paiva, que renunció a la presidencia en   —132→   ejercicio antes de la revolución de 1922, fue llevado otra vez al poder en agosto de 1937, a raíz de una revolución de esa fecha y ejerció la primera magistratura hasta 1939, año en que hizo entrega de las insignias del mando al General Estigarribia).

1988