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La función del prólogo en la novela histórica

Enrique RUBIO CREMADES


Universidad de Alicante

La función del prólogo como exordio o principio que sirve para ejecutar una narración es evidente en la novela histórica española. El discurso antepuesto al cuerpo de la obra a fin de ofrecer diversas teorías o peculiares conceptos sobre un determinado género es, igualmente, usual entre los propios novelistas. Las escuetas advertencias figuran también como prolegómeno en la historia narrada, advirtiéndose en ellas concisas precisiones sobre la historia del relato o el propósito que motivó su escritura. El ideario estético del autor queda perfectamente reflejado en el prólogo o en sucesivos prólogos que acompañan a una misma novela, pues el novelista añade nuevas matizaciones sobre las opiniones emitidas por la crítica. A lo largo del siglo XIX el lector o estudioso en general de la narrativa decimonónica española conoce los respectivos credos ideológicos y estéticos gracias al discurso que precede al corpus narrativo. Autores como Valera, Galdós o Pardo Bazán, por citar sólo una pequeña muestra de autores representativos, vertieron en sus prólogos las ideas y credos políticos.

La novela histórica española publicada en la primera mitad del siglo XIX incide en esta modalidad, pues suele figurar al frente del texto literario la consabida «advertencia», «carta-prólogo» o simplemente la palabra «introducción» como primer eslabón informativo sobre la naturaleza de la novela escrita y la intención del autor al darla a la luz pública. El caso más evidente de lo recientemente apuntado es el del novelista Ramón López Soler. Su obra suele ir precedida de diversos prólogos de sumo interés no sólo para el conocimiento de la misma, sino también para el análisis de una época precisa: la del romanticismo. El prólogo que figura al frente de Los bandos de Castilla857 es, en este sentido, modélico, pues aborda diversos aspectos relacionados con el contexto histórico y literario de la época. Como es bien sabido López Soler manifiesta en dicho prólogo su intención: difundir la obra de Walter Scott y manifestar que la historia de España está tejida de interesantísimos episodios que en nada envidian a los ocurridos en Escocia e Inglaterra. Prólogo que actúa como un auténtico manifiesto ideológico, pues se muestra convencido ecléctico, en la misma línea que en sus artículos publicados en El Europeo, como, por ejemplo, el   -394-   titulado «Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas»858. En dicho artículo y en el titulado «Conclusión»859, López Soler marca las líneas principales de la contienda y enumera con precisión los puntos debatidos en la misma. Las diferencias entre clásicos y románticos o las sutiles precisiones relativas a la historia del mundo pagano y cristiano configuran la parte esencial de sus teorías. Todo el aparato crítico que aparece en El Europeo lo lleva López Soler a la práctica en su mundo de ficción, incluidos aspectos relacionados con el lenguaje, argumento de la obra y afirmaciones sobre las posibilidades que ofrece el pasado histórico en la relación de los hechos narrados.

El prólogo cumple así no sólo una función informativa sobre los materiales utilizados por el autor, sino también una función claramente significativa al aclarar al lector el talante ideológico de su autor. Incluso, el credo estético del novelista queda reflejado, como si se tratara de una auténtica declaración de fe. Actitud, por otro lado, que no sólo se percibe en la novela referida sino también en otras de suma rareza bibliográfica860, como en el caso de la titulada El pirata de Colombia. En esta obra López Soler muestra su interés por la historia del célebre personaje marginado por la ley, perseguido tenazmente por la justicia y con un peculiar concepto del   -395-   honor. En el prólogo que figura al frente de El pirata de Colombia y Jaime el Barbudo, el lector percibe con claridad todos estos aspectos señalados. En el prólogo de El pirata de Colombia su autor lanza una advertencia a los lectores a guisa de moraleja o prevención del delito. Un mensaje dirigido a la juventud atraída por las célebres aventuras y desventuras protagonizadas por los héroes románticos que pueblan las páginas de las novelas de la presente época:

La historia de los hombres que han buscado la celebridad y los deleites en los extravíos de una vida criminal y licenciosa, ofrecen extraordinarios ejemplos para fortalecer a la juventud en los saludables principios de una educación culta y esmerada. Son los delitos de nuestros contemporáneos el termómetro más seguro para calcular el espíritu del siglo, y hacer luminosas comparaciones en orden a la decadencia de la virtud, o a los progresos de la moral861.



El contenido e interpretación de estas palabras que figuran en dicho prólogo son similares y de fácil identificación con las emitidas en el prólogo que figura al frente de su novela Jaime el Barbudo862. En ambos casos se advierte una contradicción, pues si bien es verdad que López Soler presenta en estas precisas páginas las consecuencias de una vida aventurera situada al margen de la ley, sus simpatías, sin embargo, recaen en los personajes que viven, precisamente, en este preciso contexto social, pues se muestran ante los ojos del lector como héroes capaces de las más arriesgadas aventuras con tal de ayudar al menesteroso o a las personas injustamente perseguidas. Héroes, en definitiva, dignos del mayor elogio por su alto concepto del honor y su lealtad hasta en los momentos más difíciles de su existencia.

El prólogo evidencia también las posibles dudas a la hora de definir el autor a su propia obra, como en el caso de la novela Kar-Osman863 de Ramón López Soler, firmada con el seudónimo «Gregorio Pérez de Miranda».Su autor informa a los lectores que dicha obra debe leerse «como una venerable memoria de los esfuerzos del adalid de Grecia, que quiso aprovecharse de la consternación que había causado en   -396-   Turquía la victoria de Lepanto»864. El recurso literario por el autor determina también un tipo de preferencias muy concreto, evidenciándose especialmente en los prólogos que figuran al frente de todo este corpus novelístico perteneciente a López Soler.

Frente a escritores o editores que indican en sus prólogos o advertencias las posibles huellas de la novela publicada865, otros, por el contrario, proclaman su originalidad. Sería el caso, por ejemplo, de Estanislao de Cosca Vayo y Lamarca, autor de La conquista de Valencia por el Cid866. En un enjundioso prólogo Estanislao de Cosca Vayo señala las dificultades que entraña la novelización de un personaje histórico de la dimensión del Cid. Las referencias al personaje histórico desde el propio cantar de gesta hasta la tragedia El Cid de Corneille, su ubicación en la historia desde una óptica diacrónica y su engarce con los hábitos y costumbres de la época narrada demuestran con exactitud la preocupación del autor por la veracidad histórica. Todo ello le llevará a afirmar que su novela es «original española» y que en ella no hay ni un pasaje, ni una palabra copiada de autores extranjeros.

En novelas románticas clásicas de la literatura no suele figurar al frente de las mismas el habitual prólogo o advertencia, como en el caso, por ejemplo, de El doncel de don Enrique el Doliente, Sancho Saldaña o El señor de Bembibre. Aun así, sin embargo, se advierte una información emitida por el propio novelista que actúa a guisa de advertencia. Dicha información está imbricada o injertada en el propio texto literario, como en el caso, por ejemplo, de la novela de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente867. En el capítulo primero de dicha obra Larra advierte que su obra es una narración fidedigna y que su intención no es otra que mostrar el lado hermoso de las costumbres medievales y su utilidad868. Religión, pasión, vicios y   -397-   virtudes son asuntos enjuiciados por el propio Fígaro en el inicio de su relato. El tema y argumento de la novela están, igualmente, analizados por Larra, tanto desde una óptica nacional como europea, consciente su autor de la importancia e incidencia que tuvo la Iglesia en la Edad Media. Larra alude a la verosimilitud de las luchas narradas, pese a que la documentación de los hechos brille por su ausencia, tal como confiesa en estas primeras líneas de la narración869.

No faltan en esta galería de prólogos algunos ciertamente originales, como el que figura al frente de la novela El golpe en vago870. Un fingido autor, que firma con el nombre de don Alejo Cevallastigardi y Chodapeturra, se dirige al editor comunicándole sus impresiones literarias y la procedencia del texto de su novela. Don Alejo, alter ego de García Villalta, actúa de esta forma como fiel transmisor de unos legajos que narran la historia de El golpe en vago. El humor, la ironía y una peculiar forma de interpretar la historia literaria subyacen en este breve preámbulo que aparece al frente del texto literario.

Figuran también en la historia de la novela histórica romántica española determinados autores que manifiestan una cierta prevención hacia el género novela. Martínez de la Rosa en el prólogo-advertencia que aparece al frente de su novela Doña Isabel de Solís871 señala que no tiene «mucha afición a esta clase de ficciones» pese a reconocer la merecida fama que este género novelesco tiene en toda Europa gracias a Scott y Manzoni. En el presente caso, el prólogo actúa como una auténtica confesión pública, pues el lector tiene noticia de múltiples aspectos relacionados con el autor y la obra publicada. Retazos biográficos, motivaciones personales y causas que inciden directamente en la elaboración de la novela son puntos esenciales abordados y analizados por Martínez de la Rosa. El estudio del prólogo permite también el conocimiento de los materiales históricos utilizados por el novelista, pues lejos de ocultar sus fuentes históricas empleadas en la realización de su relato, las detalla con suma precisión872. El tema y la peculiar forma de concebir el relato histórico darán como resultado la elaboración de una obra que no dudaríamos de calificar con el nombre de novela-crónica.

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Ejemplos como los anteriormente citados los encuentra el lector en numerosos casos. La sincera confesión sobre las causas que incitan al novelista a escribir un relato histórico suele ser frecuente, pero en ningún caso de tan rotunda factura como en el prólogo que figura al frente de Cristianos y moriscos, de Serafín Estébanez Calderón873.

El prólogo, en definitiva, actúa como el auténtico complemento a la historia narrada y revela el personal concepto que de la literatura tiene el autor. De esta forma se puede abordar con precisión el estudio del ideario estético del novelista, sus lecturas, fuentes históricas utilizadas, circunstancias personales que rodearon la elaboración del texto y su peculiar forma de concebir y proyectar el momento histórico narrado. Aspectos, evidentemente, de sumo valor para la objetiva interpretación del escritor y su obra.



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Galdós, o el canon enterrado874

José SCHRAIBMAN


Washington University

E. M. Forster, el célebre autor de Un viaje a la India, dictó unas conferencias en Cambridge en 1927 sobre el arte de novelar que tuvieron una gran repercusión en la crítica literaria. «El relato es diferente de la trama; tiempo y espacio son ingredientes distintivos; hay personajes redondos y otros planos. «El éxito de la novela estriba en su propia sensibilidad y no en el éxito de su asunto». Aunque la mayoría de obras que estudia Forster son inglesas, sus teorías funcionan aún para cualquier literatura. Ricardo Gullón las aprovechó certeramente en su Técnicas de Galdós875, así como los análisis de Wayne C. Booth, The Rhetoric of Fiction y The Rhetoric of Irony. Gullón, además de sintetizar muy bien la crítica anterior, estudia varias obras de Galdós estructuralmente, prestando mucho atención al tiempo y al espacio. Desde entonces mucha de la obra de Galdós ha sido examinada desde diversos ángulos: el feminismo, la historicidad, el sociocultural, el realista, el simbolista, el mitológico, y más. No es éste el sitio de reseñar la larguísima lista de contribuciones sobre Galdós en los últimos años, aunque haré referencia a algunas más abajo876. Todas han servido para enriquecer nuestra repetida lectura de don Benito. Yo quisiera recordar el ensayo de J. L. Pacheco en Acento cultural, «Realismo sin realidad», que sirvió para plantear el tema del realismo en los años en que se escribían novelas sociales; su artículo termina con este caveat:

El realismo no es sólo una forma de arte. Implica también, y acaso primordialmente, un contenido, una adecuación total del arte con la realidad, un punto de vista general, y una posición humana y artística. El falso realismo surge cuando, intencionadamente o no, se le utiliza sólo formalmente. Concibiéndolo así, se le rebaja hasta una categoría inferior a la que le corresponde: la de simple estilo o técnica877.



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Creo que Hazel Gold, en The Reframing of Realism, ha escrito uno de los libros más clarividentes sobre el discurso narrativo de Galdós. Según ella, Galdós es original dentro de los grandes novelistas del XIX en utilizar el marco narrativo para encuadrar los varios trucos narrativos tal como los define Booth. De esta forma, Galdós delimita e interpreta el liberalismo burgués español. Pero, al mismo tiempo, sus estructuras no conllevan a un final cerrado sino más bien abierto y cambiante. Ello hace que el lector tenga que inmiscuirse en la obra. Así cuestiona tanto el marco narrativo como su lenguaje, problematizando la representatividad de su supuesto realismo. Se cuestiona la sociedad misma, se desmitifican las bases de su funcionamiento, y se ironiza su lenguaje. Objeto y signo, verdad y verosimilitud quedan en interrogante. Gold examina su intertextualidad, el uso de la literatura popular, las novelas por entregas, las crónicas de crímenes. Aserta que todo ello y más cabe dentro de la retórica galdosiana878.

Gullón ha visto muy bien cómo Galdós maneja el tiempo y el espacio en sus tramas. Pero en Galdós, como en Tolstoi, el tiempo no es aún un protagonista en la obra; habrá que esperar a Azorín y a Proust para ello. Sin embargo, si examinamos las ciudades de Gerona o Zaragoza podemos ver cuán apto es Galdós para entretejer tiempo y espacio de forma íntegra en su obra. Y, si tomamos en cuenta la totalidad de la obra de Galdós, veremos que fue un gran experimentador en las formas que utilizó para los diversos géneros en que escribió. En cuanto a la obra en sí, estoy de acuerdo con Robert Ricard, quien comentó agudamente que la mejor manera de comentar las obras de Galdós era usarlas todas porque así una explica a otra; labor aún loable y productiva hoy día. Lo ha mostrado la crítica hallando cosas novedosas en obras que antes se consideraban de segunda categoría.

Razón tiene Claudio Guillén al definir la naturaleza y los límites de un escrito sobre otro en «The Aesthetics of Influence» en su Literature as Sistem879. Para citar sólo a algunos, sabemos hasta qué punto Dante, Shakespeare, Quevedo, Lope, Calderón, los místicos, la picaresca, Walter Scott, Dickens, Balzac y, más tarde, los escritores rusos llegaron a penetrar la médula misma de la escritura galdosiana, tema estudiado magníficamente por Rubén Benítez880. Aún siendo importantes estas influencias, sólo tocan la epidermis de la creación de Galdós, este infatigable escritor que ya desde Las Palmas empezó a escribir y dibujar con ojo crítico allá por 1860 y continuó hasta su muerte en 1920.

Es natural que la crítica contemporánea se dedique más a los márgenes, a lo liminal, en Galdós. Su supuesto realismo va mucho más allá que una comparación   -401-   con una realidad efectiva, material. Hubo un momento en que los críticos querían comprobar la veracidad de los hechos históricos que Galdós recreaba. Todo ello empezó a desaparecer cuando los críticos se dieron cuenta, como apunta Hayden White, que la historia también se escribe con palabras, y que éstas son por lo menos ambiguas y a veces mentirosas. Si añadimos a ello la perspectiva, el punto de vista, el tono... estamos ya de lleno en la bolsa de trucos de la literatura, de la ficción. Sin ningún afán de abarcarlo todo, sugiero que, como Cervantes, Galdós se ocupa de conceptos como la guerra y la paz, la moral y la ética, la locura, los sueños y las pesadillas diurnas y nocturnas, la religión, la política, el amor, el odio. Aunque Galdós usa la ironía lingüística o situacional, hay otra más sutil, la que se vislumbra a través de un texto o, a veces, saltando de un texto a otro. Esa ironía en Cervantes, examinada en Manuel Durán, La ambigüedad en el Quijote, también ha sido estudiada en Galdós por Nimetz. Si me perdonan una impresión personal de lector de muchos años de don Benito, cuando hallo una de esas ironías no obvias en una lectura anterior, me imagino a Galdós pegándome un codazo, sus pequeños ojos tirándome chiribitas y diciéndome: «por fin has pescado esa, Escribano».

No es que Galdós no se documentara, consultando a testigos, a escritores de otras épocas como Mesonero Romanos, a españoles que vivían en África, como Ruiz Orsatti, cónsul que le suministró datos geográficos, históricos y lingüísticos para los Episodios africanos, atlas, historias, documentos, periódicos. Debiera ser obvio que el intento totalizador de Galdós debiera de ser igualado por sus críticos igualmente. Galdós utiliza una ironía narrativa en que la distancia hacia el lector se acorta muchas veces. Compáresele con Clarín y se verá clara esta diferencia. El tono de Galdós es más bien campechano, a veces sermoneador, cuando se trata de política o de religión. Pero las más de las veces se esconden en su narración unas sutilezas psicológicas que han sido señaladas finamente por Germán Gullón y otros. Y aún en los Episodios se encuentran estas sutilezas, como se ve en los estudios de Dendle, Urey, Hinterhauser, Bly y, más recientemente, Ribbans. Galdós mismo no lo explicó nada mal en su prólogo a La Regenta, al sugerir que hay algo de graciosa picardía en ella:

Hermosa es la verdad siempre, pero en el arte seduce y enamora cuando entre sus distintas vestiduras poéticas escoge y usa con desenfado la de la gracia, que es sin duda, la que mejor cortan españolas tijeras, la que tiene por riquísima tela nuestra lengua incomparable, y por costura y acomodamiento la prosa de los maestros del siglo de oro.



Escribiera Galdós lo que escribiera, la historia de España estaba presente. Para él esa historia era genética más bien que ejemplar. El presente sólo se podía entender comprendiendo el desarrollo por el que había pasado. La historia para Galdós era una interacción entre el concepto y la actualidad, entre la concienciación y la acción. Era mucho más que batallas, héroes, conquistas, derrotas, era la evolución del hombre a través del tiempo. Galdós entendió muy bien, como también Auerbach en Mimesis, que el siglo marca el cambio del héroe individual a la colectividad,   -402-   como se evidencia también en los cuadros históricos de Goya. Rene Wellek definió el realismo refiriéndose a Balzac como «la representación objetiva de la realidad social contemporánea». Auerbach en Mimesis apuntó algo parecido en referencia al sufragio universal, la democracia, el liberalismo en el XIX. Todo ello está en evidencia en las obras de Galdós. Éste se interesa más en cómo ocurren los hechos más bien que en por qué, cree más en lo que luego Sartre llamará «proceso» que en la casualidad, el hado. No entro aquí en un útil contraste entre Galdós y Balzac porque ya lo ha hecho muy bien Alfredo Rodríguez y William Little y yo en otro estudio. Si Unamuno se interesó en la intra-historia, pudiera decirse que Galdós se interesó en la historia interna, el trasfondo de los hechos que ayuda a explicar un personaje histórico o un hecho. El método de Galdós pudiera denominarse dialéctico, la interconexión de épocas históricas con la presentación y sobreposición de personajes humanos que reaparecen como sus creaciones de carne y hueso.

Recientemente La sombra y los cuentos fantásticos de Galdós han recibido nueva y positiva crítica, no ya como creaciones juveniles sino como complejas obras en que la temática fantástica y mítica a lo Hoffman va mucho más allá en textura y en técnica. También se están revalorando obras tempranas como La fontana de oro, El audaz. Galdós se pronuncia en La Revista de España en 1870 sobre lo que debe ser la novela contemporánea en aquella época. Ese manifiesto expresa claramente que la novela deba concentrarse en la clase media. Galdós veía a la burguesía como el motor que impeliría a la aristocracia decadente e improductiva a unirse a ella y, como la burguesía provenía del pueblo, así todas las clases llegarían a fundirse en armonía. Las estructuras sociales en España estaban cambiando debido a las demandas de la industrialización, el crecimiento de las ciudades y la primacía del dinero. Contra estos cambios se encontraban aún los pilares tradicionales que eran el continuo maridaje entre Estado e Iglesia, los privilegios de los terratenientes y los tradicionales fueros regionales que se anteponían a las necesidades de la Nación881. Como Tolstoi en Rusia, que había intentado con sus escritos que cambiase el sistema educativo, Galdós siguió con interés la filosofía krausista y la de la Institución Libre de Enseñanza, sobre todo en El amigo Manso (1884). Galdós atacó el ansia del materialismo dislocado y de los sempiternos celos que se encierran en la frase «quiero y no puedo», desarrollada fictivamente tan bien en La Desheredada, con sus aires dickensianos pero puramente españoles en su uso de la ilusión y de la realidad cervantinas, con una buena dosis de ironía narrativa y un final abierto. Conocida es su trama, como también la de Fortunata y Jacinta, objeto de muchos estudios que la han explicado desde muy diversos puntos de vista, y usando métodos muy distintos. Cito, entre muchos, los detalles que ha desenterrado su edición, Pedro Ortiz Armengol882, la polémica entre Carlos Blanco Aguinaga y Stephen Gilman,   -403-   la atención a lo social y político en Francisco Caudet y en Julio Rodríguez Puértolas. De lo que no cabe duda es de que esta «historia de dos casadas» es una obra maestra, novela compleja, de personajes redondos inolvidables; obra que Umberto Eco no titubaría en llamar «obra abierta» y William Empson «ambigua». Balzac hubiera estado contento de ver a los personajes recurrentes aparecer en toda su complejidad. Dickens se hubiera reído con el humor y las cualidades dramáticas. Zola se hubiera recreado con Estupiñá y Mauricia, la dura. Tolstoi con el espiritualismo, sobre todo de Maxi. Dostoievsky hubiera apreciado los sueños y las pesadillas que describen el lado negro de nuestra psique. Buñuel y Dalí cierta irreverencia religiosa. Wayne C. Booth y Flaubert no hubieran estado nada contentos con la prolijidad en algunas descripciones y, sobre todo, con las repetidas intervenciones del narrador. No así, sin embargo, Cervantes que hubiera apreciado la fina y también humorística ironía en estas intervenciones. Auerbach felicitaría a Galdós por haber creado una «novela mundo», poblada por personajes de carne y hueso tejidos en una trama que refleja una realidad creíble. Y finalmente, Clío estaría aplaudiendo a Galdós porque en el sentido más profundo la historia también es protagonista principal en Fortunata y Jacinta al fundirse los hechos nacionales con los de los personajes, haciendo así a ambos más creíbles, más materia de reflexión y de acción.

No soy el único lector en reconocer la historia del comercio de los Santa Cruz una sutil crónica a una profesión anteriormente judía883. Por lo tanto, se pudiera también pensar en conversos, en pureza de sangre, en la expulsión, en la Inquisición. Sin embargo, los temas que predominan con razón se centran en los grandes mitos del siglo XIX: la industrialización, el capitalismo, la movilidad de clases... Y, sin embargo, el final ha causado lecturas muy diversas. La mía incluye quizás una algo arriesgada, guiada por mi interés en el tema semítico que interesó a Galdós y que, salvo que algún otro crítico, no se ha estudiado suficientemente. En todo caso ahí va: Maxi se casa con Fortunata, símbolo del pueblo. Claro que ese matrimonio no puede funcionar porque Maxi es un enclenque que simplemente no puede con ella. Él se vuelve «lógico-matemático» y resuelve en su locura lo que no pudo cuando estaba cuerdo. Averigua donde vive Fortunata y adivina que ha tenido un hijo con Juanito. Y al final de la novela, cuando ha «asesinado» a Fortunata ejerciendo de «malsín», es exiliado a Leganés. No sugiero en absoluto que ésta sea la única lectura correcta de la obra, sólo que se me permita elucubrar el tema a mi modo. La pregunta clave es simplemente, ¿lo permite el texto? Y, hablando de textos, hay que alabar la labor de aquellos colegas como Miralles, Márquez Villanueva, Weber, Lorenzo, Arencibia y otros que nos han ofrecido ediciones críticas de las obras de Galdós. Éstas nos ofrecen un material esencial para el estudio de la génesis y desarrollo artístico de textos galdosianos.

Por fin, hay también dos excelentes traducciones de esta obra, una al francés de hace ya unos años, de Robert Marrast; y otra de Agnes Moncy al inglés de Norteamérica,   -404-   tras una fallida al inglés de Inglaterra. Cito traducciones porque Fortunata y Jacinta merece leerse a la par que Ana Karenina, La guerra y la paz y Crimen y castigo. Posee la grandiosidad de todas ellas, su profundidad psicológica, sus inolvidables personajes, su riqueza de narración y de referencialidad. Tiene plenamente lo que Barthes titula «intertextualidad», perpetúa y pone al día la riqueza creadora del Siglo de Oro, y apunta plenamente a la «hora del lector». No es éste el sitio de enumerar las muchas obras de Galdós; sólo quisiera recordar la novela de la deshumanización, de la tragedia del burócrata, Miau; Ángel Guerra y el misticismo toledano, la conversión espiritual por el amor; Misericordia, compleja novela sobre las tres religiones, la pobreza, la imaginación, la caridad verdadera. Aún merecen estudio El caballero encantado, La razón de la sinrazón, Santa Juana de Castilla y las últimas obras que son más experimentales en técnica y esenciales para comprender la totalidad de la obra de Galdós y su entronque con el modernismo y las modas del nuevo siglo. Estas obras contienen más aspectos mitológicos que las anteriores y cabe preguntarse por qué a nivel del contenido y de su escritura. Su lectura nos presenta a un Galdós más decepcionado con la historia reciente española. Su desilusión tiene un origen mucho más allá que el desastre del 98 o la semana trágica, la guerra de África o la primera guerra mundial. Galdós se había declarado socialista en 1912; también se iba quedando progresivamente ciego. Sin embargo, su escritura no es nihilista, más bien simbolista en parte. Su crítica va contra aquello que Platón llamó «la bestia en el ser humano» y su tono nos recuerda a veces las palabras de Cernuda: «La historia española fue hecha por los apasionados enemigos de la vida».

Sigo releyendo con inmenso placer y aprovechamiento a don Benito. Me ha sido muy útil el libro de Frank Kermode, The Sense of an Ending, que busca un significado filosófico-social en la obra literaria. Me ha sido útil asimismo el número especial de Anales Galdosianos sobre el canon. El artículo de Miguel Ugarte sobre el nuevo historicismo en Fortunata y Jacinta y en Tiempo de silencio. La contribución de Germán Gullón cuestionando el canon mismo y tocando temas como el gusto, las ventas, el feminismo, la semiótica. El sugerente artículo de Hal Boudreau que aserta que el canon cambia con cada generación. La agudeza de Akiko Tsuchiya que examina mayormente la contextualidad y el feminismo. Sinnegen escribe sobre los románticos, tan bien estudiados por Kirpatrick, y los cambios en los gustos. Dianne Urey sobre el valor de los métodos literarios y la calidad de la obra misma en los Episodios. Nuestra lista pudiera ser mucho más larga. Bastaría sólo repasar las decenas de artículos que se escriben sobre Galdós hoy día. Tal interés proviene, creo que no de los molinos de producción académica que mueven sus aspas para que nosotros podamos medrar -posiblemente-, sino por la esencial humanidad que se halla en la obra de Galdós, por su compleja escritura que, por fin, se está estudiando como se merece, y por su incitante variedad. Galdós había definido su quehacer literario en su discurso en la Academia de 1897, «La sociedad contemporánea como materia novelable», que empieza con las ya conocidas palabras, «Imagen de la vida es la novela y el arte de componerla estriba en [...]». Galdós propone en ese discurso una especie de realismo total «sin olvidar que debe existir perfecto fiel de   -405-   balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción». Como he sugerido, la crítica nos sigue mostrando un Galdós que fue mucho más allá en técnica y en contenido. Sólo me resta terminar con unas palabras de «Soñemos, alma, soñemos», ensayo de noviembre de 1903 publicado en el primer número de Alma española, en que Galdós una vez más muestra su profundo amor por esa España en la cual tan sabiamente penetró:

El pesimismo que la España caduca nos predica para prepararnos a un deshonroso morir, ha generalizado una idea falsa. La catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de un inmenso bajón de la raza y su energía. No hay tal bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso de incalculable significación; progreso puramente espiritual, escondido en la vaguedad de las costumbres.



Me place profundamente robar y amoldar las palabras de don Quijote en la Segunda Parte al referirse a Barcelona: Tesoro de la cortesía, refugio de extranjeros. Nuestras gracias a los organizadores de este estupendo simposio.



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Las ideas literarias de don Francisco Giner de los Ríos

Adolfo SOTELO VÁZQUEZ


Universitat de Barcelona


- I -

No fue muy pródigo don Francisco Giner en la exposición de sus ideas literarias. Al margen de sus iniciales ensayos publicados en la Revista Meridional de Granada en 1862 y 1863 con los que conformó su primer libro, Estudios literarios (1866), agrandado con algunos otros trabajos madrileños, y de la segunda edición, corregida y aumentada, del libro, rotulada Estudios de literatura y arte (1876), Giner sólo se ocupó de la literatura desde una posición de teórico y crítico en las «Cartas literarias» que dio a la luz entre fines de 1878 y comienzos de 1879 en El Pueblo español, cuando estaba separado de su cátedra en la Universidad. Estas «Cartas» se publicaron a continuación de los Estudios sobre artes industriales (1892) en el tomo XV de sus Obras Completas (Madrid, Espasa Calpe, 1926) al cuidado de Rafael Altamira.

Como no es éste el momento ni el lugar para -siguiendo a López Morillas- adentrarse en el tupido tejido de preceptos e ideas de alguno de los ensayos fundamentales de su epifanía, como «Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna» (1862), o de algún otro añadido a la segunda edición, tal el espléndido «¿Qué es lo cómico?» (1872), y desde ellos elaborar los principios de un canon krausista del arte y de la literatura que, sin duda, tendrían su raíz en el Ideal de la Humanidad para la vida, quiero limitarme a contrastar el diapasón crítico de don Francisco frente a la novela tendenciosa y, en concreto, ante La familia de León Roch, teniendo como referentes los asedios contemporáneos que la citada novela de Galdós mereció de las plumas del crítico consagrado en los días de tránsito entre 1879 y 1880, Manuel de la Revilla, y del crítico que amanecía a las letras españolas con un perfil más brillante, combativo y seguro, Leopoldo Alas.

Es sabido que no es sólo el artículo canónico de Galdós, «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (1870) el que postula que las letras españolas se ocupen de la sociedad en la que respiran. Años antes, en 1862, Giner había sentenciado que «no hay arte, además, que pueda aislarse de los sentimientos de su época, buscando postiza inspiración en obras anteriores»884. Años después, Leopoldo   -408-   Alas «Clarín», reseñando Doña Perfecta, al aire del magnífico análisis que meses antes había publicado Urbano González Serrano, decía que los novelistas que valían (Valera, Alarcón, Pérez Galdós) estaban «interesados en las luchas del momento, en vez de remover ruinas y escombros procuran edificar para el porvenir»885.

Junto a este precepto -las letras españolas contemporáneas deben dar cuenta de la sociedad- el sexenio revolucionario conoce el renacimiento de la novela española, y dicho género se considera el más oportuno desde el solar de los tiempos contemporáneos.   -409-   De nuevo no está solo el pionero Galdós de 1870, puesto que ideólogos y críticos de la órbita krausista le ofrecen compañía pero con talante diferente. Don Francisco Giner, que cree más en el arte de la novela inglesa -la de Dickens o de Thakeray- que en la narrativa de Víctor Hugo y del realismo francés, se limita, a la aparición de La Fontana de Oro (1871), a subrayar el carácter español de los quehaceres narrativos de Galdós en un momento en el que el género se halla notoriamente decaído886. Quizás el carácter de novela histórica de La Fontana de Oro no le permitió extenderse en consideraciones acerca de la oportunidad de la novela como representación de la realidad contemporánea, pero, bien es cierto, que en los años inmediatos tampoco lo hizo.

Mejor compañía le ofreció a Galdós Manuel de la Revilla, quien antes de analizar las novelas galdosianas de la segunda mitad de la década de los setenta desde su tribuna de la Revista Contemporánea (a partir de diciembre de 1875) había comentado, con notables reticencias, alguno de los Episodios Nacionales. Revilla, quien creía en 1874, al contrario de Giner en 1871, que a Galdós le sobraba cierta «impasibilidad británica»887, heredera de Dickens, acierta a ver en su labor el resurgimiento de la novela, «que tan prósperos resultados promete»888, desde las cenizas a las que la habían llevado las novelas de enredo en manos del mercantilismo. Al reseñar Doña Perfecta (Revista Contemporánea, 15-VII-1876) el diapasón crítico de Revilla indica la trascendencia de la relación que tienen novela y realidad contemporánea («la farisaica vida y los añejos usos de esas ciudades clericales que abundan en España»889) y la decisiva importancia del arte de Galdós para que «en España alcance la novela la alta importancia y decisiva influencia de que goza en las demás naciones»890.

Urbano González Serrano fue, a la altura de la publicación de Doña Perfecta, quien mejor expresó las razones de la oportunidad del género para los tiempos contemporáneos. El carácter sincrético de poema en prosa, la doble naturaleza de su composición (mezcolanza de subjetivismo y objetivismo), la posibilidad omnímoda de hablar de todo y el espíritu crítico la avalaban como un género que podía convertirse «en obra de trascendencia social, política y aún religiosa, y formar el canon para toda la vida»891. Como ya advirtió el maestro López Morillas892 lo cierto es que la mirada de ideólogo de González Serrano le impide ver que la novela no será canon para toda la vida, pero sí -y en los años que habrían de venir, más- reflejo de la realidad azarosa y problemática de la vida.

Leopoldo Alas, que iba a ser en 1881 y en el ensayo «El libre examen y nuestra literatura presente» quien con su aguda perspicacia y su joven autoridad establezca la estrecha vinculación del género al «germen fecundo de la vida contemporánea»893, ya desde el análisis de Doña Perfecta había señalado la tendencia de arte galdosiano -que emparentaba como lo había hecho Giner y Revilla con la gran novela inglesa- por presentar el «hombre actual y real»894.

Como hemos visto, en una síntesis demasiado lacónica, cuando las novelas idealistas-tendenciosas de Galdós (así las llamó Clarín al establecer una periodización de su novelística) alcanzan el horizonte de expectativas de la literatura española, las hormas críticas de Revilla y de Clarín exigen que la novela fije la mirada en los tiempos presentes, en una órbita de pensamiento que postula la vinculación del arte con la atmósfera ideológica y moral de su época.




- II -

En este campo literario, don Francisco Giner se acerca a la novela que culmina el quehacer idealista-tendencioso de Galdós, La familia de León Roch (1878). Recordemos que en relación con otras publicaciones que vamos a tomar como referente (los análisis críticos que de esta novela hicieron Revilla y Clarín) los artículos de Giner son los más tempranos (16 y 18 de diciembre de 1878) y únicamente tienen en cuenta la primera parte de la novela. Atendiendo a este dato se entiende su opinión, según la cual La familia de León Roch «más parece una presentación de los actores que han de intervenir en la novela, inédita aún: un catálogo, ampliado y perfeccionado, de los personajes, al modo que preceden a las obras dramáticas»895. Clarín   -410-   reseña en La Unión el 24 y el 26 de diciembre del 78 la primera parte de la novela y el 13 de enero la segunda. Únicamente Revilla tiene en cuenta las tres partes de La familia de León Roch en su análisis de la Revista Contemporánea del 28 de febrero de 1879.

El muy fragmentario análisis de Giner, en primer lugar, prolonga su voluntad de medir la novela española contemporánea, no por el realismo francés, al que infravalora arbitrariamente (Giner cita Fanny, Madame Bovary, L'assommoir y Le Nabab) sino por la novelística inglesa contemporánea. Giner dice no poder justipreciar siempre en las novelas de Galdós (se refiere a Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch) las cualidades de «la maestría en el diseño de los personajes», «el arte con que se desenvuelven los sucesos», «la sobriedad en el movimiento dramático de las situaciones» y «la delicada intuición que sabe sorprender en un pormenor la unidad entera de un carácter»896, que siempre atesoran las novelas inglesas. Atribuye estas insuficiencias galdosianas a dos factores (los mismos que condicionaban el desarrollo de la literatura moderna en 1862): uno, es de corte subjetivo, la «falta de madurez en un ingenio quizá llamado en su día a muy mayores empresas»; el otro atañe a los factores taineanos de momento y medio, «la diferente (e inferior) complexión de nuestro medio social»897.

Aunque Giner trata de suavizar con diversas matizaciones la dureza de sus juicios acerca del quehacer novelístico de Galdós, no cabe la menor duda de que el eje vertebrador de esos defectos es no haber sabido -al contrario de los novelistas ingleses- resolver de manera práctica la polémica «sobre la preferencia entre lo general y lo característico»898, que, desde la estética krausista debe resolverse en «esa feliz armonía de lo general con lo individual que es el summum de la representación sensible»899. Precisamente este precepto artístico, cuya realización en toda su plenitud, Giner echaba en falta en el arte galdosiano, es el que Clarín cree que Galdós cumple con creces. En la reseña de Doña Perfecta ya había escrito: «junta el hombre actual y el hombre real, pero sin despojarle a fuerza de accidentes, de su valer esencial, de lo que es en él sustancial y eterno»900. Revilla, por su parte, también había señalado a fines del invierno del 78 -trazando una semblanza de Galdós- que las novelas tendenciosas, que él llamaba «psicológico-sociales», eran modélicas en el realismo   -411-   «que sin traspasar nunca los límites de la verdad, sabe idealizar discreta y delicadamente lo que la realidad nos ofrece»901.

Cabe afirmar, en consecuencia, que si bien el rasero por el que miden el arte de Galdós las críticas de Giner, Clarín y Revilla es similar, el juicio de valor que se desprende de ellas es distinto, con el añadido de que tanto Giner como Revilla recriminan a Galdós diversas lagunas en el estilo, que Giner atribuye al influjo «que sobre un escritor tan discreto, tan español y castizo, parece ejercer la literatura transpirenaica»902. Así la definición que León hace de su mujer, María Egipciaca, como «odalisca mojigata» -y que tanto satisfizo a Clarín- y otros recursos estilísticos le parecen a Giner préstamos innecesarios del realismo francés, que conducen a Galdós a lo que Revilla -que también censuró la irregularidad del estilo- caracterizó como «frases impropias, palabras vulgares y a veces groseras, construcciones y giros que no consiente la sintaxis, errores gramaticales que no se conciben»903, y que -finalmente- tanto Giner como Revilla ponen en relación con la lamentable precipitación que embargaba al novelista.

La segunda medida a la que atiende el diapasón crítico de la reseña de Giner es la de la tendencia, o «la legitimidad con que se ordena a un fin extraño toda una obra poética»904, que ya había estimado como digna de censura en el canónico ensayo de 1862, recordando al paso «que los grandes maestros siempre han cuidado de salvar la independencia del fin estético aún en sus producciones más o menos didácticas»905. Giner, como Clarín y Revilla, sostiene el fin moral de la novela galdosiana por abordar el problema de la intolerancia religiosa (Revilla, que analizó los tres tomos de la novela, añade el del divorcio). Ahora bien, lo específico del análisis del maestro krausista es que no sólo descree de la legitimidad de la tendencia en la novela, sino que estima que la carencia de acción externa y la insignificancia del carácter de León obran contra las leyes internas de la novela y contra el fin moral que el novelista se propone. No es, desde la óptica de Giner, León Roch el héroe bueno e inteligente que, a buen seguro, el maestro cotejaba con la idiosincrasia del ideólogo krausista: he ahí el defecto que anudaba la ética y la estética de la novela.

Frente al análisis de Giner -cuyos pormenores (especialmente en el dominio del estatuto de los personajes) obviamos- el más completo de Revilla, quien censuraba lo amañado del desenlace, se felicita porque Galdós, además de ofrecer en las páginas de la novela el espectáculo   -412-   de la belleza, proporciona al lector la recompensa del pensamiento y de la enseñanza: «Presentar a los ojos de la humanidad el espectáculo de la belleza, es sin duda empresa meritoria; pero, ¡cuán más grande es llevar una piedra al magnífico edificio del progreso y contribuir al glorioso triunfo de la verdad y del bien»906. Afirmación que no guarda estricta coherencia con lo que había sostenido dos años antes en su ensayo «La tendencia docente en la literatura contemporánea» (La Ilustración Española y Americana, III, 1877), donde, si bien admite que el artista «hará bien en reunir a la belleza el bien y la verdad, concertando en su obra el valor estético y el valor ideal y social», asegura que no deben anteponerse «las obras de idea sin forma a las de forma sin idea»907. Seguramente el itinerario de la novela galdosiana había permitido la inflexión de su juicio de 1877.

Pero, quien, a no dudarlo, más matiza las duras aristas de la reseña de Giner es Clarín. La afirmación, según la cual «estoy tan satisfecho de la tendencia, del estilo y de los procedimientos del autor que ... no tengo consejos que dar ni reparos de consideración que poner»908, es una explícita contestación a los artículos de Giner de diez días antes. Sin entrar en cada una de las matizaciones, quiero recordar que Clarín sostiene y aprueba lo tendencioso de la novela desde los preceptos del propio Giner, quien en 1862 había escrito:

El artista, al atender exclusivamente al verdadero fin estético, obra por implícita necesidad éticamente, pues toda acción libre cae bajo el dominio de la moral; pero lo frágil y perecedero de aquellas de sus concepciones que estén en oposición con la ley del bien debe advertirle tan sólo que no ha ahondado bastante como artista en el asunto, expresando en concepto de esencial lo que no es sino desdichado accidente909.



Clarín acepta el precepto de Giner (que es también norma de la estética hegeliana) y reconoce que el arte, sólo por ser arte, obra la maravilla de mejorar y depurar el espíritu, sin necesidad de ser tendencioso. Sin embargo, replica:

El arte, que presentándome belleza sensible me eleva a esas regiones y me hace sentir mucho y con pureza, pensar con rectitud y profundidad, o querer con energía y desinterés, a ese arte es al que yo llamo tendencioso cuando concreta a determinado propósito este poder que tiene sobre mi espíritu910.



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Es decir, Clarín, frente a Giner y con una oportuna miopía acerca de las sombras de la poética de la novela galdosiana, sostiene que sus novelas son copia artística y reflexiva de la realidad, y por ello «abarcan una finalidad, sin lo cual no serían bellas, encierran profunda enseñanza, ni más ni menos, como en la realidad misma, que también la encierra para el que sabe ver, para el que encuentra la relación de finalidad y otras de razón entre los sucesos y los sucesos, los objetos y los objetos»911.

Sin duda la argumentación de Leopoldo Alas es oportuna y brillante, pero no acaba de satisfacer las implícitas preguntas que Giner había formulado en su severa crítica. Más de un siglo después una breve reflexión se impone: es preciso limitar, incluso el más lúcido análisis crítico, desde la propia historia de la literatura, porque de esos límites -moldeados en críticas alternativas- surgirá siempre una mejor comprensión de la obra literaria y de los sistemas históricos y estéticos en los que, inapelablemente, se aloja.





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Fundamentos estéticos de la crítica literaria de Emilia Pardo Bazán

Marisa SOTELO VÁZQUEZ


Universitat de Barcelona

Crítico desorientado será el que o se empeñe en galvanizar formas caducas, o coadyuve a los errores del gusto público en su época, o sin norma ni ley interior evolutiva, juzgue a capricho, empíricamente; crítico de orientación parcial, el que sienta profundamente un período, un aspecto de la belleza literaria o artística y no pueda entender los restantes, y, por último, crítico, armónico o de orientación total será únicamente el que, remedando uno de los más sublimes atributos de la Omnipotencia, tenga el don de comprender lo pasado, discernir lo presente y augurar lo futuro.


(E. Pardo Bazán, «Ultimas modas literarias», La España Moderna, 1890)                


Decía Eugenio D'Ors que Emilia Pardo Bazán «en lo íntimo y esencial de su mente y de su producción, no fue novelista. Fue periodista. Periodista, la más distinguida, en el más excelente sentido del término. Agitadora de ideas, más que imaginadora de fábulas; comentadora de actualidades del espíritu, más que narradora de peripecias de la acción»912. A partir de estas palabras del autor del Glosario quiero articular mi comunicación sobre los fundamentos estéticos de la crítica literaria de la autora de La cuestión palpitante. Pues al revisar su trayectoria crítica, analizada por mí hace ya algunos años, constaté que la mayor parte de sus trabajos913 fueron inicialmente artículos de prensa periódica en las columnas de El Heraldo de Orense, La Época, El Imparcial, El Liberal, ABC de Madrid, La Nación de Buenos Aires, o en revistas, La Ciencia Cristiana, La Revista de Galicia914, La Revista Europea, La España Moderna, la Ilustración Española, la barcelonesa Ilustración Artística, entre las más frecuentadas y Helios o Renacimiento, de forma más ocasional, entre un largo etc. que omito. De ahí que resulte indispensable tener en cuenta su faceta   -416-   de periodista, de agitadora de ideas, de comentadora de actualidad para justipreciar y aquilatar debidamente la tarea crítica de Emilia Pardo, que fue sin duda -después de Clarín-, quien con mayor lucidez y sentido crítico atendió al itinerario descrito por la literatura española -singularmente la novela-, desde los años de la recepción del naturalismo hasta las primeras décadas de nuestro siglo. Itinerario crítico que desvela la agudeza e intuición cuando no la novedad de su pensamiento.

No pretendo detenerme en describir con detalle y valorar ahora aquí la totalidad de la producción que constituye las diferentes etapas de su quehacer crítico, sino intentar presentar las claves estéticas que lo caracterizan. La horma y el andamiaje teórico del que se nutre su ideario, los modelos fecundamente imitados, así como comprobar en sucesivas calas cronológicas su evolución y el grado de fidelidad a determinados presupuestos ideológicos y estéticos a lo largo de su trayectoria.

Para ello, participando del modelo propuesto por Mitterand915 respecto a Emile Zola que establece la distinción entre discurso teórico naturalista, modelo de producción, Le roman experimental (1880), o sea el discurso teórico sobre el que Zola asegura construir sus novelas y la crítica de las producciones narrativas de otros autores o modelo de recepción, cuyo exponente será Les romanciers Naturalistes (1881). En el caso de Doña Emilia a grandes trazos y con la debida flexibilidad podemos aceptar dicho modelo, teniendo en cuenta que no siempre es posible establecer una división tan tajante como en la crítica zolesca, ya que en La cuestión palpitante, texto emblemático y fundamental de la primera época, decisivo en la forja del ideario crítico de la autora coruñesa, conviven ambos modelos y la determinación de unos principios teóricos sobre los que se asienta la crítica al naturalismo francés va acompañada de una serie de juicios sobre autores y obras en primer término y en mayor proporción franceses y, ya en las entregas finales y en menor grado españoles. Con ello quiero advertir que aunque en determinados momentos -sobre todo la etapa correspondiente al Nuevo Teatro Crítico-, predomina el modelo de recepción de forma más rigurosa, a lo largo de la primera etapa -además de en La cuestión palpitante, en La revolución y la novela en Rusia-, se produce un desarrollo paralelo cuando no simultáneo de dichos modelos y en definitiva una fecunda articulación entre teoría y práctica crítica.

Abocetar el pensamiento estético de la escritora gallega sólo puede hacerse desde un criterio cronológico y mediante sucesivas calas en los trabajos más representativos en cada etapa, que intentaré completar con rápidas pinceladas de aspectos no menos interesantes en los que no puedo entrar como el concepto de crítica, la metodología, el destinatario916, etc. Por razones obvias tengo que pasar con cierta   -417-   rapidez sobre los primeros trabajos en la década de los 70 a los 80, la mayoría en El Heraldo de Orense y La Revista de Galicia -por ella fundada-, ambas de su tierra, y en La Ciencia Cristiana, publicación «de carácter más apologético que literario» -en palabras de la autora en sus Apuntes autobiográficos-, estas colaboraciones iniciales son mayoritariamente crítica costumbrista, que funciona como ensayos sucesivos de la tarea crítica posterior, y en los que se evidencian algunos de los rasgos fundamentales de su personalidad: insaciable curiosidad intelectual, finalidad eminentemente vulgarizadora, fértil intuición y talante combativo y polémico.

En la etapa inicial, en 1880 aparece en la Revista Europea un trabajo dedicado a juzgar la primera serie de Los Episodios Nacionales y las novelas de tesis de Galdós, en él que los fundamentos estéticos de Doña Emilia se apoyan en el andamiaje de la filosofía de la historia de Taine expuesta en Introducción a la historia de la literatura inglesa. Precisamente desde este primer trabajo, el enfoque crítico tainiano -sustrato constante en su tarea crítica-, le permitirá definir y afianzar las notas características de una literatura -novela esencialmente- nacional, con unas señas de identidad peculiares, que dicho sea anticipadamente no presupone en ningún momento renuncia de los aportes estéticos de otras culturas europeas, verbigracia la francesa. Estos presupuestos de partida le permiten calibrar ya en el mencionado trabajo de la Revista Europea como a pesar de la significación literaria de la autora de La Gaviota, quien verdaderamente estaba llamado a restaurar el panorama novelístico español en relación a las exigencias de la realidad histórica y moral de su tiempo indudablemente era Galdós.

A partir de aquí, y siempre desde esta horma tainiana se irán incorporando a su ideario nuevos componentes estéticos. Así en el prólogo a Un viaje de novios, considera la novela «moderna epopeya», formulación tras la que late el Prohemio a La Comedia humana de Balzac, al igual que se trasluce la teoría de los naturalistas franceses, Goncourt y Zola en la definición de novela como estudio social, psicológico, histórico, que, desde una óptica netamente tainiana, al atender a la propia tradición, hunde sus raíces en el realismo de La Celestina y sobre todo de El Quijote de Cervantes, modelo conscientemente imitado. Todo ello sin renunciar a nuevas metodologías que vengan a ensanchar tanto el panorama crítico como el narrativo, y amparándose en la divisa estética de corte hegeliano de que la finalidad del arte es ante todo la realización de la belleza.

Desde estos presupuestos aborda Doña Emilia la crítica en el período desde 1881 a 1890, cuyos hitos son perfectamente reconocibles, el primero, por la publicación de La desheredada de Galdós con la espléndida reseña de Clarín, que da paso a la recepción del naturalismo en España, y el segundo marca la polémica recepción de la también galdosiana Realidad. En este período será necesario hacer varias calas: La cuestión palpitante (1883-84), las conferencias en el Ateneo madrileño sobre La revolución y la novela en Rusia (1887), los artículos de crítica regional en De mi tierra (1888), y las crónicas periodísticas de Al pie de la torre Eiffel (1889).

Las bases de la estética realista-naturalista, expuestas con afán vulgarizador en La cuestión palpitante serán a partir de ahora la pauta teórico-crítica desde la que,   -418-   por un lado, construirá sus novelas de la primera época, desde La Tribuna (1882) a La Madre Naturaleza (1886/7) y, por otro, juzgará las novelas de sus coetáneos, siguiendo un criterio historicista y comparatista. A los modelos de La cuestión palpitante -que inicialmente fue artículos periodísticos en La Época, y a ellos debe precisamente el tono vulgarizador-, Le Roman experimental (1880), más aún Les romanciers naturalistes (1881) convendría añadir «De la moralité dans la literature», texto de 1881, recogido en Documents literaires del que parece trasunto evidente el artículo pardobazaniano titulado «De la moral». Mas allá de ese cotejo con los textos zolescos ya realizado917 me interesa subrayar como tras los mencionados modelos late de nuevo la filosofía de Taine, sin cuya influencia la teoría del naturalismo no hubiera sido como fue, y de cuyo magisterio Zola nunca renegó desde el famoso y temprano prólogo a la segunda edición de Thérèse Raquin918 (1867). De la misma manera que si bien es cierto -como señaló González Herranz en su edición de La cuestión palpitante-, que Doña Emilia sigue de cerca en los capítulos IX-XII el texto de Les romanciers naturalista, probablemente la fuente última vuelve a ser Taine, concretamente los artículos dedicados a Balzac en Nuevos Ensayos de Crítica y de Historia919, cuyos epígrafes objeto de estudio, vida, carácter, tendencias y estilo sigue e incluso reproduce literalmente Doña Emilia en los tres artículos dedicados a Zola en su obra, sin entrar en el detalle de influencias tainianas dispersas en los artículos sobre Daudet y Stendhal.

A la altura de 1887, en las mencionadas conferencias sobre la literatura rusa, análisis que la autora llama «rápida reseña», «mero aviso con el modesto carácter de ensayo», subrayando una vez más su carácter divulgativo, fruto de la inmediatez y del interés en comentar las novedades literarias, tiene sobre todo en las páginas iniciales constantes apoyaturas en el determinismo de la raza, la geografía y el clima -léase la lógica del medio-, y el momento histórico, así escribe con inequívoco sesgo tainiano que Rusia ofrece al lector «la revelación de una nacionalidad literaria» sólo comprensible y valorable a partir del estudio de la raza, la historia y el estado social y político, caracterizado por la efervescencia revolucionaria del nihilismo»920. Sin embargo, Emilia Pardo no duda en manifestar las insuficiencias que detecta en la metodología positivista, proponiendo la sustitución de Zola por Tolstoy. Dicho en términos más precisos, la autora coruñesa considera que sin bien los grandes novelistas rusos, Gogol, Turgeniev, Dostoiesky, Tolstoy, son el resultado de la influencia de los factores antes mencionados, precisamente por ellos son representativos de un realismo por donde circulan aires más elevados, atentos a la «vida interior», a la «actividad cerebral», a los «movimientos del alma», un naturalismo «con ventanas y   -419-   respiración, sin seudo-ciencia y sin positivismo barato», como gráficamente evocará a la vuelta del siglo, en el volumen La literatura francesa moderna. El Naturalismo921. Nótese como la inflexión espiritualista observada tempranamente por Doña Emilia coincide con el final del debate sobre la polémica recepción del naturalismo en España, tanto si tomamos como referencia el trabajo de Rafael Altamira en La Ilustración Ibérica (1886), proclive a la estética zolesca, como si fijamos nuestra atención en los artículos de Valera «Sobre el nuevo arte de escribir novelas» (1887), de signo contrapuesto. Así como también las conferencias, dictadas en el mes de abril son anteriores al famoso Manifiesto de los cinco contra La Terre de Zola, en Le Figaro (18-VIII-1887), preludio de la bancarrota del naturalismo -por utilizar el término de Brunetière-922.

La siguiente cala se refiere a la crítica regional reunida en el volumen De mi tierra (1888), en el que la autora gallega desde un regionalismo afectivo y estético nunca ideológico o político, del que siempre receló por encubrir gérmenes disgregadores, construye un discurso hermenéutico y crítico de nuevo híbrido a caballo entre el modelo de producción, cuestiones teóricas sobre el regionalismo, el Rexurdimento de la cultura gallega a partir del Romanticismo en paralelo a la Renaixença catalana, que toma en repetidas ocasiones como contrapunto, y el modelo de recepción, al abordar el análisis de los autores más emblemáticos de dicha cultura: Rosalía, Valentín Lamas Carvajal, Eduardo Pondal o Benito Losada... Es la mayoría de estos trabajos es perceptible, aunque con modulaciones de distinta intensidad, la pervivencia del ideario tainiano, pues la literatura regional y con ella la lengua son interpretadas como un intento de recobrar la memoria colectiva del pueblo y sus señas de identidad cultural. En este sentido resultan especialmente ilustrativos los trabajos dedicados a «La poesía regional gallega» (1886), a Lamas Carvajal o el olor de la tierra y el paisaje, o el de Pondal, donde sustenta la tesis de la raza, «el panceltismo», preludio de un trabajo posterior de título elocuente, «El alma galaica. Estudios de psicología regional», publicado en Nuestro Tiempo (1903), en la órbita de los trabajos de psicología colectiva de Feuillée. También en el discurso sobre «Feijoo y su siglo» (Orense, 1887), recogido en el mencionado volumen, Doña Emilia trenza con mimbres tainianos el boceto de la personalidad literaria del ilustre benedictino, al señalar certeramente que Feijoo -la crítica más reciente así lo entiende-, era esencialmente un producto del clima cultural y social de su tiempo pero también resultado del sello indeleble de la idiosincrasia del país, el carácter y la cultura gallega:

[...] las dotes intelectuales de Feijoo están marcadas con el sello de su país. Era el gallego sagaz, tozudo y tesonudo, que contesta a una pregunta con otra para tomarse tiempo de reflexionar, que ama la investigación por la investigación, que gusta de saber los porques de todo, que refrena el vuelo de la imaginación y la credulidad supersticiosa con el buen sentido   -420-   innato y que lleva en su equilibrado temperamento las actitudes necesarias para imponer a una nación fogosa, pero razonadora y aguda, el criticismo, la independencia y la cordura científica.923


Ahora bien, es preciso constatar que además del sustrato taineano que nutre su ideario, Emilia Pardo emplea de nuevo abiertamente una metodología comparatista al proceder a un cotejo de la situación de la lengua y la cultura gallega con sus homónimas catalanas. Del cotejo se deduce un desarrollo desigual, favorable a la cultura, la lengua y las instituciones catalanas, además de evidenciar la coherencia ideológica de la autora de Los Pazos de Ulloa, y su afinidad al nacionalismo español, tal como lo confirma su epistolario con Narcís Oller924. Comparatismo como ingrediente esencial en la metodología crítica que se refuerza en libros misceláneos como las crónicas de Al pie de la torre Eiffel (1889), verdadero mosaico de asuntos, desde el costumbrismo, el reportaje viatorio y periodístico, la impresión estética a propósito de la evolución de los movimientos literarios o artísticos, a la reflexión socio-política, siempre como contrapunto a la situación española del último tercio de siglo y todo ello a vuela pluma, sobre la marcha, por tanto con el sello del auténtico periodismo. El género de la crónica a base de un apunte rápido, libre e incluso divagante, queda perfectamente definido en estas palabras de la autora:

En crónicas así, el estilo ha de ser plácido, ameno, caluroso e impetuoso, el juicio somero y accesible a todas las inteligencias, los pormenores entretenidos, la pincelada jugosa y colorista, y la opinión acentuadamente personal, aunque peque de lírica, pues el tránsito de la impresión a la pluma es sobrado inmediato para que haya tiempo de serenarse y objetivar. En suma, tienen estas crónicas que parecerse más a conversación chispeante, a grato discreteo, a discurso inflamado, que a demostración didáctica. Están más cerca de la palabra hablada que de la palabra escrita. Ley aplicable en general a todo el periodismo [...] lo que se pide, pues, al cronista es la personalidad y el atractivo, el brillo y aun la petulancia, que distinguen su crónica rauda y volante del volumen maduro y sesudo, erudito y oneroso, venal ya en todas las librerías y con puesto indicado en los estantes de todas las bibliotecas925.


Es este período rico en materiales críticos, pues Doña Emilia ha iniciado sus colaboraciones en la prestigiosa revista La España Moderna (1889), émula en muchos aspectos de le Revue de deux Mondes, donde verán la luz algunos de dos mejores trabajos, demostración fehaciente del cosmopolitismo cultural de la autora que atiende por igual a las novedades literarias nacionales, la reseña de Mezclilla de Clarín es un buen ejemplo, como a las nuevas corrientes y autores franceses en   -421-   «Ultimas modas literarias», trabajo destacable no sólo por que Doña Emilia intuye la importancia que va alcanzar Paul Bourget en el nuevo panorama literario, sino también por los agudos comentarios sobre la poesía de Verlaine o Mallarmée, la novela psicológica y poemática del fin de siglo, a parte de una serie de reflexiones sobre la tarea del crítico que no debía conformarse con ser mero archivero, ni tampoco practicar una crítica complaciente, olvidadiza, subrayando la importancia de su función como importador y adaptador de nuevas tendencias capaces de vivificar la cultura nacional.

Tras la crisis de la poética naturalista, en el segmento que va desde 1891 a los albores del siglo XX, se podría tomar como referencia final la fecha de 1902, en la que ven la luz una serie de novelas sobradamente conocidas, Amor y pedagogía, Camino de perfección, La voluntad, Sonata de otoño, que inauguran una nueva poética narrativa, Doña Emilia emprende en solitario su proyecto más ambicioso y valiente de crítica literaria, la creación y publicación del Nuevo Teatro Crítico (1891-1893). Es un período en que el naturalismo ha entrado en franca crisis, tras la publicación de la encuesta de Jules Huret en L'Echo de París (3-5 de Julio de 1891), sobre el artículo de Marcel Prevost, Le roman romanesque, publicado en Le Figaro, (12-V-1891), que tuvo su parangón en las columnas de El Heraldo de Madrid y en la que participó activamente la autora junto a Clarín, Valera y Octavio Picón. Además, en los círculos culturales se debate sobre la última producción galdosiana, Realidad, de la que también se hace eco Pardo Bazán en las páginas de su revista926.

Si en el primer período fue necesario fijar la atención en La cuestión palpitante a la altura de fin de sigo la empresa editorial del NTC, con un total de treinta números publicados, redactados en su totalidad por la autora, aparece como una tarea verdaderamente colosal. El título recuerda inequívocamente el Teatro Crítico Universal de Feijoo, del que dice admirar la energía en la defensa de la verdad, la claridad de pensamiento y la amenidad de los temas, que hacían del eminente polígrafo gallego el iniciador del periodismo moderno. Paralelismos a parte, con la debida distancia del modelo y teniendo en cuenta el cambio temporal, Doña Emilia se propone ejercitar una crítica ecléctica, probablemente porque como sostiene en Al pie de la torre Eiffel «el eclecticismo es la única filosofía que resuelve las aparentes antinomias de la Belleza»927, una crítica serena que valorase las obras y los autores sin la premura de la columna periodística y que diera una visión de conjunto, tan necesaria, de la actualidad cultural de la época. Ya que la autora estaba convencida de que la crítica literaria debía ejercer una influencia beneficiosa sobre el lector orientándole, instruyéndole y proporcionándole elementos de juicio tanto ideológicos como estéticos, de ahí que rechace por igual la crítica naturalista, que fríamente diseca la obra literaria, así como «el palo brutal, satírico... único género que lee la   -422-   muchedumbre»928, como escribirá algunos años después a Pompeyo Gener, evocando su objetivos en el NTC929.

Si en La cuestión palpitante, la autora llamaba la atención sobre la falta de una verdadera tradición crítica en España que, salvando alguna excepción notable, tendiera a juzgar y comprender los movimientos, escuelas o obras literarias sin escandalizarse en nombre de cuestiones espurias, como la moral, el buen gusto o las sanas costumbres, y a la vez ya entonces certeramente señalaba que la crítica debía dejar de tener carácter dogmático, normativo, inmutable y apriorístico para sujetarse fundamentalmente a los cambios estéticos y supeditarse a la historia general del pensamiento -idea que repetirá en el volumen El Naturalismo, en La Literatura francesa moderna, en el capítulo dedicado a juzgar la crítica de Anatole France y Jules Lemaitre930-. Concepto evolutivo de la crítica en sintonía con los principios señalado por Taine en Ensayos de crítica y de Historia. Indudablemente, a estas alturas de la trayectoria crítica de la autora podemos afirmar que el enfoque propuesto por Taine y su concepción de la crítica había ejercido notable influencia en sus trabajos, añadiendo que, consciente de los cambios y de la evolución de las ideas, Doña Emilia rechaza juzgar la obra literaria desde una posición teórica o doctrinal que utilice como único criterio de valor la mayor o menor concordancia y adecuación a los dogmas de una determinada escuela. Enemiga del dogmatismo artístico y de los estrechos corsés de la preceptiva Emilia Pardo reivindica la apreciación subjetiva, la impresión personal en esta nueva etapa crítica al escribir:

porque arte es la crítica, y arte que así requiere las alas de la inspiración como el lastre de la doctrina. Hoy, que ha perdido la férula, se ve obligada la crítica a disecar, pero no como frío anatómico, sino como apasionado escultor que busca en la forma humana la divina ley de la armonía y la belleza.931


Evidentemente este sesgo más personal y subjetivo que defiende ahora Doña Emilia en su quehacer crítico es deudor de una afirmación hecha en la ya tantas veces citada Cuestión palpitante, «la crítica debe ser estudio y observación constante   -423-   para adquirir buen gusto»932. Desde esta formulación han transcurrido ocho años de intenso trabajo crítico y novelístico y por tanto la autora aborda esta nueva etapa con una sólida formación estética y desde un vasto repertorio de lecturas que le permitirá juzgar una obra literaria desde su intuición, o adivinar como así ocurre en más de una ocasión el devenir de un movimiento o tendencia literaria.

Lo que vengo señalando se trasluce en los algunos de los mejores trabajos de esta etapa, en literatura española los dedicados a Galdós (Realidad, La incógnita, La loca de la casa y especialmente en las reseñas de Ángel Guerra y Tristana), la revisión completa de la personalidad y la obra de Alarcón, las reseñas de Nubes de estío de Pereda; La fe de Palacio Valdés; Dulce y sabrosa de Octavio Picón o el estudio de Pequeñeces... y en literatura europea, probablemente sean los mejores los dedicados a Zola y Tolstoy o los que proponen una visión panorámica del fin de siglo, todos ellos evidencian un pensamiento crítico maduro, forjado lentamente en un amplio abanico de lecturas, así como llevado a la praxis a través de ensayos, conferencias, discursos y artículos periodísticos.

Y si en la primera etapa la influencia del realismo naturalismo francés, Balzac, Goncourt, Flaubert y Zola, resulta decisiva en la formación del canon estético y crítico de Emilia Pardo Bazán, en la década de los noventa la influencia fundamental será de un lado el realismo espiritualista de Tolstoy y, de otro, el psicologismo de Paul Bourget. Desde Al pie de la torre Eiffel (1889), y, por tanto, en fecha muy temprana Doña Emilia señala que a Zola le falta lo que tienen las obras del autor de El discípulo, metafísica:

Quien no ha leído a Aristóteles ni a Platón, quien acaso tiene a Santo Tomás por un fraile extravagante, y a Hegel por un alemanote beodo de cerveza, no es hombre completo, en el sentido intelectual de la palabra; y en Zola, como en todo el mundo, una ignorancia es una deficiencia933.


Las alusiones al maestro del psicologismo menudean también en las reseñas a las novelas españolas de estos años en el Nuevo Teatro Crítico, así escribe a propósito de la lectura de Dulce y sabrosa:

Sin poderlo remediar me trae continuamente al pensamiento las novelas de Bourget. Ese asunto, tratado por el jefe de la escuela psicológica llegaría a una fórmula más bella de verdad y profundidad [...] No quedaría escoria, podredumbre, verdaderas impurezas de la realidad, que muchos lectores (y es lástima) les impedirían apreciar debidamente el fondo pasional y humano de la novela934.


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Y escasamente medio año después, al examinar La Fe de Palacio Valdés vuelve a recomendar el cotejo y la lectura de las obras del novelista francés:

Léase a Pablo Bourget y nótese en tan eminente artista, hasta cuando traza novelas amorosas o cuadros de tocador, la presencia de la intensa educación filosófica, la perpetua aplicación de los principios, el enlace riguroso de las deducciones, la lógica virtuosa de los caracteres, todo lo que ha servido de fundamento a su reputación de psicólogo935.


También en la reseña de Tristana Doña Emilia juzga decisiva la impronta del psicologismo de Bourget en la factura de don Lope, hidalgo de estirpe quijotesca y figura velazqueña, que hubieran hecho de él un perfecto galán calderoniano de no ser porque evoluciona hacia

un héroe psicológico moderno, francés, a lo Paul Bourget, un hombre contemporizador y escéptico, que tolera lo que no puede evitar, seguro de las circunstancias y el tiempo le devolverán su presa, y conforme con ser le plus hereux de trois936.


De igual modo en los artículos de conjunto sobre la literatura francesa, es Bourget y sobre todo sus ensayos los que suscitan el interés de la autora al que define como el «talento más cultivado y robusto de la nueva generación. En su especialidad de relojero del alma [...] Bourget no tiene rival ni acaso lo tenga en mucho tiempo» Para, tras cotejarlo con Daudet, mejor dotado como novelista por su capacidad inventiva, señalar:

En Bourget hay una dualidad aparente: en el catalogo de sus obras parecen alternar un filósofo analítico y un novelista; mas si bien se mira, adviértese que el primero y solo el primero es quien escribe, lo mismo los Ensayos psicológicos que Cruel enigma y Un corazón femenino937,


pues a juicio de Pardo Bazán el autor francés se puede considerar novelista sólo si se entiende la novela como género abierto, proteico, y dúctil938.

Este período se cierra con la reseña de Mezclilla de Clarín en las «Notas bibliográficas» de La España Moderna, artículo que prueba la agudeza e intuición crítica   -425-   de la escritora coruñesa, la primera en advertir el valor y la significación de Mezclilla en la evolución de las ideas estéticas de Clarín y de percatarse de la importancia del problema religioso en la magnífica caracterización que hace del pensamiento crítico del autor de La Regenta, señala Doña Emilia cuatro ideas dominantes que prestan unidad al conjunto de trabajos reunidos en Mezclilla: primero: «el pesimismo intelectual absoluto», porque la vida literaria languidece y en España a penas nadie piensa en el arte; segundo: «la atenuación de ese pesimismo al analizar media docena de autores»; tercero: «implacable resolución de no admitir para su misantropía pesimista sino grandes y eficaces consuelos y fustigar o desdeñar la literatura secundaria» (La necesidad de establecer una jerarquía) y cuarta: «una idea muy singular, muy sutil, que el escritor deja entrever apenas, y que a mí no me sorprende ver delineada en un alma tan dolorida y en una complexión tan neuro-biliosa como la de Clarín; una idea -¿lo diré?- religiosa y cristiana»939. Nadie definió tan certeramente el sesgo de la crítica clariniana a la altura de fin de siglo, nadie vio con tanta profundidad los factores que poco a poco habían ido fraguando ese estado del alma característico del último Clarín, quien poseía a juicio de Doña Emilia en alto grado «la risa de la tristeza», debido a:

el curso de los años; la residencia en una provincia, donde se vive moralmente solitario y se despierta la necesidad de la contemplación; la sugestiva sombra de una catedral (aquella catedral de Vetusta que el mismo Clarín describió); la lectura de obras de esas que elevan el espíritu y lo conducen a detenerse en los problemas filosóficos, a la vuelta de los cuales están los religiosos; todo explica ciertas auras que corren por las páginas de Mezclilla.940


Caracterización -que dicho sea de paso-, una vez más sigue pautas tainianas para explicar la obra del autor, desde el temperamento, la formación intelectual, el medio social determinante, etc.

No podemos detenernos en las consideraciones sobre Rod, Huysmans, Barrés e incluso en los artículos dedicados a las últimas producciones de Zola y a Tolstoy, todos ellos representativos de una aproximación creciente a la sensibilidad espiritualista, decadente y refinada del fin de siglo, que tendrá continuación en los artículos de Helios y Renacimiento, el primero un trabajo breve pero modélico en lo que tiene de crítica anticipativa al abocetar con trazos certeros la nueva generación de novelistas y cuentistas, modernistas y noventayochistas:

Los nuevos escritores no son inferiores a los antiguos ni en talento ni en sensibilidad. Acaso tienen hasta percepción más fina de las relaciones y significación de cuanto les rodea. Creyérase, sin embargo, que un genio maléfico les veda expresar y desenvolver esta percepción   -426-   por modo tan artístico y fuerte como debieran. Agitados por sobrexcitación nerviosa o abatidos, por una especie de cansancio [...] Los libros de los jóvenes son, en general, cortos de resuello, revelan fatiga y proclaman a cada página lo inútil del esfuerzo, la vanidad de todo. Muéstrase esta generación imbuida de pesimismo, con ráfagas de misticismo católico a la moderna (sin fe ni prácticas), y propende a un neorromanticismo que transparenta las influencias mentales del Norte -Nietzsche, Schopenhauer, Maeterlinck- autores que aquí circulan traducidos.941


El interés puntual por la figura de Juan Ramón en Renacimiento, así como las múltiples apreciaciones no sólo de crítica literaria sino de crítica de arte, singularmente de pintura, que pueden espigarse en sus libros Cuarenta días en la exposición (1904), Por la Europa católica (1902), verdadero cañamazo artístico de La quimera o en la miscelánea y extensa colaboración en La Ilustración Artística, a menudo tan rica en atisbos y pinceladas certeras sobre el curso de la literatura y la vida en las primera década del siglo, que ponen de manifiesto un interés sostenido por la cultura española y europea sin distinciones, porque Doña Emilia era una ferviente europeísta sin dejar de ser profundamente española. Por último, los artículos del ABC deben ser leídos como recapitulación y síntesis tanto de sus fundamentos ideológicos y estéticos como de su extraordinaria curiosidad por asuntos, géneros, autores, costumbres o novedades literarias y estéticas.

En conclusión, la crítica literaria de Emilia Pardo Bazán es deudora del modelo de crítica propuesto por Taine, y se apoya en el comparatismo como metodología fundamental -partidaria de aprovechar los préstamos estéticos de otras culturas e incorporarlos a la propia-, siguiendo en la primera etapa la horma de los realistas y naturalistas franceses: Balzac, Zola, Goncourt.... vigentes en un amplio segmento de su producción crítica, sobre todo Zola, para sin abandonar el andamiaje teórico tainiano acentuar una inflexión espiritualista a partir de 1887, con la incorporación de los novelistas rusos así como el acentuado interés por Paul Bourget desde finales de los años ochenta, que le permite calibrar mejor el modernismo y decadentismo o neorromanticismo de fin de siglo. Esta trayectoria se asienta en un principio inamovible el concepto hegeliano del arte que debe aspirar como fin supremo a la belleza. Y sin perder de vista el modelo feijoniano de crítica vulgarizadora que más que a sentar doctrina aspira a remover ideas, a incitar a la discusión sobre temas de actualidad y a contribuir desde el ejercicio de la crítica al desarrollo cultural del país.



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Urbano González Serrano, ¿un canon krausista?

Dolores THION SORIANO-MOLLÁ


Universidad de Nantes

Tal vez el hecho de que Urbano González Serrano (1848-1904) publicara, como decía Clarín, «libros bien escritos pero que leemos pocos»942, cierta reserva de carácter, distanciamiento voluntario de la docencia universitaria y moderantismo republicano, mermaron la celebridad de este filósofo, y crítico literario, a pesar de sus numerosas obras e interesantes colaboraciones en las revistas más prestigiosas de las últimas décadas del siglo XIX. Quizás, por los mismo motivos, Urbano González Serrano quedara soslayado en la historia de la crítica literaria, a pesar de su colaboración en los debates del Ateneo de Madrid, el desarrollo de un pensamiento estético imbricado en sus estudios fundacionales de psicología y sociología, y, en particular, la publicación de prolijas críticas, algunos prólogos y traducciones. Sus abundantes colaboraciones en la prensa periódica todavía están por consignar, si bien, gran número de sus artículos integró su corpus ensayístico o quedaron recogidos en obras misceláneas. Sobre arte y literatura escribió, de manera puntual o en extensa profundidad, en los volúmenes siguientes: Estudios de moral y filosofía (1878), Goethe (1878,1892 y 1900), La sabiduría popular (1881), Ensayos de crítica y filosofía (1881), Preocupaciones sociales (1882 y 1899), Cuestiones contemporáneas (1883), Crítica y filosofía (1888), Psicología del amor (1888 y 1897), Estudios críticos (1892) En pro y en contra (1894), Siluetas (1899), Pequeñeces de los grandes (1902) y La literatura al día, 1900-1903 (1903).

Urbano González Serrano fue alumno de Nicolás Salmerón, al que consideraba su padre «espiritual»943, y condiscípulo de Manuel de la Revilla. Salmerón orientó sus estudios en el seno del krausismo, lo cual condicionó su vida académica y sus escritos. A pesar de su resistencia a todo tipo de encasillamientos de escuela, ya cuando el krausismo bregaba con su disolución, Urbano González Serrano aceptaba con cierta mesura el apelativo krausista944, cuando aludía a su educación científica y a   -428-   «la circunspecta emancipación del pensamiento, que nos dispone para descubrir la parcialidad estrecha del espíritu, cerrado en el dogma de escuela, tan contrario a la nativa pureza de que se debe la inteligencia al indagar un principio de verdad»945. Por ello, como título a este trabajo hemos adoptado voluntariamente el término krausista en sentido amplio y general, obviando los avatares históricos de tal apelativo. Recordemos brevemente que aquel krausismo originario ajustado al pensamiento de Krause y Sanz de los Ríos siente la necesidad de renovar sus fundamentos religiosos en crisis hacia 1875 con la irrupción del positivismo, el neokantismo y el darwinismo. Con ellos, remozará su pensamiento, mas no renunciará al sentido ético de la vida, la visión orgánica y totalizadora de la realidad y el reformismo social de la primigenia ortodoxia krausista. En este estado de transición se sitúa el pensamiento de la tercera generación de krausistas entre la que se ubica Urbano González Serrano. En el marco de la Institución Libre de Enseñanza y al lado de Francisco Giner, Adolfo Posada, Manuel Sales y Ferré; Urbano González Serrano prosigue con las orientaciones positivistas de su maestro, Nicolás Salmerón946. Primero con una tesis sobre la moral en relación con el positivismo, en 1871, en la que rechaza el radicalismo experimental y las reducciones de la moral a pura ciencia y de las ciencias a meras fenomenologías. Después, en los debates del Ateneo de 1872, combate el dogmatismo y exclusivismo positivista en su aplicación a todas las facetas del saber. Finalmente, en 1875, maestro y discípulo reseñan las tendencias críticas del pensamiento moderno como apéndice a la traducción de Guillermo Tiberghien, Ensayo teórico e histórico sobre la generación de los conocimientos humanos, páginas en las que ya inquieren el concierto entre experiencia y especulación y los principios constitutivos de la ciencia moderna, fundamentados éstos en la ley de la evolución (procedente del devenir hegeliano) como principio rector de los fenómenos de la existencia y en la relatividad del conocimiento (herencia del kantismo)947. En años venideros, González Serrano aceptará en mayor grado los postulados positivistas, en particular, en el ámbito de la psicología y de la sociología de los que se le ha considerado uno de los pioneros en España.

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Fue en 1892 cuando Adolfo Posada propone el término de «krausopositivista» para calificar, precisamente, la filosofía psicológica de Urbano González Serrano948. El krausopositivismo se define como una tendencia filosófica que trata de superar el reduccionismo que representa el dualismo racionalista del mundo moderno. Para ello, propone la síntesis armónica del idealismo y del positivismo, o sea, el consorcio entre especulación y experiencia; la construcción de una visión monista, unitaria, del mundo frente a los dualismos tradicionales; y la apelación a la psicología experimental como base científica de referencia949. ¿Cuáles son las lecturas que desde este, ahora sí, krausopositivismo, realiza Urbano González Serrano de la literatura? ¿Cuál es el canon que rige sus juicios? ¿Prevalece la idea de forjar un canon desde el magisterio de la crítica a pesar del eclecticismo krausopositivista? A estas preguntas intentaremos responder al hilo de nuestras reflexiones a partir de las múltiples lecturas que del concepto de canon ha realizado la teoría de la literatura en los últimos años.

Si por canon se entiende, en el sentido etimológico del término, el conjunto de reglas retóricas o normas preceptivas que rigen la composición literaria, resulta indiscutible la ausencia de un canon krausista. No existe por lo demás, ningún baremo susceptible de ponderar las relaciones de causalidad o, valga el término, de normalización, entre cualquier corriente de pensamiento y una práctica literaria precisa y perfectiva de la historia cultural. Las relaciones entre krausismo y literatura no son relaciones normativas ni aún de efectividad pragmática ponderable. En este sentido, nuestra hipótesis de trabajo, la búsqueda de un plausible canon krausista, se asienta a primera vista en la paradoja; la cual, se diluye, sin embargo, al perpetrar en las nuevas significaciones culturales y funcionales con las que la teoría de la literatura ha enriquecido el concepto de canon950.

Como toda corriente de pensamiento, el krausismo, ya lo señaló con otras intenciones López Morillas, suscita un clima que «provoca una perceptible alteración en el modo de «hacer» literatura, en el significado que se atribuye a «la creación literaria y en la manera de entender la crítica»951. En este sentido, y con la mirada evaluadora   -430-   del a posteriori sí podemos reconocer un acervo cultural y social que en la España decimonónica alteró ese modo de «hacer» literatura. En otros términos, se podría reconocer un canon generado por el krausismo en tanto que modelos e ideas literarios propuestos por una élite cultural y pedagógica, que, por lo demás, articulan el pasado, el presente al que intenta adaptarse y las previsiones de futuro; participa en la construcción de un marco de referencia en el que emerge la idiosincrasia colectiva, propone una metodología y unos fundamentos estéticos, al unísono y en relación de natural causalidad con su particular legitimación del positivismo952.

Desde 1878 hasta 1903, el pensamiento estético y literario de Urbano González Serrano recoge siempre la actualidad del momento. Paralelamente a las disquisiciones entre ciencia y filosofía en el Ateneo, don Urbano participa en las polémicas sobre el realismo y el naturalismo, en la reivindicación de la poesía, en la literatura con tintes comparatistas... En los albores de siglo, sus escritos versarán sobre la literatura bohemia, el modernismo, la crítica literaria, y todos aquellos temas con los que se enriquecía la literatura, invadida por las nuevas ciencias, para renovar sus categorías estéticas953, sobre todo desde los nuevos campos la sociología, la psicología, las teorías del conocimiento y las ciencias morales, de las que Urbano González Serrano sería unos de los pioneros en España. Valgan de ilustración sus estudios sobre la psicología del genio, el carácter y la intuición artística, la espontaneidad, la emoción, el dolor, la risa, el humorismo, el medio, la sabiduría popular, el público, las traducciones o la universalidad, entre otros.

A partir de la filosofía de la historia, Urbano González Serrano954 ubica la sociología entre el positivismo y el organicismo krausista. La sociología se centra en el estudio intuitivo de las relaciones causales de los procesos humanos, sustentándose en el estudio de la realidad social como estructura y como proceso, con el consorcio de la especulación y de la experiencia. En otros términos, la sociología es la ciencia que estudia «las acciones combinadas del medio social con la iniciativa propia del individuo», es decir, una ciencia intermediaria entre la Psicología y la Cosmología955. Posee un carácter enciclopédico en el que se condensan las grandes ideas que agitan y dividen las opiniones del hombre956 y de una nación.

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Urbano González Serrano definía la psicología como ciencia del alma, «como el ser o elemento interior que preside toda nuestra vida, desde los actos más rudimentarios y simples hasta los superiores y más sublimes, y cuya realidad se manifiesta en hechos de conocimiento, sentimiento y voluntad»957. El alma realiza la síntesis de las influencias del medio con las energías internas que en ella concurren. El sentimiento, la voluntad y el entendimiento -pensar, querer y sentir- son indisociables y constituyen una síntesis anímica o unidad de conciencia958. La psicología científica propone, pues, el estudio riguroso de la personalidad humana en su diversidad y en sus múltiples fases, «que sirven como causa ocasional para el gran predicamento, de que gozan hoy, por ejemplo, entre las manifestaciones artísticas, la poesía lírica y la novela psicológica»959.

La sociología y la psicología dependían conceptualmente de la lógica o teoría del conocimiento y de la ética. De hecho, en el último tercio del siglo XIX, las tres disciplinas constituían una misma asignatura, impartida por el mismo catedrático -recordemos rápidamente los nombres de Sanz del Río, Ortí Lara,Unamuno...- Urbano González Serrano las relacionaba en su Manual de Psicología, Lógica y Ética para el estudio de esta asignatura en los Institutos de Segunda Enseñanza, (1883 y 1898). Se trata de un proyecto de síntesis960 en el que desde la lógica y la ética, armoniza idealismo y empirismo, a partir de la complementariedad, -distinción pero nunca oposición-, entre el conocimiento objetivo y el subjetivo961, el activo y el receptivo. Estudia asimismo las leyes del conocer, distinguiendo entre leyes objetivas o intelectuales y leyes subjetivas o del espíritu. Las leyes objetivas son las categorías de identidad, contradicción y continuidad, es decir, las cualidades o predicados en cuyo supuesto se perciben los objetos cognoscibles. Por su parte, las leyes subjetivas son las facultades, criterios, medios y fuentes; o sea, la conciencia, los sentidos, la razón, el entendimiento y la memoria. Paralelamente, concilia los métodos analítico y sintético por considerar que ambos son necesarios para el conocimiento   -432-   de la realidad. En el primero, predomina la distinción y diferenciación de los elementos con la observación empírica -qué son las cosas-; en el segundo, predomina el análisis de la homogeneidad y la semejanza de los elementos, probando y justificando la existencia de las cosas, su porqué, cuando ya se sabe lo que son. En último lugar, examina las condiciones formales del método científico a partir del estudio del concepto, del juicio y del raciocinio. Estos análisis le permiten definir el concepto de verdad relativa y su naturaleza objetiva-subjetiva, en tanto que «conformidad del conocimiento con la realidad de lo conocido», puesto que el sujeto «rehace sobre lo recibido y prueba la verdad del conocimiento por comparación con la realidad de los representado»962.

Desde la Ética o Filosofía de la moralidad, González Serrano esgrime que el hombre es un ser libre, forjador de su destino y responsable moral de sus actos. Para ello, propone el estudio de la persona moral y el agente moral indefectiblemente asociados al orden universal y partícipes en los comunes fines del Bien, en tanto que perfección personal y solidaridad humana, y del Summo Bien, el cual, independientemente de su identificación krausista con Dios o efecto del desarrollo evolutivo, representa «una idea para la inteligencia, un anhelo de la sensibilidad y un fin cada vez superior propuesto a los esfuerzos constantes de la voluntad»963. Esta condición de perfectibilidad de la personalidad humana conduce igualmente a la belleza estética y la virtud moral. Para González Serrano, el hombre actúa, tanto por iniciativa individual, como por las influencias y exigencias que se derivan del medio, a saber: la educación, tradiciones y medio social. Con estos preceptos supera los conflictos entre el determinismo y la libertad, esgrime el concepto de solidaridad social y rechaza el naturalismo de Zola, ya que a su juicio, éste exagera la influencia del medio sobre el individuo, anulando la iniciativa y la libertad humanas.

Tras esta extensa, pero, creemos, necesaria exégesis, ya se perfilan las imbricaciones entre estas ciencias y la literatura, cuyos límites se diluyen en el seno de la polémica realista-naturalista en España, sobre la que nos detendremos más tarde, y en el posterior uso exacerbado que de dichas ciencias realizaran los naturalistas radicales, con quienes colaboró Urbano González Serrano en sus revistas literarias; e, incluso, años más tarde en el estudio del simbolismo y del modernismo. Baste, de momento, reconocer someramente que los métodos y fundamentos científicos de la psicología, la sociología, la teoría del conocimiento y la moral se extrapolan a la teoría del arte, y en particular, a la literatura. A partir de dichas ciencias, sobre todo de la sociología, González Serrano enaltece el carácter social de la literatura en cuanto que perviven en su teoría los resabios románticos sobre la conciencia y el alma nacional, la sabiduría popular, lo legendario del arte o residuo de inspiración colectiva; sin olvidar la visión pragmática de la literatura como fuerza regeneradora. Urbano González Serrano reconoce también, bajo el influjo de la psicología   -433-   científica, la preeminencia de la individualidad y personalidad del escritor; y con fundamental auxilio de la lógica y de la ética, analiza la genialidad artística, precisamente, el sincretismo de su personalidad, la plasticidad de su carácter para adaptarse al medio964, su capacidad de condensación y universalización en la búsqueda del ideal de la verdad, el bien y la belleza; todo ello gracias a la síntesis de la idea con la acción, que don Urbano define como «el máximum de la realidad, que da de sí la verdad en la ciencia, el carácter en la moral, el arte como flor de vida y el progreso en la historia»965.

El artista, el escritor, el hombre vulgar o el genio, todos son producto del medio social en que viven966. Ahora bien, entre todos ellos, el genio, parafraseando a don Urbano, es una individualidad saliente que se combina con lo social. La originalidad del escritor genial radica en «algo real, vivo, de eficacia positiva, que excede y trasciende de los límites en que se encierra un individuo cualquiera y de la simple adición o suma mecánica de precedentes y elementos anteriores»967. Los genios o autores canónicos que él selecciona corresponden a los clásicos y universales de la tradición occidental, aquellos que mediante la plasticidad de su carácter y su capacidad de adaptación y asimilación han alcanzado el ideal de la literatura, o sea, la serena majestad de la belleza, la ecuanimidad y el ritmo en la lucha entre las fuerzas incidentes y las de tensión o fuerzas vivas968. Estos genios canónicos son: Horacio como padre fundador de la teoría del arte; Dante, Shakespeare, Cervantes y Quevedo como referentes ineluctables del pasado clásico, entre los que someramente cita a Calderón969, recogiendo la entusiasta coronación del romanticismo alemán; por fin, Víctor Hugo, Campoamor, Schiller y, coronando la lista, Goethe, como modelos decimonónicos universales970. El establecimiento de esta lista de autoridades comúnmente aceptadas como clásicas -excepción hecha de Campoamor- no obedece en absoluto a una categorización exclusivamente pasadista y misoneísta o a un   -434-   menosprecio de lo actual. Antes bien, González Serrano condena la admiración huera, pero de buen tono, de lo antiguo, lo clásico, lo magistral e incluso el modelo bíblico que los admiradores de lo pasado querían imponer a la literatura moderna. Así, denostadamente, escribe don Urbano:

Para algunos, el summum de la inspiración y de la belleza está en la Poética de Horacio y quizá en las letanías rimadas, pero genio o inspiración son cualidades de que carece todo aquel que toma como material laborable algo que toca el fondo y las entrañas de lo que late y vive en la sociedad presente. Los dioses se van, exclaman a cada momento los que se precian de estar dotados de un gusto clásico y exquisito, y los que pagan un tributo, que raya en idolatría, a la belleza del Paganismo y del Renacimiento, como si el arte no ofreciera hoy manifestaciones que exceden en mucho al antiguo, siquiera en algunos géneros se halle cohibida y detenida la labor propia del arte por el nuevo y más complejo modo de ser de los tiempos que alcanzamos971.



Para Urbano González Serrano, esta idolatría de la literatura del «pasado» refleja la falta de plasticidad en el carácter y un equilibrio inestable inherentes al principio evolutivo de la literatura. Ni   -435-   los dioses se van, ni la literatura perece, si se acepta la transacción, «el poema de armonía, que decía la antigüedad clásica», como proceso que encauce la unión en las ideas, el «amar lo porvenir en lo presente, sin menosprecio de ninguna de las perspectivas que la realidad ofrece en las distintas dimensiones del tiempo»972.

En la filiación krausopositivista, que acepta la relatividad de los conocimientos y la independencia de la verdad, la selección canónica se efectúa con fines pedagógicos. Urbano González Serrano alienta el análisis actualizador de los modelos referenciales, para que el futuro escritor aprenda, por impregnación, de manera casi inconsciente, los pensamientos y estilos, ya que, como don Urbano arguye: «El análisis del pensamiento de nuestros antecesores precede a la formación del pensamiento propio y, a través de las sensaciones de los antiguos maestros, llegamos a las que nos afectan»973. Esta perpetuación de un canon -recordemos, ahora en tanto que selección de hitos- es inherente a lo que don Urbano gustaba denominar, «comercio de las ideas vivas o vividas», con las interpretaciones que de ellas existen o su reinterpretación a partir de ideas nuevas974. Por consiguiente, responde a una de la etapas preliminares de la educación del escritor, ya que el ejercicio crítico es prolegómeno obligado al de la creación, sin que por ello se anule la espontaneidad del escritor. Ni los dioses se van, ni la literatura perece, ya que el nuevo escritor, en conformidad con su presente, hace efectivo el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la literatura para que ésta adquiera mayor eco en la sociedad, admitiendo todos los géneros nuevos que aparecen, por lo menos en su alcance y trascendencia, y que de ningún modo, «son susceptibles de comparación con los clásicos»975.

En suma, la selección de las autoridades canónicas realizada por González Serrano emana de la aplicación de las nuevas ciencias y se fundamenta en el estudio conjunto de la psicología del escritor y el análisis de sus obras. En el marco de la historiografía literaria, esta selección es un ejemplo más, siguiendo a Leonardo Romero Tobar, de «flexibilización del paradigma poético postaristotélico». Urbano González Serrano participa en esa flexibilización reconociendo el valor de los géneros menores, despreciados o nuevos, y homogeneizando como modelos canónicos en ácrono y «tenue diálogo comparatista», las literaturas occidentales, sin filtros distintivos entre nacionales y extranjeras, clásicas y modernas, paganas o cristianas976.

En ningún momento, ni de manera explícita, a lo largo de sus veintiséis años de ejercicio crítico en la tolerancia y libre examen que el krausismo profesaba, Urbano González Serrano nunca intenta forjar un canon literario, en tanto que conjunto de reglas, puesto que era contradictorio con los principios de relatividad, el antidogmatismo y libertad de conciencia que defendía, como indicábamos al principio977. Urbano González Serrano desea dotar a la literatura de unos principios estéticos y filosóficos abiertos a cualquier tendencia, desechando acérrimamente cualquier ismo reduccionista, el mote del «sistema», los «idola verbi o símbolos petrificados de otras tantas preocupaciones y rutinas», que por enfermizo contagio aplica la sociedad moderna en cada uno de los dominios del saber, y «aparentando decirlo todo, nada expresa, y que queriendo revelar algo mínimo, todo lo oculta, y que sirve de un lado para disimular nuestra pereza intelectual y ligereza de juicio, y de otro para llevar lemas que son, ya carteles de reclamo, ya padrones de ignomia»978. En literatura, dicha enfermedad social ha engendrado el «efectismo, pesimismo, realismo, naturalismo, y todos los ismos de que se valen los aguaciles de la conciencia para denostar casos y cosas que, por fortuna, se defienden ya por sí solos»979. Con mayor eclecticismo, el pensamiento estético emanado del krausopositivismo de Urbano González Serrano se propone como fundamento teórico operativo en las dos vertientes: el «arte crítico» y el «arte productor». Es en el arte «crítico», nacido de   -436-   la unión de la historia estética con la ciencia y como fenómeno paralelo al de la efervescencia de la novela, en el que pergeña Urbano González Serrano junto con Giner de los Ríos y Manuel de la Revilla980. Don Urbano asienta en su magisterio filosófico y crítico unos fundamentos estéticos generales, puesto que, según, prescribe:

El arte, que es por su naturaleza sintético, huérfano de moldes generales que produzcan eco en el espíritu colectivo, necesita de parte de cada uno de sus cultivadores, más que una técnica especial, una teoría general, de cuyo seno se destaque la propia individualidad del artista981.



Subrayemos esa orfandad de «moldes» técnicos, la muerte del formalismo abstracto de las antiguas clasificaciones retóricas. Como los moldes técnicos son rigurosamente insalvables, la teoría del arte, los nuevos ideales de la filosofía de la belleza que han fructificado con el krausopositivismo se convierten en criterios superiores que debe condensar toda obra bella, por encima de «si es subjetiva u objetiva, realista o idealista».

El quehacer crítico de Urbano González Serrano hasta 1900 se concentra esencialmente en el análisis de la literatura decimonónica. Aparte de su ineludible estudio sobre Goethe, o los más sumarios sobre Víctor Hugo, Schiller y Zola; en su ejercicio crítico revisa los fundamentos de la metodología positivista a raíz del debate sobre realismo-naturalismo encabezado por doña Emilia Pardo Bazán en 1882982; y escribe reseñas centradas esencialmente en novela y poesía.

González Serrano ensalza, no sin cierta reserva y prudencia, los nuevos ideales literarios que han fructificado con el positivismo983. Piensa que con su nuevo acercamiento a la realidad y la metodología experimental ha renovado la tradición realista española desde Cervantes, personificador del genio nacional en el Quijote984. No obstante, pasa al escalpelo la preceptiva de Zola y la estética naturalista, teme que su exacerbación a ultranza, por lo infundado de sus teorías y su rigidez, generen una metafísica escolástica de raigambre positivista. La lectura que don Urbano propone es una lectura ecléctica del positivismo, una lectura de amplias miras «cual Proteo que reviste mil formas»985, ya que, en primer lugar, según él mismo aduce:

Si mueren determinados símbolos y mitos, si ya no se cantan ninfas, sílfides y faunos, ni se espeluznan almas románticas con castillos encantados, es porque el arte sigue los bordes y límites que la reflexión científica le marca, la penumbra que le indica la luz de la verdad sabida;   -437-   pero más allá el ideal persiste como lo prueban cumplidamente Strauss, Renán y Lange. Cambiamos de ideales, pero el ideal queda986;



y porque, en el pensamiento psicológico de González Serrano, el sentimiento es el germen de toda vida y el símbolo es la emoción, la forma que revisten nuestras ideas; sin que exista, a su entender, aquel escritor, espectador o lector totalmente objetivo e impersonal987.

En segundo lugar, porque las nuevas relaciones entre el arte y la realidad que el positivismo estimula, anteponen la verdad y la vida al simbolismo artístico; anteponen asimismo la reproducción servil de la realidad prosaica, la plancha fotográfica y las descripciones detalladas no sólo a la espontaneidad del individuo y a la acción creadora del factor personal, sino también, al contagio sugestivo de emociones al lector o espectador para que evoque y recuerde, cual química mental, nuevas representaciones.

Al concepto aristotélico de imitación, González Serrano sobrepone el horaciano Si vis me flere, dolendum est primum ipsi tibi988; lo cual exige «más que reproducción, identificación del artista con el suceso, estado de alma, situación» para establecer una síntesis. Insistamos, resulta tan importante la contemplación reflexiva como la fuerza plástica de la imaginación, puesto que el artista coopera, colabora «a la obra como característica eternamente diferencial de la fotografía y el arte bello»989. De esta emoción personal, el novelista condensa, objetiva lo impersonal, lo universaliza de suerte que penetra en el espíritu colectivo. Así, el arte realista es aquel que educe y saca de lo complejo de la realidad las ideas que ponen de relieve la emoción estética, y no aquel que se limita a observación estéril y oportunista, ni tampoco aquel que a una arbitraria idea intenta encajar una realidad. Por ello aduce don Urbano en contra del realismo de Palacio Valdés: «Cuantas más veces lee el Quijote el Sr. Palacio Valdés más bellezas descubre en él; cuantas más veces se representa la despedida de Héctor y Andrómaca y la descripción de la escena del Zapatito en Nuestra Señora de París, más y más intensamente se emociona». Y si bien las emociones repetidas pueden paliar el efectismo entusiasta, don Urbano, insiste, en el carácter eterno de lo bello «por vivio; o vivo y bello»990.

Recordemos que para don Urbano, la realidad es siempre una síntesis -la ciencia, análisis991; de lo cual infiere, que al arte le basta la verosimilitud, con lo cual, los elementos añadidos por la creación personal constituyen un requisito tan esencial   -438-   como el de la imitación de los observado992. Porque el genio del artista descubre los asuntos de inspiración en la realidad, para hacerlos más bellos merced a su interpretación personal, con la cual, la dota de «existencia rediviva, que atrae y enamora al que sabe apreciar las exquisiteces de la emoción estética»993.

La incorporación de elementos personales que exceden las fronteras de la fiel imitación o representación de las cosas, claro está, no se distancia tanto de la falacia zoleana sobre el arte, entendido como «pedazo de la realidad o de la vida, visto a través de un temperamento», que sobreentiende igualmente el factor personal al que insta don Urbano. Desde estos presupuestos, es lógico, que don Urbano censure al naturalismo de limitarse a la reproducción de las impurezas de la realidad, refutando al mismo tiempo las ardorosas acusaciones que erigían al naturalismo «en retórica del alcantarillado»:

En el naturalismo, manifestación del pensamiento y de la vida, propia de los tiempos que corren, hay arte y se produce la belleza. Para probarlo [...] cerrar los ojos, concentrar el pensamiento, meditar y ver como allá, en el mundo interior viven, se agitan, nos conmueven y emocionan personajes como Nana y Gervasia y descripciones tan ricas de matices como la de Une page d'amour994;



personajes, que, por lo demás, don Urbano entrevé como caracteres que luchan con el determinismo por libre espontaneidad. De esta lucha, parafraseando a nuestro crítico, es de dónde nace la vida, con ella, la variedad y el contraste; y en último término, la belleza y el arte995.

En tercer lugar, también divergente respecto de Zola, don Urbano piensa que cuando un escritor no se somete ciegamente a la ciencia, sin por ello contrariar sus verdades; o sea, no transcribe sólo fenomenologías; y además, logra conservar la inspiración y la espontaneidad inherentes a la intuición artística, ese escritor está concertando la experimentación del observador empírico y la especulación del pensador. «El hombre, -ilustra González Serrano- posee, con la observación, que es un tacto inmediato, la especulación, que es una vista a distancia»996, a lo cual se suma la intuición sensible y aguda del artista que logra:

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[...] en el hecho que observa, en el suceso que comenta o en el acontecimiento que refiere, condensar la emoción estética que persiste en el lector, que fuertemente impresionado cuida de gustar el relieve y alcance de la creación del artista, sin preocuparse para nada de la escuela a la que pertenece su autor o del género en que la obra sea clasificada por una retórica formalista997.



En esa compenetración de la sensibilidad con la inteligencia, augura don Urbano, que se producirá el progreso moral y estético998. Por tales motivos, González Serrano combate con encono el pesimismo naturalista, la literatura del dolor, el feísmo, la sátira grosera, la animalización de la pasión, requiriendo del escritor la intelectualización de la sensibilidad, su control y domino para evitar su caída «en el paroxismo del dolor, ni en el vértigo del placer», para purgar las pasiones y ennoblecer el alma; de suerte que el arte, y en particular, la literatura, ejerza la sublime misión de curar las almas y regenerar los afectos, desde los rescoldos de la idealidad,

¡Quién sabe si el arte, que hoy se muestra ganoso de las desnudeces de Mesalina, pone su punto de mira en las estoicas enseñanzas de Juvenal! El beso impúdico, cuya riqueza de colorido esculpen Flaubert y Zola en Mme. Bovary y Nana, no puede ser el máximum de expresión del amor humano.

Deja, pues, como cuestión puesta, el arte moderno, la de averiguar si el fuego de la pasión produce sólo la excrecencia del vicio o es susceptible de engendrar, con el contacto e identificación de dos almas en el beso pasional, la recíproca fecundación del amor y del bien999.



En último lugar, reprueba que toda la preceptiva naturalista se limite a la novela, con leve reflejo en el teatro, y desdeñe las demás esferas del arte, sobre todo la poesía, de la que don Urbano se convierte en público defensor, en particular, de la poesía lírica dada su naturaleza subjetiva y eminentemente personal:

[...] que toma punto de arranque del fondo de la conciencia humana, que es algo menos que un Dios creador y algo más que un espejo o plancha fotográfica, pues en ella tienen su raíz aquellas concepciones imperecederas, que adaptadas a la forma intrínseca que requieren el laconismo del sentir y la condensación de la idea, persiguen la alianza secreta de nuestro ser con las maravillas del universo, cual símbolo de las emociones de nuestra alma, y anhelan, espiritualizando y animando la naturaleza con el fuego divino de las ideas, llegar al arte real y vivo, poesía y verdad, que diría Goethe1000.



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Los fundamentos estéticos junto con las bases críticas al naturalismo de Zola que hemos enunciado de manera somera constituyen los principios rectores de las reseñas y análisis literarios de González Serrano hasta 1899, cuando el simbolismo y el modernismo se convierten en nuevos ejes de reflexión. Estos principios se reiteran a modo de parámetros mínimos y universales, unos parámetros que podríamos calificar de canónicos, porque sintetizan el sistema de ideas, valores y categorías estéticas del pensamiento krausopositivista de González Serrano. Esos principios son los siguientes: la espontaneidad de la inspiración, la sutilidad y profundidad de las ideas, la intuición, el sincretismo propios a la personalidad del escritor; junto con los recursos estéticos de los que puede hacer uso, tales como la plasticidad, la serenidad y equilibrio de la expresión, el contraste, la síntesis, el sincretismo, los cuales hacen que surja la emoción estética, fuente inagotable de verdad y belleza1001, «con independencia de las teorías que le informan»1002. Por ello, define el concepto de estilo como «creación de formas mediante las ideas y creación de ideas mediante la forma; el cual, se halla tan íntimamente unido con el carácter que se ha podido decir 'el estilo es el hombre'»1003.

Podríamos caer en el espejismo canónico en el caso de conferir autoridad máxima a la selección de autores españoles que don Urbano escoge para sus análisis críticos. Desde y, esencialmente, para la élite ateneísta, es probable que reseñara exclusivamente a la demanda de sus relaciones sociales y amistades: Armando Palacio Valdés, Benito Pérez Galdós, pero también Azorín y Miguel de Unamuno, en novela; Campoamor, Vicente Medina y Francisco de Abarzurza en poesía; Calderón y Galdós en teatro. Entre los críticos se detiene especialmente en las obras de Luis Bonafoux, Leopoldo Alas Clarín y Emilio Bobadilla1004. Frecuentemente excluida del canon ortodoxo, Doña Emilia Pardo Bazán, es una de las grandes ausentes en estas páginas críticas; a pesar de reconocerle su calidad de «polígrafa de fuste»1005, su exclusión tal vez fuera alimentada por la polémica que ambos mantuvieron en torno a la condición femenina con Urbano González Serrano en la prensa y durante el Congreso pedagógico celebrado en Madrid en 1892.

El género novelístico ocupa esencialmente su atención en sus reseñas al reconocer adecuación de la narrativa al espíritu y las tendencias de la sociedad de la época.   -441-   Merced a capacidad asimilativa y su constante espíritu crítico1006, don Urbano diagnostica que la novela puede, «por sus especialísimas condiciones, llegar a constituirse en obra de trascendencia social, política y aun religiosa, y formar el canon para toda la vida»1007. Canon, que evidentemente, para don Urbano, resulta de la observación de la norma horaciana Scribendi recte, sapere est et principium et fons, de cuya aplicación infiere que la misión superior de la novela, y de la literatura en general, consiste en el reflejo de la mayor cantidad de vida posible y la acumulación del máximo de bellezas. Obsta subrayar, como dijimos anteriormente, que ambas emanan de la interpretación de la experiencia por parte del artista, de lo que recibe y le emociona «en el crisol de su propia reflexión»1008 para crear una arte vivo y bello.

Las estrategias de que dispone la novela realista para ser «viva y bella», componen un conjunto de elementos y factores sincrónicos que el artista combina en función del tema y argumento. Plasticidad, recursos expresivos, disposición de la intriga, personajes contrapuestos, todos «de carne y hueso»; y en todo ello ha de primar el comedimiento, dado que la observación del medio se ha de situar, según don Urbano en las aurea mediocritas1009 horacianas.

En el quehacer crítico, las opiniones de González Serrano respecto de la novela evolucionan paulatinamente: de la novela realista-naturalista que aplaude en Doña Perfecta, en 1876, hasta sus postreros ensayos sobre los Espisodios Nacionales, en 1903, sus preferencias se orientan hacia la novela psicológica, sin por ello desdeñar el valor de la novela simbólica, poco tiempo antes de que le sobreviniera la muerte1010. Identifica la novela naturalista como novela psicológica, porque el estudio de los caracteres psicológicos resulta de capital importancia dado que «en él ahonda la viva raíz, de que ha de brotar, en día no lejano, la nueva o simplemente renovada concepción cosmológica y metafísica de la realidad»1011. En última instancia, la novela psicológica, es primordial «siquiera haga principalmente 'Psicología del medio' natural y moral, en que los individuos se mueven»1012. No obstante, González Serrano refuta a los escritores naturalistas, en particular a Galdós, la impasibilidad que abandera el naturalismo de Flaubert, un universo cerrado «donde la inflexible y dura ley de la lucha por la existencia obliga a todos a vencer o a morir, en vez   -442-   de la justicia de la fuerza, a cambio del amor a la indiferencia»1013. Un universo, en definitiva, en el autor se inmiscuía precisamente para alcanzar los requisitos de objetividad realista, a lo cual replica UGS:

Si la realidad viva y el ideal social son las dos condiciones de lo bello y las dos bases del arte, ambas deben ser el cimiento de la inspiración. Observar las cosas, tomar nota de ellas, reunirlas sistemáticamente, agotar la indiferente y fría comprensión por el exterior, es caer en el mecanismo botánico, que no conoce la flor sino destruyéndola y disipando su aroma, sin llegar a la virtud instintiva del artista, que penetra el secreto de las cosas, en cuanto participa de ellas, se las incorpora y en cierto modo vive1014.



En cuanto a la poesía, don Urbano ensalza su naturaleza ontológica, la capacidad de síntesis en la concisión de la expresión plástica de las ideas, así como la ascensión de lo real a lo ideal que la poesía efectúa. Ello no es óbice para que reclame el acercamiento de la poesía a la sociedad como barómetro de la «manera especial de pensar y sentir del medio moral y social» en lugar de solaparse entre rimas amaneradas, cadencias oropelescas y sonsontes fantasiosos1015.

Muestra grandes deferencias hacía Campoamor, al que denomina «el nuncio venturoso» del arte contemporáneo, por su «pensar alto, sentir hondo y hablar claro». Valora su estética del arte por la idea, en particular, el sensualismo conceptuoso de sus Doloras, en las que encuentran equilibrio la ligereza con el sentimiento y la trascendencia filosófica:

la vis cómica realzada por lo epigramático de su escrutadora mirada, el sabor escéptico con que borda fondo y forma de sus descripciones y la mostaza pesimista, resabio de su descontentadizo idealismo, son factores que delinean la personalidad genial de Campoamor1016;



Tal idealismo no impide cualquier acercamiento a «la base terrenal en que se ha de sustentar la inspiración genuinamente idealista del arte». Así, «inspirándose en Schelling», crea una ontología (Drama Universal), en la que deduce con «aires de seria formalidad, todas oposiciones y contrastes»1017. Estos contrastes motivarán las crítica elogiosa de Aires Murcianos, de su amigo Vicente Medina, en las que se combina la sublimidad con la sencillez, el drama intenso y vivo con la factura sencilla, casi primitiva de lo popular1018.

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Por fin, respecto del teatro, sólo apuntaremos que le interesa la recepción pública y observa la adecuación de las producciones a los cánones de la escuela naturalista, recensando los requisitos «imprescindibles» de las obras escénicas de entre siglos: «interés del asunto, claridad de la acción, 'humanidad' de las ideas y sentimientos que las impulsan, adaptación de éstos y aquéllas al medio en que se determinan y verosimilitud del conjunto»1019.

El canon, como reza el aforismo sobre la realidad, depende en definitiva, del prisma desde el que se le mira, o por extensión, de los espejos desde los que se les reconoce. Si bien Urbano González Serrano no establece un canon krausista en el sentido etimológico del término, como conjunto de reglas preceptivas, ni tampoco obedece a una organización secuencial de la literatura; podemos afirmar, respetando su concepto de krausismo en tanto que «dirección de pensamiento pero jamás una serie de soluciones fijas y ya hechas», que González Serrano sí participa en la elaboración de un canon estético. Este canon es un modelo ideal en el que armoniza las categorías filosóficas y psicológicas de su pensamiento con el análisis y la sensibilidad del crítico literario, es un modelo teórico de estética viva, orgánica, realista e idealista, especulativa y experimental con la que guiar cualquier ejercicio literario, crítico o creativo, sin distinción de géneros o escuelas, hacia la consecución de un único y supremo ideal, la consecución de la belleza.

Finalmente, esperamos que con esta somera y rápida revisión del canon que rige la teoría y la crítica literarias de Urbano González Serrano se cumplan las profecías que Pedro Alcántara García dedicaba al ilustre cacereño en su necrología:

Si por cima de los estrechos linderos de nuestra presuntuosa crítica; si allá en la mansión de lo eterno; donde los limbos de lo que fue deben producir algún eco para lo ulterior, existe ley de compensación, orden provincial, ritmo que pondere estas aparentes divisiones y separaciones entre lo que fue y lo que será, allá en esas regiones presentidas o creídas, tú, que siempre te preocupaste con lo verdadero, que luchaste por lo justo y que anhelaste lo bueno, tú eres de los elegidos1020,



y por analogía, nosotros afirmaremos: «tú eres canónico».



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La Papallona, de Narcís Oller, como reflejo de un período de transición

Mercedes VIDAL TIBBITS


Howard University

En 1882, Narcís Oller publica su primera novela, La Papallona, que se convierte en un éxito inmediato tanto de público como de crítica. Con anterioridad a La Papallona, Oller había escrito en catalán tan sólo unas cuantas narraciones cortas. Incitado por sus amigos Àngel Guimerà y Josep Yxart, había reunido cuatro de estas narraciones en un pequeño volumen, Croquis del natural, publicado en 1879. La buena recepción de que gozaron, en especial dos de ellas, reflejada en la prensa regional, nacional, y de otros países europeos, le animó a seguir escribiendo en su lengua nativa, pero, debido a su timidez y a su poca confianza en sus aptitudes literarias, se sintió, al mismo tiempo, paralizado por el temor a no poder escribir nada mejor en el futuro. Necesitó, de nuevo, un estímulo externo para dar el paso siguiente. Apremiado por el director de una colección de obras catalanas, terminó en pocos días La Papallona, ampliando una breve narración todavía no publicada.

El rotundo éxito de esta obra primeriza se debe, en gran parte, al momento en que se escribió. Y no nos referimos tan sólo a las circunstancias personales de Oller o a la situación de la literatura en Cataluña en esos años, sino también, y principalmente, a la coyuntura literaria en España en particular y en Europa en general a principios de la década de los 80. La Papallona es la primera novela catalana «moderna»: lo publicado con anterioridad, en la época moderna, con escasas excepciones y éstas en la poesía y el teatro, era localista, principalmente de costumbres campestres, convencional, y superficial, dirigido a un público poco selecto interesado tan sólo en pasar un rato divertido. La Papallona es una novela urbana que ahonda en los pensamientos, los sentimientos y la psicología de los caracteres. Algunas de las situaciones y personajes permitirían calificar a La Papallona de novela romántica; otros muchos obligan a clasificarla de novela realista o «verista», para emplear un concepto que el propio Oller aplica a su obra; y, para algunos contemporáneos de Oller, es una novela naturalista. Romanticismo, realismo, naturalismo: tres conceptos que definen casi en su totalidad la literatura europea del siglo XIX. ¿Hasta qué punto es la novela de Oller representativa de estos tres movimientos? La base estética de La Papallona es, indudablemente, realista, pero que los tres conceptos se hayan aplicado en algún momento a esta novela nos permite aproximarnos a ella como obra a la vez producto y reflejo de un canon literario en período de transición.

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Narcís Oller nació en 1846 en la provincia de Tarragona, pero desde muy joven vivió en la ciudad de Barcelona. Ávido lector desde la niñez, según él mismo relata en sus Memòries literàries, sus lecturas de juventud incluyen, además de obras catalanas, a los principales autores románticos franceses y españoles. El constante intercambio cultural entre los países de Europa, con la inevitable influencia de los más avanzados sobre los otros en ideas, modas, doctrinas u opiniones, se daba en Cataluña, especialmente en la literatura, quizás con más fuerza que en otros lugares debido, en parte, a la falta de una producción literaria autóctona de calidad; por otro lado, tanto la situación geográfica del área como la posición de Barcelona como importante centro cultural y artístico facilitaban la llegada y la expansión de las nuevas corrientes. Las obras escritas en castellano o en francés se podían conseguir en Barcelona al mismo tiempo que en Madrid, y lo mismo ocurría con las escritas en otras lenguas y traducidas al castellano, catalán o francés, idioma que Oller leía sin dificultad. Desde joven, Oller mantuvo una relación epistolar constante con escritores, críticos y directores de editoriales y revistas castellanos, franceses, y también de otras nacionalidades, y amplió estas relaciones mediante viajes por la península y por Europa, especialmente París, y mediante las numerosas visitas que recibía de personas relacionadas con el mundo de las letras, que, como él mismo confiesa, le causaban gran placer pero, al mismo tiempo, le ocupaban gran cantidad de tiempo que hubiera podido emplear, quizás, escribiendo. Al igual que sus contemporáneos que escriben en castellano, Oller toma los influjos extranjeros, y también los nacionales en su caso, y los adapta a su estilo y a su región, o sea, los «catalaniza.» Consigue así convertirse en el «creador de la novela catalana moderna» (Díaz).

Los primeros escritos de Oller, en lengua castellana, son muy románticos; él mismo se ríe de sus poesías amorosas a una Laura inexistente, de sus «negros pesimismos...» imitados a Espronceda, Heine o Leopardi, de sus artículos «pseudo-filosóficos morales a la Selgas,» de sus novelitas y leyendas románticas y, sobre todo, de «[...] ¡oh horror!, las quinientas o seiscientas páginas que ya llevaba escritas en forma y estilo victorhuguescos de un 'novelón'... [que nunca]... gracias a Dios...» (Memòries 5) llegó a publicarse. Pero cuando, unos años después, empieza a escribir en su lengua nativa, lo hace inspirado en Evangeline, de Longfellow, y Une Page d'amour, de Zola, que le mostraron «cuanta poesía contiene a veces el natural, para quien sabe observarlo» (Memòries 6). El natural es lo que Oller intenta representar en sus obras, desde la primera hasta la última, pero la «poesía» que éste contiene es una parte importante de su estilo y su técnica: la visión romántica del mundo y del hombre, de la mujer, especialmente, de sus lecturas juveniles no desaparece nunca del todo en sus obras. Otras tendencias literarias que se infiltran en su estilo se deben a la influencia, en gran parte involuntaria e inescapable, de las ideas de la época.

En La Papallona una pequeña parte de la vida en la ciudad de Barcelona es observada minuciosamente y reflejada en la novela en unas escenas y en una acción protagonizadas por personajes que muy bien podrían haber existido y haber vivido la historia descrita. Se hallan en La Papallona muchos rasgos de la novela realista:   -447-   aunque Oller no se hace eco de las polémicas religiosas o morales alrededor de las cuales se configuran un buen número de las novelas de sus contemporáneos, ni escribe llevado por un propósito didáctico, el elemento moral está presente tanto en la elección del tema como en su desarrollo y en su resolución. Es de destacar, sin embargo, que la moralidad olleriana en La Papallona resulta bastante liberal y muestra gran comprensión por la situación de la mujer, sobre todo de la mujer obrera, a pesar de que a Oller se le considera tradicional y conservador (Calvet xx), y que los críticos le han acusado con frecuencia de ignorar en sus obras a la clase obrera. El final de la novela, la parte considerada más débil por la crítica, por los amigos de Oller, y por él mismo, representa su concesión a la moral tradicional. En cuanto a la técnica, los cuadros costumbristas de los comienzos del realismo no están totalmente ausentes de La Papallona, pero están incorporados dentro de la trama como elementos esenciales que contribuyen al desarrollo de la acción, a la presentación de la psicología de los personajes, o a ambos. La descripción del ambiente es parcial, pero detallada: Oller no describe un panorama ciudadano amplio, sino que se limita a ciertos aspectos, pero éstos están presentados con minuciosidad. Las descripciones, sean de espacios exteriores o interiores, están pensadas no sólo para situar al lector en un espacio físico específico, sino también para proporcionarle una comprensión más completa de la personalidad y las acciones de los personajes, y de las relaciones entre ellos. Es obvia, por lo que acabamos de exponer, la importancia de los personajes como individuos dentro de una sociedad y, dentro de ella, de un ambiente específico, en otras palabras, la interrelación entre la realidad externa y lo individual interno. Esta individualidad es transmitida al lector a través de las acciones de los caracteres, del diálogo, y de las opiniones que de ellos da el autor omnisciente. Y nos referimos aquí a todos los personajes, no solamente a los principales; los caracteres menores son tan reales y vivos como los protagonistas y la presentación de sus sentimientos y su conducta ante determinadas situaciones amplían el panorama humano y social de la novela.

Quizás un breve resumen del argumento ayudará a la comprensión de lo que deseamos demostrar. Toneta, una joven y bella modistilla huérfana que vive con una amiga de sus padres y con las dos hijas de ésta, empieza a trabajar una vez por semana en una casa de huéspedes. Uno de los huéspedes es Lluís, un estudiante guapo, alegre, despreocupado y mujeriego, mimado por todos los que le conocen. Toneta se enamora perdidamente de Lluís, mientras que el amor de él por la joven dura tan sólo los momentos que están juntos. En uno de éstos momentos ella cede a los urgentes deseos sexuales de él, y queda embarazada. Separados durante el verano, Toneta no insiste en que él reconozca su responsabilidad en el embarazo. El parto y la ausencia de Lluís, que en el otoño ha ido a estudiar lejos de Barcelona, empeoran los problemas cardíacos de Toneta. No puede amamantar al niño y éste es llevado para ser amamantado al hogar de los protectores de su familia, el rico matrimonio Castellfort, que también acaba de tener un hijo. Éste muere y Toneta, que ha ido sola a casa de los Castellfort en el momento en que sale la comitiva funeraria, cree que el niño al que van a enterrar es el suyo; su desesperación y la fuerza física que derrocha   -448-   en querer ver al que cree que es su hijo agravan su estado de manera definitiva. Cuando está a las puertas de la muerte recibe la visita de la señora Castellfort y de un desvergonzado desconocido que ha llegado al piso siguiendo a la dama, creyendo que es una conquista fácil; la señora Castellfort le ha obligado a entrar para darle una lección, poniendo frente a él una escena de dolor y muerte, en vez de la escena de pasión que el joven esperaba. Toneta reconoce en él a Lluís, que se arrepiente de su comportamiento e insiste en casarse con la moribunda. Toneta muere horas después.

El mejor preámbulo para hablar tanto del romanticismo como del naturalismo en La Papallona nos lo proporciona Èmile Zola. En la carta que escribió a Albert Sabine y que sirve de prólogo a la traducción francesa de la novela, Zola dice que ésta le pareció «...un estudio notable, con personajes ligeramente idealizados, que se mueven en un medio muy exacto. Vese allí la vida cruel, pero vista por un talento enternecido... los personajes, los peores como los mejores caminan a cierta altura sobre el suelo» (vi). Y continúa:

He leído [...] que Oller procede de nosotros, los naturalistas franceses [...]. Respecto al marco de su cuadro, al corte de las escenas, al modo de colocar los personajes, quizá [sic] sí; por el alma de sus obras, por la concepción de la vida, no y mil veces no. Nosotros somos positivistas y deterministas, ó por lo menos tratamos de no hacer con el hombre más que experimentos, y él, Oller, es ante todo un narrador a quien su propia narración conmueve, y que lleva hasta último extremo la emoción, aunque sea a expensas de la verdad.


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Ampliando la afirmación de Zola examinaremos brevemente los elementos románticos en La Papallona. La idealización de los personajes y la emoción que el lector detecta en ciertos momentos se deben al cariño que por todos sus caracteres, tanto los principales como los secundarios, siente Oller, que le lleva a identificarse con sus sufrimientos y sus alegrías. Esta identificación confiere a la novela el matiz sentimental que la relaciona con la literatura del período anterior y que, aunque ligero, es detectable en el tono de la narración, la presentación de los personajes, el enfoque de su historia, algunas de las escenas y el desenlace. Oller parte de unos caracteres que existen en la realidad, que él ha podido ver en la calle, y empieza a escribir la historia de uno de ellos, la de Toneta, una muchacha pobre y honesta. Si quiere mantenerse fiel a este primer bosquejo de su personaje, y narrar el amor entre esta muchacha obrera y un estudiante, éste debe tener ciertas características positivas para que ella se enamore de él, y ella tiene que ser linda para que él se fije en ella. Así, Lluís y, especialmente, Toneta van adquiriendo una personalidad algo idealizada que justifica su atracción mutua. Esta idealización es patente también en otros personajes, en especial en las mujeres con las que vive la modistilla, cuya bondad, comprensión y generosidad contribuyen en gran manera al tono sentimental o patético de algunas escenas. Muchas de las descripciones y partes narrativas tienen también un matiz ligeramente romántico, que es debido a los aspectos de la realidad que Oller selecciona para su presentación, y a los adjetivos y las metáforas empleados;   -449-   es en estas secciones donde se ve más claramente que para Oller, como decíamos anteriormente, el natural contiene mucha poesía. La impresión de novela romántica que La Papallona deja en el lector al terminar su lectura se debe, en parte, al desenlace: la conmovedora reunión de los jóvenes al final, debida a una casualidad, a «la Providencia» (80 b), y la ansiada boda en el lecho de muerte de Toneta, que les otorga la redención final a ambos.

Para evaluar justamente la denominación de «novela naturalista» que recibió La Papallona por parte de numerosos críticos de la época es imprescindible considerar el concepto que de esta nueva tendencia se tenía entonces. Zola, que sabe exactamente lo que se debería entender por naturalismo, afirma rotundamente que la obra de Oller no es naturalista, y da sus razones. Debemos tener en cuenta que entre los críticos y escritores contemporáneos, a los interesados en la traducción de la novela a otros idiomas, les beneficiaba afiliarla a la nueva escuela, pues esta filiación garantizaba mayor número de lectores. Dejando de lado esta razón, es un hecho que en 1882 muchos críticos españoles todavía empleaban las palabras naturalismo y naturalista con un sentido parecido al de realismo y realista. Este es el caso, por ejemplo, de Joan Sardà, el primero en calificar de naturalista a La Papallona, en un artículo de 1882; su análisis de la novela refleja que lo que él denomina naturalismo no son sino una serie de técnicas usadas por los realistas. En este mismo año, el Ateneo de Madrid organizó un debate sobre el naturalismo en el que participaron algunos de los críticos literarios españoles más prominentes, entre ellos Leopoldo Alas y Urbano González Serrano. Sus discursos, y los artículos de otros críticos escritos como reacción a ellos, muestran claramente que, en general, el concepto que se tenía de naturalismo en estas fechas varía mucho según el crítico, y muy pocos entienden todos los aspectos propugnados por Zola, incluso los escritores que hablan de experimentación, determinismo, impersonalidad del autor, y otras características novedosas (Pattison 43-49). Escribe el crítico Luis Alfonso en La Época, recién publicada la novela de Oller: «[...] el naturalismo tal y como (o yo mucho me engaño) desea aclimatar en España la autora insigne de Un viaje de novios, es el naturalismo a que ha dado carta de naturaleza en las letras catalanas el autor de La Papallona (sic)» (Pattison 87). Oller, en sus Memòries, cuenta que un respetado escritor catalán al que había ido a visitar le consideraba un fanático implacable «...de la escuela naturalista o basada en la observación del natural» (55). Incluso Clarín, a fines de 1885, en una carta a Oller escribe que La Papallona es «[...] una novela oasis, una novela dulce a lo Virgilio en las Églogas y las Geórgicas; de una belleza sencilla y honda [...]» y acaba diciendo: «Cuando le pregunten ¿qué es naturalismo? Responda Ud.: esto» (Beser 516). Volvemos a las memorias de Oller para constatar que en ningún momento el autor se plantea la filiación naturalista de su novela, y que en sus muchas referencias a Zola nunca discute, ni tan siquiera expone, las ideas de su escuela.

Lo que acerca La Papallona al naturalismo según se entendía en la época es el interés en la observación minuciosa y exacta y la representación fiel de lo real frente a lo imaginario, su calidad de estudio social serio, el análisis de la psicología de los   -450-   personajes, el tema central y algunas de las descripciones. Éstas no son muchas, por lo cual me detendré brevemente en ellas: algunas describen el aspecto físico de un personaje (Lluís, el niño y Toneta cuando está enferma); una es de la habitación de Lluís en la casa de huéspedes, y una es una escena, la del entierro del hijo del matrimonio Castellfort. Las dos primeras son del rostro de Lluís con las facciones alteradas por el deseo sexual, cuando piensa en la posibilidad de tener relaciones carnales con Toneta y cuando entran en la habitación de él, y la tercera muestra esta habitación según la ve la joven, e incluye sensaciones visuales, olfativas y táctiles; más tarde, el cuerpecito del niño desnutrido y el de su madre enferma son descritos en varias ocasiones. La escena del entierro constituye el punto más bajo en el que cae Toneta; la presenta a ella medio demente, gritando y gesticulando, perdido el control y perdida toda dignidad.

La ubicación de estos pasajes en la novela es también notable: las descripciones del rostro y de la habitación de Lluís aparecen al final de capítulo XI, en el punto central de la obra, que tiene veinte capítulos; preceden inmediatamente el acto sexual, acto de profundo significado moral y social para la joven, y marcan claramente un final y un principio para ella: el final de su juventud inocente y alegre, y el comienzo de una época de sufrimiento moral y físico que culminará con su muerte. Los elementos románticos son más abundantes en la primera parte de la novela, la que describe la época feliz de la vida de la protagonista, y su descubrimiento del amor. El momento de su caída y las tristes vivencias posteriores que son consecuencia de ésta son narradas con rasgos más crudos, más descarnados, más naturalistas.

La Papallona inicia, dentro de la literatura catalana, una nueva manera de escribir, más sofisticada y más universal que la de las obras que la precedieron. A su popularidad tanto entre el público intelectual como entre gentes de condición social humilde, constatada por el propio Oller en sus Memòries, contribuye, sin duda, la mezcla de lo romántico tradicional con lo novedoso y polémico representado por el «naturalismo,» ambos integrados en un todo que pinta la vida de la ciudad tal como la vivían los lectores, y que presenta las tribulaciones de unos personajes muy semejantes a las gentes con las que el lector se cruzaba cada día. Es ésta base en una realidad física y espiritual precisas lo que otorga a La Papallona su valor universal y lo que todavía nos permite disfrutar de la novela, más de un siglo después de su publicación.


Obras citadas

Beser, S., «Documentos clarinianos», en: Archivum, 12 (1963), pp. 507-22.

Calvet, A. (Gaziel), «Una època memorable», en: Narcís Oller, Memòries literàries. Història dels meus llibres, Barcelona, Aedos, 1962.

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Díaz, M. M., La novelística de Narciso Oller, creador de la novela catalana moderna. Tesis doctoral, University of Illinois, 1970.

Oller, N., Memòries literàries. Història dels meus llibres, Barcelona, Aedos, 1962.

______, La Papallona, en: Obres completes, Barcelona, Editorial Selecta, 1948, pp. 1-82.

Navarro, F. B., «Narciso Oller», en: N. Oller, La Mariposa, Barcelona, Daniel Cortezo, 1886, 9-13.

Sardà, J., Obres escullides, Barcelona, Fco. Puig y Alfonso, 1914.

Zola, E., «Carta de Emilio Zola a Mr. A. Sabine», en: N. Oller, La Mariposa, F. B. Navarro, (trad.), ed. cit., pp. v-viii.







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