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La emergencia de un imaginario latinoamericanista y antiestadounidense del orden hemisférico: de la Unión Panamericana a la Unión Latinoamericana (1880-1913)

Juan Pablo Scarfi






Introducción

Hacia finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, surgió en América Latina, y de manera particularmente promisoria en Argentina de la mano de las elites patricias gobernantes, un virulento discurso anti-norteamericano con ciertos componentes literarios modernistas, pero ante todo con una impronta legalista y diplomática basada en una interpretación sofisticada y nostálgica de la historia diplomática latinoamericana y argentina. El propósito de este artículo es examinar tanto el contexto continental diplomático y geopolítico como el clima intelectual y cultural que hicieron posible la emergencia de un imaginario moderno antiestadounidense y latinoamericanista del orden hemisférico en la vida intelectual y la diplomacia latinoamericanas y argentinas, una especie de identidad continental colectiva. Más específicamente, este artículo se propone analizar la procedencia y los antecedentes de dicho imaginario, es decir, su genealogía conceptual, concentrándome principalmente en el caso de Argentina.

La literatura tradicional y la más reciente en la historia intelectual y cultural han tendido a referirse a este imaginario como estrictamente literario y casi exclusivamente dominado por un espíritu arielista, es decir, una interpretación cultural e idealista del imperialismo estadounidense. En su manifestación temprana y moderna, se ha asociado con el llamado movimiento literario modernista, representado por José Martí, José Enrique Rodó y Rubén Darío. También se ha argumentado que este sesgo culturalista y literario ha limitado la comprensión de la naturaleza e implicancias del imperialismo estadounidense, lo cual llevó a los principales intelectuales de América Latina a elaborar análisis estrechos y superficiales de la política exterior de EEUU y la naturaleza compleja de su dominación imperial y/o hegemónica en América Latina. Los trabajos pioneros de Oscar Terán y Nicola Miller han destacado de manera convincente estas limitaciones, sobre todo en el caso de la versión modernista del antiimperialismo latinoamericano1.

Más recientemente, una nueva historiografía más amplia sobre el antiimperialismo y el antiamericanismo comenzó a desarrollarse en América Latina y en el mundo anglo-americano. Por un lado, varios historiadores intelectuales y culturales de América Latina han comenzado a reexaminar las ideologías e imaginarios antiimperialistas y sus diversas repercusiones continentales, prestando una especial atención a las redes intelectuales que se conformaron en torno de estas ideologías y movimientos de ideas, a las corrientes espiritualistas, teosóficas e indigenistas. Sin embargo, la mayor parte de estos estudios ha tendido a concentrarse predominantemente en las décadas de 1920, ya que fue para entonces que la ideología antiimperialista se popularizó y expandió masivamente en Argentina y en general en América Latina a partir del proceso de la Reforma Universitaria en la región iniciado en 19182. Por otro lado, aunque siempre ha habido una literatura de larga data en los Estados Unidos sobre el así llamado anti-americanismo en América Latina, que podría remontarse a la década de 1920, en los últimos años, sobre todo desde el 11 de septiembre de 2001, el antiamericanismo resurgió como un tema central de debate e interés tanto académico como público. Una nueva literatura comenzó a florecer en los Estados Unidos que sin duda transciende el anti-americanismo específicamente latinoamericano3.

Puesto que el período previo a la Primera Guerra Mundial ha sido poco explorado por esta emergente y renovada historiografía consagrada a explorar las redes del antiimperialismo latinoamericano y el anti-americanismo, en este artículo, he procurado concentrarme precisamente en el período que antecede a la Primera Guerra Mundial. Me propongo mostrar, entonces, que las versiones del imaginario antiestadounidense moderno que emergieron entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX no constituyeron un monopolio exclusivo de los escritores e intelectuales modernistas. Versiones precursoras del antiimperialismo latinoamericano en el contexto de Argentina, sumamente informadas por la historia diplomática y el derecho internacional, fueron articuladas también por destacadas figuras políticas y diplomáticas, muchas de los cuales formaban parte de la élite gobernante sin dejar de ser igualmente influyentes en la vida intelectual, como es el caso de Vicente G. Quesada (1830-1913) y Roque Sáenz Peña (1851-1914). En rigor, ellos contribuyeron a forjar una ideología antiestadounidense y latinoamericanista que combinó la retórica culturalista de ciertas vertientes del modernismo literario con el lenguaje del derecho internacional, la práctica diplomática y el estudio minucioso de la historia diplomática. Por lo tanto, el estudio de estas dos figuras y sus contribuciones resulta particularmente pertinente por dos motivos. Por una parte, el discurso del derecho internacional, la historia diplomática y la práctica diplomática, tal como se articularon en la obra y la labor de Quesada y Sáenz Peña, han despertado en general muy poco interés entre los historiadores. Por otra parte, sus respectivas contribuciones permiten establecer ciertos límites frente al supuesto compartido por Miller y Terán según el cual los análisis de la política exterior y del imperialismo estadounidense habían tendido a ser estrechos y difusos, ya que estos intelectuales y políticos desarrollaron una interpretación históricamente fundada y jurídicamente informada acerca de la naturaleza de la hegemonía continental estadounidense. Si Quesada fue un ferviente defensor de la idea de un derecho internacional latinoamericano y de lo que llamó el principio del «uti possidetis de 1810», Sáenz Peña llegó a desarrollar una sofisticada crítica de la Doctrina Monroe y del intervencionismo estadounidense en América Latina. Como un emergente tardío de este legado y a la vez una figura de transición entre un primer y un segundo antiimperialismo latinoamericanos, Manuel Ugarte (1875-1951) desarrolló en sus primeros escritos y su temprana trayectoria intelectual una interpretación antiimperialista de lo que él mismo denominó el «peligro yanqui», dominada por un discurso racial reactivo en defensa de la raza latina y también de grandeza y liderazgo para Argentina en América del Sur, heredados de un recuerdo nostálgico del antiguo Virreinato del Río de la Plata, dos preocupaciones que estaban ostensiblemente presentes en Sáenz Peña y Quesada.

Sin perder de vista las sutilezas que suelen enmarcar un determinado contexto histórico-lingüístico, el efecto de la lectura de Ugarte como pensador canónico del antiimperialismo puede ser una guía para reconocer estilos, gérmenes y tópicos que le fueron propios en sus predecesores. Me he propuesto realizar así una genealogía invertida, siguiendo la lectura que hiciera Jorge Luis Borges en su ensayo Kafka y sus precursores4. El intento de Borges no puede sino haber sido guiado por los efectos que produce la lectura que permite canonizar y rastrear estilos. Aunque no es posible afirmar que Sáenz Peña y Quesada fueron ellos mismos antiimperialistas, sí puede decirse que lo que en Ugarte fue un antiimperialismo declarado en ellos fue un germen in nuce.

Como intento mostrar a lo largo del artículo, las ideas y proyectos jurídicos y diplomáticos de Quesada y Sáenz Peña, así como también los escritos tempranos de Ugarte, florecieron al calor de la emergencia del naciente movimiento panamericanista y fueron expresión de algunas de las primeras reacciones latinoamericanistas y unionistas modernas. Quesada y Sáenz Peña mantuvieron lazos de solidaridad regional, entablando amistad e intercambiando correspondencia con José Martí e invocando las nociones de «nuestra América» y de una Patria Grande en un intento de preservar la autonomía y la independencia de las naciones latinoamericanas. Asimismo, sus ideas circularon a través de revistas argentinas de la época como la Nueva Revista de Buenos Aires dirigida por Vicente y Ernesto Quesada, la revista La Biblioteca, dirigida por Paul Groussac, la Revista de Derecho Historia y Letras, dirigida por Estanislao Zeballos. Aunque eran publicaciones dirigidas por las elites intelectuales y políticas argentinas, estas revistas publicaron trabajos de autores y temáticas que trascendieron ampliamente las fronteras nacionales, como los congresos panamericanos, los ideales hispanistas en la región, la guerra Hispano-Norteamericana, la Revolución Mexicana y la Reforma Universitaria. Fueron, entonces, redes intelectuales con alcance continental pioneras en la promoción de un emergente imaginario antiestadounidense, reuniendo escritos y novedades políticas, jurídicas, diplomáticas y culturales de países diversos de la región, incluyendo a los Estados Unidos. Por ello, pueden ser vistas como precursoras de otras publicaciones que habrían de surgir unas décadas más tarde y que contribuirían a difundir dicho ideario antiimperialista de manera más amplia y con mayor impacto continental, como, por ejemplo, Renovación y Repertorio Americano5. Hacia mediados de los años 1920, la ideología antiimperialista habría de ser también difundida por una serie de ligas y movimientos continentales que fueron emergiendo en diversos países latinoamericanos como la Liga Antiimperialista de las Américas, creada en México; la Unión Latinoamericana, creada en Argentina; la Alianza Popular Revolucionaria Americana, concebida por el líder populista peruano Víctor Haya de la Torre; y la Unión Centro Sud Americana y de las Antillas, creada en México, entre otras6.




La idea de un derecho internacional latinoamericano

Tanto Quesada como también Sáenz Peña ofrecieron importantes argumentos jurídicos y de historia diplomática, así como también iniciativas diplomáticas concretas, en favor de la existencia y el desarrollo de una tradición específicamente latinoamericana y/o sudamericana de derecho internacional, claramente distinguible de la tradición anglo-Americana, basada en el derecho común (common law). Por un lado, aunque el latinoamericanismo se originó hacia mediados del siglo XIX en Francia, fue en Argentina que la idea de un derecho internacional latinoamericano fue originalmente concebida de la mano del propio Quesada. El mismo se refirió específicamente a un derecho internacional latinoamericano en una serie de escritos de historia diplomática y derecho internacional, publicados en 1882 en la Nueva Revista de Buenos Aires, editada por él mismo y su hijo, Ernesto Quesada7. Por otra parte, Sáenz Peña en su propia iniciativa de organizar un Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado hizo una distinción concreta y explícita, estableciendo una diferencia todavía más específica entre el derecho sudamericano y el del resto de las Américas, poco antes de la celebración de la Primera Conferencia Panamericana en 1889-1890 y en una reacción defensiva y anticipada frente a esta iniciativa liderada por los Estados Unidos.

Quesada había sido influido por una tradición historiográfica y literaria romántica, nacionalista y nostálgica respecto del antiguo Virreinato del Río de la Plata, en particular por quien fuera «su amigo y maestro en historia» Vicente Fidel López (1815-1903), de quien fue además Secretario en el Ministerio de Relaciones Exteriores hacia 1852, así como también por el historiador José Manuel Estrada (1842-1894)8. En su ensayo Derecho internacional latino-americano, Quesada desarrolló una defensa histórico-jurídica de lo que él mismo denominó el principio del «uti possidetis del año diez», es decir, la reorganización del territorio hispanoamericano y la integridad territorial de las naciones que lo integraban inmediatamente después de la independencia sobre la base del estatus jurisdiccional y territorial monárquico previo al proceso independentista9. A diferencia de su célebre y contemporáneo jurista, Carlos Calvo, quien consideraba que el derecho de gentes tenía un carácter universal, Quesada creía que las naciones hispanoamericanas disponían de reglas y normas que hacían de su propio derecho de gentes un corpus claramente distinguible del europeo. De hecho, inmediatamente luego de su publicación en 1882, este escrito de Quesada provocó una polémica entre el célebre jurista argentino Carlos Calvo y Amancio Alcorta en la cual el primero argumentó en contra de la existencia de un derecho de gentes específico para América Latina, mientras que el último se expresó a favor de dicha concepción. Tal polémica fue publicada también en las páginas de la Nueva Revista de Buenos Aires y tuvo un notable impacto en la discusión jurídica continental10. Como destaca Cavaleri,

la regla del uti possidetis no sólo estaba destinada a excluir el derecho de conquista en las relaciones entre los estados hispanoamericanos, sino que también servía para excluir el reconocimiento de los títulos territoriales que estados no americanos desearan adquirir en el continente americano11.



Más específicamente, como la gran mayoría de los diplomáticos y juristas hispanoamericanos del siglo XIX y comienzos del siglo XX, Quesada era un defensor del uti possidetis juris, es decir, de la idea según la cual las naciones tenían derecho y debían poseer los títulos jurisdiccionales establecidos y concedidos por las naciones de acuerdo con los decretos del soberano y no las posesiones de facto. Quesada distinguió además este principio intrínsecamente hispanoamericano, esto es, el uti possidetis juris, de la Doctrina Monroe estadounidense proclamada en 1823 y sostuvo categóricamente que «la paz en América -Quesada se refería fundamentalmente a América Latina- reposa en el uti possidetis juris de 1810»12. Este principio se remitía al orden colonial instituido por el Rey de España Carlos III, quien había creado el Virreinato del Río de la Plata hacia 1776-1777 y se fundaba así en el supuesto de que los precedentes de organización y distribución territorial establecidos antes del proceso de independentista fijaban las posesiones territoriales de las naciones hispanoamericanas y servían de precedente para cualquier potencial disputa de fronteras posterior. Afirmaba así Quesada:

El principio del uti possidetis juris de 1810 es el que sirve para sostener la geografía política del continente, porque a la vez que es la regla de la demarcación entre los mismos estados, es el título de la soberanía territorial de las naciones hispano-americanas; es el origen de las soberanías internacionales y a la vez su garantía de conservación y de paz13.



En su carrera como diplomático en disputas territoriales y de frontera de la Argentina, así como también en este escrito consagrado a defender el principio del uti possidetis juris como fundamento de un derecho internacional auténticamente latinoamericano, Quesada demostró tener una nostalgia especial por el antiguo orden territorial del Virreinato del Río de la Plata, ya que ése era a su entender el punto de partida de la soberanía territorial que le pertenecía a Argentina y de la cual progresivamente había sido desposeída. El fundamento de la soberanía de Argentina residía fundamentalmente en el territorio, la bandera, la historia y un elemento que ha sido curiosamente pasado por alto por Cavaleri en su minucioso estudio sobre Quesada: la raza hispana y latina. La raza colonizadora era junto con el territorio el otro elemento fundante de la soberanía territorial, es decir, se trataba de dos principios entrelazados.

El derecho consuetudinario americano como base para la demarcación territorial de los nuevos estados, tiene modificaciones peculiares según el origen de la raza colonizadora, o en otros términos, el principio jurídico que garante la integridad territorial de los nuevos estados de origen español respectivamente, no es aplicable a las naciones que se han formado por la colonización inglesa o portuguesa14.



Para Quesada el fundamento de las demarcaciones territoriales de Argentina había sido definido por Carlos III creador del Virreinato del Río de la Plata. Por ello, el elemento racial establecido por el orden colonial ocupaba un lugar preponderante e incluso fundacional. Como mostraré posteriormente, este elemento racial habría de ser fundamental para forjar este primer imaginario defensivo de una cultura hispana y latina que debía articularse en torno de una Unión Latinoamericana para resistir la expansión imperial de los Estados Unidos.

El escrito de Quesada fue publicado casi inmediatamente después de que el entonces Secretario de Estado James G. Blaine comenzara hacia 1881 a esbozar y difundir por el continente los planes y propósitos de lo que daría lugar más tarde a la Primera Conferencia Panamericana. De acuerdo con la invitación circulada en el contexto de esta temprana tentativa, el proyectado congreso americano se proponía «considerar y debatir los medios conducentes a prevenir las guerras entre las naciones de América»15. Esta primera tentativa no encontró suficiente apoyo por entonces, aunque sería retomada más tarde por el propio Blaine hacia finales de la misma década poniendo un énfasis adicional en la promoción del comercio y la inversión estadounidense en América Latina. Como muestra Healy, este segundo elemento resultó ser decisivo para encontrar mayor apoyo entre la opinión pública, los inversores, empresarios y el establishment político y diplomático estadounidense16. La reacción de Quesada fue ostensiblemente escéptica respecto de esta primera tentativa panamericana que hiciera Blaine en 1881. Le parecía que el objetivo estadounidense de colaborar en la prevención de las guerras en América Latina promoviendo su actuación como tercer mediador entre las partes en conflicto era completamente estéril en la medida en que quienes actuaban como terceros no tenían ni podían tener poder coercitivo alguno para impedir la guerra. El escepticismo de Quesada estaba enraizado en una extraña especie de realismo político de orientación legalista. Sostuvo así categóricamente: «Paréceme que con ese programa no tendrá éxito la futura y próxima conferencia diplomática»17.

Como reacción sudamericana deliberadamente defensiva frente a la iniciativa estadounidense efectiva, retomada otra vez por Blaine, de celebrar una Conferencia Panamericana proyectada para 1889-1890, en 1888 Uruguay y Argentina se unieron para organizar un congreso «exclusivamente sudamericano», conocido como el Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado, que se celebró en Montevideo (Uruguay). No casualmente este Congreso Sudamericano, como observó Thomas McGann en un estudio clásico, fue promovido por dos importantes figuras políticas de la elite gobernante argentina, Manuel Quintana y el propio Sáenz Peña, quienes, como he destacado, habrían de representar un año más tarde a su propio país en la Primera Conferencia Panamericana celebrada en Washington18. Concurrieron a la Conferencia Sudamericana representantes de Brasil, Bolivia, Perú, Paraguay y Chile, además de Argentina y Uruguay y, como ha observado Ori Preuss en un trabajo reciente, esta conferencia significó un gran cambio que marcó un importante punto de partida en el progresivo acercamiento de Brasil a Hispanoamérica. No cabe duda que Quintana y Sáenz Peña procuraron limitar la influencia de EE. UU. en el continente, oponiendo una iniciativa sudamericana frente al naciente panamericanismo, impulsado bajo los auspicios y el liderazgo estadounidense. Como reacción frente a un panamericanismo liderado por los Estados Unidos que enfatizó desde sus inicios la promoción de un discurso hegemónico del derecho internacional en América Latina19, el Congreso Sudamericano promovido por Sáenz Peña buscó hacer hincapié en la importancia de establecer vínculos jurídicos y políticos comunes exclusivamente entre los estados latinoamericanos. Fue así que se realizaron una serie de tratados de derecho internacional civil y comercial, propiedad literaria y artística (copyright), marcas registradas, patentes, derecho penal y procesal y una convención sobre la práctica de las profesiones liberales, refiriéndose exclusivamente a la tradición jurídica latinoamericana basada en las jurisprudencias española y romana20.




La reacción frente al panamericanismo

Hacia finales de la década de 1880 y bajo los auspicios del secretario de Estado Blaine, la iniciativa de celebrar la Primera Conferencia Panamericana supo encontrar un mayor apoyo entre los inversores, comerciantes y la opinión pública estadounidenses. Sáenz Peña y Quesada fueron dos de los tres delegados argentinos, junto con Manuel Quintana, que fueron designados originalmente para representar a la Argentina en la Primera Conferencia Panamericana, celebrada en Washington en 1889-1890. Sin embargo, Quesada decidió deliberadamente no asistir a la reunión arguyendo que el papel que jugaría en la conferencia confrontando potencialmente con la delegación estadounidense hubiera tenido que moderarse para que no interfiriera con las funciones que cumplía como Ministro Argentino en Washington. En otras palabras, pensó que era más adecuado que los otros dos delegados argentinos que habían sido oficialmente designados se ocuparan de enfrentar y limitar las iniciativas estadounidenses. Por ello, Quesada se encontró con Sáenz Peña y Quintana en París y los tres se pusieron de acuerdo por unanimidad sobre todas las cuestiones que debían ser defendidas en la conferencia. Como cuenta su propio hijo Ernesto Quesada, por razones de prudencia Vicente Quesada procuró no estar presente en Washington en el contexto de la Conferencia21.

El panamericanismo en la temprana versión propugnada por Blaine constituyó una cristalización ideológica y diplomática del progresivo ascenso de los Estados Unidos como poder hegemónico en el continente americano. Fue ante todo una política hemisférica impulsada y liderada por los Estados Unidos de cooperación comercial, económica, legal, política e intelectual con América Latina, promoviendo instituciones continentales, valores y tradiciones comunes22. En un contexto en el que la competencia económica y política imperial entre las potencias europeas por Asia y África estaba en ascenso y Gran Bretaña y Alemania mantenían aún una hegemonía económica en América Latina, el panamericanismo se proyectó como una tentativa de desplazar la influencia europea y mayormente británica en la región, y establecer y consolidar una hegemonía comercial estadounidense23.

Las ideas e iniciativas para la conformación de un derecho internacional latinoamericano impulsados por Quesada y Sáenz Peña, así como también sus reacciones defensivas frente al panamericanismo, fueron inspirados por iniciativas unionistas y de identidad continental que precedieron al panamericanismo y que sin duda se remontan a los inicios del período independentista de las naciones latinoamericanas y a las iniciativas de confederación propuestos por Simón Bolívar (1783-1830) y José Cecilio del Valle (1777-1834). Durante el siglo XIX, existieron intentos unionistas de diversa índole en pos de construir una federación latinoamericana de Estados. El más conocido fue el propuesto por Bolívar en el Congreso de Panamá en 1826. No obstante, como han mostrado Marta Elena Casaús Arzú y Teresa García Giráldez, las ideas pioneras confederativas para la conformación de una «Patria Grande» Americana fueron originalmente propuestas por Valle hacia 1822, cuatro años antes de que se celebrara a iniciativa de Bolívar el Congreso de Panamá (1826). Asimismo, las ideas liberales de Valle acerca de la Patria Grande para Centroamérica difundidas a través de la publicación El Amigo de la Patria estaban inspiradas en un concepto cívico amplio e inclusivo de la población y en principios territoriales que excedían la noción clásica de nación24. De todos modos, en el imaginario continental de entonces el término que utilizaron Bolívar, Valle y también Francisco de Miranda para referirse a la identidad continental y a la necesidad de iniciar relaciones de solidaridad y cooperación entre los países del continente, pero ante todo consolidar y preservar la independencia recientemente conquistada, estuvo articulado alrededor de la noción de «americanismo». Un ejemplo más tardío de americanismo fue el que propuso en 1844 Juan Bautista Alberdi con una propuesta unionista y americanista similar a la de Bolívar, pero esbozando una identidad jurídica específica para la región al ser el primero en invocar la noción de «derecho internacional americano»25. Como ha observado Aimer Granados, hacia mediados del siglo XIX, tal como se comenzó a reflejar en sucesivos Congresos continentales, como el Congreso de Lima (1848), el de Santiago de Chile (1856) y el de Lima (1865), celebrados luego del Congreso de Panamá impulsado por Bolívar, el americanismo comenzó a ser reemplazado por el término hispanoamericanismo, ya que a partir de la formulación de la Doctrina Monroe, los estadounidenses comenzaron a apropiarse de la idea de América para hacer referencia exclusivamente a los Estados Unidos26. El hispanoamericanismo surgió, entonces, de la necesidad de formular y afirmar una identidad continental común frente a los Estados Unidos. Paralelamente, a la noción de Hispanoamérica surgió la noción de Latinoamérica, la cual se vio también informada por la expansión territorial que pusieron en marcha los Estados Unidos en México hacia mediados del siglo XIX. Como muestra Ardao, el unionismo latinoamericanista y defensivo que propuso durante la segunda mitad del siglo XIX el pensador Colombiano Torres Caicedo estuvo ostensiblemente influido por el proceso imperial expansivo impulsado por la potencia del norte27. De hecho, Torres Caicedo fue un pensador pionero al invocar por primera vez de manera explícita la idea de una «Unión Latinoamericana» y fue además una referencia intelectual para Quesada28.

La versión unionista impulsada por Quesada y Sáenz Peña se conformó en los albores del surgimiento del panamericanismo y por ello sus ideas y proyectos para la conformación de un derecho internacional latinoamericano constituyeron una nueva reacción defensiva moderna de orientación legalista y diplomática. Sus ideas estuvieron marcadas tanto por una nostalgia respecto de una Patria Grande que fue progresivamente desposeída de sus territorios y poblaciones a partir de la disolución del Virreinato del Río de la Plata que se inició a partir de la independencia de Argentina, como fue el caso de Quesada, como también por un fuerte ideal de solidaridad continental, tal como fue expresado por Sáenz Peña, quien decidió voluntariamente integrar las fuerzas militares del Perú en el contexto de la Guerra del Pacífico. De este modo, Quesada y Sáenz Peña estuvieron a mitad de camino entre el unionismo latinoamericanista y defensivo de las elites intelectuales latinoamericanas del siglo XIX, como fue el caso de Torres Caicedo y el antiimperialismo de carácter más popular y estudiantil «desde abajo», como lo llama Martín Bergel, que surgió en la década de 1920 de la mano de ideas teosóficas, indigenistas, y diversas variantes del socialismo y el comunismo, a través de diversas redes intelectuales y de solidaridad de mayor alcance29.

Fue Sáenz Peña quien se opuso directamente en ese contexto a la iniciativa de EE. UU. de construir una unión aduanera y una de zona de libre comercio, acuñando una expresión que se convertiría en emblemática: «¡Sea la América para la humanidad!». La expresión de Sáenz Peña intentó de manera eficaz ofrecer una contracara latinoamericanista de la famosa frase enunciada por James Monroe «América para los americanos». Pero además la frase quedó asociada con la actuación destacada del delegado argentino en la conferencia como vocero opositor frente a las iniciativas estadounidenses como la cristalización expresiva más sintética y elocuente enunciada por los delegados latinoamericanos en la conferencia. De hecho, Sáenz Peña fue honorado por su actuación al ser nombrado inmediatamente luego de dicha conferencia como Ministro de Relaciones Exteriores de su propio país. Sin hacer ninguna referencia explícita a la Doctrina Monroe, la frase tuvo además una eficacia retórica descollante, aunque el supuesto sobre el cual se fundaba, a saber, la idea de que la Doctrina Monroe era una declaración egoísta, había sido también remarcado por otras figuras prominentes de la elite política e intelectual argentina como Juan Bautista Alberdi y el propio Quesada, tal como aparecería esbozado en su obra Los Estados Unidos y la América del Sur: Los yankees pintados por sí mismos30. Aunque no se publicaría hasta 1893 y aparecería bajo el seudónimo de Domingo de Pantoja, este polémico escrito había sido concebido en el contexto de los preparativos y planes de la Primera Conferencia Panamericana y mientras Quesada ocupaba el cargo de Ministro Argentino en Washington. Por ello, es un escrito híbrido y de transición, ya que si bien sigue en gran medida la tradición del género de los escritos de viajeros argentinos a los Estados Unidos, se trata de la visión de alguien que frecuentó la sociedad estadounidense desde dentro en calidad de diplomático, como sería el caso más tarde de Martín García Mérou, quien ocuparía el mismo cargo de Quesada, pero desarrollaría una visión radicalmente opuesta31. Como ha destacado Pagés Larraya, no fue sino el propio José Martí, quien animó a Vicente G. Quesada a publicar sus impresiones críticas acerca de los Estados Unidos, tal como habían sido esbozadas en ese polémico escrito32.

Aunque Quesada y Sáenz Peña no fueron escritores estrictamente modernistas, entablaron amistad y mantuvieron correspondencia con José Martí. En esos intercambios epistolares y redes de solidaridad precursoras del antiimperialismo latinoamericano, Quesada y Sáenz Peña fueron interpelados por Martí en su doble condición de intelectuales y funcionarios políticos y diplomáticos defensores de una causa continental común por el resguardo de la «independencia» y la autonomía de «nuestra América» frente al peligro expansivo de los Estados Unidos a través del naciente panamericanismo33. De hecho, además de fomentar a Quesada a que publicara su crítica devastadora de los EE. UU., Martí vio con gran interés el papel antagónico que los delegados argentinos tuvieron en la Primera Conferencia Panamericana confrontando con la delegación estadounidense. Escribió desde Nueva York una serie de crónicas para el diario La Nación de Buenos Aires, alabando la actitud de confrontación de la delegación argentina, en especial la de Sáenz Peña. Si el lenguaje de Sáenz Peña tenía un tono jurídico, político y económico, propio del debate que predominaba en una conferencia regional y diplomática, las crónicas de Martí presentaban en un tono épico una escena de confrontación concreta entre la delegación estadounidense y la delegación argentina. Al referirse al discurso emblemático Sáenz Peña, Martí afirmaba:

Pero cuando el delegado argentino Sáenz Peña, dijo como quien reta, la última frase de su discurso sobre el zollverrein, la frase que es un estandarte y allí fue una barrera: «Sea la América para la humanidad», todos como agradecidos, comprendieron lo que no se decía, y le tendieron las manos34.



La empatía y los vínculos diplomáticos e ideológicos entre Martí y Sáenz Peña, así como también entre Martí y Quesada, son importantes para comprender este imaginario latinoamericano y antiimperialista emergente. No sólo reflejan hasta que punto Martí como ensayista y escritor estaba profundamente a tono con la coyuntura y los debates políticos, económicos y diplomáticos y la conferencia panamericana de entonces, sino también la importante influencia intelectual que tuvo su propio ideario entre diplomáticos y juristas argentinos como Sáenz Peña y Quesada. Estos dos imaginarios, uno asociado a una identidad y un discurso culturalista latinoamericano y otro asociado a la práctica diplomática, el derecho internacional y la política internacional fueron surgiendo en gran medida al unísono del panamericanismo emergente liderado por los Estados Unidos. Fueron en gran medida las diversas conexiones y confluencias entre estas dos esferas discursivas las que contribuyeron a dar forma a este emergente imaginario en Argentina.




La emergencia de una idea de Unión Latinoamericana frente al intervencionismo

1898 fue un punto de inflexión en la historia de América. Más específicamente, como observó Louis A. Pérez, Jr., se trató de un año decisivo para la historia de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos y la propia historia cubana35. Asimismo, fue una fecha simbólica en la formación de un nuevo imaginario latinoamericanista como respuesta frente a la reconfiguración de los «dominios hemisféricos» impulsada por el emergente expansionismo de EE. UU. en Centroamérica y el Caribe, en particular por las intervenciones que tuvieron lugar en Cuba, Filipinas y Puerto Rico36. Este nuevo imaginario estuvo en gran medida informado por escritores y ensayistas modernistas, como José Martí y José Enrique Rodó, pero también por un discurso legal anti-intervencionista tal como fue promovido por Sáenz Peña.

La Guerra Española-Americana y en particular sus implicancias para la propia independencia de Cuba generaron una serie de reacciones de solidaridad en Argentina, donde se celebró una conferencia especial en el Club Español de Buenos Aires para defender a España, así como también la tradición y la cultura hispánicas frente al ascenso progresivo de los EE. UU. como potencia hegemónica en el continente americano. Los conferencistas fueron el escritor y jurista José Tarnassi (1863-1906), el escritor Paul Groussac (1848-1929) y el propio Sáenz Peña. Dos de ellos, Groussac y Sáenz Peña, eran sin duda figuras prominentes de la época y ambos reaccionaron defendiendo la tradición española y ante todo criticando a los EE. UU. Como observó Arturo Ardao, el latinoamericanismo que nació en Francia hacia mediados del siglo XIX no casualmente comenzó a adoptar la forma de una identificación progresiva de América Latina con Europa bien entrado el siglo XIX37, y en el contexto más específico de 1898, con España. Groussac era de origen francés, aunque ya para entonces era un escritor bien establecido y ocupaba el cargo de Director de la Biblioteca Nacional. Aunque sus respectivos discursos se distinguieron por tener un tono más culturalista en el caso de Groussac y uno más propio de la jerga diplomática y jurídica en el caso de Sáenz Peña, existió un primer punto de encuentro entre ambos que era parte de un lenguaje común de la época en América Latina: la así llamada Doctrina Monroe era vista como una declaración hegemónica, intervencionista y unilateral.

Sáenz Peña catalogó a la interferencia estadounidense en Cuba como agresiva e inhumana, una situación que estaba dando lugar a una posible guerra y ante todo amenazando la raza hispana y latina, que era intrínsecamente pacífica. Como Quesada, Sáenz Peña puso un especial énfasis en el componente racial y en el pacifismo latinoamericano, heredero de la tradición hispánica. Advirtió así que Cuba podría llegar a ser potencialmente anexada dentro de la soberanía de los Estados Unidos como lo fue antes Texas, afirmando categóricamente que «Cuba ha debido ser libre»38. En consonancia con las ideas jurídicas de Quesada acerca del uti possidetis juris pero con un espíritu más radicalmente anti-intervencionista y defensivo, el punto de partida de Sáenz Peña no sólo eran el territorio y la raza, sino también ante todo las aspiraciones intervencionistas de los Estados Unidos en Cuba y en América Latina en general, las cuales subvertían profundamente los principios básicos del derecho internacional público. A pesar de que su discurso puede ser visto como una expresión inmediata de protesta contra la intervención estadounidense en Cuba, también debe ser interpretado como una defensa del principio de no intervención como estándar legal básico del derecho de gentes, arguyendo que los Estados Unidos estaban violando dicho principio a través de recursos extralegales como la anexión y el uso de la fuerza.

Para Sáenz Peña el fundamento de tales aspiraciones imperiales y de las políticas intervencionistas recaía principalmente en el uso y la interpretación intervencionista que hacían los Estados Unidos de la Doctrina Monroe. En efecto, antes de que el Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe fuera enunciado, Sáenz Peña sostuvo que se trataba de una declaración en contra de la intervención europea y el colonialismo en el continente americano, pero estaba siendo utilizada de manera unilateral como un principio monopolizador de las intervenciones estadounidenses en la región. Al ser un principio completamente arbitrario, nunca debía ser aceptado por los países latinoamericanos, ni por Europa. En sus propias palabras, la Doctrina Monroe «es la causa y el origen de las actuales desviaciones del Derecho Público»39.

En un artículo publicado originalmente en 1897 en La Biblioteca, la revista de la Biblioteca Nacional, editada por su director Paul Groussac, Sáenz Peña había esbozado una crítica legalista más extensa y elaborada de la Doctrina Monroe, intentando mostrar su inaplicabilidad en América Latina. También analizó su relación tanto con el principio de no intervención como con el derecho de gentes. El principal argumento de Sáenz Peña fue que no era una doctrina, ni un principio jurídico, sino más bien un acto político nacional que establecía límites a las intervenciones europeas y dejaba a los Estados Unidos la libertad de intervenir en las Américas. Operaba como una excepción en la historia del derecho de gentes, donde la mayoría de los pensadores canónicos, como Grocio, Pufendorf, Vattel, Fiore y Wolf, habían condenado las intervenciones y considerado, en cambio, que el principio de no intervención debía ser la norma básica40. Curiosamente, Sáenz Peña se basó en los escritos del jurista y político de los EE. UU. William Beach Lawrence (1800-1881) para criticar el estatus de la doctrina como principio jurídico. Lawrence sostenía que si la Doctrina Monroe era un conjunto de reglas adaptadas al hemisferio americano, entonces resultaba absurdo que se considerase como parte del derecho de gentes, ya que este último era universal y por lo tanto «no puede existir un derecho de gentes para Europa y otro para América»41.

En una tradición como la argentina dominada por un profundo distanciamiento político e intelectual de la figura de Simón Bolívar que incluía al propio Quesada42, Sáenz Peña fue uno de los primeros en reivindicar la figura y el pensamiento unionista de Bolívar en un contexto moderno, subrayando una distinción clásica entre Monroe y Bolívar, el monroismo y el bolivarianismo que se convertiría más tarde en un epítome de la ideología antiimperialista latinoamericana43. Sáenz Peña contrastó el uso unilateral que los Estados Unidos hacían de la doctrina con el intento de Simón Bolívar de darle una significación continental cuando organizó el Congreso de Panamá en 1826. Mientras que Bolívar trató de promover el principio de no intervención en el marco del derecho de gentes, proponiendo una idea mucho más amplia que la propuesta por el propio Monroe, los Estados Unidos, en particular, John Quincy Adams, rechazaron estas propuestas y se distanciaron de cualquier declaración latinoamericana y multilateral basada en los principios de Monroe.

La conclusión de Sáenz Peña era que desde que fue originalmente enunciado por Monroe, el mensaje pudo ser y fue de hecho interpretado de múltiples maneras por diversos políticos estadounidenses, como Polk, Cleveland y McKinley, ante todo porque se trataba de una sustancia «dilatable y elástica, y se adapta a todas las conveniencias y al interés exclusivo de las intervenciones que él mismo genera»44.

En rigor, Sáenz Peña le dio un impulso verdaderamente moderno al proyecto unionista de una identidad continental latinoamericana esbozado por Bolívar. Inspirándose fundamentalmente en Bolívar pero a la vez trascendiendo la iniciativa del Congreso de Panamá, Sáenz Peña esbozó la idea de construir una Liga Latinoamericana de carácter político y jurídico, fundada en la existencia de un derecho internacional especialmente latinoamericano para resistir y ofrecer un contrapeso frente a la hegemonía de los Estados Unidos. Afirmó así categóricamente:

La liga latino-americana es una concepción que se percibe fecunda y provechosa en los acontecimientos del futuro; ella fue, sin duda, peligrosa para nuestras repúblicas amorfas, en los días dudosos en que fuera concebida por Bolívar, pero no lo será en el porvenir, como no lo sería hoy mismo, definida como está la soberanía de naciones, sobre bases de un respeto recíproco. Dentro de esos organismos, cabe políticamente la unidad de destinos y de pensamiento, como cabe la solidaridad de los principios que deben defender las naciones de este continente, ya que un derecho de gentes especial aspira presidir su evolución45.



La idea de una Unión Latinoamericana en su forma moderna surgió, entonces, principalmente como una reacción defensiva frente al intervencionismo fundado en el monroísmo y a la política del panamericanismo. Se intentó unificar a América Latina culturalmente, pero también ante todo a nivel racial, jurídico y político, para resistir frente a las potenciales amenazas que podían desprenderse de la conformación progresiva de una Unión Pan-Americana, basada en el liderazgo hegemónico de los EEUU.




Manuel Ugarte y sus precursores

Como una figura de transición, Manuel Ugarte estaba situado generacionalmente a mitad de camino entre una tradición romántica, nostálgica de la unidad perdida del Virreinato del Río de la Plata, que incluía a los «gentlemen» escritores y la elite patricia gobernante, como Sáenz Peña y Quesada, entre otros, y una generación posterior de ensayistas juveniles antiimperialistas que habrían de salir a la luz más tarde en el contexto de la Reforma Universitaria latinoamericana iniciada en 1918 en Argentina46. Sus escritos combinaron un estilo tan literario como político, una mezcla de denuncia moral y crítica reflexiva, refiriéndose constantemente a las intervenciones estadounidenses, los intereses económicos expansivos y las conferencias panamericanas. Si María Pía López acierta al definir a Ugarte como precursor del emergente antiimperialismo juvenil que nace en el contexto de la Reforma Universitaria iniciada en 191847, Sáenz Peña y Quesada fueron precursores del propio Ugarte, así como también de José Ingenieros (1877-1925), quien también fue un importante exponente argentino de la ideología antiimperialista y un promotor de la idea de la Unión Latinoamericana. Más específicamente, Sáenz Peña y Quesada fueron claros precursores del ideal de la Unión Latinoamericana, la idea de los «Estados Unidos del Sur» liderados por Argentina y el concepto de la «patria grande», dos nociones acuñadas por Ugarte. El carácter de escritor antiimperialista de transición se vio ostensiblemente reflejado en la amplia gama de amistades, redes y lazos continentales que Ugarte mantenía con la intelectualidad latinoamericana, figuras culturales, diplomáticos y políticos pertenecientes a diferentes generaciones que incluían al escritor y ensayista uruguayo José Enrique Rodó, el poeta y escritor nicaragüense Rubén Darío, el escritor e intelectual peruano Federico García Calderón, el escritor e intelectual venezolano animador Rufino Blanco-Fombona, el historiador y jurista mexicano Carlos Pereyra, el intelectual mexicano José Vasconcelos, diplomático y jurista mexicano Isidro Fabela, el líder populista del movimiento Aprista del Perú Víctor Haya de la Torre, el presidente de México, Venustiano Carranza y el líder revolucionario nicaragüense Augusto César Sandino, entre otros48.

En sus primeros escritos sobre «el peligro yanqui» y «la defensa latina», Ugarte comenzó a trazar una distinción cultural que habría de ser central en toda su obra posterior, entre las «dos Américas», la anglo-sajona y la hispánica, que perseguían a su entender intereses antagónicos. Esta distinción tenía, según su propio análisis, ante todo raíces raciales, un elemento que también había sido subrayado previamente por Quesada y Sáenz Peña. La importancia del componente racial en el pensamiento de Ugarte ha tendido a ser pasado por alto o bien considerado como un aspecto menor dentro de su contribución intelectual en algunos trabajos recientes49. Su causa más famosa por crear lazos culturales y políticos entre las naciones latinoamericanas, lo que más tarde él mismo y José Ingenieros llamarían Unión Latinoamericana, surgió de tal distinción, así como del supuesto de que la emergencia del ascendente expansionismo estadounidense en el continente implicaba una amenaza para la prosperidad y la independencia de las naciones latinoamericanas. Esa amenaza no implicaba una «agresión inmediata y brutal», sino

un trabajo paulatino de invasión comercial y moral que se iría acreciendo con las conquistas sucesivas y que irradiará, cada vez con mayor intensidad, desde la frontera en marcha hacia nosotros50.



Retomando una metáfora geográfica clásica en la historia del pensamiento político moderno presente en las referencias que hiciera Maquiavelo a la fuerza inexorable de la fortuna como una marea frente a la cual era imperioso interponer diques y que puede encontrarse también con otras variantes en Montesquieu, Ugarte asoció el peligro yanqui con la imagen de «un mar que viene ganando terreno»51.

La manera de revertir esta gran marea de expansionismo estadounidense era «constituir un poderoso sistema de defensa», es decir, una unidad moral entre las naciones de América Latina con el fin de oponer un «bloque de resistencia»52. Ugarte creía que aunque los países latinoamericanos compartían una identidad, un origen y una historia comunes, se encontraban profundamente separados el uno del otro. Por lo tanto, los «Estados Unidos del Sur», liderados por Argentina, tenían que contrarrestar la amenaza planteada por los Estados Unidos del Norte. Como David Viñas ha observado, «Ugarte sigue, inexorable, con el tópico del siglo XIX sobre la sólida unidad norteamericana frente a la desdichada fragmentación de la América de origen español»53. Como Quesada y Sáenz Peña, Ugarte creía en la superioridad y el liderazgo de Argentina en América del Sur y América Latina en general y también en la importancia de obtener el apoyo de Europa a fin de contrarrestar la hegemonía estadounidense. Liderados por Argentina, los «Estados Unidos del Sur» tenían que mantener sus lazos originales con Europa y reforzar múltiples vías y redes de comunicación, cooperación y solidaridad por medio de la construcción de ferrocarriles y redes telegráficas, fortaleciendo el «intercambio de gentes e ideas», la organización de «congresos» y el establecimiento de «tratados comerciales» y «tribunales de arbitraje» a fin de crear una «unión» más estrecha54. Los primeros esbozos escritos del conocido plan de unificación latinoamericana concebido por Ugarte fueron esencialmente reactivos y defensivos, un verdadero intento de contrarrestar «el peligro yanqui», puesto que reflejaban un intento de crear lazos y formas de cooperación entre las naciones de América Latina similares a los que estaban siendo propuestos por entonces en las conferencias panamericanas bajo el liderazgo de los Estados Unidos. En este sentido, el fundamento cultural e ideológico que sustentaba el proyecto de Ugarte no era particularmente innovador respecto de la generación que lo precedía y en particular de las iniciativas latinoamericanistas de Sáenz Peña.

Hacia 1906, el movimiento panamericanista comenzó a institucionalizarse y modernizarse de manera más acabada a través de la promoción de la diplomacia legal, la paz y de un discurso moderno del derecho internacional de la mano del entonces Secretario de Estado de los EE. UU., Elihu Root, quien hiciera una visita a América del Sur en 1906 en el contexto de la Tercera Conferencia Panamericana de Río de Janeiro55. Root impulsó además de manera efectiva la construcción de alianzas con la diplomacia sudamericana, en particular con Brasil y con quien fuera un estrecho colaborador de Root en la promoción del panamericanismo en la región y en la organización de la Conferencia de Río de Janiero, el político y diplomático brasilero Joaquim Nabuco. Ugarte esbozó una crítica muy concreta apuntando fundamentalmente a esta versión moderna del panamericanismo, tal como era encarnada por Root. Según Ugarte, la recepción de Root en Sudamérica había sido excesivamente celebratoria. Ugarte estaba particularmente sorprendido de constatar cómo la opinión pública sudamericana se había abstenido de ser crítica con «el hombre que encarnaba la idea de los congresos panamericanos»56. Definió así categóricamente el modo en que la visita de Root a América del Sur debía ser entendida: «Como la política yanqui no ha sido nunca una escuela de lirismo, parece evidente que algún fin práctico debió determinar la visita de Mr. Root»57. En otro escrito, Ugarte procuró desentrañar y desenmascarar las auténticas motivaciones de esa célebre visita.

Así se explica el viaje de Mr. Root alrededor de la América del Sur y se concibe como, a la manera del Minotauro de la Mitología, la gran república del Norte está dispuesta a exigir al resto del continente el tributo de habitantes y de territorios que su vigoroso e insaciable organismo ha logrado hasta ahora asimilarse sin pestañear58.



Aunque a primera vista Root visitó la región de Sudamérica con el propósito diplomático de hacerse una idea de la región y ante todo entrar en contacto con las elites políticas gobernantes y con la opinión pública de esas naciones, el propósito subyacente de la visita era en verdad, según Ugarte, consolidar el imperialismo estadounidense en Sudamérica.

Usando la visita de Root como un caso concreto para advertirle a los latinoamericanos sobre los potenciales peligros que la sofisticada diplomacia de EE. UU. planteaba, Ugarte trazó una distinción entre el panamericanismo y el latinoamericanismo que se convirtió en una fórmula emblemática de la retórica antiimperialista latinoamericana, estableciendo los pilares de una nueva misión de emancipación latinoamericana para el futuro. Ugarte consideraba que el ideal del panamericanismo promovido por Root planteaba un peligro real para América Latina, porque los latinoamericanos podían llegar a convertirse en una cultura política sumisa. De hecho, para Ugarte las conferencias panamericanas constituían una ficción peligrosa y engañosa que negaba la realidad de la radical oposición y el antagonismo entre dos Américas con orígenes, idiomas y religiones e historias diferentes. En sus propias palabras:

Nada de confundir nuestros intereses con los del vecino, nada de discutir los asuntos bajo la presidencia injustificable de un maestro. Las repúblicas latinoamericanas no deben dejarse deslumbrar ni ensordecer por el tumulto del Norte. El punto de reunión y de mira está al Sur, en el centro mismo de nuestra tradición y nuestra cultura59.



Con el fin de contrarrestar el emergente movimiento panamericanista, entre octubre de 1911 y julio de 1913, cinco años después de la visita sudamericana de Root, Ugarte hizo una gira por cierto más extensa que la del Secretario de Estado norteamericano, por todo el continente, utilizando, en cambio, sus propios recursos financieros personales para difundir la idea del «peligro yanqui» y la importancia de la unificación de América Latina para resistir el expansionismo estadounidense60. Al no contar con un respaldo institucional y económico de ningún tipo, la misión de Ugarte no fue más que una apuesta alocada y ambiciosa que en el mejor de los casos sólo podía encontrar algunos adherentes dispersos en el continente. Si el viaje de Root podría ser definido como una misión diplomática oficial y panamericana ejecutada por un funcionario político, la gira de Ugarte se podría considerar, en cambio, como una gira antiimperialista y latinoamericanista reactiva y defensiva, es decir, como una misión intelectual conspirativa y contra-diplomática respecto del movimiento panamericanista oficial. Ugarte visitó casi todos los países de América Latina. Sin embargo, su persistente cruzada para la construcción de una Unión Latinoamericana no logró encontrar un apoyo más amplio entre los políticos, estudiantes y activistas de América Latina sino hacia principios de los años 1920s, cuando los propulsores del imaginario antiimperialista estaban organizados en torno a un movimiento estudiantil latinoamericano colectivo de mayor popularidad y envergadura continental.




Conclusión

En este artículo, me propuse analizar el contexto continental y los múltiples lenguajes legales, literarios, políticos y diplomáticos que contribuyeron a forjar un imaginario antiestadounidense en Argentina. El contexto argentino fue particularmente propicio no sólo para la germinación y el desarrollo de este imaginario, sino también para la superposición entre estos diferentes lenguajes, y la gestación así de importantes interacciones y puntos de confluencia entre escritores modernistas como Martí, Rodó, Groussac y en cierto modo Ugarte, por un lado, y diplomáticos y juristas de la elite patricia gobernante como Quesada y Sáenz Peña, por otro.

Desde el punto de vista del contexto cronológico, aunque suele afirmarse que el primer antiimperialismo latinoamericano nació en los albores de las intervenciones estadounidenses en Centroamérica y en el Caribe en el contexto de la guerra hispano-norteamericana de 1898 como parte de una reacción cultural protagonizada por los escritores modernistas, durante la década de 1880 Quesada, y poco después Sáenz Peña, comenzaron a forjar la noción de un derecho internacional latinoamericano y sudamericano en una serie de estudios de historia diplomática y derecho internacional, así como también en iniciativas diplomáticas concretas mientras se conformaba en los Estados Unidos el movimiento panamericanista de la mano de James Blaine. Existieron, entonces, dos puntos de inflexión en la formación de un imaginario antiestadounidense en Argentina. Como he intentado mostrar, en un primer momento, durante la década de 1880, existió una reacción legalista y diplomática frente al emergente panamericanismo y recién una década más tarde, en 1898, comenzó a desarrollarse un registro culturalista y moralista condenatorio de las intervenciones estadounidenses y la Doctrina Monroe que tendió a confluir con el discurso legalista que había nacido una década antes y que se mantuvo vivo hasta 1913 en Sáenz Peña y Ugarte.

Desde el punto de vista de las ideas, los lenguajes y el imaginario, me he propuesto destacar que, contra lo que se ha tendido a sostener en la literatura, el antiimperialismo argentino trascendió el discurso culturalista y adquirió un cariz legalista y diplomático. Precisamente por ello en Argentina tendió a desarrollarse un análisis sofisticado de la política exterior y la hegemonía estadounidenses. Según he intentado mostrar, ese análisis estuvo dominado por un nacionalismo territorial reactivo y defensivo inspirado en una visión nostálgica respecto de la disolución del Virreinato del Río de la Plata, en la esperanza de forjar unos Estados Unidos del Sur, liderados por la Argentina, y en la afirmación de un derecho internacional latinoamericano fundado en la idea de una raza latina en clara oposición frente a la Doctrina Monroe y el panamericanismo estadounidenses, lo cual habría de dar lugar un poco más tarde a una idea más articulada de una Unión Latinoamericana, tal como fue planteada por Sáenz Peña.

Aunque su lenguaje nunca adquirió un cariz estrictamente legalista, Ugarte no logró establecer variantes discursivas significativas respecto del imaginario propuesto anteriormente por Quesada y Sáenz Peña. Todos ellos enfatizaron la dimensión racial, el anti-intervencionismo, la nostalgia respecto de una Patria Grande y propugnaron también una Unión Latinoamericana reactiva y defensiva respecto del emergente panamericanismo estadounidense. Antes que un precursor del antiimperialismo juvenil que nació hacia 1918 en el contexto de la Reforma Universitaria, Ugarte debería ser visto ante todo como un popularizador del imaginario antiestadounidense argentino que nació hacia finales del siglo XIX de la mano de las elites patricias gobernantes en el contexto de un orden político conservador. He procurado trazar lo que llamé una genealogía invertida de la formación de un imaginario antiestadounidense en Argentina utilizando a Manuel Ugarte como punto de partida. Siguiendo la trayectoria de Ugarte resulta claro que si él no se hubiera convertido en el principal popularizador argentino del antiimperialismo latinoamericano resultaría muy difícil encontrar hoy en su obra rastros de las ideas de Quesada y Sáenz Peña.






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