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La era de la ecología; El sol de la Tierra1

Homero Aridjis





En 1492 terminó la Edad Media y comenzaron los tiempos modernos. Cinco siglos después concluyen los tiempos modernos y comienza la era de la Ecología, la era de la conciencia planetaria; pues, al borde de una de las crisis naturales más graves de la historia, el hombre regresa a sus orígenes, el hombre vuelve a pensar la Tierra.

Gracias a que Cristóbal Colón buscaba las Indias por el occidente y dio con la isla Guanahaní, entramos a un periodo de descubrimientos geográficos, naturales y culturales que cambiaron definitivamente el concepto del mundo del hombre medieval.

Quinientos años después, los países protagonistas del llamado «descubrimiento de América» apenas han cambiado de bloque. Ya no se les designa como pertenecientes al Viejo y al Nuevo mundos, sino como a miembros del Primer y el Tercer mundos, del Norte y el Sur. El problema que los separa es económico y político; el que los une es ecológico, porque a causa del calentamiento del planeta tanto las islas del mar Mediterráneo como las del Océano Pacífico y el mar Caribe pueden desaparecer bajo las aguas.

Las naciones de estos mundos sufren problemas ambientales básicamente distintos: las del Norte, ya arrasados sus recursos naturales, conocen los efectos de la industrialización sin límites. Las del Sur, con una mal controlada industrialización, padecen la destrucción de sus recursos naturales.

Una cosa es cierta: los bosques de los países del Sur están desapareciendo a un ritmo alarmante, víctimas del insaciable apetito de los del Norte por maderas tropicales, y para hacer lugar al ganado (en el caso de Latinoamérica, un ganado que es quizá descendiente del que llegó por primera vez a estas tierras en el siglo XV), el cual a menudo sirve para proveer de hamburguesas a los sobrealimentados habitantes del Primer Mundo. Sólo en las últimas décadas, 20 millones de hectáreas de selvas latinoamericanas han sido reducidas a pastizales para vacas.

Nuestra flora y fauna desaparecen cada día. Nuestros bosques, desiertos y mares son saqueados en busca de árboles, aves, cocodrilos, tarántulas, monos, cactos, plantas y tortugas marinas, que se convierten a su vez en muebles, mascotas, zapatos, bolsas y trofeos, y en medicinas patentadas en el mundo industrializado. Nada de lo que vuela, repta, nada, anda o crece en la tierra está a salvo de la codicia propia y ajena.

Hace cinco siglos los extranjeros se llevaban oro; ahora pillan las reservas de la biosfera. Pero tampoco nosotros somos inocentes de la depredación de nuestros recursos naturales. Las acusaciones de imperialismo ecológico contra el Primer Mundo son utilizadas con frecuencia por nuestros políticos para justificar planes nacionalistas que arrasan con los ecosistemas que nos quedan. La soberanía es invocada, así como un progreso espurio y efímero, para escudar los crímenes contra la naturaleza. En ocasiones, es preciso que otros defiendan a nuestras especies vegetales y animales de nosotros mismos, porque nuestra avidez en destruirlas no tiene medida.

Posiciones antiecológicas son esgrimidas tanto por gobiernos del Sur como del Norte: gentes o árboles, niños o plantas, empleos o bosques. Conceptos como ecoturismo o desarrollo sustentable son usados como subterfugios para explotar, hasta la devastación, ecosistemas enteros, sin provisión alguna para su mantenimiento o recuperación. En el fondo, muchas veces solamente protegen el derecho a depredar y contaminar.

El evangelio según el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) -el cual dice que mayor riqueza asegura mayor protección ambiental- no está probado. No explica por qué la quinta parte más rica de la población mundial produce 75% de la contaminación global.

Si la riqueza es generada por el derribo de arboledas, por la extinción de especies, por el apresamiento de ríos, entonces, ¿qué medio ambiente va a quedar para ser protegido con esa riqueza cuando vivamos en el desierto biótico?

Por encima de los diferentes niveles de desarrollo entre los países, a medida que nos acercamos al fin del milenio, las fronteras ecológicas se borran cada día más entre el Viejo y el Nuevo Mundo, el Primero y el Tercero, el del Norte y el del Sur.

Víctimas de la masiva extinción de especies serán las mariposas monarcas de Canadá-México y las morsas del mar de Bering, las ballenas y las tortugas marinas, los rinocerontes y el quetzal, los arrecifes y los manglares del Caribe y de Bangladesh. Cinco siglos después del «Encuentro entre dos Mundos», debemos reconocer nuestra interdependencia, la fragilidad de las esferas de la vida, la urgencia de que los países industrializados detengan el uso abusivo de los combustibles fósiles, si ellos esperan que las naciones pobres salven sus árboles.

Es inevitable reconocer que el día de hoy, como hace 500 años, muchas cosas separan nuestros mundos, pero una cosa fuertemente nos une: la de que somos seres humanos y vivimos en un mismo planeta.

Más allá de los intereses nacionales, que ponen los políticos como fronteras retóricas para no comprometerse en una protección honesta de la naturaleza, es incuestionable que los daños que se cometen contra nuestro planeta afectan también a los seres humanos, y si no tomamos medidas para conservarlo debidamente, estamos avanzando hacia un suicidio colectivo. Pues, la destrucción de la capa del ozono, el efecto invernadero, la depredación y contaminación de los ecosistemas marinos y terrestres, y la desaparición acelerada de especies vegetales y animales, anuncian nuestra propia extinción. En estos tiempos, después del colapso de la ideología comunista, un nuevo humanismo recorre el mundo: el de la ecología.

Es un humanismo no en el sentido como se usó en la Italia renacentista para designar el aprendizaje de la cultura clásica greco-latina, sino como el descubrimiento del hombre de una naturaleza en agonía.

Me refiero al humanismo como al ideal de hombres comprometidos en la defensa de las cadenas de la vida, en una época donde la extinción biológica es cosa de todos los días y de todas las horas; en una época en la que el hombre sabe que la Tierra es un organismo vivo y él es su inteligencia, su memoria y su poesía.

Ya en el Congreso Mundial de Escritores del pen Club que se realizó en Maastricht en 1989, los escritores allí reunidos no nos dividimos en bloques ideológicos de confrontación Este-Oeste, como en otros encuentros literarios. Entre las mesas de trabajo y los recitales de poesía, algunos de nosotros hablamos de la desnaturalización de la vida, de la Amazonia y la Lacandonia, del lago Baikal y el lago de Pátzcuaro, de Copsa Mica y Cubatao, de Chabarovice y Katowice, de la ciudad de México y de Atenas, del río Coatzacoalcos y el mar Mediterráneo, de palmeras y elefantes, de tortugas marinas y cactos gigantes.

Nos dijimos allá que, en vísperas del tercer milenio, los últimos años del siglo XX serán decisivos para la conservación de la Tierra. O aprendemos a vivir con la naturaleza o entramos a la destrucción irreversible de los elementos, de las especies y de nosotros mismos. Pues, por un lado se buscan los orígenes de la vida en el espacio, mandando naves costosas y complejas, y por otro lado, destruimos ciegamente la vida en nuestro planeta, como es el caso de la tortuga marina, animal que tiene una memoria biológica de millones de años, y para quitarle su carey, su piel y sus huevos, se le mata por unos cuantos dólares.

Hace unos meses, Vaclav Havel decía que el colapso del comunismo había traído a su fin una era mayor de la humanidad: «La era moderna que había sido dominada por la creencia, expresada en diferentes formas, de que el mundo -y el ser como tal-, era un sistema por completo conocible gobernado por un número finito de leyes universales que el hombre puede captar y racionalmente dirigir para su propio beneficio». Esta era, para él, comenzó en el Renacimiento, estuvo caracterizada por avances rápidos en el conocimiento racional y cognoscitivo. Pero a Havel se le olvidó mencionar que antes y después del colapso de las ideologías totalitarias, ya había surgido un nuevo humanismo global: el de la ecología. Éste es un humanismo que reúne a seres de todas las razas, religiones, lenguas y edades. En su activismo no es violento, y en la defensa de los derechos de la Tierra, defiende el derecho del hombre a vivir en un entorno sano y seguro para él y sus descendientes.

Havel, un sobreviviente del sistema represivo de su propio país, Checoslovaquia, señala que: «Esta era ha creado la primera civilización técnica global, o planetaria, que ha alcanzado el límite de su potencialidad, el punto más allá del cual el abismo comienza. El fin del comunismo es una seria advertencia a toda la humanidad». Aquí yo insisto en lo que falta; que esta civilización técnica ha alcanzado el límite de la destrucción de los ecosistemas terrestres y marinos, que el aniquilamiento de la riqueza biótica del planeta es una seria advertencia para la humanidad, porque no podremos sobrevivir en un mundo en el que los elementos esenciales para la vida -el agua, el aire y el suelo- están contaminados. Un porvenir humano con la destrucción de la capa del ozono, con un cambio climático desastroso, es donde el abismo comienza.

Hemos caído en un periodo histórico donde las guerras serán ecológicas y las catástrofes y las hambrunas el resultado de la depredación del medio ambiente, en un mundo desnaturalizado que no ha sido todavía descrito por ninguna obra de ficción. Pero ese futuro ya no es visión, ese futuro ya está aquí presente, ya lo podemos ver en muchas partes de la Tierra.

A unos cuantos años del fin del segundo milenio, entramos a la era de la Ecología. A una era en la que releeremos la historia del hombre de otro modo, como en estos días interpretamos el «descubrimiento de América» en términos de etnocidio y ecocidio y de intercambios biológicos.

La economía, la política, la ciencia, la técnica, la educación, todas las actividades humanas del futuro tendrán que tener en cuenta al medio ambiente, nuestra relación con la naturaleza tendrá que cambiar, nuestros hijos para vivir en las ciudades o en el campo tendrán que tener presente en todo momento a la Tierra.

No, nosotros, los hombres de este tiempo, no andamos buscando, como dice Vaclav Havel, «nuevas recetas científicas, nuevas ideologías, nuevos sistemas de control, nuevas instituciones, nuevos instrumentos para eliminar las terribles consecuencias de nuestros previos instrumentos, recetas, ideologías, instituciones, sistemas de control». Nosotros andamos buscando algo más urgente, algo más cotidiano, algo menos grandioso pero más esencial, y por ello más difícil de alcanzar: la conservación de la Tierra en la que el hombre ha encontrado vida y maravilla desde que existe y en la que queremos seguir viviendo hasta el fin de la historia.

Los aztecas habían dividido su pasado en cinco soles. Cada nuevo sol que nacía llevaba en su nombre su condición y la forma de su muerte. Según ellos, el Quinto Sol, Nahui-Ollin, el sol de la era que estamos viviendo, va a acabar por terremotos. De sus cenizas, de sus elementos, debe nacer el sol futuro, el Sexto Sol, el Sol de la Tierra.




Derechos de la Tierra y derechos humanos

Si nos referimos a la Tierra no como a un planeta en el universo, sino como a un universo natural en el que la vida humana ha sido posible, entonces podemos decir que los derechos de la Tierra y los derechos humanos están inextricablemente ligados, que una violación de la naturaleza es una violación de la humanidad, porque no hay abuso significativo que se cometa en contra de ella que no afecte eventualmente y adversamente a la especie humana.

Yo me aventuro a decir que para muchos de nosotros la defensa de los derechos de la naturaleza es una defensa implícita de los derechos de los seres humanos. Porque un planeta degradado ecológicamente degrada a la humanidad, puesto que nuestro bienestar físico y moral depende de la salud de nuestro medio ambiente.

A mí me parece claro que aquellos que son responsables del calentamiento global, de la destrucción de la capa del ozono, de la contaminación del aire, suelo y agua, del arrasamiento de los bosques templados y tropicales, de la vertiginosa desaparición de especies de la faz de la Tierra y de la fabricación de armas de destrucción masiva, están amenazando la posibilidad de sobrevivencia de la especie humana. Ellos están, de hecho, violando los derechos de las generaciones presentes y futuras, y, más particularmente, su derecho a la existencia.

Debido a que algunos crímenes cometidos contra la naturaleza tienen repercusiones globales, éstos deben ser vistos como crímenes contra la humanidad. Estos crímenes deben ser traídos ante una Corte Internacional del Medio Ambiente, un tribunal para la persecución de ecocidas, sean éstos países, entidades económicas o individuos. La guerra del Golfo Pérsico, la devastación de la Amazonia, Exxon Valdez, las pruebas nucleares subterráneas o en la atmósfera, y los crímenes menos espectaculares pero más frecuentes que suceden casi todos los días en el mundo, me vienen a la mente.

También creo que puede ser útil la creación de una red internacional de información que alerte a la opinión pública sobre la violación de los derechos humanos relacionados con el medio ambiente, de manera que éstos puedan ser conocidos rápida y globalmente y el apoyo pueda llegar oportunamente a las zonas de conflicto. La mayoría de estos casos no son reportados en los medios de comunicación, quedan impunes o no son conocidos fuera del contexto en el que son perpetrados por funcionarios gubernamentales, empresarios o individuos sin escrúpulos. En la mayoría de los casos, las víctimas pertenecen a grupos indígenas, comunidades campesinas o a los sectores rurales y urbanos pobres en los países del Sur (aunque las violaciones ocurren obviamente también en los países del Norte). Rara vez las víctimas tienen recursos económicos y legales para su defensa y la defensa del hábitat natural en el que viven.

Aunque muchas de las violaciones a los derechos humanos en los países del Sur son consecuencia de la falta de democracia en esos países, éstas también se deben al débil, o ausente, cumplimiento de leyes ambientales específicas, a las cuales, en caso de necesidad, los ciudadanos pueden acudir.

Una de las contradicciones que encontramos más a menudo es aquella en la que, por un lado, los gobiernos llevan a cabo campañas públicas para hacer a los ciudadanos conscientes del valor de las especies vegetales y animales, de los bosques y de los cuerpos de agua de la nación, presentándoselos como parte de su patrimonio natural; pero, por otro lado, cuando esos mismos ciudadanos se organizan y protestan para la defensa de esas especies, esos bosques, esos lagos y ríos, a los cuales a ellos se les ha animado a apreciar y preservar, son reprimidos de la misma manera en que se reprime a los enemigos políticos o a los agitadores sociales. Con frecuencia es necesario defender los ecosistemas de una nación no sólo de los proyectos de empresas particulares, sino de los funcionarios gubernamentales y/o de sus socios en los negocios, lo que hace bastante desigual la lucha entre depredadores y defensores del medio ambiente.

Frecuentemente hemos observado en muchos países del Sur, que detrás de casi cada problema ambiental se encuentran los intereses de un individuo o grupo asociado con el gobierno, y que la destrucción del medio ambiente es causada la mayoría de las veces por individuos o grupos que abusan de su poder político y económico. En muchas instancias, estos grupos invocan beneficios sociales o soberanía nacional para justificar la explotación de los recursos naturales de sus países. Llegan al grado de aducir razones de justicia social legítimas para pillar la naturaleza en su propio beneficio. Casi siempre los únicos beneficiarios de la tala de un bosque, de la construcción de una presa, son ellos mismos, mientras sus compatriotas (campesinos o indígenas) continúan viviendo, después de talado el bosque, después de inundadas sus tierras, en la misma pobreza, solamente que ahora también empobrecidos en su patrimonio natural.

En México, el Grupo de los Cien incesantemente recibe denuncias de ciudadanos de todos los estratos de la sociedad que buscan desesperadamente ayuda para impedir que se corten árboles en la calle donde viven, para asegurar que los bosques en los parques nacionales sean debidamente protegidos, para denunciar los planes de funcionarios para establecer basureros de desechos tóxicos en sus colonias sin su consentimiento, y de gentes que se proponen proteger especies animales que son diezmados por la captura, la cacería, el contrabando, o que, simplemente, son masacrados durante la construcción de proyectos turísticos.

Como si la justicia funcionara al revés, o estuviera del lado de los ecocidas, en la mayor parte de los casos son precisamente los defensores de la naturaleza los que son hostigados, amenazados, multados o encarcelados, mientras los depredadores continúan en libertad para seguir saqueando.

Pienso que si el problema de la democracia no es resuelto en muchos países del Sur, será muy difícil resolver los problemas del medio ambiente. La diferencia entre las leyes escritas y su aplicación en la realidad todavía es muy grande. Además, como en muchas partes el ciudadano carece del derecho a la información y no cuenta con un sistema judicial limpio, es imposible garantizar el derecho a un medio ambiente sano.

No importa el número de decretos o proclamas que sean emitidos por nuestros líderes para proteger el medio ambiente. La práctica de la democracia, como el respeto a la naturaleza, no se aplica por decreto, es una conducta responsable, es una convicción cotidiana, tanto del funcionario como del ciudadano.

Ninguno de los 20 países en el mundo más seriamente afectados por la deforestación está en el Norte: nueve se encuentran en Latinoamérica, siete en Asia y cuatro en África, pruebas palpables de un colonialismo ecológico. Muchos de esos países se hallan gravemente endeudados y sus acreedores se aprovechan de este hecho. A través de los años, el despojo de sus recursos naturales los convertirá en desiertos, no en los desiertos que conocemos, porque esos tienen sus ecosistemas, sino en yermos. Y las utopías del pasado serán las Etiopías del futuro, y, lo peor de todo, sin pagar nunca la deuda.

En el mapa de la Tierra es posible dibujar otro mapa: el mapa de los bosques y selvas que desaparecen delante de nuestros ojos. Y en el mapa de la deforestación y la depredación todavía podemos esbozar otro mapa: el de las gentes amenazadas por la destrucción de su medio ambiente, una geografía donde los grupos indígenas predominan. Tala desenfrenada, ganadería extensiva, agronegocios, esquemas de desarrollo masivo y expulsión forzada de sus tierras, han tenido un impacto devastador sobre estos grupos. Invariablemente, la destrucción de su entorno conlleva también la violación de sus derechos humanos: pierden su hábitat tradicional y sus medios de subsistencia, su sistema social y sus prácticas religiosas, y aun su espiritualidad. ¿No es mucho mejor respetar el derecho de los grupos indígenas a que vivan en sus tierras, en lugar de tenerlos en las megalópolis como refugiados ambientales, sufriendo en su propio cuerpo la degradación ecológica?

Cada año millones de toneladas de desechos radioactivos, químicos orgánicos, líquidos tóxicos, cenizas de incineradores, heces humanas, pinturas y lubricantes son exportadas al Sur por el Norte. Latinoamérica, en particular, se está convirtiendo en el basurero preferido para los residuos peligrosos generados por compañías norteamericanas, canadienses, japonesas y europeas. Estos residuos, importados legal o clandestinamente, a menudo camuflados como materiales «reciclados», contaminan nuestro medio ambiente y ponen en peligro vidas humanas y ecosistemas enteros. Las víctimas son mantenidas en la ignorancia, usualmente, sobre los riesgos potenciales para su salud y sobre el tipo de sustancias que son arrojadas en su entorno. Nosotros tenemos el derecho de no ser el depósito de una basura que no hemos producido ni segregado. Quizá, si estos residuos tuvieran que permanecer in situ o ser tratados cerca del lugar de su manufactura, habría un tremendo incentivo para la reducción tanto de desechos domésticos como industriales. El derecho de no recibir la basura de otros es un corolario de la responsabilidad para disponer de la propia basura de uno.

En los próximos años, cuando hablemos de los derechos humanos estaremos hablando de nuestros derechos elementales a tener un aire y un agua limpios, de los derechos de las mujeres a criar niños libres de plomo, del derecho de cada individuo a tener la información y los medios a su alcance para hacer las decisiones personales necesarias que puedan llevar a la población global a estabilizarse, del derecho de las futuras generaciones a vivir dignamente en un planeta rico en biodiversidad, y de la responsabilidad de cada individuo para hacer esto posible.

Debemos dejar de hacer sofismas sobre incertidumbres científicas y sobre escenarios conflictivos posibles donde sobreviven los seres humanos, de debatir sobre la prescindibilidad de las especies y de argüir sobre el número de cánceres atribuible a la destrucción de la capa del ozono. Debemos hacer un acto de fe y reconocer que nuestro planeta está en grave peligro. Debemos comprender que la mentalidad de business as usual de muchos líderes políticos y económicos del Norte y del Sur, quienes, carentes de una visión global persisten en defender intereses nacionales (y a veces únicamente personales) a corto plazo, no va a asegurarnos que nuestros descendientes puedan gozar un día de sus derechos ambientales y humanos.





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