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ArribaAbajoParte segunda


ArribaAbajoCapítulo I

El otoño había cercenado los días, y el invierno llamaba a la puerta con sus dedos de hielo. Era la hora en que los labradores vuelven a sus casas y aquella en que el sol echa una última y fría mirada a la tierra que abandona.

Venía Perico despacio detrás de su burra, seguido de Melampo, que rivalizaba en gravedad con su anciana amiga y compañera. Ésta aún recordaba con horror la entrada de los franceses, aunque desde entonces habían pasado seis años, porque en aquella ocasión el poner en salvo a sus amas le había costado el más desatinado galope que había dado en su vida. Si hubiese tenido algún ligero tinte de literatura extranjera, como muchos lo tienen hoy, que oyen campanas sin saber quizá dónde suenan, es bien cierto que hubiese sostenido a Melampo que el potro indomado sobre el que ataron a Mazepa era un caracol comparado con ella en esa memorable ocasión. Todavía no había acabado de descansar.

Cuando entraron en la calle, dos hermosos chiquillos volaron al encuentro de Perico. Pero en el momento de llegar, una sonora y solemne campanada anunció la oración. Perico se paró y se quitó el sombrero. La burra y el perro, que por un largo hábito conocían el toque, se pararon igualmente, y los niños quedaron inmóviles.

Cuando su padre hubo concluido las oraciones del misterio de la Anunciación, los niños se acercaron a él y le dijeron.

-La mano, padre.

-Dios os haga buenos -respondió Perico bendiciendo a sus hijos.

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Quien hubiese mirado la ancha y honrada cara de Melampo, que sentado miraba con visible interés esta escena, hubiese leído en ella la palabra «amén».

El niño, que estaba deshaciéndose porque su padre le montase en la burra, le preguntó que por qué era preciso pararse cuando daba la oración.

-¿No te acuerdas -le dijo su hermana Angelita- de lo que dice tu tía Elvira, que cuando toca esta hora, dedicada a la Virgen, se paran nuestros ángeles de la guarda por respeto, y que si entonces anduviéramos, sería solos y sin ellos?

-Verdad es, hermana -respondió Ángel dándole desfachadamente un varazo a la burra sobre la cual le había sentado su padre; varazo del que, por fortuna, ni aun se enteró la paciente.

Seis años habían pasado desde los tristes acontecimientos que hemos referido, los que se habían aun agravado por haber perdido el juicio la infeliz Marcela aquel día que, escondida en el sobrado, había sido testigo de la afrenta de su padre, de la terrible venganza que de ella tomó su hermano, y de la fuga de éste, del que ninguna noticia había habido, y que todos lloraban como muerto, a pesar de que en su amistad a Pedro y su cariño a Elvira buscaban para ellos palabras de una esperanza que no abrigaban sus pechos. El tiempo, no obstante, ese gran disolvente en que se van deshaciendo alegrías y pesares, como en el agua se deshacen así el azúcar como la sal, había hecho estas penas, si no menos amargas, más llevaderas. Sólo que en boca de Pedro, en lugar de sus alegres chanzas y habituales chistes, se oía con frecuencia esta exclamación: ¡Mi pobre hijo!¡Mi pobre hija!

Únicamente Elvira se exceptuaba de esta influencia del tiempo. Íbase desvaneciendo en silencio como aquellas nubecillas del cielo que, en lugar de caer en tierra en ruidosos raudales de lluvia, se van alzando en silencio hasta perderse de vista. Jamás se quejaba; ni el nombre de Ventura, de aquel que ya había mirado como el compañero que la Iglesia le diera, salía de sus labios.

-Un gusano le está royendo la vida -le decía Ana a su hijo Perico-. Vosotros no le veis; pero a mí no se me oculta.

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-Pero, madre -contestaba éste-, ¿dónde veis eso? ¿Se queja acaso?

-No, hijo, no; pero, Perico, «a la hija muda su madre la entiende» -respondió Ana con profundo dolor.

Rita y Perico eran felices, porque Perico labraba la felicidad de ambos con su corazón amante, su genio dulce y su carácter conciliador. Un año después de su casamiento, había dado Rita a luz dos gemelos. En esta ocasión estuvo a la muerte, y debió la vida a la esmerada asistencia de su marido y su familia. Largo tiempo quedó débil y achacosa; pero en el instante en que volvemos a coger el hilo de la narración, estaba del todo restablecida, y las rosas de la salud y de la juventud florecían más bellas y lozanas que nunca en su semblante. Cuando aquella noche estuvieron reunidos:

-Virgen santa -dijo María-, ¡qué espantosa tormenta hubo esta noche! ¡Tanto miedo he tenido, que hasta mi cama temblaba conmigo! Junté todos mis pecados, y se los confesé a Dios. He rezado tanto, que me parece haber despertado a todos los muertos; y en voz alta, porque siempre he oído decir que donde alcanza la voz de la oración, pierde su fuerza el rayo. ¡A los moros! ¡A los moros!, le gritaba a la tormenta. ¡A los moros!, para que se conviertan y tiemblen de la ira de Dios. Sólo al amanecer, cuando vi el arco iris, me consolé, porque él es la señal que dio Dios al hombre de que no le castigaría con otro diluvio. ¡Jesús! ¡Y que no tiemblen los hombres ante estos avisos de Dios!

-¿Y por qué quiere usted, madre, que tiemblen por una cosa que es natural? -dijo Rita.

-¿Natural? -repuso María-. ¿También dirás que lo son la peste y la guerra? ¿Tú sabes lo que es el rayo? Pues a un aperador le oí, que es un «pedazo del aire encendío por la ira de Dios». ¿Y dónde no entra el aire, y dónde no alcanza la ira de Dios? Pues, ¿y el trueno? El trueno, decía un predicador, que es la voz de Dios y su magnificencia, y que hay que temer a Dios, sobre todo cuando truena. Así, hijos míos, no echéis en olvido nunca que una tormenta es el aviso del Señor para recordarnos que Su Majestad consiente, pero no para siempre.

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-Bien venida ha sido el agua, mae María8 -dijo Perico-, que la tierra tenía sed.

-Siempre tiene sed la tierra -opinó Rita-. ¡Ni que fuera borracha!

-Padre -dijo Ángela-, ¿sabe usted lo que cantaba hoy cuando veía correr los frailecitos por los charcos?

Y la niña se puso a cantar:


   Agua, Dios de los cristianos,
que se mojen los sembrados.
A la puerta del mesón
sale la madre de Dios
en un caballito blanco,
alumbrando todo el campo,
campo bendito, campo de Dios.
Que repique, repique la Iglesia mayor.



Ángel, que no se quería dejar ganar la palmeta por su hermana, que era más viva que él, dijo en seguida:

-Padre, y yo cantaba:


   Agua, Dios mío,
con el corazón lo pido;
tened piedad,
que soy chiquito, y pido pan.



-Basta, basta -gritó Rita-, que parecen ustedes dos chicharras; más cansados sois que ranos.

-¿Vamos a jugar a un juego, madre? -dijo el niño.

-Jugad con el rabo del gato -respondió Rita.

-Mae María -dijo la niña-, ¿me quiere usted contar un cuento y le diré la doctrina? Mire usted; los enemigos del alma son tres: demonio, mundo y carne.

-Ese enemigo me gusta a mí -dijo el niño.

-¡Calla, chiquillo! -le dijo su abuela-, que no se trata de la carne de la olla.

-¿Pues de cuál, mae María? -preguntó el niño.

-Por ahora aprende la letra -contestó su abuela-, que cuando tus alcances te lo permitan, aplicarás lo aprendido.   —53→   Por lo pronto, sépase que tu carne, es decir, tus apetitos, te llevan a ser tan goloso como eres, y que la gula es pecado mortal.

-Siete son éstos -saltó diciendo la niña, y los recitó.

-Yo, mae María -dijo Ángel-, sé las tres Personas. El Padre, que es Dios; el Hijo, que es Dios, y el Espíritu Santo, que es paloma.

-¡Qué rudo es! -exclamó su madre.

-Hija -opinó María-, nadie nace enseñado. Niño -añadió-, la paloma es un símbolo. El Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo.

Tirando cada niño a su abuela hacia sí a medida que hablaban:

-Yo sé los Mandamientos de Dios -dijo el uno.

-Yo los de la Iglesia -dijo el otro.

-Yo los Sacramentos.

-Yo los dones del Espíritu Santo.

-Yo...

-Basta y sobra -dijo Rita-; van ustedes a recitar toda la doctrina; ¿acaso estamos en una amiga?... ¡Pues está buena la diversión!

-¿Es posible -dijo con dolor María, que había estado en sus glorias oyendo a los niños-, es posible, Rita, que no te guste oír la palabra de Dios, y que no te enajene en la boca de tus hijitos? Me acuerdo que la primera vez que me dijiste entero el Padrenuestro, me eché a llorar a lágrima viva.

-Ya -respondió la hija-, si es usted capaz de llorar en un fandango.

La pobre madre no respondió, sino que volviéndose a los niños, les dijo:

-Estoy tan contenta con ustedes por lo bien que saben la doctrina, que les voy a contar lo más bonito que sé.

Los niños se sentaron en la tarima de la copa frente a su abuela, la que empezó así su relato.

-Cuando el ángel previno al santo patriarca José que huyese a Egipto, tomó el santo su borriquito en que sentó a la Madre y al Hijo, y se pusieron a caminar por selvas y matorrales.

«Estando en lo más intrincado de un bosque, la Señora tuvo miedo, porque el camino era muy lóbrego y solo, y al llegar   —54→   a una cueva salieron de ella, y se arrojaron sobre la Sacra Familia, una cuadrilla de ladrones. Ya iban a bajar la Madre y el Hijo del jumento; pero al acercarse a ellos el capitán, que se llamaba Dimas, miró al niño, y al mirarlo sintió un golpe en su corazón y volviéndose a sus compañeros, les dijo: 'El que toque siquiera al pelo de la ropa de esa Señora y de ese niño, habérselas ha conmigo', y volviéndose a los Santos Esposos, les dijo: 'La noche está al caer, y viene borrascosa. Venid conmigo, y os hospedaré'. Y así sucedió. Y el bandolero les dio de comer y de beber; y los Santos Esposos admitieron lo ofrecido, puesto que Dios admite todos los sufragios de los buenos como de los malos; y así nunca dejéis de rogar, aunque por desgracia estuvieseis en pecado mortal. Por eso cuando andando el tiempo fue preso y condenado a muerte el bandolero, halló misericordia y se arrepintió en la muerte de cruz, que le sirvió de expiación, como al Señor de sacrificio, se hizo cristiano, y fue el primero entre todos que entró en la gloria, según se la prometió Cristo vertiendo su sangre por él».

Oíase entretanto bramar el viento en largos aullidos; las puertas se zamarreaban movidas de una fuerza invisible, y el viejo naranjo murmuraba en el patio, como si reconviniese al viento porque turbaba su calma.

-Vaya -dijo Perico-, que no va a quedar ortiga en el suelo.

-¡Y qué llover! -añadió Pedro-; se desgajan las nubes, el río se paseará por el campo.

-¿Has visto -dijo Ángela a su hermano- cómo corrían las nubes esta tarde, que parecían galgos?

-Sí -respondió el niño-. ¿Y dónde iban?

-A la mar, por agua.

-¿Tanta agua hay en el mar?

-¡Jesús! Y más que en la alberca de tío Pedro.

-La voz del viento me parece -dijo María- la voz del mal espíritu: trae miedo de la mano.

-De todo tiene miedo mi madre -observó Rita-; no sé, señora, cuándo descansará su corazón. -Oye, desmadejado -prosiguió, empujando al niño, que se había apoyado en ella-, sostente sobre lo que has comido.

El niño, medio dormido, perdió el equilibrio. Elvira dio un grito; Perico se arrojó a él, y le cogió en sus brazos. La   —55→   caña de hilar se escapó de las manos de Ana, que la recogió sin decir palabra.

-Si alguna vez los pierdes -dijo Pedro con indignación-, no los llorarás como yo al mío: esa ventaja me llevas.

-Sus prontos, sus prontos, que me tienen frita -dijo María fatigada, disculpando lo mucho y disculpando lo poco.

-Conque, mae María -se apresuró a decir Perico-, a todo le teméis: ¿y a las brujas?

-No, eso no, hijo mío -respondió su suegra-; la doctrina prohíbe creer en brujas y hechicerías. Le temo a las cosas que Dios permite para castigar a los hombres, y sobre todo si son sobrenaturales.

-¿Acaso las hay? ¿Habéis visto alguna? -preguntó Rita.

-¿Que si las hay? -respondió María-. ¿Y tú lo dudas?

-Pues ya se ve.

-Conque, ¿niegas que hay cosas extraordinarias?

-Eso no; una de ellas es el día que no me echáis un sermón; pero sobrenaturales no creo que las haya. Soy como Santo Tomás.

-¡Pues glóriate de ello! ¡Lástima es que no digas también que eres como San Pedro, en lo que faltó!

-Pero ¿usted ha visto algo que lo sea, señora?, sino que tiene usted unas tragaderas como un tiburón.

-Lo mismo que si lo hubiese visto para el caso -repuso María.

-Tía, ¿qué fue? -preguntó Elvira.

-Hija -contestó la buena anciana, dirigiéndose a su sobrina-: en primer lugar, lo que le acaeció a la condesa de Villaorán, que su señoría misma me lo contó cuando estábamos de capataces en su hacienda de Quintos. Tenía la señora la piadosa costumbre de mandar decir una misa por los reos, al propio tiempo que los estaban ajusticiando. Cuando andaba por esos mundos el afamado Vellico cometiendo tanta iniquidad, se dejó decir la señora que si a ése le cogían, no le mandaría decir la misa como a otros reos; y así fue. Cuando le ajusticiaron, no le mandó decir la misa. A poco, una noche, fue despertada por una voz lastimera que, cerca de su cabecera, la llamó por su nombre.

»Sentóse azorada sobre su cama, pero no vio a nadie, aunque ardía la lámpara sobre el velador. En seguida, a la misma voz, más lastimera aún, la oyó en el patio llamarla,   —56→   y antes que en sí volviese de su estupor, por tercera vez, y como un suspiro, fue invocado su nombre.

»Llama la señora a voces, acuden todos los de la casa, la hallan aterrada, despavorida; nadie, sino ella, había oído la voz.9

»Al día siguiente, apenas ardían las luces en los altares, cuando se estaba diciendo una misa por el alma del ajusticiado, y la condesa, postrada ante el altar, oraba con fervor y arrepentida, pues la clemencia de Dios, que no es la de los hombres, a nadie deja fuera. Y ahora, ¿qué dices, Rita?».

Estaban todos tan conmovidos con la relación de María que, cual una escarcha sobre flores, cayó la respuesta de Rita, que dijo bostezando:

-Me parece que lo soñaría.

-¡Caramba, caramba, y qué incredulidad! -exclamó el tío Pedro-. Esa Rita va a acabar como ese «Lutero», que dicen los predicadores que se separó de la Iglesia.

-¡Ave María, Pedro! No diga usted eso -exclamó María-, ni por ponderar... ¡Jesús! Diga usted qué «terquedad», pues sólo lo dice por irme a la contra10.

Un ruido que se oyó hacia la puerta del patio que daba al corral selló de repente los labios de María.

-¡Jesús! ¿Qué es eso? -dijo.

-Nada, mae María -respondió Perico riéndose-: ¿qué había de ser? El viento que anda moviéndolo todo esta noche.

-Madre -dijo Ángela-, tómeme usted en sus faldas como padre a Ángel, que tengo miedo.

-¡Pues eso faltaba! -respondió Rita, que estaba de mal talante-. ¡Anda! Siéntate en la falda de un perro y no vuelvas hasta que traigas nietos.

-Yo quisiera saber -dijo Pedro después de un rato- si los que se burlan de lo que los demás temen nunca han experimentado lo que es asombro.

-Perico, Perico -dijo María con angustia-, algo suena en el patio.

-Mae María -respondió éste-: estáis asustada y os sobrecogéis: ¿no oís que son las canales?

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-Yo, por mi parte -prosiguió Pedro como ensimismado y con voz apagada-, desde que hubo mancha de sangre en mi casa...

-¡Pedro, Pedro! ¿Volveremos a las de siempre? ¿Os vais a entristecer? ¿Qué sirve volver sobre lo pasado y lo que no tiene remedio? -dijo Ana.

-Es, Ana -contestó Pedro-, que lo que yo padezco, a veces me abruma, y me tengo que desahogar. Solo, solo como me he quedado en mi casa, ¡se me cae encima!, ¡y créanlo ustedes, que muchas noches, cuando todo calla y el sueño me huye, lo he visto, sí, lo he visto, a aquel granadero que mi hijo mató; lo he visto, tal cual lo vi vivo, con su capote ceniza, su gorra de pelo, salir del pozo en que fue echado, y venirse al cuarto en que fue muerto, a buscar las manchas de su sangre! Lo veo ante mis ojos, alto, inmóvil, terrible.

En este momento se abrió la puerta, y una figura alta, inmóvil, terrible, con un capote ceniza y una gorra de granadero apareció en el quicio.

Aterrados todos, quedan sin voz y sin movimiento.

-¡Jesús nos valga! -exclamó María.

Ángel se abalanza al seno de su padre, Ángela en las faldas de su abuela.

-¡Ventura! -murmuró Elvira cerrando los ojos y dejando caer su cabeza sobre el pecho de su madre.

Melampo se deshacía en fiestas.

Habíanle reconocido a un mismo tiempo la mujer, para la que no había olvido, y el perro, para quien no existe la infidelidad.

Levantóse con el ímpetu del rayo Pedro, y el anciano hubiese caído, no pudiendo sostenerse, si Ventura, que había tirado su gorra y su capote, no se hubiese arrojado y sostenídolo en sus brazos. Más fácil es de comprender que no de pintar la escena que siguió, escena de confusión, de palabras y exclamaciones sueltas de gozo y de sorpresa, de fervorosas gracias al cielo y de lágrimas.

Cuando Ventura pudo desasirse de los brazos de su padre, los que no querían desprenderse del cuello de aquel hijo, que aún no podía persuadirse que estrechaba en ellos, fijó sus ojos en Elvira a la que su madre sostenía y hacía oler un pañuelo empapado en vinagre; pero ya no era la Elvira que él había dejado a su partida. Pálida, delgada,   —58→   desemejada, parecía haber empezado ya a separarse de la vida. Los brillantes ojos de Ventura se dulcificaron y entristecieron con una profunda expresión de lástima, y con la franca sinceridad del hombre de campo, le dijo:

-¿Has estado mala, Elvira? Pareces otra.

-¡Ahora, ahora se mejorará, por vida de chápiro! -exclamó Pedro, en quien la alegría despertaba su antiguo genio festivo y zumbón-. Tu ausencia, Ventura, la tiene así; el no saber de ti. ¡Y no es para menos! ¿Por qué, criatura de Dios, no has mandado una carta y hecho saber de ti?

- ¡Pues mi sargento me escribió lo menos seis! -exclamó Ventura-; además he estado en Francia, he estado prisionero; todo eso es largo de contar... Pero ¡qué buena estás tú, Rita! -dijo mirando a ésta, que desde que entró Ventura no había apartado la vista del gallardo joven, a quien los bigotes, el uniforme y porte militar sentaban soberbiamente-; ¡vaya que estás hecha una real moza! ¡La buena vida que te da Perico! Perico, ¿y tú? ¿Siempre cavando? ¿Esos son vuestros hijos? ¡Qué hermosos! Dios los guarde. Ea, ¡acercaos, que no soy francés ni el cancón!

Sentóse Ventura para acariciar a los niños.

En ese instante, arrimándose María por detrás, cogió su cabeza entre las manos y cubrióla de besos y lágrimas.

-Tía María -decía entretanto Ventura-, ¡lo que habéis rezado por mí! ¡Jesús! Apostaría que habéis hecho más de cien novenas y más de mil promesas.

-Sí, hijo mío, sí, y mañana vendo mi mejor gallina para mandarle decir a Santa Ana la misa que le tengo ofrecida.

-Tía Ana es la que nada me dice -observó Ventura-: ¿no se alegra usted de verme, señora?

-Sí, hijo, sí -repuso Ana-; atendía a mi Elvira. Sólo Dios sabe lo que me alegro de tu vuelta -prosiguió observando el pálido semblante de su hija-, y cuántas gracias le doy por ella, si es para bien.

-¡No, que no! -exclamó Pedro-; para bien de todos, menos de mis chotos y de vuestros pollos, que van a espichar dentro de un mes, el tiempo preciso de correrse las amonestaciones.

-No seáis tan súpito -respondió Ana sonriéndose-; una boda, compadre, no es un buñuelo que se echa a freír.

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-¡Ea! Cada mochuelo a su olivo -dijo Pedro levantándose después de un rato-. Señores, una reja hay en la calle que no quiere ya estar sola.

-Esta noche, tío Pedro, se fueron las tristezas con el francés al fondo del pozo, y ni él ni ellas volverán a salir -dijo Rita riéndose.

-Amén, amén. Así lo espero -respondió el buen anciano.




ArribaAbajoCapítulo II

Al reunirse a la noche siguiente, trajo Ventura consigo un perrito de aguas negro, que se llamaba Tambor. Nunca, jamás por jamás, se había dado que un perro extraño se hubiese introducido en aquellas veladas. Así es que, apenas entró coleando, bien lavado, bien pelado y con todo el desembarazo de un pulido elegante, cuando Melampo, que tenía en poco esos méritos y en muy escasa estima los paseantes en cortes, le embistió de fuerte y feo, y lo dejó aplastado con una de sus patazas, pero sin tener por eso la idea ambiciosa de afectar la actitud ni el aire del león de Waterloo.

En vano le pegaba Perico, en vano le daba de puntapiés Ventura, en vano le tiraba Pedro el sombrero y le gritaban las mujeres; Melampo estaba ofuscado, había perdido su acostumbrada moderación y docilidad. ¡Quién lo hubiese creído! Se emancipaba. Sólo cuando Ángel se echó sobre él, le pasó los bracitos al cuello y le gritó al oído: «Pícaro, vete a tu rincón», soltó Melampo su presa y obedeció, retirándose cabizbajo, como avergonzado de haber vencido a un inferior. Allí se acostó, volviendo la cara a la pared para no ser testigo de los halagos que recibía y de las habilidades que sabía hacer un perro de pelo rizado, pelado, con pulseras y hopo, que le chocaba altamente.

-En primer lugar -dijo Perico-, ¿me querrás explicar, Ventura, cómo te apareciste ayer aquí, como llovido del cielo, sin que nadie te abriese la puerta?

-Pues mira que es fácil de acertar -contestó Ventura-. Cuando llegué, me fui a casa; la tía Curra, a quien mi padre   —60→   da una vivienda para que le cuide, me abrió, y para estar aquí más presto y cogeros descuidados, salté por encima de la tapia del corral, como hacía cuando chiquillo.

-Bien decía yo anoche -observó María- que oía la puerta del corral y andar en el patio.

-Ahora -dijo Perico- cuéntanos lo que te ha pasado. ¿Has sido herido?

-¿Si ha sido herido? -respondió el tío Pedro-; miradle el pecho, y veréis el hoyo que le hace la cicatriz de una bala que recibió en él, y que no lo dejó en el sitio gracias a este botón; miradlo hundido y hecho como una cazoleta11 que le amortiguó la fuerza. Mirad su brazo, mirad la herida...

-¡Y qué, padre -interrumpió Ventura-, si ya están curadas!

»-Cuando huí -prosiguió- tiré río abajo, llegué a Sanlúcar, y me embarqué para Cádiz. Allí me entré en el regimiento de Guardias, mandado por el duque del Infantado. Trabé amistad con un soldado distinguido, de buena casa, y nos queríamos como hermanos. A poco nos embarcamos para Tarifa, con el fin de que tomásemos a los franceses por la espalda, cuando los atacasen los ingleses de frente, de lo que resultó la batalla de la Barrosa, en que se huyeron los franceses a Jerez, y nos apoderamos de su campamento.

»-¿Vamos -le dije yo a mi amigo en medio de la pelea-, vamos a quitarle a aquel francés ese águila que levanta tan erguida, y que me está dando en ojo? ¿Vamos? -dijo-, y sin encomendarnos a Dios ni al diablo, dimos sobre el porta, y mi compañero lo mató y quitó el avechucho.

»Pero a un volver de cabeza nos hallamos rodeados de franceses que querían el milano. Pero acá dijimos: de eso no ha de haber nada, camaradas; lo que es el pájaro cayó en la jaula y no ha de salir, más que viniese Pepe Botellas12 o «Napoladrón» en persona por él.

»Lo pusimos contra un acebuche, nosotros delante, y dijimos: ahora, venid por él... ¡Y vinieron! (Porque arrojados son esos demonios, más que sea por una mala causa). Mataron a mi pobre amigo, y también me hubiesen matado a   —61→   mí, claro es, porque eran muchos. ¡Lo que yo sentía era el pájaro! Pero estaba de Dios que ése ya no había de cantar en francés el Mambrú, porque vinieron los nuestros y los echaron. ¡Pero malparado me dejaron, cristianos!, que yo no sabía que tenía tanta sangre en mi cuerpo. Me llevaron con mi águila ante el coronel, que me dijo me había portado bien y que se me daría la cruz de San Fernando por haber cogido el aguilucho. -No le cogí yo, mi coronel -le dije-, sino mi amigo el distinguido, el que ha muerto... Y perdí el sentido13. Cuando volví en mí, me hallé en el hospital. De la cruz no había nada».

-Tu culpa fue -dijo Rita-. ¿Por qué le dijiste al coronel que no habías sido tú?

Ventura miró a Rita como si no comprendiese lo que decía.

-Hiciste lo que debiste -dijo Pedro-. Prosigue.

Una lágrima corrió por las mejillas de Elvira.

«Apenas convalecí, nos embarcaron para Huelva, y me hallé en la batalla de la Albuera contra la división del mariscal Soult. Poco después me hicieron prisionero, pude escapar, y me incorporé al ejército de Granada, que mandaba el duque del Parque, con el que seguí persiguiendo a los enemigos hasta pasar los Pirineos. Volví luego a Madrid, donde he estado, hasta que por fin me han dado mi licencia».

-¡Jesús, Ventura -dijo María admirada-, has corrido más mundo que las cigüeñas!

-Yo no -respondió Ventura-, pero conocí a uno, ese sí; había estado con el general la Romana allá en el Norte, en donde se cubre la tierra con un manto tan espeso de nieve, que a veces se entierran en él las gentes.

-¡María Santísima! -dijo María estremecida.

-Pero son buenas gentes; allá no se conoce la navaja.

-¡Dios los bendiga! -exclamó María.

-En aquella tierra no hay aceite, y comen pan negro.

-Mala tierra para mí -observó Ana-; pues yo siempre he de comer del mejor pan, aunque no coma otra cosa.

-¡Qué gazpachos saldrán con pan negro y sin aceite! -dijo María horrorizada.

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-No comen gazpacho -replicó Ventura.

-Pues ¿qué comen?

-Comen patatas y leche -contestó Ventura.

-Buen provecho, y salud para el pecho.

-Lo peor es, tía María, que en toda aquella tierra no hay ni frailes ni monjas.

-¿Qué me dices, hijo? -exclamó ésta.

-Lo que usted oye; hay pocas iglesias, y éstas parecen hospitales robados, sin capillas, sin altares, sin efigies y sin Santísimo.

-¡Jesús, María! -exclamaron todos menos María, que de espanto se quedó hecha estatua. Pero de ahí a un rato, cruzando sus manos con gozoso fervor, exclamó:

-¡Ay mi sol! ¡Ay mi pan blanco, mi iglesia, mi Madre Santísima, mi tierra, mi fe y mi Dios Sacramentado! Dichosa mil veces yo, que he nacido, y mediante la misericordia divina he de morir en ella. Gracias a Dios que no fuiste a esa tierra, hijo mío. ¡Tierra de herejes! ¡Qué espanto!

-¿Acaso eso se pega como la sarna, madre? -preguntó Rita con burla.

-No digo eso, Dios me libre -respondió la buena María-; pero...

-Todo se pega menos lo bonito -dijo Pedro-, y mejor se está uno en su tierra. Mis manos pongo a que nada de bueno nos traen los que hayan ido por allá.

-¡Qué no pasan los pobres militares! -dijo Elvira.

-Por eso será que les he tenido siempre tanta afición -añadió María-; por eso y porque defienden la fe de Cristo. Así, he sido siempre muy devota de San Fernando, ese piadoso y valiente caudillo. En mi sala tengo al santo en su marco, y alrededor, en la pared, le tengo pegados soldaditos de papel, pensando le agradará eso al santo, que toda su vida se vio rodeado de ellos. Cuando Rita sería como de doce años, fui a Sevilla, y ella me dio un real para mercarle un peinecillo. Pasé por la tienda de un viejecito, que tenía puesto a la vista un pliego de soldaditos. ¡Qué guardia para mi santo! -pensé-; pero se me habían acabado los cuartos. No me quedaba sino el real de Rita; un real valía el pliego. Anda -dije para mí-, más vale que le falte a Rita esa monería que a mi santo su guardia, y se los merqué.

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»A Rita le dije que no me había alcanzado el dinero y no mentía. Al día siguiente, cuando los saqué para pegarlos alrededor de la lámina del rey, entró Rita.

»-¿Conque ha tenido usted -me dijo- dinero para esa porquería de soldados de papel, y le faltó para mi peinecillo?

»Diciendo esto, me los quitó de las manos para tirarlos por la ventana.

»-¡Chiquilla -le grité-, mira que con los soldados me tiras el corazón a la calle!

-Más os valiera -dijo Pedro- que le hubieseis señalado los dedos algunas veces.

-¿Quién acierta con usted, tío Pedro? -preguntó Rita-. Mi madre la erró en no castigar a su hija, y la yerro yo por no mimar a los míos.

-Hija -contestó Pedro-, ni «arre» que corra, ni «so» que se pare.

-Pero ya que quiere usted tanto a los soldados, madre -prosiguió Rita-, ¿por qué puso usted tanto empeño en librar a su sobrino Miguel?

-Quiero a los soldados por lo mismo que padecen y pasan mucho, y por eso quise librar a mi sobrino -contestó María.

-¡Que me reí entonces! -prosiguió Rita dirigiéndose a Ventura-. Encendió su merced luces a todos los santos durante el sorteo; como no tenía candeleros, pegó caracoles vacíos a la pared con cal y arena, les metió una torcida, y echó aceite y se puso a rezar. En esto llegó la madre de Miguel, y le dijo que su hijo había salido soldado. Mi madre, al oírla, apagó las luces como si les dijese a los santos: «Quedaos a oscuras, que no os necesito ya».

-¡Qué cosas dices, Rita! -respondió la buena María-. ¡No quiera Dios juzgar así los corazones!... Me resigné, hija, me resigné, pues Dios había hecho ver su voluntad... ¡y cuando Dios no quiere, santos no pueden!



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ArribaAbajoCapítulo III

El gozo de Elvira fue tan corto como había sido vivo. ¿Qué puede escaparse a los ojos de la que ama? ¿No es sabido que hay cosas que, cual el viento de Guadarrama, son casi un soplo y matan? Sin que Rita ni Ventura se hubiesen aún dado cuenta a sí mismos de la mutua seducción que uno sobre otro ejercían, Elvira ofrecía a Dios por segunda vez los dolores de su perdido amor, esta vez, empero, sin remota esperanza. Miraba la paciente y prudente Elvira un rompimiento como señal precisa de alguna catástrofe, y seguía como una mártir, recibiendo, sin atreverse a rechazarlas, las frías muestras de un amor pálido y débil como ella, que se desvanecía a la viva llama de otro nuevo, que chispeaba, ya activo, brillante y bello, como lo era el objeto que lo inspiraba. Hacíanse las visitas en la reja, cada noche más cortas y más frías. No había ocasión en que un gesto, una mirada, un dicho, no pusiese en contacto directo a esos dos seres que, cual la mariposa, se complacían en acercarse a la llama por un impulso instintivo del que se dejaban arrastrar sin definirlo, y al que aún nada contrarrestaba; porque el que una mujer casada olvidase sus deberes, el que un novio dejase de amar a los suyos, es cosa casi del todo desconocida en los pueblos; pero para la familia cuya historia contamos, era increíble, al punto de mirarla como imposible. Mas Rita no conocía freno, y la vida militar había sido para Ventura mala escuela de costumbres. Una mañana le dijo Perico a Elvira, antes de marchar al campo, al hallarla sentada en el patio:

-Hermana, aquí tienes dinero para comprarte ropa de color; has cumplido el hábito de Dolores, que ofreciste llevar hasta la vuelta de Ventura; quiero ya ver tu cara, tu vestido, todo alegre en ti.

Elvira contestó, comprimiendo a duras penas sus lágrimas:

-Guarda tu dinero, hermano; cada día me siento peor; más vale que piense en ponerme bien con Dios que no en vestidos de boda, y que no mude los colores que me han de cubrir en la caja.

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-No digas eso, hermana -exclamó Perico-, que me partes el corazón; ya es un hábito en ti el pensar triste. Cuando con Ventura seas feliz, como Rita y yo; cuando tengas dos hijos como estos nuestros, que te alegren, ahuyentarás tus aprensiones. Venid -añadió cogiendo a los niños-, venid a entretener a vuestra tía.

Elvira siguió con la vista a su hermano, desgarrándose su corazón en un dolor tan angustioso y profundo cuanto que lo comprimía, pareciéndole una queja de ella un imprudente grito de alarma a un mal sin remedio.

-Tía -dijo Ángel-, no hay forma de que se quede Melampo cuando sale padre.

-Hace lo que debe, como un buen perro que es -respondió Elvira.

-¿Y por qué se llama Melampo? -siguió preguntando el niño, con ese afán de preguntar de los niños que los mayores ridiculizan en lugar de respetarlo y fomentarlo.

-Se llama así -respondió la buena Elvira- porque es el nombre de uno de los perros que fueron a Belén con los pastores a ver al recién nacido; tres fueron: Melampo, Cubilón y Lobina, y los perros que llevan estos nombres nunca rabian.

-Tía -exclamó Ángela, corriendo tras de un pajarillo-: no he podido coger a esa golondrina.

-No es golondrina -dijo su tía-; ésas no vienen hasta la primavera, y a éstas nunca las cojas ni hagas daño.

-¿Por qué, tía?

-Porque son amigas del hombre, confían en él y hacen su nido bajo su techo. También fueron ellas las que sacaron las espinas de la corona del Salvador, cuando pendía de la Cruz.

En este momento dio Ángel una caída y se echó a llorar. Salió Rita impetuosamente de su habitación, y cogiéndolo en brazos:

-¿Qué te has hecho? ¿Qué tienes, gloria de tu madre?

Y limpiándole con su delantal la cara, que tenía sucia:

-¿Qué tienes -prosiguió- cara de Dios llena de basura? Bendito sean estos ojos, esta boquita, estas manitas.

Y chillándolo y cubriéndolo de apasionados cariños, se lo llevó, así como a su hermana, en casa de su madre, y volviendo en seguida, se fue al corral a lavar.

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Ya se ha dicho que el corral, contiguo al de la casa de Pedro, estaba separado de éste por una tapia de poca altura.

Rita, según la costumbre del país, se puso a cantar.

Entre las gentes del pueblo de Andalucía, cada cual tiene en su memoria tal archivo de coplas y tan variadas en sus conceptos, que sería difícil se viese una cosa que se quisiese expresar y no se hallase en una copla el modo de hacerlo.

Una hermosa voz, bien modulada y clara, la contestó desde el corral vecino, entablándose así un coloquio cantado, el que concluyó la voz de hombre con esta copla, que indica las alas que las anteriores habían dado a sus deseos:


Lograr es lo que intento
   no perder tiempo,
ni dar suspiro al aire
    ni queja al viento.



Entretanto, estaba Elvira cosiendo al lado de su madre, y su semblante, suave y sereno, no acusaba el dolor y angustia de su corazón; y no obstante, Ana la miraba con sus penetrantes ojos de madre, y se decía: ¿Serán fallidas las esperanza que puse en la vuelta de Ventura? ¿La querrá Dios para sí?

Entraron en esto los niños desatentados.

-¡Mae Ana, tía Elvira! -gritaron-; tío Pedro nos ha dicho que esta noche ha parido la burra, y que está en la cuadra con el rucho. Acá no lo sabíamos. Vamos a verlo; vamos a verlo.

Y tirando a su abuela el uno, y de su tía el otro, se dirigieron al corral, y abrieron de golpe la puerta de par en par.

¡Qué puñal de dos filos para Ana, la mujer honrada, la amante madre! Ventura estaba junto a Rita.

Pronto, como el rayo, puso Ventura el pie sobre la rueda de una carreta, arrimada a la tapia, y desapareció.

Rita, enrabiada, siguió lavando, y con sin igual descaro se puso a cantar:


Quien tuviera la dicha
    de Adán y Eva,
que jamás conocieron
    suegro ni suegra.



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Los niños habían corrido, sin detenerse, a la cuadra. Ana se llevó a su hija, casi exánime, a su habitación, y allí, sobre el seno de su madre, para quien ya no se ocultaba la causa de su dolor, reventó en sollozos.

-¡Y tú lo sabías -le decía su madre-, callada mártir de la prudencia! Llora, pues, ya; llora, que las lágrimas son como la sangre que se vierte por las heridas: las hace menos mortales. Yo sabía lo que ella era, y a él se lo avisé. Sabía que la reprobación pesa sobre la unión de la propia sangre, y se lo anuncié. No quiso escucharme. Mejor hubiese sido el dejarlo ir a la guerra. Pero el corazón yerra como yerra el entendimiento.

Entretanto, la mujer descocada seguía cantando:


De suegras y cuñadas
    va un carro lleno;
¡que lindo cargamento
    para el infierno!






ArribaAbajoCapítulo IV

Después de una noche de angustias y desvelos se levantó Ana, al parecer más tranquila, abrigando alguna esperanza en la determinación que había tomado de hablar a Rita, y mostrándole el precipicio al que ciega corría, persuadirla a14 retroceder.

Tenía Ana una dignidad que hubiese impuesto a todo aquel en quien la noble calidad de respetar no hubiese estado sofocada por el orgullo, que ha sido siempre el peor de los enemigos del hombre; porque cual ningún otro es osado, cual ningún otro levanta la frente ante la virtud; cual ningún otro se planta y señorea; cual ningún otro esconde su perversidad bajo buenas formas, y cual ningún otro falsea las ideas y condena y califica de servilismo al respeto, ese santo sentimiento que entró en el mundo con la primera bendición de Dios. Quiere el orgullo a veces erigirse en dignidad; pero no lo consigue jamás. Porque la dignidad, al contrario del orgullo, no se alza a costa ajena, sino que deja y mantiene cada cosa en su lugar, siendo su actitud aún   —68→   más noble cuando honra que cuando es honrada. La dignidad no la dan el puesto, el saber, la riqueza, ni, menos que nada, la soberbia. Ella es el sencillo reflejo de un alma elevada que siente su fuerza. Es natural, como el sonrosado de la robustez, y no postiza, como el rojo de los afeites.

Pero hay entes que se sobreponen a todo, y descansan con un aplomo portentoso sobre una base falsa y labrada en vago, ostentando una intrepidez y una arrogancia que no tienen los que se apoyan en la firme roca de la infalible justicia y de la eterna verdad. Rita era de estos seres que pisan con firme paso y frente serena una senda torcida.

El buen sentido de las gentes del campo, que sienten profundamente cuanto hemos dicho, comprendía el carácter de ambas mujeres, y lo definía mejor en su incisivo laconismo cuando, hablando de Ana, decían: la tía Ana enseña, sin hablar, la ley de Dios. Y de Rita: ésa no teme ni a Dios ni al diablo.

Rita estaba cosiendo cuando entró Ana. Echó ésta pausadamente el cerrojo a la puerta y se sentó enfrente de su nuera.

-Ya sabes, Rita -le dijo con calma-, que nunca fui gustosa en tu boda.

-¿Y venís a que os dé las gracias? -contestó Rita con descaro.

Ana, sin atender, prosiguió:

-Yo te tenía calada.

-No es menester ser zahorí para eso -repuso Rita-; yo soy de par en par y todo claro; digo lo que pienso y como lo pienso.

-No es lo malo que digas lo que piensas; lo malo es que pienses lo que dices.

-Ya se ve; más me valiera hacerme «la zorrita muerta, el agua mansita», como otras, que parecen copitos de nieve y son granitos de sal.

Éste era un tiro contra Elvira, que Ana recibió de lleno, pero del que no hizo caso, y prosiguió:

-Pues me engañé; no te había calado toda.

-Vamos allá -dijo Rita-; hoy hay chubasco.

-Nunca pensé -prosiguió Ana- que llegase el caso que ha llegado.

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-Ya escampa y llueven chuzos -dijo Rita con aire socarrón, y siguió cosiendo como si tal cosa.

-Puesto -prosiguió Ana- que no te arredra engañar a mi hijo...

-Hola, ¿ésas tenemos? -dijo Rita con frescura.

-¡Y matarme a mi pobre hija!...

-¡Acabáramos! -repuso Rita-; ahí está el busilis; porque Ventura no se quiere casar con una «espichada», que para salir tiene que pedir licencia al enterrador, ¡lo he de pagar yo! Y eso, sólo porque él tiene el genio alegre y le gusta más bromearse conmigo, que lo tengo también, que no beber con ella agua de malvavisco. ¿Lo puedo yo remediar?

Ana dejó a Rita concluir, sin que su semblante mostrase otra alteración que una mortal palidez.

-Rita -le dijo después que ésta hubo acabado de hablar-, una mujer no se amanceba impunemente.

-¿Qué decís? -exclamó Rita, poniéndose en pie y tirando la costura, con las mejillas y los ojos encendidos-: ¿qué habéis dicho, señora? ¿Amancebada yo? ¡Pues no es nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano! ¡Amancebada! ¡Amancebada! Siempre me habéis querido mal; como suegra al fin, y mala suegra; pero yo no sabía que los que se comen los santos levantasen tales testimonios.

-No digo que lo estés -repuso Ana en el mismo tono grave y moderado que había observado desde que empezó a hablar-; pero que estás en camino y que vas a estarlo, si Dios no lo remedia abriéndote los ojos.

-¡Ahora, como antes y siempre, profeta! ¡Jonás en persona! (Y añadió entre dientes: así te tragase la ballena).

-Sí, Rita -dijo Ana-, y vengo...

-¿A amenazarme? -preguntó Rita con aire rufián.

-¡No, Rita; no, hija! -repuso la noble mujer, con voz conmovida y temblorosa-; vengo a suplicarte, en nombre de Dios, por amor a mi hijo, por respeto a los tuyos, por tu propia suerte, que mires lo que vas a hacer, que entres en ti, que aún es tiempo.

-¿Os lo ha encargado Perico?

-No, no sospecha nada el hijo de mi alma; líbrenos Dios de despertar al león que duerme.

-Pues entonces, ¿a qué se mete usted en camisa de once varas? ¡Vaya! ¡Que no lo siente el ahorcado y lo siente el   —70→   teatino! Perico no es celoso, señora, ni lo ha sido nunca; ni se le antojan los dedos huéspedes, ni los mosquitos milanos. Ni es ningún «trotaconventos» gazmoño, para poner los gritos en el cielo porque las gentes se chanceen, ni hacer aspavientos porque a su mujer le saquen unos cubos de agua cuando está lavando. ¿Pensará usted que me voy a condenar por eso?

-¡Rita, Rita, no juegues con los hombres!

-¡Ni usted con las mujeres, caramba!, que no parece sino que estoy escandalizando el lugar.

-Considera, Rita -prosiguió Ana con crecida severidad-, que la afrenta en los hombres suele arrastrar sangre.

-En agua de rosas se había usted de bañar -respondió Rita- si corriese una poca, para que se cumpliesen aquellos vaticinios de que la «sangre propia no se goza», y otros de igual jaez con los que quería usted quitar a su hijo que se casase, y se llevó usted chasco, como se lo llevará ahora si intenta, como lo veo, indisponernos. Yo sé lo que me hago; Perico es mozo15 de paz, y sabe la mujer que tiene. Déjenos en paz, que así viviremos, si usted no se mete a calentarle los cascos a su hijo. Cuide usted de las galas de novia de su hija, de la «niña bonita» de la casa, que tan a su gusto toma estado.

Al oír esta sarta de insultos y vejaciones, un instante vaciló el prudente sufrimiento de aquella respetuosa matrona; venció el santo ángel de la paciencia, que Dios les envía a las madres desde el punto que lo son, para servirles de Cirineo en sus cruces, y Ana salió mirando a Rita con una triste sonrisa, en que había tanta o más compasión que desprecio.

Quedó esta digna mujer en un abatimiento lleno de angustia, al ver lo infructuoso del paso que había dado, y determinó abrirse con Pedro, a fin de que éste alejase a su hijo. Finalmente, el guarda de la hacienda, en la que Ventura lo había sido, vino a faltar, y fue éste llamado para reemplazarlo. Esta ausencia, aunque interrumpida por frecuentes venidas al lugar, dio algún respiro a la congojada Ana, que se decía: un día de vida es vida.



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ArribaAbajoCapítulo V

Habían llegado entretanto las alegres Pascuas de Navidad, y habíanles puesto a los niños un hermoso nacimiento, que cogía y cubría de lentisco, romero, alhucema y otras plantas y hojarascas olorosas, todo el estero de la sala de sus padres. Traíales Perico estas hierbas del campo con el placer que un enamorado trae flores a su novia.

El día de Pascua, Perico oyó misa temprano, y se fue a dar una vuelta a su trigo, por haber sabido que andaban cabras por el término.

Volvió sobre las diez del día, y halló a los niños solos.

-Gracias a Dios, padre, que venís -le gritaron, saliéndole alegremente al encuentro-; nos han dejado solos.

-¿Pues y mae Ana y tía Elvira?

-Fueron a misa mayor.

-¿Con quién quedaron ustedes?

-Con madre.

-¿Y dónde está?

-Acá ¿qué sabemos? Estábamos en la sala con su merced bailando ante el nacimiento, y entró Ventura, y nos dijo madre que nos fuésemos con la música a otra parte, que le dolía la cabeza, y al salir (yo lo oí, padre) le dijo Ventura que hacía bien en hacerlos tomar la puerta, que los angelitos de Dios eran testigos del diablo. ¿Es verdad eso, padre? ¿Somos nosotros testiguitos del diablo?

¿Quién no habrá experimentado alguna vez en su vida, en grandes o pequeñas circunstancias, el cómo una sola palabra suele ser una llave que abre o explica, una antorcha que ilumina lo presente y lo pasado, que saca del olvido y pone en su luz una porción de circunstancias e incidentes que han pasado inadvertidos, y que unos a otros se enlazan para formar un juicio, fijar una convicción y arraigar una certeza? Tal fue el efecto que las palabras que el decreto de la expiación parecía haber puesto en los labios de la inocencia, causó en Perico. Tarde, pero terrible, se presentó la verdad ante sus ojos, que cerraba la buena fe, y entró la   —72→   desconfianza en su corazón, tan sano y tan escudado por su honradez que jamás tuvo entrada en él una sospecha.

-¡Padre! ¡Padre! -dijeron los niños al verlo temblar y palidecer.

Perico no los oía.

-Mae Ana -gritaron al verla entrar-, acuda usted, padre está malo.

Al oír entrar a su madre, Perico volvió hacia ella sus desatentados ojos, y en su severa frente creyó leer aquella terrible sentencia que pronunció sobre un porvenir de que quería apartarle su cariño previsor: «La que es mala hija será mala casada». Aterrado se precipitó fuera de la casa, murmurando entre dientes un pretexto a su fuga que nadie entendió.

Ana se asomó a la ventana, y se tranquilizó viéndolo tomar hacia el campo.

-¿Si le habrán avisado que se ha entrado ganado en el pegujar?

-Bien podría ser, madre; él se lo sospechaba ayer -contestó Elvira.

Pero la hora de comer llegó y Perico no volvía.

En día de Pascua era extraño; pero en gentes de campo, que no tienen horas fijas, no era alarmante.

Por la noche, a su hora acostumbrada, vinieron Pedro y María; ambos venían solos.

-¿No ha venido hoy Ventura al lugar? -preguntó Ana.

-Sí -respondió Pedro-; pero hay fiestas, y se lo llevarán allá los amigos; siempre ha sido tan bailador que dejaría la comida por un fandango.

-¿Y Rita -dijo Elvira-, no estaba en su casa de usted, tía María?

-Sí, hija mía, allí se vino; pero se quiso ir con la vecina a la fiesta. Le dije que haría mejor en no ir; pero como nunca me hace caso...

-Y le dijo usted, muy bien, María -añadió Pedro-; la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa.

Mustias estaban y silenciosas, cuando entró de repente Perico.

La escasa luz del velón, amortiguada por la pantalla, les impidió observar el trastorno completo de su fisonomía. Cercaban   —73→   sus ojos ardorosos unas ojeras que parecían puestas allí por largos días de enfermedad; sus labios, secos y rojos, eran los de un calenturiento.

Echó una rápida mirada en torno suyo, y preguntó bruscamente:

-¿Dónde está Rita?

Todos callaron; al fin dijo María tímidamente.

-Hijo mío, ha ido con la vecina un ratito a la fiesta..., le dio por ahí...; como era día de Pascua... Ya no puede tardar.

Perico salió con ímpetu sin contestar.

Su madre se levantó precipitadamente y le siguió; mas no le alcanzó.

-Dígole a usted María -dijo Pedro-, que Perico haría bien en zurrarle la pavana, y que yo no le había de decir palabra.

-No diga usted eso, Pedro -respondió María-; no es Perico capaz de ponerle la mano encima a una mujer. ¡Pobrecilla mía! Vamos a ver, ¿qué mal hay en que dé cuatro saltos? Pedro, los viejos no se deben olvidar de que fueron mozos.

Entraba en éstas Ana, azorada.

-Pedro -dijo-, vaya usted a la fiesta.

-¿Yo? -respondió Pedro- ¡Está usted fresca! A tres bombas estoy yo con la fiesta. Si le calienta Perico las costillas a la suya, bien empleado se le estará. No será mi pañuelo el que enjugue las lágrimas.

-Pedro, vaya usted a la fiesta -volvió a decir Ana; pero esta vez con tal acento de angustia, que Pedro volvió la cabeza y se la quedó mirando.

Ana lo cogió de un brazo, lo levantó, lo llevó consigo a un lado, y le dijo algunas rápidas palabras a media voz.

Al oírlas, el anciano dio un grito sofocado, cruzó las manos en que apoyó su frente, cogió apresuradamente el sombrero y se arrojó fuera del cuarto.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Bailaban Ventura y Rita en la fiesta, animados por cuanto monta las cabezas de poca edad o poco seso, o que ciega los ojos de la razón, acalla la prudencia y hace huir al respeto humano; esto es, el vino, un amor todo material, un baile libre, bailado con descoco, y necios aplausos embriagadores.

¡En verdad que eran una hermosa pareja Ventura y Rita! Adornada con flores la fresca y garbosa cabeza de Rita, se movía ésta y se zarandeaba su talle con aquella inimitable gracia del país, la que es a voluntad modesta o desgarrada; sus negros ojos brillaban como azabache pulido, y en sus dedos se agitaban los palillos como llamadas provocativas. Ventura era su adecuada pareja, y jamás se vio bailar el fandango con más gracia y desenvoltura.

Los cantadores, entusiasmados, improvisaban, según la costumbre, coplas en loor de la lucida pareja.


A la que está bailando
    échale rosas,
porque se lo merece
    por buena moza.
Esta noche en la fiesta
    la voz publica
que se llevan la palma
    Ventura y Rita.



En las últimas mudanzas, en el momento en que las palmadas y los requiebros se redoblaban, llegó Perico y se paró en el quicio de la puerta.

Ocupados como lo estaban del baile, nadie advirtió su llegada, y Ventura, llevando a Rita, convidada, a un cuarto en que había bebida, pasó junto a él sin notar la presencia de Perico, que estaba fuera del rayo de la luz que despedía la sala, y este oyó palabras mediadas entre Ventura y Rita, que le confirmaron toda la extensión de su desgracia, toda la infamia de la mujer que tanto amaba, de la madre de sus hijos; toda la traición de un amigo, de un hermano.

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Fue tan terrible el golpe, que el infeliz quedó un momento aturdido; mas vuelto en sí, los siguió.

Rita estaba enfrente de un espejillo, arreglando las flores que adornaban su cabeza.

-¡Marchitas! -le decía Ventura-. ¿Por qué te pones rosas? ¿No es sabido que siempre se marchitan de envidia en la cabeza de una buena moza?

-Oye, Ventura -dijo uno de sus amigos-, a ti parece que te gusta más que otras frutas la prohibida.

-A mí -respondió Ventura- me gusta la buena fruta, mas que sea prohibida.

-¡Eso es una indignidad! -dijo un amigo de Perico.

Uno de los presentes tomó al que había hablado por un brazo, y le dijo apartándolo:

-Calla, hombre, ¿no ves que está bebido? ¿Quién te da vela para este entierro? ¿Qué tienes tú que decir, si Perico, que es el interesado, lo consiente?

-¿Quién se atreve a decir que Perico Alvareda consiente una indignidad? -dijo éste presentándose en medio del cuarto, pálido, cual si se levantase de un féretro.

Al oír a su marido, Rita se deslizó como una culebra entre los bebedores, y desapareció.

-A buena hora viene a celar a la mujer -dijeron riéndose algunos casquivanos, que hacían una especie de séquito al valiente soldado, al brillante bailador.

-Señores -dijo Perico, cruzando los brazos sobre su pecho con ademán de comprimida ira-, ¿tengo yo alguna danza de monos en la cara?

-Eso u otra cosa que mueve a risa -contestó Ventura.

Todos se echaron a reír.

-Tu suerte es -repuso Perico con voz ahogada por el furor- el que no tengo armas.

-¡Calla, boca! -exclamó Ventura soltando una carcajada-, que el manso cordero la viene echando de guapo; déjate de balandronadas, santo varón; no busques quimeras y vete a sonarles los mocos a tus hijos.

Al oír estas palabras, Perico se precipitó sobre Ventura; éste vaciló bajo el repentino choque, pero se afirmó en seguida, y cogiendo a Perico por medio del cuerpo con la fuerza y agilidad que le eran propias, lo derribó al suelo y puso la rodilla sobre el pecho.

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Por fortuna, Perico no gastaba navaja y Ventura no sacó la suya; pero, en cambio apretaba la garganta de Perico con ambas manos, repitiendo furioso:

-¿Tú, tú, que puedo hacer añicos con tres dedos; tú ponerme la mano encima; tú, un matalangostas, un cobarde, un gallina, criado bajo las faldas de tu madre? ¡Tú a mí, a mí!

En este instante entró Pedro, desatentado.

-¡Ventura! -gritó-. ¡Ventura! ¿Qué haces? ¿Qué haces, desalmado?

Ventura, al ver a su padre, soltó a Perico y se puso en pie.

-Estás borracho -prosiguió Pedro fuera de sí de indignación y de dolor-; estás borracho y tienes mal vino. A casa -añadió, empujándolo por el hombro-; a casa, y anda por delante.

Ventura obedeció sin responder, pues con las palabras de Pedro no era sólo la voz del padre la que había llegado a sus oídos: era la voz de la razón, de la conciencia, del corazón; con ella sus nobles instintos se despertaron, y se avergonzó tanto del lance ocurrido como de la causa que lo había motivado. Así fue que bajó la cabeza ante cuanto respetaba, y salió seguido de su padre.

Entretanto habían levantado a Perico, el que poco a poco volvía en sí del vértigo que la presión de las manos de Ventura le había ocasionado. Pasóse la mano por la frente, echó sobre los que le rodeaban la mirada de un león herido y maniatado, y salióse diciendo en hueca voz:

-Nos ha perdido a los dos.

Como a Ventura se lo había llevado su padre, los hombres presentes lo dejaron irse sin oposición.

-Esto no queda así -dijo uno meneando la cabeza.

-Claro está -dijo otro-; tras de engañado, apaleado. ¿Cuál es el santo que lo tolera?

-¿Pues no era preciso meter a esa villana en unas Arrecogidas por lo que le queda de vida? -opinó el tercero.

Entretanto, Perico había llegado a su casa, murmurando en quedas y entrecortadas frases.

-¡Gallina! ¡Cobarde! ¡Cosa que mueve a risa en mi cara! ¡Y él me lo dice, él! ¡Manso cordero! ¡Es que nadie holló su   —77→   honra hasta que tú la escupiste y la pisoteaste! ¡Oh, ya veremos!

Entró en su cuarto y cogió su escopeta.

-Padre -llamó la vocecita de Ángela desde el cuarto inmediato-, padre, estamos solos.

-¡Más solos estaréis! -murmuró Perico sin contestar.

Las vocecitas de los niños siguieron llamando:

-Padre, padre.

-No tenéis ya padre -gritó Perico, y salió al patio.

Apoyó la escopeta al tronco del naranjo para sacar municiones y cargarlas; pero cual si el viejo protector de la familia la hubiese rechazado, resbaló y cayó al suelo. Sus hojas, como conmovidas por un lúgubre presentimiento, se pusieron a murmurar tristemente.

Iba a salir Perico, cuando se halló frente a frente con su madre, que desvelada por su inquietud, había oído entrar a su hijo.

-¿Dónde vas, Perico? -le preguntó.

-Al pegujar; ya os dije que andaban las cabras por el término.

-¿Fuiste a la fiesta?

-Sí.

-¿Y Rita?

-No estaba. Mae María chochea.

Ana respiró libremente, aunque por otro lado, el tono inusitadamente brusco de su hijo, la aspereza de sus respuestas, sorprendieron a aquella madre ya alarmada.

-No vayas al campo ahora, hijo mío -dijo en tono de súplica.

-¿Qué no salga al campo? ¿Y por qué?

-¿Qué sé yo? Porque me da el corazón que no debes salir, y sabes es leal mi corazón.

-Sí, lo sé -contestó Perico con tal acritud y amargura, que su madre empezó a temer que, a pesar de no haber hallado a Rita en la fiesta, tuviese sospechas.

-Pues ya que lo sabes, no salgas -le dijo.

-Señora -respondió Perico-, las mujeres exasperan a veces a los hombres queriéndolos gobernar; me he criado, dicen, debajo de vuestras faldas, y quiero volar solo.

Y se encaminó hacia la puerta.

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-¿Es ése mi hijo? -murmuró la pobre madre-. ¡Algo tiene! ¡Algo tiene!

Al abrir la puerta Perico, se puso a su lado su fiel compañero, el buen Melampo.

-¡Atrás! -dijo Perico, dándole un puntapié.

El pobre animal, poco hecho a malos tratos, retrocedió sorprendido; pero en seguida, y con esa total falta de resentimiento que hacen del perro un modelo de abnegación como de fidelidad en su cariño, se abalanzó a la puerta para seguir a su amo: estaba ya cerrada. Entonces se puso a aullar lúgubremente, probando ser real el instinto de esos animales cuando anuncian con gemidos una catástrofe.




ArribaAbajoCapítulo VII

Al día siguiente, Ventura, a quien el sueño había acabado de despejar la cabeza de los humos que ofuscaban su razón, se levantó tan profundamente avergonzado como sinceramente arrepentido. Así, pues, oyó, sin desmentirlos, los justos y sentidos cargos que le hizo su padre sobre el proceder actual y anterior.

-En todo lleváis razón, padre -decía-; no le digo a usted más sino que no supe lo que me hice. ¡Harto me pesa! ¡El vino, el maldito vino!... Le daré a Perico una satisfacción en presencia de todo el lugar: más me honro en eso a mí propio que no al ofendido.

-Conque, ¿le darás una satisfacción? -dijo Pedro.

-Un ciento, padre.

-¿Te casas con Elvira?

-Con mil amores.

-¿La darás buena vida?

-Por esta cruz -dijo, haciendo la señal con los dedos.

-¿Se irán ustedes a Alcalá?

-Padre, señor, aunque sea al Peñón16.

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Pedro miró un momento a su hijo profundamente conmovido, y dijo:

-Pues siendo así, que Dios te bendiga, hijo.

Fueron ambos en casa de Ana a buscar a Perico. Mas éste había salido, según les dijo Ana.

Al verlos, y más aún al notar la satisfacción y alegría que demostraba el semblante de Pedro, tranquilizáronse los vagos pero agitadores temores de Ana, y más que todo la llenó de esperanzas el ver como Ventura se acercó a Elvira y le habló con cariño y afán, mientras que Pedro la decía con aire misterioso y guiñando hacia Ventura:

-Ese mozo tiene prisa por casarse; no ande usted tan pánfila con las cosas de la boda, comadre, que la gente moza no tiene la pachorra que nosotros.

Salieron en seguida: Ventura para la hacienda en donde era guarda; Pedro, que iba a su pegujal, se fue con él, por llevar el mismo camino.

El trigo del pegujal estaba hermoso, pero tenía mucha hierba.

-La hierba se despierta -dijo Ventura.

-En llamando el tiempo a la hierba -repuso Pedro-, vence al trigo, pues es hija legítima de la tierra: el trigo es su cría; pero con el favor de Dios, trigo no faltará en casa para nosotros, y -añadió sonriéndose- para más que vengan.

Despidiéronse, y Ventura internóse en el olivar.

Pedro lo siguió con la vista.

-Un hijo como éste -se decía- no lo tiene ni un rey. Ni en toda España habrá ninguno que le iguale. Si el cuerpo es hermoso, más hermosa es el alma.

Apenas hubo andado algunos pasos en el olivar, cuando vio Ventura a alguna distancia salir a Perico de detrás de un olivo con su escopeta.

-Algo -le gritó Perico- tengo, gracias a ti, en mi cara que mueve a risa; pero también algo en mis manos que para la risa. Cobarde soy y matalangostas; pero yo me quitaré el baldón que me pusiste.

-Perico, ¿qué vas a hacer? -exclamó Ventura, arrojándose hacia él para cogerle la acción.

El tiro partió; Ventura cayó al suelo mortalmente herido.

Pedro oyó el tiro y se estremeció.

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-¿Qué es esto? -exclamó-. Pero, ¿qué ha de ser? -añadió con más reflexión-; Ventura que habrá tirado a alguna perdiz. Ello sonó cerca; voy a verlo.

Siguió apresuradamente el sendero que había tomado su hijo. Ve un bulto que yace en el suelo. Se acerca. ¡Dios de cielos y de tierra! ¡Es un hombre asesinado! ¡Ese hombre es mi hijo!

Cae a su lado el pobre anciano.

-Padre -dice Ventura-, aún tengo fuerzas; vuelva usted en sí, ayúdeme usted; vamos a la hacienda, que está ya ahí; que vayan por el confesor, que quiero morir como cristiano.

El Señor de las Misericordias dio fuerzas al pobre padre. Levanta a su hijo, que apoyado en su padre da algunos pasos, comprimiendo los gemidos que arrancan de su pecho los acerbos dolores.

En la hacienda oyen una voz lastimera que clama por socorro. Todos se precipitan fuera. Ven venir por el sendero al desventurado padre, que trae apoyado en su hombro a su moribundo hijo. Lo rodean.

-¡Un sacerdote! ¡Un sacerdote! -gime la apagada voz de Ventura.

Sobre el más veloz caballo parte un propio para el pueblo.

-¡El cirujano! ¡El cirujano! -clama el padre.

-La justicia -añade el capataz.

Tienden a Ventura en un colchón, y procuran atajar la sangre de la herida.

De este modo pasa una hora, llena de angustias y pavor.

Pero ya resuena el paso acelerado de caballos. Es el propio, que vuelve acompañado del cura. El auxilio que primero llega es el de la religión.

El sacerdote entra trayendo sobre su seno la sagrada hostia.

Todos se postran.

El desesperado padre halla el alivio de las lágrimas.

Dejan solos al sacerdote y al moribundo. Un solemne silencio reina en la hacienda, tan sólo interrumpido por los sollozos de Pedro.

Sale el ministro de Dios de la habitación. Una dulce calma se ha extendido sobre el rostro del reconciliado.

Entra el cirujano que ha llegado.

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Sondea la herida, calla, y se vuelve con un triste movimiento de cabeza hacia los que están a su lado.

Pedro, que con las manos convulsivamente cruzadas, pendía del fallo del facultativo, cae al suelo, y lo retiran de allí.

En este momento llegan el alcalde y el escribano; se aproximan al herido; éste tiene los ojos cerrados. La palidez de la muerte cubre su semblante.

-Señor alcalde -dice el cirujano-, no está capaz de dar declaración alguna; está agonizando.

Estas palabras llegan a los oídos de Ventura.

Con aquella energía que le era propia, abre los ojos y dice con claridad:

-Preguntad, que puedo aún responder.

El escribano alista lo necesario para escribir, y el alcalde pregunta:

-¿Cuál ha sido la causa de tu muerte?

-Yo mismo -contestó Ventura distintamente.

-¿Quién te ha matado?

-Aquel a quien se lo he perdonado.

-¿Conque perdonas al matador?

-Ante Dios y los hombres.

Fueron sus últimas palabras.

El cura le aprieta la mano.

-Recemos el Credo -dice.

Todos se postran, y el ángel de la guarda, que ve un alma exhalarse perdonando a su asesino, la abraza como a hermana, aun antes de oír la divina sentencia.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Habíanse reunido las mujeres en la sala de Ana; y aunque ninguna, excepto Rita, sabía los sucesos de la noche anterior, reinaba entre ellas un triste silencio, pues aún le faltaba su sencilla locuacidad a María.

-No sé por qué -dijo ésta al fin- ni sé lo que tengo; pero hoy no me cabe el corazón en el pecho.

-A mí me sucede lo propio -añadió Elvira-; no respiro bien; no parece sino que tengo una losa sobre el corazón. ¿Será el aire? ¿Irá a haber tormenta, tía María?

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-¡Pobre hija mía -pensó Ana-; el remedio viene tarde! ¡La tierra llama a su cuerpo, y el cielo a su alma!

-Pues yo estoy como siempre -dijo Rita, y ella era la que realmente no podía parar de inquietud.

Ángela había hecho una muñeca de trapo, la había acostado en una teja a guisa de cuna, y el mustio silencio que siguió a estas pocas palabras, sólo fue interrumpido por la vocecita de la niña, que cantaba, en la suave y monótona melodía de la nana, a la que algunas madres prestan un sencillo encanto y una dulzura infinita, estas palabras:


   Entre mis brazos te tengo,
y no ceso de pensar
qué será de ti, ángel mío,
si yo te llego a faltar.
Los angelitos del cielo
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



Fue interrumpido el infantil y dulce canto por un fuerte y grave tañido de la campana de la iglesia; y su vibración se desvaneció lenta y gradualmente en el aire, como si se alzase a otras regiones.

-¡Su Majestad! -dijeron todos poniéndose en pie. Ana rezó en alta voz por el que iba a recibir los Santos Sacramentos.

-¿Para quién podrá ser? -dijo María-; yo no sé de nadie que esté malo de gravedad en el lugar.

Rita se asomó a la ventana y preguntó a una mujer que pasaba quién era el enfermo.

-No lo sé -contestó ésta-; pero es fuera del pueblo.

Otra mujer se acercó diciendo:

-¡Jesús! Es una muerte; en seguida del cura han salido a toda priesa la justicia y el cirujano.

-¡Jesús! ¡Jesús! Dios lo asista -exclamaron todas con aquella profunda emoción y horroroso espanto que infunde la terrible palabra: ¡una muerte!

-¿Y quién podrá ser? -preguntó Rita.

-¿Quién puede saberlo? -contestó la mujer.

Tocó entonces la campana el toque de la agonía. Toque solemne, toque lúgubre, voz de la Iglesia que avisa al hombre que uno de sus hermanos lucha entre angustias, fatigas y congojas, y va a comparecer ante el tremendo tribunal.   —83→   Grave saeta con la que la Iglesia dice a la multitud que bulle encenagada en intereses frívolos que tiene por importantes, en pasiones pasajeras que sueña eternas: «paraos un momento por respeto a la muerte. Por consideración a vuestro semejante que va a desaparecer de la tierra, como desapareceréis vos mañana». Pero esa voz que hablaba de muerte, esa voz que decía: ¡rogad y acordaos!, era intempestiva en el siglo de las luces. ¡La ilustración acordarse de la muerte! ¡Eso queda bueno para los cartujos! Y la ilustración mandó callar a la iglesia, porque su voz le importunaba.

Habían quedado sumidas en un profundo silencio; pero estaban hondamente conmovidas, como acontece a veces en la mar, la que guardando una superficie calma, hincha su seno en olas interiores y profundas, a la que llaman los marinos mar de fondo. Pero no eran ellas solas; todo el pueblo estaba consternado, porque es aterrador el espanto que infunde una muerte causada por mano de hombre, puesto que el anatema que Dios lanzó a Caín subsiste con toda su solemnidad por todas las generaciones.

-¡Qué largo se me hace el tiempo!17 -dijo al fin María-; parece que el día se ha quedado cuajado.

-Y el sol clavado en el cielo -añadió Elvira-; y que el que no sabe es como el que no ve, se destienta. ¿Si habrán sido ladrones?

-Puede que haya sido sin querer -repuso María.

-Mae María, ¿quién y por qué han matado a un hombre? -preguntó Angelita.

-¿Quién puede saber -respondió Ana- cuál es la causa, ni cuál es la mano atrevida que se antepone a la de Dios para apagar una antorcha que él ha encendido?

En aquel instante se oyó un rumor lejano. Las gentes, movidas de interés y curiosidad, corrían por la calle. Llegaban confusas exclamaciones de asombro y lástima.

-¿Qué es? -preguntó Rita acercándose a la ventana.

-Que ahí traen al muerto -contestaron.

Elvira se sintió irresistiblemente impulsada a asomarse también.

-Quítate, Elvira -le dijo su madre-; ¿no sabes que no puedes resistir la vista de un muerto?

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No la oyó Elvira, pues ya se acercaba el tropel de gente, que por amistad, curiosidad e interés rodeaba al muerto y su séquito.

También Ana y María se pusieron en la reja. El muerto venía atravesado sobre un caballo y tapado con una manta.

Sostenido por dos hombres le sigue un anciano, cuya cabeza está caída sobre su pecho.

Le miran... ¡Dios poderoso!... ¡Es Pedro!

Lanzan simultáneamente un grito.

Levanta, al oírlo, Pedro la cabeza, y ve a Rita... La desesperación y el despecho lo animan. Se desprende con violencia de los brazos que lo sostienen, se abalanza al caballo, exclamando:

-¡Mira tu obra, liviana! Perico le mató.

Diciendo esto, levanta la manta y descubre el cadáver de Ventura, pálido, ensangrentado, con una profunda herida en el pecho.




 
 
FIN DE LA PARTE SEGUNDA