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La guerra de los humoristas

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Una guerra civil apenas deja escapatorias. Tampoco para los humoristas. Son ya numerosos los estudios realizados sobre la actuación de los escritores durante la contienda que sacudió la España de 1936. Cuando mucho después se pudo hablar con libertad sobre el tema aparecieron, fundamentalmente, los dedicados a aquellos autores que por haberse decantado a favor del bando republicano eran objeto de una necesaria reivindicación que intentaba compensar largos años de silencio. La labor se ha ido completando con la recuperación crítica de lo realizado en el exilio, consecuencia en muchos casos de una toma de postura que marcó un antes y un después para los autores de la época. Esta bibliografía ha permitido rescatar obras interesantes, conocer testimonios decisivos y comprender el inmenso hueco provocado por el desenlace de una guerra civil especialmente cruel con los vencidos. Pero, si nos atenemos a esta nómina de creadores, la imagen además de parcial es falsa.

Las peculiares circunstancias de la transición política hacia la democracia provocaron silencios y olvidos. Se hablaba del franquismo, no demasiado, pero no tanto de los franquistas, como si se tratara de evitar el rostro concreto y particular de un régimen que iba camino de convertirse en un vago recuerdo, apresuradamente negado en nombre de la reconciliación. Han pasado los años y una nueva generación de investigadores ha empezado a poner esos rostros. Esta labor fundamentalmente histórica también abarca el estudio de los autores que se decantaron por el bando franquista, muchos más que los habitualmente tenidos en cuenta hasta épocas recientes. Y ya contamos con certeros análisis de su participación en la guerra, así como de su trayectoria en un franquismo que les compensó con desigual generosidad. No obstante, quedan significativas lagunas.

Una de ellas es la de los humoristas. No debe extrañarnos. Todavía padecemos parte de los prejuicios que dificultan el estudio de estos autores en igualdad de condiciones con los que se dedican a los géneros «serios». Los motivos son de sobra conocidos, aunque casi nunca rebatidos mediante el ejercicio crítico. En mi libro La memoria del humor (2005) abordo la cuestión, pero baste ahora decir que cuando leemos ensayos como los de Andrés Trapiello (Las armas y las letras, 2002, 2.ª ed.) o Jordi Gracia (La resistencia silenciosa, 2003), que han tenido una importante difusión, da la impresión de que los humoristas, por ser tales, quedan un tanto relegados, incluso en un sorprendente olvido en el caso del segundo de los ensayos citados, tan brillante como en este sentido incompleto.

No se trata de equiparar a Miguel Mihura, Edgar Neville o Jardiel Poncela con los ideólogos del fascismo literario o con intelectuales como Ortega y Gasset, por ejemplo. Aunque colaboraron en publicaciones de inequívoco signo falangista y se declararon seguidores de un filósofo cuyas relaciones con la República y el franquismo sirve de paradigma para comprender parte de las trayectorias de estos humoristas, es obvio que media una considerable distancia entre sus obras y las de quienes encarnan el pensamiento oficial del bando franquista o la «resistencia silenciosa», de la que habla con sabiduría Jordi Gracia. Pero esa misma distancia no debe suponer el olvido o la minusvaloración de unas obras, unas opiniones y unas iniciativas personales que, por ser propias de los humoristas, no dejan de serlo también de unos autores destacados que sin la menor duda optaron por el bando sublevado contra la legalidad republicana.

Y, en algunas ocasiones, sin demasiadas sonrisas. No las hay en algunos de los textos más comprometidos que publicaron con intención propagandística durante la guerra y los primeros años de la «Victoria». Cuando hablamos de Miguel Mihura y de quienes le acompañaron en el San Sebastián convertido en refugio privilegiado de estos y otros autores, citamos siempre la publicación de La Ametralladora, una excelente revista considerada como antecedente de La Codorniz. Lo fue sin duda y respondió a un renovado concepto del humor que ya se había manifestado en Gutiérrez y fructificaría, con dificultades, en la España de la posguerra. Pero no deja de ser nunca una revista que comparte, a su manera, el espíritu bélico del momento, con las servidumbres que conlleva, incluso las que niegan algunos de los principios básicos del sentido del humor defendido por Miguel Mihura y sus compañeros. Es fácil encontrar la sátira cruel y hasta el insulto, algo impensable en autores como Tono, cuya trayectoria posterior en absoluto se corresponde con la orientación de algunas de las «tonerías» publicadas durante la guerra. Y si Jardiel Poncela, para hacer méritos tras su calculada vuelta a la España del bando nacional, es capaz de escribir fábulas antisemitas que cabría relacionar con el nazismo de la época (El naufragio del Mintinguett, 1939), tampoco nos debe extrañar que Edgar Neville deje atrás su renovadora prosa de la etapa republicana para cultivar el relato propagandístico de Frente de Madrid (1941). Podemos ilusionarnos con una bienintencionada interpretación del supuesto espíritu reconciliador de esta última obra, pero si la leemos con atención observaremos la distancia existente entre el perdón y la reconciliación. La misma que tampoco estaban dispuestos a recorrer Tono y Mihura en una obra poco conocida y sólo justificable en el marco bélico: María de la Hoz (1939), desdichado folleto donde el humor se subordina a una sátira que contradice lo afirmado en 1962 por Mihura:

El humor es una postura comprensiva hacia la humanidad. Es estar de vuelta de todo y perdonarlo todo. Un resentido no puede ser humorista. No es reírse de nadie, ni reñir a nadie, sino tener para todo una sonrisa cariñosa de indulgencia, de comprensión y de piedad.



Valgan estas palabras para la mayoría de sus obras, pero no para la de unos autores dispuestos a hacer méritos a costa de una sátira basada a menudo en los tópicos, aquellos que tanto combatieron desde su renovador concepto del humor. Sólo José López Rubio, que permaneció en el extranjero durante toda la guerra, se libró de estos peajes más o menos voluntarios y a su vuelta actuó con una discreción propia de un buen navegante.

Una lectura de estas y otras obras que publicaron por entonces los llamados «humoristas del 27» nos indica un compromiso con el bando sublevado que va más allá del oportunismo. A pesar de que exageraran, sobre todo en el caso de Jardiel Poncela, las circunstancias para hacer méritos, excepto Tono que se encontraba en París el resto se pasó a los «nacionales» tras una experiencia con los republicanos cuya conflictividad no fue más allá de lo normal en unos tiempos turbulentos. No creo que su decisión estuviera motivada básicamente por una adhesión a los principios de un movimiento todavía poco definido, salvo en su negación de la legalidad democrática que había permitido la llegada al poder de las fuerzas progresistas y revolucionarias. A pesar de algunas cartas, declaraciones periodísticas y otros documentos, nunca fueron franquistas ni falangistas en un sentido positivo, aunque contaran con el oportuno carné. Algunas afirmaciones propias de la retórica de la época así lo podrían indicar, pero sus textos lo que rezuman es una oposición radical a la presencia en el poder de dichas fuerzas, que ya desde la etapa republicana veían como una amenaza para su privilegiado status y su confortable modo de vida.

Sin ningún sentido peyorativo, porque no lo tenía para estos autores, podemos hablar de unos «señoritos de la República», que renegaron de la misma cuando vieron peligrar su condición de «señoritos». A pesar de que la situación social de Miguel Mihura no sea equiparable a la de Jardiel Poncela o Edgar Neville, la adhesión de los tres a la sublevación es un intento de preservar unos privilegios, no sólo económicos, incompatibles con la toma del poder por parte de «la chusma» objeto de sus sátiras. Y puestos a elegir entre dichos privilegios y la libertad, no dudaron. Tal vez confiaban -como el propio Ortega y Gasset- que la segunda no desaparecería del todo. Se equivocaron, pero con el consuelo de disfrutar durante el franquismo de una parcela donde esa libertad, al menos como ellos la entendían, estaba en buena medida presente, aunque no evitara la añoranza de una etapa de juventud que terminaron por idealizar, sobre todo en el caso de Edgar Neville.

Entre la moderada discreción del escéptico Miguel Mihura y la verborrea de un Jardiel Poncela, que se consideraba universalmente perseguido e incomprendido, hay muchos matices. También es cierto que el primero conceptuó su postura con una simpleza no tan desconcertante como se ha escrito y aprovechó las circunstancias para ahondar en una línea humorística ya iniciada que tendría felices consecuencias en la inmediata posguerra, mientras que para Edgar Neville y Jardiel Poncela esta etapa, desde un punto de vista creativo, es poco fructífera y apenas decisiva en su trayectoria. Pero los tres, como tantos otros autores, se ajustaron a las directrices del momento sin que el humor suponga siquiera una atenuante. Cultivan la sátira del enemigo con una crueldad habitual en aquel contexto y olvidan una norma que habían defendido en su concepción del humor: la necesidad de empezar por uno mismo a la hora de cultivarlo. Ni la más mínima sonrisa se vierte sobre el propio bando y, por el contrario, se cae a veces en lo chabacano y hasta tópico -conceptos denostados en sus escritos- a la hora de zaherir a un caricaturizado enemigo que nunca dejó de ser tal, aunque apareciera en las viñetas de unos dibujos humorísticos.

Resulta comprensible que los autores tendieran a olvidar estas obras, propias de una época donde su margen de actuación era relativo. Fueron útiles para los objetivos que se habían planteado y pronto dieron algunos réditos en un régimen dictatorial que, sin embargo, nunca dejó de recelar de un grupo al que consideraba poco fiable. En la inmediata posguerra hubo películas, estrenos teatrales, revistas que aparecieron... y, aunque los problemas también fueron considerables por la intervención de una censura que prohibió parte de sus obras, estos autores no dejaron de ocupar un puesto entre los vencedores. Como tales hay que analizarles, aunque ellos mismos tuvieran la prudencia de no alardear de una situación cuyos límites conocían y hasta les amenazaban en determinadas ocasiones.

Este olvido nunca supuso una reconsideración de lo realizado durante la guerra civil. Ni siquiera en el caso de Edgar Neville -el más prolífico a la hora de expresarse sobre cuestiones políticas- encontramos una evolución que vaya más allá de la incomodidad con un régimen que, aparte de dictatorial, era cateto. La temprana muerte de Jardiel Poncela tras sufrir algunos descalabros económicos apenas le permitió disfrutar de lo ganado con su oportuna vuelta a San Sebastián desde Buenos Aires. De Tono, como de costumbre, apenas sabemos algo. Pero tanto Edgar Neville como Miguel Mihura se situaron en una parcela de libertad confortable, capaz de alentar el espíritu de buena parte de sus obras y suficiente para quienes eran unos privilegiados en tiempos de tantas carencias. Por otra parte, su genio apenas requería de un mayor grado de libertad política o ideológica para dar de sí todo lo que tenían. No creo que en otro régimen hubieran optado por una línea creativa diferente; ni siquiera que la misma hubiera sido distinta a la que conocemos.

No obstante, los olvidos -tan lógicos, humanos y comprensibles- a veces deparan situaciones paradójicas. La mayoría de los manuales acerca del mundo literario, teatral y cinematográfico de la época franquista hablan de esta generación como un oasis. Y lo es en buena medida. A las obras me remito, frescas todavía cuando tantas otras del mismo período apenas resisten la lectura. La reciente publicación del teatro completo de Miguel Mihura (Madrid, Cátedra, 2004) es un excelente ejemplo, capaz de superar el tópico que a muchos les ha llevado a hablar tan sólo del autor de Tres sombreros de copa. Otras comedias suyas se sitúan en la misma línea de calidad, la que encontramos en el mejor teatro de Edgar Neville y la que todavía nos provoca sonrisas cuando vemos una buena puesta de escena de las de Jardiel Poncela. Pero este oasis en tiempos del «torradismo» y otros movimientos similares resulta un tanto engañoso, al menos porque sus protagonistas lo fueron también de una acción política que supuso la irrupción del desierto que arrambló con la fertilidad creativa de las décadas de los veinte y treinta.

Sería absurdo achacar a Jardiel Poncela, Tono, Edgar Neville y Miguel Mihura un protagonismo que ni tuvieron ni pretendieron. Ninguno de ellos manifestó una voluntad política, pero en tiempos donde la neutralidad era una quimera ellos optaron con claridad y nunca cayeron en el silencio, menos prudente en aquellas circunstancias que algunas palabras, por muy desafortunadas que fueran para la posteridad. Si al examinar la trayectoria de autores como Ortega, Marañón o Pérez de Ayala -mejor no hablar de casos como el de Azorín- comprobamos el grado de responsabilidad que tuvieron en la llegada del franquismo, compatible con lo que Jordi Gracia ha denominado «la resistencia silenciosa» protagonizada en parte por ellos mismos, también deberíamos hablar de la responsabilidad de estos humoristas. No tenían el prestigio intelectual de los citados, ni su capacidad de liderazgo. Ni siquiera colaboraron en la formación de un corpus doctrinal como el del falangismo, tan presente en algunos de sus colegas. Pero tras unos primeros meses en el Madrid de la guerra, pronto buscaron la manera de poner sus creaciones, y algo más en el caso de Edgar Neville, al servicio de los sublevados. Su triunfo es, pues, también el de estos humoristas. El desierto, que no lo fue desde el punto de vista creativo, también lo trajeron ellos, aunque anduvieron provistos de unas dosis de libertad que supieron defender ante unos correligionarios con los que no soñaron caminos hacia el Imperio. Ellos, los humoristas, más bien estaban por la labor de disfrutar y hacer disfrutar. No mediante una supuesta «evasión» -concepto erróneo en su caso-, sino con obras cuyo idealismo se aproxima, mucho más de lo que a veces imaginamos, a su peculiar disfrute de una vida que protagonizaron como un grupo singular en el Madrid de la posguerra. No el de los tiempos grises, sino el de las noches canallas y elegantes que va emergiendo en varias memorias y estudios recientemente publicados.

Miguel Mihura y sus colegas de grupo generacional fueron hábiles y discretos a la hora de hablar de sí mismos. Salvo el locuaz y un tanto pesado Jardiel Poncela, utilizaron los silencios para proyectar una imagen aceptable para el régimen sin renegar de la singularidad que tantos réditos les aportó. Supieron callarse algunas quejas, disimular cuando convenía y preservar un pacto implícito cuyas bases sellaron con su actuación durante la guerra. En ese sentido sus vidas a veces tienen un atractivo similar al de sus obras. Lo acaba de demostrar Julián Moreiro con su magistral biografía: Miguel Mihura. Humor y melancolía (2004), pero no parecen terminar de comprenderlo otros colegas empeñados en mantener determinados silencios. O, lo que es peor, capaces de edulcorar episodios como los relacionados con el período 1936-1939.

A estas alturas, y conscientes de la valía creativa de «los humoristas del 27», no cabe seguir ocultando o desvirtuando determinadas obras, dar saltos cuando se llega al citado período o pretender presentar imágenes inmaculadas de quienes, no lo olvidemos, en nombre de un radical individualismo disfrutaron de la vida como pocos. Creo que con el trabajo de Julián Moreiro esta labor ya ha sido realizada en lo referente a un Miguel Mihura más trasparente que el resto de sus colegas, tal vez porque tuviera menos necesidad de los silencios. Queda por hacer una labor similar con respecto a Jardiel Poncela, el enigmático Tono y, sobre todo, Edgar Neville. En el primer caso creo que sobran razones para rebatir las incompletas y manipuladoras biografías que circulan, en el segundo será necesario recurrir a hipótesis poco arriesgadas dada la claridad de sus obras y, con respecto a Edgar Neville, convendría sacar del olvido unos silencios que han sido compartidos por buena parte de la bibliografía que sobre su trayectoria personal y creativa ha sido publicada recientemente.

Con tal fin, ya ha sido constituido en la Universidad de Alicante un grupo de investigación que espera alumbrar las relaciones de «los humoristas del 27» con los sublevados durante la guerra y la inmediata posguerra. No se trata de mostrar las vergüenzas de nadie, ni de llevar a cabo un juicio sumarísimo tanto más absurdo cuando la calidad literaria de estos autores es el motivo que nos acerca a su trayectoria. Sólo pretendemos comprender mejor a unos individuos que ni quisieron ni tal vez pudieron ser neutrales, a pesar de que con el paso de los años intentaran situarse por encima de cualquier bandería. Los humoristas también fueron a la guerra, con todas sus consecuencias y como la inmensa mayoría de los autores de la época. Y con ellos un humor que se vio sacudido por urgencias propias de aquellas circunstancias. Por la vida, y la muerte, que también están presentes en las creaciones de quienes creían en una ficción al margen del compromiso con la realidad inmediata. Cedieron y ganaron, aunque también perdieron lo que pronto añoraron. Un juego de palabras tal vez, pero no olvidemos que estamos celebrando el centenario de un humorista que, a su manera, creía en ellas y en sus juegos.





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