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La historia de lo inmediato

Juan A. Ríos Carratalá





Una década de actividad teatral supone un período lo suficientemente amplio como para plantear algo más que un balance de resultados. A partir de los mismos, cualquier historiador sentiría la tentación de trazar las líneas básicas de un devenir teatral enmarcado en unas coordenadas concretas. Pero sería una tentación y, como tal, peligrosa. Cuando repasamos las programaciones de los diez muestras de teatro español contemporáneo celebradas en Alicante, a nadie se le escapa que esa circunstancia, lo contemporáneo, impide la necesaria perspectiva histórica. Son diez años, muchos títulos, autores, actividades..., pero todavía están demasiado cercanos a nosotros, a pesar de que vivamos una época en la que todo lo pasado ayer ya parece relegado al conocimiento histórico, es decir, al olvido. El historiador trabaja con materiales más sedimentados tras pasar por un filtro que permite distinguir mejor lo circunstancial de lo sustancial. Un filtro cuyos mecanismos siempre deben ser puestos en cuestión, pero que suele ser eficaz a la hora de establecer un orden en el caos de tantos datos que apabullan al mismo tiempo que engañan. Ya quedan lejos los tiempos del positivismo y, cuando padecemos un exceso de información, es preciso reforzar la capacidad de distinguir lo que de verdad hay tras tanto dato aparentemente objetivo.

A la hora de hacer un balance de la trayectoria de una muestra teatral que cumple diez años, tenemos un detallado cuadro de resultados que permite algunas reflexiones. La primera y más obvia es constatar el esfuerzo realizado para apoyar a los autores españoles contemporáneos, el objetivo que justifica un certamen al que con cierta frecuencia se le han pedido iniciativas no contempladas en sus fines. Una muestra es un reflejo y, como tal, un diagnóstico de la realidad observada. Esa misma capacidad de mostrar ya supone una cierta posibilidad de transformar aquello que nos disgusta. Pero no nos engañemos, tener un espejo no implica disponer de los medios para realizar dicha transformación. La Muestra ha puesto a disposición de los autores españoles un espejo lo suficientemente amplio y, más o menos, alejado de los efectos deformadores que tan eficaces fueron para el esperpento valleinclaniano. Pero ese espejo debe dar paso a otros mecanismos y lugares donde se actúe para cambiar todo aquello que nos molesta o nos limita. ¿Existen? Tengo mis dudas, pero en cualquier caso a la hora de hacer un balance histórico de la Muestra sólo debemos plantearnos si ha cumplido los objetivos para los que fue creada. Pedirle cualquier otra cosa sólo revelaría desinformación por nuestra parte o que, ante la falta de otras instancias, se aprovecha la ocasión para plantear lo que debería ser objeto de otros debates.

La lista de los autores cuyas obras han sido representadas a lo largo de estos diez años es lo suficientemente amplia y diversificada como para ser representativa. Todos podemos señalar alguna ausencia o, incluso, presencias demasiado reiteradas. Pero no creo que sea tanto una circunstancia relacionada con la propia Muestra como con el interés en aparecer en la misma de los autores y de quienes ponen en escena sus obras. Hay un sector de los autores españoles a los que no les interesa participar. No por una animadversión hacia un certamen bastante neutro, sino porque el mismo puede ser inoperante de cara a ciertas trayectorias personales. Por poner dos ejemplos bien diferenciados, no creo que ni Albert Boadella ni Juan José Alonso Millán se hayan planteado el porqué de su ausencia en estos diez años de la Muestra. Algo similar ocurre con determinadas compañías y directores que ponen en escena obras de autores españoles y que con dificultad se pueden adecuar a las condiciones exigidas para participar en la Muestra. A la hora de hacer la historia, nadie debe olvidar cuestiones económicas y presupuestarias que tanto determinan la programación. Y la decantan, de tal manera que ciertas ausencias son fácilmente justificables si nos atenemos a los mecanismos de contratación que operan en la Muestra como en cualquier otro lugar.

Al margen de estas ausencias voluntarias o propiciadas por cuestiones económicas, no creo que haya existido en la Muestra una voluntad discriminatoria. No hablo desde la imparcialidad. Todo lo contrario, puesto que yo mismo he participado en comités de selección. Si vale mi palabra, nunca he percibido una intención explícita en ese sentido. Son inevitables ciertas inercias o prejuicios. También errores. Pero lo grave habría sido convertirlos en algo explícito, tendencioso y consciente. No creo que sea el caso. Me atengo a los datos y la variedad de nombres de un repertorio que, si ha quedado limitado, es por la inevitable cuestión económica o, no lo olvidemos, porque las obras aparte de ser escritas deben ser representadas con un mínimo de solvencia. No descubro nada si recuerdo que muchos autores habrían sido incorporados de haber contado en el momento oportuno con una compañía capaz de llevar a escena sus obras.

En cuanto a las presencias reiteradas, aparte de posibles simpatías y casualidades que sorprenden a los propios organizadores, a nadie se le escapa la muy distinta actitud de los autores a la hora de promocionarse y relacionarse con aquellas instancias, oficiales o privadas, que puedan propiciar su presencia en este tipo de certámenes. Siempre ha sido así, aunque hayan cambiado los mecanismos y las técnicas. Hay autores que se limitan a escribir. Otros intentan hacer llegar las obras a las compañías. También los hay que se presentan a los premios, concurren a cualquier tipo de convocatoria, están al tanto... Y, finalmente, algunos son capaces de completar el proceso montando sus propias obras. Todas estas opciones son igualmente válidas, aunque en ocasiones determinen ciertas reiteraciones en programaciones, premios, publicaciones... ¿Falsifican la realidad? ¿Son injustas? Pues tal vez, pero no olvidemos que autores como Lope de Vega y Carlos Arniches, por citar ejemplos poco contemporáneos, aparte de su valor teatral fueron hábiles a la hora de promocionar sus obras de acuerdo con los mecanismos puestos a su disposición. Algo similar ocurre en estos momentos y, si de algo debemos lamentarnos, es que la hegemonía de lo público en este tipo de muestras o certámenes pueda distorsionar la realidad. Al menos en el sentido de apoyar un teatro que, al margen de los espectadores y los mecanismos comerciales, sabe disfrazar a veces su propia vacuidad bajo el marchamo de lo alternativo, marginal, transgresor... hasta tal punto que convierte la necesidad de un apoyo oficial en algo casi inexcusable. Pero por ahí entraríamos en otro debate, espinoso como pocos, donde la necesidad de la autocrítica debiera ser primordial.

Una pregunta sencilla e ingenua, y como tal digna de algún joven periodista dispuesto a cubrir una rueda de prensa, es si la programación de la Muestra a lo largo de estos diez años es representativa del teatro español durante el mismo período. La respuesta puede ser otra pregunta: ¿qué se considera como representativo de dicho período? No creo que sea fácil determinarlo y, por lo tanto, dudo que sea factible establecer una relación entre lo visto en la Muestra y lo que, en términos generales, ha sido el teatro español. Hay una cuestión básica que no debemos olvidar: la escasa presencia de los autores españoles contemporáneos en las carteleras. A partir de este dato tan obvio, por desgracia, poca semejanza se puede dar entre la proliferación de musicales, la recuperación más o menos justificada de obras de repertorio... y lo que se ve en la Muestra, marcada por la contemporaneidad y la nacionalidad de los autores. El objetivo es que esas circunstancias también sean más habituales en unas carteleras que parecen haber dado la espalda a dichos autores, al menos si nos circunscribimos a los estrenos con verdadera repercusión comercial. No creo que sea una situación cuya responsabilidad deba ser achacada exclusivamente a los programadores, empresarios...; algo de «culpa» tienen unos autores que, a diferencia de sus colegas novelistas o cineastas, no parecen haber conectado con el público. Por propia voluntad, por limitaciones más o menos asumidas, o por las dificultades para encontrar los oportunos apoyos mediáticos y empresariales... En cualquier caso, cabe en este punto una rigurosa autocrítica que acompañe a las habituales lamentaciones y críticas unidireccionales. Y en cuanto a la Muestra, aparte de propiciar ese espacio de reflexión tan necesario, sólo le cabe ser eso, una muestra de lo creado por nuestros autores. Otra cosa es que acudan los programadores, que interese a quienes pueden dar continuidad a lo representado en Alicante..., pero por ahí entraríamos en caminos ya ajenos a las competencias del certamen.

La primera impresión que se obtiene al repasar lo programado a lo largo de estos diez años es la heterogeneidad. En parte buscada, sobre todo cuando desde el principio se ha pretendido abarcar manifestaciones tan distintas como el teatro infantil, de calle, cabaret... junto al habitualmente representado en los locales convencionales. Pero, dentro de este último, la heterogeneidad es también notable, a pesar de que se haya primado la dramaturgia de los autores más jóvenes por circunstancias relacionadas con los objetivos del certamen y los acuerdos establecidos por el mismo. El componente generacional no siempre aporta un mayor grado de homogeneidad y, por el contrario, esa programación a menudo es una muestra de las distintas líneas seguidas por unos autores que están probándolas, es lógico, pero que vuelven a probar porque siguen sin tener un mínimo de continuidad propiciada por un contacto estable con el público. Y eso no es tan lógico o, al menos, no tan deseable.

La heterogeneidad tiene una lectura positiva y, al mismo tiempo, una negativa. La primera nos permite pensar en la libertad a la hora de enfocar la actividad creadora, en la necesidad de buscar nuevos caminos de expresión e innovación teatral. La segunda, en mi opinión más fundamentada, nos lleva a constatar la desorientación lógica cuando no se produce un contacto continuado con el público. No abogo porque sea, utilizando la terminología lopesca, el «gusto» de este último lo que determine lo «justo». Pero de la misma manera que cuando nadie nos oye podemos decir lo que queremos sin cortapisas, el autor español contemporáneo disfruta a veces de una libertad basada en el aislamiento o la marginalidad de sus propuestas. Una libertad un tanto inútil en la que todo es posible, casi todo está justificado y pocas son las propuestas negadas. Algo muy diferente sucedería si interviniera un público que, recurriendo de nuevo a los ejemplos paralelos del cine y la novela, ha determinado con bastante claridad lo que le interesa y, por consiguiente, ha buscado a unos autores capaces de satisfacer esas necesidades. Claro está que con la intervención de otras instancias empresariales y mediáticas que nos alejan de cualquier ingenuidad a la hora de valorar los mecanismos de un mercado tan manipulado. Estoy seguro, no obstante, de que algunos dramaturgos estarían dispuestos a sacrificar algo de su «libertad» a cambio de establecer un contacto satisfactorio con el público. Y hasta sería deseable, pues la Historia nos muestra hasta qué punto ese «sacrificio» es recomendable siempre que se haga con un sentido del equilibrio.

La ausencia del citado contacto con el público ha propiciado un cierto autismo, un hermetismo que desde su propia complejidad, más aparente que real, se suele disfrazar como propuesta innovadora. No confundamos. De la misma manera que escribir una obra sencilla no supone insertarla en la tradición, la creación de una obra hermética o compleja no nos lleva necesariamente a la vanguardia. También nos puede llevar a la confusión, o al estupor con que he visto reaccionar a muchos espectadores de la Muestra ante determinadas creaciones de nuestros autores. No se trata del estupor o la perplejidad de un espectador inculto, poco habitual en este tipo de certámenes, sino de personas que formarían parte de ese público posible, desde un punto de vista social y cultural, que podría tener el teatro de los autores españoles contemporáneos. Por lo tanto, algunos de ellos deberían ser conscientes de hasta qué punto han espantado a sus espectadores. Pueden alegar que no escriben para el público en general. De acuerdo, muy respetable. Pero tampoco deben reclamar una plataforma pública para expresar aquello que sólo les interesa a ellos mismos.

Otra conclusión que deduzco del repaso de lo ofrecido por la Muestra a lo largo de esta década es la ausencia de los grandes temas que han determinado la realidad española de este mismo período. Hay excepciones, y algunas notables. No lo pongo en duda. Tampoco reclamo que el teatro se convierta en un sucedáneo de los medios de comunicación. Más absurdo sería que los autores sólo se dedicaran a abordar aquellos temas que, desde un punto sociológico, más preocupan a los espectadores. Estamos lejos de los tiempos en que el teatro era uno de los pocos referentes públicos para un debate social, político o cultural que hoy se plasma en otros medios. Pero esta nueva realidad tampoco debe llevar a la intemporalidad, a la preocupante escasa participación del teatro español en una serie de debates que nos han sacudido a lo largo de estos últimos años. Soy consciente de hasta qué punto el autor se ve limitado por otras instancias a la hora de afrontar determinados temas, pero echo de menos obras de las cuales todos nos podamos acordar a la hora de hablar de alguno de los temas presentes en nuestra cotidianidad. Algunas nos hablan del paro, el terrorismo, la emigración..., ¿pero cuál de ellas se ha convertido en un referente más o menos compartido por los espectadores? ¿Cuántos títulos, independientemente de su estreno o no, podemos citar como ejemplos de la contribución del teatro español a estos debates? Algunos, pero en cualquier caso menos de los deseables.

También es cierto que, como en cualquier otra época, se ha dado mucho oportunismo o superficialidad en la utilización de temas relacionados con la realidad más inmediata. Siempre ha sido así y no debe alarmarnos. Es otro el tratamiento que debe darse de una realidad no necesariamente vista desde una perspectiva «realista». El segmento de la sociedad que potencialmente puede convertirse en público teatral es capaz de compartir un enfoque que vaya más allá de lo anecdótico o superficial. Está, en mi opinión, esperando autores capaces de impulsar propuestas teatrales que satisfagan esa necesidad. Reconozco hasta qué punto el «impulso» es problemático; lo lamentable en cualquier caso es la ausencia de suficientes intentos de llevarlo a cabo.

Otra experiencia que lamento como espectador de la Muestra y de otras manifestaciones del teatro español contemporáneo es la ausencia del debido reconocimiento a aquellos que han triunfado. De nuevo generalizo y debo tener en cuenta algunas excepciones notables. Pero como herencia de otros tiempos y prejuicio poco debatido, estamos acostumbrados a que estos certámenes se conviertan en plataformas donde la voz predominante sea la de aquellos a los que les va mal. Y es justo que así sea, hasta necesario y deseable para compensar, desde la modestia de medios, lo que el mercado teatral distorsiona. Uno está acostumbrado a todo tipo de protestas, lamentaciones, reivindicaciones, acusaciones..., pero llegado a una cierta edad también le gusta escuchar a alguien que ha triunfado porque ha conseguido concitar la atención del público sin claudicar ante el siempre temido vulgo. No son muchos quienes están en este caso, pero lamento su escasa participación en una Muestra donde podrían haber dado una nota de reconfortante optimismo. Algo siempre necesario, sobre todo cuando salimos de tantos debates sobre el teatro que debería ser pero no es. Quienes los protagonizamos solemos estar poco dispuestos a aceptar el triunfo, que siempre es visto con distanciamiento, con poco entusiasmo, con recelos, dudas, inconvenientes... y, en el mejor de los casos, con una media sonrisa que expresa menosprecio desde una superioridad basada en no se sabe qué. Disto mucho de compartir la cultura del éxito. Dios me libre. Pero, como historiador del teatro, conozco la importancia de un concepto tan fundamental y siempre tan menospreciado por quienes acaparan la «conciencia» del colectivo. Creo que en este sentido deberíamos aprender de nuestros colegas del cine y la novela, que han asumido mejor o peor una realidad necesaria para subsistir. El triunfo, concepto equívoco como pocos, debe ser reconocido y recompensado. Lo otro es envidia y ganas de molestar.

Tampoco cabe achacar a la Muestra lo que es moneda de uso corriente en la práctica totalidad de las revistas relacionadas con el teatro español y en los foros de debate que tiene este último. La labor de publicaciones como ADE y Primer Acto, por ejemplo, es encomiable. Y como suscriptor de las mismas me sumo a quienes las impulsan. Pero algo de aire fresco debiera entrar en unas revistas demasiado cerradas en numerosos aspectos, copadas por una mentalidad, en mi opinión, anclada en conceptos que necesitan ser revisados. Si nos conmovemos ante una representación dada en algún lugar escondido de Creta y somos incapaces de sacar una nota sobre las obras que en Madrid están concitando el interés de los espectadores, si profundizamos en los entresijos del pensamiento de un teórico lituano que propugna una renovación de la iluminación teatral y nos olvidamos de quienes afrontan problemas más cotidianos y vulgares..., estamos preparando el camino para que en la Muestra se repitan los mismos o parecidos esquemas. Algunos lo hemos intentado evitar, pero es imposible sacar adelante empeños quijotescos contra unos molinos que no sólo son de viento, sino que sólo son eso, viento.

Reconozco que este artículo es injusto, poco mesurado y hasta tendencioso. Pero no me preocupa demasiado, pues considero que de vez en cuando la provocación es conveniente. Sobre todo cuando se hace desde dentro, por parte de quien comparte mucho de lo que define a lo provocado y con el objetivo de remover unas aguas estancadas. La Muestra es más un espejo que un agente del cambio o la evolución del teatro español contemporáneo. Pero todos sabemos que los espejos mienten. Algo de mentira inconsciente ha habido por las razones apuntadas. Y también ha habido mentira en este artículo en donde he utilizado un espejo para deformar la realidad. Pero a veces es necesario el subrayado de la caricatura para percibir determinados aspectos de la realidad. Aunque nos moleste y hasta nos irrite. Valga lo escrito si dentro de otros diez años tenemos la oportunidad de poder hacer un balance más histórico de nuestro teatro contemporáneo. Mientras tanto, convendría huir de la marginalidad oficializada y sacudir determinados prejuicios asentados en el silencio o la conveniencia. Es saludable.





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