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La idea de partido en España: de la Ilustración a las Cortes de Cádiz (1783-1814)1

Ignacio Fernández Sarasola



«Partidos: Vientos encontrados de cuyo choque salen los pronunciamientos y motines; ellos arrastran las nubes políticas por el horizonte de la nación, hasta que a fuerza de comunicarles electricidad promueven con frecuencia furiosas tempestades.»

(Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos, 1855)                



ArribaAbajoI.- Introducción

Acostumbrados hoy en día al protagonismo de los partidos en la vida política apenas resulta imaginable su difícil proceso de gestación y sus orígenes marginales. Sin embargo, los tempranos obstáculos que tuvieron que superar estas asociaciones fueron más teóricos que fácticos. En efecto, la formación real de los partidos acabó imponiéndose como una necesidad para conjugar los intereses sociales y canalizarlos hasta el Estado, pero la percepción teórica de su conveniencia tardó en consolidarse. Precisamente este trabajo trata de centrarse en la última cuestión, es decir, en explicar no ya cómo surgieron los partidos, sino cómo se concibieron. Un análisis, pues, no de los hechos, sino de las ideas, aunque aquellos y éstas se hallan, evidentemente, vinculados.

El rechazo o el desconocimiento sin más de la idea de partido fue una característica propia de los primeros estadios del Estado liberal, y respondió a su concepción filosófica (individualismo) y política (idea de voluntad general uniforme, contenido indisponible de las Constituciones…). Sin embargo, la Ilustración tuvo una imagen muy distinta de esas asociaciones, percatándose de su existencia e, incluso, de su necesidad. Esta circunstancia paradójica es perceptible en nuestro país, pero está necesitada de respuesta. Así, en tanto que en el siglo XVIII ya se hablaba de los partidos, en nuestro primer constitucionalismo -tan rico en teorizaciones político-constitucionales- estos resultan relegados, y las escasas referencias los mencionan en términos peyorativos, como sinónimos de «facción».

¿A qué se debe este cambio de mentalidad? Como se tratará de mostrar en las páginas siguientes, esta inflexión en la idea de partido respondió a las divergencias constitucionales que separaron el siglo XVIII y el XIX español, en especial respecto del concepto de Constitución. Puede adelantarse que la Ilustración española, con su concepto constitucional, percibió la realidad de los partidos en los países extranjeros (especialmente en Gran Bretaña), en tanto que el constitucionalismo de las Cortes de Cádiz optó bien por ceñirse a la realidad histórica nacional, bien por elaborar construcciones more geometrico, desconociendo la práctica institucional que había dado lugar en Gran Bretaña a los partidos políticos.






ArribaAbajoII.- La idea de partido en el constitucionalismo del siglo XVIII (1783-1800)


ArribaAbajo2.1.- Ideologías y tendencias políticas en la Ilustración española

Como es de sobra sabido, el siglo XVIII supuso la apertura de España a las lumières, en buena medida patrocinada por Carlos III. La filosofía escolástica, tan influyente hasta entonces, se postergó (impulsada también por la expulsión de los jesuitas) en favor del iusnaturalismo racionalista que procedía esencialmente de los Países Bajos (Grocio, Heineccio), Suiza (Vattel), Francia (Domat, Burlamaqui) y Alemania (Wolff, Puffendorf). Otras teorías de tipo pactista (Hobbes y Spinoza) encontraron una mayor oposición por la radicalidad de sus planteamientos. Sin embargo, la renovación de la Teoría del Estado trajo consigo también, de manera indisoluble, la teorización sobre las formas de gobierno. En este punto los autores más influyentes provenían esencialmente de Francia (Voltaire, Montesquieu, Mably y Rousseau) y Gran Bretaña (Locke, Bolingbroke, Hume y Blackstone), aunque no faltaron aportaciones importantísimas de autores de otros países (el suizo De Lolme, el italiano Filangieri, o el norteamericano John Adams).

Si el ius naturale de cuño racionalista tenía un componente universal, las formas de gobierno, sin embargo, presentaban una gran variedad de especies que dejaban traslucir las obras extranjeras. La mentalidad racionalista de la ilustración chocaba con una imagen casuística de las formas de gobierno, de modo que trató de buscar modelos universalmente válidos. En este sentido, la «teoría de los climas» que popularizó Montesquieu (a pesar de ser muy anterior a él), suponía determinar el gobierno más adecuado a partir de condicionantes geofísicos. Pero incluso se pretendió la existencia de un modelo que trascendiera estos condicionantes; un modelo tan universalmente válido como el Derecho Natural: el sistema de balanced constitution. Este modelo «teórico» hallaría un ejemplo «práctico» en Inglaterra. Si Polibio había visto en Roma el modelo de un gobierno «mixto» y equilibrado2, en el siglo XVIII, Voltaire, Montesquieu y Blackstone, entre otros, trataron de poner a Gran Bretaña como ejemplo del mismo3.

No es de extrañar, por tanto, que en el siglo XVIII español, en el que se conocieron estas obras extranjeras, empezaran a difundirse Tratados sobre las formas de gobierno. Inicialmente la mayoría de estos Tratados tenía un carácter moderado, a fin de no enfrentarse al gobierno absoluto de Carlos III. Las obras de Ibáñez de la Rentería, o de Cabarrús, teorizan a un nivel abstracto sobre las formas de gobierno, pero siempre prefieren para España lo que ya existe; una Monarquía pura, apoyada por Consejos4. Sin embargo, poco a poco comienza a surgir un ala más liberal, que hacía suyas las premisas de los pensadores extranjeros más radicales, como Locke, Sidney, Mably y, sobre todo, Rousseau, quien ya gozaba de fama por su Émile y La Nouvelle Héloïse. La formación de un pensamiento más rupturista y permeable a lo extranjero (baste pensar en Manuel de Aguirre o en León de Arroyal) y, lo que era más significativo, con una conciencia poco compatible con el catolicismo (especialmente las ideas deístas provenientes del enciclopedismo), hizo surgir un grupo antagónico, defensor de la identidad nacional, que recibió el calificativo de «apologistas» y a cuya cabeza figuraba Forner5.

Sin embargo, reformistas y apologistas lidiaron sus batallas sin una auténtica conciencia de grupo. Ninguno se refirió al contrario como un «partido»; eran meros desencuentros ideológicos sin más trascendencia política. En España no se daban las condiciones adecuadas para proponer la existencia de los partidos: no existía un pluralismo religioso como en Inglaterra, donde éste había sido determinante para la aparición de los partidos, y tampoco había instituciones representativas en las que poder manifestar las discrepancias ideológicas. Ello no obstante, ya en el siglo XVIII se encuentran las primeras menciones a los partidos, si bien circunscritas a realidades distintas de la española.

En efecto, estas primeras señas sobre los partidos no se referían al «deber ser», no proponían estas asociaciones como elementos necesarios, ni tan siquiera convenientes para España, cuya realidad era poco apta para admitirlos. Se trataba, por tanto, de alusiones a los partidos desde una perspectiva descriptiva, como realidades ajenas a nuestro país. En concreto, inicialmente los partidos se vieron como elementos característicos del régimen británico; más tarde también se tuvo conciencia de que estaban presentes en Francia y en Estados Unidos, aunque identificados como «facciones». A la percepción inicial de los partidos contribuyó la idea de Constitución que postulaban los intelectuales españoles del siglo XVIII. En efecto, antes de la Constitución norteamericana de 1787 y, sobre todo, de la Constitución francesa de 1791, en España se seguía el concepto aristotélico de Constitución, equivalente a régimen social, económico y político6. Esto permitió concebir a los partidos como elementos sociopolíticos característicos de otras «Constituciones», o lo que es lo mismo, instituciones integrantes del entramado del régimen político-social de Gran Bretaña. Su aplicación a España, por tanto, no se planteaba, puesto que aquí la «Constitución» era muy distinta.




ArribaAbajo2.1.- Los partidos como necesidad de la forma de gobierno republicana

La primera referencia extensa de los partidos se halla en la obra de Ibáñez de la Rentería Reflexiones sobre las formas de gobierno (1783), en la que seguía muy de cerca las teorías plasmadas por Montesquieu en su De l'Esprit des lois. Ibáñez de la Rentería, que todavía utilizaba un concepto aristotélico de Constitución7, analizaba la tradicional clasificación de las formas de gobierno (monárquico, y republicano, que a su vez se subdividía en aristocrático y democrático8), acudiendo a los factores geofísicos para determinar su aplicación a uno u otro territorio. La presencia de los partidos era una característica en concreto de una de esas formas de gobierno, la democrática. Siguiendo a Montesquieu, el bilbaíno entendía que el gobierno democrático podía estar condenado a la parálisis. Su activación dependía, por tanto, de la existencia de determinadas asociaciones, que podían ser «partidos» o «facciones».

Es notable que ya en el siglo XVIII Ibáñez de la Rentería establezca esta distinción. Para el ilustrado vasco, los partidos eran «movimientos secretos» dirigidos por quienes aspiraban al gobierno, y orientados a obtener los votos del pueblo que les permitiesen acceder a las Asambleas9. La perspicacia del análisis de Ibáñez de la Rentería le hizo percibir, pues, estas asociaciones tanto fuera como dentro del Parlamento, algo que luego no se repetiría hasta bien entrado el siglo XIX. Los partidos, absolutamente indisociables de las «constituciones republicanas» según Ibáñez de la Rentería10, eran muy positivos en las democracias puesto que, como ya se ha dicho, permitían activar el gobierno. Sin embargo, perdían su virtualidad cuando concurría alguna de las siguientes circunstancias: la prevalencia del interés particular sobre el general, el ascenso de sujetos faltos de ilustración o movidos con intenciones perniciosas, lo que supondría una administración nociva, y, en fin, cuando el número de partidos era excesivo, lo que implicaba de nuevo la parálisis del Estado, propia también de la democracia que carecía de partidos11.

Por su parte, las «facciones» eran grupos que accedían de forma violenta al poder, mediante un ataque que trastocaba la misma Constitución12. En definitiva, Ibáñez de la Rentería concebía los partidos no sólo como algo positivo, sino incluso necesario cuando el Estado era democrático, y siempre que no se corrompiesen, o su número fuese tal que dispersase la capacidad decisoria, condenando la República a una parálisis. Por el contrario, las «facciones», consideradas como grupos de carácter «revolucionario», sólo podían calificarse de nocivas para la Constitución y el Estado. Ahora bien, no debe olvidarse que el bilbaíno entendía que la Constitución española era Monárquica, y que la Monarquía «pura» era la única forma de gobierno compatible con el Estado español, con extensas propiedades territoriales13; de hecho, Ibáñez de la Rentería no apreciaba ni tan siquiera el valor de los «cuerpos intermedios» que pudiesen «templar» la Monarquía convirtiéndola en «mixta»14. En consecuencia, los partidos no eran aplicables a la realidad española, poseedora de una «Constitución monárquica pura». Parece más bien que el autor estuviera pensando en el gobierno británico que, al menos en cuanto a la presencia de una Cámara Legislativa, tenía un componente «democrático».

Precisamente Gran Bretaña fue, directa o indirectamente, la fuente de la que Ibáñez de la Rentería extrajo su idea del partido. En efecto, Bolingbroke ya había distinguido entre el «partido del país» y el «partido de la corte». El primero debía representar la opinión pública nacional, unificada bajo el patrocinio de un «Rey patriota», situado por encima de los intereses parciales15. El «partido de la Corte», por su parte, no era sino una «facción», que no representaba al país, sino las ambiciones de determinados grupos, y que en Inglaterra estaba representado por los seguidores whig de su adversario político, Robert Walpole16. Para el inglés, por tanto, el único partido admisible era el que no servía a intereses y ambiciones particulares, sino al «interés general» del país17; una idea en lo que se aprecia la huella de los opúsculos anteriores de Toland18. Las ideas de Bolingbroke influyeron en Voltaire, quien en la Encyclopédie redactó las voces «facción» y «partido», aunque la confusión entre ambos conceptos resultaba bastante patente19. Otro francés influido por Bolingbroke, Montesquieu, en el Libro XIX, Capítulo XXVII del Espíritu de las Leyes describía el gobierno británico en términos más reales que en el célebre Libro XI, Capítulo VI, percibiendo -eso sí, de manera muy tenue- la existencia de dos partidos, integrados por los defensores del Poder Legislativo, y los partidarios del Poder Ejecutivo20. Finalmente, David Hume, que utilizaba los términos factions y parties indistintamente, había distinguido sin embargo entre «partidos o facciones de interés», asociaciones perniciosas unidas por intereses parciales, y las «facciones o partidos de principio», asociaciones positivas vinculadas por principios generales21.

Sin duda Ibáñez de la Rentería conocía estas fuentes total o parcialmente, y de ellas no sólo heredaría la distinción entre partido y facción, sino también la idea de que el partido debía representar el interés general, y no la voluntad corrupta de intereses parciales. Ahora bien, al identificar partido e interés nacional, entendido en un sentido unitario, lo cierto es que el partido político no podía ser en realidad expresión de un pluralismo político. De hecho, como se ha señalado, el número «excesivo» de partidos supondría un defecto de la Constitución republicana.




ArribaAbajo2.2.- Inglaterra y los partidos ministerial y de oposición

También de Gran Bretaña, y en su Constitución de sentido aristotélico, se ocupó en fechas tempranas Victorián de Villava, para apreciar en este país la presencia de partidos. Villava mencionó por vez primera la existencia en Gran Bretaña de dos partidos distintos en atención al apoyo al Gobierno: un partido ministerial, formado por los empleados designados por los ministros para defender su causa, y un partido que permanecería a la sombra, oponiéndose a sus medidas22. Ahora bien, los integrantes de este último partido no sólo actuaban como oposición por resentimiento, sino que podía existir en ellos un auténtico «amor a la patria». De esta forma, la «oposición» (aunque todavía no utilizaba este nombre) podía ser útil al país, erigiéndose en guardián de las libertades. Para Villava los partidos tenían en todo caso un efecto beneficioso para la constitución, a través de la lucha ministerio-oposición, que daba mayor vitalidad a la Constitución: «Los continuos debates de los partidos -decía-, lejos de debilitar la constitución, la fortifican»23.

Otro de los grandes escritores políticos del siglo XVIII, León de Arroyal, mencionó los partidos en sus Cartas al Conde de Lerena. En la primera serie de estas cartas, León de Arroyal utilizaba un concepto aristotélico de Constitución, que a partir de 1791 cambiaría por el concepto racional-normativo. La referencia a los partidos se halla precisamente en la primera serie epistolar, de modo que León de Arroyal describía los partidos como realidades insertas en un régimen determinado, el inglés. El ilustrado ya en otros escritos había expresado su admiración por el régimen de libertades inglés24, y en las Cartas subrayaba precisamente la contribución que habían hecho los «partidos de oposición» a este régimen, hasta el punto de considerarlos como la «principal fuente de la felicidad inglesa»25.

La diferencia esencial entre Ibáñez de la Rentería y León de Arroyal (a pesar de su idéntica percepción de los partidos como realidades de la Constitución material inglesa) reside en que para el segundo el partido que servía a la libertad no era el que representara un interés general, sino precisamente el partido de «oposición», el que no ejercía el poder público. En realidad, esta diferencia respondía a la discrepancia de fondo entre ambos autores acerca de la forma de gobierno más idónea. Ibáñez de la Rentería, moderado en sus planteamientos, consideraba que el régimen más idóneo era la Monarquía; la democracia tendía al asambleísmo, y sólo era positiva cuando había un partido que representara ese «interés general» (o «felicidad pública», término ilustrado que utilizaba con más asiduidad26) que en una Monarquía personificaba el Rey. En un sistema «mixto», como el británico, no tardaría en manifestarse la confrontación entre el elemento monárquico y democrático si no existía una comunión de intereses entre ambos. Por tanto, el partido político que accediese al Parlamento tan sólo era intrínsecamente bueno cuando portara el mismo interés general que el titular de la Corona. León de Arroyal, por el contrario, mostraba un ideario mucho más liberal, aun cuando todavía no hubiese llegado a las teorías del poder constituyente y la consiguiente idea de Constitución racional-normativa. Para León de Arroyal, el Monarca y sus ministros tendían a la opresión de las libertades; por consiguiente, sólo un partido «opositor» al Gobierno podía servir de contrapeso y salvaguardia de los derechos de la nación. En definitiva, la concepción de los partidos de Ibáñez de la Rentería y de Arroyal ya mostraban en el fondo dos formas de concebir la Monarquía y sus relaciones con el Legislativo que después se mantendrán en las Cortes de Cádiz.




ArribaAbajo2.3.- Repercusión de las revoluciones americana y francesa sobre la imagen de partido: los partidos como facciones

A partir de la Revolución Francesa, las manifestaciones en España sobre los partidos cobran un nuevo cariz. Los excesos de los jacobinos hicieron que se viese con recelo la formación de grupos políticos en el Estado, ya que tendían a protagonizar movimientos revolucionarios y sediciosos. Si hasta entonces se hablaba de partido como algo positivo, diferenciado de facción, desde la Revolución Francesa se habla fundamentalmente de esta última, o se identifican sin más ambos conceptos, siempre con significado peyorativo. Del «buen ejemplo» de Inglaterra se pasó al «pésimo ejemplo» de Francia e incluso de Estados Unidos. Algo que no debe extrañar, puesto que muchos de los ilustrados españoles que hasta entonces habían admirado el progreso de las luces en general se replantearon su postura a raíz del magno acontecimiento del país vecino y, sobre todo, tras la ejecución de Luis XVI.

En su análisis político sobre la situación de Francia, Campomanes apreció la división nacional en tres partidos: asambleístas (o constitucionalistas), realistas y jacobitas. Los primeros defendían una Constitución (ahora ya entendida en sentido racional-normativo) que había destruido totalmente el antiguo sistema27, y que los otros «partidos» rechazaban de plano28. Todo ello ponía de manifiesto que se habían formado facciones contradictorias y opuestas «que mutuamente se contrarían y cada una de ellas aspira a oprimir a las otras dos»29, lo que demostraba lo pernicioso que era esta «disociación», que daba lugar a excesos revolucionarios. A la crítica de Campomanes a los partidos franceses todavía subyacía la defensa de una concepción constitucional histórico-aristotélica: la iniquidad de los partidos de la nación vecina venía corroborada por el hecho de que su presencia había acabado por derruir la Constitución material asentada en siglos de historia, para sustituirla por una obra nueva.

La identificación entre partido y facción se manifiesta incluso entre las filas liberales españolas, como en Valentín de Foronda. Éste mostraba ya un pensamiento abiertamente liberal, considerando en 1788 que las fuentes de la felicidad nacional eran los derechos de propiedad, libertad, seguridad e igualdad30. Sin embargo, en 1804, describiendo el régimen norteamericano denunciaba la excesiva heterogeneidad político-social, la gran cantidad de «demócratas», «federalistas» y «sectas» que, apoyados en un ejercicio abusivo de la libertad de imprenta, acabarían por provocar una revolución que ya estaba latente31. El rechazo de Foronda a los partidos, tal y como los veía en Estados Unidos, coincidía con la opinión que de éstos tenía James Madison, quien en The Federalist había cargado tintas contra las «facciones» y el «espíritu de partido», al que sólo una unión bien organizada podría contener32.

Así, desde Ibáñez de la Rentería hasta Campomanes y Valentín de Foronda, los partidos se consideraban facciones cuando su número era excesivo, dando lugar a confrontaciones violentas y a un clima inestable que amenazaba convertirse en revolución. Inglaterra parecía quedar a salvo de estas críticas, destinadas a Francia y Estados Unidos. Albión no sólo mostraba a España la bondad de su forma de gobierno, sino también de su régimen político. Y es que, en el fondo, el equilibrio constitucional entre Rey y Parlamento se reproducía con el bipartidismo inglés, donde whigs y tories aparecían como contrafuerzas que equilibraban el sistema garantizando la libertad.






ArribaAbajo III.- La idea de partido en el constitucionalismo gaditano (1808-1813)


ArribaAbajo3.1.- Discrepancias ideológicas: liberales, serviles y afrancesados

La Guerra de la Independencia supuso una escisión en dos grandes frentes: el afrancesado y el «patriota» (según la denominación de la época). Durante la contienda se denominó como «afrancesados» a aquellos que se habían adscrito a la causa de Napoleón y José I, pero con posterioridad una visión más objetiva permitió diferenciar entre, por una parte, los «afrancesados» (portadores de una ideología heredera del enciclopedismo y de la fisiocracia y que se veía satisfecha con la reforma administrativa propuesta por Napoleón), y por otra, los meros «juramentados» que habían jurado obediencia a José I por motivos diversos, no siempre ideológicos33.

Los «patriotas» tenían como elemento común el reconocimiento de Fernando VII como legítimo Monarca de España y el consiguiente rechazo hacia José I. Pero, más allá de esta comunión de interés, las discrepancias ideológicas de este sector eran profundas: por una parte, existía un grupo liberal, fundamentalmente influido por las doctrinas derivadas de la Revolución Francesa; por otra, los absolutistas o «serviles», denominación que durante la Guerra de la Independencia se utilizó para designar despectivamente a los partidarios del poder absoluto de Fernando VII. La discrepancia radical entre estos dos grupos impedía en esos momentos reconocer la autonomía de otro grupo, realista ilustrado, caracterizado por un talante moderado, inclinado hacia el sistema británico de gobierno y partidario de una reforma constitucional, en vez de acometer un nuevo proceso constituyente.

A esta división tripartita del sector patriota hubo de sumarse un cuarto grupo en el momento de reunirse las Cortes de Cádiz: el integrado por los diputados americanos. Los planteamientos de este grupo solían estar próximos a los liberales (así, por ejemplo, en Mejía Lequerica, Larrazábal, Ramos de Arispe), con los que se agruparon en no pocas ocasiones para votar las medidas constitucionales. Sin embargo, discrepaban en las cuestiones relativas al tratamiento de los territorios de Ultramar. Los americanos, a partir de una idea de Nación en la que se mezclaban el elemento provincial y el individualista, defendieron con denuedo la igualdad de representación en toda la Monarquía española; algo que contó con la oposición tanto de los liberales de la metrópoli como de los realistas34.

A pesar de que cada uno de los grupos descritos (afrancesados, liberales, absolutistas, realistas y americanos) contaban con un ideario bastante definido, durante la Guerra de la Independencia no se autoproclamaron como partidos35. El uso del término «partido» estuvo muy poco extendido durante la Guerra de la Independencia. Según se ha visto, en la última mitad del siglo XVIII el «partido» tuvo una connotación positiva, concebido como una realidad de la constitución material inglesa. Los partidos mostraban su cara negativa cuando eran excesivos, identificándose entonces con facciones. Tal era la situación de Francia desde la Revolución, y de Estados Unidos. Ahora bien, con la Guerra de la Independencia la imagen positiva del partido desaparece totalmente. Es más, las referencias mismas al partido son muy escasas. Del reconocimiento como realidad extranjera se pasó a la ignorancia casi total del partido. Es significativo, por ejemplo, que Jovellanos, tan atento al régimen inglés, no les dedicase una sola palabra, a pesar de que tendría que conocer su existencia. Jovellanos vio en Inglaterra un sistema de checks and balances, tal y como describían desde Montesquieu a Blackstone, y desde Adam Ferguson hasta David Hume, pero nunca mencionó los partidos ingleses, aun cuando se hallaba bien informado de los debates que se sustanciaban en la Cámara de los Comunes entre los líderes whig (Charles James Fox) y tory (William Pitt) de la Inglaterra de Jorge III; y aun cuando su gran amigo e informante del gobierno británico, Lord Holland, era un reputado whig36.

En parte, esta ignorancia del partido responde a un cambio del concepto de Constitución. Como se verá enseguida, a comienzos del XIX se abandonó la idea aristotélica de Constitución, sustituyéndola por un concepto racional-normativo (liberales), o por un concepto histórico (realistas). La situación nacional hizo que los estudios abstractos sobre los regímenes políticos se postergasen en favor del análisis del gobierno más adecuado para España. No interesaba analizar las realidades extranjeras, sino aquellas que pudiesen tener aplicación en nuestro país. Los partidos, característicos de Inglaterra, no superaron esta criba: ni eran conformes con las expectativas liberales, ni resultaban compatibles con la Constitución histórica de los realistas.

Las escasas referencias a los partidos que se encuentran durante la Guerra de la Independencia los identifican con facciones, desapareciendo por tanto la dicotomía partido/facción. Toda división se consideraba nociva en un momento en que era preciso aunar las voluntades no sólo para derrotar a Napoleón, sino también para reformar la Monarquía española a fin de evitar ulteriores abusos. La situación política exigía, por tanto, negar los partidos. Así, el argumento de que los partidos disgregaban la voluntad nacional lo utilizó el Consejo de Castilla para oponerse a una reunión de Cortes en que estuviera representado el tercer estado más allá de lo dispuesto por la Constitución histórica. Unas Cortes así formadas, decía el Consejo de Castilla, «es expuesta a que se formen partidos y facciones que ocasionarían gravísimos males en el reino»37. En la «Consulta al País38», el informante Bosmeniel apuntalaba su proyecto constitucional indicando que toda la Nación debía estar unida, superando todo tipo de partidismo39. Y en las Cortes de Cádiz, el diputado por Guatemala Larrazábal decía que la igualdad representativa en toda la Nación (incluidos, pues, los territorios de Ultramar) era necesaria para evitar que surgiesen partidos en América40.

Sin embargo, nada mejor que las palabras del periódico liberal La Abeja Española para poner de manifiesto la idea de partido presente durante la Guerra de la Independencia: «No hay partidos ni los puede haber donde exista una fuerza preponderante que los quiera disipar. Las fermentaciones políticas que excitan las mejoras ocasionan los partidos porque dan lugar al choque de los intereses, y los partidos producen obstinación»41.

Esta imagen del partido como facción la sostuvo también Blanco White, a pesar de que su residencia en Londres le podía proporcionar un cabal conocimiento de los partidos políticos. A través de El Español, periódico que publicó en la capital inglesa, Blanco White buscó moderar el radicalismo de los diputados liberales. Su propuesta esencial era que se tomara como modelo el sistema de gobierno inglés, y no el revolucionario francés. Pero en este modelo británico Blanco White no daba acogida a los partidos. De hecho, según él, la mayor virtualidad de gobierno inglés, el bicameralismo, evitaba el influjo de las facciones en el procedimiento legislativo42. Esta postura de Blanco White es comprensible porque en realidad, y a pesar de su cercanía a Gran Bretaña, no concebía el sistema de gobierno británico como un sistema parlamentario43 (con la importancia que tiene en éste la oposición44), sino que permanecía anclado en la anacrónica idea de balanced constitution, como demuestra su idea del poder regio fuerte, de responsabilidad exclusivamente penal de los ministros y su concepción de la cámara alta como cuerpo intermedio entre el Rey y el pueblo.

La Constitución de 1812, como es de sobra sabido, no respondió al modelo británico que proponía Blanco White, sino al francés de 1791. Según Blanco White, el resultado de establecer una Constitución novedosa, que no respetaba el pasado nacional, era dividir la población entre acólitos del documento constitucional y radicales opositores. La Constitución era incompatible con un espíritu conciliador, y daba lugar a una profunda división política, es decir, a «partidos»45. De este modo, el brillante liberal identificaba los partidos con facciones, desconociendo el importante papel del pluralismo político.

La negación de los partidos políticos durante la Guerra de la Independencia no sólo se debió a motivos de oportunidad política (a saber, necesidad de aglutinar voluntades contra Napoleón y en favor de las reformas), sino a una profunda convicción teórica. Liberales y realistas negaron el partido porque no era compatible con su idea de libertad, de Constitución y de forma de gobierno.




ArribaAbajo3.2.- La negación del partido en la sociedad: la idea de derechos y libertades

La existencia de los partidos políticos no resulta posible, claro está, sin el reconocimiento más genérico del derecho de asociación que les sirve de fundamento. Sin embargo, este derecho no se halla presente en la Constitución de 1812, a pesar de haberse regulado en la Francia revolucionaria que le servía de modelo46. Alcalá Galiano, en su visión de la Guerra de la Independencia se percató de tal circunstancia: «mientras de la libertad de imprenta se habló mucho en la primera época constitucional -afirmaba-, en la de reunión apenas hubo quien pensase». Para el célebre publicista la omisión se habría debido a motivos de oportunidad política: el pernicioso ejemplo de los clubes franceses y el peligro de reconocer tal derecho en la sitiada ciudad de Cádiz, donde una reunión tumultuosa podía desembocar en motín47. Sin embargo, la negación de este derecho respondía también a razones teóricas. Liberales y realistas negaron el derecho de asociación (y con él los partidos) a partir de su particular concepción de los derechos y libertades.

Los realistas, como Inguanzo, Borrull o Alonso Cañedo, tenían una concepción organicista de los derechos, identificados como libertades propias de los distintos estratos sociales que integraban el reino. Estos derechos constaban en las Leyes Fundamentales, o Constitución rubricada por la historia, que expresaban el pacto suscrito entre el Rey y el Reino para regular las prerrogativas de aquél y los privilegios de éste. En realidad, las libertades se estructuraban en dos planos integrados: libertades del Reino (especialmente el derecho de reunirse en Cortes a partir del principio quod omnes tangit ad omnibus tractari de aprobari debent) y libertades de los distintos grupos que componían el Reino (esto es, libertades del clero, la nobleza y el pueblo llano, plasmadas especialmente en el derecho de cada uno de ellos a concurrir a las Cortes). Los derechos se concebían desde una perspectiva relacional; así, el Reino era titular de libertades frente al Rey, del mismo modo que cada grupo social poseía derechos frente a los restantes. Con ello se lograría un «estado mixto» que garantizaría el equilibrio constitucional indispensable para el Estado.

Cada grupo (y no cada individuo) era titular de determinados derechos (lo que suponía negar la igualdad formal). Ahora bien, ello no suponía optar por la más absoluta heterogeneidad en la titularidad y contenido de los derechos. Por el contrario, la uniformidad se lograba, por una parte, dentro de cada grupo y, por otra, a través de la integración de cada grupo en el Reino, unido por principios comunes (tales como el respeto a la Monarquía o a la religión, auténtico límite del ejercicio de los derechos). Así, los realistas no admitían divisiones internas dentro de cada grupo social. Sólo era admisible la estratificación social determinada por la Constitución histórica, pero no la formación de nuevas asociaciones cuyos miembros defendiesen intereses distintos a los propios de su grupo social. El resultado sólo podía ser la negación de los partidos, considerados como asociaciones contrarias a la pétrea organización estamental.

El concepto liberal de las libertades era muy distinto, pero traía igualmente como consecuencia el rechazo del derecho de asociación. Los liberales, como Toreno, Gallego o Argüelles, partían de las teorías del estado de naturaleza y del pacto social (por más que razones políticas les obligaran a disfrazarlas bajo un ropaje historicista)48 y, por consiguiente, de la plena igualdad de los derechos civiles (aunque no de los políticos)49. La sociedad nacía de un pacto de asociación, pero éste sólo se había celebrado por una «necesidad absoluta», siguiendo una terminología leibniziana, es decir, por la inviabilidad de garantizar los derechos en el estado de naturaleza. Del pacto social nacía una asociación unitaria que tenía por objeto exclusivo satisfacer las libertades de sus miembros por encima de los intereses egoístas.

Por tanto, el reconocimiento del derecho de asociación habría chocado contra la finalidad misma del pacto social, al dar de nuevo cabida a intereses parciales. En definitiva, las asociaciones colisionaban frontalmente con la Asociación, dando lugar a pactos sociales dentro del Estado, o lo que es lo mismo, a sub-Estados. El principio asociativo por tanto era una necesidad (y no un derecho) del estado de naturaleza que no podía hallarse en el estado de sociedad (donde esta necesidad ya se había paliado) sin peligro de que esta última se descompusiese. Las asociaciones atomizarían la unidad lograda con el pacto social, dando lugar a un nuevo Estado que ni sería un verdadero Estado (por la presencia de grupos en su interior), ni tampoco un «estado de naturaleza» (porque no se compondría de individuos, sino de asociaciones). Su mayor parecido era con los grupos sociales característicos del Antiguo Régimen. Precisamente aquello contra lo que el liberalismo luchaba con mayor denuedo. Al rechazar las asociaciones, los liberales se adscribían a la negación rousseauniana de los cuerpos intermedios, yendo incluso más allá que el constitucionalismo francés, que sí había admitido el derecho de reunión y asociación.




ArribaAbajo3.3.- La incompatibilidad de los partidos con la Constitución racional-normativa y con la Constitución histórica

Durante la Guerra de la Independencia el concepto aristotélico de Constitución se sustituyó definitivamente por los conceptos racional-normativo (utilizado por los liberales) e histórico (seguido por los realistas), lo que contribuyó al rechazo de los partidos.

Los realistas consideraban que la Constitución del Estado no era otra cosa que las antiguas Leyes Fundamentales que expresaban el pacto suscrito por el Rey y el Reino para regular sus respectivos derechos50. El contenido de las Leyes Fundamentales estaba protegido por diversos niveles de rigidez constitucional: así, existía un núcleo intangible (integrado por el carácter monárquico del Estado o la confesionalidad de éste); un sector normativo integrado por normas modificables sólo a través del común asenso entre el Rey y el Reino; y, finalmente, normas que podían alterar las Cortes (el Reino) por sí solas. Dentro del entramado constitucional histórico los partidos no encontraban reflejo alguno. La historia castellana, aragonesa y navarra mostraban sólo los ejemplos de agrupaciones estamentales, pero no de asociaciones constituidas con fines políticos. Por consiguiente, los partidos no formaban parte del entramado constitucional.

Los liberales, por su parte, optaron por el modelo racional-normativo que se difundió desde el constitucionalismo norteamericano. La Constitución era resultado del ejercicio del poder constituyente de la Nación, de modo que la historia no determinaba el contenido constitucional51. La Constitución contenía, por consiguiente, la manifestación más importante de la voluntad soberana; la voluntad constituyente, que suponía decidir la forma de gobierno que debía regir la sociedad. Ahora bien, el concepto mismo de voluntad general obstaculizaba la idea de partido.

En efecto, para los liberales la voluntad general no sólo se determinaba en un sentido cuantitativo (por el número de sus destinatarios -igualdad formal-, y por proceder de «toda» la Nación -participación política), sino también en sentido cualitativo: generalidad equivalía a lo mejor para la Nación. El concepto de voluntad general venía así a sustituir a la idea de «felicidad nacional» o de «bienestar público»52. El proceso discursivo en las Asambleas servía para alcanzar esa voluntad general; mediante el «intercambio recíproco de luces» los representantes llegaban a descubrir (en un proceso que se consideraba más epistemológico que decisionista) lo más adecuado para la Nación. El resultado de la votación se presuponía que expresaba esa celsitud; de este modo, quien votaba en contra no representaba una opción legítima, sino que, simplemente, se había equivocado en su interpretación de lo que convenía más a la Nación soberana53.

El resultado de cuanto acaba de decirse es evidente: para los liberales no podía existir una oposición legítima, puesto que cuanto se expresaba en el Parlamento era voluntad soberana e indiscutible. Lo contrario no era sino voluntad errada; manifestación de intereses parciales y no expresión de lo más apropiado para la Nación. Por tanto, el partido, basado en el pluralismo político, y en el valor de todas las opciones políticas, no podía concebirse bajo el prisma liberal.

La Constitución era, como se ha dicho, la expresión de la voluntad general constituyente. En consecuencia, como decía Argüelles, sancionado un artículo constitucional su contenido dejaba de ser opinable, para convertirse en la sola voluntad de la Nación54. Precisamente la más relevante referencia a los partidos en las Cortes de Cádiz tuvo lugar para poner de manifiesto esta idea. Así, Miguel Riesco, diputado por Chile, manifestó que, a diferencia de las Constituciones francesa y sueca («obras de una facción, concebidas en horas, aceptadas en minutos y destruidas cuando lo era el partido que las había procurado»), el texto gaditano era expresión de una unidad de voluntad nacional: «uno es el interés, uno el partido, una, pues, la opinión»55.

A fin de dar estabilidad a la Constitución, los liberales dotaron al texto de 1812 de una rigidez temporal absoluta (artículo 375, donde se establecía que hasta pasados ocho años no podría acometerse ninguna reforma constitucional). El fundamento liberal de la rigidez de la Constitución era muy distinto del realista: para los realistas era un producto de la historia, consecuencia de su concepción estática del Derecho; para los liberales era un producto racional, aunque el Derecho Natural imponía parte de estos límites (como la división de poderes, o el reconocimiento de derechos subjetivos). Sin embargo, las consecuencias de la rigidez para la exclusión de los partidos eran idénticas. En efecto, al dotar a la Constitución de una rigidez absoluta cualquier opción contraria (republicana, aconfesional, absolutista…) no tenía posibilidades de prosperar y se consideraba fuera del sistema56. Determinadas cuestiones quedaba, pues, fuera de toda discusión; en el caso de los liberales sujeta a plazo, en el caso de los realistas de forma definitiva.




Arriba3.4.- La repercusión de la forma de gobierno en la ignorancia del partido

Según se ha visto, la idea de los derechos y de la Constitución impedía percibir los partidos políticos en la sociedad. La idea que sostuvieron liberales y realistas sobre la forma de gobierno nacional repercutió, a su vez, en la negación del partido como realidad dentro del Parlamento (Grupos Parlamentarios).

Los realistas admiraban el sistema británico de gobierno como lo habían descrito Montesquieu, De Lolme, Locke, Hume o Blackstone. Estos autores describían un régimen basado en la idea de equilibrio constitucional, tal cual establecía el statute law, pero sin apreciar las modificaciones operadas a través de las convenciones constitucionales. Por tanto, los realistas no tuvieron sino una visión distorsionada de Inglaterra, identificándola con una Monarquía Constitucional equilibrada, y no con un sistema parlamentario de gobierno ya en ciernes. El éxito de esta imagen distorsionada entre los realistas se debía a que se compatibilizaba con la anacrónica teoría del gobierno mixto. En ambos casos se trataba de lograr un equilibrio entre los poderes del Estado, si bien la teoría del gobierno mixto presuponía una base social a éstos.

En coherencia con estas ideas, los realistas trataron de establecer un gobierno en el que el Monarca asumiese personalmente las funciones estatales más relevantes, ejerciendo el poder ejecutivo y participando del legislativo mediante el veto. Los ministros quedaban relegados a meros Secretarios del Despacho del Rey, denominación más exitosa entre los realistas. A fin de lograr un equilibrio constitucional adecuado, el Parlamento se dividiría en dos Cámaras, correspondiéndole a la Alta (compuesta por nobleza y clero), mediar entre la Cámara Baja y el Monarca. Este hábil juego de controles mutuos y contrapesos sociales y políticos excluía la presencia de los partidos. Por una parte, el poder ejecutivo correspondía al Rey, no a los ministros, con lo que no había lugar a que se formase un «partido ministerial» que apoyase la política del Gobierno57. Por otra parte, el Parlamento era expresión de la composición estamental de la sociedad (la Cámara Baja del pueblo, y la Alta del clero y nobleza) en la que, según ya se ha visto, no se admitían otras asociaciones.

El bicameralismo apadrinado por los realistas servía, por tanto, para impedir la formación de partidos o, al menos, para impedir que estos pudieran imponerse. El elemento democrático del régimen tendía al tumulto y a la formación de facciones que acababan imponiéndose mediante artimañas demagógicas. El elemento aristocrático, caracterizado por la virtud y moderación (como apuntaban Montesquieu y Blackstone) serviría para compensar esas facciones, asegurando mediante una segunda reflexión pausada que las leyes fuesen fruto del raciocinio, y no de la precipitación.

La forma de gobierno que los liberales lograron plasmar en la Constitución de 1812 respondía a premisas muy distintas, basadas en el modelo francés de 1791, y no en el británico. Este modelo también se separaba del sistema parlamentario de gobierno, estableciendo un sistema de separación de poderes rígida en la que, sin embargo, el Parlamento absorbía las competencias más relevantes en virtud de su carácter de representante de la Nación soberana. Al Rey todavía le quedaban algunas funciones relevantes (como la declaración de la guerra o el nombramiento de cargos públicos), pero básicamente se le concebía como el titular de un poder ejecutivo que ejercía personalmente y sin la presencia de un Gobierno.

Los liberales partieron de una visión dicotómica entre el Ejecutivo y el Legislativo, al concebir que el primero expresaba el Estado limitador, y el segundo la garantía de los derechos. Esta confrontación estaba concebida en términos binarios e interorgánicos: la confrontación se manifestaba entre el Rey y el Parlamento, sin admitir en este último la división entre mayoría y oposición. Algo que estaba también favorecido por la idea de la Nación representada, concebida en términos unitarios y desconociendo, por tanto, el pluralismo social. En definitiva, al desconocer el sistema parlamentario de gobierno, los liberales desconocían también la bipolarización dentro del Parlamento entre mayoría gubernamental y minoría opositora. El Parlamento, concebido como unidad, siempre era todo él «oposición al Ejecutivo», porque sólo así las libertades individuales gozaban de salvaguardia.







 
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