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La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad


Concepción Arenal




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Introducción

Basta considerar la frecuencia con que se habla de igualdad, el calor con que se discute, la multitud de personas que toman parte en la discusión o se interesan en ella, la vehemencia con que se ataca y se defiende, la pertinacia con que se afirma o se niega, la confianza con que se invoca como un medio de salvación, el horror con que se rechaza como una causa de ruina; basta observar estos contrastes, no sólo reproducidos, sino crecientes, para sospechar que la igualdad no es una de esas ideas fugaces que pasan con las circunstancias que las han producido, sino que tiene raíces profundas en la naturaleza del hombre, y es, por lo tanto, un elemento poderoso y permanente de las sociedades humanas.

Esta sospecha se confirma, pasando a convencimiento, al ver en la historia la igualdad luchando con el privilegio; vencida, no exterminada, rebelarse cuando se la creía para siempre bajo el yugo; existir, si no en realidad, en idea y esperanza, y, derecho o aspiración, aparecer en todo pueblo que tiene poderosos gérmenes de vida.

Aspiración generosa, instinto depravado, impulso ciego, deseo razonable, sueño loco, bajo todas estas formas se presenta la igualdad, ya matrona venerable, con balanza equitativa como la justicia, ya furia, que agita en sus manos rapaces tea incendiaria.

La igualdad en la abyección; la igualdad en el derecho; un populacho vil que quiere pasar, sobre todos, el nivel de su ignominia; un pueblo digno que se opone a que la justicia sea privilegio. el pensador, buen amigo de las multitudes, que procura ilustrarlas; el fanático o el ambicioso, que las extravía, todos hablan de igualdad, aunque cada uno la comprenda de distinta manera.

Esta diferencia en el modo de concebir una misma cosa se observa en otras muchas; pero tal vez en ninguna es más perceptible que en la igualdad, porque no hay quizás aspiración que tan fácilmente pase de razonable a absurda, cuyos verdaderos límites sean tan fáciles de traspasar, que se ramifique y extienda tanto a todas las esferas de la vida, ni que haga tan estrecha alianza con una pasión implacable y vil: la envidia. La envidia enciende sus rencores y destila su veneno en los individuos y en las multitudes que convierten la igualdad en bandera de exterminio, y por eso son a veces tan sordas a la voz de la razón y a las súplicas de la misericordia.

Estudiando la igualdad en el pasado, no se la ve seguir un curso más o menos rápido, más o menos regular; su brillo no crece con las luces de la inteligencia, su marcha no es paralela a la del progreso humano: tiene resplandores de relámpago, movimientos vertiginosos, y a veces cada paso asemeja a una erupción. Esto no es decir que carezca de ley, no; el huracán y la tempestad tienen la suya; pero es considerar cuán difícil ha de ser la observación de un fenómeno relacionado con tantos otros, y que no puede conocerse bien sino conociéndolos todos.

Mas por dificultoso que sea el estudio, parece necesario; la igualdad no se invoca ya por unos pocos, sino por el mayor número; no se limita a una u otra esfera de la vida, pretendo invadirlas todas, y sin saber lo que es, ni los obstáculos que halla, ni el modo de vencerlos, se pretende suprimir el tiempo necesario, el trabajo indispensable, y supliendo la fuerza con la violencia, lograr instantáneamente lo que sólo se realizará en el porvenir, o lo que no podrá realizarse nunca. Estas aspiraciones las tiene el que padece, con la impaciencia de quien sufre, con la cólera del que halla un remedio o un alivio que supone negado por la injusticia y el egoísmo. Y no son cientos ni miles, sino millones de cóleras impacientes y doloridas, que piden a la igualdad un recurso para su penuria y una satisfacción para su amor propio. Y estos millones de impacientes iracundos comunican entre sí; es decir, que multiplican su impaciencia y su ira, que, contenida a intervalos, y a intervalos desenfrenada, es amenazadora siempre.

Enfrente de los que esperan en la igualdad están los que la temen, los que ven en ella una cosa monstruosa, imposible, absurda, injusta; un sueño de la fiebre popular, un producto de las malas pasiones de la plebe, o un medio de explotarlas. Para éstos, la igualdad es sinónimo de anarquía, de caos, de degradación, hasta el punto que igualarse viene a ser rebajarse, y persona distinguida equivale a persona digna.

El antagonismo no puede ser más evidente: lo que para éstos es un atentado, para aquéllos es un derecho; aberración para unos, dogma para otros.

Los dogmas se creen; los partidarios de la igualdad, las multitudes al menos, creen en ella, la afirman con la seguridad del que no ha pensado, con la vehemencia del que espera, y, como todo ignorante que sea apasionado, están dispuestos a imponer la creencia.

El dogmatismo que suele aplicarse a las cosas espirituales aquí interviene en las materiales, y no tiene un reducido número de oráculos en el aula o en el templo, sino que abre cátedra donde quiera, en calles y plazas, en caminos y en veredas. El dogmatismo filosófico y religioso tiene máximas y preceptos que son promesas, reglas que enfrenan las pasiones, y aunque influya en las cosas materiales, no se dirige tan inmediata y directamente a ellas como el dogma de la igualdad. No se trata ya sólo de ser todos igualmente hijos de Dios, que no hará más distinción que entre justos y pecadores; de ser juzgados por la misma ley penal, y de suprimir todo privilegio en la política, sino de promulgar la económica de modo que desaparezcan las diferencias en las cosas que importan más, porque no se da tanto valor a tener voto en los comicios como pan y comodidades en casa. La insurrección económica, la huelga, es la más frecuente, casi la única, y manifiesta adónde se quiere aplicar el nivel con más empeño.

Mientras otros dogmas pierden prestigio el de la igualdad aumenta el número de sus prosélitos, y extiende su acción en cada individuo; no hay fenómeno social en que no aparezca su influencia, difícil determinar hasta dónde llegará, al menos como aspiración. ¿Quién pone límites a la fe y a la esperanza?

Y, no obstante, se comprende la necesidad de ponerlos cuando la esperanza Y la fe no se alimentan eje espirituales promesas para otra vida, sino que quieren realizarse en ésta con la posesión inmediata de ventajas positivas y materiales bienes. Agréguese que éstos no se buscan siempre por la persuasión, sino recurriendo a la fuerza, y es de temor que la apelación a ella se repita más y más si no se contiene la fermentación de las impaciencias. Uno de los medios de contenerlas es discutirlas; citar ante el tribunal de la razón a los contendientes; oírlos con imparcialidad; no negar el derecho porque sea nuevo ni porque sea viejo, sino atendiendo a la justicia; precaverse contra la pasión, que no siempre es vocinglera, contra el egoísmo, que puede ser cínico o hipócrita; determinar bien los puntos esenciales que se discuten para quitar al asunto mucho de lo vago que hoy tiene; señalar las contradicciones que hayan podido pasar desapercibidas, pero que en los hechos dan lugar a choques y conflictos, y de este modo contribuir a que, respecto a la igualdad, se tenga opinión que se discute, un elemento social que se analiza, y no un dogma que se impone o un arma con que se amenaza.






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Parte I

De la igualdad considerada social y filosóficamente



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Capítulo I

Nociones generales


La idea de igualdad supone la de diferencia: si no se hubiesen notado maneras de ser diferentes, no cabía afirmar que las hubiera iguales; no se diría que los hombres lo eran, sino comprendiendo que pueden dejar de serlo. Que los aficionados a los estudios psicológicos, que propenden a ver sucesivos fenómenos que tal vez son simultáneos, discutan si la noción de igualdad ha seguido o precedido a la de diferencia; a nosotros nos basta hacer constar que si todos fueran, se sintieran y se supieran iguales, no se discutiría acerca de la igualdad, viviríamos sin afirmarla ni negarla, sin notarla; no habría idea de ella, como no existiría la de salud si no se hubieran visto vivientes enfermos ni se concibiera que pudiesen estarlo, Anterior, posterior o simultánea, negación o afirmación de semejanzas o de diferencias, la igualdad y la desigualdad coexisten de tal manera, que no puede concebirse la una sin la otra, y que el estudio de cualquiera de ellas es el estudio de entrambas.

Si, pues, desde el primer momento que meditamos sobre la igualdad la vemos que coexiste con la desigualdad, y que no se concibe sin ella, la primera consecuencia que sacaremos es que entrambas existen necesariamente, que son indestructibles la una como la otra, y que ni el nivel ni el privilegio pueden ser un medio permanente de establecer la paz y la justicia, porque uno y otro prescinden de la naturaleza de las cosas. Los defensores del privilegio niegan las semejanzas, los niveladores las diferencias, sin ver que unas y otras se prueban en el hecho mismo de tener idea de igualdad y desigualdad. Sus grados, clase y resultados darán lugar a discusiones y dudas; pero que al menos quede fuera de ella que la igualdad y la desigualdad se suponen mutuamente, coexisten son un elemento necesario que se puede modificar, combinar de este o del otro modo, pero no suprimir; y la razón nos pone a cubierto de los radicalismos que entienden arrancar de raíz los abusos o los errores, cuando no hacen más que prescindir de lo que es esencial a la naturaleza humana.

La igualdad supone comparación, y la comparación cosas o personas que han de ser comparadas. Ya se sabe que todo ser es idéntico a sí mismo; de modo que, cuando se dice igual, evidentemente hay que referirse a otro. Igualdad supone pluralidad de personas o cosas que no se aíslan, sino que, por el contrario, se aproximan para compararlas o ser comparadas.

Un número de seres, una aproximación suficiente, una comparación de sus cualidades, son condiciones indispensables para decir o negar que hay igualdad. Ésta supone, pues, colectividad que juzga y resuelve si algunos, muchos o todos sus individuos han de equipararse. Por pocos que éstos sean, la igualdad es un fenómeno social, y por groseros que se los suponga, la igualdad está precedida de una comparación, de un juicio.

En consecuencia, la igualdad, ya se afirme, ya se niegue, no se puede considerar en una cosa aislada: como quiera que se comprenda el modo de ser de una persona, no se la iguala o diferencia por lo que en ella se observe en absoluto, sino por lo relativo que con otros tenga de común o diferente. No siendo la igualdad personal, sino colectiva, tiene más fuerza y menos independencia que lo que depende del solo individuo; y si se conociera mejor, tendría menos osadía y menos desfallecimientos como un elemento positivo y coartado que no se puede extender indefinidamente ni suprimir.

La igualdad, como aspiración, existe en varios grados y formas, según el pueblo en que aparece y el individuo que a ella aspira; pero en ninguna circunstancia esta aspiración existe sola, sino con otras, ya del individuo que la siente, ya de los que con él están relacionados. El mismo que desea igualarse con los que están más arriba, quiere distinguirse de los iguales, y se indigna de ser confundido con los inferiores. El espíritu de dominación, tan hostil al de igualdad, coexiste con él, y cuando no hay una fuerza que le sofoque, o una razón que le enfrene, se revela: pueden verse sus tendencias avasalladoras en el niño que pretende imponer su voluntad, y más aún en el loco, que no sólo quiere que prevalezca la suya, sino que con frecuencia se reviste de autoridad superior o poder omnipotente. Cierto que no se pueden aplicar a los hombres cuerdos las observaciones hechas en los niños y en los locos, pero tampoco pueden dejar de considerarse como datos; porque en el niño están los elementos del hombre; no ha dejado de serlo el loco por estarlo, y su extravío no consiste en tener instintos, facultades o sentimientos que falten a los demás, sino en la preponderancia desordenada de alguno de ellos. La frecuencia con que los locos se creen personas muy superiores por sus riquezas, talentos o autoridad, hace sospechar que existe en el hombre una propensión a elevarse sobre los otros, sospecha que pasa a convencimiento notando que la vanidad y espíritu de dominación son tan comunes en el hombre como hostiles a la igualdad. Si hay en el corazón humano un elemento que impulsa a igualarse, hay otro que induce a distinguirse, como se puede notar que existe a la vez el instinto del mando y el de la obediencia. Estos impulsos iniciales pueden y deben constituir una armonía: no se diga que son fatalmente hostiles, pero no se desconozca su antagonismo y se crea que la igualdad puede establecerse sin lucha y brotar espontáneamente donde quiera que no se contraría la natural propensión del hombre. Éste, por el contrario, propende a la desigualdad, porque es vano, porque quiere distinguirse, y para lograrlo sacrifica muchas veces su sosiego, su vida y hasta su deber. Desde la noble emulación que inspira al héroe en el campo de batalla y al sabio en su gabinete, al bestial arrojo del torero, y el artificio costoso de la coqueta elegante, hay un mundo de esenciales diferencias, pero se nota un factor común, el deseo de distinguirse; es tan fuerte este deseo, que anima al hombre en las circunstancias más varias de la vida; sofoca el ¡ay! del enfermo que siente penetrar en sus carnes el cuchillo de amputación, y la voz de la conciencia de la mujer de moda se mezcla a los motivos nobles del hombre virtuoso y a los viles del criminal. Seguramente hay servidores, y aun mártires, de la religión, de la ciencia y de la humanidad, en quienes no influye el deseo de distinguirse y hacer que su nombre no se confunda con los otros, pero son excepciones; la regla general es que el individuo, siempre que puede, procura hacerse notable por alguna cosa; que si halla grados establecidos procura colocarse en los superiores, y que sólo los que están en el último piden nivelación. Hay, pues, que tener presente el hecho de que en lo íntimo de la naturaleza humana existe un impulso antagónico a la igualdad: el deseo de distinguirse.

Siendo el hombre un compuesto complicadísimo de elementos que se combinan de diversos modos, no es cosa sencilla y fácil de estudiar la igualdad: puede referirse a la fuerza, a la belleza física, a la resistencia para el trabajo, la fatiga, el dolor, y contra las causas que alteran la salud; a la nobleza o vileza de carácter, a su entereza o debilidad, a la actividad o apatía, al cumplimiento u olvido del deber, al egoísmo o la abnegación, y, en fin, a las varias facultades intelectuales. Las aptitudes diversas, las variaciones combinadas de diverso modo, dan lugar a diferencias infinitas en lo físico, en lo moral, en lo intelectual. La igualdad y la desigualdad están constituidas por un gran número de igualdades y desigualdades que modifican y son modificadas: así como del mismo peso o estatura de dos hombres no se puede inferir su igualdad física, porque uno puede ser feo o enfermo, otro bello y hermoso, tampoco por ninguna cualidad moral o aptitud de la inteligencia se puede saber si será igual a otro que tenga aquella misma aptitud o cualidad. Y como esto sucede, no sólo al comparar un individuo con otro, sino todos entre sí; como hay que ir reconociendo diferencias y combinaciones de ellas para conocer igualdades, este conocimiento es muy difícil, y muy común, careciendo de él, resolver como si se tuviera. El que habla resueltamente de igualdad, ¿puede responder siempre a esta pregunta? ¿De qué igualdad se trata? No; y la física, la moral y la intelectual constituyen clases muy diferentes, y dentro de ellas, variedades infinitas. Sólo clasificando estas diferentes especies de igualdad pueden conocerse, y sólo conociéndolas negar y concederse con razón.

Siendo los elementos de la igualdad físicos, morales o intelectuales, hay que tenerlos todos presentes para establecerla; si se prescinde de ellos, la igualdad es una palabra, un abuso de la fuerza, la ilusión que desaparece o el rodillo que nivela aplastando lo que sobresale, jamás el equilibrio de una armonía duradera.

La igualdad tiene, sin duda, profundas raíces en el corazón humano; pero además de que halla otros espontáneos impulsos igualmente arraigados que la contrarían, ninguna planta vive por la raíz sola: no basta decir que una aspiración es natural para que sea realizable; al contrario, el hombre está lleno de aspiraciones que rara vez o nunca realiza. No creemos que sean inútiles; pero no es éste el lugar de discutir cómo pueden utilizarse, sino de consignar que las aspiraciones no son, ni profecías, ni oráculos, sino impulsos que es necesario enfrenar, o cuando menos dirigir. Para apreciar los grados de realidad que pueden tener las aspiraciones, cierto que ha de tenerse en cuenta la naturaleza humana, pero cuidando de distinguir que hay inmensas diferencias entre el natural de un salvaje, de un bárbaro o de un hombre civilizado, y aun dentro de la civilización, según sus grados, tendencias y lugar que en ella se ocupa, entre unos hombres y otros; de modo que, cuando se habla de conformarse a las aspiraciones naturales, es necesario investigar cuáles son, porque el natural varía.

Aun cuando la igualdad sea aspiración legítima y realizable, no puede prescindir del principio no hay derecho contra el derecho, ni afirmar que el suyo es el más sagrado, que no tiene límites fijos, que su uso no está sujeto al abuso, y, en fin, que puede sustituirse con una maza la balanza de la justicia. Pero desde que la igualdad es derecho, es sagrado como cualquier otro, indestructible como todos; y siendo preciado como pocos, y haciendo como ninguno fácil la alianza de la razón y las pasiones, negarle es tan imprudente como injusto.

De todo lo cual se infiere que la igualdad es un problema social de los más complicados y. difíciles de resolver.




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Capítulo II

De la igualdad, de la identidad, de la semejanza y de la equivalencia


La igualdad sin diferencia alguna entre las personas, sabido es que no existe, y aun las cosas que no acertamos a distinguir no son idénticas. Si lo parecen las hojas de un árbol o las arenas del mar, es porque no las observamos bien, o porque no tenemos medios adecuados de observación: a medida que ésta se perfecciona más, halla más diferencias; tanto, que conocer es distinguir. Nos parecen iguales las ovelas de un rebaño que el pastor no confunde, y dos gotas de agua que ponemos como ejemplo de cosas idénticas, con el auxilio del microscopio se ve que no lo son.

Si la igualdad entre los hombres no es, no puede ser la identidad, resultará, pues, de cierto grado de semejanza. Pero ¿qué grados de semejanza bastan para constituirla igualdad?¿Cómo se miden estos grados? He aquí dos preguntas que es preciso hacer y difícil contestar. Por difícil que sea hay que contestarlas, porque ya se conceda la igualdad o se niegue, necesario es razonar la concesión o la negativa: reflexionemos, pues, sobre el asunto.

Hay que poner ruedas a un vagón, y han de ser iguales. ¿Qué necesitamos para decir que lo son? No que sean idénticas, sino que su semejanza sea bastante para resistir igualmente por cierto tiempo, para que se adapten a la vía de un modo análogo, no tengan demasiado rozamiento al rodar por ella, no descarrilen en las circunstancias normales, y no produzcan movimientos violentos y grandes desniveles en los carruajes.

Necesitamos una balanza: los brazos, los platillos, han de ser iguales. ¿Cuándo decimos que lo son? Cuando tienen la suficiente semejanza para que los pesos que hacernos con ella tengan la necesaria exactitud. Según tengamos que pesar patatas, oro o gases, exigiremos entre las partes simétricas del aparato más igualdad, grados de semejanza proporcionados a los de exactitud que deseamos en el peso.

Necesitamos varios aparatos para elevar agua, iguales, y decimos que lo son cuando los cuerpos de bomba y los émbolos tienen bastante semejanza para efectuar próximamente el mismo trabajo.

Construimos una escalera con peldaños, que tenemos por iguales si a la vista lo parecen, asemejándose bastante para que al andar por ella no se tenga la molestia que resultaría de su mucha desigualdad.

Podrían multiplicarse los ejemplos, resultando siempre que en las obras materiales se llama igualdad cierto grado de semejanza.

Debe observarse, además, que tácita o expresamente se prescinde, al calificar de iguales las cosas, de diferencias que, aun cuando grandes, no influyen de una manera apreciable en su utilidad para el servicio que han de prestar. Así, decimos que dos bombas son iguales si tienen las mismas dimensiones y efectúan el mismo trabajo, aunque estén pintadas de un color diferente.

Si de las obras pasamos a los operarios, observaremos que éstos se califican también de iguales cuando sus productos se asemejan lo bastante para ser igualmente útiles. Llamamos iguales a dos zapateros que nos hacen por el mismo dinero botas que no difieren de un modo apreciable en apariencia y servicio.

-Pero en cuanto pasamos de la obra al obrero, surgen multitud de elementos que hacen el problema complicado, de sencillo que era. En la balanza podíamos prescindir de todas las diferencias que no influyesen para la exactitud del peso; en el zapatero no podemos prescindir de todas las que no se refieran a la hechura de las botas. Puede ser un hombre que padece una enfermedad contagiosa transmisible por el calzado que manipula; un tramposo que pide paga anticipada y olvida o niega la que ha recibido; un ratero que echa mano y guarda el cubierto o la joya que halló al paso en nuestra casa; un criminal que entra en ella para combinar, con otros malvados, el modo de asaltarla. ¿Puede parecernos igual al que está sano de cuerpo y es exacto en sus cuentas y honrado en sus procederes? Seguramente que no.

Si en vez de calzar se trata de enseñar a un hijo, todavía notaremos más diferencias importantes entro dos maestros iguales respecto a ciencia, y habilidad y celo en transmitirla. No nos basta ya que no sean tramposos, ni cometan ninguna acción penada Por la ley; necesitamos que sus maneras sean cultas, su lenguaje decoroso, su proceder digno, su conducta intachable, a fin de que no dé mal ejemplo, haciendo más daño con su obra inmoral que provecho con su obra científica: en este caso la igualdad necesita mucho mayor número de semejanzas. Estas han de ser más para que haya igualdad entre dos amigos.

Podemos decir (y con exactitud muchas veces) que nos son iguales dos operarios que trabajan del mismo modo; mas para afirmar la misma igualdad en dos personas que aspiran a la mano de una hija, ¡cuánto mayor número de semejanzas no necesitamos! La comparación se extiende entonces a lo físico, a lo moral, a lo intelectual. Edad, robustez, belleza y costumbres, ideas, carácter, aptitud, posición social todo lo comparamos, observando analogías y diferencias, inconvenientes y ventajas, perjuicios y compensaciones; son aquí tantas las semejanzas que se necesitan para establecer la igualdad, que será muy raro que un padre, aun obrando con fría razón y recta conciencia, sin dejarse llevar de simpatías ciegas, ni vanidades locas, piense que es igual un hombre a otro para marido de su hija.

Se ve que en las relaciones de los hombres, aun las más sencillas y del orden físico, aun para la obra más mecánica, la igualdad que se establece no es puramente material; y se ve también que entran en ella más elementos físicos, morales o intelectuales, a medida que la relación se establece en más amplia esfera, aumentando entonces el número de semejanzas necesarias para constituir igualdad.

Parece, pues, bastante claro que al contestar a la pregunta: ¿Qué grados de semejanza se necesitan para establecer la igualdad?, no podemos referirnos a escala y números fijos, ni aplicar la misma regla comparando balanzas y escaleras, que hombres, ni éstos lo mismo si se trata de hacer calzado o la felicidad de las personas que amamos.

De todo lo cual se infiere que igualdad es aquel grado de semejanza NECESARIA para el fin a que se destinan las cosas o personas que se comparan. Ya sacaremos las consecuencias de este principio, a nuestro parecer muy importante.

¿Qué es equivalencia? La etimología de la palabra lo indica: equivalente es lo que vale igual. La igualdad aquí se refiere, no al aprecio que de ella se hace, al valor que tiene. Una moneda de oro, una medida de trigo, una pieza de paño, un pedazo de hierro, cosas son que se parecen muy poco entre sí, y, no obstante, pueden ser equivalentes, cambiarse unas por otras, y tomarse indistintamente como pago de una deuda. La equivalencia de las personas se establece según condiciones que varían mucho más que respecto a las cosas: las circunstancias, los errores, las pasiones, la abnegación, el egoísmo, el vicio, la virtud, el crimen, la inocencia, todo contribuye a que una persona sea tenida en poco o en mucho, y a que se considere que vale más, menos o lo mismo que otra con quien se la compara.

Menos fuerza muscular puede suplirse con mayor destreza; una cualidad moral, una aptitud intelectual con otra o con mayor perseverancia en el trabajo y constancia para el bien. Aunque no se suplan las disposiciones o las obras, pueden éstas tener un valor igual y ser equivalentes. Un albañil y un cantero no se suplen, ni un cantante y un director de orquesta; pero siendo igualmente necesarios éstos para ejecutar una ópera y aquéllos para hacer una casa, dadas ciertas circunstancias su trabajo podrá tener un valor igual, y sus servicios considerarse como equivalentes. Un médico y un abogado no se suplen en lo relativo a su profesión, pero los servicios que prestan, aunque muy diversos, pueden valer lo mismo. La muerte del que la arrostra voluntariamente por la patria en el campo de batalla, o por la humanidad en una epidemia, con ser muy distintas son igualmente heroicas. Hay equivalencias en el arte y en la industria, en lo intelectual y en lo moral, en todo.

Pero estas equivalencias, ¿qué grados de analogías necesitan? Aquí empieza la gran dificultad; porque un valor, cualquiera que sea, es cosa relativa a los medios, necesidades o ideas de quien le calcula y determina, y dos cosas análogas y equivalentes para uno, para otro no tienen analogía, ni pueden ser comparadas, o si lo son es para apreciarlas de muy diferente modo. El entusiasta por la música y el que la considera como un ruido menos desagradable que otros; el aficionado a toros y el que detesta esta diversión, ¿podrán ponerse de acuerdo sobre la equivalencia de los servicios que presta un torero y un cantante? El que llama sueños a las especulaciones filosóficas, y el que cree no hay elevación ni dignidad sino en ellas; el que no considera como verdadero trabajo sino al manual, y el que le califica de degradante, ¿podrán convenir en la equivalencia de la obra de un filósofo y de un picapedrero?

Es un gran auxiliar de la igualdad la equivalencia; por medio de ella pueden ponerse al mismo nivel social los que tienen aptitudes, méritos, posiciones diferentes, estableciendo compensaciones armónicas y durables en vez de esas especies de rodillos que quieren pasarse por la sociedad como por las carreteras para igualar por presión, aplastando todo lo que sobresale. El que observa la variedad de aptitudes que especifica y aumenta la división de trabajo, y duda tal vez de poder hallar bastantes semejanzas para establecer la igualdad, ve un modo de suplir a la semejanza con la equivalencia, y se apresura a señalarla como poderoso elemento de equilibrio estable. Y como el ánimo al discurrir sobre los grandes problemas sociales es raro que no esté inquieto; como el asunto es carne viva que palpita, que siente, que sufre; como estas palpitaciones y estos sufrimientos se comunican al que los estudia con deseo de calmarlos, cuando se halla o se cree hallar un calmante, es difícil que al desear su eficacia no se exagere.

Fácil es, por tanto, caer en exageración al graduar lo que al equilibrio social puede contribuir la equivalencia; mas sin considerarla como una panacea, parécenos que puede calificarse de remedio en algunos casos, y siempre de elemento armónico de razonable igualdad. Al congratularse de que exista, y al contar con él, hay que precaverse de exagerar su poder, y, sobre todo, de no imaginar que es independiente. La equivalencia puede penetrar muy adentro en el organismo social, pero no influir sin ser influida, y sin un previo, largo y difícil trabajo para calmar pasiones, desvanecer error, satisfacer intereses y hacer concurrir al bien elementos cuyas armonías no se sospechan al ver sus aparentes antagonismos.

Pero si parece indudable que la equivalencia puede contribuir de un modo eficaz a establecer la igualdad, tampoco tiene duda que su cooperación ofrece dificultades cuya magnitud conviene apreciar bien, para que, no se conviertan en insuperables obstáculos. Por una parte, si pueden ponerse al mismo nivel, no sólo los que son iguales, sino también aquellos que valen igualmente, claro es que aumenta el número de personas que se igualaron, socialmente consideradas; pero este aumento requiere condiciones difíciles, es más dificultoso determinar equivalencias que igualdades. Comparar dos médicos entre sí, un médico con un naturalista o un abogado, un poeta con un piloto, un ingeniero con un albañil, un artista con un artesano, ofrece dificultades crecientes a medida de las diferencias: ya no se buscan semejanzas que se llaman igualdades, hay que observar analogías para determinar equivalencias. Este trabajo se ve claramente es mucho más delicado y difícil, aunque se hiciera con toda calma, despreocupación y justicia; pero suele faltar esta justicia, esta despreocupación, esta calma, y suele medirse el valor de las diferentes clases como miden la temperatura los que no tienen termómetro, y según sienten calor o frío, dicen que una casa está fría o caliente. ¿Qué escala, qué regla hay para graduar las equivalencias sociales? Si no nos pagamos de palabras y de apariencias, veremos que no existen reglas fijas; y reflexionando sobre el caso, notaremos que las escalas es inevitable que sean variables con las ideas, las pasiones, las necesidades y la manera de ser de los que las forman. El pueblo guerrero y descreído no puede conceder equivalencia entre el combatiente impávido y el piadoso sacerdote; el ignorante y vicioso, entre el sabio que le quiere instruir y el cómico, el cantante o el torero que le divierten: donde se cree en la diferencia real de las castas y de las clases, no hay equivalencia posible entre los que figuran en las primeras y los que pertenecen a las últimas. Cada cambio en las ideas, en los intereses, en las necesidades, en las pasiones, produce otro en la escala que gradúa el valor social de los hombres; se establecen equivalencias donde antes no podían existir, se niegan las reconocidas, y se declara superior al que antes estaba más abajo, y viceversa. Mirados con desprecio los que toman parte en las representaciones teatrales, su oficio es vil, y ellos equiparados a los más indignos; pasan años, no muchos, para tan notable cambio, y el que era un histrión infame se convierte en un actor, en un artista apreciable, eminente, sublime, inmortal, según los casos, Y la equivalencia que antes se buscaba en las últimas capas sociales, se establece en las primeras.

Un gran número de artes y oficios vedados por la ley o por la opinión a toda persona digna, y hoy apreciados u honrados, han variado la graduación de la escala y los elementos de la equivalencia. Estudiándolos se ve que crecen estos elementos, que cada descubrimiento, cada invención, cada camino que se abre a la actividad inteligente del hombre, es un nuevo medio de equipararle a otros que ocupaban una posición más aventajada, y aumenta el número de los que, siendo equivalentes, pueden ser y son considerados como iguales: la rapidez del progreso en este sentido no puede desconocerse. No es necesario subir mucho en la historia de los pueblos para ver que no había equivalencia social respecto a las clases elevadas más que en dos: el sacerdote y el guerrero. Entre éstas y las demás mediaba un abismo; la equivalencia era imposible. Después la toga se equiparó al hábito y a la coraza; así pasó mucho tiempo, y aún los ancianos recuerdan aquel en que ninguna persona noble que no tuviera lo suficiente para vivir de sus rentas podía dedicarse más que a las armas, a la iglesia o al estudio de las leyes: la equivalencia, que se había extendido un poco, se limitaba, no obstante, al derecho, la teología y la milicia; hoy han dilatado su esfera las ciencias, las artes, la industria, el comercio, modos infinitos de desplegar dignamente la actividad humana, que, manifestándose de diferente modo y aplicándose a objetos diversos, tienen igual utilidad y merecen igual aprecio.

No es posible observar, siquiera sea muy por encima, la marcha de la civilización sin ver como factor creciente de la igualdad la equivalencia, y sin notar que este crecimiento es constante, graduado, sólido, resulta de causas poderosas y permanentes, es lógico, en fin.

Pero quien dice lógica, dice encadenamiento ordenado y necesario de verdades, dice un inmenso poder y una regla severa, una gran fuerza y una estrecha sujeción, y para que las consecuencias sean irresistibles es indispensable que las premisas sean ciertas. No es una escuela, un club, un orador de tribuna o de esquina los que pueden decir a un hombre o a una multitud tú vales tanto como otra multitud u otro hombre esta declaración puede hacerse aplaudir en una hora de entusiasmo, o servir de bandera en un día de motín; pero no constituirá un derecho si no recae sobre hechos positivos y constantes. Nuevas ideas, nuevas necesidades físicas, morales e intelectuales, y quien las satisfaga realmente, es condición precisa para aumentar de un modo estable el número de los equivalentes sociales, o variar el lugar de la escala que ocupan. La adivinación no se ha convertido en buenaventura descendiendo del oráculo a la gitana, sino porque son ya pocos y de los que están muy abajo los que creen que hay artes ocultas para predecir lo futuro. El ingeniero no se ha puesto a nivel de las profesiones más honradas sino porque satisface una necesidad generalmente sentida. El cómico no pasó de histrión infame a actor apreciado sino porque se ha hecho artista en un pueblo que gusta del arte; y donde el torero recoge aplausos y dinero, y el filósofo vive olvidado en la miseria, es porque la falta de ideas y el trastorno de las pocas que hay produce la inversión de las escalas sociales y que los últimos sean los primeros, y viceversa.

Así, pues, la equivalencia, auxiliar poderoso de la igualdad, crece constante pero lógicamente; tiene poder, pero está sujeta a leyes; puede influir mucho, pero no puede prescindir de necesidades, de ideas y, lo que es más triste, ni aun de errores o injusticias. En vano un individuo o una colectividad dirán a otra colectividad o a otro individuo: valemos tanto como vosotros, y será cierto y lo probarán; si los demás no lo comprenden así, si hay quien tiene interés en negarlo y medios de hacer que su interés prevalezca, la equivalencia, por más justa que sea, no será menos imposible. No la realiza, pues, quien pretendo imponerla; antes la desacredita, contribuyendo a que se a declare imposible, cuando no es más que prematura.

Resumiendo. No se debe confundir la igualdad con la identidad, porque no existen dos personas entre las cuales no haya diferencia alguna.

Igualdad no es una cosa absoluta y fija, sino relativa y variable, según el objeto con que se establece; así hemos podido definirla aquel grado de semejanza necesario para el fin a que se destinan las cosas o las personas comparadas.

Equivalencia es el valor igual que tienen las cosas o las personas, no por sus muchos grados de semejanza, sino por ser igualmente apreciadas del que las califica.

Tendremos ocasión de recordar más adelante estas verdades y necesidad de apoyarnos en ellas.




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Capítulo III

Origen y progresos de la desigualdad


Es tan cierto lo que decíamos en nuestro primer capítulo, de que sin haber observado diferencias no habría ocurrido pensar en igualdades, aquéllas y éstas están en relación tan constante, íntima y necesaria, que al estudiar la igualdad hallaremos de continuo la desigualdad, sin que nos sea posible hacer investigaciones sobre la una, sin analizar la otra, y anotando que, bien definida cualquiera de ellas, es fácil definirlas entrambas con exactitud.

Si la IGUALDAD es aquel grado de semejanza necesaria para el fin a que se destinan las cosas o las personas que se comparan, la DESIGUALDAD será aquel grado de diferencia por el cual las cosas o las personas no puedan servir igualmente al mismo fin.

El Origen de la desigualdad del hombre que es la que nos proponemos estudiar, está en la naturaleza, entendiendo por naturaleza del hombre no sólo su organismo físico, sus necesidades materiales y los medios de satisfacerlas, sino su ser completo, físico, moral e intelectual.

Sin dejarse llevar de la imaginación o del espíritu de sistema afirmando acerca del hombre prehistórico lo que no puede saberse, cabe asegurar que los primeros hombres no eran iguales entre sí, en el sentido de ser idénticos, ni aun tenían todos aquel grado de semejanzas en virtud del cual sirvieran igualmente a cuantos fines pudiesen proponerse en la sociedad más ruda.

Para evitar equívocos convendrá consignar que entendemos por hombre un viviente físicamente organizado en lo esencial, como lo están los hombres de hoy: intelectualmente, capaz de distinguir el bien del mal; y moralmente, con poder de elegir y realizar el uno o el otro. El que no tenga estas condiciones podrá ser hombre para el naturalista, pero no lo es para el que se ocupa de ciencias morales y políticas.

Entre los primeros hombres los habría deformes, feos, débiles, enfermizos, y bien constituidos, bellos, fuertes, robustos; estas desigualdades físicas, por ser las más perceptibles y las más importantes entre hordas salvajes, no serían las únicas; individuos habría más resueltos para buscar el peligro, más firmes para arrostrarle, más circunspectos, más valerosos, más astutos para triunfar en la lucha continua que era condición de existencia. Que entre ellos había desigualdades se comprende desde luego observando que existen hasta entre los animales, y más a medida que ocupan un lugar más elevado en la escala. Entre los domésticos, que son los que conocemos un poco mejor, podemos notar diferencias de belleza, de fuerza, y hasta de inteligencia y de carácter; no se concibe, pues, que dejen de existir entre los hombres, ni se ha encontrado sociedad porruda que sea en que algunos no se distinguieran de los otros, ya fuese por elevarse, ya por no llegar al nivel común. No hay pueblo sin jefe, ni donde la tradición no recuerde algunas personas distinguidas. Que se los suponga venidos de remotas regiones o descendientes de los dioses, es lo cierto que se conserva el recuerdo de hombres que no eran iguales a los otros, que inventaron artes útiles, llevaron a cabo heroicas hazañas o las cantaron.

Por rudo que sea el hombre primitivo, por decisivas que sean para él las inferioridades y superioridades físicas, también le importan en cierta medida, al menos, las intelectuales, porque además de la fuerza muscular necesita alguna inteligencia a fin de utilizarla. Un genio enfermizo no tendría autoridad en un pueblo bárbaro, pero tampoco un atleta imbécil.

Por todo lo que pensamos, observamos y sabemos, donde quiera que hay sociedad de hombres se notan en ellos desemejanzas bastante marcadas para que sean calificadas de desiguales, ya se compare su fuerza, ya su inteligencia. Estas diferencias son necesarias, sin que puedan evitarlas aquellos a quienes perjudican, ni conseguirlas aquellos a quienes favorecen. No depende de nadie nacer feo o hermoso, enfermo o robusto, limitado o inteligente; todas estas desigualdades naturales son también fatales.

Aunque sea de paso, debemos advertir que decimos fatal en el sentido de inevitable, no en el de ciego y menos de injusto. En cualquiera época que estudiemos a los hombres hallamos desigualdad natural entra ellos, lo cual en parte se explica como necesario a la sociabilidad, y en parte no. En todo estudio se llega a un non plus ultra; se encuentra lo desconocido, lo inexplicable, que unos dan por explicado sin estarlo, otros llaman misterio, y otros absurdo o injusticia: nosotros somos de los que le llamamos misterio. Le hay en la desigualdad congénita de los hombres; cuando es, será porque debe ser; pero aun los que no vean en ella la justicia divina, no pueden negarse a la evidencia de que está en la naturaleza humana. Providencial o fatal, es innegable la desigualdad de los hombres de todos los tiempos y lugares; y cualquiera que sea el grado de su cultura, ésta modifica, no destruye el hecho primitivo de las grandes diferencias individuales.

Pero el hombre no es sólo un organismo físico, un conjunto de facultades intelectuales, sino también un ser moral; además de bello o feo, endeble o fuerte, limitado o inteligente, puede ser bueno o malo, y el serlo depende de él, de él solo; no hay aquí fatalidad; todo el que hace mal, si está en su cabal juicio, es porque quiere hacerlo. En cualquier lugar donde existen hombres los hay malos y buenos, peores y mejores; toda colectividad, que tiene recuerdos, conserva la memoria de bondades ejemplares, de virtudes a toda prueba, de abnegaciones sin límites, al propio tiempo que necesita reprimir hechos atentatorios al orden y que, si se generalizasen, harían imposible la sociedad. El excepcionalmente bueno y el excepcionalmente malo, el que se reverencia con amor y el que se persigue con odio, el justo y el delincuente, son los extremos de la desigualdad moral, cuyos intermedios varían al infinito. Pero si las diferencias físicas e intelectuales se reciben, las morales se crean, su origen está en la libertad del hombre, en su voluntad recta o torcida.

Son tres los elementos (físico, intelectual y moral) que entran en la desigualdad; de los dos primeros no se dispone, del último sí, y con él puede reaccionar de tal modo sobre los otros que venga a ser preponderante en vez de estar supeditado. ¿Quién no conoce personas que por falta de moralidad han destruido un físico fuerte, y otras delicadas que se han fortalecido con la constancia en un buen régimen que no es posible sino a los que tienen buena conducta? Por donde quiera se ven ejemplos de ventajas conseguidas respecto a los que nacieron mejor dotados, de desigualdades físicas invertidas por la moralidad o la falta de ella; de modo que en muchos casos, aun aquellas dotes que parecen recibidas fatalmente, pueden conquistarse con la voluntad recta y perderse con la voluntad torcida; lo último, sobre todo, es indefectible; la organización más privilegiada no resiste al desorden y al vicio, que no tarda en rebajar a los que la Naturaleza había elevado al nacer.

Aunque no tan grande como la robustez, la belleza es una gran ventaja que está muy desigualmente distribuida. ¿Pero puede conservarse la belleza que se recibe sin la moralidad de que se dispone? ¿Cuánto tiempo dura la belleza del hombre crapuloso, de la mujer liviana, del malvado, en cuyo rostro contraído no tardan en reflejarse sus pensamientos siniestros? Poco dura, fugaz es, y ellos muy pronto inferiores, aun estéticamente considerados, a los que tienen la hermosura del alma. El efecto útil de la belleza para el que la tiene, es la impresión que produce. ¿Y quién no sabe que esta impresión depende muchas veces menos de las dotes físicas recibidas que de las morales consecuencia de la voluntad? ¿Quién no conoce personas que no son hermosas, y hasta que son feas, pero que, no obstante, agradan, son simpáticas, porque la dulzura del carácter, la bondad del corazón, la paz del espíritu, la rectitud de la conciencia, se revelan en el rostro, cuyo atractivo no está en las formas, ni en el color, sino que es un reflejo de la belleza del alma? Son feos porque quieren, decía uno con gran asombro de los que no comprendían cuanta verdad hay en esta frase; variándola un poco, diciendo: -son desagradables porque quieren- puede sostenerse su exactitud, porque el que tiene voluntad de ser bueno lo es, y siéndolo, no habrá en su aspecto exterior nada repulsivo, y, por el contrario, tendrá siempre algo que agrada y atrae.

De otras desventajas físicas triunfa también la voluntad fortaleciendo con el ejercicio órganos débiles y utilizando con la perseverancia aptitudes que sin ella habrían sido inútiles.

En el orden intelectual aparece aún mucho mayor el poder de la voluntad; y aunque no sea absolutamente cierto, como se ha dicho, que el genio es la paciencia, es decir, la perseverancia, es decir, la voluntad, sin ella muy firme no hay genio. Nadie nace genio. Pueden recibirse al nacer facultades superiores; pero si no se cultivan, se atrofian, sucumben en germen por falta de una voluntad firme y recta.

En general, los hombres grandes son hombres morales, y muchos que hubieran sido eminentes se quedan en medianías por falta de moralidad. No sólo el vicio debilita las facultades; no sólo el amor propio exagerado, la vanidad, la codicia, todas las formas del egoísmo limitan el horizonte, dan puntos de vista mezquinos, impiden elevarse a las grandes alturas desde donde solamente se descubre la verdad, sino que sin amor a ella, sin impulsos nobles, grandes, que destruyan los miserables movimientos del yo mezquino, es difícil la inspiración sostenida que constituye los grandes hombres. Porque la inspiración no se limita a los artistas y a los poetas; sin ella nada grande se crea, se comprende ni se adivina, o inspirados estaban Platón, Leibniz, Copérnico y Watt, como Homero, Milton y Murillo. Sin trabajo, sin energía no hay inspiración posible; y como el trabajo es obra de la voluntad, y cuando ésta se tuerce viene la perversión que degrada y debilita, resulta que hasta en el genio, que es la aptitud excepcional que requiere más dotes naturales que se reciben desigualmente al nacer, hasta en el genio influye poderosamente, a veces de una manera decisiva, el elemento moral: hay muchos hombres que nacieron con facultades eminentes, y para ser grandes no les ha faltado más que ser buenos, y otros que, por serlo en sumo grado, se elevan más que ellos con menos dotes naturales.

Pero dejando al genio, que es la excepción rara, y viniendo al talento y a la inteligencia que, sin llegar a él, tienen mayor o menor el común de los hombres,¿quién no ve cómo influye en su desarrollo y aprovechamiento la voluntad de cultivarla y el modo de dirigirla? No es necesario extender mucho la vista; en derredor y muy cerca pueden observarse aptitudes inútiles o que por culpa suya ha vuelto contra sí el mismo que las tenía, y facultades comunes, y aun limitadas, que ha utilizado grandemente el trabajo y la perseverancia. Si el genio es poder y querer, la inteligencia del común de los hombres es principalmente querer, y las desigualdades que en ellos se notan son, por lo general, consecuencia de la voluntad torcida o recta, débil o fuerte, que rehuye el trabajo o persevera en él, que da el tónico de la buena conciencia o el debilitante deletéreo de la perversión. Es frecuente ver personas que han adquirido una reputación o una fortuna, que se han distinguido sin tener dotes naturales superiores, y por sólo el resorte moral de una conducta ordenada, de un trabajo perseverante; y es asimismo grande el número de los excepcionalmente aptos y dispuestos, que gráficamente se llaman perdidos, y que, en efecto, pierden las facultades de que no usan o que emplean en su daño.

Verdades son éstas que todo el mundo sabe, por lo cual no hay para qué insistir en ellas, y sí sólo en las consecuencias que deben sacarse; éstas nos parecen muy importantes, por lo que no estará mal repetirlas y determinarlas bien; pueden formularse así:

El hombre se compone de elementos físicos, morales o intelectuales:

Los intelectuales y los físicos los recibe al nacer con una desigualdad que no está en su mano evitar;

Los morales son obra suya; puede ser bueno o malo, mejor o peor, según quiera; en la esfera moral la desigualdad es obra suya, y en ella no se rebaja sin culpa, ni se eleva sin mérito.

Pero en la unidad armónica que constituye la persona humana, los elementos intelectual y físico reciben poderosas influencias del moral; de modo que el hombre no sólo puede ser bueno o malo porque quiere, sino que su voluntad influye poderosamente en su fuerza física, en su robustez, en su belleza y en su inteligencia.

Los elementos intelectuales y físicos que fatalmente parecen establecer una inevitable desigualdad, están neutralizados por el elemento moral que no pasa un nivel ciego aplastando lo que sobresale, sino que ordena justas compensaciones, suprime naturales desigualdades y establece otras que son consecuencia de una voluntad firme o débil, torcida o recta, y parecen premios merecidos y castigos justos.

Así, pues, aquella desigualdad congénita que parecía tan grande y tan fatal, observada de cerca no es tan fatal, ni tan grande; porque además de ser en parte necesaria para la armonía social, en parte está condicionada moralmente: no es el destino ciego que eleva o rebaja, sino una ley en virtud de la cual pueden descender o sobresalir, según quieran emplear bien o mal las facultades recibidas.

Esto no es decir que siempre suceda así, ni que muchas veces no suceda lo contrario. Hay organizaciones tan débiles que el régimen más severo no fortifica; deformidades cuya fealdad no puede dejar de ser repulsiva; entendimientos tan cortos que no logra poner al nivel común el trabajo más perseverante; y dolores terribles de noble origen que contraen el rostro y le desfiguran: la voluntad, que basta siempre para ser bueno, no en todas ocasiones tiene poder bastante contra un físico enfermizo o desagradable o una inteligencia muy limitada. Es innegable, pues, que hay desigualdades congénitas inevitables, dichosas para unos, desdichadas para otros; hay misterio en esta desigualdad original: éste es un hecho; pero no debe exagerarse su importancia, ni darle más alcance del que tiene, ni dejar de ver, al lado del elemento fatal de la desigualdad, un correctivo en la voluntad del hombre y su libre albedrío, que condiciona moralmente inconvenientes y ventajas que parecían haberse recibido sin condición alguna.

Así, pues, al estudiar la desigualdad la vemos desde su origen resultar de las diferencias congénitas de los hombres, fatales para ellos, pero condicionadas por el elemento voluntario de la voluntad libre. Y esto es tan cierto, tan esencial de la naturaleza humana, que en las hordas salvajes, en los pueblos bárbaros, en las naciones civilizadas, donde quiera que estudiemos la igualdad, veremos siempre el fatalismo modificado, neutralizado o vencido por el elemento moral, que en ningún caso deja de ejercer grande influencia en el modo de establecer las jerarquías sociales o de suprimirlas. La pasión o el espíritu de secta o de escuela, ni el delirio de las iras populares, no son los que nos dan niveladores tan ciegos e insensatos como ellos, sino que la naturaleza humana, y a nuestro parecer la voluntad divina, nos ofrece compensaciones para las diferencias y medios de realizar la igualdad en el elemento moral, en la voluntad y libre albedrío del hombre.

El origen de la desigualdad, en parte misteriosa, en parte de fácil explicación, fatal en alguna manera y hasta cierto punto consecuencia de la voluntad del hombre, está siempre en la naturaleza humana, y, por tanto, puede variar en sus grados y formas, pero no desaparecer.

¿Y la desigualdad aumenta o disminuye con la civilización? ¿Sus progresos están en razón directa o inversa de los del pueblo donde se estudia?

Los primeros progresos de las sociedades deben ser desfavorables a la igualdad, y podrá favorecerla o perjudicarla una civilización más adelantada, según circunstancias que varían casi al infinito: tal vez podría decirse, respecto a la cultura de los pueblos, que la igualdad está en los extremos, y en medio la desigualdad; pero si esto se estableciera como regla tendría demasiadas excepciones, que, bien estudiadas, pondrían de manifiesto la influencia del elemento moral que hemos señalado.

La igualdad debe estar en su máximo grado en los pueblos salvajes. En lo físico, los débiles perecen al nacer o en la infancia; hay un mínimum muy elevado de robustez y de fuerza indispensable para vivir: los que tienen menos sucumben; sólo pueden distinguirse los que tienen más. No viviendo los lisiados, enfermizos, enfermos ni deformes, disminuyen los elementos de la fealdad, y tampoco tiene muchos la hermosura en medio de una existencia materialmente tan penosa y con tan escasos recursos para embellecerse: esto no es decir que todos sean igualmente fuertes y bellos; pero están muy limitadas las diferencias físicas, y en su grado máximo la igualdad.

En lo intelectual, la esfera de acción se halla también muy reducida: ni artes, ni ciencias, ni industria, ni comercio; ninguno de los infinitos medios que sirven para poner de manifiesto la diferencia de aptitudes y la superioridad de facultades. Más destreza, más astucia para la caza, mayor disposición para las empresas de la guerra, un poco más o menos de arte para preservarse de la intemperie o arrostrarla con menor peligro, son los únicos modos de diferenciarse por debajo o sobre el nivel común.

La esfera moral tiene también límites estrechos: son imposibles la mayor parte de los vicios de la civilización y las opuestas virtudes. No hay bebidas con que embriagarse; el trabajo, que es condición de vida, y el cansancio, que hace necesarias largas horas de reposo, disminuyen las del ocio. Lo rudo de la vida y la escasez de alimentos ponen límites a la incontinencia, y la general pobreza a los ataques a la propiedad: los de las personas tienen rara vez objeto, y siempre peligro, entre hombres a quienes pocas veces se puede robar, y que, fuertes y habituados al peligro, se defienden valerosamente. No habiendo apenas goces, la tentación de gozar no impulsa a apoderarse de lo ajeno; el egoísmo tiene carácter más negativo; las pasiones feroces apenas hallan freno, y es posible satisfacerlas igualmente sin reprobación, y antes con público aplauso. Son imposibles y no existe siquiera idea de la mayor parte de las virtudes, y apenas hay ni se concibe más que la fortaleza para sufrir el dolor y arrostrar la muerte. Este modo de ser como encadenado por las necesidades físicas, por la dificultad de satisfacerlas; esta limitación de ideas, han de dar cierta uniformidad a los afectos y a las determinaciones. Sin duda que desde luego serán diferentes; sin duda habrá personas mejores y peores, de carácter más débil y más firme, de voluntad más o menos enérgica, más o menos recta, más o menos incontrastable; pero todas las diferencias se, encerrarán en un círculo muy limitado. Los goces, como las privaciones, se parecen; el dolor y el placer tienen una generalidad uniforme, que difícilmente da lugar a la envidia ni a la compasión, al daño ni al consuelo: cuando unos tienen hambre o frío, los otros padecen de frío y de hambre; cuando unos carecen de albergue, los otros no le hallan; cuando unos se ven en peligro, lo están los otros también. En aquel estado en que los hombres se ven obligados, por una necesidad absoluta, a tener un género de vida idéntico, no deben aparecer apenas las diferencias naturales que, cual semillas en terreno impropio para que germinen, desaparecen sin haberse desarrollado. Como Chateaubriand saludaba en el cementerio de aldea a los héroes sin victoria, en las tumbas de un pueblo primitivo podrían saludarse ambiciosos sin poder, filósofos sin ideas, poetas sin lira: en semejante estado social, la igualdad está en su grado máximo.

Apenas el hombre trabaja con más perfección, de modo que no necesite estar trabajando siempre, aquella necesidad imperiosa ciegamente niveladora disminuye. El más hábil, el más previsor realiza algunas economías, tentación para el que no las tiene, recurso para el que por medio de ellas puede entregarse a un reposo fecundo. Aparecen el malhechor que se apodera de lo ajeno, el vicioso que se entrega a una brutal sensualidad, el que extasiado contempla los sublimes espectáculos de la Naturaleza, el que observa o adivina las leyes del mundo físico, y el que desciende a lo íntimo de su ser, a su conciencia y a su corazón, para investigar las del mundo moral. Tan pronto como los hombres dejan de estar apremiados por necesidades imprescindibles e idénticas, empiezan a rebajarse los unos a los otros. Uno contempla el cielo, observa los Movimientos de los astros y es el primer astrónomo; otro quiere fertilizar la tierra, inventa un instrumento para removerla y es el primer mecánico; aquél entra en sí mismo, y se pregunta quién es Y cómo es, observa la creación, busca al Creador y. es el primer filósofo. A, medida que los conocimientos se acumulan, se multiplican, se diferencian mayor número de facultades o todas entran en actividad, y las desigualdades se marcan más cada vez. Hay sabios e ignorantes, héroes y criaturas viles, criminales y santos. La necesidad general del trabajo continuo e idéntico para no perecer de hambre, era como un punto céntrico del cual no era posible alejarse mucho, pero a medida que el pueblo se civiliza, el círculo se ensancha, los radios se multiplican y extienden, y los hombres que marchan en direcciones opuestas se alejan cada vez más.

Pero este aumento de la desigualdad con el de la civilización no es graduado; no se verifica en virtud del desarrollo desigual de facultades diferentes; no concurren a él en proporciones razonables elementos físico, intelectual y moral que constituyen el hombre que reposada y equitativamente se eleva o desciende, según que ha recibido mayores dotes o las aprovecha mejor. Desde los primeros albores de la vida de los pueblos se ve una causa permanente y poderosa, subversiva del orden y de la justicia, que no se tiene en cuenta para elevar y rebajar: esta causa de desigualdades establecidas ab irato, es la guerra.

La guerra, respecto al asunto que nos ocupa, es subversiva del orden principalmente en tres conceptos:

Por el modo de calificar a los hombres para elevarlos y rebajarlos;

Por los medios empleados para elevar;

Por la escala que establece para los de arriba y para los de abajo, o más bien por el abismo que abre entre unos y otros.

La guerra no pedía al hombre para elevarle una superioridad verdadera, que consiste en la armonía de sus facultades y en la superioridad de algunas: fuerza física, valor y alguna destreza para utilizarle era todo lo que necesitaba para sobreponer un individuo o un pueblo respecto de otros pueblos u otros individuos. No exigía del hombre que declaraba superior que fuese completo y armónico; le bastaba mutilado, por decirlo así, y hasta monstruoso: podía ser de limitado entendimiento y depravada moral, incapaz de comprender nada elevado ni hacer nada bueno; podía ser hasta excepcionalmente malo, y, no obstante, calificarse de superior, de grande, y lograr prestigio, poder, riqueza. En vez de concurrir a su elevación todas las dotes naturales verdaderamente humanas, y la voluntad para utilizarlas, bastábanle pocas cualidades o alguna pasión que las suplía. Parece claro este hecho: que la guerra tiene un criterio limitado e injusto para calificar a los hombres, elevándolos conforme a sus necesidades, que son las de la lucha, y no las de la justicia, Y si puede ensalzar y ensalza muchas veces a los menos inteligentes y más perversos, ¿qué reglas aplica a los que deprime? No serán equitativas, porque, en general, no se puede dar a un hombre más de lo que merece, sin que otro reciba menos de lo que es debido; y en este caso particular, el motivo que lleva a prescindir de todas las circunstancias malas que no perjudican para el combate, hice desdeñar las buenas que en él no se utilizan, y al batallador limitado o perverso que se eleva corresponde el inteligente bondadoso que se rebaja, porque le repugna la lucha, la sangre, el estrago, porque ama la vida y respeta la de los otros. En vano habrá recibido altas dotes que puede y quiere utilizar en bien de sus semejantes; le faltan las que la guerra necesita, y es condenado ignominiosamente a formar parte de la masa que se desdeña y humilla.

Si el criterio de la guerra para establecer la desigualdad entre los hombres es limitado e injusto, los medios que pone a su disposición para elevarlos no son más equitativos. Muchas fuerzas ciegas que sigan el impulso de una que se reconoce superior, séalo o no; muchas voluntades que guardan silencio para oír la voz de una sola voluntad que se impone; obediencias incondicionales o instantáneas, tan sordas al temor de la muerte como a las amonestaciones de la conciencia, y con la falta de responsabilidad, la depresión moral que rebaja. Autoridad sin límites, brillos deslumbradores, opresiones continuas necesarias o calificadas de tales; el hábito de ver el hecho convertido en derecho, la fuerza, en ley, la fortuna en mérito, todo hace que los medios empleados por la guerra sean propios para elevar a los que debían quedar muy abajo, y rebajar a los que debieran ser ensalzados.

La guerra forma una escala en que están a inmensa distancia el soldado y el jefe, y abre un abismo entre el vencedor y el vencido. Nada más contrario a la igualdad que un ejército disciplinado, a no ser el pueblo que conquista. En un principio, el exterminio establece la igualdad ante la muerte; pero cuando se empieza a conceder la vida a los vencidos se convierten en esclavos con este o el otro nombre, con más duras o más tolerables condiciones; entonces se inician las grandes desigualdades, que van creciendo como la avalancha que desciende por la montaña nevada. Los opresores que se elevaron suben cada vez más; los oprimidos que descendieron quedan cada vez más abajo. Hay clases, hay castas: la organización social forma alrededor de los hombres como un círculo de hierro que nadie puede romper, y fatalmente encadenado, debe morir allí porque allí nació. Una vez establecidas estas desigualdades, el nacimiento da un brillo que nada obscurece, o una infamia que ningún mérito borra: cuando esto sucede en un pueblo, aunque no se sepa su historia, bien puede asegurarse que se compone de conquistadores y conquistados, porque sólo la embriaguez sangrienta del triunfo puede dictar tales leyes, y sólo puede admitirlas el pánico de la derrota. Una vez establecidas, una vez abierto el abismo que separa los fuertes, los nobles, los explotadores de los débiles, viles y explotados, todo parece concurrir a aumentar el poderío de los unos y la humillación de los otros. Se ha dicho con verdad que los que nacen en la esclavitud nacen para la esclavitud, que se aumenta y perpetúa degradando a los esclavos. Sobre ellos pesa lo más rudo de la obra social; y como trabajan sin descanso, sufren sin quejas, viven sin goces y mueren sin rebeldías, parece natural que vivan, sufran y mueran así, de tal modo que no sólo los hombres de la fuerza bruta, sino los pensadores y los filósofos, tienen por natural, por equitativa, por razonable la más injusta de las desigualdades, la que las crea todas, la que separa a los hombres en esclavos y dueños, la que da a unos poder, riqueza, consideración, y a los otros miseria, impotencia o ignominia; la que envilece el trabajo y ennoblece el ocio.

A veces, la casta guerrera o la nación conquistadora no son bastante fuertes para rebajar al mismo nivel todo lo que está por debajo de ella y gradúa la desigualdad como el feudalismo, y la servidumbre de los vencidos como Roma, creando diques escalonados donde vayan a estrellarse las oleadas que levanta el sentimiento de la justicia o el dolor de la desesperación.

Así, pues, la guerra, por la clase de personas que encumbra, por la altura a que las eleva, por los medios que emplea para elevarlas, por lo mucho que rebaja a los que deprime y los motivos que para rebajarlos tiene porque hace de unos más, de otros menos que hombres, porque distribuye ventajas y perjuicios con exceso y sin criterio, y, en fin, porque da a todo esto la consistencia necesaria, no sólo para que se sostenga, sino para que se perpetúe: la guerra puede decirse que ha sido la causa más poderosa y general de desniveles sociales, y efecto de ella son hoy todavía muchas desigualdades cuyo origen no siempre se le atribuye.

Las religiones del mundo antiguo han contribuido también a que los hombres se eleven y se rebajen por motivos que no son ni diferencias naturales, ni méritos o culpas, y antes bien proporcionando ventajas a veces en razón inversa de los merecimientos. Mientras la Divinidad es el Omnipotente incomprensible y temido que ninguno pretende conocer, que todos procuran hacerse propicio atrayendo su benevolencia o aplacando su cólera, cada cual es el ministro de su propio culto, y la religión establece las diferencias del merecimiento, no las desigualdades de la jerarquía. Pero desde que lo incomprensible se convierte en misterio que algunos pretenden explicar, desde que hay dogma y sacerdote, hay superioridades espirituales que no tardan en convertirse en dictaduras, que en pueblos groseros se materializan. El sacerdocio forma casta privilegiada, hace alianza con la de los guerreros, y fortifica, sancionándola en nombre de Dios, la desigualdad más injusta entre los hombres. Parece que el panteísmo de la mayor parte de las religiones del mundo antiguo debía contribuir a la igualdad; pero el dogma, que abruma al hombre, que le anonada, que le quita fuerza y dignidad, que enerva todos los resortes de la persona hasta aniquilarla moralmente, es no un enemigo, sino un aliado de las profundas distinciones entre las clases: dada una masa que se predispone a la humillación, a quien se priva de energía para la resistencia, y que consiente en rebajarse, habrá siempre alguno, varios o muchos que se eleven para oprimirla y explotarla.

Aun en los pueblos donde no hay casta sacerdotal, ni teocracia, forman los sacerdotes un cuerpo privilegiado, que, depositario de la verdad, no la comunican a todos igualmente. Los iniciados en los grandes misterios son pocos, y el Verbo divino no mora entre la muchedumbre, condenada a vivir en la miseria, en el envilecimiento y en el error. La desigualdad decretada en el campo de batalla se bendice y se consolida en el templo.

Así, pues, los progresos de la civilización son los de la desigualdad:

Porque dan lugar a que se cultiven facultades diferentes, se desplieguen actividades más o menos enérgicas, y se manifiesten voluntades débiles o fuertes, rectas o torcidas;

Porque la guerra pierde el carácter de defensiva; no tiene ya por objeto vivir, sino engrandecerse, la conquista; sustituye al exterminio la esclavitud, y cuando los vencidos son esclavos, los vencedores dejan de ser compañeros;

Porque la religión hace del sacerdocio casta, o al menos cuerpo privilegiado que da sus oráculos al pueblo supersticioso y grosero, arrojándole el error como se arroja a los perros la carne emponzoñada.

¿Y los progresos de la civilización llevarán consigo indefectible y eternamente los de la desigualdad? Lo primero es inevitable dada la naturaleza humana: la desigualdad crece en las primeras sociedades, que viven de guerra, de ignorancia y de superstición; pero tiene un límite, puede tenerle al menos, pasado el cual decrecerá o irá acercándose al mínimum posible. ¿Cómo se perpetúa? ¿Cómo disminuye? Procuremos investigarlo.




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Capítulo IV

Cómo se perpetúa la desigualdad injusta


La desigualdad en las masas, clases o castas tiene los mismos elementos que en los individuos: el físico, el intelectual, el moral, y las diferencias que en un principio tal vez no existían, y las superioridades que eran acaso imaginarias, pueden llegar con el tiempo a ser reales y positivas. La violencia o la astucia hizo la clase o la casta, que el tiempo puede convertir en raza; es decir, en un modo de ser físico, intelectual y moral diferente y superior en los privilegiados.

En lo físico, cuando por espacio de muchas generaciones unos se alimentan bien y trabajan poco, y otros viven en la miseria y abrumados de trabajo, si se mantienen perfectamente separados, al cabo de siglos, los descendientes de los primeros tendrán una superioridad física natural.

Además de lo que influye en el desarrollo de la inteligencia un físico endeble y enfermizo, ¿qué medios tiene de cultivarla el que no dispone de otro patrimonio que un trabajo material abrumador, ni puede ver en ella un medio de romper el círculo de hierro que le encadena en su clase? ¿Cómo y para qué ha de instruirse? No lo intenta. Embrutecido ha visto a su padre como le verán sus hijos; y cuando pasan una y otra y muchas generaciones de hombres que no han pensado, sus descendientes tienen menos actividad intelectual, menos inclinación y disposición para pensar. No se hereda el genio ni el talento, ni aun siquiera una regular inteligencia; porque todo esto, para que se haga perceptible por sus frutos, necesita el concurso de la voluntad: no se heredan individualmente aptitudes intelectuales; cualquiera sabe que hay tontos, hijos de personas de talento, y viceversa, pero numerosas colectividades, que desde largo tiempo cultivan o no su inteligencia, y permanecen separadas, se irán diferenciando; la educación, de individual pasará a ser colectiva, producirá diferencias positivas y permanentes según las cuales la clase que se instruye, no sólo tiene la ventaja de instruirse, sino la de tener mayor aptitud natural para aprender.

En lo moral, la voluntad del hombre, su conciencia, su libre albedrío, limitan mucho la influencia de su posición social; en todas puede ser bueno, justo, santo, y lo es. Pero si su virtud no dependo de su estado, y antes puede acrisolarse en el más humilde, es difícil que cuando nace muy abajo tenga condiciones de carácter que no favorezcan las desigualdades establecidas, y que sea digno, firme sin violencia, perseverante sin terquedad, contra los que intentan rebajarle, cuando ve que todos los suyos se humillan, se cansan, ceden.

Así, pues, establecida la desigualdad de las clases, y más aún de las castas, tiende a modificar a los hombres física, moral e intelectualmente, a convertir con el transcurso del tiempo en positivas, diferencias que eran imaginarias, y a perpetuarse dando ventajas naturales y permanentes que apoyan, fortifican, y en cierta medida legitiman las sociales. Y todo esto, no de individuo a individuo, sino de unas a otras colectividades.

Semejantes desigualdades, que de imaginarias llegan a ser positivas, parecen naturales, necesarias, justas, no sólo al vulgo, no sólo a la soberbia de los opresores y a la degradación de los oprimidos, sino a los que viven en la esfera elevada de las ideas y que no debían contaminarse con la injusticia del hecho, al establecer el derecho. Los grandes filósofos declaran conforme a él, la más inicua de las desigualdades, y proclaman la esclavitud como base indispensable del orden social. La ciencia, la religión, la fuerza proclaman la desigualdad como un axioma, como un dogma, como una institución veneranda, y la institución se venera y se consolida. La desigualdad extrema que priva a una clase de derechos, y casi no impone a otra deberes, las deprava a entrambas; y si alguna idea, si alguna creencia, si algún sentimiento no produce reacción moral fuerte en favor de una razonable igualdad, los pueblos decaen, viven en el marasmo de la degradación y de la desdicha, o son oprimidos y aun aniquilados fácilmente por otros, inferiores tal vez, bajo el punto de vista intelectual, pero superiores moralmente y donde no se han establecido esas diferencias extremas que convierten a unos hombres en semidioses y a otros en animales de carga.




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Capítulo V

¿Cuándo, cómo y con qué consecuencias se perpetúa la desigualdad o se restablece la igualdad?


Hemos visto que el resultado inevitable de la civilización, dada la naturaleza del hombre, es el progreso de la desigualdad, que se gradúa más y más a medida que aumentan los medios de diferenciarse. Valerosos heroicos y rebaños cobardes; ricos y pobres; ignorantes y sabios; todos los esplendores de la gloria, del genio, del lujo; todas las vilezas de la abyección, del -embrutecimiento y de la miseria, crecen paralelas y separan cada vez más a los que elevan y a los que rebajan. Entonces llega una hora suprema en la vida de los pueblos, hora que decide de su prosperidad y a veces de su existencia, hora en que aceptan las divisiones de clases y de castas o se rebelan contra el privilegio y piden derechos para todos, igualdad. Se comprende que ha de ser larga y terrible la lucha de los esclavos contra los señores, de los pobres contra los ricos, de los ignorantes contra los sabios; y se comprende también que si la igualdad es cosa fácil en una horda inculta, es muy difícil en un pueblo civilizado. Por más dificultosa que sea, es necesaria, en cierta medida, como la justicia, y se va reclamando y obteniendo en medio de combates, de exageraciones, de injusticias. Los que la piden y los que la niegan suelen desconocer sus condiciones, hasta dónde es preciso que llegue, de dónde no puede pasar, cómo es relativa al estado social del pueblo que la exige, y con frecuencia se ve en los privilegiados procedimientos para sostener la desigualdad que conduce al aniquilamiento y en los niveladores actos para establecer la igualdad salvaje.

En medio de esta lucha que inmola tantas víctimas y en que perecen tantos mártires, el trabajo se va lavando de la nota de infamia que le manchaba; la guerra se humaniza, no sólo en el sentido de no exterminar a los vencidos, sino en el de no oprimirlos, y tiende a igualarlos con los vencedores, o los iguala absolutamente; el privilegio de las armas se convierte en una carga, en una profesión o en un oficio; la religión llama a los hombres hermanos; la ciencia se difunde y se hace casi siempre aliada de los pequeños: es niveladora, no en el sentido de aplastar lo que sobresale, sino en el de elevar lo que está debajo; la miseria y la riqueza no se aproximan, pero se condicionan de diferente modo; no tienen el fatalismo inmóvil que las caracterizaba; puede ser rico y lo es muchas veces el hijo del pobre, y el del millonario muero en la miseria; ésta hará por mucho tiempo terribles estragos; pero nunca tantos como en los países en que hay la desigualdad de clases que no pueden confundirse, de castas eternamente separadas.

Las naciones, bajo el punto de vista que nos ocupa, forman dos grandes grupos: uno, de las que no reaccionan contra la desigualdad cuando ha llegado el caso en que es un elemento verdaderamente deletéreo, y se inmovilizan, decaen o perecen; otro, de las que protestan, se rebelan, luchan contra los privilegios y los suprimen. Dependiendo la igualdad de causas tan varias, siendo tan influyente en todos los elementos sociales y tan influida por ellos, según circunstancias que varían al infinito, hallará mayores dificultades para establecerse, tendrá más combates, más vicisitudes, más derrotas, y avanzará rápida o paulatinamente. Pero en todo caso, para el pueblo que llega a una civilización adelantada, el progreso, el verdadero progreso, que es a la vez material, intelectual y moral, no puede continuar sin el de la igualdad. Así la vemos crecer más despacio o más de prisa, pero crecer siempre, en todos los pueblos verdaderamente prósperos y grandes.

¿Pero basta igualar a los hombres que forman una nación para que ésta sea digna y feliz? Seguramente que no. La igualdad forma parte de la justicia, no la constituye; y cuando el nivel está muy bajo, cuando significa la abyección de todos, menor será el daño si sobresalen algunos, y menos malas serán las aristocracias que el despotismo de uno solo sobre muchedumbres que, como rebaños, se esquilan y degüellan. Los defensores del privilegio presentan en su apoyo, no sólo aristocracias florecientes y democracias en decadencia, sino pueblos que fueron grandes mientras tuvieron profundas diferencias de castas o clases, y para los cuales la igualdad fue la ruina.

Hay que distinguir, como hemos indicado, el nivel de la instrucción, del honor y de la virtud, del que establece el vicio, la ignominia y la ignorancia; hay que tomar la historia en largos períodos, sin lo cual no puede darnos lecciones. Llegados los pueblos a aquel grado de civilización en que la desigualdad inevitable subía al máximum, que degrada y arruina si no se reacciona contra ella, ¿quiénes son los que tienen interés y deseo de ponerle coto? Los que ha oprimido física, intelectual y moralmente: los pobres, los ignorantes, los viles; y como no es posible el instantáneo cambio que los iguale a los superiores, la transformación es lenta, y en algunos casos imposible. La desigualdad llega a ser como un miembro que es necesario cortar, pero al amputarle se ve que ha sido inútil; el organismo todo estaba inficionado, la fiebre purulenta, sobreviene, y la muerte es inevitable. De la misma manera decaen o perecen los pueblos de los cuales desaparece una institución que los ha corrompido sin remedio. Lejos de abonarse una aristocracia por los extravíos de la democracia que la sigue, se condena, y la igualdad no hace más que reflejar y revelar los vicios del privilegio; sólo se puede defender éste cuando puede transformarse, cuando tiene en sí bastantes elementos morales o intelectuales para ser humano y expansivo, de manera que su sombra no mate, sino que, por el contrario, pueda crecer en ella la práctica del deber y la idea del derecho. La desigualdad exagerada, la casta, la clase inmóvil, paraliza y arruina al pueblo que en el momento necesario no reacciona, y será arrastrado a su ruina por una minoría privilegiada, o por la mayoría niveladora que proclame el derecho cuando ya no es capaz de practicar el deber. La plebe envilecida y poderosa que sucede a una aristocracia, lejos de abonarla es su condenación, porque es su obra.

El privilegio en el mundo civilizado y cristiano no desaparece entre las ruinas del pueblo que dominó; antes, por el contrario, va transformándose en derecho y dando lugar, no a la igualdad que rebaja, sino a la que eleva. Los patricios no son arrastrados por el oleaje pestilente de un populacho vil, sino convertidos en ciudadanos o igualados a los que intelectual y moralmente no son inferiores a ellos o los aventajan. Sin duda pasiones y errores producen tempestades; pero después que pasan, y aun en medio de ellas, el nivel moral o intelectual se eleva más cada día, y las diferencias disminuyen, no porque los de arriba descienden, sino porque los de abajo suben. En todas las naciones que progresan, progresa la igualdad, y puede afirmarse que, en la medida justa, es un elemento indispensable de bienestar y grandeza.

Y ¿cómo sabremos cuándo la supresión del privilegio precede a la ruina de un pueblo, y cuándo a su engrandecimiento? Fácil es investigarlo. Basta saber si se nivela rebajando a los de arriba, o elevando a los de abajo: si lo primero, la igualdad es la muerte; si lo segundo, la vida.

Todos los pueblos han pasado, pasan o pasarán por esa crisis de su civilización en que la desigualdad inevitable llega a un máximum incompatible con el progreso si no se reacciona contra ella. Y ¿por qué esta reacción se verifica en unos países y en otros no, es a veces saludable, a veces dañosa, y caminando todos al privilegio por vías muy parecidas, unos le conservan, otros le suprimen con buen éxito, y algunos se arruinan al arruinarle? No sabernos si habrá quien pueda dar respuesta satisfactoria a la pregunta: por nuestra parte, estamos muy lejos de tener ciencia bastante para conocer las causas de tan varios efectos, y nos limitaremos a señalar una que nos parece de suma importancia.

Comparando los pueblos que reaccionan a tiempo, y para bien suyo, contra la desigualdad, y los que para su mal la perpetúan o la destruyen, se ve que los primeros no son siempre ni más ricos ni más inteligentes que los segundos, y que en muchos casos son más pobres y menos ilustrados, de modo que el elemento material o intelectual es inferior en ellos. Y siendo esto así, teniendo la desventaja de la mayor pobreza o ignorancia, ¿cómo realizan el progreso de suprimir a tiempo la desigualdad excesiva que corroe a otros? ¿Cuál fuerza los impulsa y los sostiene? La fuerza moral. Los pueblos en que el hombre es más digno, más justo, más humano, menos egoísta, menos débil para dejarse arrastrar por los vicios que degradan, mejor dispuesto para sentir los nobles y piadosos sentimientos que impulsan a la abnegación y al sacrificio; los pueblos más morales, en fin, son los que tienen pecheros que pueden transformarse en ciudadanos, aristocracias en que los señores son hombres con virtud y conciencia bastante para comprender los deberes de humanidad y practicarlos hasta dejar en ocasiones a sus pares, y formar en las filas de los plebeyos, y pelear a su lado y morir por ellos. En estos pueblos, los de abajo tienen corazón, la dignidad, aunque no sea más que latente, del hombre honrado; los de arriba tienen entrañas, y todos algo que repugna aceptar e imponer perpetuamente la servidumbre y la tiranía sin límites. Podrán ser más pobres y más ignorantes; pero son más dignos que les que oprimen sin misericordia y se dejan oprimir sin protesta, y la reacción contra desigualdades irritantes se verifica en virtud principalmente del elemento moral.

Esta verdad merece ser consignada, porque encierra, a nuestro parecer, una lección importante. Si pueblos ricos y cultos se han inmovilizado o sucumbido en desigualdades incompatibles con el progreso, por falta de resorte moral; si por tenerle, otros inferiores en cultura, han suprimido privilegios que eran obstáculo insuperable a su bienestar, ¿no se pone en evidencia la gran parte que el elemento moral tiene para realizar la igualdad? De pueblo a pueblo el hecho es de más bulto, no más positivo que de clase a clase o de individuo a individuo. En vano se mejorará la situación económica de las masas, y aun se les dará alguna instrucción; si están desmoralizadas no subirá su nivel, y antes es posible que descienda, y que a medida que se enriquecen (con riqueza relativa) se rebajen, porque usando en perjuicio de sus deberes los mayores recursos de que disponen, se alejan más cada vez de la igualdad en el derecho, y sólo para la común abyección quedan aptos.

No llevamos, procuramos, al menos, no llevar a ningún asunto espíritu de sistema ni exclusivismos, muy perjudiciales al descubrimiento de la verdad. No negamos, cuando se trata de las instituciones y modo de ser de un pueblo, la importancia que tiene el elemento intelectual y físico o económico; pero no suele darse la que tiene la moral; se conviene en que cierto grado de miseria y de ignorancia hace imposible la igualdad en el derecho; pero no se recuerda bastante que es también incompatible con la depravación y que exige un mínimum de virtud como de bienestar y de cultura. Por eso conviene recordar el testimonio de la historia; ver pueblos de una civilización adelantada abrumados por privilegios odiosos o envilecidos bajo el nivel de la servidumbre por falta de resorte moral; y observando este hecho en el presente y en el pasado, en derredor nuestro y en remotos países, nos convenceremos de que no es fortuito, sino necesario, y que luchan contra las leyes de la naturaleza humana los que pretenden elevar socialmente al hombre que moralmente está rebajado.

No se puede hacer un ciudadano de un mendigo, de un loco, ni de un malvado; y en la casa de beneficencia, en el manicomio o en el presidio pueden estudiarse bien, porque están en relieve los insuperables obstáculos que para igualar a los hombres sin rebajarlos opone la falta de lo necesario físico, intelectual y moral.

Sin este necesario no hay salud del cuerpo ni tampoco del alma, y los hombres que no están sanos de espíritu son tan inhábiles para la igualdad en el derecho como para el servicio militar cuando tienen defectos físicos.

Así, pues, al que olvida la importancia del elemento moral recordémosela, y la del físico e intelectual a los que hablan de igualdad en el derecho al que no la comprende, al que tiene hambre y a satisfacerla se limitan todas sus aspiraciones. Nunca se ha visto, y puede asegurarse que jamás se verá, que los hombres se igualen elevándose si su pobreza en todos conceptos llega a ser miseria a veces, una idea, un sentimiento, suplen inferioridades y nivelan: la fe, el amor, la ciencia, la patria hallan mártires sublimes entre los hombres más obscuros, que la abnegación y el heroísmo sacan de su humilde esfera para elevarlos a la gloria y a la inmortalidad. Y no sólo individuos, sino que hay en la vida de los pueblos horas en que las muchedumbres, impulsadas por una idea o un sentimiento, se igualan a los más altos; pero ya se prevé, y además puede observarse, que estas explosiones de entusiasmo no sirven para marcar la cultura permanente a que llegan las colectividades, ni establecen la regla de su marcha normal y progresiva: ayer dieron mártires y héroes, hoy o mañana darán tiranos y esclavos; el nivel era como el de las aguas de una inundación, que desaparece con ellas y deja al descubierto todas las desigualdades del terreno. No hay igualdad permanente sino la que es armónica, ni armónica sino aquella que contiene, en grado mayor o menor, pero siempre suficiente, los tres elementos esenciales del hombre, físico, intelectual y moral. Si no se estableciera esto por el raciocinio, lo pondría de manifiesto la historia de los progresos de la igualdad y de las inútiles tentativas para realizarla en el derecho.

Una vez iniciada con buen éxito la reacción contra desigualdades injustas, van disminuyendo o desaparecen muchas que, en fuerza de ser antiguas y positivas, parecían naturales y necesarias. Derribado el obstáculo que se opone a que los hombres cultiven sus aptitudes varias, y se multipliquen, no dentro de una clase o casta, sino según sus condiciones económicas, afectivas e intelectuales, sucederán dos cosas dé capital importancia.

Las ventajas físicas o intelectuales, la superioridad moral, no serán dones de la naturaleza o merecimientos de la virtud, que esteriliza constante y fatalmente la organización social, sino que podrán, con mayor o menor esfuerzo, pero podrán al fin elevar a los humildes y rebajar a los soberbios que no tienen aptitud adecuada ni voluntad recta para sostenerse a la altura en que los colocó la suerte. La ciencia, el poder y la riqueza no estarán vedados a nadie ni serán patrimonio de ninguno, y lejos de abrumar sin remedio a los de abajo, podrán servir de estímulo a sus aspiraciones levantarlas. Las dotes naturales y la voluntad recta y firme, la voluntad débil y torcida o la escasa inteligencia, cuando no hay una institución que tuerza o paralice sus determinaciones libres, producen continuos cambios de posición, en que los pobres de ayer son los ricos de hoy, y en que el que nació en la clase más humilde muere potentado. Las armas y las letras, la ciencia y el poder, la religión y el arte, el comercio y la industria, tendrán eminencias que han venido de muy abajo, y se establecerá un movimiento de ascenso y descenso que tiende a confundir lo que antes parecía irremisiblemente separado.

Cuando las clases pueden confundirse y más o menos se confunden, no tienden a formar razas, es decir, a acumular por espacio de muchas generaciones ventajas o inconvenientes, disposiciones que se trasmiten, diferencias que de sociales han pasado a ser fisiológicas, ventajas o inferioridades que explican en los unos la humillación y en los otros la soberbia. No se inmovilizan las masas en el aislamiento de las clases, y las inferiores progresarán de dos modos: ilustrándose y participando de la herencia de otras más ilustradas.

Así, pues, como las desigualdades injustas producen efectos que tienden a perpetuarlas cuando se reacciona contra ellas, la igualdad en el derecho, una vez iniciada, prepara sus propios progresos, lleva en sí las condiciones de su incremento y, como la fama, adquiere fuerza marchando.




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Capítulo VI

¿En qué esfera se establece primeramente la igualdad?


En cualquier pueblo que nos propongamos estudiar podremos ver:

Palacios monumentales, casas lujosas, habitaciones cómodas, albergues en que, no hay comodidad, tugurios, chozas, cuevas que parecen inhabitables y que lo son bajo el punto de vista higiénico;

Costosos trajes de ricas telas, encajes primorosos, piedras preciosas, oro y perlas, vestidos modestos, ropas ordinarias o burdas, harapos y desnudez;

Refinamientos en el atavío y cuidado de la persona, pomadas, jabones, aguas olorosas, cosméticos, tintes, pinturas, todo género de afeite cuyo objeto es hermosearla, esmero razonable, limpieza higiénica, descuido perjudicial, abandono completo y suciedad repugnante;

Mesa opípara artísticamente preparada, manjares variados y exquisitos que en costosa profusión ofrecen servidores de frac, alimentos sustanciosos y abundantes, comida necesaria, escasa, insuficiente, hambre;

Paredes cubiertas de seda, suelos de alfombra, techos artesonados, cortinajes, adornos, raso, terciopelo, oro, maderas primorosamente esculpidas, ajuar elegante, cómodo, decente, pobre, miserable, en que no hay silla donde sentarse ni cama en que dormir;

Variedad de carruajes y de soberbios caballos, coche modesto y propio, vehículo alquilado, botas impermeables, zapatos que dejan pasar la humedad, pies descalzos;

Torrentes de luz que reflejan espejos venecianos y jarrones de Sèvres, alumbrado suficiente, escaso, obscuridad completa por falta de medios de alumbrarse;

Fuego sostenido por el combustible más caro que se ve a través de la tallada pantalla de cristal, atmósfera tibia en Diciembre y perfumada por plantas olorosas, temperatura conveniente, muy baja, insoportable, en que el frío duele y mata;

Costosas diversiones que se suceden, recreo razonable, trabajo abrumador, ocio aburrido;

Multitud de impresiones recibidas en ciudades y países diversos, variedad de objetos que se ven o se conocen, monotonía de una existencia en cuyo limitado horizonte se descubren pocas cosas y siempre las mismas;

Prestigio, gloria, aplauso, buen nombre, obscuridad, desprecio, humillación, ignominia;

Poder, mando, subordinación, obediencia incondicional;

Ciencia profunda, extenso sabor, instrucción, ignorancia.

Todos estos contrastes, que parecen rebuscados con empeño, se ofrecen como espontáneamente a la observación, y aun diríamos a la simple vista de cualquiera que la fije en los fenómenos sociales. En todos los países, más o menos, siempre comprendiendo numerosas colectividades, existen estas profundas diferencias. Y a pesar de ellas, y aunque se acumulen, lo cual es muy frecuente, ¿puede establecerse igualdad? ¿Cómo, en qué, para qué se establecerá entre personas tan distintas? ¿Puede ser para ellos más que una palabra con que se disfraza una ilusión o un engaño? ¿En qué pueden ser iguales aquel pobre y aquel rico, aquel poderoso y aquel débil, aquel sabio y aquel ignorante? ¿Qué poder nivelador rebajará a los unos o elevará a los otros? ¿Existe, puede existir ese poder? Sí, ese poder existe; es la voluntad del hombre, su libre albedrío, su fuerza moral.

Por ella es bueno o malo, digno o infame, santo o malhechor; se iguala a los primeros o desciende hasta los últimos, y en medio de tantas diferencias hace posible y cierta la igualdad ante la ley.

¿Ante qué ley? puede preguntarse, porque hay muchas leyes. Cierto; la ley política puede negarle o concederle voto, según sea pobre o rico, instruido o ignorante; la ley de Beneficencia puede darle o negarle permiso para pedir limosna, según sea un individuo aislado, o pertenezca a una colectividad legalmente constituída; la ley de instrucción pública puede prohibirle que enseñe, o autorizarle para enseñar, según que tenga o no las circunstancias requeridas; pero en medio de estas y otras desigualdades, en todo pueblo que pretendo llamarse culto existe la igualdad ante la ley civil y ante la ley penal. Las mismas condiciones se exigen para los contratos de los pobres y de los ricos, y es igualmente justiciable un delincuente, cualquiera que sea su posición social, su ignorancia o su ciencia. No siempre sucedió así, ni hace mucho tiempo que sucede; pero hoy nos causaría tanta indignación como asombro que la tramitación legal difiriese según la importancia de los procesados o contratantes; que las penas se aplicasen, no según los delitos, sino según las personas que los cometían, y que dependiese de la calidad del muerto que el matador pagase con la vida o con algunas monedas. Nada de esto puede suceder ya, y parece tan natural que no suceda, que las personas que lo ignoran no suponen que nunca haya sucedido. En la historia se encuentran estas distinciones; en el recto juicio y en la conciencia, no.

Como la igualdad ante la ley penal ni es una imposición pasajera de un déspota omnipotente ni de la plebe amotinada; como se la ve razonada, crecer, afirmarse a medida que las naciones se ilustran y se constituyen conforme a derecho, puede considerarse como un hecho que permanecerá. Pero todo hecho permanente tiene una causa que lo es también. ¿Y cuál puede ser esta causa en el asunto que nos ocupa? Esta causa no puede ser más que un elemento común, alguna gran semejanza entre esos mismos hombres en que se perciben diferencias tan notables bajo otros respectos, pero que en alguno pueden ser y se consideran como iguales. Esa causa, ese elemento común es el moral; y como todos (los sanos de espíritu) distinguen el mal del bien, pueden realizar el uno o el otro y son responsables o beneméritos igualmente con diferencias personales, pero no de clase, se prescinde de ésta para juzgarlos moralmente y se los iguala.

Por más que digan los que pretenden separar la moral del derecho como cosas independientes, no sólo el derecho no puede separarse de la moral, sino que el progreso consiste en que se unan cada vez más íntimamente, y el ideal en que no hubiese ninguna inmoralidad que no pudiera ser y no fuese penada por la ley. No podemos extendernos sobre este asunto sin pasar los límites del que nos ocupa; pero hemos debido hacer esta indicación para salir al encuentro a una réplica posible contra lo dicho, de que la igualdad moral es el origen, base y afianzamiento de la igualdad ante la ley penal.

El pobre y el ignorante, como el millonario y el docto, ama a sus hijos y es amado de sus padres; es buen amigo, fiel confidente; tiene sentimientos y afectos y determinaciones dignas; respeta la propiedad ajena, la vida de los otros hombres, por cuyo bien inmola a veces la suya. El filósofo moralista encuentra allí una moralidad responsable, tan responsable como la de un gran señor o un sabio, y una personalidad respetable en la misma medida; y el legislador, partiendo de este hecho, declara a los hombres iguales ante la ley penal. Pueden no ser todos electores, ni elegibles, ni catedráticos, ni ingenieros; pero todos pueden ser honrados, deben serlo y faltan cuando no lo son: según los grados de la falta, no según el que ocupa el que la comete, se impone la pena, que es, que debe ser al menos, consecuencia de una inmoralidad que la ley ha calificado justiciable.

¿Es idéntico el conocimiento que tiene del mal que hace un hombre rudo y un hombre ilustrado? Puede que lo sea y puede que no. Puede que lo sea, porque el que sabe sumar, por ejemplo, aunque no sepa álgebra, ni cálculo diferencial, suma tan bien como el más consumado matemático, y el mal hecho podrá ser tan claro y sencillo para la conciencia, como para el entendimiento el que dos y dos son cuatro. El pensador sabrá la filosofía de las matemáticas y la del derecho que el letrado ignora; mas para sumar y conducirse bien basta la razón práctica, y no son menester especulaciones metafísicas ni conceptos trascendentales.

Como la identidad no existe entre las personas, ni aun en las cosas que podemos observar, la igualdad hemos dicho que es aquel grado de semejanza necesario al objeto que nos proponemos al hacer la comparación. Al comparar moralmente a un rico y a un pobre, a un sabio y a un ignorante, a través de sus muchas diferencias encontramos entre ellos la semejanza necesaria y suficiente para declararlos iguales ante la ley civil y ante la ley penal, e iguales los declaramos; y esta declaración no es ilusoria como otras que carecen de fundamento, sino que es real, positiva, practicable y practicada, como que tiene por base un hecho cierto un¡versalmente reconocido.

Así, la moral, que hemos visto tan poderosa para establecer igualdad entre las personas que en virtud de su voluntad recta o torcida se rebajan o se elevan, utilizando o haciendo inútiles o perjudiciales los altos dones que han recibido; la moral, que en los pueblos influye poderosamente para que reaccionen contra la desigualdad injusta, cuando es ya incompatible con el progreso y produce la decadencia; la moral, que para el bien de las naciones como de los individuos puede suplir tantas cosas y no puede ser suplida por ninguna; la moral conserva siempre su carácter nivelador, en el buen sentido de la palabra, el carácter de igualar elevando y en su esfera más propia, en aquella en que su influencia es mayor, es donde primero se establece la igualdad, porque es donde realmente existe primero.

El que los derechos civiles preceden a los políticos y la igualdad ante la ley penal se establece en medio de las mayores desigualdades, es un hecho de todos conocido; pero conviene recordarle y tener en cuenta las causas que lo producen, a saber:

Que en la esfera moral es donde primero se establece la igualdad;

Que para establecer la igualdad basta la semejanza necesaria.

Las diferencias se perciben a primera vista; pero reflexionando se ve que el orden moral, religioso y jurídico tiene por condición la semejanza. Los preceptos, las reglas, las leyes, no pueden obligar a todos por igual, sino porque en todos hallan igualmente aptitudes bastantes para comprenderlas y cumplimentarlas.




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Capítulo VII

Límites de la igualdad


Los límites de la igualdad pueden variar mucho de hecho y de derecho, según los establezca la fuerza y el error, o la razón y la justicia; pero aunque varíen han de existir, porque en lo humano todo los tiene, y porque un elemento de la organización social, sea el que fuere, no puede prescindir de los otros, no siendo único, ni dejar de ser condicional si ha de ser armónico. Las condiciones variarán con los tiempos y lugares; a priori no pueden señalarse detalladamente; pero sí afirmar que existirán, y que, no habiendo derecho contra el derecho, los de la igualdad no pueden destruir ni invalidar otros.

Pocos hay que no sepan esto; pero muchosson los que lo olvidan y quieren llevar la igualdad donde no puede ir y darle una extensión que no está en la naturaleza de las cosas.

La igualdad estará limitada más o menos; pero estará siempre limitada:

Por las diferencias naturales;

Por las que produce la voluntad del hombre;

Por lo que se llama la fortuna;

Por la ley, que tiende a aumentar la desigualdad cuando existe;

Por las necesidades sociales;

Por el Derecho.

LAS DIFERENCIAS NATURALES pueden ser tan grandes que produzcan desigualdad inevitable; hay dotes de alto precio que ninguna voluntad iguala, y desventajas que el más firme propósito no compensa. El gran talento para la guerra, las ciencias, las artes, la política, el comercio, la industria, descollará dadas ciertas circunstancias, sin que sea posible que la medianía se ponga a su nivel por más que emplee un trabajo intenso y perseverante; por el contrario, hay ineptitudes que se esforzarían en vano para subir ni aun adonde están los medianos. Tales casos, por ser raros, no dejan de existir y de ejercer una influencia mayor o menor, según muchas circunstancias, pero siempre positiva o inevitable. Esto se entiende en la esfera física o intelectual, que en la moral ya sabemos que la altura depende de la voluntad de elevarse. Los hombres, a medida que vivan en condiciones más parecidas, creemos que se parecerán más y que habrá menos desigualdades naturales; pero, más o menos, existirán siempre, y en cierta medida son necesarias para que los hombres vivan en una sociedad culta y progresiva.

LAS DIFERENCIAS QUE PRODUCE LA VOLUNTAD DEL HOMBRE son causa más poderosa de desigualdad que las naturales. Las grandes ventajas o desventajas congénitas son raras, y muy común suplir éstas con una resolución firme y perseverante o esterilizar aquéllas con la flojedad o perversión del ánimo. Ya hemos recordado más arriba el hecho bien conocido y muy general de los que la determinación firme, débil o torcida, o eleva, o rebaja, y si aquí lo repetimos es para hacer notar que, en mayor o menor grado, tiene que ser inevitable y permanente, porque depende de la voluntad libre del hombre, a quien no se puede trazar una órbita para que sin salir de ella gire como los astros. El nivel moral podrá elevarse y se elevará; habrá más voluntades firmes y rectas, pero no se concibe que deje de haber desviaciones, y quien esté por encima y por debajo del nivel común, y grados en la virtud y en el vicio, en la santidad y en el crimen. El poder del libre albedrío del hombre, sobre permanente, como que forma parte de su naturaleza, se extiende a lo físico, a lo intelectual, a lo moral, a todo su ser. Las ventajas de la belleza, de la robustez, del talento, o los inconvenientes contrarios, no ejercen una influencia decisiva fuera de su círculo de acción propia: por más capacidad que tenga un hombre no logrará convertirse de feo en hermoso, ni viceversa, y por más robusto que sea, no trocará en facultades intelectuales su fuerza muscular, ni con ella las destruirá tampoco. El poder de suplir en gran parte muchas ventajas o hacerlas completamente inútiles, y aun perjudiciales, no existe más que en la voluntad del hombre: ella es, puede ser, un elemento nivelador; pero en cierta medida será siempre una causa de desigualdad, porque no se concibe que los hombres no usen desigualmente de medios de que disponen, aunque éstos fuesen iguales.

LO QUE SE LLAMA FORTUNA influye en la posición de los hombres, en su bienestar o su desdicha. La fortuna, en el sentido de acaso, no existe; hay Providencia, o, para los que no creen en ella, encadenamiento de causas y efectos, causalidad, no casualidad; pero, de todos modos, hay efectos de cuyas causas no dispone el hombre, y que influyen para que se eleve o quede muy abajo. Sin duda que se atribuyen a la suerte muchos bienes, obra del mérito, muchos males, consecuencia de faltas; pero también es cierto que hay prosperidades y desdichas por razones que no se alcanzan, por justicia que no se comprende. Lejos, muy lejos de nosotros negar esa justicia y esa razón porque está por encima de la nuestra: la acatamos profunda y sinceramente; pero no por eso hemos de dejar de ver en lo que se llama fortuna un elemento de desigualdad, tal vez justa, pero indudablemente positiva.

LA LEY QUE TIENDE A AUMENTAR LA DESIGUALDAD CUANDO EXISTE, la llamamos así porque nos parece tener el carácter de ley, es decir, de regla general y necesaria. Si establecemos un nivel, sea en lo físico, en lo intelectual o en lo moral, veremos la tendencia a elevarse más los que están sobre él y a rebajarse los que quedan por debajo.

En lo físico, el que es fuerte y robusto puede allegar medios de subsistencia conque acrecentar esa robustez; el que es débil, está expuesto a la miseria, que aumentará su debilidad; el que dispone de un capital, halla facilidades para acrecentarle, mayores cuanto es mayor: la riqueza atrae la riqueza y la multiplica; el que es pobre, al menor contratiempo se empobrece más, cae en la miseria: hay una fuerza que empuja, al uno a la opulencia, al otro a la ruina.

En el que empieza a instruirse, la adquirida instrucción le da medios y facilidades para aumentarla; le inspira el deseo también por el amor a la ciencia o el convencimiento de su utilidad; el que es ignorante y continúa siéndolo, aun en el caso de que pueda procurarse instrucción, no la procura, porque, no teniendo idea de las ventajas y de los goces del saber, no los busca; cuanto más tiempo pasa, más difícil le será el trabajo intelectual y tendrá menos deseo de vencer esta dificultad; su inteligencia se atrofiará como un órgano que no se usa, y por gravitación intelectual, el uno irá subiendo hasta ilustrarse, el otro descendiendo hasta embrutecerse.

El hombre virtuoso halla goces y facilidades para la virtud, que le elevan en ella cada vez más. Vencidos, tiene sus impulsos egoístas, sus apetitos groseros, sus ímpetus iracundos: luchó, triunfó, y ha llegado a aquella altura en que no comprende cómo pueda hacer mal a sabiendas en cosa grave, y en que su naturaleza, ennoblecida por su firme voluntad, tiene por ley hacer bien; este bien tiende a acrecentarse como los tesoros del rico. El hombre vicioso se debilita a medida que cede; cada falta es una derrota que le predispone a ser derrotado; a los efectos deprimentes del mal se añade el hábito de cometerle, y la pendiente hacia él es tan rápida, que sin una reacción fuerte, así como el que se elevó en la virtud puede llegar a ser santo, el que descendió se halla en peligro de ser criminal, y vemos esas criaturas que parecen impecables o incorregibles.

Pueden limitarse los casos (y creemos que se limitarán más cada vez) de miseria física, moral e intelectual; pero si cualquiera de ellos llega, por el hecho de existir propende a crecer, y nos parece que las grandes desigualdades, de cualquier género que sean, tienden a aumentarse, como la distancia entre dos líneas no paralelas que se prolongan.

LAS NECESIDADES SOCIALES imponen cierto grado de desigualdad por la división de trabajo y por las diferencias que en el obrero lleva consigo la diferente clase de obra. Sin duda que se va reconociendo, y más cada vez, como un factor común al apreciar el valor de las personas y sus desemejanzas; este factor común es el elemento humano, la cualidad de hombre que todos tienen; pero aunque ésta nivele a los más humildes con los más elevados bajo ciertos conceptos, siempre sucederá que de las múltiples necesidades de una civilización adelantada hayan de resultar trabajos diversos que exigen aptitudes diferentes y combinaciones en el arte, en la ciencia, en la industria, en el comercio, muy propias para establecer desigualdades. Estas combinaciones podrán neutralizarse con otras, no destruirse, porque son indispensables en las necesidades crecientes de la creciente civilización.

EL DERECHO será límite a la igualdad siempre que contra él quiera girar fuera de su órbita. Un elemento social por mucho tiempo comprimido suele aparecer haciendo explosión y como si quisiera vengarse de haber sido negado negando, pretende, no sólo su natural y debida influencia, sino la que corresponde a otros, y porque fue desconocido quiere ser preponderante. Algo de esto acontece con la igualdad, que, a consecuencia de depresiones injustas, pide nivelaciones imposibles. Contra sus extravíos no habría remedio más eficaz que el conocimiento del Derecho, si se generalizara; él encauzaría esa corriente que tiende a desbordarse, y en ocasiones se desborda. Cuando hay un derecho que lo es verdaderamente, no puede invalidarse por ninguna pretensión, injusta desde que pretende destruirle, y definiendo bien y marcando los límites de todos, se sabe de dónde no puede pasar cada uno. Esto es a la verdad bien sencillo y bien sabido, mas no por todos, y precisamente lo ignoran aquellos a quienes más convendría saberlo para no hacer de la igualdad alguna cosa absoluta, incondicionada y absorbente de todos los elementos sociales.

En virtud de la igualdad ante el Derecho, existe a veces la desigualdad entre los hombres; porque no teniendo todos iguales títulos, sería injusta su pretensión de igualarse. El malhechor que está preso y el hombre honrado que goza de libertad; el ignorante a quien se prohíbe una profesión y el instruido a quien se autoriza para ejercerla; el pródigo a quien hay que quitar la administración de sus bienes, y el encargado por la ley para administrarlos, personas son que aparecen desiguales precisamente en virtud de la igualdad del Derecho, que, dando a cada uno lo que le es debido, no puede dar lo mismo a los que merecen de un modo tan diferente a unos se debe una prisión, un tutor ejemplar, una camisa de fuerza; a otros el público aprecio, una corona, una estatua; y el que pretendiera identificar aquéllos y éstos, hallaría el Derecho en vez de establecerle.

Cierto que importa mucho antes consignar los derechos cerciorarse bien de que lo son; mas porque pueda haberlos mal definidos y aun en desacuerdo con la justicia, no se ha de atacar en su principio la santidad del Derecho ni prescindir de él alegando otro, sea el que fuere. Y como es raro, muy raro, que un derecho carezca enteramente de justicia, que en su motivo de ser no tenga alguna razón de ser, es necesario analizarle bien antes de declararle incompatible con otro que le destruya. Y de todos modos, y aunque la injusticia sea evidente, ni autoriza otra, ni con otra se neutraliza, sino que, por el contrario, se suma con ella. La igualdad fuera del derecho no estará fuera de él por atacar a alguno que a su vez no le haya respetado. Si yo, por ser igual al que tiene reloj, se lo quito a un ladrón que le ha robado, aunque mi derecho a la igualdad no esté limitado por el de propiedad, que él no tiene, lo estará por el de algún otro, puesto que es claro mi deber de no apropiarme lo que en ningún concepto puedo considerar como mío.

Así pues, variarán los límites, pero siempre los hallará el derecho a la igualdad en otros derechos.






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Parte II

De la igualdad, socialmente considerada



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Capítulo I

Influencia recíproca de los elementos físico, intelectual y moral, y de la semejanza necesaria y suficiente para establecer la igualdad


Cuando se observa en las sociedades los progresos de la igualdad y las dificultades que para progresar halla, es fácil notar que éstas provienen en gran parte del desequilibrio de elementos que deberían armonizarse.

El hombre, ser físico, intelectual y moral, no puede consolidar ninguna institución social, y menos perpetuarla, si prescinde de sus condiciones morales, intelectuales o físicas.

La igualdad necesita semejanzas suficientes entre aquellos que ha de igualar, y sin las cuales pretenderá realizarse en vano.

Estas semejanzas no han de ser parciales, sino abarcar totalmente la existencia del hombre. Uno u otro individuo podrá, con voluntad y virtudes excepcionales, sobreponerse a circunstancias abrumadoras; pero la regla es que, cualesquiera que sean los principios que se proclamen y las leyes que se promulguen en la vida de la sociedad, no hay igualdad positiva sin semejanza suficiente.

Cuando falta albergue, sustento y vestido, en la miseria extrema, ¿puede igualarse el hombre que la padece al que tiene recursos superabundante? ¿Puede prescindir del frío y del hambre para cultivar las facultades de su espíritu? ¿Puede triunfar de la fuerza tiránica de las necesidades no satisfechas, hasta el punto de avasallarlas para que no le embrutezcan? ¿Puede sobreponerse por su carácter a su desventura, elevarse en una situación que humilla y hacer respetar una dignidad cubierta de harapos? Si en lo posible y por excepción cabe que suceda todo esto, la regla será siempre la que vemos en la práctica: que la miseria física lleva consigo la intelectual, y la moral en parte.

Y al que es moralmente miserable, ¿de qué le sirven los recursos materiales suficientes y aun superabundantes? ¿No vemos al vicioso y al criminal inutilizar o volver contra sí y contra la sociedad los bienes y las dotes que había recibido de la fortuna o de la naturaleza? Igual o superior a los que estaban al nivel común, ¿no ha descendido hasta los más bajos? ¿No le vemos rehusar el trabajo material y el del espíritu, o incapaz de trabajar a fuerza de excesos o por el hábito de la holganza? ¿De qué le servirá la igualdad ante la ley que le allanó los caminos de la fortuna, si él se labra su desgracia y es propio o insuperable obstáculo a su bienestar?

La miseria intelectual prepara también las otras: cierto que la honradez es compatible con muchos grados de ignorancia. Siendo el lazo moral el más fuerte y necesario para que los hombres puedan vivir asociados, y la moralidad la condición más precisa para su moralización, Dios ha provisto a esta imperiosa necesidad dándoles la intuición del mal y del bien y el libre albedrío para realizarle. Basta poca inteligencia para ser bueno y aun para ser justo; pero alguna se necesita, y más cuando se vive en un pueblo ilustrado. La vida social en parte es armonía, en parte lucha, y fácil es notar que nuestra existencia es utilizar armonías y triunfar de dificultades. Para lo que es armónico puede bastar lo espontáneo, lo intuitivo, lo que todo hombre cabal sabe sin aprenderlo; mas para la lucha se necesitan armas iguales, y no las tiene el que carece absolutamente de cultura en un país muy civilizado. La desventaja se gradúa; pero puede ser extrema y tal, que esta desigualdad lleve a otras, sin que haya más medio de evitarlas que evitándola.

El hombre embrutecido en un pueblo culto, recibe escasa remuneración por su trabajo; éste es más rudo, con frecuencia malsano, o porque lo sea en sí, o porque no se tomen las precauciones debidas para sanearle. El operario, o lo ignora, o se conduce como si lo ignorase, ya por descuido, ya por una especie de fatalismo, muy propio de la ignorancia, ya, en fin, porque otros están prontos a aceptar las condiciones que él no acepte, y la necesidad de vivir le impone la de recibir la ley económica, por dura que sea. Resulta que la inferioridad intelectual origina la física por el mucho trabajo, a veces malsano y poco retribuido, y en consecuencia, alimento escaso o mala vivienda. Así se ha degradado físicamente la población de muchas comarcas, antes notables por su robustez y belleza, hoy débiles y con gran número de individuos deformes. No puede entrar en nuestro plan hacernos cargo de las causas todas que han producido tan deplorable efecto, que sólo hemos citado en apoyo de nuestra aserción de que una desigualdad grande en un elemento de los que constituyen el hombre influye sobre los otros y puede desnivelarlos.

Para que la igualdad que se defiende en los libros, se proclama en las Constituciones y se promulga en los códigos pueda ser un hecho social, es necesario que no halle desniveles tan grandes y tan generalizados que imposibiliten el equilibrio estable, el cual exige un mínimum de semejanza en el modo de ser de los asociados. Esta semejanza, hay que repetirlo, no basta que sea parcial; no ha de limitarse a uno de los elementos de la humanidad, sino comprenderlos todos, porque donde quiera que haya grandes masas de hombres en la miseria extrema, en la depravación suma o en la ignorancia absoluta, se pretenderá en vano igualarlos con los que estén en circunstancias opuestas. Hemos dicho o porque, según se ha visto, una inferioridad produce otras; es fuerza que arrastra o virus que inficiona, y empresa ilusoria hacer independiente en el organismo social lo que en la naturaleza tiene dependencia mutua.

Así, pues, para que la igualdad se establezca en el derecho y la justicia es necesario que los hombres no se hallen en circunstancias que la hagan imposible por esenciales diferencias en lo físico, lo moral o lo intelectual, y que paralelamente marchen los progresos económicos, los intelectuales y los morales.

Se preguntará, tal vez, si para establecer la igualdad en el derecho han de ser todos ricos, sabios o justos. Responderemos recordando que la igualdad no es la identidad, sino aquel grado de semejanza suficiente al fin a que han de concurrir los términos de la comparación. Los términos de la comparación aquí son hombres, y lo que hay que investigar es la semejanza que basta para que en la sociedad se consideren como iguales.

Ya sabemos que los grados de semejanza necesarios para calificar dos cosas de iguales varían según la clase de ellas y objeto a que se las destina: con las personas acontece lo propio. Aplicando este principio a la práctica, social, tal vez pueda auxiliarnos para evitar errores o, por lo menos, la confusión que les es muy propicia.

Un hombre cae herido en la calle; el agresor huye: cualquiera que pasa tiene aptitud moral y legal para restañar la sangre que corre de las heridas del primero y detener al segundo; es un acto humano y social, para el que son iguales el rico y el pobre, el sabio y el ignorante, el mayor y el menor de edad, el que está privado de derechos civiles como el que goza de ellos, y a nadie se acusará de haberse extralimitado al apoderarse del criminal y auxiliar a su víctima. Sométese el hecho a la acción de los tribunales, y la igualdad se limita: jurado y juez no puede ser el primero que pasa por la calle; se necesitan condiciones que la ley marca, y sólo los que las tienen son iguales para aquel objeto: lo propio acontece para dar dictamen facultativo y para servir de testigo. El círculo de la igualdad se limita en las funciones sociales a medida que éstas exigen condiciones que unos tienen y de que otros carecen.

Para asistir con fruto a una escuela de instrucción primaria no se necesita conocimientos previos; hay que saber las primeras letras para la segunda enseñanza, y tener ésta para adquirir la superior: la igualdad, que tenía una extensión casi ilimitada en la escuela, va reduciéndose más, a medida que se refiere a cosas más diferentes.

Un testador considera iguales, para testigos de su testamento, a todos los hombres, con pocas excepciones; pero ¡cuán diferentes le parecen para albaceas, y más aún si busca entre ellos al tutor de las tiernas criaturas que su muerte deja en la orfandad!

Podrían multiplicarse los ejemplos en prueba de que la igualdad en la práctica, conforme dejamos indicado en la teoría, es una cosa relativa y varia que exige diversos grados de semejanza.

Hay, pues, igualdad social, o puede y debe haberla, cuando existe la de aptitudes, para el caso en que se establece la comparación; si no, no.

Existe el riesgo de chocar en dos opuestos escollos, que son: prescindir de la semejanza necesaria, y no hacerse cargo de la semejanza suficiente. Pretender que los hombres sin las condiciones morales o intelectuales indispensables para igualarlos sean iguales, o negar que pueden serlo cuando tienen las que bastan, aunque no las tengan todas.

El orden físico, la igualdad suficiente para sostener la salud y vigor del cuerpo, no exige que todos tengan la misma clase de vestido, de habitación y de alimento, sino que ninguno carezca de ropas, de albergue y de comida. Lo necesario fisiológico es lo que basta para establecer la igualdad física, y nada importa que los manjares sean menos regalados, el traje más basto y la casa más reducida y modesta. El que no tiene hambre, ni frío, ni vive en una habitación malsana, es suficientemente igual al que disfruta de todos los refinamientos del lujo. La vanidad, la gula y la molicie podrán pedir mayores semejanzas; pero a la fisiología y a la higiene le bastan éstas, y no sólo habrá igualdad, sino superioridad física en los que tienen lo necesario respecto de los que disfrutan de lo superfluo, porque la sobriedad no suele ser compañera del mucho regalo. Que cada uno procure por medios honrados mejorar su posición material, y tener mayor desahogo y comodidades, no es vituperable, y aun laudable ser; pero que en el orden fisiológico se dé el nombre de necesidad a los caprichos, a las vanidades y a los apetitos indómitos; que se ponga por condición del orden social lo que no lo es del orden natural, y se considere como una desgracia o como una injusticia la falta de igualdad completa en el alimento, el vestido y la habitación, errores son de gran bulto y fatales consecuencias. Aquel a quien no falta nada para robustecerse y vivir con salud, es esencialmente igual en lo físico a los mayores potentados, y probablemente superior a ellos, y la semejanza suficiente para establecer la igualdad en este punto la tienen todos los que no carecen de lo necesario fisiológico.

En lo moral, la igualdad la constituye el cumplimiento de las leyes y de aquellos deberes que, sin obligar legalmente, son moralmente obligatorios para todo hombre honrado. El que no perturba la sociedad con sus delitos, ni la familia con sus vicios, podrá ser mejor o peor que otro, pero tiene la semejanza suficiente para ser declarado igual en todas las funciones sociales que no exijan más que moralidad. Administrará sus bienes o los de otro, podrá ser tutor y curador, será apto para toda especie de contratos en las mismas condiciones que los más favorecidos, y su dignidad será respetada, y su palabra creída, y su testimonio hará fe. Cierto que en los millones de hombres que hay en estas circunstancias hay millones de diferencias; pero existe la semejanza bastante para que a ninguno se niegue aquella consideración y derechos que resultan de ser calificados de moralmente iguales para el fin que se propone la sociedad al clasificarlos. Las personales diferencias se tienen en cuenta para los casos especiales: cuando se necesita virtud, abnegación, heroísmo, no basta cualquiera; hay que buscar sobre el nivel común alguno que luche esforzadamente o se inmole; pero en la generalidad de los casos no se exige a la de las personas más de lo que todos pueden y deben dar.

En lo intelectual se diversifican mucho más las diferencias por la división de trabajo; pero, prescindiendo de las aptitudes profesionales, artísticas, industriales y científicas, si los abogados y los ingenieros y los comerciantes se diferencian mucho entre sí, como hombres tienen muchas ideas y conocimientos comunes, que lo son también a otros menos instruidos. El que sabe leer bien aunque sea ignorante, leerá lo mismo que una persona instruida cuando sólo de leer se trate, y para pasar lista a una cuadrilla de obreros servirá lo mismo que el más eminente literato: lo propio puede decirse del que sabe escribir, aunque no sepa más, cuando es bastante este conocimiento, o tenga el de la aritmética elemental, etc, En lo que se llama la masa del pueblo podrá no haber suficiente conocimiento del bien y del mal para hacer leyes, pero se le supone el bastante siempre que se la declara obligada a obedecerlas: no pueden en justicia ser igualmente obligatorias para todos si no son igualmente comprendidas en aquello que es indispensable conocer para obedecerlas. El primer jurisconsulto de la nación y el más rudo labriego tienen igual el conocimiento suficiente para sabor que deben respetar la propiedad ajena, y con razón son declarados iguales ante la ley penal, y penados si la infringen. El ejercicio de los derechos civiles exige, no sólo cierto grado de moralidad, sino de inteligencia: al idiota o al loco se le priva de ellos por incapaz del conocimiento necesario que tienen la inmensa mayoría de los hombres. Respecto a los derechos políticos, como la pasión suele mezclarse, no sólo en su práctica, sino en su teoría, no se ve tan claro cuando el elemento intelectual no basta, y cuando es suficiente; mas por difícil que sea investigarle, el hecho existe, y en este caso, como en todos, de la semejanza necesaria debe resultar la igualdad.

Aunque no lo notemos, la sociedad marcha en virtud, no sólo de necesidades y sentimientos semejantes, sino también de conocimientos, y sería imposible sin ellos. La ley que se promulga, el decreto que se da, la empresa que se organiza, el libro que se publica, el drama que se representa, la obra caritativa que se funda, parten de un conocimiento semejante, de un modo de ser intelectual bastante parecido y generalizado para que lo que se dice a un hombre sea inteligible para todos en grado suficiente. Sin esto, lo repetimos, la sociedad sería imposible, y una causa poderosa de desequilibrio y convulsiones sociales es el desconocimiento del grado de semejanza intelectual necesario para establecer igualdad, negándola cuando debía concederse o concediéndola cuando debería negarse. Semejanzas y diferencias condicionan la sociedad humana, e importa mucho conocerlas bien para que las igualdades que se establezcan o se rechacen sean consecuencias lógicas y estables, y no contradicciones pasajeras.

El mínimum de semejanza intelectual necesario para realizar la igualdad, lo mismo que el moral y el físico, no permanecen estacionarios, sino que caminan a medida que la sociedad progresa. Lo necesario fisiológico del hombre primitivo no basta para que viva el ciudadano: la ignorancia más completa puede pasar por sentido común, y aun por buen sentido en un país bárbaro, y no en una nación culta: un salvaje distinguido por su moralidad estará tan por debajo del nivel general en un pueblo civilizado, que con los mismos procederes que le hacían recomendable en su horda, irá a presidio. No hay, pues, que buscar en el arsenal de la historia armas que tal vez son inútiles, ni hablar de la naturaleza humana como de cosa eternamente idéntica y totalmente inmodificable. Cierto que el hombre sobre la tierra tiene condiciones de que no podrá salir nunca; cierto que no podrá respirar sin oxígeno, ni ser moral sin justicia, ni feliz sin amar alguna cosa; pero dentro de los límites que no podrá traspasar jamás tiene movimientos de bastante amplitud, y variaciones de bastante trascendencia, para que no se llame a la simetría inmóvil orden natural, y ley de la historia a reglas establecidas sin estudio suficiente de la naturaleza humana.

De los grados de semejanza que bastaron o no en un país, no puede inferirse los que serán indispensables en otro que se halla en condiciones diferentes. Así, por ejemplo, donde la religión autoriza las castas y forma una con el sacerdocio, será necesaria mayor semejanza, mucho mayor, para establecer una igualdad cualquiera, que en el pueblo que llama a Dios padre y fraterniza en su amor, y no admite diferencias ante su ley y eterna justicia. En los que se hallan en este caso puede haber desigualdades enormes; se necesitarán a veces, para suprimirlas, no sólo semejanzas suficientes, sino superioridades indudables; pero esto será efecto de otras causas que neutralicen la influencia de la religión. Prescindiendo de su influencia o de otra poderosa, podrán suponerse facilidades que no existen o calificar de insuperables obstáculos que se pueden vencer; pero a pesar de contradicciones aparentes, siempre será un hecho cierto la influencia recíproca de los elementos físico, moral o intelectual, y que es inútil, cuando no hay la semejanza necesaria, decretar la igualdad, y peligroso negarla cuando existe semejanza suficiente.




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Capítulo II

¿Qué límite debe tener la desigualdad?


La desigualdad que está en la organización del hombre, es una condición de la sociedad; pero es condición humana querer justificar el abuso de las cosas con la necesidad de su uso, y exagerar hasta la injusticia lo que en su origen es justo. La desigualdad de las condiciones es necesaria, es buena contenida en ciertos límites, pero cuando los pasa es inicua y es absurda.

Cuando existe la esclavitud de la ley o la de la miseria; cuando con éste o con el otro nombre hay castas en la sociedad; cuando entre las clases se abren abismos que es imposible salvar, el filósofo que estudia el corazón humano observa cómo se envilece y se deprava, y el que estudia los fenómenos sociales nota la gran perturbación que en la sociedad se introduce.

Ya hemos visto en la primera parte de este escrito cómo se desmoralizan las clases cuando se aíslan unas de otras, e inútil es advertir que el aislamiento es tanto mayor cuanto más grande es la desigualdad. A los desórdenes que una desigualdad exagerada, depravando los sentimientos, introduce en el mundo moral, hay que añadir los que llevan al mundo económico el lujo y la miseria.

No puede entrar en el plan de nuestra obra extendernos en consideraciones acerca de los males que en pos de sí llevan la miseria y el lujo, males de que, por otra parte, han hablado largamente célebres autores, tanto sagrados como profanos; pero no podemos menos de detenernos un momento a recordar una verdad que, por más sencilla y trivial que parezca, se desconoce y se niega por personas ilustradas en otras materias, a saber: el lujo de los ricos es siempre perjudicial a los pobres.

El lujo, dicen sus partidarios, es útil, sostiene la industria y el comercio. Suprimid los espejos de Venecia, los encajes de Bruselas, los jarrones de Sèvres, las alfombras rizadas, los dorados techos, los brillantes carruajes, las joyas de labor exquisita; ¿qué va a ser de tantos miles de familias como ganan el pan haciendo esas prodigiosas superfluidades? Ya lo veis: el lujo da de comer a innumerables familias, que sin él quedarían en la calle; el lujo es útil, ¿a qué declamar contra él? No somos declamadores, ni aun queremos dirigirnos al corazón presentando el horrible o inmoral contraste que ofrecen esas primorosas obras que, para contentar los vanidosos caprichos de la opulencia, salen de manos de la miseria; sólo queremos hacer notar que, cuando en medio de una familia hambrienta y desnuda vemos un objeto cuyo principal valor consiste en el ímprobo trabajo de sus individuos, un objeto brillante, preciosísimo, de una perfección fabulosa, cruel contraste con todo lo que le rodea, luz siniestra en un cuadro sombrío, insultador de dolores, provocador de iras, recuerdo constante de placeres y de goces, de que el pobre es desdichado instrumento, si la indignación y la lástima se elevan en nuestra alma, no es un afecto inmotivado; y meditando sobre aquella escena, no decimos como en presencia de otras tristes: «Está en el orden de las cosas», sino: «Está en la insensatez de los hombres».

El lujo es una inevitable consecuencia de la desigualdad de condiciones en un pueblo civilizado, lo sabemos; pero désele la sanción de la necesidad y no la de la consecuencia; dígase: «Es un mal inevitable»; y no: «Es un bien, y como tal debe fomentarse».

Veamos qué nos dice la Economía política de las ventajas que el lujo tiene para los pobres que trabajan en satisfacer sus caprichos. La humanidad es una gran familia; sus individuos se dedican: unos a labrar la tierra, otros a cambiar sus productos, otros a fabricar vestidos, etc., ete. Fijémonos en un grupo cualquiera, por ejemplo, el que está encargado de hacer camisas. Unos hilan y tejen telas ordinarias, otros medianas, otros finas, finísimas otros. Aquí se cosen camisas de munición, allá con más esmero; en otra parte se bordan, adornándolas con caprichos primorosos. Ved un día y otro, y una y otra noche, aquellas pobres mujeres perdiendo la vista y la paciencia, haciendo con la aguja labores como pintadas, sacando hilos que apenas se ven, pegando encajes. Ved aquel hombre que lleva una camisa que supone tres, cuatro, seis meses de trabajo; ved aquellos otros que no tienen camisa. El tiempo que se gasta en hilar y tejer y bordar aquella tela finísima que ha de cubrir a uno, hace falta para preparar la más tosca que debía cubrir a los otros: en la sociedad, como en una familia mal gobernada que no tiene más que lo preciso, cuando malgasta una parte de su haber en superfluidades, carece luego de las cosas necesarias. El valor de un objeto cualquiera no es, por regla general, más que la representación del trabajo que ha costado. ¿Cuántas casas modestas pueden hacerse con el trabajo que necesita un palacio o con el capital, que es lo mismo? Y como el capital de la sociedad, dividido por el número de individuos que la componen, basta apenas para cubrir sus primeras necesidades, en la balanza de la economía social quitáis a lo necesario todo lo que añadís a lo superfluo. ¿Qué habían de hacer los que viven de las industrias que satisfacen el lujo? Dedicarse a las que tienen por objeto cubrir la necesidad. Mientras se borda una sábana, se pueden coser ciento o mil, y así de las demás cosas. Es decir, que ese lujo tan ventajoso para la industria, aun prescindiendo de lo que desmoraliza, de lo que insulta, de lo que envanece y de lo que irrita, considerándole sólo bajo el punto de vista de la producción de la riqueza, es un gran perturbador de la economía social, que arranca los brazos a las tareas de la necesidad para dedicarlos a las tareas del capricho.

Habiendo admitido como necesaria la desigualdad de condiciones, y siendo el lujo su consecuencia, ¿por qué declamamos contra él? ¿Pero no se debe buscar ningún correctivo a los males que no pueden cortarse de raíz? En vez de poner diques a su fatal corriente, ¿deberá abrírseles ancho paso para que inunden la sociedad y la trastornen? ¿Es lo mismo que haya un desdichado o que haya ciento, que corra una lágrima o que una multitud de criaturas viertan el llanto de la desesperación? Arrojemos con triste silencio en la sima de la necesidad todas las víctimas que pide para llenarse, pero no arrojemos ni una más. ¿Es tan corto el tributo de dolores que la naturaleza de las cosas exige para que vayamos a aumentarle insensatos o crueles?

La desigualdad de condiciones es justa porque es necesaria, pero allí donde acaba la necesidad acaba el derecho. Así, por ejemplo, es necesario que se respete la propiedad de los bienes legalmente adquiridos. Es necesario que se deje a su dueño la facultad de disponer de ellos en favor de quien le parezca; pero es absurdo que se favorezca la acumulación exagerada de la propiedad con leyes perjudiciales a la sociedad y que no están en la naturaleza de las cosas. Las leyes todas, ¿no deberían tener la tendencia altamente filosófica y moral de restablecer el equilibrio siempre que se rompe inclinándose la balanza del lado de la acumulación de la riqueza? No somos niveladores; nadie que haya seguido nuestro pensamiento podrá acusarnos de tales. Queremos eminencias en el mundo social, pero proporcionadas como las del mundo físico. Queremos montañas que atraigan las aguas del cielo y dirijan su curso sobra la tierra, pero no tan altas que no se pueda respirar en su cima y que nos roben la luz del sol.

Los límites de la desigualdad de condiciones están en la necesidad y en la justicia. ¿La justicia y la necesidad no son una misma cosa? La justicia puede no ser necesaria cuando el mayor número no la cree tal. Además, si el sentimiento de la justicia es eterno como innato en el hombre, su fórmula varía: la justicia de hoy no es la de hace diez y ocho siglos, como la del siglo XXX no será la nuestra, La fórmula de la justicia es el resultado de las ideas, y debe variar a medida que éstas cambian.

La necesidad que constituye el derecho de la sociedad, ¿constituye también el del individuo? Unos lo afirman, lo niegan otros, y los de más allá admiten el principio con esta salvedad: «En tanto que su aplicación sea posible». Y como las palabras necesario y posible son de una elasticidad suma, podremos entrar en discusiones interminables; veamos si por otro medio llegamos a ponernos de acuerdo acerca de los límites que la justicia impone a la desigualdad de condiciones, y hasta qué punto una necesidad puede constituir un derecho.

Casi todos los grandes errores son grandes verdades exageradas o torcidas, y este origen, que hasta cierto punto los ennoblece en la esfera moral, los hace más peligrosos en la práctica. Un error que lo es por sus cuatro costados, digámoslo así, no es difícil de demostrar; pero cuando está emparentado con la verdad y enlazado con grandes principios de justicia, el problema se complica mucho. Los que afirman y los que niegan se mezclan en la lucha, y más de una vez el golpe dirigido a un contrario cae sobre un amigo. Luego, al ostentar los trofeos conquistados en el combate, se nota que el que se apoderó de la verdad arrastró, confundido con ella, una parte del error, y el que hizo presa en éste lleva unida a él una gran porción de verdad: algo de esto se nota en los que niegan y sostienen el principio de igualdad; sus errores están mezclados con verdades, y de ahí la dificultad de poner en claro los unos y las otras.

Imaginemos tres grandes hombres, por ejemplo: Hernán Cortés, Watt, Leibniz; y tres hombres vulgares: un soldado que sólo sabe manejar sus armas, un obrero ocupado toda su vida en mover una lima, un cajista que sin saber leer coloca maquinalmente las letras en el orden en que las ve colocadas. ¿Estos hombres son iguales? ¡Qué absurdo! ¿Y no habrá alguna circunstancia de la vida en que estos seis hombres sean iguales en alguna cosa y tengan derechos iguales? Veámoslo.

Debemos advertir a los fanáticos de la desigualdad, que vamos a presentar, como base de nuestro razonamiento, un ejemplo sumamente favorable para ellos. Ponemos enfrente la plebe y la aristocracia de la naturaleza, no la de la fortuna, mas, colocamos al genio educado enfrente del sentido común sin educar: no se dirá que esquivamos las dificultades.

Hé aquí nuestros seis hombres encerrados en una habitación, y ocupados según su necesidad los de abajo, según su aptitud los de arriba. De repente la composición del aire cambia en términos que se hace irrespirable; todos dejan sus trabajos, sienten angustias mortales, sucumben si no salen de allí. ¿Qué se infiere de esto? Que el conquistador de Méjico y el oscuro soldado, el gran mecánico y el ignorante obrero, el profundo filósofo y el que sin comprenderlos imprime sus pensamientos, tienen igual necesidad de aire respirable, y por lo tanto igual derecho a él. Esta concesión la haremos sin dificultad; hay aire respirable gratis por todas partes, y, no obstante, debemos ser muy cautos al hacer concesiones, porque la legitimidad de un derecho no está en la facilidad de satisfacerle, sino en su justicia: suponemos que, a pesar de nuestra advertencia, nuestros adversarios, porque probablemente los tendremos, conceden la igualdad de derechos respecto a la atmósfera.

Nuestros seis hombres se hallan en un subterráneo reducísimo, con una pequeña abertura en la parte superior por donde apenas entra aire puro para el que está cerca de ella; los gases mefíticos descienden a la parte inferior y sofocan al desdichado que allí permanece mucho tiempo. Los tres grandes hombres, ¿tendrán derecho a excluir del aire respirable a sus compañeros, o estarán en el deber de alternar con ellos en el bien de respirar libremente y en el mal de respirar con dificultad? Si los hombres eminentes son los más fuertes y emplean la fuerza en privar a sus compañeros de una condición de vida, con todo su saber y su mérito, ¿no nos parecerán miserables, mil veces acreedores a la suerte de los que inmolan? Parece que en esto todos debemos estar conformes, y que si antes quedó consignada la igualdad de derechos a la atmósfera, ahora deberemos añadir: en cualquiera circunstancia. Prosigamos.

Nuestros seis hombres reclusos se hallan privados de alimento por espacio de dos días; una mano amiga les proporciona manjares insuficientes para saciar su hambre voraz, pero bastantes a impedir que sucumban si los reparten con equidad. ¿Deberán distribuirlos en razón del mérito o de la necesidad de cada uno? ¿Estará bien que Watt deje morir de hambre al obrero por saciarse con su ración, diciendo: «Soy el que ha creado la máquina de vapor»? Todos estaremos de acuerdo en que no. Por eso en un buque donde escasean los víveres, en una plaza sitiada, la media, el tercio, el cuarto de ración se da a todos igualmente conforme a su necesidad y no conforme a su categoría. ¿Qué quiere decir esto? Esto quiere decir que la sociedad, al menos la sociedad cristiana del siglo XIX, admite en principio que en un buque, en una plaza sitiada, mientras haya quien carezca de lo estrictamente necesario, ninguno tiene derecho a lo superfluo. ¿Y qué se hace de este principio cuando los hombres salen de un estrecho recinto para vivir libremente donde les parezca? Este principio, ¿no puede salir de los muros de una prisión, de la cubierta de un buque o del recinto de una plaza? ¿Qué es el derecho? Un principio de justicia sancionado tácita o expresamente por el mayor número. ¿Y la justicia varía en una misma época y en un mismo pueblo según la localidad? Pero se dirá: varía la situación, y no se puede aplicar la misma ley a casos diferentes. En las circunstancias normales, todo el mundo tiene aire para respirar y mercados abundantes donde puede proveerse de lo necesario. ¿Todo el mundo? ¿Y los que viven hacinados en una miserable buhardilla, en un húmedo sótano? ¿Y los que no tienen con qué comprar nada en esta plaza cuya abundancia es tan tranquilizadora para la sociedad? La miseria establece un bloqueo bien estrecho alrededor del miserable. ¿Qué diferencia existe entre el que no halla qué comprar y el que no tiene medios de comprar lo que halla? Una tan sólo: que para el primero debe ser mucho más fácil la resignación que para el segundo.

Mas se dice: «No hay muertes por asfixia en las reducidas moradas que la miseria habita, y por regla general nadie se muere de hambre en las calles ni en las plazas». Cierto, la miseria, por regla general, no presenta casos fulminantes. La atmósfera infecta, la humedad, la mala alimentación, la falta de abrigo, el excesivo trabajo, alteran la salud mucho antes que quiten la vida. Hay una enfermedad larga, muy larga, que tiene un nombre griego, con el cual la sociedad se tranquiliza completamente; a lo que parece, no es responsable más que de las muertes repentinas, que no estén bautizadas por la Patología.

¿Qué hacer para obligar a la sociedad a que sea lógica y admita las consecuencias de sus principios? ¿Formaremos una larga lista de derechos? ¿Reclamaremos ese derecho que se llama sufragio universal, o el derecho al trabajo, etcétera, etc.? No, ciertamente; los abandonaremos sin dificultad, pidiendo sólo el derecho a la vida. Pero ¿es esto practicable? Hasta donde lo sea será justo, porque derecho imposible es la fórmula de todas las revoluciones abortadas, y nosotros no queremos revolución más que en las ideas; en las cosas queremos reforma. Queremos que haya pobres y ricos, pero no miserables y potentados, Nos resignamos a que unos anden a pie y otros en coche; pero no que unos vayan descalzos y otros que tengan media docena de carruajes. Queremos que unos se calienten en un barreño con lumbre, y otros a una magnífica chimenea; pero no que unos se mueran de frío y otros gasten sumas inmensas para tener en la zona templada o glacial plantas exóticas a la temperatura de los trópicos. Y ¿qué somos nosotros que estas cosas queremos? ¿Llevamos el nombre de alguna escuela de esas cuyas doctrinas amenazan el orden social? Nada de eso; somos simplemente cristianos y vivimos en el siglo XIX.

No abogamos por una igualdad absurda e imposible; pero queremos que se reconozca el principio del derecho de igualdad a la vida, y que las leyes todas tengan la tendencia de hacer imposible, o por lo menos más y más difícil, lo que pudiera llamarse los delirios del lujo, y cuya reacción son los sangrientos extravíos de la miseria.

Y este derecho a la vida, ¿cuándo podrá convertirse en hecho? Este derecho, como todos, será practicable cuando esté en el buen sentido, y practicado cuando esté en el sentido común. En cuanto a los peligros de sentar ciertos principios más fáciles de llevar a la pasión que a la práctica, los deploramos, pero están en la naturaleza de las cosas. Desde que un derecho se establece como tal por los pensadores, hasta que se admite por los más y pasa a ser hecho, transcurren a veces siglos de agitación y de lucha entre los que le reclaman como justo y los que le niegan como imposible. Lucha tan inevitable como las epidemias, las erupciones volcánicas y las tempestades. De ningún pensador referirá la Historia que dijo: la justicia sea y la justicia fue. No; la justicia para brillar ha menester largos combates, sangrientos, pero menos dolorosos que el reinado tranquilo de la iniquidad.




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Capítulo III

Consecuencias de la desigualdad social del hombre y la mujer


No puede entrar en nuestro plan, porque sería salirnos del asunto que tratamos, discutir sobre si las facultades intelectuales de la mujer son o no inferiores a las del hombre; basta a nuestro propósito considerar:

1.º Si tiene la mujer más facultades intelectuales que cultiva;

2.º Si de la falta de cultura resulta para ella desigualdad;

3.º Si esta desigualdad se gradúa de modo que la rebaje respecto al hombre;

4.º Consecuencias de que esté rebajada.

¿TIENE LA MUJER MÁS FACULTADES INTELECTUALES QUE CULTIVA? Hay opiniones acerca de si conviene o no que la mujer se instruya, y también sobre el alcance de su inteligencia; pero no respecto al hecho constante y comprobado de que es apta para trabajos intelectuales, industriales y artísticos a que no se había dedicado hasta aquí y a que no se dedica aún en los pueblos poco cultos: en los más civilizados la mujer adquiere conocimientos científicos, artísticos, mercantiles e industriales que prueban de una manera concluyente su aptitud para ellos, y más, a medida que se le dan mayores facilidades para aprender.

En España, aunque poco, también ha progresado la enseñanza de la mujer, poniendo de manifiesto que tiene aptitud para las ciencias, las artes, la industria y el comercio. Las leyes, las costumbres, su ignorancia misma, se oponen en muchos países a que se instruya; pero en ninguno se ha visto que sea incapaz de aprovecharse de la instrucción a medida que la recibe y que no se eleve en la escala intelectual. En los Estados Unidos, en Suecia, en Inglaterra, en Rusia, donde quiera que no se le prohíbe la actividad intelectual, la despliega iniciándose en las ciencias, ejerciendo artes a que exclusivamente se dedicaban los hombres y tomando parte en los procedimientos de la industria, en las operaciones mercantiles, etc., etc. Prescindiendo, según dejamos indicado, de si sus facultades intelectuales son iguales o equivalentes a las del hombre, parece fuera de toda duda que tiene más que ha cultivado hasta aquí y que cultiva aun en los pueblos donde mejor se la instruye.

¿DE LA FALTA DE CULTURA RESULTA PARA LA MUJER DESIGUALDAD RESPECTO DEL HOMBRE? Basta formular la pregunta para determinar la respuesta afirmativa. Es patente la desigualdad que resulta entre dos personas de las cuales una estudia, aprende, sabe, y la otra no recibe instrucción alguna. La esposa del hombre de ciencia, del artista, del industrial, del comerciante, nada entiende, por lo común, ni sabe de la profesión de su marido: unidos están por el afecto; intereses comunes tienen, y, no obstante, en las cosas del entendimiento se hallan separados por la diferencia esencial que existe entre quien sabe lo necesario y el que lo ignora todo. Por preocupado que esté un hombre con un problema cualquiera, no lo consultará con su mujer, ni aun le hablará de él, porque, en general, no lo comprendería mejor que la criada. Existe, pues, entre el hombre y la mujer de la misma clase una desigualdad evidente que resulta de la ignorancia de ésta y la instrucción de aquél; y como el elemento intelectual, si es influido, como sabemos, también influye en el moral y el físico, las desigualdades de inteligencia determinarán otras, y tanto más, cuanto la civilización esté más adelantada y la cultura sea mayor. Sucede respecto a los sexos algo parecido a lo que acontece con las clases: no las hay en una horda salvaje, y se van formando y aumentando sus diferencias a medida que el pueblo se civiliza. Así también la desigualdad intelectual que no existe entre la mujer y el hombre cuando la ignorancia es común a entrambos, va graduándose a medida que el saber se aumenta si no se instruye más que uno solo. Y no es necesario recurrir a la Historia para estudiar en sus diferentes épocas el hecho, sino que puede observarse hoy en cualquier pueblo, porque en todos existen, aun simultáneamente, clases cuya cultura constituye gran diferencia entre el hombre y la mujer, y otras en que son igualmente rudas las personas de los dos sexos.

Este último caso comprende un número menor del que a primera vista se creería, porque aun entre el hombre y la mujer que parecen igualmente rudos, suele tener el primero alguna mayor cultura. Se pone algún mayor cuidado en enviarle a la escuela, y sabe leer, escribir y contar con más frecuencia y algo mejor. Además, la educación industrial del hombre, aun del pueblo, es muy diferente de la que recibe la mujer, a quien están vedados casi todos los oficios que exigen arte y aprendizaje. Son muy desiguales los conocimientos de la obrera y los que tiene un oficial o maestro de cualquier oficio, exigiendo la práctica de la mayor parte de ellos conocimientos o habilidad que están muy por encima de la educación industrial de las mujeres: todo esto es bastante sabido para que no sea necesario insistir más.

LA DESIGUALDAD QUE EXISTE ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER, ¿REBAJA A ÉSTA? Las evidentes desigualdades que hemos recordado y todo el mundo sabe, constituyen inferioridades respecto a la mujer. ¿Cabe dudar que el que ignora es inferior al que sabe, en cualquier asunto, lo mismo que se trate de escribir un libro o de imprimirle, de hacer un puente o un par de botas? La inferioridad de la mujer no se limita a una u otra esfera social, sino que llega a todas; no sabe la teoría de las ciencias ni la práctica de las artes y oficios, para la obra intelectual no se la admite, y para la artística o industrial sólo en pocos casos y en la clase ínfima.

De esta inferioridad científica y artística resultan otras. No siéndole posible a la mujer el ejercicio de las profesiones, artes u oficios lucrativos, se agolpa, puede decirse se apiña alrededor de los pocos trabajos manuales a que puedo dedicarse, y cuyo precio se rebaja en términos que hacen, por lo común, imposible que viva de su trabajo; la depreciación de éste resulta de una concurrencia desesperada, de la poca consideración que merece la trabajadora y de otras causas que no hay para qué investiguemos, bastándonos aquí consignar el efecto, que es la imposibilidad de que la mujer con su trabajo gane lo suficiente para vivir.

Inferior en la esfera intelectual y en la artística, con una inferioridad tan general y constante, la mujer tiene que resultar, y resulta, rebajada.

Pasadas las idolatrías del amor, y prescindiendo de ciertos sentimientos caballerosos y tiernos afectos de familia, la mujer ocupa un lugar muy inferior al hombre en la opinión, en la ley, en las costumbres, y su desigualdad llega a un grado que la rebaja.

Nos causa extrañeza, repugnancia o indignación el proceder de los salvajes que abusan de la fuerza para hacer trabajar a sus mujeres mientras ellos huelgan, convirtiéndolas en bestias de carga; pero el proceder de los hombres civilizados hasta aquí, si es menos brutal, no ha sido mucho más justo. ¿No es un hecho de fuerza y un abuso de ella la prohibición de que las mujeres se dediquen a profesiones y oficios para los cuales tienen reconocida aptitud? La desigualdad que resulta, ¿no es consecuencia de la muscular más bien que de la intelectual, y un verdadero salvajismo el no dejar a las mujeres más que aquellos trabajos que por muchas circunstancias han llegado a ser abrumadores para ellos?

Las mujeres, infinitamente más ignorantes y más pobres que los hombres, han de ser menos consideradas y aumentar su descrédito en estados sociales donde el saber y la riqueza tienen mayor importancia cada día. Prescindiendo de excepciones, y observando lo que hay en el fondo de apariencias que engañan, la regla y la realidad es que la pobreza intelectual de la mujer la lleva a la miseria económica, lo cual la rebaja, y que, en circunstancias desfavorables y frecuentes, de su penuria y desprestigio resulta su abyección.

CONSECUENCIAS DE QUE LA MUJER ESTÉ REBAJADA. Las consecuencias de la desigualdad que deprime y rebaja a la mujer son:

Legales;

Físicas;

Intelectuales;

Morales.

Las enunciamos en el orden inverso de su importancia.

Consecuencias legales. La mujer fue considerada como esclava, primero; después, como sierva, y por último, como menor: todas las legislaciones de los pueblos civilizados se han modificado en favor suyo y con tendencia a igualarla; pero esa tendencia, más o menos marcada, realizándose más lentamente o con mayor rapidez, no es todavía un hecho en pueblo alguno, porque no hay uno solo en que la mujer y el hombre sean iguales ante la ley. Sin derechos políticos, mermados los civiles, incapacitada legalmente para las profesiones y para los cargos públicos, en el veto de la ley halla el reflejo de la opinión y un insuperable obstáculo a su actividad y razonable independencia. Proclamada legalmente su inferioridad intelectual, tenida, en parte, como menor, estas circunstancias no son atenuantes cuando delinque: el legislador, que la considera inferior para utilizar las ventajas sociales, la trata como igual al hombre para penarla, y aun en ciertos casos le exige responsabilidad mayor y la pena más severamente. La ley, que le cierra las puertas de los establecimientos del Estado, le abre las del lupanar; la ley, que no le permite publicar un libro sin permiso de su marido, no le exige el de su padre para entrar en la casa de prostitución legalmente autorizada.

Consecuencias físicas. La mujer, como trabajadora, no está ni aun al nivel de los obreros menos inteligentes y más débiles respecto al salario. Es tal su desprestigio y el desdén que inspira, que la misma obra, sin más que porque ella la hace, se para menos que si la hiciera el hombre; cualquiera labor que realice, cualquier cargo que desempeñe, es siempre con rebaja en la retribución respecto a las personas del otro sexo que prestan igual servicio; y esto no es sólo un hecho, sino que parece un derecho, y cosa muy natural que un hombre gane más que una mujer.

Como tales hechos son generales y constantes; como las mujeres están incapacitadas para el ejercicio de las profesiones y oficios lucrativos; como los pocos trabajos a que pueden dedicarse están mal retribuídos, y peor si son desempeñados por ellas; como además no hallan trabajo, resulta que su situación económica es aflictiva; que no teniendo medios de subsistencia, no pueden tener independencia; que se casan de cualquier modo, se prostituyen o se matan para ganar la vida, según una frase que parece carecer de sentido y le tiene bien terrible.

De las diez o doce horas de trabajo continuo y sedentario, con el cual la mujer no gana para procurarse lo necesario fisiológico, resulta una vida que se pierde o cuando menos se debilita por el exceso de fatiga y falta de alimentación. Es raro, muy raro, que pronto o a la larga no enfermen las mujeres que viven de su trabajo, y más raro aún que tengan la robustez necesaria para que, si llegan a ser madres, no engendren una prole raquítica. Esos niños endebles y escrofulosos pueden serlo por muchas causas; pero una muy poderosa es que deben la existencia a madres que han trabajado mucho y comido poco, y con su sangre y su leche empobrecida dejan una prole cuya debilidad es el reflejo de su desdicha. La inmensa mayoría de las mujeres necesita trabajar para vivir; se halla sin trabajo o tiene que aceptar los rudos, peor retribuidos y más mecánicos; siendo considerada cual máquina, débil; necesitando mucha fuerza para transmitir una parte a sus hijos como madre y como nodriza, y no teniendo esa fuerza, de su debilidad resulta la de la prole y una concausa poderosa para la degeneración de la raza.

La situación económica de la mujer, su falta de recursos propios, dan también otro resultado, los matrimonios prematuros, cuyas consecuencias físicas son deplorables. El hombre suele esperar, para casarse, a concluir su carrera, a tener un oficio o modo de vivir, a quedar libre del servicio militar, etc., etc.: la mujer, que no tiene más carrera que la del matrimonio, lo celebra, por regla general, en cuanto halla con quién. Aunque sea muy joven, aunque sea una niña, aunque esté muy lejos de la plenitud de vida necesaria para transmitirla robusta, será madre de hijos endebles, y ella se debilitará o perderá tal vez la salud. Esta consecuencia física del estado social de la mujer tiene mayor importancia de la que tal vez se supone.

Resultado en gran parte de la miseria y de la ignorancia es la prostitución, cuyas consecuencias físicas son envenenar las generaciones y degradar las razas, sin que basten a evitarlo las llamadas policía de costumbres y leyes de higiene. Habrá virus físico mientras haya cáncer moral, y cáncer moral en tanto que la masa de las mujeres sea tan pobre y tan ignorante, esté tan rebajada, tan abajo, en la escala social, que al menor tropiezo se halle en peligro inminente de caer en la prostitución.

Consecuencias intelectuales. -Pensadores, filántropos, hombres ilustrados y caritativos, amantes de la ciencia y de la humanidad, no comprenden cómo ésta no va más de prisa por las vías del progreso. Academias, cátedras, liceos, tribunas, escuelas, libros, revistas, ¡cuántos medios de difundir rápidamente la ciencia, que no obstante se comunica tan despacio! ¿Cuál será la causa? Muchas puede haber; pero una, y muy poderosa, es sin duda la ignorancia de la mujer, punto de apoyo para el error, obstáculo para la difusión de la verdad. El publicista la demuestra, cree demostrarla a todos, sin hacerse cargo de que las mujeres en general, o no ven la demostración, o no la comprenden, y que lo escrito llega a ellas muchas veces traducido por quien de propósito o sin querer lo traduce mal.

Al calcular la suma de instrucción respecto a ciertas clases, no se tiene en cuenta que la mitad de las personas que pertenecen a ellas no son instruidas. La madre, la esposa, la hija, la hermana del hombre de ciencia, lejos de ayudarle a difundirla, es indiferente, se convierte en un obstáculo para que se difunda, o se hace aliada de los que la combaten: esto tiene excepciones, y más en los pueblos más cultos, pero en los que lo son poco, es la regla. Aunque la posición social de la mujer es muy desventajosa, no deja de ejercer grande influencia respecto a la familia, en la que no propaga verdades que desconoce o que tiene por errores. Además, la gestión económica de la casa es suya, y no es raro que auxilie pecuniariamente a los que combate su marido, y que para coadyuvar a difundir las ideas de éste no pueda hacer nunca economías. Si el antagonismo llega a convertirse en lucha, sucede muchas veces que el hombre se cansa y cede, y por lo que él llama paz contribuye pecuniariamente al poder de los que le hacen la guerra. Lejos de haber unidad de pensamiento en la familia respecto a muchas cosas esenciales, las mujeres, o no le tienen, o piensan de distinto modo que los hombres.

Si la mujer se halla sola, viuda o soltera, y tiene bienes de fortuna, todavía está en peor situación y más expuesta a ser instrumento de error, con su riqueza y su ignorancia. Bajo pretexto de guiarla, no faltará quien la extravíe y se cobre bien el trabajo de persuadirla de que va por el camino mejor. Como si la mujer no es apta para adquirir lo es para heredar, la herencia, en las clases acomodadas, pone a su disposición capitales considerables, que en parte, en mucha parte, se emplean contra la verdad. Cuando falta armonía entre los medios materiales o intelectuales, resulta siempre daño: el obrero se embriaga y se corrompe; la mujer es explotada en provecho del error, y esclava de él, se cree libre porque tiene doradas las cadenas.

Así, pues, rebajada la mujer bajo el punto de vista de la inteligencia, contribuya poderosamente a rebajar el nivel intelectual del hombres una red invisible para muchos, pero tupida y resistente, en que se aprisiona el pensamiento, resultando que la civilización camina como un cojo, y cae con frecuencia por la desigualdad excesiva de los miembros que le sirven para marchar.

Consecuencias morales. -La posición social de la mujer, que la reduce a la ignorancia, a la pobreza, a la miseria, a la dependencia, ha de ser fatal a su dignidad, ha de rebajarla moralmente, y en efecto, la rebaja: si así no sucediese, sería preciso concluir que el miserable ignorante es el que está en mejores condiciones para ser virtuoso. Las estadísticas criminales de todos los países ponen de manifiesto que es mucho mayor el número de hombres penados que de mujeres; pero el nivel moral de éstas no sube en la proporción que baja el número de los que entran en las penitenciarías. Las estadísticas criminales prescinden de un dato de que no pueden prescindir las morales; prescinden de la prostitución, que la ley tolera o autoriza, y que la moral condena. Una prostituta está moralmente más rebajada y es socialmente más perjudicial que gran número de las personas condenadas por los tribunales.

La prostitución de que hablamos como daño físico, lo es mucho mayor moral; y si los males del alma fuesen perceptibles como los del cuerpo, no habría leproso tan repugnante como una prostituta.

Ese azote físico y moral de las sociedades, ¿sería posible que existiera más que como excepción rara, si la mujer no fuera miserable, física o intelectualmente, y no estuviese rebajada en concepto del hombre y en el suyo propio? La desigualdad social excesiva de los sexos hace, entre otros males, el de disminuir la dignidad y anular en parte la personalidad de la mujer: cuando las condiciones de ésta la ponen en el caso de descender más, baja aún, y resulta la prostituta. Lo que hay en ella de más repugnante, de verdaderamente monstruoso, resulta de su falta de personalidad. Forma parte de la sociedad; tiene derechos civiles; es hija, madre, hermana, hasta esposa, y no es persona: no, no es persona; por eso la desprecia el último hombre aunque sea un criminal; por eso es tan abyecta y repulsiva. Y como esta monstruosidad moral no es un hecho raro; como son miles, muchos miles de criaturas las que inoculan su virus y salpican su ignominia sobre la sociedad que las tolera, vienen a constituir un elemento perturbador en alto grado, poderoso, constante e incompatible con la moral. En los atentados contra ella se hallan por todas partes cómplices livianos, codiciosos o ignorantes, y el hecho se repite, se generaliza, hasta el punto de que se atreve a llamarse derecho, y vive al amparo de la ley, y hay una cosa que es al mismo tiempo abominable y lícita. Todo esto sucede por contagio; son las emanaciones de la podredumbre, que, por ser tanta, vicia la atmósfera y empaña la esfera, que debiera ser inmaculada, desde donde da sus oráculos la justicia.

Como la prostituta es físicamente tan repugnante y dañina, hace apartar la vista o que se la mire principalmente por esta fase, y no llama bastante la atención de todos hacia su deformidad moral. Y en ella es donde principalmente debemos fijarnos; porque el hombre está en su inteligencia y en su voluntad, y ofuscación de la una y perversión de la otra hay en todo daño que hace. En el causado por la mujer liviana hay maldad y absurdo, casi podría decirse irracionalidad, por ser completamente irracional un proceder que lleva consigo la perdición segura, inevitable y sabida de quien así procede.

Pero ¿cómo se verifica esto? ¿Cómo hay miles, tantos miles de criaturas que se lanzan a un daño cierto y conocido, que aceptan su perdición, que arrojan su cuerpo al muladar del vicio y se suicidan moralmente? ¿Cuál es la causa de que se repita tanto un hecho que parece tan preternatural y fuera de razón? Respecto a la mujer, este hecho como generalizado, como permanente, como verdadera calamidad social, no se explica por las pasiones y los instintos pervertidos y desenfrenados que, cuando más, producirían la prostituta como el ladrón y el asesino: decimos cuando más, porque, dada a la mujer la personalidad que hoy le falta, y la instrucción y medios de subsistencia que no tiene, habría de vencer para prostituirse más repugnancias, hacer peores cálculos, prescindir más de su verdadero interés que el hombre que infringe las leyes pasando a vías de hecho o apropiándose lo ajeno. La naturaleza humana explica la prostitución de uno u otro individuo, pero de masas no puede explicarse sino por el estado social, por la inferioridad que, según él, tiene la mujer respecto del hombre.

Sin llegar al extremo de la mujer perdida, frase gráfica con que se expresa que ha desaparecido moralmente; sin llegar a este extremo, la desigualdad social de la mujer tiene consecuencias deplorables. Es una de ellas el matrimonio prematuro, que si tiene inconvenientes físicos, también morales, haciendo esposas, madres, amas de casa, a criaturas sin la circunspección y la experiencia que no pueden tener los pocos años, o indispensables para la dirección moral de la familia y material del hogar. Aunque una mujer sea muy joven, aunque sea niña, si hay ocasión de casarla se aprovecha, porque podría no presentarse otra, y ella no tiene más carrera. Tardará aún años en ser mayor según la ley, en poder disponer para la venta de algunos metros de tierra; pero dispone del orden doméstico, del porvenir de sus hijos que no sabe educar, de la paz, de la dicha del hogar y del honor de su marido todo esto se pone con frecuencia en manos de una niña. Es en parte falta de la ley; pero las leyes ya se sabe que son el reflejo o el eco de las ideas y de las costumbres, y mientras la mujer no tenga verdadera personalidad, ni más posición social que la que le da el matrimonio, ha de apresurarse a contraerle.

Las mujeres, no sólo se casan pronto por tener prisa de casarse, sino que muchas veces se casan mal. El amor, la conveniencia de circunstancias y caracteres, no se atiende bastante, en ocasiones no se atiende nada, por considerar solamente la necesidad de tener una posición social, un sostén, una persona que provea al sustento de la que por sí no puede ganarle, y evitar la situación precaria y tal vez aflictiva de la mujer soltera cuando sus padres han muerto y se han casado sus hermanos, Todos estos cálculos que tienen que hacerse, que es imposible que no se hagan, han de producir consecuencias morales deplorables, uniendo a los que no se unirían sin la especie de fuerza mayor, resultado de la inferioridad social de la mujer.

La desigualdad intelectual es también una causa perturbadora del buen orden y moralidad de la familia. No sólo se encomienda por completo a los extraños la instrucción del niño, sino que éste, vista la ignorancia de su madre, propende a desdeñarla, propensión que es una concausa de la falta de respeto que hoy menguan tantos otros motivos. La influencia de la madre, tan necesaria para el niño y para el joven, tiene que resentirse de su inferioridad intelectual, y si por muchas circunstancias no se disminuye, no es raro que sirva para extraviar al hijo que debía dirigir: el sentimiento, el instinto, no ordenados por la razón ilustrada, pueden arrastrar ciegamente o retraer con cálculos egoístas.

Si la ignorancia es un mal en la madre, lo es también para la esposa, que no será la compañera de su marido siempre que entre ellos haya una gran desigualdad intelectual. Cuando el amor ha dejado ya de dar importancia a todas las fruslerías, ¿qué es el trato entro una persona instruida, seria, y otra ignorante y frívola? No puede tener aquella intimidad constante, resultado de una armonía que no existe, y el hombre busca la compañía de sus amigos, la mujer, de sus amigas, porque es natural complacerse en la sociedad con sus iguales. En fuerza de ver esta separación intelectual de los sexos que la produce tan profunda en las familias, no se repara en ella, ni se notan sus malas consecuencias. No son mejores para la moral que la actividad de espíritu de la mujer no se emplee en cosas racionales y serias, y se vuelva toda a los caprichos de la moda y a los desenfrenos del lujo, con ruina de la fortuna de su marido y no pocas veces de su honor. De la falta de instrucción de la mujer, de la educación que se la da, de su posición social, falta contradictoria, anómala, resultan contrastes absurdos y daños grandes, todo en perjuicio de la moralidad y de las costumbres; y como las costumbres y la moralidad son la piedra angular de todo bien en un pueblo, urge disminuir el desnivel que existe entre los sexos.

Con riesgo de ser pesados hemos de repetirnos, porque nos importa mucho ser claros y no dar lugar a equívocos ni torcidas interpretaciones en algunos puntos esenciales. La igualdad no es en los sexos, ni en nada, la identidad; no queremos entre la mujer y el hombre la igualdad absoluta, sino la suficiente para la armonía que hoy no existe, que no puede existir por desigualdades excesivas. No pretendemos que las mujeres sean militares, sino que no sean rechazadas de aquellas profesiones y oficios para que resulten aptas, y que no se declare su ineptitud sin que está probada por la experiencia. No queremos lo que se entiende por la mujer emancipada, sino lo que debe entenderse por la mujer independiente; no queremos el amor libre, sino el matrimonio contraído con libertad, y en él, con las diferencias naturales y convenientes, las semejanzas necesarias para que sean la base firme de la virtud y prosperidad de los pueblos,




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Capítulo IV

La igualdad ante la ley, ¿es la igualdad ante la justicia?


Hay en nuestra época una deplorable tendencia a convertir la aritmética en ciencia social, a tomar a los hombres como cantidades, y hacer con ellos operaciones de adición y de resta, lo cual no sólo conduce al error, sino que le consagra dándole un aire de verdad matemáticamente demostrada. Los partidarios más acérrimos de la igualdad sancionan a veces las más injustas desigualdades, porque, arrastrados del espíritu de siglo, sustituyen la aritmética a la lógica.

Igualdad ante la ley. -¿Qué significa esta frase? Que no hay ningún privilegiado; es decir, que legalmente no se puede evitar ningún castigo, alcanzar ninguna recompensa, ni obtener ventaja alguna en virtud del nacimiento ni de la posición social. Esta es la teoría.

Notaremos primero que no hay, como algunos dicen, cosas muy buenas en teoría y muy malas en la práctica, porque es un contrasentido sostener como bueno lo que es impracticable, o lo que practicado hace mal. La ignorancia tiene maligna propensión a rebajar el valor de las fórmulas científicas y hacer a la verdad responsable de las consecuencias del error que se disfrazó con su nombre: así, pues, un mal en la práctica, supone un error en la teoría.

Sería necesario escribir un tratado completo de legislación para ver en qué se convierte prácticamente el principio de igualdad ante la ley. Esto no es posible, ni es preciso tampoco, porque, siendo nuestro objeto sentar principios generales, nos bastará tomar una ley, y demostrada en ella la causa del error, fácil nos será por analogía juzgar las leyes todas. Examinaremos la ley de reemplazo para el servicio militar.

No hace muchos años se eximían de este servicio los nobles; vienen los partidarios de la igualdad, y gritan: «¡Injusticia! ¡Cómo! ¡Porque esa mujer ha nacido duquesa podrá tener sus hijos a su lado, y porque la otra nació pobre se los arrancarán, a ella que le hacen más falta! ¡Se conviene en que las contribuciones deben pagarlas todas las clases, y esa que apenas el hábito puede hacer que se nombre sin horror, esa que se llama contribución de sangre, la pagará una clase sola! ¡Siendo principio de equidad reconocida que cada uno contribuya al sostenimiento de las cargas del Estado según los bienes que tiene que conservar en él, el que posee poco, el que tal vez no posee nada, ofrece su vida para conservar el orden y defender la patria, y lo que poseen los que están eximidos de defenderla! ¡Injusticia! ¡Iniquidad! ¡Abajo el privilegio! ¡Igualdad ante la ley!»

La igualdad se establece; todos nacen soldados, el duque y el proletario; la suerte decide luego el que debe tomar las armas. Mirad las listas: el Excmo. Sr. Duque de N., al lado de Pedro Fernández; esto ya es otra cosa; al fin las leyes empiezan a ser justas; ante ellas todos somos iguales. Del servicio militar puede uno eximirse por dinero; todos tienen derecho a comprar su licencia absoluta por 8.000 reales, lo mismo el Duque de N., que Pedro Fernández. ¿Lo mismo? ¡Pero si Pedro Fernández no tiene 8.000 reales, si no puede tenerlos! ¡Si la ley lo sabe, y parte de este conocimiento, porque si todos pudieran eximirse no habría ejército! Entonces, ¿qué se ha hecho de la igualdad ante la ley? ¿Qué se ha hecho? Ha quedado reducida a un cambio de nombre. La desigualdad de antes estaba escrita en un pergamino y se llamaba ejecutoria, y la de ahora está escrita en un papel y se llama billete de banco. Pues ¡valía la pena de verter tanta sangre y hacer tanto ruido para llegar a este resultado!

Pero son muchos más los que logran eximirse por el nuevo método, y es ya una ventaja, y grande, porque los bienes se miden por el número de personas que pueden participar de ellos. Es verdad; el número de los que se eximen es mayor que era; pero la ley cuenta con esto, y llama a las armas 27.000 hombres, por ejemplo, en lugar de 25.000, contando con que 2.000 se redimirán; es decir, que el número de los privilegiados aumenta, y disminuye el de los que deben pagar la contribución de sangre; y no siendo menor el cupo, claro está que les ha de tocar a más. Es decir, que en nombre de la igualdad se hace que la más terrible de las desigualdades pese sobre el pueblo más que pesaba.

Supongamos que para establecer la igualdad verdaderamente decimos: -«No se admite más exención que la incapacidad física; el Duque de N. y Pedro Fernández serán soldados, sin poder presentar en su lugar billetes de banco, ni hombres comprados: ahora sí que se establece la igualdad verdadera, la verdadera justicia.»

Pedro Fernández se pone su uniforme de paño no más ordinario del que acostumbra a gastar; toma el fusil, cuyo peso no le agobia, porque está acostumbrado a trabajos materiales; duerme en una cama que no es peor que la suya; marcha sin esfuerzo a paso redoblado. El Duque no puede sufrir el roce de aquel paño tan basto; el peso del fusil le abruma, y es imposible que él duerma en aquella cama, ni que ande a pie tan aprisa, él que no tiene costumbre de andar sino en coche o a caballo. Lo que Pedro hace sin esfuerzo, a él le causa una fatiga abrumadora; le costará la vida, porque en una marcha, un día de mucho frío o de mucho calor, sucumbirá. Hé aquí otro caso en que en nombre de la igualdad se echan sobre dos clases pesos desiguales. ¿Cuál es el origen del mal? El mal está en el error de que al establecer la igualdad ante la ley se parte del principio de que los hombres son iguales y se hallan en las mismas circunstancias, y como esto no es verdad, la igualdad ante la ley es mentira.

¿Qué hacer? No es éste el lugar de indicarlo. Nuestro asunto tiene una especie de fuerza centrífuga que tiende a lanzarnos fuera; pero combatiremos esta tendencia encerrándonos en él. Creemos haber dicho bastante, para probar que la igualdad ante la ley, como generalmente se entiende, y la igualdad ante la justicia, no son una misma cosa.




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Capítulo V

De la equivalencia


Hemos indicado ya que la equivalencia ensancha el círculo de la igualdad social, y conviene recordarlo por lo que el hecho influye al presente y por la mayor importancia que tiene cada vez.

Según queda dicho, a la igualdad salvaje sucedieron las desigualdades bárbaras y semibárbaras, que en castas o clases, fatalmente separadas, marcaban a cada hombre su camino y a cada masa su grado. Roto por el progreso el estrecho molde en que se encerraba la actividad humana, ésta halló nuevos caminos y multiplicó los medios de perfección moral o intelectual y de progreso material. La abnegación no se limitó al heroísmo en los combates, sino que desafió la muerte en la epidemia, en el apostolado, en la investigación de la verdad, y tuvieron mártires la filantropía, la fe y la ciencia. Con los modos de hacer bien y las fatigas y peligros de realizarlo, se multiplicaron los generosamente dispuestos a padecer esas fatigas y arrostrar esos peligros, que, variados en forma y modo, se confunden en la elevada unidad del amor al bien y abnegación sublime.

La inteligencia aumentó casi al infinito sus diferentes manifestaciones, cultivándose de distintos modos convergentes todos al centro de la verdad: para buscarla pueden separarse los hombres, mas desde el momento que la hallan se aproximan.

Si hubo infinitos modos de ser santo y de ser sabio, también de allegar bienes de fortuna, y la prosperidad material pudo venir por multitud de caminos que le abrían las artes, el comercio y la industria.

Multiplicáronse los casos en que personas que empleaban su actividad de distinto modo, eran tenidas por igualmente útiles y apreciables; y clasificados como de valer igual, por la equivalencia llegaron a la igualdad.

El número de estos casos es cada día mayor, y así conviene, siendo el único medio de dar a las fibras del organismo social una elasticidad que las impida romperse. Con la igualdad crecen las aspiraciones a igualarse, y si en proporción no aumentan los medios, los sacudimientos son inevitables, o lo que es todavía peor, habrá odios y desalientos que, sin energía para hacer explosión, son corrosivos y atacan a las fuentes de vida material y moral de los pueblos.

A medida que aumenta el caudal de los conocimientos humanos, se ven las íntimas relaciones que tienen unos con otros, su enlace íntimo y los mutuos servicios que se prestan los que cultivan las ciencias al parecer menos afines. Lo propio acontece con el organismo social, y a medida que se conoce mejor, se comprende la importancia de todos sus órganos, la necesidad de armonizarlos, y el absurdo y la injusticia de excluir de la consideración y del aprecio los que no pueden excluirse de la realidad, porque es esencial para la vida. Desde el momento en que las sociedades se consideran como organismos, los individuos que las componen tienen que ir dejando de ser partes de una masa para convertirse en elementos de una armonía: esta armonía sería imposible si no pudiera contribuir a ella más que la igualdad uniforme, simétrica, rígida, por decirlo así, que exige condiciones idénticas; pero es factible con la equivalencia que aprecia méritos iguales en servicios distintos.

Ciertamente que las preocupaciones se han opuesto y se oponen aún a admitir la equivalencia de ciertos servicios, que el trabajo material no se considera propio de una persona digna; pero a medida que el obrero mecánico necesita ser más inteligente, a medida que el trabajo de la inteligencia y de la mano se confunden, necesariamente ha de variar la consideración que inspira el trabajador. Los oficiales de marina se creerían rebajados siendo maquinistas; pero ya se irá reconociendo el absurdo y el perjuicio de que no lo sean: un capitán de barco mira con desdén al maquinista, que por de pronto tiene más sueldo que él, y no tardará en tener igual consideración, o en ser uno mismo el que dirige la máquina y manda el barco, cuando se vaya comprendiendo mejor que las manchas que se lavan no envilecen, y que en todo mandar debe ser dirigir.

Pero las preocupaciones dan lugar a hechos y tienen consecuencias que no varían sino con mucha lentitud, y no hay cosa más absurda ni peligrosa en la práctica social que calcular por lo que debiera ser, prescindiendo de lo que es. El hecho, el más injusto, el que nos parezca menos razonable, ha tenido motivo de ser que se consideró como razón, y si no lo era, o no lo es ya, si la causa se invalida, el efecto no se puede aniquilar instantáneamente. Reconocida la injusticia de las castas, proclamada la igualdad, ¿la ley que la establece podrá suprimir en el mismo día la soberbia de los de arriba, la abyección de los de abajo, los vicios del que manda sin freno y del que obedece sin condición? Cierto que las castas se deben suprimir; pero verdad también que es necesario precaverse contra la ilusión de que ningún hecho social se puede arrancar de raíz sin que deje germen ni consecuencias, y que la demostración lógica o el mandato de la ley rectifican inmediatamente la voluntad, desvanecen el error, rompen el hábito y modifican el carácter. Las categorías sociales que por no ser legales no son menos positivas, necesitan también tiempo para variar, porque la opinión, su única legisladora, no puede modificarlas sino modificándose, lo cual no se verifica de una manera instantánea. La opinión va admitiendo equivalencias sociales, admito más cada vez; pero no hay que pedirle que inmediatamente las acepte todas, ni desesperar porque rechaza algunas. Hay que darle tiempo para que dilate la esfera de la dignidad, y también para que se hagan dignos los que debe dignificar. Del hecho de privar a una clase de consideración, suele resultar que llega un momento en que no la merece; si este estado se prolonga, deja huella, casi siempre profunda, y aunque no sea indeleble, tampoco fácil de borrar: si necesita un titánico esfuerzo para morir con honra el que ha nacido con nota de infamia, tampoco sin firme resolución y perseverancia se eleva moralmente mucho el que es tenido en poco; de modo que las consecuencias de una injusticia tienen apariencia de justíficarla, y positivamente la fortifican para con muchos que miran la humillación de una clase rebajada como argumento a favor de los que la rebajaron.

Para que a la equivalencia de los servicios vaya correspondiendo la de los méritos, y la igualdad se extienda y cimiente en bases sólidas, no ha de calificarse de imposible lo hacedero, ni tener por fácil lo que no lo es; no debe llamarse derecho al hecho, ni tampoco prescindir de él y, cerrando los ojos a sus consecuencias inevitables, gastar en negarlas la fuerza que debe emplearse en procurar que vayan desapareciendo. Para que una clase logre la misma consideración social que otra, no basta que tanto como ella sirva a la sociedad; es necesario que además se haga respetar por sus condiciones morales o intelectuales, sin lo cual jamás conseguirá que haya relación entre lo que sirve y lo que merece. ¿Por qué ciertas obras se califican de viles? Por el envilecimiento del obrero: haced a éste respetable, y la obra quedará ennoblecida.

Se clama contra la explotación de la debilidad por la fuerza; pero sería bien no rebelarse contra la naturaleza humana, comprender lo que es inevitable en ella, y ver que el problema no consiste en que los fuertes no abusen de los débiles, sino en que no haya débiles o en que haya pocos. En una obra cualquiera, escalónense los que han de llevarla a cabo, desde el rico capitalista hasta el miserable bracero; dése al que es explotado por los de arriba la facultad de explotar al que está debajo, y se verá cómo aquella masa se convierte en explotadores y explotados de varias categorías, hasta que llega una que no tiene debajo a nadie, ni halla compensación a la dura ley que recibe, con la que impone. Esto sucede en todas partes y siempre; y si se analizan los elementos del fenómeno, si se pregunta por qué no hay relación exacta entre los servicios y las remuneraciones, ni posibilidad de establecer equivalencias sociales más equitativas, se verá que la inferioridad moral o intelectual, o las dos reunidas en el obrero explotado, son la causa de que se tase tan bajo la obra, y que no puede aumentar el número de equivalencias sociales sino en la medida que aumentan las analogías y semejanzas entre los que han de figurar a la misma altura.

Cualquiera dirección que tomen los amigos de la igualdad, siempre hallarán en su camino condiciones morales o intelectuales; y aunque comprendan y hagan valer todo el alcance de la equivalencia, verán que tampoco puede prescindir de lo que el hombre debe y conoce, y que ni los decretos, ni las leyes, ni los motines, ni las rebeliones lograrán que se tengan por equivalentes los servicios que prestan personas muy desiguales.




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Capítulo VI

Que los hombres no han menester ocupar en la sociedad posiciones iguales para ser igualmente dichosos


Suelen encomiarse las ventajas de la pobreza por los que no han sido pobres, de la medianía por los que aspiraban a salir de ella, y de la moderación y templanza por los que tal vez tienen una ambición sin límites. Diríase que hay circunstancias en que no se predica la resignación sino para ponerla a prueba, ni la virtud sino para explotarla. Mas aunque esto acontezca alguna vez o muchas, no deja de ser cierto que la dicha no está sujeta como esclava a los caprichos de la fortuna.

Parécenos que deben huirse dos extremos: ni tomar como historia el cuento de que para hallar un hombre feliz fue necesario buscarle entre los que no tenían camisa, ni creer que se necesitan ricas galas para ser dichoso y que lo es todo el que las tiene.

La miseria es desdichada, hay que reconocerlo, siquiera no sea más que para no insultarla con plácemes hipócritas o ignorantes.

El que tiene hambre o frío, el que carece de albergue racional, de cama, del preciso descanso después de un trabajo rudo, aunque se ría, aunque esté alegre alguna vez, es desdichado; se le observa en un momento de expansión, y se le envidia; en una hora de insensatez, y se le desprecia; pero tomando su vida entera, tal como es, sustituyendo a la apariencia la realidad, a nadie que razone y sienta bien deja de inspirar lástima.

Ninguna persona de entendimiento y de corazón puede prescindir de la miseria, ya la sienta como una desdicha compadecida, ya la contemple como un espectro amenazador; mas por terrible que parezca o simpática que sea, no debe considerarse cual regla, sino cual excepción, que será más rara a medida que los hombres sean más racionales y mejores. Cuando la miseria toma grandes proporciones; cuando se extiende a masas y persiste en afligirlas; cuando, en vez de ser una desgracia individual y pasajera, es un fenómeno social permanente, puede asegurarse que la sociedad está mal organizada, que los hombres no comprenden su conveniencia y su deber o le pisan, que a sus relaciones no preside la justicia. Así acontece muchas veces, porque los pueblos emplean sus esfuerzos y sus tesoros no en disminuir su miseria moral y material, sino en aumentarla; de modo que, siendo tan grande, parece como inevitable. Pero no es la magnitud de un mal, sino su índole, la que hay que tener en cuenta para declararle sin remedio; y como al estudiar la miseria permanente y en grandes proporciones se ve que es consecuencia de errores o injusticias a que puede y debe oponerse la justicia y la verdad, y como la verdad y justicia solamente son eternas, necesarias y propias para servir de regla, todo lo que a ellas es contrario debe considerarse como contingente y combatirse como dañoso y perecedero.

El hecho de la miseria, que en algunos países es una excepción, debe serlo en todos, y al estudiar esta dolorosa desigualdad, debemos considerarla, no como una parte del organismo social, sino como una dolencia que sólo por culpa del hombre tiene carácter contagioso y se hace crónica.

La miseria, la falta de lo necesario fisiológico, lo repetimos, es una positiva y gran desgracia, y el que la padece no puede hallar equivalencias, ni compensaciones que le igualen para la felicidad, con el que posee lo indispensable: esta es la regla, que no invalidan ciertas excepciones. Porque haya un miserable alegre y un opulento que se desespere y se suicide; porque ciertas individuales condiciones se sobrepongan a todas las circunstancias exteriores, no hay que negar a éstas la influencia que por lo común tienen.

Pero desde el momento en que el hombre no puede con razón llamarse miserable; desde que tiene trabajando lo necesario para vivir; desde que no es más que pobre, puede ser dichoso, tan dichoso, más acaso que los que le aventajan en bienes de fortuna. No faltan pruebas de esta verdad; pero suele faltar quien las aprecie en su verdadero valor, quien prescinda de apariencias, quien se despojo de vanidades y envidias que tienen la pretensión de definir la felicidad que dificultan. Es deplorable, porque el conocimiento de la felicidad verdadera contribuiría a lograrla, como aleja de ella el desconocer los esenciales elementos de que se compone. Hay aspiraciones que sólo tienen un limitado número de individuos, pero a ser feliz todo el mundo aspira: el sabio y el ignorante, el noble y el plebeyo, el vano y el humilde, el rico y el pobre, el bueno y hasta el malvado. Ya se comprende la importancia de que todos estudien lo que a todos interesa, lo que todos buscan, lo que todos se afanan por encontrar y lo que muy pocos conocen. ¿Por qué quieren los hombres ser iguales a los que están más arriba en riqueza, en poder, en consideración? Por ser igualmente dichosos: éste es el fin; lo demás son medios, no siempre legítimos ni adecuados, para conseguirle, muchas veces propios para alejarlos de él. Multitudes de hombres que van con infinita fatiga haciéndose daño a sí propios y álos demás, no son muchas veces sino criaturas que buscan la felicidad donde no está o por caminos que no conducen a ella.

Hay una propensión muy marcada a tomar por base de la felicidad la que sirve de regla para establecer la contribución: la renta. ¿Un hombre tiene doce mil duros? Es dichoso. ¿Doce mil reales? La vida es para él llevadera. ¿Dos mil? Es desgraciado. Esta opinión no se funda en ningún razonamiento; pero es frecuente que las opiniones más resueltas sean las menos razonadas. El error de que la dicha está en razón directa de la riqueza, es de los más perturbadores y dañinos; da la sed de goces materiales, la fiebre del oro y la idea de buscar un fin por medios que le hacen imposible.

Los bienes espirituales se multiplican a medida que son más los que de ellos disfrutan; la ciencia aumenta con el número de los que la poseen, y la virtud con los virtuosos. La verdad, la justicia y la belleza abundan a medida que es mayor la multitud de los que de ellas gozan; pero con los bienes materiales no sucede lo mismo, tienen una limitación propia de su naturaleza inferior y terrenal. Ved aquel público numeroso que escucha la defensa del inocente o la acusación del culpable, los acentos sublimes de la música o la voz augusta de la verdad. Hay allí personas de todas clases; unas van en coche, otras a pie y mal calzadas, quién sale de un palacio levantándose hastiado de la opípara mesa, quién deja su tugurio y hace un sacrificio de tiempo o de dinero, de las dos cosas tal vez, para formar parte de la concurrencia. ¡Cuánta desigualdad material en aquellos hombres! Pero el abogado habla, el músico hace oír las armonías de su instrumento, el pensador revela los misterios de la ciencia, y las desigualdades de la fortuna desaparecen, y cada uno goza del arte, siente la justicia y aprende la verdad según las facultades de su corazón y de su inteligencia. desapareciendo las diferencias de la posición social y establecióndose otras que nada tienen que ver con ella. Siempre que el hombre se eleva de las cosas materiales a las del espíritu, brinda a los demás hombres con la participación igual y completa de los bienes que posee; siempre que se rebaja a no preciar más goces que los materiales, tiende a excluir de ellos a los otros y a establecer desigualdades. El coche del que le tiene es suyo, y porque es suyo no puede ser de otro; la belleza de un cuadro es de los que lo contemplan, de todos a la vez, sin que la parte que toma cada uno merme la de los demás, y antes por el contrario aumentándola.

No hay que insistir en verdades tan sencillas y claras; pero conviene sacar algunas de sus principales consecuencias más íntimamente relacionadas con el asunto que nos ocupa. La igualdad en la dicha la quieren todos los hombres; el hacer consistir la dicha en los bienes materiales es una propensión muy generalizada; los bienes materiales, cuya posesión excluye a otro posesor, tienen una tendencia exclusiva y antiniveladora; de manera que al absurdo de suponer que la felicidad guarda proporción con la riqueza, se une el de imaginar que ésta puede ser el patrimonio de todo el mundo.

Para que los hombres sean igualmente dichosos es necesario establecer entre ellos niveles d inteligencia, de bondad, de virtud, no de renta, o de producto del trabajo, que siendo suficiente para cubrir las verdaderas necesidades, lo es también para procurar la verdadera dicha.

¿Quién ha formado la estadística de los dolores y de los goces humanos? ¿Quién puede formarla? Este hombre está desnudo, descalzo, hambriento; es un mal evidente para la multitud que al pasar le compadece; aquel otro tiene amor, odio, ambición, envidia, remordimientos, sed de venganza, de poder, de fama o de oro: su alma se agita en terrible lucha, su corazón destila hiel y rebosa amargura; son males que la muchedumbre no percibe, y si va a pie no repara en él, y si va en coche lo envidia. Los inconvenientes de la pobreza son ostensibles; pero se repara poco en los infinitos medios que emplea la criminal codicia para dañar al rico: disfrazada de amor, engaña a sus hijos y se los arranca; adula sus pasiones, y le extravía; sus debilidades y le pone en ridículo; acecha sus extravagancias, y le hace declarar loco; acibara sus últimos momentos para arrancar un legado, y ríe sobre su tumba, si acaso no la abre prematuramente. Mas los peligros exteriores de la riqueza son los menos terribles; la gran dificultad para que sea dichoso el que posee superabundantemente medios de fortuna consiste en que necesita proporción entro ellos y los morales, y que a la superioridad económica corresponda la superioridad moral.

El problema de la vida del pobre es relativamente sencillo: sus deberes son, por regla general, negativos; sus extravíos están en gran parte limitados por la necesidad de un trabajo constante y la falta de medios pecuniarios. De la posición humilde viene la templanza en los deseos, esa clave de la felicidad que el pobre recibe casi gratis, que el rico logra tan difícilmente. El que no está sujeto por las necesidades materiales y verdaderas de la existencia, tiene que imponer silencio a las ficticias del egoísmo y que encadenar el desenfreno de todas las pasiones. Si se entiende por pasión lo que a nuestro parecer debe entenderse, todo deseo vehemente contra razón o justicia que persiste y mortifica, se comprenderá cuán grande puede llegar a ser la esfera de las pasiones y cómo se dilata a medida que el hombre se eleva en la escala social. Hay pasiones detonantes, por decirlo así, que todo el mundo conoce, porque hacen ruido al hacer explosión; pero hay otras, las más, que pasan desapercibidas, clavando en silencio su aguijón o destilando su virus corrosivo. La pasión, que es sinónimo de sufrimiento, tiene muchos caminos para llegar al rico y muy pocos para llegar al pobre, que por lo común cifra su ventura en tener cubiertas sus necesidades materiales; el poder satisfacerlas, ni aun le ocurre al rico que sea un bien, y teniéndole se cree y es desgraciado, y sufre y se desespera.

Otro grande enemigo de la felicidad del rico es el amor propio, monstruo voraz nunca satisfecho que pide más cuanto más le damos. Él amuebla la casa, atavía a la persona, dispone la comida, señala el número de servidores y determina la clase de trabajo, el modo de viajar, de divertirse, y, en fin, lo dispone todo. El gusto, la conveniencia, la razón, muchas veces el sosiego, la vida y hasta la honra, se sacrifican a sus exigencias sin límites. Como líquido incoloro, toma el color del vaso que lo contiene, y con flexibilidad infinita se acomoda a todas las formas del cuerpo que enlaza; se adapta a las puerilidades de la vanidad y a las soberbias del orgullo; codicia un dije, un traje, un mueble, el poder, la fama, y según con quien habla, va diciendo: -Viste con elegancia, ten casa lujosa, anda en coche, sé literato notable, poeta aplaudido, músico o pintor laureado, hombre de ciencia insigne, general, banquero, diputado, senador, ministro o secretario de ayuntamiento.

¡Qué vértigos de cólera, o qué angustias de pena, cuando otro alcanza el puesto que se ambicionaba, o recibe los aplausos que se clavan como espinas en el corazón del que los quería para sí! ¡Qué facilidad para crear aspiraciones, qué dificultad para satisfacerlas! ¡Qué desdicha sacar las condiciones de bienestar fuera de sí mismo y cifrarle en lo que piensan o sienten o dicen los otros!

El amor propio necesita espectadores; los busca como instrumentos de satisfacción y los halla convertidos en tiranos, cuyos mandatos obedece en cambio de un aplauso que mendiga y no siempre logra. Esa dependencia de los demás; esa verdadera esclavitud de los que prefieren inspirar envidia a merecer respeto; ese someterse incondicionalmente al qué dirán de los que tal vez no saben lo que dicen; ese espíritu que vive de prestado y en la mayor de las miserias, puesto que no tiene satisfacción legítima que pueda llamar suya, todo es consecuencia del amor propio excitado y fuera de sus razonables límites. Se dirá que no los traspasa en todos los ricos, ni deja de extralimitarse en algunos pobres; no negaremos que suceda así; pero es igualmente cierto que, por regla general, donde la vanidad impera, donde el amor propio tortura, donde las pasiones hacen verdaderos estragos, es en los ricos, no en los pobres. Estos, sin saberla, siguen la sabia máxima de

Iguala con la vida el pensamiento,

y no van-de continuo con sus aspiraciones donde sus medios no pueden llegar, ni dan cuerpo, convirtiéndolos en desgracias, a los devaneos de la imaginación.

La fortuna, como una madre inconsiderada, suele hacer infelices a los hijos que mima. Halagados por ella, son tan débiles, tan susceptibles, tan impresionables, que la menor contrariedad los irrita, el más pequeño contratiempo los desespera; ellos son los que se crean esas situaciones envidiadas que les parecen insoportables; ellos los que, teniendo tantos caminos que elegir, no van por ninguno y llaman abismo a una depresión cualquiera. El hombre necesita luchar, es de ley que luche; y combate por combate, no siempre es el más rudo el que tiene que sostener el pobre, sujeto constantemente a pruebas que no sufre el rico, que en cambio pasa por otras que aquél ignora.

La estadística de la felicidad no puede hacerse, sea que no exista sino por excepción rara, sea que se oculte o que se halle donde no la buscan los que pretenden estudiarla; pero el contento es más general y más visible, y ciertamente no se observa que esté en proporción de la renta. Donde quiera que se reúnen muchas personas de varias clases, en viajes, paseos, diversiones públicas, no se ve que la alegría se mida por el precio de las localidades, y antes puede afirmarse que los que se divierten más son los que pagan menos. Las personas que parecen hastiadas, que vuelven en el teatro la espalda al escenario y se aburren viajando en coches de primera o en salones, no son los menos favorecidos de la fortuna.

Se dirá, y es cierto, que la alegría no es la felicidad; pero si el estudio de ésta presenta dificultades insuperables, ofrece menos el comparativo de la desgracia, sobre todo si la observamos donde aparece en relieve, en la desesperación suprema que conduce a la muerte voluntaria. Que un suicida supone muchos desesperados y un desesperado muchos infelices; que siendo la clase pobre más numerosa da el menor número de suicidas, cosas son ciertas, sabidas, y lógica es la consecuencia de que no debe ser más general la felicidad entre aquellos en que es más frecuente la desesperación.

Cada edad, cada estado, cada situación, cada clase tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus disgustos y sus satisfacciones, sus penas y sus consuelos; nada más perjudicial ni menos conforme a la verdad que cortar por un mismo patrón la dicha de criaturas diferentes, y pretender que no pueden llegar a ella sino por un camino y pagando a la entrada una cantidad fija y crecida.

El joven con las ideas y sentimientos de su edad no comprende que el viejo deje de ser desgraciado; pasan los años y es feliz de un modo que le parecía imposible. El guerrero no puede imaginar la dicha de la mujer piadosa que cura las heridas que él hace, y cuya vida es más envidiable que la suya; los que distan mucho en ocupaciones, medios o ideas, no comprenden que pueda haber ventura tan diferente de la que ellos tienen o desean. Pero no dejándose dominar por las propias impresiones ni extraviar por apariencias, y observando las diferentes clases sociales en sus dolores y en sus alegrías, se ve que son igualmente dichosos los que ocupan posiciones más desiguales y que hay compensaciones providenciales que los hombres desconocen con frecuencia por su culpa y para su desdicha. La Providencia, que ha dado a cada ser una organización apropiada al medio en que ha de vivir, al colocar al hombre en una sociedad en que hay necesariamente desigualdades, no sujetó a ellas nada verdaderamente importante, nada esencial. En la virtud y en la dicha, en la salud del cuerpo y en la del alma entran elementos que no dependen de la fortuna, cuyos caprichos no afectan más que a las superficies de la existencia y a los hombres superficiales. El dolor y la dicha tienen misterios que ningún hombre, ninguno, puede penetrar; desigualdades terriblemente enigmáticas, pero no proporcionales a las de la posición social, ni dependientes de ella.

Bien sería que nos convenciéramos de que hay inconvenientes y ventajas propias de cada situación, compensaciones que existen, aunque no sean ostensibles, diferencias exteriores que no alteran la igualdad íntima, y que el que nace príncipe no tiene más probabilidades de ser dichoso que el que nació pastor. El convencimiento de esta verdad calmaría la fiebre de poder y de riqueza que hace delirar a generaciones extraviadas; aniquilaría un poderoso instigador de iras populares; pondría de manifiesto que, salvo algunas criaturas excepcionales, que son el secreto de Dios, salvo los casos de miseria, obra impía del hombre, la posible felicidad sobre la tierra, como el sol, brilla para todos.




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Capítulo VII

La propiedad y la igualdad


En toda discusión, para que sea posible, hay algún punto esencial en que convienen los que discuten, y damos por supuesto, al escribir este capítulo, que el lector piensa, como nosotros, que no puede haber sociedad sin propiedad constituida en tal o cual forma, condicionada de ésta o de la otra manera, pero propiedad en fin.

Si el hombre es propietario, como es saciable, por ley de su naturaleza, tal vez no sea inútil investigar, aunque fuese brevemente, de qué manera influye la propiedad en la igualdad, puesto que esta influencia ni puede ser nula ni es evitable.

Porque los niveladores sociales atacan la propiedad con más o menos violencia, con más o menos lógica, pero la atacan siempre. ¿Están todos ciegos, furiosos o de mala fe? ¿Cómo a muchos siglos de distancia, y con grandes diferencias en el clima, la religión, la cultura, el estado social, se repiten los mismos ataques, a veces en idéntica forma y en ocasiones con las mismas palabras? La permanencia del efecto revela la de la causa, y su poder, cuando persiste en medio de tantas cosas como desaparecen, y sobrenada en las tempestades de guerras, trastornos y revoluciones.

Han acusado, acusan y acusarán a la propiedad de establecer grandes diferencias entre los hombres, y aunque el cargo pueda ser exagerado o injusto, según las circunstancias, el hecho es cierto: entre la propiedad, tal como está constituida siempre que por los niveladores es atacada, y la igualdad, hay antagonismo que no se debe disimular, sino analizar. Recordemos que la igualdad no puede tener derecho contra el derecho; recordemos que no le es dado cambiar las leyes de la Naturaleza y de las sociedades humanas; recordemos, por último, que el fin primero del hombre no es ser igual a otro, sino ser justo, perfeccionarse: teniendo presentes estas premisas, y sacando de ellas sus lógicas consecuencias, llegaremos a conclusiones que, tristes o consoladoras, si son ciertas, hay que aceptarlas y someternos a la verdad, que a nadie se somete.

Tratando de su influencia sobre la igualdad, conviene distinguir la propiedad colectiva de la individual. La propiedad colectiva (que, entiéndase bien, no es el comunismo), igualando a los propietarios, iguala, hasta cierto punto, a los hombres que forman el grupo poseedor en común. Decimos hasta cierto punto, porque aun en los pueblos en que la propiedad era colectiva ha existido siempre más o menos propiedad individual, influida por las diferencias de los individuos, y a su vez influyente en su desigualdad social. Aunque la tierra no fuese de nadie, los frutos repartidos para ser utilizados tenían que ser apropiados; aunque los bosques pertenecieran a todos, la caza era del que la mataba, y del que le pescaba el pescado, por más que los ríos y los mares no constituyen propiedad de ninguno. La colectiva evita sin duda la grande acumulación de fortunas, pero no las nivela tan completamente como se ha supuesto por algunos. El individuo, aun en los pueblos primitivos, ha sido dueño exclusivo de alguna cosa, ha tenido ventajas físicas, intelectuales y cualidades morales que le han hecho más rico que otro con menos recursos y moralidad: esto respecto a los copropietarios de un grupo en que la tierra se posee en común, que entre los grupos unos respecto de otros había mayores diferencias. La prioridad en apropiarse un terreno más fértil; bosques más abundantes de caza, o ríos de pesca; la victoria en los combates; más servicios hechos al jefe del pequeño o grande Estado, o su mayor largueza; ventajas físicas, intelectuales o morales, alguna o varias de estas circunstancias combinadas hacían que las colectividades propietarias fuesen unas ricas y otras pobres. Aun en nuestros días vemos pueblos con propios de gran valor, otros que nada poseen, y al lado del concejo en cuyos montes se pudre la leña, el que no tiene qué quemar.

La propiedad, aun la colectiva, no es niveladora, sino que, por el contrario, propende a establecer la desigualdad entre los propietarios; y si todas las mañanas se hiciera un reparto que los igualara, todas las noches los habría más ricos y más pobres.

La propiedad colectiva ni se presenta de una manera invariablemente uniforme, ni deja de comprender sus desventajas, ni pasa a ser individual sin términos medios y variaciones. Ya todo es común, cultivo y aprovechamiento; ya se señala a cada individuo el trabajo de cierta porción de tierra; ya se distribuye ésta por cierto tiempo y por lotes que vuelven al fondo común para ser adjudicados de nuevo alternativamente a sus temporales poseedores. Más adelante, las tierras, una gran parte al menos, pasan a ser propiedad de las familias, pero han de permanecer en ellas; no han de poder enajenarlas, ni donarlas, ni legarlas, y cuando esto se consiente es con ciertas condiciones. El legislador se precave contra la desigualdad, que ve, que palpa, que teme; pone límites a la extensión de las posesiones; permite que, incultas, se las apropie el que las cultive; dispone que, periódicamente, se restablezca la igualdad, restableciendo la primitiva distribución que se había hecho por partes iguales, y según tiempos y lugares, toma diferentes medidas encaminadas a evitar la acumulación de la riqueza. La lucha es larga, entre la igualdad, que pretende poner trabas a la propiedad, y ésta, que intenta romperlas todas; entre el espíritu de la propiedad colectiva y el de la individual; entre el Estado, que pasa fácilmente de la tutela a la opresión, y el individuo, que tiende a convertir la libertad en licencia. ¿Esta lucha ha terminado? Algunos pretenden que sí, y que logra completa victoria la propiedad individual, única compatible con los derechos del individuo y los progresos de la civilización, aunque poco favorable a la igualdad.

Aunque el individuo haya poseído siempre alguna cosa exclusivamente suya, y aunque las colectividades fuesen unas más ricas que otras, lo cierto es que la propiedad territorial en común, o la posesión transitoria, eran favorables a la nivelación de las fortunas. Pero, ya lo hemos dicho, por querida que sea para los hombres la igualdad, no puede ser el único objeto de su existencia, ni pueden ellos sacrificarle todos los otros. A ser iguales en la miseria, prefieren salir de ella algunos, o muchos; y como para esto hay que desplegar una grande energía personal, el fruto de ella tiende irremisiblemente a convertirse en propiedad individual. Así como la caza fue siempre del cazador, y del pescador la pesca, donde quiera que el hombre llevó mucha destreza, mucha inteligencia, mucha fatiga o peligro para realizar una obra, quiso tener en ella una parte suya proporcional al trabajo que había empleado. En un pueblo primitivo, esta parte constituye riqueza que se consume, no que se acumula, y la desigualdad pasajera no era grande; pero, como hemos visto más arriba, a medida que un pueblo se civiliza, pueden manifestarse y utilizarse las diferentes aptitudes, y los que física, intelectual o moralmente valen más, allegan recursos, realizan economías, son más ricos. Aunque la tierra continuase propiedad común, o igualmente repartida o inmovilizada, diferentes industrias ofrecían cada vez más vasto campo a la energía inteligente del individuo y eran origen de propiedad individual. La agricultura ¿podía permanecer mucho tiempo petrificada en medio de elementos de vida más poderosos cada vez? Los brazos vigorosos ni las inteligencias activas ¿irían a cultivar la tierra común que perezosamente removían los débiles, los holgazanes o los incapaces, para compartir por igual con ellos el fruto de tan diferente trabajo? ¿No quedaría el cultivo de la tierra encomendado a las manos más torpes y endebles y a las inteligencias más obtusas, incapaces de fecundarla? A priori se comprende, la experiencia lo demuestra, y la historia presenta la propiedad colectiva en los pueblos primitivos, haciéndose individual a medida que se civilizan. De que el hecho es constante no cabe duda, y que es inevitable también parece claro.

Tenemos pues:

Que el hombre es sociable;

Que no hay sociedad sin propiedad;

Que la propiedad colectiva en un principio, se hace individual cuando adelanta la civilización;

Que la propiedad individual no es favorable a la igualdad.

¿Significa esto que por una pendiente inevitable, fatal, a medida que un pueblo se civiliza aumenta en él la desigualdad de las fortunas, de manera que los ricos son más opulentos y los pobres más miserables? Debemos confesar que a eso tienden muchos elementos de la civilización; pero hay otros que combaten esta tendencia, y el problema consiste, no en negar aquella parte de mal que entre sus bienes produce el progreso, sino en reconocerla; en ver hasta qué punto es inevitable, y hasta dónde puede evitarse y por qué medios.

Así como al empezar este capítulo dábamos por supuesto que el lector consideraría la propiedad como necesaria, para continuarle suponemos que reconoce el grave daño de la gran acumulación de riquezas al lado de la miseria suma.

La propiedad no puede volver a ser colectiva, ni inmovilizarse, ni mutilarse, ni tener límites en cuanto a su extensión: su libertad ha de ser respetada como la del propietario, pero cuidando de que no se convierta en licencia, porque comprenderla como el derecho de usar y de abusar de la cosa poseída, más es comprometerla que consolidarla: no ha de ser ni una víctima ni un ídolo; que no se salte ningún cercado, pero que en todos haya una puerta por donde entren la ley y la justicia.

La propiedad influyente o influida, emancipando unas veces al propietario y otras participando de su servidumbre, tiene con la igualdad relaciones tan estrechas, que como ella, establece entre los hombres primitivos pocas diferencias, que van creciendo con la civilización, hasta que llegan a un punto en que la riqueza se acumula, tiene movimientos vertiginosos o inmovilidad pétrea, cae en manos rapaces o muertas, y entonces viene el malestar, las convulsiones, y si el estado de la propiedad no cambia, los pueblos van a la decadencia o a la ruina.

Todos los países en que se proclama el progreso, y que progresan verdaderamente, han modificado la propiedad en sentido favorable a la igualdad; pero sería un error suponer que la obra está concluida y la lucha terminada.

Los igualitarios individualistas sostienen que la libertad basta para establecer la armonía entre los propietarios, y que la propiedad individual más absoluta es la única posible y el mejor auxiliar de la igualdad: los niveladores conservan una hostilidad especial contra la propiedad inmueble, y pretenden volver a la propiedad colectiva; y todos suelen prescindir bastante del elemento moral como si la riqueza se distribuyera como giran los astros, en virtud de leyes físicas.

Si el hombre fuera perfecto, sería justo nada más que con ser libre; pero su imperfección hace indispensable coartar su libertad en sus relaciones con los otros, lo mismo como propietario que en cualquier otro concepto. La libertad es un medio, no un objeto; es parte integrante del ser racional, no todo; es un medio de llegar a la armonía, no la armonía misma; es un elemento que no ha de sacrificarse a otro, pero que no puede exigir que se le inmole ninguno. Proclamad al propietario libre de hacer cuanto quiera de su propiedad, y la sustraerá al pago de los tributos; opondrá con ella un insuperable obstáculo a las obras públicas; sacrificará a los operarios con que la beneficia, por la falta de higiene o mezquindad de retribución; depositará materias inflamables, sin precaución alguna, en el centro de las ciudades; llevará el desenfreno del monopolio adonde no pueda seguirle la concurrencia; alquilará casas inhabitables, coches donde peligra la vida de los viajeros; venderá vino envenenado, trigo averiado, pescado podrido, etc., etc. Todo esto y mucho más hará la propiedad si se la deja hacer lo que quiere, y tanto como otra cosa, y más que muchas, necesita estar sujeta a reglas: que sean justas es lo que debe procurarse, porque pretender que no las necesita es desconocer la naturaleza del propietario, es decir, del hombre.

Estas reglas no pueden ser fijas; lo que era imposible ayer, es hacedero hoy y será insuficiente mañana: la cuestión es siempre comprender bien la justicia y aplicarla a la propiedad como a las demás cosas. Si no hay derecho a pasar un nivel sobre los propietarios, despojando a los de arriba por favorecer a los de abajo, tampoco a repartir los tributos de modo que pesen más sobre los que poseen menos, ni a favorecer la acumulación con loterías, rifas y herencias que ni estrechan los lazos de familia, antes a veces los aflojan, ni son ley de la Naturaleza ni voluntad del testador. Sin salirse de las vías de la justicia pueden tomarse muchas medidas para disminuir el poder absorbente de la riqueza, que tiende a crecer, como la miseria, en rápida progresión: fijándose bien en los males que consigo lleva la excesiva desigualdad de fortunas, justo debe parecer disminuirla por medios equitativos que no chocasen con los respetables sentimientos de familia ni lastimaran los legítimos intereses.

Si es un anacronismo irrealizable convertir, en nombre de la igualdad, al Estado en posesor único; si los que tal pretenden son verdaderos retrógrados, tampoco podemos considerar como progreso el privar al campesino del prado y del monte común, de modo que no pueda tener ya vaca, oveja ni cerdo, y robe leña para cocer los alimentos y no morirse de frío. ¿Qué medidas se toman contra los ataques a la propiedad hechos en virtud de necesidades imperiosas y ocasiones continuas? ¿Dejarlos impunes? Está mal. ¿Penarlos? No está bien; y en este caso, y en otros muchos, resulta acrecentamiento de miseria y conflictos para la conciencia y el orden, de lo que para muchos es el ideal en materia de propiedad, a saber: que toda sea individual, sin que parte alguna quede en común. No vayamos a buscar a los bosques de los celtas, los eslavos y los germanos oráculos para la constitución de la propiedad; pero no creamos tampoco que el Derecho romano es la Buena nueva, y que basta anunciarla para regenerar económicamente a las naciones: el progreso no es predominio exclusivo de un elemento cualquiera, tomemos de cada civilización lo que tiene de humano, de general, de permanente, que es lo único justo, y arrostremos la desdeñosa calificación de eclécticos más bien que merecer la de exclusivos o insensatos.

Si los que combaten las exageraciones de la propiedad individual no exageraran a su vez, se habría adelantado más para la solución del problema, porque suponerle resuelto nos parece ilusión peligrosa.

Hay que deplorar los obstáculos que opone el egoísmo ciego y la inmoralidad y la ignorancia a que se aumente ni aun se conserve lo poseído en común: el prado no se limpia ni se abona, el monte se tala, el ferrocarril se administra mal, y cuando la comunidad no es bastante moral e inteligente para ser justa, se la combate con ventaja, se la expropia, y al fin se la despoja en virtud de razones aparentes que explotan otros egoísmos y otras inmoralidades. Cuando lo que es de todos pretende utilizarlo cada uno, y no quiere cuidarlo nadie; cuando hay muchos dispuestos a atacarlo con persistencia, y nadie a defenderlo resueltamente; cuando los principales interesados en que se conserve, y hasta donde sea posible se aumente, son débiles por falta de inteligencia y no comprenden lo que les conviene o no saben hacer valer su derecho, los bienes comunes que favorecían la igualdad se acumularán en pocas manos. Dadas estas circunstancias, el mal no podrá evitarse, pero que al menos no se convierta en ideal, felicitando a la sociedad porque tiene una desdicha más.

La lucha seguirá por mucho tiempo; esperemos que no será eterna entre los que, sabiéndolo o sin saberlo, favorecen la acumulación de la propiedad, y los que pretenden que se distribuya más igualmente: pueden contribuir las leyes a este último resultado; pero sobre que las leyes son el reflejo de las ideas y de los sentimientos, no hay legislación, cualquiera que ella sea, capaz de impedir la excesiva acumulación de la propiedad en pueblos donde hay pocas virtudes y mucha ignorancia. Todas las huelgas resueltas arbitrariamente por poderes niveladores; todos los decretos socialistas, y todas las leyes agrarias, no impedirán que sea miserable el ignorante desmoralizado y que cerca de él no posea excesivas riquezas el inteligente que no repara en los medios de acumularlas. ¿De qué le sirvieron a Esparta corrompida las leyes de Licurgo, ni a Roma degradada las disposiciones igualitarias de sus emperadores? En los Códigos había disposiciones favorables a la igual distribución de la riqueza, en las plazas muchedumbres hambrientas y en los palacios magnates cuyo lujo y repugnante glotonería han pasado a la historia. Ahora, después y siempre acontecerá algo parecido, porque la naturaleza del hombre no cambia esencialmente; y cuando a los progresos materiales no siguen los morales o intelectuales generalizados, la civilización da grandes medios para acumular riquezas o impulsos irresistibles que lanzan a la miseria.

La igualdad no debe combatir a la propiedad que no traspasa los justos límites, ni puede evitar que los pase sino elevando el nivel moral o intelectual: la condición no es fácil de llenar, pero es aún más difícil sustituirla por ninguna otra.




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Capítulo VIII

De la asociación y de la igualdad


Es común emplear indistintamente la palabra Asociación y la de Sociedad para expresar la reunión de personas que unen sus esfuerzos con un fin dado y bajo una regla que admiten. Así vemos que se dice Asociación de socorros mutuos, Asociación internacional, Sociedad de San Vicente de Paúl, Sociedad para la reforma de las prisiones, etc., etc. Conviene, sin embargo, fijarse en que es un modo de expresarse impropio, que la confusión de las palabras influye en la de las cosas, y que el socialismo debe en parte sus progresos a confundir la asociación con la sociedad: las esenciales diferencias que entre estas dos existen creemos que pueden reducirse a tres:

1.ª En la Sociedad se reúnen los hombres para todos los fines de la vida; en la Asociación solamente para uno o varios que al constituirla determinan.

2.ª En la Asociación se entra y se sale voluntariamente, siendo el asociado dueño de aceptar o no sus condiciones y de separarse de ella cuando no considera su marcha conforme al objeto que se propone, o éste ha dejado de parecerle útil o justo: de la Sociedad formamos parte queriéndolo o sin quererlo, y aunque se dirija mal o se extravíe, no podemos separarnos de ella, ni aun dejar de contribuir en cierta medida a darle medios para que realice los fines que reprobamos. ¿Qué hará el que no esté conforme con la organización social de un país? ¿Irse a otro? De hecho es imposible que millones de hombres abandonen la patria, y en la nueva habría también cosas con que no estuvieran conformes y a las que tendrían que contribuir.

3.ª La Asociación puede arrojar de sí a los asociados que no cumplen las condiciones pactadas, o por cualquier motivo se hacen indignos de pertenecer a ella; la sociedad tiene que conservar en su seno a los que se ajustan a sus reglas, a los que faltan a ellas, a los que son un elemento de prosperidad, a los que son causa de ruina, a los que la honran, a los que la avergüenzan, a todos. Los mismos criminales que recluye no los arroja de sí, sino que les señala una manera especial de existencia correspondiente a su manera de proceder especial también, y sólo rechaza al corto número de los que suprime condenándolos a muerte.

Indicado este deslinde que nos pareció conveniente entre la Sociedad y la Asociación, veamos si esta última es siempre favorable a la igualdad.

No hay que tener una ciega confianza en la asociación, ni suponerle un poder infaliblemente curativo de ciertas llagas sociales; es un poderoso instrumento, no cabe duda, pero que hace bien o mal según el modo de manejarle y el objeto con que se emplea: muchos ejemplos pueden citarse, por desgracia, pasados y presentes, de asociaciones que no se proponen un fin bueno, o si lo es, pretenden llegar a él por malos medios, y al lado de los que reúnen los esfuerzos de los débiles se ven los que combinan los medios de los poderosos para hacer su poder irresistible.

Así, pues, en la igualdad racional, en la igualdad que se realiza dentro de la justicia elevando a los de abajo, no rebajando a los de arriba, ¿qué influencia ejercen las asociaciones? Según sean. Toda asociación inmoral, ya por el objeto que se propone o por los medios que emplea, es contraria a la igualdad aunque la proclame y en apariencia la favorezca.

Asociaciones hay que han alcanzado un buen fin por medios legítimos, y no obstante pueden calificarse de perjudiciales y contrarias a la igualdad por el abuso que de su gran poder han hecho: dada la miserable condición humana, fuerza que no se equilibra, fuerza perturbadora; y como no suele hallarse ordenada por la conciencia de los que la ejercen, necesita otra enfrente que la contenga en sus justos límites.

Cualquiera que sea el fin que se proponga y los medios que emplee, debe también reprobarse toda asociación que no vive a la luz del día y cautelosamente se oculta: hoy, en la casi totalidad de los pueblos cultos, no tienen razón de ser esos misterios, y asociación donde hay secreto envuelve en él inmoralidad, daño grande, y puede decirse que es antisocial. Con el secreto va la abdicación de la conciencia de los asociados, que reciben en las tinieblas impulso para moverse, más como máquinas que como personas; va como un depósito de materias explosivas que detona a voluntad del que la tiene, tal vez, torcida por algún fanatismo ciego o interés vil. Dentro de la sociedad caben numerosas asociaciones; pero aquellas donde hay secreto más bien que órganos funcionando para contribuir a la salud, pueden considerarse como focos purulentos que comprometen la vida.

Tal vez podría ser un buen medio de juzgar una asociación observar las consecuencias de la igualdad entre sus miembros: si siendo iguales hay en ellos armonía permanente sin severa disciplina, puede asegurarse que se proponen un buen fin por buenos medios y no abusan de los que tienen. Las asociaciones entre buenos prosperan tanto más, cuanto ellos son más semejantes; en las que forman los perversos es fatal la igualdad, la codicia se disputa la ganancia o la presa, la vanidad choca a impulsos de la envidia, y la ira sangrienta lanza a los crueles unos contra otros. Entre los que son igualmente malos no hay paz sino impuesta por el miedo de alguno que es peor, y entre los que sin serlo hacen daño asociados no hay igualdad tampoco, sino jerarquías omnipotentes y obediencias ciegas. Asociación sin secreto, en que hay armonía permanente siendo los asociados iguales y libres, conocedores y responsables de lo que hacen, puede decirse que es asociación beneficiosa para la sociedad en cuyo seno vive; si no tiene estas condiciones, hará daño, y mucho.

Difícil parece juzgar si hasta el presente la igualdad ha recibido más mal que bien de la asociación: duda es muy fundada, y problema histórico difícil de resolver; pero si con respecto a lo pasado el ánimo se queda perplejo, por lo que hace al presente parece claro que más veces es obstáculo que auxiliar de la igualdad la asociación. ¿Hay que renunciar a ella, que perseguirla, que matarla? No: no es renunciable, ni mortal, sino inevitable y fecundo instrumento de progreso y de vida, pero no inofensivo, y como esas grandes ruedas motoras, da poderoso impulso, pero ¡ay de aquel a quien engancha y voltea! Pone en comunicación instantánea los antípodas, perfora montañas, abre istmos, generaliza verdades, consuela penas; pero también las causa, también difunde el error, también paraliza muchos movimientos vitales con sus aceradas y acaso invisibles redes, también está impulsada a veces por el fanatismo y la codicia, también extravía a los que había de guiar y abruma a los que debiera sostener.

No hay más medio de combatir las asociaciones perjudiciales que oponerles las útiles; la influencia de la asociación no puede neutralizarse sino con la asociación; y para que muchas igualdades que se escriben no sean letra muerta; para que enfrente de colectividades poderosas el individuo no sucumba, es necesario que se una a otro y otros y muchos individuos, que se asocie en el derecho y por el derecho contra los que intentan atacarle. La asociación es una fuerza inmensa; ¿quién lo duda? Pero, como la locomotora, necesita carriles y maquinista, las vías de la justicia de donde no pueda apartarse, la mano de la inteligencia que regule sus movimientos; si no, se estrella o atropella, y aunque es posible que proclame la igualdad, es seguro que no la sirve.






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Parte III

De la igualdad considerada políticamente y en sus relaciones con la libertad



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Capítulo I

De la igualdad social y de la igualdad política


Hemos visto cómo el máximum de la igualdad existe en los pueblos salvajes; cómo a medida que los hombres se civilizan se van diferenciando más y más, y cómo llega un momento en que la desigualdad excede los justos límites, y si no se reacciona contra ella viene indefectiblemente la decadencia o la ruina. En los pueblos civilizados y cristianos se verificó esta reacción; las trabas, los privilegios, han desaparecido o van desapareciendo; las clases no se inmovilizan ni se cierran; por la escala social pueden subir todos los que pongan en ella pie firme y mano robusta, y al que está arriba no se le arroja porque venga de muy abajo, ni aun se le pregunta de dónde salió. Al ver a tantos como se han elevado por su actividad, por su inteligencia, por su valor o por su fortuna; cómo van desapareciendo de las leyes y de las costumbres barreras insuperables; cómo tiene coche el que anduvo con los pies descalzos, y es diputado, ministro, duque, el hijo de un artesano, los amigos de la igualdad tal vez la saluden alegres suponiendo que su reino llega y que impera sin excepción y sin obstáculo.

La conclusión carecería de exactitud; se marcha hacia la igualdad, es cierto; pero, lejos de haber llegado a ella, estamos en un momento histórico en que las diferencias han llegado a un límite que no alcanzaron nunca, y de poco sirve que por escrito se nieguen o se borren de los códigos si están en los hechos y viven en las entrañas de la sociedad. ¿Cuándo tuvo el magnate refinamientos de lujo, comodidades sibaríticas que contrastasen con la miseria tanto como hoy? ¿Cuando la virtud triunfó de tantos halagos y tentaciones, ni la maldad empleó medios tan eficaces y horrendos para hacer daño? ¿Cuándo la dignidad y la belleza brilló como entre esas masas abyectas y deformes que la concurrencia, la división de trabajo, el alcohol y la prostitución desfigura y degrada? ¿Cuándo estuvieron tan lejos las eminencias del saber y los que nada saben? Nunca: hay que verlo claro y decirlo resueltamente: el mal, si no es irremediable, es positivo, grave, y no pequeño el error y el peligro de predicar la igualdad política y tratar de realizarla prescindiendo de diferencias tan radicales. Vivimos en una sociedad que lleva en su seno desigualdades de tal magnitud y extensión, que no pueden armonizarse con doctrinas, escuelas, partidos y leyes que establecen la igualdad, y han de resultar decepciones, choques y conflictos continuos de la contradicción entre las ideas, los códigos y los hechos.

Es cierto que hoy (en muchos países, al menos) ningún privilegio vincula la riqueza en una clase; ninguna ley escrita se opone a que todos lleguen al poder y a la fortuna; pero ¿no hay mucho de ilusorio y de mentido en estas facilidades? Si la gleba tuvo siervos, también la industria los tiene, y el niño que trabaja antes de tener fuerzas, que tiene vicios antes de tener pasiones, que vive en una atmósfera infecta física y moralmente, en su ignorancia y en su degradación, lleva la ley de raza que le condena a una condición servil. Y de estas criaturas hay miles y millones en fábricas, en minas, en talleres, o viviendo en los campos entre los animales y poco menos embrutecidos que ellos, o de mendicidad por los caminos, o de no se sabe qué por calles y plazas. ¿Acaso pueden los códigos ni las constituciones nivelar semejantes abismos sociales, ni subir a grande altura a los que han nacido en ellos? ¿Qué es la libertad en que se los deja para que se eleven, la igualdad que se los predica? Todo será menos una idea que puedan realizar en bien suyo y de la sociedad. Alguna criatura de esas que tienen en sí fuerza superior a todos los obstáculos, aprovechará su aptitud legal para elevarse algo, mucho, tal vez hasta la cima; pero esto no es posible sino por excepción rara, y la regla será que no basta promulgar la igualdad y la libertad para destruir desigualdades esenciales y servidumbres degradantes. Que hoy existen estas desigualdades y estas servidumbres, se ve con sólo abrir los ojos, y que las causas que las producen son generales y profundas también se comprende sin estudio muy detenido. Esta sociedad en que se dice a los hombres que todos son iguales, que deben disfrutar sin condición de todos los derechos políticos, está organizada de modo que hay en ella desigualdades permanentes, esenciales, no de individuos, sino de masas, o lo que es lo mismo, causas de perturbación constante en la existencia de elementos contradictorios y poderosos que chocan entre sí.

Todos elegibles y todos electores: esta es la fórmula de la igualdad política, el ideal de la democracia, y sería el nuestro si en razón o justicia todos tuvieran aptitud para ser elegidos y para elegir.

La política parece que es alguna cosa fácil que cualquiera puede saber, o ciencia infusa congénita en los predestinados, o misterioso conocimiento que se comunica al ungido con una credencial o una acta por la voluntad del pueblo o del rey. No se proclama la igualdad para el ejercicio de ninguna profesión; con título o sin él, se quiere que el médico sepa medicina, leyes el abogado, ciencias exactas, físicas y sus necesarias aplicaciones el ingeniero; no se permite que nadie sin estudios previos cura a una vaca o a un caballo, y para poner la mano en las llagas sociales, para influir directa y poderosamente en la prosperidad, en la moralidad, en la honra de un país; para estar al frente de una provincia, de un centro directivo; para ser embajador, senador, ministro o diputado, no se exige garantía alguna intelectual, ni moral, y sin ciencia y sin experiencia se administra, se gobierna y se manda.

Dicen que la política todo lo invade, lo trastorna y lo mancha; pero no se notan bastante los elementos de anarquía que lleva en su seno una política que da acceso a los puestos más importantes como se da entrada en los teatros sin más que enseñar un billete que se llama credencial. De este modo no hay ineptitud que no se habilite, medianía que no se aliente, inmoralidad que no se estimule, ambición bastarda que no se justifique, ni desorden sin excusa, ni escándalo que no tenga precedentes. En la política, por la política y para la política se cometen indignidades que avergonzarían fuera de ella, y para elevarse o sostenerse hacen los hombres políticos cosas que no harían en su propiedad como propietarios, en el ejército como militares, en las obras como ingenieros, a la cabecera del enfermo como médicos, en los tribunales como jueces, ni aun en el foro como abogados.

Y ¿qué es la política ante la cual todos son iguales y que admite servidores y oráculos sin condición alguna? ¿Es alguna cosa de poca importancia o de influencia pasajera que brilla o escandaliza momentáneamente, sin llegar con su beneficio o su daño a las entrañas de la sociedad? No, por desgracia. La política administra, organiza los servicios del Estado y dispone las condiciones que han de tener los que han de prestarlos. La política nombra al empleado probo o inteligente, o al incapaz venal y defraudador de la Hacienda; la política pone la correspondencia pública en manos diligentes y honradas, o torpes y rapaces; la política premia la lealtad y el valor, o los posterga a la traición vil o cruel; la política protege y honra a la ciencia, o procura escarnecerla y la persigue; la política envía a los desvalidos, representantes del Estado, que los socorren o que los explotan; la política pide con parsimonia soldados y dinero, o es pródiga de los bienes del pueblo que empobrece y de la sangre de los hombres que sacrifica; la política aplica los recursos del Estado adonde son útiles, o perjudiciales, y patrocina la ignorancia, o difunde la instrucción; la política pone coto al crimen, o le alienta con la impunidad y tal vez le premia; la política promulga leyes buenas y malas, las respeta o las infringe. Todas estas cosas realiza la política, según es ignorante o ilustrada, inmoral o equitativa, y ya se ve su importancia inmensa. El que, viendo el giro que toma, dice que no quiere meterse en política y se aleja totalmente de ella, tal vez no piensa en la gravedad de su determinación y todo lo que abandona a los que reprueba y pone en manos que no le parecen puras.

Pero la política no se hace sola; obra es de los hombres, y no puede ser indiferente para ella las condiciones que impone a los que admite y el poder que les da. Atendidas las ideas y sentimientos, el modo de ser de los pueblos hoy, aun de los más cultos, la política no puede ser la fase mejor de un país moralmente considerado, y si es posible que se purgue de todas sus impurezas, ese día no llegó, y, según todas las apariencias, está muy lejos aún. La política internacional es la diplomacia, sinónimo de astucia, de engaño, de abuso hipócrita de la fuerza, de abandono del amigo leal, de alianza con el enemigo odioso, todo a impulso de pasiones ciegas o cálculos egoístas. La política nacional no se sustrae tan cínicamente a toda ley equitativa, no proclama tan alto la omnipotencia de su poder, ni se cree tan desligada de la justicia; pero no deja por eso de asestarle terribles golpes. Debe reconocerse que una parte del mal (más o menos, según los países) es inevitable, pero que otra podía minorarse, y que si la política será siempre o por mucho tiempo la esfera menos diáfana y elevada en que gire la actividad de un pueblo, algo puede purificarse modificando una organización, o más bien una anarquía, que con aparente igualdad establece el privilegio para la ignorancia atrevida y poco escrupulosa.

El primer bien de suprimir esta anarquía sería limitar la esfera de acción de la política y, por consiguiente, sus medios de perturbación. Si en vez de esa igualdad anárquica que incondicionalmente da acceso a la casi totalidad de los cargos públicos se impusieran condiciones de ingreso y de ascenso, y una razonable jerarquía, organizando la Administración, se purificaría en cuanto es posible la política. Uno de los más poderosos elementos que la corrompen es la facultad de recompensará los que emplea, y de seducir la ambición o la pobreza con la perspectiva de un cambio ventajoso. Quitad a la política ese campo de igualdad anárquica donde crecen tantas malas hierbas; quitadle el poder de dar destinos, y pondréis coto a su inmoralidad poniéndolo a su poder. Medios corruptores tendrá todavía, pero se limitarán mucho con una jerarquía fuerte en la Administración, donde no puede quitar y poner, ni aun trasladar a su antojo.

Si la política que manda hallara un obstáculo a sus desmanes en el orden jerárquico administrativo, la política que aspira a mandar se moralizaría también; si los que conspiran no ofreciesen destinos y empleos y pudieran darlos el día en que triunfen, tendrían menos secuaces y más honrados.

Aun para los cargos puramente políticos no deberían ser todos igualmente elegibles y nombrables. Ya que no se pueda evitar, por ahora al menos, que el nuevo ministro nombre nuevos gobernadores, siquiera que tenga que nombrarlos entre personas con ciertas condiciones de ciencia y de experiencia, y que se necesitasen también para formar parte del gobierno y de la representación nacional.

¿Se evitarían con esto todos los males, ni aun el mayor número? Creemos que no. ¿Se disminuirían algo, acaso bastante? Nos parece que sí. Cuantos más elementos sociales se sustraigan al poder de la política, tanto menos temibles serán sus abusos, que se limitarían así de dos modos: purificando en lo posible su esfera de acción, y reduciéndola; porque con la facilidad de hacer mal crece el deseo de hacerle, y si todos los poderes sin límites se desmoralizan, es porque la injusticia constante o impunemente repetida forma como un foco purulento que inficiona la voluntad y hasta la inteligencia.

Si no creemos que cualquiera puede ser elegido y nombrado para cargos políticos o administrativos que la política se apropia, desmoralizándose y desmoralizándolos, tampoco somos de parecer que cualquiera puede elegir y nombrar, sino que la elección y el nombramiento deben hacerse por quien sepa lo que hace y quiera hacerlo bien.

Donde sea muy grande la desigualdad social, no puede ser una verdad la igualdad política. Con la miseria y la ignorancia generalizada, ¿qué resultado dará el sufragio universal? ¿Qué es el voto del que no puede tener opinión? Este voto será llevado al bien o al mal; y cuando el mal sea más fácil, cuando sus corrientes sean más fuertes, como no es escrupuloso en los medios que emplea, el voto del que le da sin saber lo que hace, es de temer que se deposite en la urna del cálculo, de la intriga o de la ambición. Unos pocos más atrevidos, menos escrupulosos, más diestros, arrastran a la ciega multitud, y resalta que el sufragio universal, lejos de hacer prevalecer la opinión del mayor número, da el triunfo a la voluntad de unos pocos, que sofocan la opinión verdadera bajo el peso de la fuerza numérica. Si la multitud, en vez de ser arrastrada, arrastra por un momento, las cosas no irán mejor, porque la ignorancia omnipotente aspira siempre a lo imposible; la muchedumbre no tarda en verle delante de sí como un abismo; se aterra, se para y pide que la aparten de allí, sin detenerse mucho en las condiciones que le impone el que se ofrece a servirla de guía.

Sobre que el sufragio universal no es un medio de saber lo que quiere la mayoría, su voluntad, caso de investigarse por este medio, no debe admitirse como regla sino en tanto que se ajuste á la razón, y nos parece que no estaba fuera de ella el que ha dicho que «la voz del pueblo era la voz de Dios, cuando no era la voz del diablo». No hay que creer en la infalibilidad de las mayorías, ni en su acierto, cuando no tienen elementos para juzgar de lo que deciden.

Los que pretenden dar al pueblo un poder que no está en armonía con su saber, le comprometen más que le sirven; le dan una arma que no sabe manejar, y no es raro que con ella se hiera. ¡Cuántos déspotas se han elevado en virtud del sufragio universal, cuántas leyes hechas por el pueblo contra el pueblo mismo! Si no tiene la instrucción y la independencia suficiente, es el regimiento que recibe del coronel la orden de votar; la aldea que dirige el párroco o el señor de la tierra; la fábrica cuyos operarios siguen al dueño de ella o a algún otro que tal vez no los guíe mejor.

No pretendemos que los derechos políticos constituyan privilegio, sino que se condicionen razonablemente de modo que puedan ser una verdad y que no se vuelvan precisamente contra aquellos mismos a quienes se dan. Lo que la ley debe en nuestro concepto buscar principalmente, es saber, independencia y dignidad. El mendigo; el dedicado al servicio doméstico; el soldado; el colono que absolutamente depende del señor; el que no tiene ni instrucción primaria, ni industrial, y no sabe sino remover mecánicamente la tierra, o elevar pesos o variarlos de un sitio a otro, a ningunos de éstos daríamos derechos políticos, porque de hecho no son ellos los que lo ejercen, sino alguno que así puede dirigirlos como extraviarlos, y muchas veces los extravía.

Puesto que la moralidad (salvo en los casos de intervención de los tribunales) es imposible de investigar, la ley electoral debe buscar la capacidad y la independencia; donde quiera que haya alguna instrucción industrial o literaria, allí debe dar voto; y si esta instrucción no existe, no se deberá suplir con un recibo del que recauda los impuestos. La independencia se dirá que está más en la moralidad y en el carácter que en la posición, y así es cierto; no hay posición que asegure de la servidumbre, de la codicia, del cálculo ambicioso, de las pasiones violentas o viles que dan el voto contra razón y conciencia; pero esto sólo prueba los límites de donde no puede pasar la ley y su impotencia para suplir la falta de moralidad.

En un país corrompido, tiene que estarlo la política, haya igualdad o privilegio, tengan derechos políticos unos pocos, un gran número o todos; pero no pone remedio a esta dolencia, antes la agrava, el sufragio universal. Los que abogan por él en un pueblo ignorante y sin costumbres políticas, parece que no saben cómo se ejerce; porque aun cuando fuera razonable atenerse a la voluntad de los más cuando no está ilustrada, no hay medio de saber esa voluntad; lo repetimos, aunque ni decirlo debiera ser necesario para todo el que no se niegue a la evidencia y no cierre los ojos a la realidad de cómo pasan las cosas: conceder voto a todos incondicionalmente, cuando todos no tienen la ilustración y la independencia necesaria, es dejar en manos de unos pocos un poder inmenso o irresponsable, lanzar al mundo político una porción de ceros que no tienen más valor que el que les da una cifra que se pone delante para mal o para bien, generalmente para mal.

La sociedad debe hacer de modo que no haya en su seno masas que nada entienden de derechos políticos, que no les dan valor alguno, que carecen de independencia para ejercerlos; pero cuando estas masas existen, la ley política no ha de prescindir de ellas, ni suponer que se regeneran con admitirlas a votar. La ley electoral tiene que tomar las cosas como están, y los hombres como son, en el momento en que se promulga; a otras leyes y disposiciones incumbe procurar que sean lo que deben ser, con aptitud intelectual y moral que no haga ilusoria o peligrosa la legal.

La igualdad política no puede ser independiente de la social; tiene que haber una relación íntima entre la instrucción y bienestar de un pueblo y sus derechos políticos si no han de ser letra muerta o causa de daño. ¿Quiere esto decir que es necesario que todos sean ricos y doctores para establecer el sufragio universal?

No; recordemos lo dicho anteriormente: la igualdad es la semejanza necesaria entre las personas o cosas que se comparan según el objeto a que se destinan; y cuando se comparan dos hombres con el objeto de que elijan un diputado, se los puede calificar de igualmente aptos aunque difieran mucho respecto a cultura y riqueza. Reconocer la semejanza suficiente y no prescindir de la necesaria, esto debe hacer la ley política al conceder o negar derechos.

La ley electoral hoy vigente en España se aproxima a lo que, en nuestro concepto, debe ser la que favorezca una razonable igualdad. Con quitar el voto a quien no sabe leer y escribir por mucha contribución que pague, y dárselo a obreros que no sólo tienen instrucción primaria, sino alguna industrial, nos parece que en este punto se llevaría la igualdad política hasta donde debe llevarse, sirviendo mejor a la democracia que con esas concesiones que no puede utilizar y que tantas veces lo convierten en daño y descrédito suyo.

Se dice que si las masas no tienen voto, si no toman parte en la formación de la ley, ésta se hará en daño de ellas. Esto es cierto en parte, en parte nada más, y no se evita con la incondicional igualdad política, porque, ya lo hemos dicho, no es lo mismo tener voto para la elección de legisladores, que tener parte en la formación de las leyes.

Decimos que el mal no es cierto sino en parte, porque impulsados por motivos muy diferentes de ambición, de vanidad, de orgullo, de amor a la justicia, de lástima por la desgracia, por haber salido del pueblo o por amarle sin pertenecer a él, hay muchos que hacen suya su causa, viven defendiéndola y acaso mueren por defenderla. Mejor sería que él solo sostuviera su derecho, que no necesitara de campeones, pero debe hacerse constar que los tiene.

Los redentores políticos del pueblo no suelen salir de sus filas, pero no hay que concluir de aquí que su redención sea imposible: concurren a ella el sentimiento universal de la justicia, los ambiciosos que la invocan y hasta cierto punto tienen que servirla para que les sirva de arma; los hijos de ese mismo pueblo que, ilustrándose por las armas o por las letras, dejan de pertenecer a él, pero no se olvidan, y quieren defender sus derechos y consolar sus dolores; los que, habiendo nacido en las clases privilegiadas, desertan noblemente, y van a formar en las filas de los débiles para instruirlos y disciplinarlos: éstos son los elementos del verdadero progreso. Pero de los ambiciosos salen esos despertadores de las malas pasiones de la multitud, que se elevan adulándola, De los que se han emancipado por su mérito, salen los vengativos que por amor propio quieren humillar a las altas clases que los han humillado o los humillan. De los generosos desertores salen los entusiastas que, juzgando a los otros por sí mismos, creen el bien fácil de realizar porque en su noble alma no halla obstáculos. Así no faltan nunca visionarios que formulan errores, furiosos que los sostienen y astutos descreídos que los utilizan: así el progreso humano ve salir de entre sus partidarios tal vez los mayores obstáculos que necesita vencer.

Como no puede haber derechos imposibles, el sufragio universal no puede ser un derecho. ¿Qué se busca en el sufragio universal? La opinión del mayor número. ¿Y cuando el mayor número no tiene opinión? Se busca una quimera. Si alguna vez la instrucción se generaliza bastante para que el sentido común y el buen sentido sean una misma cosa, podrá establecerse la igualdad política, mientras esto no suceda, no existirá aunque se escriba en la ley, y nótese que en la ley no debe existir nunca lo que no puede existir en la sociedad, a menos de socavar una de las bases del derecho.

¿Cuál deberá ser la medida de la desigualdad de los derechos políticos? Si fuera posible, la capacidad del que ha de ejercerlos. Los votos deberían pesarse, pero la imperfección humana se ve en la triste necesidad de contarlos, y el código político, como el criminal, necesita establecer cierta igualdad, no porque la igualdad sea la justicia, sino porque la justicia es imposible. La ley no puede decir a N., ingeniero: «Tu opinión valdrá veinte votos»; y a su ayudante: «La tuya valdrá dos», porque ni es posible medir con exactitud los grados de inteligencia, ni, caso de que lo fuese, se aceptaría por el mayor número la clasificación; pero la ley puede decir al obrero que cava la tierra en ese mismo camino trazado por la inteligencia educada de un hombre ilustrado: «Tú no puedes tener voto, porque tu ignorancia no te permite tener opinión.»

La ley es justa cuando, para dar derechos políticos a los ciudadanos, les exige una garantía de capacidad; la ley es injusta siempre que niega voto al que puede tener opinión. El legislador debe investigar con sagacidad y buena fe qué profesiones u oficios suponen cierto grado de inteligencia para concederles los derechos políticos, para que no se vea el absurdo y la injusticia de que un hombre que tiene, que debe tener, mucha más capacidad que otro por su posición social, carezca del voto que a aquél se concede porque paga contribución directa.

El espíritu de la ley no es, o por lo menos no debe ser, considerar la riqueza de los ciudadanos como una garantía de acierto en la elección de sus representantes; no falta quien la considere así, y aun ha habido alguno que ha pretendido que si el que paga mil reales de contribución tiene un voto, el que paga mil duros debe tener veinte; de modo que los grandes capitalistas y los grandes propietarios depositarían en las urnas electorales su voto, equivalente a quinientos o mil de los del común de los electores. Esto, por más absurdo que parezca, es lógico si la riqueza se toma como garantía de acierto en la elección y se sienta como base: el que no tiene que perder no debe votar, porque ¿con qué derecho vota las contribuciones el que no ha de pagarlas?

La ley, al exigir cierto grado de riqueza para conceder derechos políticos, no puede buscar sino una garantía de capacidad. Supone que cierto grado de pobreza es incompatible con elcultivo de la inteligencia; y así como excluye al que no tiene edad para que sus facultades intelectuales se hayan desarrollado, debe excluir también al que no puede cultivarlas por su posición social. La desigualdad ante la ley política no tiene, no puede tener, otro fundamento.

Salvo los casos de miseria extrema, la independencia del elector está en su conciencia y en su carácter, no en su posición social, que sólo sirve para evaluar el precio de su voto.

En cuanto a negarlo a los pobres porque no tienen qué perder, es un absurdo. El sufragio universal no puede ser un derecho, porque no puede ser una verdad; pero si los pobres pudieran tener opinión, ¿quién se atrevería a negarles el derecho de emitirla? ¡No tienen qué perder!

Cuando los ricos defraudan, dilapidan, o por falta de concierto emplean mal las rentas del Estado, y aumentan los gastos y votan contribuciones, ¿quién las paga sino los pobres, y sobre quién pesan con más dureza? La contribución molesta al rico: al pobre le oprime, le arruina tal vez. Cuando los ricos tienen mal montadas las cárceles, ¿quiénes hacen en ellas su aprendizaje, que les conduce a presidio o al patíbulo? Los pobres. Cuando los ricos no fomentan la agricultura, ni la industria, ni el comercio, ¿quiénes emigran a climas remotos y mortíferos que les son fatales? Los pobres. Cuando los ricos no se esfuerzan en generalizar la instrucción, ¿sobre quiénes caen las fatales consecuencias de la ignorancia? Sobre los pobres. Cuando los ricos hacen leyes injustas, ¿quiénes sufren su influencia fatal? Los pobres. Cuando los ricos no atienden como deben los establecimientos de beneficencia, ¿quiénes padecen en ellos? Los pobres. Cuando los ricos proclaman como una necesidad imprescindible la creación de grandes ejércitos, ¿quiénes dan sus hijos para formarlos? Los pobres. Cuando los ricos declaran la guerra, ¿qué sangre corre en ella? ¡La sangre de los pobres! Y todavía se dice que los pobres no están interesados en el orden porque no tienen qué perder. ¿Qué se entiende por perder, ¿Qué se entiende por orden?

El pobre es el más interesado en que las leyes sean equitativas; pero el pobre es muy ignorante y no puede contribuir a formarlas: darle derechos políticos es darle un arma que le arrancarán con engaño para emplearla contra él. Este es el verdadero, el único argumento contra, el sufragio universal.

Y, sobre negarle, ¿qué importa no estar de acuerdo acerca de los motivos por que se niega? Importa mucho. Si el legislador comprende que la inteligencia es la única garantía que puede y debe buscar, porque la estadística no arroja datos sobre, la moralidad, salvo en el caso extremo de que el elector se halle bajo la acción de los tribunales; si el legislador comprende que no debe excluir más que a los muy ignorantes, a los muy viciosos y a los criminales, la ley buscará por todos los medios la capacidad tanto en los electores como en los elegidos, y será justa y equitativa.

La teoría de la igualdad, de que es consecuencia el sufragio universal, en pueblos que no están bastante educados políticamente, es un absurdo que conduce a otro; la que niega derechos políticos a los pobres porque no tienen qué perder, es un absurdo que conduce a una iniquidad.




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Capítulo II

De la igualdad y de la libertad


Claro está que, al tratar de las relaciones de la igualdad con la libertad, se habla de la política; pero ¿constituye la libertad una situación perfectamente definida, y la palabra que la expresa significa una cosa idéntica para todos los que la pronuncian? Parécenos que no. Al decir la libertad de Esparta, de Atenas, de Roma, de las Repúblicas italianas, de Inglaterra, de los Estados Unidos, de Francia, de España, de Italia, de Portugal, ¿no se significan con una misma palabra cosas muy diferentes? La libertad existe con la esclavitud, con el privilegio, con la privación de derechos políticos de la gran mayoría de la nación dominada por la aristocracia, y con la participación de la clase media o del pueblo todo en el gobierno y poder legislativo. Pueblos constituídos de modos diferentes y aun opuestos, se dice que son o han sido libres, y Bruto que mata a César en nombre de la libertad, se parecía muy poco a los regicidas modernos que la invocan.

Si la libertad significa cosas tan diferentes según los tiempos y lugares, ¿no tendrá siempre y donde quiera algún elemento común, algo que la hace amable para sus partidarios, santa para sus mártires? Como, a través de tantas diferencias, las religiones tienen de común la idea de Dios, de un poder grande, eterno y justo, ¿no habrá también en la libertad una idea elevada y permanente que inspira al ciudadano de Atenas, de Roma, de Madrid y de Londres? A nuestro parecer este factor común existe, y es la idea de ley; aquella dignidad que da al hombre obedecerla y cumplirla como expresión de la justicia, en vez de humillarse ante la voluntad de un déspota o de un tirano. Esta ley varía según el estado moral o intelectual del pueblo que rige; sus beneficios comprenden a unos pocos, a muchos, a todos, y es la libertad aristocrática, burguesa o democrática; pero es ley siempre, y por eso los pueblos le dan el mismo nombre y, si no están degradados, la saludan con respeto.

La ley es regla de justicia, tal como la comprende el legislador o como la cree practicable; puede equivocarse de dos modos: o desconociendo la justicia en principio, o la situación del pueblo donde quiere realizarla. Cualquiera que sea la esfera de acción de la libertad, no se sustrae a las condiciones de toda regla de justicia; puede ser mal comprendida y mal aplicada.

La justicia no se conoce como una verdad matemática o física; no se hace su descubrimiento en un día para siempre, sino que poco a poco se va comprendiendo y a medida que se practica; por eso la libertad puede ser privilegio o licencia, equitativa o injusta, verdadera o quimérica, elemento de bienestar o de ruina, según que se armonice o no con la justicia y las condiciones de inteligencia y moralidad del pueblo que la invoca.

De aquí se infiere que la libertad no puede sustraerse a la influencia del progreso, que se perfecciona a medida de él, y que el pueblo más libre será el pueblo más adelantado. Muchos hechos pasados y presentes podrán citarse tal vez para contradecir lo dicho; pero la contradicción será aparente y fundada en no definir bien el progreso, que es perfección moral y material, ni la libertad, que es ley equitativa y armónica con esta perfección en el pueblo que rige.

Acaso se citen las hordas salvajes cuyos individuos son libres, o a Mme. Staël que ha dicho: la libertad es antigua y el despotismo moderno; si hubiese exactitud en la frase, no la habría en la afirmación de que el hombre progresa.

El salvaje es esclavo de las leyes físicas y de las necesidades materiales: el hambre, la sed, el frío, el calor, son los dueños y señores de su existencia, empleada en luchar con animales feroces o con hombres que le disputan la comida y el albergue. Esta esclavitud es tan grande, tan continua, tan general y tan fatal, que se hace exclusiva de ninguna otra; ¿qué medios tiene el tirano, ni qué atractivos la tiranía o el despotismo, en un pueblo que el hambre dispersa de día y el cansancio reúne de noche? Las leyes físicas y fisiológicas son las únicas que imperan allí, y llamar libertad a la servidumbre que imponen, es hablar con bien poca exactitud. Si se dice que el salvaje no es esclavo de su compañero de horda, se dice bien; si se afirma que es un hombre libre, no, y basta para convencerse tener idea de lo que es libertad.

Entendemos por libertad el ejercicio armónico de las relaciones de los hombres que componen un pueblo, condicionadas por la ley que concurren a formar directa o indirectamente.

La definición podrá no ser buena, se darán otra u otras mejores; pero en ninguna cabrá la situación del salvaje, independiente, no libre, y cuya independencia no puede confundirse con la libertad, porque no es una armonía establecida por el derecho, sino una negación que resulta del aislamiento. Así como la igualdad en el estado salvaje es la miseria y la ignorancia de todos, la libertad es el poder que tiene cada uno de utilizar sus fuerzas físicas para buscar sustento y defenderse de cualquiera agresión o vengarla. El abuso de la fuerza (en el escaso número de relaciones sociales del salvaje) está contenido, no por la idea del derecho, sino por otra fuerza, y cuando ésta no existe, lejos de haber libertad hay opresión; la mujer se esclaviza y el prisionero se inmola.

Más adelante se perdona la vida a los vencidos, que pierden la libertad, y se establecen esclavitudes y servidumbres de distintos grados y formas que, variando y adaptándose al medio social que los rodea, se sostienen en medio de imperios y repúblicas que se derrumban y parecen haber hallado el secreto de la inmortalidad. La ruda Esparta, la culta Atenas, Roma la maestra del derecho, los independientes hijos de los bosques de la Germania y de la Galia, ungidos por el sacerdote cristiano, todos tienen esclavos y siervos, y los humillan, oprimen y explotan.

Eso que se llama libertad antigua es la de unos pocos hombres libres en medio de muchedumbres esclavas o siervas, tan abrumadas a veces y tan envilecidas, que carecen de aptitud para emanciparse, se petrifican en inmovilidad desesperada, o se agitan en orgías políticas, cayendo embriagadas a los pies del tirano común. El árbol se conoce por sus frutos, y no lo han sido de bendición los de la libertad de las repúblicas antiguas, ni podían serlo, porque los hombres libres que tienen esclavos, o los emancipan o se corrompen, y la corrupción mata la libertad. Esta no marcha ordenada y paralelamente con la servidumbre, no pueden armonizarse, una de los dos destruirá a la otra o será destruida.

Y ¿cuáles son las relaciones de la igualdad con la libertad? ¿Se favorecen? ¿Se perjudican? ¿El nivel se convierte fácilmente en yugo, o basta que los hombres sean iguales para que sean libres?

Deben notarse las analogías que existen entre la marcha de la igualdad y la de la libertad. De la igualdad salvaje hay que pasar por la desigualdad de la barbarie y de la civilización imperfecta, hasta llegar a la igualdad de los pueblos cultos y prósperos; de la independencia salvaje hay que pasar por dependencias, servidumbres y esclavitudes en que no existe o es un privilegio la libertad, que sólo puede constituir el patrimonio de todos, en los pueblos más avanzados.

Para saber cuáles son las relaciones de la igualdad con la libertad, y si mutuamente se favorecen o se combaten, hay que determinar bien la condición de entrambas.

La igualdad en la ignorancia, en la miseria, en el envilecimiento, no es auxiliar, sino enemiga de la libertad, y en el pueblo en que este deplorable nivel exista, si algunos se elevan sobre él y aspiran a ser libres y lo consiguen, su privilegio será un progreso, un bien, y esta libertad aristocrática preferible a la servidumbre de todos sin más norma que la voluntad del tirano. Hemos dicho ya que la idea de libertad lleva consigo la de ley, y preferible es que algunos vivan a su amparo a que todos estén fuera de ella. Más vale que la libertad sea un privilegio como en Esparta, en Atenas, en Roma y en muchos pueblos cristianos hasta estos últimos tiempos, que el despotismo sin límites de Oriente.

Si es preferible que la libertad exista como privilegio a que no exista, es seguro que en esta condición excepcional no puede vivir mucho tiempo; tiene que ensanchar cada vez más la esfera de sus beneficios; que admitir en sus filas a los que han nacido en su seno; que alimentar en él a los que combaten muchos de sus principios, y transformarlos; que transmitir en derredor la luz de su inteligencia y la dignidad de su nobleza; que extender la honra para poner límites a la ignominia y, en fin, que llevar en sus entrañas un germen poderoso de amor a la humanidad para poder un día fraternizar con el pueblo. Cuando estas condiciones faltan, la libertad que no puede comunicarse y extenderse muere a manos del populacho, de una oligarquía o de un tirano.

Si la igualdad en la miseria, la ignorancia y la ignominia no puede ser favorable a la libertad, también son incompatibles con ella las grandes diferencias esenciales y permanentes que constituyen la efímera libertad privilegiada. La libertad que echa raíces es la que se extiende, la que en armonía con la igualdad, que consiste en elevar a los de abajo, no en deprimir a los de arriba, es progresiva y cuenta cada día mayor número de hombres libres, es decir, de hombres verdaderamente iguales ante la ley, que la comprenden, que la respetan y que contribuyen a formarla.

Decimos verdaderamente, porque hay muchas igualdades que, por más que se consignan en los códigos, no son verdad: tal es la igualdad política que da voto al que no tiene opinión o no puede expresarla libremente; tal la igualdad social que admite a redimirse del servicio militar a los que, viviendo en la miseria o en la pobreza, es de todo punto imposible que se rediman; estos llamados derechos no son favorables a la libertad, que no puede tener por aliada sino la igualdad verdadera y digna, no la que alucina con ficciones o degrada en la ignominia común.

La igualdad racional y posible no nivela las fortunas, pero tiende a disminuir el número de los opulentos y de los miserables, y en consecuencia los vicios, favoreciendo la libertad, porque el gran aliado del despotismo es la corrupción.

La igualdad tiende a ennoblecer el trabajo hasta el manual; y como el trabajo es moralizador, favorece la libertad.

La igualdad tiende a elevar la idea que el hombre forma de sí mismo; y como el creerse digno conduce a serlo, semejante persuasión es un auxiliar de la libertad.

La igualdad tiende a generalizar la instrucción y favorece la libertad.

La igualdad tiende a confundir las clases, a que fraternicen los hombres; disminuye sus desdenes, sus odios, sus iras, y facilita la armonía necesaria a la libertad.

La igualdad, que supone que, como el derecho, la fuerza está en todos, dificulta que la de uno solo sofoque la libertad.

La igualdad tiene amor a la obra social en que toma parte, y predispone a obedecer a la ley, a formarla y consolidar la libertad.

La igualdad, que despierta muchas ambiciones, opone con su gran número un obstáculo a la ambición de uno solo, que pudiera ser fatal a la libertad.

La igualdad, aunque extraviada por la ira pueda recurrir a la violencia, en su estado normal ama la paz, y es contraria al militarismo, tan peligroso para la libertad.

La igualdad da solidez al urdimbre social; multiplica las piezas que ajustan, las ruedas que engranan, las fuerzas que se transmiten de un modo fácil, los movimientos que cambian de dirección sin paralizarse ni precipitarse. Cuando no hay diferencias esenciales generalizadas, permanentes, irritantes, imposibles de borrar; cuando por la escala social se sube y se baja continuamente; cuando no se sabe dónde empieza una clase y dónde acaba otra; cuando intereses, ideas, pasiones, errores, todo se cruza, y toma y deja algo al cruzarse, y tiende a entretejerse, en semejante estado social los sacudimientos ni serán tan frecuentes, ni tendrán tanta violencia, ni podrán desencajar los miembros sociales tan fuertemente articulados, haciendo necesarias las dictaduras que aniquilan la libertad.

Todo elemento social es a la vez influido o influyente; pero entre la igualdad y la libertad hay tan íntimas relaciones y tan perfectas armonías, que para saber si la igualdad es verdadera basta saber si hace hombres libres, y para juzgar de la libertad no hay más que ver si tiende a que sean iguales.




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Capítulo III

La ley que emana de los privilegios, ¿será beneficiosa para todos?


Entendemos por privilegio un derecho que no tiene su base en la justicia: se nos dirá tal vez que nosotros abogamos también por los privilegios puesto que combatimos la teoría de la igualdad y el sufragio universal, que es su consecuencia, y que los ciudadanos a quienes en virtud de su capacidad concedemos los derechos políticos son otros tantos privilegiados con respecto al gran número a quien negamos este derecho: no hay más diferencia que las condiciones con que concedemos este privilegio; pero ésta diferencia es tan esencial, que, cambiando completamente la índole del derecho, no puede recibir el nombre de privilegio sino confundiendo cosas que no se parecen.

Cuando la instrucción y la moralidad están limitadas a un número, muy corto de personas limitar a ellas los derechos políticos no es concederles un privilegio, sino darles lo que les pertenece; lo que reclamarán, con razón, en nombre del bien del Estado, único origen legítimo de los derechos políticos. Éstos deben extenderse a medida que la ilustración se extiende; y si hay una clase de ciudadanos que, siendo tan ilustrada como otra, no tiene los mismos derechos políticos, hay privilegio, injusticia, y habrá lucha y revolución. La oligarquía, la aristocracia y la democracia son legítimas siempre que son lógicas, y según la ilustración esté en algunos, en muchos o en todos.

Pero es una gran desgracia para un pueblo que, en circunstancias particulares, establezcan por la fuerza, o su poca ilustración establezca por necesidad, una forma de gobierno en que sólo tome parte una clase poco numerosa y apartada de las otras por su elevada posición. Esta clase gobernará en provecho su yo, y la dureza de su egoísmo no estará suavizada por la simpatía, por la benevolencia, ni aun por la justicia; porque ya hemos visto que, al dividirse los hombres en clases muy distantes unas de otras, se depravan, se hacen hostiles, y mutuamente se desprecian o se aborrecen. El gran señor poderoso y altivo no está dispuesto a mirar como semejantes a los individuos de esa plebe miserable y embrutecida, y los oprimirá sin compasión ni remordimiento. Así, por ejemplo, el lord inglés, para vender sus granos a un precio exorbitante prohibirá la importación de cereales, sin cuidarse de que los pobres se mueran de hambre, y no se modificará la horrible ley en nombre de la humanidad ni de la justicia, sino en nombre de las necesidades de la industria; ya se ha dicho que la aristocracia no tiene entrañas.

La ley hecha por un corto número de personas no podrá ser equitativa ni conveniente a la generalidad. El magnate, no sólo tiene su interés para extraviarle, sino su orgullo y su desdén. Con la más completa seguridad de conciencia niega todo derecho a los que desprecia, y si alguna vez hace la más pequeña concesión, la considera como un acto de heroísmo que no sabe agradecer la plebe ingrata.

A medida que aumenta el número de los que toman parte en la formación de la ley, ésta es más equitativa y humana, no sólo porque están representados los intereses de diferentes clases, sino porque contribuyen a formarla otras ideas, otros sentimientos. Creemos que no se nos acusará de sentimentalismo porque hablamos de sentimientos al tratar de los elementos que entran en la formación de las leyes. Los sentimientos del hombre influyen en todos los actos de su vida, le impelen hacia el bien o hacia el mal, y ante su voz poderosa, más de una vez la razón y hasta la conciencia aparecen mudas.

Cuando los legisladores, en vez de pertenecer a una clase apartada del pueblo y que le desdeña, pertenecen a clases diferentes que están cerca de él, que con él simpatizan, que conocen sus virtudes, que comprenden sus dolores, que tal vez lo deben sus más ilustres hijos, la ley refleja esta diferencia. El hombre lleva sus sentimientos al santuario de las leyes, como los lleva a todas partes: allí influyen en su conducta; y cuanto sean más humanitarios, las leyes que formulen serán más beneficiosas para la humanidad.

En igualdad de todas las demás circunstancias, la ley será tanto más justa cuanto sea mayor el número de clases que contribuyen a formarla; por eso deben extenderse los derechos políticos hasta donde sea compatible con la ilustración. Si alguna vez nos parece hallar a esta regla excepciones, no es porque las tenga, sino porque acaso tomamos los problemas sociales por problemas políticos, desconocemos la influencia que aquéllos ejercen en éstos, y somos como el químico que atribuye a un cuerpo propiedades que no tiene, porque ignora que son dos los que contribuyen al fenómeno que pretende explicar.




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Capítulo IV

¿Es lo mismo igualdad que democracia?


La igualdad entre los que no tienen ningún derecho y obedecen a la voluntad de uno solo o a la ley que de él emana, es el gobierno despótico o absoluto, no la democracia. La igualdad en el derecho político puede mirarse como sinónimo de democracia; cuando todos tienen los mismos derechos políticos, todos contribuyen igualmente a la formación de la ley, al menos en teoría, y democracia es lo mismo que igualdad.

Pero la igualdad política, la que más se debate, la que más se estudia, la que con más energía se reclama, es la menos importante, y si ha de ser algo más que una palabra vana, debe tener su raíz en la igualdad moral e intelectual. ¿Esta igualdad sigue la misma progresión que la igualdad política? ¿El pueblo está en el estado de cumplir los deberes que son consecuencia de los derechos que para él se piden? ¿No hay contradicción ninguna entre el estado social y el estado político a que tienden las sociedades modernas? La igualdad política, la democracia, ¿no tiene algún obstáculo más poderoso que las preocupaciones, los privilegios escritos y las bayonetas? Investiguémoslo.

Hemos dicho ya en la primera parte de este escrito que la igualdad intelectual de los hombres está en razón inversa de su civilización; hagamos algunas comparaciones para fijar más nuestras ideas sobre este importante asunto.

Suprimamos algunos siglos en el tiempo o algunos centenares de leguas en el espacio. Allí están una piragua y un gran navío. ¿Qué diferencia notamos entre los tripulantes de la primera? Apenas son perceptibles; tal vez un poco más de vigor, de destreza en caso de necesidad aquellos hombres pueden suplirse mutuamente sin que sufra trastorno la dirección de la pequeña nave. Trasladémonos al navío: ¡qué distancia del grumete al piloto! El uno es una especie de máquina que por el resorte de la voz de mando sube o baja, va a la derecha o a la izquierda; el otro sabe las leyes del mundo físico, determina los movimientos de los astros; es una especie de encantador que a través de las tempestades y de las tinieblas traza un camino por la inmensidad de los mares, y le sigue sin vacilar y sin extraviarse. Probad, si os parece, a sustituir este hombre con el otro, y pronto veréis a la nave zozobrar entre escollos o estrellarse contra las rocas.

Allí está un hombre que representa una farsa grotesca y a quien desdeñosamente llamamos histrión. Si enferma, si muere, poca dificultad habrá en que le sustituya otro de la compañía; cualquiera, aunque sea el que está encargado de subir y bajar el telón. Y ¿cómo reemplazar al artista, al gran artista de nuestros días, a ese mágico que nos agita, que nos conmueve, que nos aterra, que nos electriza, que nos tiene pendientes de su gesto, de su instrumento o de su voz, que nos hace sentir con su corazón y llorar con sus ojos? ¡Qué diferencia entre esta privilegiada criatura y el comparsa que sale a blandir maquinalmente una espada que no corta, o lleva en sus manos un instrumento que no suena!

En aquel pelotón de hombres armados hay un jefe algo más diestro y valeroso que la mayor parte de los hombres que le siguen; pero si cae no es difícil hallarle relevo: las maniobras de la pequeña hueste son tan sencillas que hay pocos que no sean capaces de dirigirlas. Mirad ese jefe de Estado Mayor, de artillería o de ingenieros; ha pasado su vida estudiando; es un sabio; tiene un papel delante y en la mano un compás; medita profundamente: comparadle con el soldado que monda patatas para el rancho...

Mirad aquellos dos hombres que se dedican a un a industria cualquiera; el uno se llama oficial y el otro maestro, pero se echa de ver que el maestro ha sido aprendiz y que el oficial podrá llegar a ser maestro; éste no sabe la razón de la mayor parte de las cosas que practica; aquél imita las que le va hacer; pronto sabrá tanto como él, pronto sabrá más acaso. Pero hé aquí que pasan unos cuantos siglos, la industria se perfecciona, toma proporciones gigantescas, y en vez de estar dominada por la rutina, viene a ser dirigida por la ciencia. Entrad en esa inmensa fábrica. Ved centenares de hombres haciendo cabezas de alfileres o pulimentando mangos de cuchillos. Su inteligencia para nada se necesita; el hábito hace que desempeñen maquinalmente la tarea que les está encomendada. Siempre en la misma postura, hacen siempre idénticos movimientos, ejercitan los mismos músculos, pueden mirarse como otras tantas máquinas. Las facultades de su alma se enervan, se extinguen por falta de ejercicio; su cuerpo se desfigura, se debilita; un miembro adquiere un desarrollo anormal, y los otros se extenúan en la inacción. ¿Qué es esto? ¿Cómo se consiente que por sistema el hombre se degrade física y moralmente? ¿Qué organización es la que exige para consolidarse el sacrificio de la dignidad humana? ¡Qué queréis! La ciencia ha dicho que se hace mejor lo que se hace siempre; la división de trabajo es una indispensable condición del progreso de la industria, y el progreso de la industria es la primera necesidad de un pueblo. Bien está: si la industria reclama víctimas, arrojádselas; entréguensele miles de hombres para que los convierta en máquinas. ¡Si al menos su obra fuera completa! Pero esas máquinas sufren y hacen sufrir, son desdichadas y culpables. Contemplad esas máquinas humanas, pequeños apéndices de los grandes motores, y luego, dejando el taller, subid al despacho del ingeniero. Mirad esa cabeza encanecida antes de tiempo por el estudio, esa frente contraída por la meditación. Asombraos del caudal de conocimientos que ese hombre posee, de la fácil seguridad con que ejecuta prodigios que no comprendéis y se suceden ante vuestros pasmados ojos. ¿Y quién es ese hombre que discurre con él gravemente y tiene el aire de discutir un negocio de Estado, ese hombre que ha salido de un palacio, que ha venido en coche, que habla de las naciones de Europa o del mundo, y de su ilustración y de sus recursos, que ha viajado, que posee un capital inmenso? Es el dueño de la fábrica, una persona muy instruida, muy inteligente, muy activa, porque la industria en grande escala, la que hace tantos prodigios, necesita actividad, inteligencia y grandes capitales, y como los necesita, los tiene, porque las sociedades modernas no niegan a la industria nada, absolutamente nada de lo que pide.

Mirad aquel hombre mugriento que presta sobre ropa vieja algunas cortas cantidades, y a quien se da desdeñosamente el nombre de usurero;ved ese otro, creación de las sociedades modernas, que brilla por su fausto, que deslumbra por sus riquezas, que tiene talento o influencia política; es un capitalista que presta al Rey o al Gobierno, y recibe en garantía una nación.

No hay por qué continuar estos paralelos: de lo dicho resulta bastante claro que el dogma de la igualdad ha venido al mundo precisamente cuando los hombres son más desiguales. Y no sólo las necesidades de la industria y el estado social exigen de unos pocos grande instrucción e inteligencia y embrutecen las masas, sino que, a medida que los pueblos se han civilizado, los ricos son más ricos y los pobres más pobres. ¿Es éste el estado definitivo de la sociedad? No queremos creerlo, pero es el estado actual. En los grandes centros industriales y las ciudades populosas es cada día mayor la distancia que separa al rico, cuyo lujo aumenta todos los días, del pobre, cada vez más amenazado de la miseria extrema. ¿Qué decimos en las ciudades? En los campos se alza el cultivador capitalista que aplica el vapor a la agricultura, el ganadero opulento al lado del infeliz proletario que ha visto o verá en breve llegar el día en que no tenga un palmo de terreno común en que pueda cortar un palo de leña, o mantener una vaca, ni una oveja. Sin entrar en discusiones que no son de este lugar sobre estos fenómenos sociales, notemos solamente que se dice a los hombres: sois iguales cuando hay más diferencias en el desarrollo de sus facultades intelectuales, en su fortuna y en sus goces; el lujo tiene refinamientos, y la miseria angustias que no conocían las sociedades menos civilizadas.

La democracia, al prescindir de la desigualdad social, no la destruye; por el contrario, hace más fatales sus consecuencias, porque se arroja sin precaución en brazos del peligro. A veces cae, o se pára, asombrada de hallar obstáculos invencibles, de ver que de sus propias filas salen tiros que la hieren, por no haber observado que la igualdad política está muchas veces combatida por la desigualdad social.

La democracia adora ciegamente el becerro de oro. Está sedienta de goces materiales, de riqueza, y se preocupa más de producirla que de su distribución. Toma a veces medidas tan insensatas, tan poco en armonía con el objeto que se propone, que no parece sino que ha resuelto suicidarse con una disolución de oro.

El mundo marcha a la democracia; pero es bien que sepa los obstáculos que ha de hallar en el camino para que se prepare a vencerlos; es bien que no se lisonjee con facilidades que no existen. Cuando se sienta como derecho un principio imposible de convertir en hecho, la lucha es inevitable, la lucha con su siniestro acompañamiento de exageraciones, de iras, de represalias. Las represalias en los combates materiales son hombres que se sacrifican; en los del entendimiento, verdades que se inmolan, errores que se enaltecen. Nuestros adversarios, ¿niegan una verdad que sostenemos? Nosotros negaremos inmediatamente otra que ellos afirman. ¿Se parapetan detrás de un error? Levantaremos otro enfrente para guarecernos de sus tiros.

La democracia, como la aristocracia, como todas las instituciones sociales, llama calumnias a las verdades que le dicen sus enemigos, y justicia a las lisonjas de sus parciales. La democracia, que, como empieza a ser poderosa, empieza a ser adulada y a tener pretensiones de infalible, no siempre ve claro, ni escucha distintamente; y deslumbrada por el brillo de sus triunfos, no echa de ver que amamanta en su seno la desigualdad, contribuyendo a que tome proporciones alarmantes. Cerniéndose en la región de las ideas, no teme que los hechos puedan servirle de peligroso obstáculo.








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Conclusión

Al terminar nuestro trabajo, no creemos dejar apurada la materia; pero sí nos parece haber tocado los puntos de mayor interés y planteado los problemas de más importancia que la igualdad ofrece. La cuestión está erizada de dificultades, y no obstante, después de haberlas considerado de cerca, no nos parecen tan insuperables. ¿Dependerá esto de que el hombre se familiariza con todo, y el hábito le hace indiferente a la vista del peligro que le aterraba, o en que, realmente, apartando el error y la pasión del problema de la igualdad, no hay en él nada que deba alarmar ni exasperar a clase alguna? Esta última suposición nos parece la verdadera; y así como el estudio de la Naturaleza convence más y más de la sabiduría del Hacedor, al profundizar en el de la sociedad se ve que si Dios consiente al hombre moverse conforme a su albedrío en una ancha esfera, no le abandona, y escribe en su organización leyes eternas que le sirven de antorcha cuando los errores obscurecen la luz de la verdad, y de dique cuando las pasiones se desbordan.

Apartando de la cuestión todo lo que a ella han llevado el espíritu de escuela y de partido, el interés y la cólera, ¿qué es lo que vemos en ella?

La desigualdad de condiciones, que tiene su origen en la naturaleza y su justificación en la necesidad.

El peligro de llevarla más allá de los límites necesarios, y como, pasándolos, los sentimientos se pervierten y las razas se degradan.

La tendencia innata del hombre a reconocer la autoridad, a respetar la jerarquía, a establecer el orden.

Lo absurdo de desplegar grande aparato de f uerza para establecer lo que se establecería por sí solo.

La necesidad de la jerarquía, sin la cual no es posible la sociedad.

La imposibilidad de establecer la jerarquía natural; la conveniencia de aproximarse a ella cuanto sea posible.

La injusticia de atribuir a la jerarquía más derechos de los que tiene, suponiendo que puede pasar los límites que la razón y la humanidad le imponen.

El error de creer que la igualdad ante la ley es la igualdad ante la justicia, y el más fatal todavía de imaginar que la ventura está en razón de la riqueza.

El peligro de dar voto al que no tiene opinión, y la imposibilidad de que realmente pueda tomar parte en la formación de la ley el que tiene su conciencia expuesta a las tentaciones de la miseria, y su razón a las del error.

La imposibilidad de que sea beneficiosa para todos la ley hecha por unos pocos.

El riesgo que la desigualdad aumentada por la civilización presenta a la democracia.

Las facilidades que la igualdad ofrece a la medianía; los obstáculos que opone a las altas concepciones del entendimiento; y, en fin, las razones por las cuales debe considerarse que la igualdad es más bien favorable que enemiga de la libertad.

Examinada la cuestión con imparcialidad, ¿no hay motivo para calmar las iras de los de abajoy el desdén de los de arriba? ¿No se ven claramente los límites puestos por la necesidad y la justicia, y que nadie puede traspasar sin ser insensato o perverso? ¿No se descubre la profunda raíz de cosas que intentamos derribar por juzgarlas someramente arraigadas, y el íntimo enlace de hechos que suponíamos aislados? ¿No se percibe la razón de ser en muchos fenómenos que aparecían como hijos del capricho o de la iniquidad? ¿No nos sentimos inclinados a creer alguna cosa que se nos presentaba como dudosa, a dudar alguna que juzgábamos evidente? ¿No hemos modificado algo nuestro modo de pensar o de sentir? ¿No somos un poco más tolerantes con las pretensiones de los que están más arriba o más abajo, y con los errores de todos? Después de haber estudiado el problema social de la igualdad, ¿no nos sentimos más fuertes para convencer, y con una mayor tolerancia para ser convencidos?

No nos atrevemos a esperar que se impresione y modifique de este modo el ánimo de los que hayan leído este escrito; pero consistirá en que no hemos tratado el asunto como debía tratarse. ¡Dichoso el que, colocándose a la altura que requiere, haga brillar la verdad con todo su esplendor!¡Dichoso el que desvanezca con irresistible lógica vanas esperanzas y temores insensatos! ¡Dichoso el que arranque de raíz tantos peligrosos sofismas, y dé al derecho tan ancha base que pueda resistir las oleadas del error, del interés y de la cólera! ¡Dichoso el que, viendo la cuestión de la igualdad por todas sus fases, pueda mostrarla cual es, y sustituya a las prevenciones hostiles los afectos benévolos! ¿Pero quién es bastante poderoso para conseguirlo, para intentarlo siquiera?

En nuestra época, las luchas materiales, aisladas de las del entendimiento, si por acaso existen, duran poco; todo brazo que se levanta y hiere y vuelve a herir, sabiéndolo o sin saberlo, obedece a una idea, y si pudiera establecerse la armonía en las regiones de la inteligencia, reinaría muy pronto en el mundo material: de aquí la importancia de la teoría, y su poder y su responsabilidad. La teoría forma escuela; la escuela forma partido; el partido forma en batalla las masas armadas o los ejércitos, y los ejércitos y las masas, acentuando su cólera con el estruendo de la artillería, escriben con sangre todo lo que han aprendido. El error y la pasión, llamando derecho a una igualdad imposible o a un privilegio injusto, han formado el símbolo de la guerra; apresurémonos a rectificar las ideas, a investigar la verdad, y sin más que formularla, escribiremos el símbolo de la paz.

No podemos concluir este escrito sin manifestar un recelo que nos aflige. El lector, ¿dudará de la sinceridad de nuestras palabras porque a veces parece como que sostenemos el pro y el contra de todas las opiniones, ejercitándonos en una especie de equilibrios intelectuales?

Acaso se disguste de ver que no somos aristócratas, ni demócratas, partidarios del privilegio, ni niveladores, y aun sospeche de nuestra fe política notando nuestros recios ataques a campos opuestos, porque en materias en que la pasión deja rara vez de tomar parte en los fallos, suele llamarse escepticismo a la imparcialidad. Y no es que nosotros presumamos de la nuestra: hemos empezado y concluimos desconfiando de ella; mas queremos hacer notar que el asunto está entre dos escollos: ser parciales o parecer escépticos; tal vez hemos dado en entrambos, porque no basta ser sincero para ser exacto; hay una imparcialidad que está en la inteligencia, y consiste en ver todos los lados de una cuestión; hay otra, la del corazón, que consiste en decir con lisura lo que se ve: nosotros no podemos responder más que de esta última.

Nuestro modo de discurrir podrá chocar alguna vez con las preocupaciones de la gente despreocupada, que son las más arraigadas; pero cuando hemos creído ver clara la verdad, no hemos vacilado en formularla, porque el error es una arma que acaba siempre por dispararse contra el que la emplea, y hay riesgo en suprimir la lógica de los razonamientos no pudiendo suprimir la de las cosas. ¿De qué sirve decir al pueblo ni a los poderosos: «Marchad por el vasto campo que os abre nuestro buen deseo», si se verán detenidos por la realidad, esa jaula férrea, cuyas barras no ceden nunca y rompen los miembros del que intenta forzarlas? ¿Cuál es el más amigo del pueblo? ¿El que niega la existencia de sus males y los cubre con recamado manto, o el que los pone de manifiesto para curarlos? ¿Son un bálsamo para los dolores reales las mentidas seguridades de que no existen? La beatitud que proporciona el error es como la del opio: mata al que a ella se entrega, y la verdad es la lanza fabulosa, cura las heridas que hace.




 
 
FIN
 
 



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