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La imagen de la mujer en «Potpourri» de Eugenio Cambaceres (2000)

Claude Cymerman


Profesor emérito de la Universidad de Rouen



Desde siempre la relación entre Cambaceres (o sus alter ego masculinos) y sus protagonistas femeninos ha interesado a los estudiosos de la obra cambaceriana pero hasta ahora pocos han sido los que le han consagrado al tema una artículo de fondo si exceptuamos el capítulo VII de la tesis de Alexandra Tcachuk1 y algún desarrollo secundario e incidente en otros trabajos universitarios.

La aprehensión cambaceriana de la mujer y de la relación hombre/mujer parece oscilar, según las obras, entre un enfoque de tipo personal, sociopolítico, jurídico y literario en Potpourri, más específicamente literario en Música sentimental, para terminar con una aproximación filosófica, ideológica y personal también en Sin rumbo (el tema es apenas soslayado en En la sangre). Es importante recalcar al respecto que no estamos de ninguna manera en presencia de un juicio cabal, unívoco e intangible a lo largo de la obra sino, al revés, y como sucedió en otros varios aspectos, ante una evolución de una novela a otra. Sería, creemos, un error sacar conclusiones generales de las opiniones manifestadas por Cambaceres con respecto a las mujeres, cuanto más que la inmensa mayoría de esas opiniones vienen expresadas por los protagonistas de las novelas que no siempre coinciden con el mismo autor.2

Potpourri es, como todos sabemos, la sátira de la buena sociedad porteña a la que Cambaceres le reprocha su falsa moral y, de hecho, su inmoralidad y su hipocresía. Ahí el escritor sigue los pasos de la novela naturalista de Zola y Daudet, y más precisamente de Pot-Bouille, del primer nombrado, que también le sugirió a Cambaceres el mismo título de la novela3. Los protagonistas, Juan y María, una pareja de recién casados, son los representantes típicos de aquella sociedad. Después de año y medio de aparente felicidad, los dos esposos se engañan mutuamente, preocupándose tan sólo por salvar las apariencias. Aparentemente, el marido queda perdonado y en la inconstancia y doblez de la mujer parece recaer la principal responsabilidad del fracaso del matrimonio. Además, las otras mujeres de Potpourri parecen ser todas de la misma calaña: amorales e hipócritas todas, venales e infieles las más. Una destruye, con su lengua de víbora y su afición a la maledicencia y la calumnia, la honra de cualquier mujer que se le pone por delante; otra esconde, detrás de una fachada de señora virtuosa, una actividad de Celestina; otra, casada con un vejestorio, cuenta los días que separan a éste de su óbito; otra oculta el envenenamiento de su marido bajo el disfraz de un título de presidenta de una sociedad filantrópica; otra aún queda embarazada por obra de un doméstico. Desde luego, pocas mujeres parecen salvarse de la saña del escritor al que se ha podido acusar, con aparente justicia, de misoginia.

Esa crítica a cierto tipo de mujer parece llevar la marca del fracaso del novelista en el plano sentimental. En 1882, Cambaceres es un solterón empedernido a quien sus pasadas aventuras de play boy y su desencanto existencial han llevado a un alejamiento del bello sexo hecho más de desamor que de aversión o menosprecio. «Yo que no estoy enamorado...», confiesa el protagonista en el primer capítulo de la obra. En aquella época tiene del amor y de la mujer una representación sombría, hija de su «maldito pesimismo», y la visión de un don Juan blasé, gastado en aventuras puramente sexuales de las que está ausente el sentimiento amoroso. Para él el amor no es más que un sentimiento vulgar o, sencillamente, un instinto, un «apetito material esencialmente interesado como lo son todos los apetitos materiales: quiere saciarse.» De ahí que la mujer le aparezca en algunos casos como un simple objeto, naturalmente destinado a satisfacer, como dirá el protagonista de Música sentimental, «la brama de la bestia». Para el narrador cambaceriano, el amor es alienante y degradante. Esclaviza al hombre y le hace perder toda noción de dignidad. Le hace «imaginar o escribir locuras». En esto aparece como una pasión condenable ya que, al pintar las cosas color de rosa, se muestra ciego y cegador.

Existen sin embargo otros motivos que explican el rechazo cambaceriano del matrimonio y del «embarque» con una mujer. Por un lado, en efecto, el escritor ha acusado el golpe del escándalo levantado a raíz de su aventura con la cantante Emma Wizjiak4. Por otro lado, su temperamento atrabilario y algo neurótico lo aleja de la vida matrimonial. Lo reconoce él mismo en su carta a Cané del 8 de diciembre de 1882:

Solo no viajaría ni a garrote, hipocondríaco y apestado.

En ella [i.e., en mi compañera] tengo un paño de lágrimas que empapo a veces y a veces estrujo como trapo de cocina.

Es buena, cariñosa y fiel, hasta lo hondo.

Si así no fuera no me aguantaría ni un segundo, y digo esto porque Ud. sabe que no brillo por la placidez de mi carácter, ni por mis dotes domésticas.

Tanto que yo mismo no puedo aguantarme a mi mismo, les trois quarts du tems [sic].

Vous voyez d'ici la chose.5


Un eco de este estado anímico aparece en el protagonista-narrador de Potpourri (recordemos que la obra se publicó en octubre del 82, o sea dos meses exactamente antes de la redacción de la carta): «No me caso porque estoy perfectamente convencido de que no hay mujer alguna capaz de hacerme feliz, siendo yo mismo incapaz de hacer feliz a bicho alguno viviente en forma de mujer. » (O.C., p. 53 a)6 Su misma neurosis, su confesada hipocondría explican por lo tanto el tenor de pasajes como el siguiente:

Introducir en mi domicilio a un ente extraño, a una Juana de los Palotes que compartiera mis cosas, mi mesa, mi baño y, lo que es mucho más serio, mi cama, donde fuerte con su título de legítima, pretendiera tener derecho a acostarse de día y de noche, sin que por mi parte pudiera reservarme el recurso de ponerla de patitas en el suelo a la hora que se me antojase y no me cuadrara el contacto. ¿Y todo esto, fuera de la dedicación de mi tiempo, del cariño y consideraciones del caso, de los miramientos que le debiera, del sacrificio de mi independencia, de la humillante esclavitud moral y física, en una palabra, a que habría yo de condenarme voluntariamente y porque sí, en obsequio a una necesidad que no siento, a una mujer que no quiero y a un género de vida cuya sola amenaza me hace doblar las piernas?...

¡No, mil veces no!


(54 a)                


O sea que, en el fondo, más que contra la mujer, es contra sí mismo que reacciona. Cambaceres es un personaje complejo. El pasaje citado lo demuestra al unir, en una misma condena del matrimonio, una voluntad individualista (por cierto algo neurótica o atrabiliaria) de vivir su plena libertad y una voluntad de escapar de las normas y las trabas mundanas. El matrimonio simboliza para Cambaceres, a nivel de la pareja, lo que las instituciones políticas representan a nivel de la sociedad: falsas apariencias y auténtica comedia mundana, engañosas conveniencias y verdadera hipocresía, en suma una escena convencional del gran teatro del mundo, una farsa entresacada de un baile de disfraces. Consecuente con sus ideas, Cambaceres sitúa su unión libre con Luisa Bacichi fuera del vínculo matrimonial y coloca a su «vago» sibilante al margen de las tradiciones burguesas. Además, si aceptó vivir hasta su muerte con su compañera, es debido a las excepcionales cualidades de paciencia y de bondad de aquélla. De hecho esperará cinco años después de la publicación de Potpourri (el 17 de noviembre de 1887, por más señas) para casarse con ella.

En apariencia, pues, Cambaceres parece darles la razón a los que lo acusan de misoginia y de desdén para con la mujer. Veremos sin embargo que la cosa no es tan sencilla y que, si sería tal vez exagerado presentar al escritor como un representante del feminismo, «el león no es tan fiero como lo pintan» y encontramos, sí, en su primera obra, un auténtico alegato a favor de la mujer. En todo caso, si algún elemento de misoginia hay en Cambaceres, hay que situarlo dentro de una misantropía general que le hace huir de la condición humana, cualquiera que sea el sexo, y preferir al amor la amistad, por parecerle ésta más desinteresada.

Creemos que hay que tener en cuenta, por lo menos, cuatro elementos. El primero es que Cambaceres no ataca a las mujeres en general sino a ejemplares de mujeres que forman parte de la burguesía porteña, entre las cuales se encuentran forzosamente casos extremos de mujeres pervertidas por las falsas conveniencias y la hipocresía social. El segundo es que esas «malas mujeres» no lo son más que en las murmuraciones de una auténtica «lengua de víbora», tan monstruosa que lleva al protagonista a un estado de mareo del que sólo se salva huyendo de la «baba ponzoñosa» de su interlocutora. El tercero es que, si bien en menor grado, también ataca el panfletario a los representantes masculinos de esta sociedad de la que denuncia las lacras y la hipocresía (véase si no los retratos satíricos del comerciante cuya honradez es nada menos que «elástica» o del médico «distinguido y virtuoso» que despacha a mejor vida al marido de su querida, administrándole una fuerte dosis de arsénico; y no hablemos de los políticos vilipendiados a lo largo de la obra). El cuarto es que, en la mayoría de los casos, quien habla no es Cambaceres sino un(a) protagonista de lo que no deja de ser, al fin y al cabo, una mera ficción. O sea que, bien mirado, más que a la mujer en sí, más que a la mujer argentina como tal, el escritor ataca a la mujer como producto derivado de una sociedad descarriada, o sea, en fin de cuentas, a la misma sociedad. Es esta sociedad la que obliga a la mujer a mentir, a (di)simular y, para escapar de un estado de sometimiento al que la ata el yugo familiar, o para acoplarse a las conveniencias sociales que se le imponen, a contraer matrimonio y a criar hijos. Y si, en un momento dado, parece el protagonista -y en la opinión de muchos, el mismo autor- achacarles a las mujeres el querer casarse tan sólo «por tener marido y porque las llamen señoras», pensemos que, fuera de que tal actitud se justificaría ampliamente por las razones ya aludidas, lo dice el narrador en un momento de ofuscamiento del que se arrepiente al punto. El hecho es que la sociedad no ha sabido -o querido- educar a la mujer, infantilizándola o manteniéndola en la ignorancia, la pasividad y el respeto a los valores tradicionales y burgueses. Prestemos atención a lo que nos dice el autor de la adolescente argentina. «Es hueca, superficial e ignorante como la inmensa mayoría de las mujeres argentinas, cuya inteligencia es un verdadero matorral...» (27 a) Fijémonos en el hecho de que el asemejar la inteligencia a un matorral implica que las cualidades intelectuales han quedado sin desbrozar, por falta de una verdadera educación, pero que existen de hecho, soterradas y potenciales. La responsable no es la joven criolla sino, como el escritor lo expresa muy claramente, la influencia dañina de la familia o de la sociedad. Más adelante Cambaceres -porque quien habla ahí no es el protagonista de la ficción sino el portavoz del mismo autor- desarrolla una tesis que de hecho implica respeto y consideración hacia la mujer. Nos parece indispensable transcribirla in extenso en apoyo de lo que decimos, para que no se siga hablando de un pretendido desprecio cambaceriano a la mujer:

Y como si la mujer fuera un cero a la izquierda, algo de poco más o menos y no debiera ejercer maldita influencia en la familia y, por consecuencia, en la sociedad, en su marcha y perfeccionamiento, es así como tratamos de levantar su nivel moral.

¿Qué nos importa que en otras partes, en los Estados Unidos, por ejemplo, [...] la dignifiquen hasta el punto de preocuparse de sus derechos políticos y hacer de ella altos funcionarios públicos, médicos, abogados, etc.?

A nosotros nos acomoda y da la regalada gana tenerla en cuenta de cosa.

¿Por qué?

Porque sí, porque la rutina es un vicio inveterado en nuestra sangre y porque tal era la antigua usanza de nuestros padres los españoles de marras.


(27 b)                


Resulta difícil, en estas condiciones, ver en Cambaceres a un conservador tontamente misógino. Encontramos incluso, de vez en cuando, algunos leves toques que hacen pensar que les tenía a las mujeres por lo menos tanta consideración como a los hombres si no es más, por ejemplo cuando hace hincapié en «ese espíritu sutil, incisivo, propio de la mujer» (28 a) o en «esa sensibilidad propio de su sexo» (30 a). Por eso consideramos injusto, muy exagerado y excesivamente feminista el juicio de Alexandra Tcachuk quien, en el capítulo ya aludido de su tesis, considera que «la actitud de Cambaceres ante la mujer [...] refleja el desconocimiento casi absoluto de la mujer como ser humano, y en consecuencia su imagen exclusiva como objeto de conveniencia doméstica y sexual para el varón, [demostrando el autor que] no puede desprenderse del cinismo y del sentimiento de superioridad que siglos de indoctrinación [sic] han inculcado en los hombres.»7 Pensamos al revés que, muy lejos de evidenciar el escritor una «filosofía preñada de machismo» o «la furia de un espíritu misógino», debemos considerarlo (en 1882, o sea en el primer momento de su creación literaria) como un progresista que reacciona contra la tradición y el oscurantismo heredados de la colonia española y señala un adelanto con respecto a su tiempo. Mucho más acertada nos parece la opinión de Patricia Bazán, quien, en otra tesis doctoral, reconoce a Cambaceres el mérito de haber denunciado «una especie de cosificación de la mujer, a quien se educa con el propósito de venderla al mejor postor. De esta manera, se asegura la perpetuación de la fuerza político-económica de la clase social correspondiente. [...] Como escritor naturalista no es original al denunciar la situación deplorable de la mujer argentina, pero sí es el único escritor de su época que propone mejorar su condición.»8

Hay en Cambaceres la voluntad de ver a la mujer tal cual es, fuera de toda exaltación hiperbólica, de toda sublimación poética. De ahí el rechazo de la poesía clásica y romántica, como de la narrativa hispanoamericana (Amalia, María...), que tendían a enaltecer las prendas femeninas y a crear unos entes de ficción que poco tenían que ver con la realidad. Ahí es el mismo sentido cambaceriano de la verdad y la honestidad, a la vez que su definitiva elección del verismo representado por el realismo y el naturalismo, los que reaccionan contra las trampas y los embustes, no tanto de las mujeres como de los poetas. En el conocido pasaje (55 b/56 a) que empieza por «Fuera las hipérboles, metáforas y figurones.», Cambaceres reacciona contra todas las afectaciones y preciosidades del lirismo romántico y de la retórica en general, contra la impostura que consiste en asemejar a objetos preciosos o a astros del firmamento las diversas partes del cuerpo femenino. Medio siglo antes, en 1835, Téophile Gautier protestaba ya contra los pintores o los escritores extravagantes que acuden inmancablemente al marfil, al alabastro o al azul y se jacta de no haber utilizado jamás en sus composiciones «ni lirios, ni nieve, ni rosa, ni jaspe, ni ébano, ni coral, ni ambrosía, ni perlas ni diamantes». «Dejé en paz -añade- las estrellas del cielo y nunca descolgué el sol fuera de temporada.»9 Para Cambaceres, todas las mujeres, sin excepción, «tienen sus cosas feas, a la vista o escondidas.» Sería ilusorio pretender encontrar «un modelo à poser pour tout». Siempre algo desentona en ellas, el brazo en una, el pie en otra, la cabeza en ésta, el busto en aquélla. «Exigir de la hijas de Eva cosas del otro mundo, en punto a estética, es pedir castañas al roble.», exclama filosóficamente el narrador de Potpourri. No se puede negar que la representación de la mujer lleva la marca de las lecturas y de las humanidades del autor. Pero tampoco se puede negar que sus protagonistas son mujeres de carne y hueso, sensuales y eróticas, capaces de infidelidad y adulterio, como las protagonistas de la grandes novelas realistas y naturalistas francesas tales como Rojo y negro, Madame Bovary o Naná (lo cual dio pie, evidentemente, para que la sociedad gazmoña del Buenos Aires ochentista viera en Potpourri, como más tarde en Música sentimental o en Sin rumbo, una literatura pornográfica).

Hay veces también en que a las fuentes literarias se unen las reminiscencias jurídicas del autor. De hecho encontramos mezclados en Potpourri lejanos ecos de la tesis doctoral de Cambaceres (que versaba, como sabemos, sobre «Utilidad, valor y precio») y una evidente influencia de El cornudo (hacia 1840), una novela del escritor francés Paul de Kock -muy olvidado hoy- por el que manifestó Cambaceres una gran admiración, llegando a presentarlo, a través de su portavoz, como «un grande hombre, un ingenio sutilísimo, un viejo conocedor del corazón humano10

El tema del «cornudo» es, como podemos imaginarlo, común a las dos obras. Pero hay más. Las consideraciones morales que lo acompañan en ambas obras, así como los episodios que gravitan alrededor del matrimonio y de sus consecuencias, presentan muchas convergencias.

Recordemos las múltiples digresiones, los largos raciocinios con los cuales el narrador de Potpourri, zanjando el asunto de las culpas recíprocas de Juan y María, asienta con fuerza que el hecho de tener el marido una querida no autoriza a la esposa a tener un amante; que después de todo el hombre tiene un corazón lo suficientemente espacioso como para alojar en él a varias mujeres y que al fin de cuentas el marido no perjudica mucho a su esposa cuando se toma una querida; que al revés el hombre lo pierde todo al quedar engañado, y en primer lugar su honor ya que todos los clarines de la fama no dejan de proclamar su deshonra11.

Encontramos exactamente los mismos argumentos en Paul de Kock:

Señora -le dice el protagonista de El cornudo a su mujer en un momento de exaltación-, píenselo bien. Aun cuando tuviera yo varias queridas, o descuidaría o abandonaría el hogar, eso no le daría a usted el derecho de tener un amante. La posición de un hombre y la de su mujer son totalmente diferentes. Puedo tener intrigas, perder mi fortuna, mi salud... Eso no le quitará el honor, señora, y no traerá hijos extraños dentro de su familia. No pasa lo mismo con la conducta de una mujer. Un solo desliz la pierde a los ojos de la sociedad y puede obligar a los hijos de su esposo a compartir el pan con los hijos de su seductor.12


La esposa no puede conformarse y clama su indignación ante semejante iniquidad:

¡Todo eso es muy cómodo, señor, demuestra que puede hacer usted todo lo que le da la gana, y que a las mujeres no les queda más remedio que pasarse la vida llorando! ¿Le parece a usted justo, señor?


...lo cual le merece esta réplica del marido:

Si eso le parece demasiado difícil... demasiado cruel... ¿por qué se casan ustedes, señoras?... Cuando se casan, saben a qué se comprometen.


Es exactamente lo que opina el narrador de Potpourri:

¿Sabe Vd. lo que ha hecho casándose?

Ha enajenado el uso de su persona, ha firmado un contrato de alquiler, ni más ni menos que si fuera una casa, contrato en virtud del cual no puede Vd. ser afectada a otros objetos que aquéllos a que expresamente la destine su inquilino.13


La influencia es evidente. Pero ¿debemos concluir de ahí que el mismo Cambaceres hace suyos los argumentos del protagonista de El cornudo? De ninguna manera. Fuera de que quiso obviamente Cambaceres emular a De Kock, el que habla es Fabio que, como amigo de Juan, trata de salvarle el matrimonio (del mismo modo que la «señorita Concepción», con el mismo sentido de solidaridad, ayuda a su amiga María a ponerle cuernos al marido). Sobre todo, parece evidente la voluntad del autor de transportar al terreno narrativo el frío estilo de la abogacía -una profesión de la que se alejó rápidamente- con el consiguiente efecto burlesco y humorístico. Captamos inmediatamente, en la mezcla insólita de discursos narrativos y en la asociación de mujer y objeto, en la misma enormidad de la equiparación, característica del humor cambaceriano, la voluntad jocosa que anima al escritor y le hace jugar con el lector, dirigiéndole un guiño cómplice. Muchos malentendidos tocantes a las intenciones cambacerianas provienen de que algunos críticos toman su discurso en primer grado cuando hubiera habido que tomarlo, lógicamente, en segundo grado. Vale decir que no han sabido captar el humor soterrado, propio de todos los humoristas. Pensemos, por ejemplo, en Jonathan Swift quien, en su Modesta proposición..., sugería que los irlandeses se comieran a los niños para combatir la miseria y la penuria. El sistema cambaceriano, si bien no es tan provocador como el del humorista irlandés, procede de la misma táctica discursiva. Sería por lo tanto imprudente o absurdo tomar sus declaraciones al pie de la letra. Lo demuestra además el hecho de que, páginas más arriba, cuando Juan se jacta de haber engañado a su esposa con una «mujercita riquísima», el narrador le reprende la conducta:

El hombre -aduce Juan- es como el caballo: necesita, de vez en cuando, agarrar el campo por suyo, alzar la cola, retozar y revolcarse aunque sea en el barro [...], no puede estar prendido de la pretina [de su mujer] como mono sobre el perro. [...] En resumen, el que quiere bien a su mujer debe tener muchas o por lo menos dos, cuidando, por supuesto, de las formas, que es lo que la sociedad exige... (70 a / b)14

Lo cual le merece esta reprimenda del narrador:

Si el hombre es como el caballo, naturalmente la mujer tendría que ser como la yegua que alza la cola, retoza y se revuelca ella también.

¿Qué dirías si tu mujer razonara como tú? [...]

¡De cómo nosotros, los varones, hechos a imagen y semejanza de Dios, practicamos la justicia distributiva en este valle de lágrimas!


(70 a / b)                


Como se ve, no sólo el narrador no hace suyos las argucias cínicas y machistas de Juan, sino que aprovecha la ocasión para fustigar nuevamente la hipocresía de la sociedad burguesa y su culto fetiche de las apariencias. En esto también nos recuerda a Paul de Kock con quien, decididamente, comulga espiritualmente.

Buena parte de la crítica cambaceriana ha sido injusta y excesiva al tachar al escritor de misógino. Sobre todo, esta misma crítica no siempre ha tomado en cuenta la evolución del autor, tan patente en lo referente a la mujer como lo es en lo que atañe a la política, la inmigración, la dicotomía ciudad/campo, el naturalismo, la lengua y las metáforas, el papel de la autobiografía, etc. La visión que se tiene de Cambaceres es generalmente sincrónica, mezclando las obras y las fechas, cuando debiera ser diacrónica, señalando la evolución de la ideología y de las estrategias narrativas. Indudablemente, la opinión de Cambaceres con respecto a la mujer ha evolucionado -como el resto de su obra- en un sentido más conservador y tradicionalista. Desgraciadamente no disponemos hic et nunc del espacio y del tiempo necesarios para desarrollar nuestra tesis. Lo dejaremos para otra ocasión, pidiéndoles disculpas a nuestros pacientes e indulgentes lectores.

Hay indudablemente en Potpourri algunos pasajes que, a primera vista, parecen tener sus visos de misoginia, esos mismos que vienen expresados en tono jocoso, burlesco o humorístico. A los que ya examinamos podrían añadirse muchos más, en otros registros metafóricos, como cuando el protagonista compara a María con «una nariz que tiene un grano en la punta» y se equipara a sí mismo con «la mano del operador que suprime el asqueroso apéndice», pasaje en que algunos han visto una clara demostración de desprecio hacia la mujer. Al revés, los pasajes que vienen expresados de manera seria, grave, a veces en ese mismo tono de moralizador o de predicador que Juan le reprocha a Fabio, son todos pasajes favorables a los derechos de la mujer. No nos cabe duda que éstos últimos son los que representan realmente el pensamiento profundo del escritor. Y no dudamos en afirmar que, en su momento, supo manifestar Cambaceres ideas progresistas y adelantadas que, al proclamar la igualdad natural de los dos sexos, anticipaban ya sobre las futuras conquistas del feminismo.

Es muy fácil equivocarse para quien no conoce a fondo la obra cambaceriana. Debemos reconocer que nosotros mismos nos dejamos engañar en más de una ocasión. Pero ahora que llevamos más de treinta años conviviendo con Cambaceres, frecuentándolo, no diremos a diario, pero sí asiduamente, nos creemos con derecho a defenderlo de los ataques que, fundados en la apariencia superficial de las cosas, no dejan de ser injustos al no reflejar el yo profundo del autor tal como se deja entrever en 1882. La opinión de esos críticos no difiere, en el fondo, de la de los contemporáneos del escritor, «sobre todo la parte femenina del respetable público, [que] ha visto -como lo comenta irónicamente el mismo Cambaceres en «Dos palabras del autor»- en las hojas de [su] libro los insultos más soeces, las ofensas más sangrientas lanzadas brutalmente a la faz de la sociedad». Es verdaderamente curioso que, más de un siglo después de la publicación de Potpourri, leamos en algunas críticas el mismo tipo de reproches. ¿Será Cambaceres un genio incomprendido?





 
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