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La imposibilidad del decir: «El silenciero», de Antonio Di Benedetto

Jaume Pont

Buena parte del universo literario del argentino Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-1989) se sustenta en la propuesta de una narrativa urbana posterior a 1940. Sus signos de identidad tienen inequívocas resonancias históricas, sociales y filosóficas, y, desde el enclave de la «generación del 55»1, abrazan motivaciones cuya complejidad remite prioritariamente al existencialismo y a la literatura del absurdo, incorporando al mismo tiempo formas narrativas que provienen del psicoanálisis, de las técnicas cinematográficas y del periodismo como campo de pruebas del lenguaje comunicativo2. Como ha señalado Ángel Rama, dicha propuesta se distingue de cualquier narrativa urbana anterior por «una carga emocional intensa, una participación subjetiva que dota a la prosa de un sistema connotativo de amplio registro cuando no estatuye la penetración directa del autor a través de visibles alter egos. El descreimiento de los valores estatuidos se compensa por una afirmación de la existencia personal, única que se presenta como segura y válida. El escritor habla de sí mismo, de su vivir en la sociedad, de lo que ve y sufre, de lo que actúa. Es por esta puerta por donde se establece la marca existencial que signa a la literatura crítica urbana de este tiempo, más que por las lecturas de Sartre y Camus que simplemente sirvieron de corroborantes de la orientación espontáneamente asumida»3. En el caso de la narrativa urbana de Di Benedetto, el constante referente al intertexto, implícito o explícito, nos revela una comunidad de intereses que se remonta al pensamiento filosófico de Schopenhauer, para arribar a Kierkegaard, Sartre, Camus, Dostoievsky, Kafka, Joyce, Rilke, Pirandello, Faulkner, Arlt4, o bien el Onetti de El pozo. Todas estas voces reverberan en una sola voz compleja y única: en ella se acrisolan la multiplicidad de ecos del escritor mendocino.

La obra narrativa de Antonio Di Benedetto5 es inseparable, como él mismo reconoció reiteradamente, de una honda preocupación esencial por el hombre interior: «Con alguna frecuencia -declara a Günter Lorenz- me he detenido ante el cuadro de la soledad y el desamparo, la doble cara del absurdo, la angustia de la espera, los misterios del alma (uno de ellos la capacidad de amar), las formas del daño y del mal, la seducción de la muerte, el muro o el vacío de la nada»6. No en vano todas sus historias, desde su exitosa novela Zama a El silenciero (o El hacedor de silencio), sin olvidar la genuina maestría de sus colecciones de cuentos, pasan por la confrontación existencial de un hombre perseguido y acosado. En este sentido, como señala Paul Vendervoye, toda su obra puede considerarse como «la expresión de cierta perturbación kafkiana que baraja sueños, pesadillas, alucinaciones y elementos sacados de la realidad exterior. Va flotando en ese mundo un ser desgarrado y angustiado que no consigue estabilizarse y se entretiene con ficciones para existir por lo menos en ellas». En el mismo sentido, como ha puesto de manifiesto el excelente estudio de Carmen Espejo Cala, «esta dialéctica entre el relato de usos sociales -que se pretende testigo de su momento y lugar- y la tentación filosófica, se inscribe en toda una veta de la narrativa rioplatense contemporánea que se ha llamado a veces literatura metafísica. El combinado, que hace sucederse en el texto al relato de una reunión de viejos amigos cercana al folklorismo y a las más arduas disquisiciones en torno al ser y al no ser, era ya recurso frecuente en Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal: su huella es evidente en El silenciero. En la misma línea se insertan las referencias del texto de Di Benedetto a las enseñanzas precursoras de Macedonio Fernández. El diálogo intelectual, la eliminación de fronteras entre el relato y el discurso de tema filosófico, eran recomendaciones teóricas y prácticas de la obra magna de Macedonio, Museo de la Novela de la Eterna7.

No otra parece ser la sinrazón de El silenciero, la historia de un hombre cuya obsesión por los ruidos de la sociedad moderna quebrará su identidad hasta el extremo de sumirlo en la locura. Sin embargo, sería demasiado simplista reducir la novela de Di Benedetto al mero síntoma físico o mental de una neurosis. Más allá de la lectura inmediata de un hombre acosado por el ruido físico, metáfora de la agresión y onomatopeya simbólica de la voz de la modernidad, cabe ver en El silenciero el conflicto trascendido de un ruido metafísico que afirma el límite de la rebelión y el miedo del ser humano ante la realidad del absurdo cotidiano. Este ruido, de ámbito mental y subjetivo, tiene su origen en la aspiración del ideal, en la reverberación ensimismada del deseo insatisfecho. O como le recuerda Besarión, puro alter ego, a nuestro narrador-protagonista:

... Su aventura contra el ruido es metafísica.

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¿Pero qué son, Besarión, los ruidos metafísicos?

Besarión dijo: «Los que alteran el ser»8.


En el mismo centro de esa perturbación existencial, Di Benedetto coloca a su personaje frente a la prueba de la verdad de la literatura: escribir una novela. El reto quedará sin respuesta. Escribir esa novela es para nuestro protagonista escribir la propia vida, representar su vida interior hasta las últimas consecuencias: la rebelión, la locura o la muerte. No habrá escritura sin reencontrar el silencio primigenio, el desprendimiento absoluto de todo lo accesorio: desprenderse, en definitiva, de ese ruidoso tormento que hace imposible la exigencia de la obra en libertad. O como quería Kakka: el arte es ante todo la conciencia de la desgracia, no su compensación o refugio.

Ruido físico y ruido metafísico convierten al «hacedor de silencio», el personaje central, en un exiliado de su mundo9. A semejanza de su proyectada novela, titulada emblemáticamente El techo, la quiebra existencial del protagonista es una oscilación patética de refugios y nomadeo sin fin: trabajo, casa, amor, familia, amigos. Y frente a él, como un reflejo acusatorio de su propia conciencia, la figura antagónica de su amigo Besarión, caminante errático y viajero en busca de ese «otro» mundo excluido o no nacido.

Novela de «personaje, El silenciero discurre al ritmo del omnipresente fluido de conciencia que exige la voz interior del protagonista. El resto de personajes son sólo reflejos, disfraces del lenguaje ficticio que va tejiendo esa invención o mentira. Son la parte del gasto vital que reclama la simulación y el engaño de vivir-en-el-mundo: una ciudad, una casa, una madre, una esposa, un hijo, etc. El "afuera" de esa campana neumática es el signo cruento de la perturbación física y la agresión material: las máquinas, los talleres, la radio, los motores. El "adentro" ensimismado genera otra clase de ruido: el ruido de la soledad y el desarraigo metafísico. De ahí a la situación límite de la muerte como vislumbre de libertad, únicamente hay un paso: "La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte"»10.

En realidad Di Benedetto contempla el mundo con atávica añoranza de la armonía natural. Sonido frente a ruido. Es la alternativa de una sociedad más humanizada ante la actitud depredatoria del progreso indiscriminado. Solo el hombre desarmoniza el sonido transformándolo en agresión. La «marca» o imposición social del progreso acaba siendo más fuerte que la naturaleza y el hombre, indefectiblemente, se diluye en lo genérico. El ruido le despoja de su naturaleza humana, le hace su siervo incondicional. Llegado a este punto, el hombre carece de individualidad y de palabra o, lo que viene a ser lo mismo, es poseído por el ruido: la palabra hecha mercancía o la mercancía de la palabra.

Todo espacio de agresión genera miedo y recelo. De ahí que para nuestro «hacedor de silencio» el entorno devenga el enemigo y sus semejantes los traidores. Sentirse solo en medio de la vorágine es entonces tomar conciencia del desarraigo y de la comunicación imposible. No le queda otra opción: olvidar su condición de desterrado o asumir la máscara; hacerse un paria, al igual que su amigo Besarión, o admitir el fingimiento como condición inexcusable de supervivencia. Vivir o sobrevivir, en soledad o con testigos.

La intervención del Estado vela por el crecimiento «natural» de las fuerzas productivas. En su casuística, la administración pasa a tener un carácter ritual o sagrado. Su imperativo genera alienación, pero también posibilidad de dominio. Los nuevos dioses de esa nueva religión se entronizan en el altar de la propiedad privada, en la vejación del «otro» en beneficio propio. Ahí comienza el estallido, la quiebra de la intimidad de nuestro protagonista.

«En realidad, para los dogones -indígenas negros del África- el silencio, cuando no es fruto del miedo, constituye una cualidad social muy apreciada»11. Así reza uno de los intermezzo periodísticos del gacetillero Reato de El silenciero. Más allá de la palabra y de la comunicación como mercancía, cabe reencontrar la puridad genética que nos acerca al silencio metafísico: «silencio era lo increado y nosotros los creados venimos del silencio»12. Volver a ese silencio es otorgar a la palabra su origen sagrado, su poder de invención y creación en libertad, proyectando todos los estratos y la plenitud de su sentido hacia el lugar primigenio del logos griego13. Aquí Di Benedetto parece rozar el acto redentor de la palabra divina. Sin embargo, la memoria quevedesca de su pesimismo ahoga cualquier atismo mesiánico: «de silencio fuimos y al polvo del silencio volveremos»14. Pensamiento cíclico que convierte la queja metafísica de El silenciero en un desagravio imposible del hombre frente a Dios. La raíz de esa queja metafísica, tan reiterada en la obra de Di Benedetto, es resultado del desajuste entre el mundo cotidiano y las aspiraciones profundas de un hombre que quiere hacerse a sí mismo15.

Esta disociación crea la prueba de la imposibilidad de El silenciero. Una imposibilidad que apunta a la vida misma y a toda forma de creación en un mundo desnaturalizado. La del «hacedor de silencio» es, en suma, la pura manifestación de la imposibilidad del decir. Frente a esa imposibilidad se yergue la angustia ante lo que es considerado como lo absurdo del mundo y de la vida. Este ideario, fundamental en toda la obra de Di Benedetto, parte de una disociación que tiene su origen en la conciencia naturalista. La huella del pensamiento de Schopenhauer es aquí decisiva. El absurdo, en su dimensión más general, es entendido como el naturalismo privado de la idea de finalidad: «Continuar creyendo, como Schopenhauer, en la naturaleza, mientras que con ello no se espera ya ninguna finalidad que concierna al destino humano, es lo propio del pensamiento del absurdo»16. En tal instancia se coloca Di Benedetto, para quien, siguiendo al filósofo alemán, «la idea de naturaleza es la que, desde el nivel de la percepción física del mundo exterior, proporciona el modelo de ese sentido, cuyas lagunas, insuficiencias y eclipses serán otras tantas ocasiones de angustia. Angustia por la desposesión de lo que era considerado como dado: especialmente la idea de que lo que existe resulta de principios, es decir, el sentido, la idea de la naturaleza»17. Lo absurdo, en consecuencia, es adjudicado, automáticamente, a toda legislación y orden convencional de las cosas. A nuestro protagonista, nuevo Prometeo de la modernidad, con su vida encadenada a la roca de la vigilia consciente, no le queda otro recurso para expresarse que el sueño. Esos «he soñado que...», o bien, «he de escribir ahora», no son sino tentativas de evasión (¿o de salvación?), modos míticos de pensar y de expresarse. Cuando estos modos de expresión y de pensamiento demanden una forma de actuación acorde con ellos -el ritual purificador del incendio del taller mecánico-, la transgresión será pagada con la cárcel. Pero, para estas alturas, nuestro narrador-protagonista habrá ya confundido expresamente realidad y ficción, su propia vida con la novela policial que está escribiendo. Es el último recurso de una huida sin retorno: no reconociéndose como persona, pasar a formar parte, él también, de sus personajes de ficción. El lector, como el mismo personaje, no sabrá nunca el verdadero autor del atentado. El «hacedor de silencio» es condenado y, en un acto de lucidez que remite al gesto socrático18, desiste de su defensa y se abandona al fatum. La vida, como la literatura, quedarán sin asidero racional y sin una explicación última y definitiva. Con ello la novela de Di Benedetto afirma el fracaso de la búsqueda de un sentido ontológico superior a la propia existencia. O como dice Augusto Roa Bastos: «Al final de la novela -en el punto en que este duelo a ciegas con el ruido queda trunco y como en suspenso- el silenciero reconoce que siente el cerebro machucado, como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. / De este modo, la novela misma es negada, no concluye; es puesta entre paréntesis, relegada al mutismo de innombrable que la reenvía al silencio, como la única manera de afirmar su victoria sobre el ruido, a costa de su mudez, de su propia muerte. Sólo admite el protagonista que su cansancio no es feliz y que la noche sigue»19. El silencio queda así restituido a su pureza original, mientras vida y creación ratifican la imposibilidad de un decir acorde con la idea metafísica. La revuelta de ese deseo insatisfecho acaba siendo devorada por el sentimiento trágico de la vida y la anuencia cíclica, quevedesca en su formulación, de cuna y sepultura. La propuesta de Di Benedetto admite pocas dudas: sonido frente a ruido. Dice el silenciero: «Considero al hombre como hacedor de ruidos. Sus ruidos son diferentes de los ruidos cósmicos y los ruidos de la naturaleza»20. En el fondo late ahí la añoranza platónica, el concierto pitagórico-luisiano de una música concorde con las armonías divinas del universo. El silencio y el nocturno devienen así las fuentes genésicas de todo lo creado. No otra parece ser la razón última que guía la disquisición introspectiva del silenciero:

¿Lo sabes, lo has pensado...? La noche fue el silencio.

Precedió el silencio a la Creación.

Silencio era lo increado y nosotros los creados venimos del silencio.

Al claustro materno, ¿tenían acceso los sonidos? ¿No se habían desarrollado mis órganos de oír, que de todo sonido carezco de huella y de memoria?

De silencio fuimos y al polvo del silencio volveremos.

Alguien pide: «Que pueda yo recuperar la paz de las antiguas noches...». Y se le concede un silencio vasto, serenísimo, sin bordes. (El precio es su vida)21.


La conciencia de la desposesión de todo lo creado es la prueba de identidad trágica de El silenciero. En esa prueba converge todo. Converge: a) la razón de la anonimia propia, del ser falto de nombre frente al asedio indiscriminado de la sociedad de consumo; b) el rito de la escritura como prueba iniciática, purificación o catarsis metaliteraria frente al «desamparo» del individuo; c) la resonancia simbólica del «fuego» como elemento destructor y purificador; d) la introversión de la mente y el sueño individual versus el contexto reificado de la vida exterior ajena; e) el sentido dialéctico de culpabilidad entre el «ser» o el «haber sido» frente al «querer ser»; e) el simbolismo animal sartreano de la existencia improductiva («la mosca») confrontada a la jerarquía social productiva («la abeja»); f) la idea del armonium primigenio (silencio y sonido), como correlato de la búsqueda de la pureza y como despojamiento trágico del ruido; g) la obsesión de la paranoia como filosofía individual del dolor y, al mismo tiempo, como hiato esquizosémico del yo frente al espejo (el silenciero / Besarión). Anhelo de convergencia o, mejor aún, aspiración insatisfecha que busca infructuosamente su «zona de contacto» legitimadora. Como ha visto con acierto Carmen Espejo, el intertexto de Kierkegaard, cuya presencia se deja sentir aquí y allá en El silenciero, propone claves interesantes para la interpretación de la novela: «La existencia desgarrada, afirma Besarión parafraseando al filósofo, permite al hombre acceder a la zona de contacto con lo divino. El desgarro al que se refiere el extravagante amigo es el que signa la existencia de todos los personajes benedettianos. La zona de contacto es ese territorio de condiciones vitales reducidas a su mínima expresión -puesto que desaparecen las nociones de tiempo, espacio, incluso de persona- donde se redactan textos como Annabella, Zama o El silenciero, ese territorio despojado, casi abstracto. Es importante saber que el título primitivo de la novela era Zona de contacto22.

Esa desposesión de todo lo creado, esa imposibilidad de decir y de decirse, tiene su referente onomástico en la ausencia del nombre de nuestro protagonista. En realidad «no tiene nombre porque no es nadie. No tiene ser propio. La falta de nombres y apellidos de la mayoría de los personajes (que son más que nada roles, fuerzas o funciones, alude a la falta de identidad, porque ésta se asocia al nombre»23. Como un anti-héroe del mundo moderno, el personaje se cosifica y pierde su identidad. Sometido a la prueba kafkiana de «los-sin-nombre», como un símbolo más de esa vida anónima a merced del azar, la contingencia y la fatalidad, el protagonista de la novela de Di Benedetto permanece sujeto a su destino impersonal. Su «yo» sin nombre (S.) contrasta con el resto de personajes de la historia, índices onomásticos de la jerarquía social o familiar. Es la radicalidad extrema de la exigencia novelesca de Di Benedetto: la soledad, el yoísmo y la desmesura del distanciamiento. O como ya sentenciaron Heidegger y Ortega: lo radical del hombre no es la soledad sino su resultado, la incomunicación.

Con El silenciero Antonio Di Benedetto consigue una muestra suprema de la incomunicación humana. Vida y literatura, realidad y ficción deambulan en la mente de nuestro personaje con sus idas y venidas sin fin. Desasosiego que confluirá en la confirmación de la anomalía de la ficción y del sueño como única verdad posible. Solo dejando vivir en libertad al personaje de su novela podrá nuestro «hacedor» cumplir su rebeldía. Al final, él y su personaje son una sola figura del acontecer.

Esta anomalía tiene cumplido acomodo en la sordidez de un discurso entrecortado y hierático. Di Benedetto logra con su precisión verbal plena de introspecciones, soliloquios, figuraciones, miradas y silencios, gestos imperceptibles e interrogaciones sin respuesta, el contrapunto perfecto de una atmósfera condicionada por el subjetivismo y la angustia latente. La ausencia de artificios retóricos, acorde con el laconismo expresivo de las descripciones, revierte en un discurso abrupto y entrecortado de vasta concentración conceptual. En él se combinan los asertos sentenciosos con las notaciones poéticas, las digresiones filosóficas con las introspecciones de carácter interrogativo. De acuerdo asimismo con los supuestos de la novela de ideas, los personajes responden a caracterizaciones estáticas, monocordes, marcados por una fatalidad o deus ex machina exterior a sus vidas. Son, en definitiva, ecos de una voz superior y demiúrgica. El presente de indicativo que rige la narración de la voz protagónica contribuye, en su inmediatez, a la identificación del lector con el nudo personal del conflicto. Todo este concierto verbal, sin embargo, está sujeto a la prueba de la inseguridad, como un reflejo más de esa imposibilidad del decir. Como esos diálogos imposibles, traducidos en monólogos sin fin del silenciero, meros subterfugios de una palabra intransferible. Di Benedetto no puede ser más explícito al respecto: «al pronunciar una palabra estás rompiendo el silencio»; se trata, pues, que «esa palabra sea tan elegida, tan perfecta o tan apta para la comprensión de los demás que no rompa la armonía del silencio»24.

Si Zama era en palabras de Di Benedetto, «la novela del que espera, no del esperanzado»25, El silenciero es la prueba inequívoca de la muerte de esa espera. No hay margen de error en un mundo donde el deseo de autenticidad y su máxima lucidez, la rebeldía contra el absurdo, solo tienen cabida en los pozos condenatorios de la locura. Ni en la cárcel podrá el «hacedor» reconvenir su silencio. Allí también es condenado a oír la radio y «la sierra de los penados meritorios, que trabajan en el taller, con permiso especial y a cambio de salario, hasta las tres de la mañana»26. Es el último acto del absurdo total. La paradoja de la rebelión exige también su ridícula ironía. Paradoja e ironía que se encarnan en el lenguaje como ideal metafísico: «El sentimiento infinito -decía Kafka en sus Cartas a Felice - sigue siendo tan infinito en las palabras como lo era en el corazón [...]. Por eso, no debe inquietarnos el lenguaje; pues, ante las palabras, sólo por nosotros mismos debemos inquietamos»27. Como el silenciero, abocado a ese laberinto sin fin: « Qué banalidades me ocupan. Hasta puedo hacer con ellas, lo que ellas son, juegos verbales: Qué trivialidades trillo. Odiosas odiseas de las palabras, ¡oh, dioses! / Sin embargo, seriamente... ¿qué es lo que se me extravía, lo que se turba: mi personalidad o mi persona? / Laberintos»28.

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