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La impronta de lo gótico en la obra de Delmira Agustini

Mirta Fernández dos Santos


U. N. E. D.



El adjetivo gótico hace referencia a un estilo de literatura popular que floreció en Inglaterra en el ocaso del siglo XVIII. Este movimiento surgió como reacción estética al pensamiento dominante de la Ilustración, que defendía que la Humanidad solo podía alcanzar la felicidad mediante el uso de la razón y el dominio de la pasión. Si bien el pensamiento imperante de la época se cimentaba en las ideas de orden y sobriedad, muy pronto la afición por el exceso gótico captó el interés de los intelectuales británicos.

El auge de la narrativa gótica se produjo entre el año 1764, con la publicación de la novela El Castillo de Otranto: una historia gótica, de Horace Walpole, y 1820, año en el que vio la luz la obra Melmoth, el errabundo, de Charles Robert Maturin.

La novela, género por antonomasia del estilo gótico literario, cuenta con unos precursores de excepción: los poetas de la denominada «escuela del cementerio» (Graveyard School), quienes asumieron un espíritu contestatario y expresaron su disconformidad con la razón, el orden y la sobriedad preconizadas por la Ilustración vertiendo en el papel una «mórbida efusión de oscuros versos» (Solaz, 2003: 2).

Muy pronto también las escritoras decimonónicas empezaron a cultivar el estilo gótico, «no solo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la mujer en un mundo de hombres» (Solaz, 2003: 5).

La iconografía gótica, superada a partir de la segunda mitad del siglo XIX por el positivismo, nos resulta, sin embargo, todavía muy familiar gracias al cine de terror que ha actualizado antiguas imágenes de locura, muerte y decadencia.

Entendemos por «iconografía gótica» la profusión de imágenes escatológicas, tales como húmedas criptas, castillos fantasmagóricos, ruinas, paisajes de ultratumba, castillos prohibidos, villanos satánicos, mujeres fatales, vampiros o doppelgängers, entre otros. Todas ellas imágenes que brotan de un subconsciente convulso y desasosegado.

Precisamente este estado de espíritu «convulso y desasosegado» se puede intuir en la obra poética de Delmira Agustini, por la tensión permanente entre melancolía y desazón que emana de sus versos.

Cristina Fangmann (2000) reconoce que el gótico forma parte del imaginario poético de Delmira Agustini, al igual que del de la poeta argentina Silvina Ocampo. En ambos casos, la presencia de elementos góticos no es más que un «modo del exceso», que se alía a otros estilos asimismo rastreables en sus obras, como el Barroco, el Neobarroco y el melodrama. Según Fangmann, el exceso barroco se encarna en la forma, en el artificio del lenguaje, mientras que el melodrama habita en la exageración, en la puesta en escena de lo decorativo, que, en el caso de Agustini, llega a ser tildado por algunos críticos de «cursi» (Rodríguez Monegal, 1969: 44). Pero esta actitud melodramática, caracterizada por la desproporción y por el rebosamiento del sujeto poético no se limita al verso: es palpable también en sus cartas. Delmira es consciente de su desmesura verbal y así se lo reconoce en una carta a Manuel Ugarte, co-protagonista de su particular melodrama sentimental:

¿si le dijera que hoy sufro escribiéndole? Me da miedo de parecer decirle demasiado y siento que todo lo que diga me parecerá poco.


(Larre Borges, 2006: 58)                


También se muestra melodramática, «sufriente, incomprendida y exaltada» en una misiva dirigida a Rubén Darío, su «padre espiritual», a quien recurre, en actitud servil, en busca de la comprensión e identificación que solo puede producirse entre iguales:

Y la primera vez que desborda mi locura es ante usted [...] A veces me asusta mi osadía; y a veces, ¿a qué negarlo?, me reprocho el desastre de mi orgullo. Me parece una bella estatua despedazada a sus pies.


(Larre Borges, 2006: 66)                


Por esta verbalización inconveniente, por este «decir de más», Delmira, en opinión de Fangmann (2000: 156), tuvo que pagar un alto precio: el de la distorsión u olvido por parte de la crítica, el aislamiento y la soledad; en definitiva, el castigo que toda escritora de la época debía cumplir por no someterse a los cánones literarios pre-establecidos.

Por su parte, el gótico emerge en la obra de Delmira no solo de la mano de personajes grotescos que protagonizan algunos de sus poemas (vampiresas, serpientes, esfinges, cuervos, buitres) sino que también brota del ambiente sombrío, misterioso y taciturno que envuelve a esos personajes. No en vano el sustantivo «sombra» y el adjetivo «sombrío», con sus variantes flexivas, son dos de los términos más utilizados por la poeta en sus composiciones1.

Rocío Oviedo y Pérez de Tudela considera que esta predilección delmiriana por lo negativo y lo enfermizo hunde sus raíces en el decadentismo, de cuyas fuentes se nutrió todo el movimiento modernista, si bien, en la práctica, no todos los poetas modernistas se recrearon por igual en el malditismo. Sin embargo algunos, como Julio Herrera y Reissig, lo llevaron al extremo. En el caso de Agustini, el decadentismo se manifiesta a través de la melancolía y de lo siniestro en toda su plenitud.

Así, María José Bruña Bragado en su tesis doctoral sobre Agustini2 reconoce la impronta de la melancolía en Los cantos de la mañana y de lo siniestro o lo saturnal en Los cálices vacíos, si bien en esta obra la melancolía tampoco está ausente: «La vacuidad [de los cálices], en este sentido, sugiere un estado de deseo, una necesidad imperiosa de recibir que va acompañada inevitablemente de la melancolía provocada por esa frustración perpetua del no cumplimiento inmediato de ese anhelo» (Bruña, 2005: 177). Sin embargo, nosotros consideramos que la huella de lo lánguido y lo lúgubre se puede rastrear en la obra de Delmira desde la publicación de los precoces poemas de El libro blanco, en los que la melancolía se asocia a menudo a la figura de la musa:


Glacial y monástica su blanca silueta
Parece que surge de fondos de enigma...
Y canta solemne los largos inviernos
De spleenes, de brumas, de auroras enfermas.


(«La musa gris»)                


Asimismo, en El libro blanco la estela saturnal asoma, por ejemplo, en poemas como «La siembra»:


Hay hondas visiones, visiones que hielan,
Visiones que amargan por toda una vida!
La luz anunciada, la luz bendecida
Llenando los campos en forma de flor!
Y... en medio... un cadáver... crispadas las manos
murieron ahondando la trágica herida
y en todo una nube de extraños gusanos
babeando rastreros el sacro fulgor!


Rocío Oviedo y Pérez de Tudela sostiene que la melancolía y el malditismo que se intuyen en los primeros poemas de Agustini son fruto del tedio, pero que a lo largo de su trayectoria poética girarán en torno a un único elemento: el erotismo.

La misma opinión parece compartir Cristina Fangmann (2000: 161), quien afirma que el yo lírico es en Delmira un sujeto deseoso del deseo, enamorado del amor más que de un amante en particular. Un sujeto con pretensiones narcisistas que oscila constantemente entre su propio endiosamiento y su disolución ante el otro.

Se encumbra en poemas como «Los relicarios dulces» (última composición de Cantos de la mañana), al referirse a su poder sobre un alma que «siempre que ella quería/ el abanico de oro de su risa se abría/ o su llanto sangraba una corriente más»; y se anula en versos como los siguientes, que forman parte de «El intruso», uno de los poemas que se recoge bajo el subtítulo Orla rosa en El libro blanco:


Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;
Y si tú duermes, duermo como un perro a tus plantas!


El desasosiego resultante de la inestabilidad y ambigüedad de este «yo» excesivo, hace que el sujeto poético se vaya impregnando de matices góticos en sus múltiples metamorfosis: «Cobra forma animal, degenera en figuras monstruosas, recorre todos los espacios: mundos y submundos, desde lo celestial hasta lo ultraterreno» (Fangmann, 2000: 163).

El «yo» titubeante, que no logra discernir si su reflejo es «un dios o un monstruo», al «asomarse a su laguna interior» (versos de «La ruptura», Los cálices vacíos), a menudo oculta su género, volviéndose andrógino o hermafrodita: tan pronto se identifica con un «cáliz contenedor» o una «eléctrica corola» como con una «vaina de rayo» o un «gran tallo».

En otras ocasiones, sin embargo, se reconoce en su condición femenina y asume la identidad de una femme fatale que se deleita con el dolor e incluso con la muerte de su interlocutor amoroso a quien «corta en pedacitos, decapita, engulle y deglute» («Fiera de amor», Los cálices vacíos).

El mito de Salomé en su imaginario poético se considera de tal manera recurrente e idiosincrático que llegó incluso a ser interrogada al respecto por Miguel de Unamuno, con quien mantuvo correspondencia epistolar:

¿Y esa extraña obsesión que tiene usted de tener entre las manos una veces la cabeza muerta del amado, otras veces la de Dios? [...] Engastada en mis manos fulguraba como extraña presea tu cabeza...3 ¡Y vuelve la misma obsesión!4


(Silva, 1968: 155)                


No obstante, y a pesar de las palabras de Unamuno, el mito de Salomé, así como el de otras figuras femeninas asociadas a la perversidad, procedentes de diversas fuentes culturales, como Judith, Eva o Cleopatra, estuvo muy de moda en la literatura y en el arte europeo de finales del siglo XIX, lo que indica que su influencia iba mucho más allá del contexto artístico hispano.

En este sentido, Paula Morão, autora de un excelente ensayo titulado Salomé e outros mitos: o feminino perverso em poetas portugueses entre o fim-de-século e Orpheu señala que «estas figuras representam vertentes várias do feminino perverso, mitificado na exibição do corpo, na sedução castradora ou mesmo mortífera para os homens, que, uma vez caídos no seu domínio, não têm salvação» (Morão, 2000: 13).

En última instancia, la decapitación en el discurso poético delmiriano no es más que una de las múltiples formas de fragmentación del cuerpo del otro, desintegración que rememora el episodio mitológico del descuartizamiento de Orfeo por parte de las mujeres bacantes. De ahí que Tina Escaja (2001: 15) hable de la existencia de un «discurso órfico» en los últimos poemarios de Agustini, forma de expresión a través de la cual «se incide en valores de iniciación y desmembramiento que contrastan con las imágenes de la fragilidad que dominaban el "discurso ofélico", característico de la primera producción agustiniana». Encontramos reminiscencias del mito de Ofelia, por ejemplo, en figuras como «la maga», «el hada», «la diosa» e incluso «la musa gris», protagonistas indiscutibles de El libro blanco.

En palabras de Cristina Fangmann (2000: 166), «esta conjunción de imágenes de la mujer, lívida y pasiva, por un lado, perversa y castradora por el otro, se remonta a su vez a representaciones femeninas presentes en la literatura gótica».

Pero la cabeza no es el único miembro que se desprende del cuerpo del amado y que en ocasiones, como constata Sylvia Riestra (2005), «adquiere vida propia» («Tú dormías», Cantos de la Mañana): en una suerte de metonimia, ojos, manos, brazos toman la palabra, centralizan el discurso, anulan la totalidad.

No obstante, en otros poemas, debido a las constantes fluctuaciones del sujeto lírico a las que ya hemos referencia, la plenitud se impone y se asocia al desdoblamiento como otra forma de lo siniestro:

A veces ¡toda! Soy alma; A veces ¡toda!

Soy cuerpo.


(«El cisne»)                


O se combina armoniosamente la totalidad del «yo» con la fragmentación del «tú». Ejemplo de esta simbiosis la encontramos en el breve poema «En silencio», publicado en Los cálices vacíos:


Por tus manos indolentes
Mi cabello se desfloca;
Sufro vértigos ardientes
Por las dos tazas de moka
De tus pupilas calientes;
Me vuelvo peor que loca
Por la crema de tus dientes
En las fresas de tu boca;
En llamas me despedazo
Por engarzarme en tu abrazo
Y me calcina el delirio
Cuando me yergo en tu vida
Toda de blanco vestida
Toda sahumada de lirio.


Como ya hemos advertido, la presencia de lo gótico en la obra de Delmira se hace patente no solo en las imágenes, personajes y mitos a los que la poeta recurre, sino que también impregna el entorno en el que todo este imaginario se inserta: salas medrosas, torres inclinadas y húmedas, selvas hurañas, alcobas agrandadas de soledad y de miedo se convierten en escenarios por donde campean a sus anchas arañas del tedio, grandes búhos siniestros, cisnes sangrantes o hiedras devoradoras. Sobre todos ellos se cierne la sombra de la insatisfacción y de la infecundidad, incapacidad procreadora que alcanzó su máximo auge expresivo en el título de su tercera obra, Los cálices vacíos, que fue, además, el último libro que publicó en vida: «No es una declaración de principios, como el primero, ni una celebración, sino más bien la asimilación de una carencia: los cálices, de hecho, están vacíos, es decir, no cumplen su función primordial» (Bruña, 2005: 177).

Sylvia Riestra (2005) justifica la presencia de lo gótico en la obra de Delmira Agustini como fruto de la influencia que en ella pudieron haber ejercido poetas franceses simbolistas y decadentes, si bien puntualiza que solo en la superficie, ya que «en ella lo siniestro es una construcción que obedece a su propio imaginario más allá de esas influencias».

Nos atrevemos a ir un poco más allá de esta afirmación, puesto que consideramos que la incursión constante de la poeta en la estética gótica de «lo feo» obedece a una voluntad consciente de chocar a sus contemporáneos, quizás con el objeto de legitimar su discurso poético. Delmira no era ajena al efecto que sus composiciones producían en el contexto cultural finisecular en el que le tocó vivir: sabía que su audacia sorprendía y quería, deliberadamente, sorprender.






Referencias bibliográficas

  • Agustini, Delmira (1907), El libro blanco, Montevideo: O. M. Bertani.
  • Agustini, Delmira (1913), Los cálices vacíos, Montevideo: O. M. Bertani.
  • Bruña Bragado, María José (2005), Delmira Agustini: dandismo, género y reescritura del imaginario modernista, Berna: Peter Lang.
  • Escaja, Tina (2001), Salomé decapitada. Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación, Amsterdam: Editions Rodopi.
  • Fangmann, Cristina (2000), «Delmira Agustini y Silvina Ocampo: escritoras del exceso», en Mujeres fuera de quicio. Literatura, arte y pensamiento de mujeres excepcionales, Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
  • Larre Borges, Ana Inés (2006), Cartas de amor de Delmira Agustini con prólogo de Idea Vilariño, Montevideo: Editorial Cal y Canto.
  • Mourão, Paula (2000), Salomé e outros mitos. O feminino perverso em poetas portugueses entre o fim-de-século e Orpheu, Lisboa: Edições Cosmos.
  • Oviedo y Pérez de Tudela, Rocío, «El espacio de Saturno. Delmira Agustini entre lo sublime y lo maldito», disponible en línea.
  • Riestra, Sylvia (2005), «Delmira Agustini y lo siniestro», en La palabra entre nosotras, Actas del Primer Encuentro de Literatura Uruguaya de Mujeres, Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.
  • Rodríguez Monegal, Emir (1969), Sexo y poesía en el 900 uruguayo: los extraños destinos de Roberto y Delmira, Montevideo: Editorial Alfa.
  • Silva, Clara (1968), Genio y figura de Delmira Agustini, Buenos Aires: Editorial Universitaria.
  • Solaz, Lucía (2003), «Literatura gótica», en Espéculo. Revista de estudios literarios, 23, Universidad Complutense de Madrid, disponible en línea.


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