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La invención de Sarmiento

Beatriz Sarlo





Sarmiento escribe a pesar y en contra de sus propios límites; escribe como un acto de rebelión frente al destino que le marcaban su origen familiar y la provincia de la que venía. A su escritura le asigna la función de ganarle un espacio visible, de ponerlo en la competencia, de alinearlo respecto del poder y convertirlo en candidato. Usa la escritura como alguien que está condenado a ella. Sabe que en esta relación única, privilegiada, inescapable con lo escrito está su fuerza pero también una señal clara de su distancia con el poder. En la extensión iletrada de algo que no era la Argentina sino a medias, Sarmiento esgrime el valor de la literatura y el periodismo como si su escenario fuera europeo. Sus problemas tienen que ver con el lugar que un intelectual puede inventar para sí en el espacio político, al mismo tiempo que construye ese espacio. En verdad, convierte a la escritura, en un país de analfabetos, en una de las llaves de la política: despojado de poder económico y de las prerrogativas de un origen ilustre, Sarmiento no tiene otro camino que hacer de la escritura la máquina productora de su capital político.

Sarmiento muestra, en ese sentido, los rasgos de un moderno: enfrentado con un poder que considera bárbaro, habitante de un espacio que todavía no es una república, se preocupa por las dimensiones simbólicas del mundo social entendiendo que las transformaciones culturales consolidan las victorias guerreras y políticas. A la clásica oposición que, escolar y tradicionalmente, organiza los capítulos de Facundo, podría examinársela desde la perspectiva de la cultura con la que opera Sarmiento. Para él, la cultura es la trama producida por el cruce de ciertas virtudes y ciertas habilidades, y no de otras. Si la estética romántica le permite ver el mundo americano de gauchos y montoneros, el espacio rural propio de la barbarie, el programa intelectual que se ha trazado no puede reconocer en ese mundo los rasgos que permitan construir otro, más deseable. Del mundo rural no emerge lo que Sarmiento considera una cultura ni la posibilidad de una síntesis.

Para Sarmiento, el territorio cuya dirección les disputa a Rosas y a sus aliados no es todavía una nación, ni un estado, ni una patria. Con el redactor de la Enciclopedia podría haber afirmado que «no puede haber patria en los estados sometidos. Así los que viven bajo el despotismo oriental, donde no se conoce otra ley que la voluntad del soberano, otras máximas que la adoración de sus caprichos, otros principios de gobierno que el terror, donde ninguna fortuna ni ninguna cabeza están seguras, éstos no tienen patria». Patria y espacio cultural occidentalizado funcionan en Sarmiento como presuposición mutua y sólo en el espacio político e institucional definido de este modo llegaría a desplegarse la función para la que se prepara desde sus primeras lecturas y sus primeros enfrentamientos con los poderes locales. No hay patria sin una cultura, no hay hombre público sin este espacio que no es tradicional sino moderno, que no es un fruto de la historia sino una construcción de la voluntad.

Sin duda, es fácil leer anacrónicamente a Sarmiento. Redactar la lista de todo lo que no entendió ha sido una de las actividades preferidas de lo que se conoció como revisionismo histórico. Sarmiento no se comporta frente a Facundo como un antropólogo entrenado en la ideología del relativismo cultural, ni piensa que necesariamente el poder conglomerado en torno de Rosas sea una emanación más genuina que el que podría construirse alrededor de un núcleo de intelectuales y letrados.

Su movimiento consiste, entonces, en inventarse a sí mismo como figura pública e inventar la nación, crear los marcos institucionales y ocuparlos, plagiar a Europa y Estados Unidos para construir una nueva realidad americana: todas estas operaciones las realiza Sarmiento y, durante las primeras décadas de su vida pública, casi únicamente a través de la escritura.

Es un aventurero y esto se nota en la distancia, a veces irónica y a veces insultante, con que lo juzgan muchos de sus contemporáneos. Está completamente fuera del poder, por lo menos hasta mediados del siglo XIX, y desde ese afuera que no se refrenda por otros títulos que los que él inventa, se propone a sí mismo y a su programa como instrumentos de salvación pública y también como modelos de virtud. El exitoso paradigma pedagógico con el que reguló su ascenso público será también el paradigma que le ofrece a la nación que todavía no existe.

Sarmiento es un moderno: individualista, antitradicional, poco respetuoso de la compleja temporalidad cultural americana. En el Facundo escribe: «Rosas no plagia a Europa» y en ello hace residir el núcleo de su diferencia: la idea de que América debe incluirse en un movimiento universal, homogéneo, de civilización, cuyos costos sociales y morales pueden llegar a ser muy altos. Sarmiento no duda sobre la legitimidad de imponer esos costos: por el contrario, sugiere permanentemente que la construcción de una nueva cultura (política y civilización urbana conjugadas) tiene más de violencia que de práctica persuasiva. Paradójico destino para el intelectual cuya frente de poder son únicamente la escritura y el discurso, pero que debe acceder por ellos al lugar donde es posible el ejercicio de la fuerza.





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