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La invención de una lengua clásica (Literatura vulgar y Renacimiento en España)

Domingo Ynduráin





Se admite habitualmente que la turbulenta vida política y social del siglo XV da paso, con el advenimiento de los Reyes Católicos a un largo período de prosperidad o, por lo menos, de optimismo y confianza en el futuro. Parece también un hecho generalmente aceptado que la literatura y las otras artes acompañan a ese desarrollo; de esta manera, la literatura vendría a reflejar la situación social, política y económica de los reinos peninsulares. Que en el arranque de la nueva andadura aparezca una obra tan pesimista como la Celestina, o que en plena época imperial surja un Lazarillo, no invalida el planteamiento señalado: son excepciones, obras excepcionales cuyo carácter contrasta con el medio en que se producen y surgen.

Ahora bien, dejando a los especialistas los problemas y la descripción del desarrollo histórico, nos encontramos, en el campo estrictamente literario, con algunas teorías u opiniones mediante las cuales se trata de organizar y definir la situación general; así, se habla de un pre o protorrenacimiento español representado por la obra y la personalidad de un Juan de Mena, por ejemplo; después llegará el primer Renacimiento, humanista, impulsado -entre otros- por Nebrija; el momento de «plenitud» coincidiría con la época del emperador; los frutos, ya granados, se empiezan a recoger en Garcilaso. Este Renacimiento dura hasta finales del siglo XVI (Trento, Felipe II, etc.), según unos, o hasta principios del XVII, según otros (Russell, v. gr.), e incluso hay quien lo extiende a los dos primeros tercios de este siglo (como O. H. Green), unificando así Rehacimiento y Barroco en un único impulso o movimiento solidario. Ahora, aquí, no me interesa la relación y conexiones entre Renacimiento, Barroco, Manierismo, etc., sino algunas circunstancias características que se dan en el inicio del renacimiento literario.

En principio, el punto de inflexión entre el pensamiento medieval y la nueva corriente puede situarse en 1492, fecha significativa, entre otras cosas, porque ese año se edita la Gramática Castellana de Nebrija. Cabe, sin embargo, la posibilidad de situar el inicio de nuestro renacimiento en 1481, fecha en que se dan a la estampa las Introductiones latinae. La preferencia por una u otra fecha (por una u otra obra) como punto de partida supone, refleja, dos maneras muy diferentes de entender el Renacimiento; podemos centrar la preferencia en dos nombres representativos, Avalle-Arce y Francisco Rico, respectivamente.

A pesar de lo dicho, esas dos posturas historiográficas coinciden en muchos aspectos, por ejemplo en resaltar la oposición de Nebrija frente a las formas de cultura escolástica, en la defensa de la autonomía de la gramática castellana, en la laicización de la cultura, en la nueva metodología que arrumba los esquemas abstractos en favor de la práctica y la observación directa de la realidad, sin apriorismos totalizadores... En una palabra, Nebrija y los humanistas del Renacimiento se dan cuenta de que el mundo escolástico ha muerto, o debe morir; y se dan cuenta al mismo tiempo de que el mundo antiguo es algo definitivamente perdido, «sólo susceptible de ser recordado por el espíritu. Por primera vez apareció el pasado clásico como totalidad desligada del presente; y, por tanto, como ideal anhelado en lugar de realidad utilizada y al mismo tiempo temido»1, en palabras de Panofsky. Así pues, si los humanistas quieren vivir como en ese tiempo antiguo, deben ir hacia él y hacia delante, no tratar de prolongarlo de manera artificial o convencional, pues si se hace esto último lo que se conseguiría sería desnaturalizar el pasado o el presente, o los dos a un tiempo: este es el sentido de las críticas de Nebrija o Mena, o las de Erasmo en el Ciceronianus.

Si esto es así, lo saberes y construcciones de un Mena, lo mismo que otras exhibiciones latinizantes, no son prerrenacentistas ni pararrenacentistas: por ese camino nunca se hubiera desembocado en el Renacimiento tal y como se produjo; hay que tomar la dirección opuesta para llegar. Es la ruptura, no la continuación del pasado lo que caracteriza la nueva actitud intelectual que se desembaraza de servidumbres formales. Se plantean entonces dos actividades paralelas: una, la recuperación directa de los clásicos, inevitablemente teñida de nostalgia; otra, la creación de obras modernas equiparables a las antiguas, imitatio cargada de orgullo y reverencia.

En cuanto a la ideología medieval, que podemos identificar con escolástica, los humanistas rechazan el esquematismo y la rigidez silogística de sus formulaciones; también critican la idea de un saber abstracto especulativo, destinado a dar cuenta de la totalidad de lo real de una manera absoluta y apriorística, renunciando con ello a la riqueza y variedad del mundo y del hombre. Los humanistas prefieren arrancar de los datos inmediatamente verificables, de los sentidos y sentimientos; pero, sin embargo, practican otra suerte de totalitarismo, el de la gramática (o la filosofía) como saber privilegiado del que arrancan y dependen los demás saberes, las demás ciencias: es el ideal del homo loquax o del orator.

En España, se mantiene la pujanza de la escolástica tradicional con la cual ha de convivir el humanismo, de manera incómoda, no exenta de conflictos y enfrentamientos directos; el orator debe aceptar la superioridad del caballero (ya Erasmo señalaba que España se reserva la gloria militar) o, en el mejor de los casos, admitir el modelo del cortesano o del galateo, incluso la versión reducida del orator que es el cortesano faceto. En cuanto al latín, ya desde la época de Nebrija, se le reserva un papel ancilar, al servicio de ese castellano vulgar que, con o sin imperio, se impone como lengua común en todo tipo de escritos, especialmente en los literarios. Así, se da el caso de que muchos de los erasmistas españoles, por ejemplo, se expresan en vulgar, quedando relegado el latín para temas muy específicos, para usos profesionales. Que algunos erasmistas, como Maldonado2, sigan cultivando, y con éxito, el latín, no altera la situación general. Esto es así porque los renacentistas españoles -humanistas o no, erasmistas o no- tienen muy clara conciencia de que empieza una nueva era, de que ellos van abriendo su propio camino en el medio y en el tiempo que les ha tocado vivir. Entre otros factores, son conscientes de que la expansión por África y el descubrimiento de América ha situado a la península en el centro del mundo: «Antes ocupábamos el fin del mundo, y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio», como escribe Pérez de Oliva en el Razonamiento para la navegación del Guadalquivir.

En lo que sigue quiero describir un aspecto de la actividad lingüística, poniéndola en relación con las circunstancias concretas y el medio general en que se produce; me refiero específicamente a la irresistible ascensión del castellano en detrimento (en contra, a veces) del latín: se trata de ver, entonces, que si la formación clásica es imprescindible para explicar la génesis de determinadas obras (relación autor-texto), no es necesaria en todos los casos para dar cuenta de la recepción literaria (relación texto-lector) ni del sentido (general) que la obra tiene en su momento. Esto, en último término, quiere significar que la génesis de muchas obras romances depende directamente de la presión de los virtuales receptores, al menos si el historiador aspira a una comprensión social del fenómeno que supere el solipsismo individualista.

No cabe duda, sin embargo, de que una gran parte de las obras renacentistas remiten a, o utilizan directamente, textos clásicos, de manera que sin esta perspectiva resulta de todo punto imposible comprender dichas obras. El importantísimo componente clásico de nuestra literatura ha recibido desde antiguo generosa atención, aunque, dado el caudal, todavía quede mucho por hacer. Recordemos, simplemente, a este respecto, a los comentaristas de Garcilaso, o los nombres de Menéndez y Pelayo, Schevill, Cossío, M.ª Rosa Lida y tantos otros. Los trabajos realizados hasta ahora muestran que es la poesía el género más próximo a los modelos y artes retóricas clásicos; en este sentido, convendría siempre tener en cuenta el grupo o los grupos receptores, pues la mayor parte de la poesía se hacía para personas concretas, unidas por lazos intelectuales, profesionales y de amistad, de manera que compartían conocimientos, claves culturales, etc.: la sociedad no era un conjunto homogéneo, por lo cual obras y lecturas deben referirse a las capas o niveles a que pertenecen. Así, junto a obras cuyo medio lo forman un determinado grupo de intelectuales humanistas imbuidos de latinidad3, hay otros cuyas claves resultan menos especializadas y que renuncian a los modelos clásicos, escriben para lectores «romances», con la esperanza de llegar al mayor número de ellos. Y es este último aspecto el que me interesa aquí: la voluntad literaria de escribir en lengua vulgar, de crear en esa lengua y de convertirla en instrumento adecuado para la expresión cultural y artística, situándola al mismo nivel que las lenguas clásicas. Es un aspecto de la renovación renacentista que no contradice, minusvalora ni suplanta el componente clasicista de la literatura del Siglo de Oro, sino que lo complementa, y en determinados casos hace resaltar su presencia al matizar la función que cumple4. Al menos ese es mi intento: llamar la atención sobre un rasgo de nuestra literatura renacentista, rasgo especialmente notable en la prosa, concretamente en la narrativa; mínimamente representado en la poesía culta del XVI.

La preocupación estilística, en relación con los clásicos, es perceptible en cualquier tipo de escritos. Se trata, por una parte, de deslindar el campo de actuación, es decir el género y tipo de lengua que corresponde al tema, apoyándose en modelos antiguos. En este sentido me parecen muy reveladoras las reflexiones que Tomás de Mercado hace en la Suma de tratos y contratos (Salamanca, 1569; Sevilla, 1571) donde explica su propósito y método. Es una actitud en cierto modo semejante a la de Fray Luis de León, cosa lógica si pensamos que ambos escriben en romance obras que habitualmente se redactaban en latín. Entresaco una serie de párrafos -quizá demasiado extensos- referidos a la materia que expone y a la naturaleza de los destinatarios:

«Y, tomando este destino, mi cuidado principal fue tener siempre ante los ojos el talento y condición de la gente a quien mostraba, diciendo en cada punto y contrato solamente lo que bastase, no todo lo que para ornato y hermosura de la obra se pudiera decir, aunque bien se me figuró que, siguiendo tanta resolución, había de salir la doctrina algo desnuda y fea, porque la subtancia sola de la verdad, dado que por ser verdad es en sí hermosísima, no parece tal a nuestra vista lagañosa si no se pone algún color de facundia y elegancia y se viste de argumentos y razones con algunas galas de antigüedades. Mas consideré que vestida de todas sus ropas, que son la eficacia de razones en que estriba y la autoridad de los doctores que la afirman, abultaría tanto con su corpulencia que no cabría la materia de toda esta obra en dos grandes tomos. Lo cual fuera causa que, por el título de perfecta y galana que cobrara, perdiera el de provechosa y se frustrara nuestro intento, que es mostrar a muchas personas que sin lumbre de leyes divinas ni humanas se meten atrevidamente en muy espesas tinieblas de contratos, porque no hubiera mecader que arrostrara a lección tan larga, especialmente que muchas de las causas que se pudieran dar son difíciles de entender a quien carece de filosofía moral, do tienen sus principios y fundamentos, los cuales es necesario se presupongan para entender científicamente las conclusiones que van aquí deducidas.

Este estilo vemos que tuvo Aristóteles en escribir la Lógica, la primera de las ciencias liberales, do se habla a principiantes, enseñando más por reglas y divisiones que por eficaces demostraciones. Aun la misma naturaleza de la razón y discurso enseñó más por preceptos y ejemplos que por razón, juzgando sabiamente que, hablando con novatos en letras, ninguna cualidad mejor podía tener su doctrina que la facilidad y llaneza, porque ninguna cosa es más necesaria en cualquier obra que dejarse entender de aquellos a quien se escribe. Para esto es muy justo abreviarla, extenderla, ataviarla o descomponerla conforme a su ingenio. Por lo cual juzgué acertado hacer la obra falta, temiendo, y creo que con bastante causa, que a salir perfecta y vistosa, le faltara con toda su beldad -como dicen- la ventura, que es mejor, porque no alcanzara el bien que se pretende, ni fuera cosa sabrosa su lección al negociante.

Una sola gala parece pudiera tener toda nuestra brevedad, que no le diera poca gracia, conviene a saber: el primor y elegancia en las palabras, de que en parte también carece la obra. Que los demás vestidos y arreos de que la desnudamos son tan fastuosos y de aparato, que a la clara se entiende haber sido buen acuerdo quitárselos a quien hablaba con gente muy ocupada y distraída en los negocios. Mas este color vivo de hablar elegante no sólo no impedía, antes le añadiera, como suele, una extremada hermosura, porque no hay hermosura más deleitable a los ojos (y) a las orejas (que) una sentencia doctrinal breve y cortesana en el lenguaje que se dice, cosa de que se preciaban mucho los que en Atenas profesaban hablar ático.

Mas áticamente respondo que no hice lo que sabía, que era extenderme, porque dañara, ni esto que aprovechara porque no supe. Lo segundo, digo que, dado se compadezca la elegancia en los términos con la brevedad de la doctrina, no se compadece con la claridad de ella, ni es fácil escribir prima y claramente toda una obra, si ha de ser comprendida y breve. Muestra esta verdad con evidencia, lo primero, que estas sentencias áticas y estoicas, que tanto agradan con la composición de escogidos y exquisitos vocablos, son obscuras de entender aun a los buenos ingenios y han menester suplir con su viveza y erudición mucho más de lo que oyen, y a los botos y tardos es necesaria una glosa y exposición para enteramente percibirlas. Que no se puede negar que si afectáramos hablar en esta obra con elegancia, fuera menester, por lo menos, quitar muchas conjunciones, de que ahora va llena, mudar los modos en los verbos por la pronunciación blanda y suave del período, confiar mucho de la claridad y luz en la doctrina de las comas, cisuras y puntuaciones, que, como dijo el otro, es un género de comento. En lo cual no toda nuestra nación está ejercitada. Demás que, dado se diga y pueda decir en semejante estilo la verdad, más veces se apunta y -como dicen- se da a entender que se explique de plano.

Todo lo cual mueve a los doctores escolásticos, así griegos como latinos, a escribir sus materias sutiles y especulativas con las palabras vulgares y comunes, siendo, como sabemos, facundísimos oradores, teniendo más cuidado de explicar la verdad puntual que elegantemente. El Filósofo, entre griegos, y Boecio, entre latinos, fueron muy primos y eruditos en su lengua, mas en doctrina escolástica usaron a las veces de vocablos ásperos y algo rústicos porque explicaban mejor alguna propiedad natural. En lo cual les imitaron nuestros teólogos -Alberto Magno, Ricardo, S. Tomás, S. Buenaventura-, de quienes no se duda haber sido excelentes latinos.

Lo tercero y último digo, que esta conjunción y mixtura de brevedad y elegancia agrada mucho en una sola sentencia o respuesta presta y aguda, mas en una obra larga como ésta enfadaría, por lo mucho que se perjudicaría a la claridad, condición de mayor entidad. Esto entienden bien los que algo entienden de buena doctrina. Sólo ladran sin cesar un género de gente intolerable que jamás puso pie fuera de gramática, cuyo principal intento en género de letras es parecer leídos, no serlo, tan enamorados de buenas palabras que por encajar en una razón dos buenos términos o hacer la sentencia rodada cortarán por medio una verdad substancial o la explicarán confusamente. El mismo texto evangélico les enfada, con ser católicos, por faltarle la facundia ciceroniana. De este número eran San Agustín, antes de su conversión, y San Jerónimo, estando en el yermo, según ellos de sí confiesan que no leían con gusto sino a Platón, a Virgilio, Ovidio y Homero; tanto que fue menester hostigasen y aun castigasen los ángeles a Jerónimo, para que, como en penitencia del delito pasado, prometiese darse a la lección de la santa escritura, do tanto después aprovechó. A éstos suelo yo comparar a unos mancebos solteros de tan desenfrenado apetito y corrupto juicio que solamente se enamoran de la beldad y lozanía de una mujer; los demás dotes y virtudes, con ser muy amables, sin un buen rostro y donaire, no los estiman. Mas el varón cuerdo mucho más caso hace, conforme a la Escritura, de su castidad, prudencia y sujeción que de cualquier proporción apuesta de miembros corporal. Nace esta diferencia de que los mozos, gente viciosa, miran con ojos de aficionado; el virtuoso, con ojos de marido. Así estos doctos según su estima de muchas cualidades y gracias de sumo deleite y de porte que tiene la sabiduría y verdad, echan siempre mano de la que le es más accidental, y a las veces artificial y postiza, conviene a saber: del primor y elegancia en las palabras con que se explica y enseña. Tiénenla como amiga por pocos días, compuesta y lozana. Mas los verdaderos filósofos cásanse con ella, imitando a Salomón y tomándola por eterna e indisoluble compañera. Así miran principalmente su buen natural y condición; las galas, atavíos y arreos, ellos se los dan y se los quitan cuando quieren y como es menester. Deberían enmudecer estos verbosos con lo que dice Cicerón, cuya disciplina profesan y cuya elocuencia jamás acaban de exagerar, que hablando de lo que ha menester un filósofo: Nunca pedí en mi vida al filósofo fuese facundo. Si acaso lo es, huélgome; pero si le falta, no les estimo por esto en menos».


(p. 20-23)                


«Yo no quise en este opúsculo ser predicador sino doctor, no retórico facundo y elegante sino teólogo moral, claro y breve. Así no escribo persuadiendo y exhortando lo mejor y más seguro, sino enseñando lo que es lícito e ilícito»


(p. 76).                


«[...] aquél llama el vulgo famoso predicador que tiene la lengua esparcida, suelta y suave, buscando más el deleite de los oídos que el provecho del alma».


(p. 91)                


Más interesante es, quizá, la opinión de Mercado acerca del latín escolástico, donde señala el esquematismo formalizado del sistema, frente a la mayor libertad -y, por ende, dificultad- del romance. Es cierto que, ahora, la opinión de Mercado es interesada, metido como está en polémica con Luis Mexía pero, en cualquier caso, cabe resaltar el olvido en que nuestro fraile deja cualquier forma, cualquier estilo en latín que no sea la dialéctica de escuela; frente a las distinciones que establece dentro de las letras romances. Sin duda, lo más curioso es la (interesada y oportunista) inversión de la creencia comúnmente aceptada según la cual el latín es la lengua de los doctos:

«Y pues he tocado el escribir en romance, no callaré lo que a muchos podrá aprovechar, conviene a saber: que para escribir latín basta un hombre ser docto, mas para en romance es menester ser doctísimo y prudentísimo, es necesario que escriba muy mas claro y llano que en latín y que sepa lo que en este lenguaje conviene escribir. Y claridad en el entendimiento y prudencia en el ánimo son dotes rarísimos y, por consiguiente, preciosísimos. Para dictar en latín basta entender bien la materia y, con los preceptos de dialéctica, disponer con buen método la doctrina. Con esto puede seguramente extenderse, navegando a popa, tendidas las velas de su ingenio, y explicar todas las sutilezas que por una parte y por otra se le ofrecen. Pero, escribiendo en lengua común, no cosas de amor humano o divino, que éstas también se pueden gloriosamente ampliar, sino materias otras graves y exquisitas de nuestra religión, es menester guardar muchas circunstancias, explicarlas con estilo llano y fácil, considerar no sólo qué se ha de escribir, sino principalmente lo que se ha de callar, atar y coger las velas al entendimiento muchas veces cuando va volando, cosa ardua y difícil porque se ofrecen algunos apuntamientos ingeniosos de que se enamora tanto el inventor que no puede consigo no explicarlos. Porque, como dice Eliphaz Themanites, uno de los amigos de Job: Sermonem conceptura quis retinere potest. ¿Quién podrá callar la palabra o razón ya concebida, en especial si es de ingenio? Cierto, es gran mortificación a muy pocos concedida. En fin, cuanto es más rara la prudencia que las letras y más el juicio que el entendimiento, tanto es más difícil dictar materias graves en romance que en latín, mayormente que ambos dotes son necesarios, prudencia y saber, juicio y entendimiento -cosa muy más rara sin comparación que la mujer muy hermosa y muy cuerda. Do procede que varones ya envejecidos en días y estudio muchas veces no escriben acertadamente en romance, cuyas obras fueran sin reprehensión en latín. En latín basta escribir la verdad, mas en lengua materna aquella sola verdad que fuere provechosa y de tal modo que no se tome de ella ocasión para ningún mal.


(p. 257-258, cfr. p. 253 y 255. Cito por la ed. de N. Sánchez Albornoz, Madrid, 1977).                


Recuerda Eugenio Asensio cómo Gonzalo García de Santa María, «en el prólogo a su traducción de las Vitae Patrum (Zaragoza, circa 1490) proclamó la necesidad de que el nuevo imperio de los Reyes Católicos adoptase el castellano como instrumento de la unidad política: con ello se adelantó al memorable prólogo de Nebrija a su Gramática Castellana. En un estudio impreso en la R.F.E. (1961) acerca de La lengua compañera del Imperio traté de enlazar este programa, de una parte con las proclamas de L. Valla en sus Elegantiae, de otra con las necesidades de la política y con la tendencia a aplicar a las nuevas naciones los tópicos encendidos de los humanistas italianos en glorificación de la vieja Roma [...] los jurisconsultos y funcionarios de las nuevas monarquías absolutas defendían lo mismo en Francia que en España la unificación de la lengua administrativa y cultural, tanto por la tradición del romanismo como por las exigencias del momento5 En el artículo citado, Asensio escribía: «Hacia 1490, al leer el prefacio de Valla al libro primero de las Elegantiae, micer Gonzalo, que reside en Zaragoza y es jurisconsulto del rey Católico Fernando, cree atisbar una idea eficaz, una solución teórica al candente problema de política cultural que plantea la unificación de los reinos que hablan diferente lenguaje: Aragón y Castilla. La solución -dolorosa acaso para un aragonés- se le aparece clara: Aragón debe adoptar como lengua de cultura la lengua de Castilla, la lengua de la corte que reside en Castilla. [...] Pasa micer Gonzalo al problema del estilo en las traducciones y afirma: "E porque el real imperio que hoy tenemos es castellano, y los muy excellentes rey y reyna nuestros senyores han escogido como por asiento e silla de todos sus reynos el reyno de Castilla, deliberé de poner la obra presente en lengua castellana. Porque la fabla comúnmente más que otras cosas, sigue al imperio. E quando los príncipes que reynan tienen muy esmerada e perfecta la fabla, los súbditos esso mismo la tienen. E quando son bárbaros e muy ajenos a la propiedad del fablar, por buena que sea la lengua de los vassallos e subjugados, por discurso de luengo tiempo se faze como la del imperio. [...] E assí en Francia e en otras provincias la mejor lengua de todas es la de la corte"»6.

A pesar de las coincidencias entre el jurista Gonzalo García de Santa María y el gramático Nebrija, lo cierto es que el proceso estaba ya en marcha de forma espontánea, sin necesidad de acudir al estímulo ni al magisterio italiano: la práctica se impone por su cuenta, son las «exigencias del momento» las que unifican la lengua; después, o al mismo tiempo, se teoriza, se explica, se estimula la tendencia, buscando los apoyos que más convengan. En apoyo de esto tenemos como primer testimonio (el 29-XI-1489) el de fray Bernardo Boil, monje de Monserrat, nacido hacia 1445, probablemente en Tarragona, que escribe: «Pediste me senyor enlos dias passados el nuestro Abbat ysach el qual yo por su maravillosa doctrina y enseyança a ruego delos padres y hermanos desta nuestra montanya en el comienço de mi conversion de latino havia fecho Aragones o si mas querres Castellano, no daquel mas apurado stilo dela corte, mas daquel llano que ala profession nuestra segun la gente y tierra donde moramos para que le entiendan satissface»7. El párrafo transcrito indica que los padres y ermitaños de Monserrat no eran ya capaces de leer latín; muestra, por otro lado, la tendencia a identificar el castellano literario con la lengua de la corte8

y a preferirlo al aragonés utilizado por la gente donde mora Boil, aunque, como se ve, no debía ser mucha la diferencia entre los dos dialectos. Los testimonios de Boil y García de Santa María tienen un valor especial por cuanto ambos son aragoneses; es cierto que el castellano se va imponiendo sobre el aragonés ya desde el siglo XIV, al menos en la cuenca del Ebro, pero estos son, que yo sepa, los primeros testimonios en que ese hecho no sólo se acepta sino que se plantea como un ideal, con una perspectiva de futuro9. Y, como fenómeno concomitante y relacionado con el que acabo de describir, tenemos que el castellano, en cuanto lengua «nacional» viene a sustituir al universal latín; no deja de ser significativo en este sentido que los dos textos citados aparezcan al frente de sendas traducciones: la debilitación de la lengua latina como medio privilegiado de comunicación se compensa con el reforzamiento de una lengua romance común a los diferentes reinos peninsulares cuya constitución contribuye, a su vez, a la relegación del latín.

La tensión entre latín y romance10, la idea de que aquel está en peligro, aunque todavía se piense en que es posible una cierta recuperación o pervivencia de la lengua clásica y eclesial, se nota con claridad en otros textos, por ejemplo en el envío que Diego de Valera dedica a Fernando el Católico de uno de sus tratados en el que compendia una serie de temas tomados de varios autores clásicos; dice Valera: «porque lo que por ellos en lengua latina e alto estilo en diversos volúmenes latamente tratado, en vuestra castellana lengua, en breve compendio e llano estilo serviros pueda. Donde, Illustrísimo Príncipe, se podrá seguir que el estudio desta breve e sinple obra vos dará el deseo de ver y estudiar los originales...»11, donde percibimos que, frente al latín, las lenguas vulgares forman -han formado ya- un término unitario de oposición ya que Diego de Valera, al dirigirse al rey aragonés, habla de «vuestra castellana lengua». Otro aspecto de la dedicatoria nos indica de manera meridiana la irremediable e inevitable victoria de la lengua vulgar, me refiero a la diferencia de estados a que corresponde el uso de uno y otro idioma. Es esta una situación que viene de lejos; por ejemplo, Alfonso de Palencia reconoce y denuncia la penuria latina de su lloroso tiempo, coincide con Valera en traducir compendiosamente, y alberga también la misma esperanza en que su traslado logre despertar la curiosidad por los originales; dirigiéndose en 1459 a D. Fernando de Guzmán, escribe en el Tratado de la perfección del Triunfo militar: «Considerando muchas vezes, muy noble e religioso Señor, las dificultades del bien romançar la lengua latina, propuse reprimir la mano e no presumir lo que no puede carecer de reprehensión. Pero como ove conpuesto el pequeño Tratado de los lobos e perros, e que la intiligencia que del se podía aver conforme a las turbaciones desde lloroso tienpo sería a pocos manifiesta no se trasladando en vulgar, parecióme devido alterar el propósito, e antes escoger que fuese reprehendido, justa o injustamente, de impropriedad en alguna parte de la traslación que dejar sepultado mi trabajo e intención avida en la conpusición de aquella fablilla. [...] E después, viendo que si no se vulgarizase vendría en conocimiento de pocos [...] Porque tomarías gusto de la latinidad e juzgarías si en algo se desviava la traslación vulgar del enxenplar latino12 Reparemos en que tanto la obra de Alfonso de Palencia como la de Diego de Valera son tratados para la educación de príncipes, es decir, obras en las que la carga didáctica es obvia.

Me parece que este tipo de traducciones son muy significativas. No se trata, por supuesto, de que antes no se tradujeran obras del latín al romance pues naturalmente sí se traducían; tampoco se trata de que la latinidad literaria no fuera romanzada pues basta recordar la señera figura del caballero aragonés Juan Fernández de Heredia. Lo que me interesa resaltar es el hecho de que un mismo autor escriba su obra en latín para traducirla después, a fin de que pueda ser conocida por los más; y al mismo tiempo estos traductores comparan las dos versiones, dan cuenta de las dificultades y problemas que una y otra presentan, de la relación entre ambas13, etc. Hay, en medio de sus quejas y protestas, una cierta satisfacción por los resultados obtenidos, y un cierto orgullo -no desprovisto de tristeza por lo que se ve pasar- al constatar cómo se afianza el vulgar y va adquiriendo primores comparables a los del latín. En el caso de obras originales, el punto de referencia sigue siendo el latín, también como referencia explícita; es lo que vemos, por ejemplo, en el caso de Alfonso de Cartagena, que traduce su famoso Discurso a requerimiento del Alférez mayor Juan de Silva, por un aparte, y, por otra, en la Questión (de 1444) responde lo siguiente a su demandante, el marqués de Santillana: «Pues ver vuestra linda eloquencia en nuestra lengua vulgar, donde menos acostunbrarse suele que en la latina, en que escrivieron los oradores pasados, cosa es por cierto que por su gentileça e singularidad deve a todo ome ser agradable14 La benevolencia de Cartagena se manifiesta en ese «deve ser» con el que nos informa, al mismo tiempo, de que no todos veían la cosa con tan buenos ojos como él. Ahora bien, desde Cartagena a Diego de Valera han cambiado las cosas de forma notable y en algunos casos se producen divergencias curiosas y, me parece, significativas; tenemos, por ejemplo, el hecho de que Alfonso de Palencia haga depender directamente la traducción de su correspondiente original: el latín es el criterio para apreciar la calidad de la traslación romance pues una y otra se corresponden directamente; sin embargo, Diego de Valera expone su traducción-compendio como síntesis de varios textos clásicos (no se corresponde, pues, con ninguno en concreto) e insiste en el hecho de que la versión romance constituye un camino y estímulo para acceder a la latinidad: la relación de dependencia se ha invertido y el carácter de la traducción es también diferente, pues el Doctrinal de príncipes aparece como obra autónoma, válida por sí misma y, en gran medida, original. En esto coincide Valera con Nebrija, que si bien compone primero una gramática latina (las Introductiones latinae) escribe después una gramática castellana autónoma, en buena medida original, y la presenta al mismo tiempo como paso necesario para acceder al estudio del latín: «En la çanja de la cual io quise echar la primera piedra i hazer en nuestra lengua lo que Zenodoto en la griega i Crates en la latina; los cuales, aunque fueron vencidos de los que después dellos escrivieron, a lo menos fue aquella su gloria, i será nuestra, que fuemos los primeros inventores de obra tan necessaria, lo cual hezimos en el tiempo más oportuno. [...] I seguirse ha otro no menor provecho que aqueste a los ombres de nuestra lengua que querrán estudiar la gramática del latín, porque después que sintieren bien el arte del castellano, lo cual no será mui difícile por que es sobre la lengua que ia ellos sienten, cuando passaren al latín no avrá cosa tan escura que no se les haga mui ligera, maior mente entreviniendo aquel arte de la gramática que me mandó hazer vuestra alteza contraponiendo línea por línea el romance al latín. Por la cual forma de enseñar no sería maravilla saber la gramática latina no digo io en pocos meses, mas aun en pocos días, i mucho mejor que hasta aquí se deprendía en muchos años» (fol. VII). El romance se convierte y se acepta como lengua de base. Aunque ni Nebrija ni Valera dejen de mirar atrás, de considerar la antigüedad como punto de referencia en su avance. Es un binomio significativo, el eje de coordenadas sobre el que se situarán las futuras producciones.

En estos años, al filo del siglo, la idea de estar inaugurando un nuevo ciclo salta por doquier, aparece en todo tipo de obras. Por supuesto, la dependencia del latín (en contenidos, más que en formas) no ha desaparecido, nunca lo hará completamente, pero los autores ya no consideran ahora su labor como mera prolongación o derivación (y, en definitiva, degradada) de los escritos antiguos por ellos manejados; afirman, por contra, la importancia y mérito de su trabajo, gracias al cual abren nuevos horizontes: refunden y sintetizan, sentando con ello las bases para nuevos avances, al mismo tiempo desarrollan el castellano, sermo en que, gracias a ellos, podrán expresarse con elegancia los autores venideros. Veamos, por ejemplo, una de las obras mejor escritas de todo el siglo XVI; me refiero a la espléndida prosa en que Gabriel Alonso de Herrera redacta su Obra de agricultura (1513), donde expone con toda claridad cuál ha sido su trabajo, su mérito: «No entienda ninguno que digo ser yo el primer inventor de esta arte de Agricultura, pues della vivieron nuestros antepasados y vivimos nosotros, y della, en griego y latín, hay muy singulares libros escritos, mas digo ser yo el primero que en castellano procuré poner las reglas y arte dello, lo qual cuánto sea trabajoso concordar a las veces discordantes autores, cotejar, desechar, escoger, reprobar algunos usos antiguos y modernos, vuestra illustre señoría lo ve; ponerlo en lenguaje que nunca estuvo es cosa nueva y causa admiración. [...] otros habrá que con más doctrina y mejor estilo proseguirán los preceptos y reglas desta arte, mas pienso no haber hecho poco ser principio en nuestro castellano y abrir la puerta a otros15 Naturalmente, la Obra de agricultura no va dirigida a los campesinos; dudo incluso de que la leyeran los grandes propietarios rurales; no sé si realmente tuvo alguna vez utilidad práctica, pero me da la impresión de que la obra de Alonso de Herrera funciona en su época como texto literario o, si se prefiere, científico, como pura teoría.

Las traducciones, lo mismo que las obras escritas en romance, dependen de las llamadas condiciones objetivas; lo cual no significa que las motivaciones ideológicas, del tipo que fueren, no influyan en el desarrollo de unas y otras, lo mismo que en la modificación de tales condiciones objetivas. Quiero notar, únicamente, cómo a las aspiraciones culturales se superponen unas determinadas exigencias materiales que hacen muy difícil -en algunos casos imposible- la consecución de esas expectativas. Es lo que sucede con el cultivo de la lengua latina: la impresión de obras en esta lengua choca con obstáculos casi insalvables. Testigo de tal estado de cosas es el doctor López de Villalobos cuando, por los mismos años en que Alonso de Herrera publica su obra, se queja: «En latín tengo escripto esto y otras cosas en un tractado que se dice De potentia vitali. Mas los impresores de España no quieren imprimir libros de latín si el mismo autor no pone la costa de su casa. Y como yo no soy librero, tengo por pesadumbre trabajar en el estudio de la obra y gastar la hacienda para el provecho de los que no lo han de agradescer16.» Así pues, quien quiera llegar a un círculo de lectores medianamente numeroso debe escribir en romance, y quien no tenga medios de fortuna para costear la edición, también. Las consecuencias que desde un enfoque social se derivan del lamento, probablemente exagerado, de López de Villalobos son tan interesantes como obvias: no hay público para esos libros y cuando se publican recorren unos circuitos de difusión minoritarios, de forma que resulta más útil copiarlos a mano para uso de las personas directamente interesados en ellos, lo cual, a su vez, supone sacar del mercado, esto es, de las expectativas del público las obras en latín que, de esta manera, van perdiendo importancia en la conciencia colectiva, quedan apartadas del uso común.

Sucede, además, que los clérigos tampoco saben latín, de manera que cuando se presentan problemas que, a juicio de las autoridades eclesiásticas, son verdaderamente importantes, las normas o la doctrina se dictan en romance a los encargados de aplicarlas o explicarla. Por eso, el darocense Pedro Ciruelo (entre paréntesis, no muy bien considerado por Nebrija), en el prólogo de su Reprobación de supersticiones y hechicerías, advierte, refiriéndose a estas creencias, «que en estos tiempos andan muy públicas en nuestra España por la negligencia y descuido de los señores prelados y de los jueces, ansí eclesiásticos como seglares, a los cuales va dirigida esta obrecilla», y aunque en su Tratado de la Confesión ya ha tocado el tema, señala: «he deliberado con buen celo de caridad, como debo a todos mis naturales próximos de España, escribir este otro libro en nuestra lengua, en el cual más particularmente...»17; y por las mismas fechas publica fray Martín de Castañeda su admirable y perspicaz obra sobre el mismo asunto, también en castellano.

Si el común de los hombres de iglesia no sabe latín, los universitarios tampoco. O. H. Green recuerda cómo «Melchor Cano reconoció, que por lo menos hasta que llegó a Salamanca Francisco de Vitoria (muerto en 1546), los profesores de aquella universidad no solían insistir en el estilo y que los escolásticos eran descuidados en ese punto»18; no es un testimonio aislado. Juan Méndez Nieto escribe: «todo era barbarie en aquella Universidad, no había quien se atreviese a hablar diez palabras en latín y todos los maestros de todas las ciencias hacíanlo en buen romance, y si alguna vez se atrevían con el latín era bárbaro y malo, que se tenía por mejor el romance19.» Habría que ver cuántos de los que se quejan y lamentan por la pérdida del latín, y cuántos de los que dicen beber directamente de las fuentes clásicas son sinceros, empezando por Guevara, el caso más claro; a este propósito recordaré sólo el caso del Dr. Laguna, cuya formación clásica, humanista, es menos sólida de lo que él quiere hacer ver, como ha puesto de manifiesto Marcelo Bataillon; pues bien, Laguna desprecia a Nebrija cuyo método para la enseñanza del latín encuentra anticuado, criticando lo que hoy se reivindica como el mayor mérito de su gramática, el practicismo con que se atiene a los hechos concretos; al hilo de una breve reflexión sobre algunas traducciones, escribe Laguna:

«Mátalas Callando.-[...] Decorar aquel arte se me hacía a mí gran pereça y dificultoso como el diablo, principalmente en aquel gurges, merges, verres, sirinx et meninx et inx, que paresçen más palabras de encantamiento que de doctrina. Tan dificultosas se me haçían después que me las declaraban como antes. Parésçenme los versos del Antonio como los Salmos del Salterio, que quanto más oscuros son más claros; mejor entiendo yo, sin saver latín, los versos del Psalterio que en romançe. Dixo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga tus enemigos por escaños de tus pies. En la salida de Isrrael de Egito, la casa de Iacob, del pueblo bárbaro; diçe el Antonio: la hembra y el macho asientan el género sin que ninguno se lo enseñe. Más paresçe que enseñan a hazer corchetes que no latinidad. Machos te serán los quasi machos, y hembras las como hembras.[...]


PEDRO.-  ¿Pues todavía se lee la gramática de Antonio?

JUAN.-  ¿Pues quál se había de leer? ¿hay otra mejor cosa en el mundo?

PEDRO.-  Agora digo que no me marabillo que todos los españoles sean bárbaros, porque el pecado original de la barbarie que a todos nos ha tinido es esa arte.

JUAN.-  No os salga otra vez de la boca, si no queréis que quantos letrados y no letrados hay os tengan por un hombre extremado y aun necio.

PEDRO.-  ¿Qué agrabio me hará ninguno desos en tenerme por tal como él lo es? No me tengan por más ruin, que lo demás yo se lo perdono. Gracias a Dios que Mátalas Callando, sin saber gramática, ha descubierto todo el negocio; paresçe cosa de rebelaçión. Entretanto que está el pobre estudiante tres o quatro años decorando aquella borrachería de versos, ¿no podrá saber tanto latín como Cicerón? ¿No ha menester saber tanto latín como Antonio qualquiera que entender quisiere su arte? Doy os por exemplo los mesmos versos que agora os han traído delante; ¿qué es la causa que para la lengua latina, que bastan dos años, se gastan çinco y no saben nada, sino el arte del Antonio? [...]

JUAN.-  ¿Que no conosçen al Antonio en todas esas partes ni deprenden por él? Agora yo callo y me doy por subjetado a la razón. ¿Qué artes tienen?

PEDRO.-  De Herasmo, de Phelipo Melanthon, del Donato. Mirad si supieron más que nuestro Nebrisense; çinco o seis pliegos de papel tiene cada una, sin versos ni burlerías, sino todos los nombres que se acaban en tal y tal letra son de tal género, sacando tantos que no guardan aquella regla, y en un mes sabe muy bien todo quanto el Antonio escribió en su Arte.»20


Vemos cómo Laguna, lo mismo que muchos italianos, y erasmistas, no son partidarios del método nebrisense. Las cosas son, pues menos esquemáticas de lo que a veces pueden parecer: Nebrija se opone a los escolásticos, a los que también se oponen los erasmistas, pero estos humanistas tampoco aceptan a Nebrija. Los italianos coinciden con los erasmistas en no apreciar demasiado el latín de los escritores españoles; y si aquí algo se valora en este aspecto es la labor de los neoescolásticos del XVI, desde Juan de Celaya a Francisco de Vitoria. Es cierto, sin embargo, que hay en España algunos humanistas cuyas obras fundamentales se escriben en latín y cuyas investigaciones filológicas encuentran más dificultades que estímulo en la sociedad de su tiempo, es el caso de los llamados (con una flagrante contradictio in terminis) humanistas cristianos: en este aspecto es determinante la desconfianza con que las autoridades eclesiásticas observan esas actividades. Tampoco faltan problemas para quienes escriben en vulgar sobre temas habitualmente reservados, a pesar de los ya viejos intentos de la devotio nova. Es lo que se desprende, por ejemplo, de las cautelas de P. Malón de Chaide, en la Conversión de la Magdalena, cuando se apoya en el magisterio de fray Luis de León y cuando recurre al voluntarismo imperialista, ¡en 1588!: «espero en la diligencia y buen cuidado de los celosos de la honra de España [...] que, con el favor de Dios, habemos de ver muy presto todas las cosas curiosas y graves escritas en nuestro vulgar y la lengua española subida en su perfección, sin que tenga envidia de alguna de las del mundo [...] de donde se seguirá que la gloria que nos han ganado las otras naciones en esto, se la quitamos, como hemos hecho en lo de las armas. Y hasta que llegue este venturoso tiempo, que ya se va acercando, habremos de tener paciencia con los murmuradores21.» No deja de sorprender esta actitud cuando ya Acuña o Aldana, como tantos otros, han renunciado al sueño imperial.

En cualquier caso, las obras literarias, que son las que principalmente nos interesan, no conocen de forma tan aguda esos problemas y se afirman sin dificultades en el uso del romance. Incluso como sustitución del latín, al que no continúan, sino que expolian y traducen como para mejor prescindir de él. La alternativa vulgar/latín, como oposición excluyente para muchas mentalidades de la época se percibe, por ejemplo, en el testimonio que, con otro propósito, aduce E. Asensio: «De la boga del villanciso da testimonio Benoît Court (Benedictus Curtius) en su comentario latino a los A resta amorum de Marcial de París (o de Auvergne) impreso por vez primera en 1533: "Ningún pueblo es más dado e inclinado a la pintura del amor que los españoles. Porque todas sus bibliotecas están llenas de estos libros que exponen a la venta por encrucijadas y tiendas, todas rebosan de villancicos amatorios. Pues en estas cosas ejercitan su lengua, que llaman romance, y de la que esperan conseguir más honor que de la latina. Y así sucede que entre ellos hay pocos latinos"...»22. No sé yo si la relación causa-efecto está ahí correctamente planteada, pero lo que me parece indudable es el carácter solidario de los dos fenómenos. Por otra parte, creo obligado relacionar la descripción comercial contenida en la cita con el texto de Villalobos reproducido arriba.

Pero no se trata sólo de villancicos, ni de temas amorosos. Pero Mexía escribe su Silva, según él mismo advierte, para poner al alcance de quienes no saben latín las noticias, anécdotas, etc., referidas por Aulo Gelio, Ateneo, Macrobio...; se muestra Mexía muy orgulloso de ser él quien primero sintetice en castellano un contenido de esta naturaleza; y en los Diálogos vuelve el magnífico caballero a insistir en esta idea: publica la obra a requerimiento de unos amigos, como es normal, pero, además, explica: «yo vine en hacerlo porque me pareció que, en parte, era proseguir el intento que en lo que a mí ha sido posible he deseado y procurado, que es hacer participante a nuestra lengua castellana de algunas de las cosas de erudición y doctrina que la latina, para los que no la saben, tiene escondido y secreto; porque en estos Diálogos, aunque en breve y llano estilo, se tratan dellas algunas; y también porque fuessen éstos como muestra y prueba para que si sucediere agradar y ser recibidos, dándome Dios fuerza para ello, prosiga en hacer el volumen mayor y el pasar a nuestra lengua algunas cosas destas que injustamente, por culpa de sus naturales, está privado23.» Es la actitud de Alonso de Herrera y de Diego de Valera, aunque hay una diferencia fundamental: éste se dirige al rey y mantiene la esperanza de que su obra sirva para la vuelta al latín; otros escriben para un receptor colectivo y, sobre todo, no se consideran instrumentos para la recuperación del latín, sino iniciadores de una vía nueva: sus obras sustituyen (y probablemente mejoran, aunque no se atrevan a decirlo directamente) al latín.

La insistencia por parte de los autores en que ellos son los primeros24 que hacen tal o cual cosa es tan frecuente a lo largo del siglo, y aun después, que no será necesario aducir otros ejemplos. Ocurre que la conciencia de originalidad (con todas las matizaciones que se le quieran hacer a ese concepto) está presente y es muy viva en los escritores del Renacimiento en España; a este respecto creo que convendría volver a plantearse la dialéctica tradición/originalidad, insistiendo más en este segundo término de lo que ahora se hace: la imitatio retórica no es muchas veces más que un apoyo circunstancial que no oculta el deseo, la búsqueda consciente y decidida de la originalidad literaria y de pensamiento. España es una comunidad nacional mucho más despegada de la tradición clásica que, por ejemplo, Italia, lo que en algunos aspectos no deja de ofrecer ciertas contrapartidas ventajosas; es esa independencia, unida a factores como el sincretismo cultural, la continuidad medieval, el componente religioso y, quizá, el peculiar realismo hispánico, lo que permitirá la ruptura de las convenciones literarias clásicas. Más que herederos, los españoles se consideran continuadores o sustitutos del Imperio romano al aceptar la extendida idea de que el centro político universal se desplaza siguiendo el curso del sol, de oriente a occidente25; ahora, la potencia militar y política hace de la península ibérica el centro del mundo conocido; el otro centro, el espiritual, se encuentra en Roma, naturalmente.

Resultado de todo esto es la situación que Diego de Hermosilla expone por boca de Godoy en el Diálogo de los pajes cuando, al tratar de las condiciones que deben reunir los futuros palaciegos, dice: «Lo primero que han de aprender, si quisieren saber algo, es latín, aunque ya no les hace tanta falta como solía porque casi los mejores libros de philosophía, oratoria y de historia y poesía están traducidos en castellano pero aun de esos no se quieren aprovechar.»26 Hermosilla no habla del teatro, que también se traduce; y no se refiere a la novela porque las retóricas clásicas no incluyen ese género en sus repertorios. Sin embargo, la novela es un género que durante la época que nos ocupa se desarrolla de manera asombrosa, y no me refiero al Guzmán ni al Quijote, sino a las novelas de caballerías (Amadís, Tirant), al género sentimental o pastoril, etc. Se da el caso de que estas obras, más otras que ahora citaré, acaban de centrar el problema que me viene preocupando a lo largo de estas páginas, me refiero, otra vez, a la literatura -como arte- y a la recepción de las obras literarias (si es que se pueden separar los dos aspectos): no cabe olvidar que los éxitos de público y librería son, en estos años, además de las obras citadas, la Celestina, la Silva de varia lección, el Relox y algunas obras morales, éxitos que se producen tanto dentro de nuestras fronteras como fuera de ellas. Ahora bien, si comparamos este éxito, que salta sobre años y naciones, con la indiferencia, cuando no desprecio y condena, con que los humanistas (en especial erasmistas y afines) consideran tales obras, nos encontraremos una curiosa contradicción que no se resuelve -más bien se agudiza- señalando los antecedentes e influencias clásicas observables en muchos de esos títulos.

Una cosa es la valoración de los humanistas clasicizantes, felices cuando reconocen una expresión o un pensamiento antiguo, o una construcción retórica, y otra, muy diferente, que esa felicidad se tome como criterio único o privilegiado para valorar una obra. Por supuesto que el señalado es un placer tan legítimo como cualquier otro, siempre que la obsesión por las fuentes no convierta lo que puede ser mera anécdota circunstancial en núcleo y base de la obra, ahogando las funciones reales y suplantando el verdadero sentido de la obra. En la mayor parte de los casos, «explicar» una obra por sus antecedentes no deja de ser un sucedáneo, aunque los antecedentes sean elementos importantes en la construcción. Los ejemplos son numerosos; la novela sentimental y caballeresca apenas ofrecen problemas en este sentido, por ejemplo; la Celestina es caso más complejo, y ha sido complicado por estudios que no hacen otra cosa que poner de manifiesto la irreductible originalidad de la construcción, de la obra como conjunto, aunque esta o aquella pieza, este o aquel formante tengan un rosario de antecedentes y modelos. Al Lazarillo le ocurre otro tanto: la construcción retórica del prólogo no es bastante a enmascarar los orígenes novellescos o folclóricos de las facetiae, la dependencia de la facetudo renacentista ni la originalidad de la construcción estructural, del proceso vital en que va haciéndose el protagonista, de la doble perspectiva, etc. Sin duda, el empeño por resaltar los arrastres clásicos del librito, en lugar de verlo como hijo de su tiempo, vuelto hacia el futuro y, en definitiva, como arranque y origen de una nueva línea literaria, es desnaturalizar la obra27.

Sin duda es una pena que en nuestra historia no triunfaran los que fueron vencidos; es también una lástima que nuestros antepasados no tuvieran la formación clásica que hubiéramos deseado, pero así son las cosas. Quizá la culpa sea de la rígida división en clases, heredada de la Edad Media, que hace que oradores y defensores ocupen ámbitos bien diferenciados, quizá los nobles y caballeros anden demasiado solicitados por sus obligaciones militares, con el consiguiente distanciamiento respecto a la cultura y sus representantes, ese grupo social que no acaba de constituirse, medio despreciado por los grandes señores (como muestran las quejas de A. de Torquemada en su Manual de escribientes y en el Coloquio pastoril y sin el apoyo de una burguesía que apenas existe... Las causas de una ausencia son siempre difíciles de precisar, pero la realidad está ahí, de manera que no cabe ignorarla. Ni valorarla por aquellos pequeños indicios que la acercan a otras culturas pero que no caracterizan la nuestra. Los autores españoles entran a saco en la cultura italiana pero apenas beben directamente de la latina.

No es que yo quiera seguir las opiniones antihumanísticas de un Dominici, pero, en literatura, en nuestra literatura, casi todas las obras en prosa que merecen la pena, geniales, lo son a pesar de retóricas y modelos. Esto hay que tenerlo en cuenta, no sea que por evitar un supuesto historicismo materialista se caiga en el determinismo histórico. Hoy por hoy, hay una clara tendencia a primar las leyes de la herencia, la explicación genética; quizá como reacción frente a los excesos del sincronismo estructuralista (y frente a las fantasías «gramaticales» derivadas de él), o, quizá, como reflejo de la dificultad, típica de nuestros días, para integrar el alud de datos que se reciben en un sistema menos simple que la serie correlativa de los fenómenos, tomados uno a uno; lo cual revela una notable incapacidad para la abstracción, para la elaboración de teorías. Que los grandes modelos ideológicos (desde la sociología al generativismo) no hayan dado en la práctica todos los frutos que de ellos se esperaba no justifica tampoco el abandono de los planteamientos teóricos ni su sustitución por una mera praxis taxonómica, aunque este trabajo sea necesario, utilísimo, imprescindible.

Pero, volviendo a nuestro tema, creo que en el siglo XVI y en los primeros años del siglo siguiente, «cada nuevo libro puede ser una aventura del espíritu», y es esto lo que confiere la originalidad, viveza y frescura que caracteriza a esas obras. Un aspecto de esa aventura es la lucha por desembarazarse del esquematismo y de la rigidez escolástica o nebribense, y de las autoridades: frente a un mundo ya construido, definido y cerrado, las gentes del Renacimiento tratan de ver la realidad directamente, con sus propios ojos. Una de las cosas que descubren es el esplendor del mundo clásico; otra, que no viven ese mundo, de manera que deben construirse el suyo. No es, pues, sólo la presión administrativa o cancilleresca la que lleva a la adopción y unificación de las lenguas vulgares: hay que tener en cuenta también las necesidades expresivas, artísticas, porque los creadores del Renacimiento saben que los motivos y temas clásicos no son disociables de su mundo; en consecuencia o se escribe en latín, lengua de un Imperio desaparecido (lengua eclesiástica, por otro lado) o se escribe en vulgar, para el presente. Y para el futuro.





 
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