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CAPÍTULO II

LA NOVELA DEL INDIO TUPINAMBA



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UNA COINCIDENCIA HISTÓRICA

     Con notable ironía dice el narrador de La novela del Indio Tupinamba que «el único valor de esta novela, bien lo sé, está en su coincidencia con el cambio de rumbo nacional» (22). Lo que Granell llama «coincidencia» es nada menos que la guerra civil española en tres momentos: el que procede a la violencia abierta, el conflicto armado y el período de la posguerra.

     El realismo testimonial no tiene cabida dentro del surrealismo, aunque en el Segundo manifiesto Breton reconoció la importancia de fundir en un solo objetivo la transformación del mundo (Marx) y cambiar la vida (Rimbaud). Si Breton se mostró en contra del desarrollo literario de temas preconcebidos, como el histórico, tampoco tuvo aprecio para el género novelesco: «En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar vida a las obras pertenecientes a géneros inferiores tal como la novelística, y, en general, todos los que se sirven de la anécdota» (23). [56]

     Por muchas razones es esta novela de Granell una obra surrealista, pero, al mismo tiempo, su uso de nombres de personas reales, como los miembros de la Academia, y lo explícita de la ubicación histórica son más bien características de la novela testimonial. Es comprensible el compromiso del autor con una experiencia tan sentida en carne viva como la guerra española, pero lo que más impresiona es cómo convierte esta experiencia en una novela surrealista.

     Si Granell hiere sensibilidades con la agresividad de su léxico y con sus alusiones explícitas, el surrealismo le provee con una defensa muy convincente. Breton se imagina un proceso en que el autor es acusado de atentar a la moral pública, de difamación, insultos al ejército, inducción al asesinato y a la violación. «En su defensa, se limita a proclamar que él no se considera autor del libro en cuestión, ya que éste tan sólo puede considerarse como una producción surrealista que excluye todo género de consideraciones acerca del mérito o demérito de quien lo firma, ya que el firmante no ha hecho más que copiar un documento sin expresar sus opiniones, y que es tan ajeno a la obra nefasta cual pueda serlo el mismísimo presidente del tribunal que le juzga» (24). Claro está que si hay algo que objetar, la culpa la tiene la voz surrealista que le ha dictado la obra, que no es más que la transcripción de lo dictado por aquella voz de un estado de completa receptividad.

     Efectivamente, encontramos que Granell no es más que el «firmante» de la novela en cuestión, hecho confirmado por las fotos que preceden al texto, mostrando a dos aborígenes repletos de plumas y lanzas. Debajo de las fotos se lee: «El Indio Tupinamba (izquierda), autor de esta novela, con el redactor (derecha) de la misma». Como dice el título, ésta es la novela del Indio Tupinamba. [57]

     El argumento, tal como es, de la novela parte de la referida «coincidencia histórica», pero está lleno de elementos surrealistas, como la metamorfosis, encuentros fortuitos, y hechos absurdos, y, sobre todo, preside el incisivo humor de Granell.

     Esbozaremos brevemente el hilo argumental, aunque se trate de un hilo muy tenue.

     El primer momento de la novela corresponde al comienzo de la guerra. Un personaje sólo identificado como un «Señor» entra en una librería, agitando un pañuelo para atraer la atención del Dueño. Se forma una muchedumbre que lo imita, como en una gran despedida colectiva, y la «enmarañada selva humana» desaparece para ir en busca de su ración de azúcar. El Dueño es el mismo Indio Tupinamba; el señor se revela como Conquistador, quien procede a cortarle la cabeza al Indio. Este vuelve a ponérsela con facilidad. Un Cura renegado se junta a ellos. Es una época difícil porque «el país entero estaba partido en dos, encima de lo partido que se hallaba antes del estallido» (19). El Cura decide hacerse intelectual, luciendo su celebrada «poesía campesina» ante la Unión de Intelectuales.

     En plena guerra ya, el Indio visita a un general muy cortés que desprecia las pocas y pequeñas guerras de las Américas, «esos pueblos nuevos». Le enseña al Indio la guerra verdadera: una escena de prostitución y la toma de un convento. Granell se muestra bastante imparcial en la sátira que dirige a ambos bandos. Como dice el Cura: «No hay la menor diferencia entre uno y otro. No sé para qué estamos divididos». El Indio se encuentra con un gitano y su hija y luego se casa con ésta. La quinta columna de barberos les corta el pescuezo a los leales desprevenidos que acuden a las barberías. El Indio se salva por el falo de obsidiana que sostiene su cuello, pero lo llevan al paredón. El Indio, el gitano y su hija se quitan la cabeza para que no les puedan fusilar, ya que tal es la diana del pelotón de ejecuciones. El jefe stalinista logra que el Indio le confíe el secreto de efectuar la autodecapitación, pero al probarlo él mismo, se encuentra con que no sabe la manera de ponerse de nuevo la cabeza, y así nuestros héroes están a salvo. Otras escenas van desde el campamento del Gran Turco, atendido por el Obispo [58] y otros aduladores, hasta el campo de batalla en Aragón, donde se derrama sangre en todas partes. Los leales, derrotados, tiran sus armas y otras pertenencias a un abismo mientras el Indio Tupinamba entona un canto de esperanza.

     El tercer momento lleva a los principales en éxodo a la República Occidental del Carajá, donde los refugiados son recibidos por una comisión compuesta por los que llegaron antes, entre ellos el Cura y el Conquistador. La República Occidental del Carajá, bajo el mando del gran Boss, no conviene al espíritu libre del Indio, quien vuelve a España. Allí no encuentra más que prostitutas, militares, curas, mendigos, violencia, catedrales y escritores chabacanos. Se cuenta la historia alegórica de un puente de fuego entre las funerarias de dos hermanos rivales. El Indio Tupinamba pasa una jornada en la Academia de Artes y Ciencias, donde los académicos se dedican a disecar cadáveres ilustres. También presencia la instalación de la Máquina Científico-Moral, manejada por esclavos. El vate nacional de Carajá es Teddy Lincoln Zamora, apologista del gran Boss violador de su madre, y se asiste a vertiginosos cambios de régimen. El Conquistador es nombrado cónsul de España en Carajá. La industria espartera española que se origina en Madrid está en gran auge, llevada a cabo por obreros moribundos con la boca sellada para evitar que se coman el esparto. El país, orgulloso de no necesitar de «la monstruosa mecanización», proclama el lema «todo a mano». Al final, el Indio Tupinamba decide saltar al abismo para no perderse, y, en su visión mágica, el mundo se convierte todo en lagartijas. «Tanto da una lagartija, que un mendigo, que un canónigo, que una catedral, que un cuchillo» (221). Desde una goleta, el Indio Tupinamba suelta una escalera de nudos y sube camino arriba, en una ascensión maravillosa.



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RESPONSABILIDAD COLECTIVA E INSTITUCIONAL

     Al fijar responsabilidades por las condiciones que condujeron al conflicto bélico, Granell muestra la oposición surrealista a todo lo que tienda a convertir al hombre en autómata, exigiendo [59] su conformismo a patrones establecidos. En su novela, examina las condiciones sociales que hicieron posible la guerra civil y la mayor parte de la culpa recae sobre los grupos organizados y las instituciones. Que el escritor surrealista emprenda un examen de este tipo no resulta nada sorprendente si recordamos que este movimiento apoya la resistencia individual. Además, Breton dejó apuntado que «en nombre del imperioso reconocimiento de esta necesidad [de modificar totalmente las condiciones externas de la vida social], considero que no podemos evitar plantearnos con toda crudeza la cuestión del régimen social bajo el que vivimos, quiero decir con esto la cuestión de la aceptación o la no aceptación de este régimen» (25). Aceptando como una consigna el propósito de transformar el mundo y cambiar la vida, Granell se adhiere al surrealismo definido por el poeta francés, así que su novela no escatima, ni mucho menos, la tarea de examinar la situación social y formular acusaciones contra las fuerzas que sumieron al país en una desastrosa guerra interna.

     En el primer capítulo de la novela, el público que se congrega frente a la librería es una agrupación convencional que reacciona sin reflexionar, cambiando repentinamente de un estado emocional a otro. Todos están dispuestos a seguir cualquier corriente, como lo ilustra el hecho de que, al ver al Indio Tupinamba agitar el pañuelo ante el Librero, creen que se trata de una despedida en un muelle y proceden a imitarlo, deseándole feliz viaje al viajero. El bullicioso entusiasmo cede a la congoja, sin ningún motivo, y el Señor (el Indio Tupinamba) y el Dueño, antes idolatrados por la multitud, se ven, de pronto, completamente abandonados y solos. Como reflejo de este cambio de actitud colectivo, ocurre algo parecido entre el Dueño y el Señor, quienes irrumpen en una acalorada disputa sin causa.

     En los primeros capítulos de la novela hay otro grupo, la Unión de Intelectuales, que celebra la poesía campesina que escribe el cura, goza contemplando la degeneración de las clases altas y organiza Orquestas Proletarias. En esta agrupación también se ve la facilidad con que pasa la gente de un estado emocional [60] a otro, lista a pelear en cualquier momento por motivos de envidia.

     En plena guerra, el autor fija nuestra atención en otros grupos que participan en la común degradación, pero no sin señalar cierta desigualdad en la división nacional: «Los militarotes, junto con los aristócratas, los terratenientes, los banqueros y los señoritos, se habían alzado en armas contra los trabajadores» (19). La enumeración de los varios grupos que forman uno de los bandos subraya su fuerza contra el otro, resumido en solamente una palabra: trabajadores. Granell logra convencernos de lo poco que pedían éstos al decir lo que querían en forma negativa:

                Querían que sus hijos no tuviesen caries, que sus madres no viviesen en cuevas, que sus abuelos no padeciesen cáncer, que sus primos no se arrastrasen con los pulmones deshechos, que sus amigos no tuvieran torcidos los huesos de las piernas por el raquitismo; que si había tanguistas, que fuesen -¡allá ellas!- las marquesas; que las camas no tuviesen chinches, ni ratones las fábricas, ni escorbuto los recién nacidos, ni querían tampoco que las casas estuvieran atiborradas de arañas, ni que subiesen los gatos a la mesa de comer, ni que apareciese por la noche el cobrador de la luz a cobrar la luz del día no habiéndola eléctrica; no querían ir a los tribunales, y luego a la cárcel, por el simple hecho de decir que no eran mulos de carga, o bien, en ocasiones, que el canónigo tal o cual estaba gordinflón como un buey, o cosas por el estilo, extraídas de la sana observación. No querían, no, los trabajadores, que hubiese prostitutas de las suyas por causa del hambre, la ignorancia y el ejemplo de las del otro lado. No querían nada, como se ve. No querían nada ni siquiera de lo que tenían, que era nada. Esa era la nada que por nada querían (28-29).

     En cambio, los del otro lado, los generales, los obispos y los industriales, están descritos con lo mucho que tienen para aplastarlos: las armas de guerra y las prisiones.

     La degradación que conllevan las guerras se ve en una escena que, de modo parecido, muestra otra desigualdad numérica. Se trata de la cola interminable de soldados que esperan su turno ante la muchacha prostituida. Por otra parte, después de la guerra, el Indio Tupinamba encuentra que ya no hay soldados, pero proliferan las prostitutas. [61]

     La institución militar es objeto de la sátira del novelista en la persona del general que abre una lata de tomate a tiros, hace payasadas que remedan maniobras militares para impresionar al Indio Tupinamba, y luce con vanidad montones de condecoraciones. Como institución, se ve un anillo formado por los generales que rodean al Gran Turco. Otros anillos los forman los prelados y los diplomáticos. Granell, que se muestra generoso con el cura renegado, tiene sólo desdén por la alta jerarquía de la Iglesia. El cura, que representa al clero menor, es débil moralmente, pero no busca el poder. Los dirigentes de la institución, sin embargo, sueñan con el ideal de que «la sociedad entera lucirá los andrajos de monjas y frailes» (109), y colaboran en la creación de la Máquina Científico-Moral, que se destina a acabar con la fornicación y la prostitución, pero que a la vez anula el fin de la función normal del sexo por la esterilización del país. A los diplomáticos adulones del Gran Turco, los fustiga Granell sin piedad, y acusa a la institución diplomática en general de ocuparse en «visitas» a todas partes menos a donde debe ir para resolver el conflicto español.

     La palabra «pueblo», que suscita un suspiro nostálgico en el Indio Tupinamba, no sirve ya para describir esa colectividad de la posguerra, degradada y esclavizada por la cuerda de esparto que sale de Madrid. El pueblo ahora se circunscribe a los «nutridos grupos familiares de desnutridos esparteros populares» (214).

     El último grupo que denuncia el autor por su falta de responsabilidad son los literatos, entregados a la disección del pasado en la más lamentable evasión de la realidad.

     El error de creer que la paz se consigue cuando todo el mundo se conforma a un solo molde lo patentiza una conversación entre las Monjas y el Jefe de los milicianos. Según nota la Monja Segunda, admiradora de los carteros, éstos «no son ni proletarios ni burgueses», y el Jefe sentencia: «Sólo habrá paz entre los hombres cuando todo el mundo sea cartero» (58). Resulta obvia la equivocación; al sustituir por «cartero» cualquier otra palabra, como «fraile» o «monja», se convierte en la misma fórmula, ya citada, de la Iglesia. Quizá las únicas palabras admisibles allí para el gusto surrealista sean «diferente» o «libre», por ser las [62] únicas que no conllevarían el deseo de reducir al hombre a una colectividad robotizada.



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EL ESPÍRITU LIBRE DEL INDIO TUPINAMBA

     De toda la sátira que el autor dirige a los diversos componentes de la sociedad, sólo el Indio Tupinamba sale ileso. Es el admirado héroe de la libertad. Es sabido que los indios conocidos como tupinambas son aborígenes del Paraguay y el sur del Brasil, pero en esta novela el Indio Tupinamba aparece como el menos salvaje de los muchos personajes que pueblan su mundo. Hasta sus tatuajes de colores son «inspirados en complicadas operaciones matemáticas de Euclides y de Einstein» (87). Con la gravedad de un venerable héroe épico, asume la actitud del Cid, «mesándose la luenga barba» (88). A pesar de la derrota de los leales, junto a quienes lucha en Aragón, es leal a la esperanza, y la alza como una bandera, en la forma de un cántico.

     Breton dice en su Primer manifiesto surrealista: «Unicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme» (26). Granell también parece exaltarse sólo ante esta figura maravillosa que representa la libertad. El atentado contra el Indio por el Conquistador en la librería, que se da en la forma de querer cortarle la cabeza, parece ilustrar otra observación bretoniana: que los defensores del orden son «grandes partidarios de conseguir que todos los hombres tengan la misma altura, mediante el procedimiento de cortar la cabeza de los más altos» (27). Pero el Indio es dueño de sí mismo y dentro del repertorio de su magia está la capacidad de quitarse y ponerse la cabeza a voluntad, precisamente para evitar que otros lo decapiten. Como luego veremos, las imágenes que emplea Granell en torno al Indio aluden a su fuerza y energía afirmativas.

     Hasta la disposición del título en la portada de la novela anuncia la libertad que el indio representa, puesto que cada letra [63] de la palabra Tupinamba, compuesta en la más variada tipografía, es de tamaño distinto a las demás.

     Y si el Indio Tupinamba se enamora de la gitana de Triana, es por ser la más digna consorte para tan noble espíritu libre, ya que los gitanos cifran en la independencia de su vida andariega el paralelo peninsular del selvático indio americano, aún no dominado por la civilización.

     Granell nos ha informado sobre la gestación del título del Indio Tupinamba, explicando que cuando era estudiante en Madrid, había un café en la calle de Preciados, a cuya puerta y a ambos lados aparecían, pintados, una india y un indio tupinamba. Cree que el pintor se llamaba Higaldo de Caviedes, pero, en todo caso, los retratos allí le impresionaron mucho y al escribir su novela, le vino a las mientes el indio tupinamba del café. Tampoco termina con la novela su contacto con estos indios: años después de escrita su obra, encontró en un grueso volumen de la revista de la Institución Smithsoniana un extenso estudio sobre los indios tupinamba, escrito, si no recuerda mal, por el antropólogo Alfred Matraux, a cuyo hermano conoció en la Universidad de Puerto Rico. Era, según Granell, un estudio fascinante, y si nos parece extraña la coincidencia de conocer al hermano del autor, nos apresuramos a reiterar que a los surrealistas no les inquietan tales experiencias, que insinúan la presencia de lo maravilloso en la vida.



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PESADILLA CON RISA

     El Indio Tupinamba es una novela que tiene mucho humor, a veces gratuito, pero mayormente negro, según se va entrando en la narración. Llega a ser un humor tremendista que raya en el de las novelas picarescas o los grabados de Goya.

     Este humor surge a menudo de la supresión de una relación lógica entre causa y efecto, dando lugar a situaciones sumamente absurdas. Después de explicar que la quinta columna son los barberos que le cortan el pescuezo a los enemigos, afirma que «de ahí salió la gran boga en que estuvo andar con barba durante [64] los primeros meses de la revolución» (96) (28). Granell traza una originalísima explicación «lógica» alrededor de otro fenómeno, esta vez de la posguerra. Los escritores de la Academia son sacados de un «módico y aseado prostíbulo» por las autoridades y acusados de formar una banda de conspiradores. Frente al evidente peligro que representaba la ingenuidad de buscar juerga sin reparar en que la dueña era espía del gobierno, se formula la idea de que «ésta es la razón por la cual, durante largos años, la España nacional sólo tuvo escritoras. Unas, así lo eran, en efecto; otras, en cambio, no fueron sino sesudos varones, disimulados como hembras por amor a las letras» (211). Así se explicaría el que Ana María Matute y Carmen Laforet no tuvieran mucha competencia en la posguerra.

     El humor irrumpe sin aviso alguno, y a veces va en torno a la homosexualidad, como cuando los camaradas de la Unión de Intelectuales miran una colección de fotografías eróticas de miembros de la nobleza. Notando su degeneración, un camarada comenta: «Y sucio..., ¡hasta con mujeres!» (24). Dos personajes, a pesar de llevar nombres masculinos, tienen cualidades femeninas, las cuales resultan absurdas, vista la actitud completamente descuidada del narrador. El criado inglés Lucas está dotado de grandes pechos y el poeta carajeño Teddy Lincoln Zamora luce «un traje escotado, de organdí azul, recamado de estrellas de papel de plata y de soles radiantes compuestos por anillos de cigarros puros» (196). Su atuendo femenino sirve para subrayar lo grotesco del tipo que acepta como bienhechor al violador de su madre, con la disculpa de que ésta no fue violada por el gran Boss porque «a ella le gustó» (193).

     Aunque la novela comienza en una tesitura muy entretenida, el humor va haciéndose más y más tétrico. Al llegar a los capítulos [65] titulados «Los picos de España» y «Speculum Belli», el tono es más bien serio, y cuando aparece el humor, es para hacer resaltar lo grotesco: «Las órdenes dadas eran tan contundentes, que por ningún motivo se podían abandonar los puestos, sino sólo las vidas» (118). Desaparece por completo el humor cuando el autor condena la «inhibición colectiva de las naciones», que no quisieron intervenir en apoyo de los leales, con la excepción de Méjico, y ofrece su homenaje a los individuos de otros países que prestaron sus servicios y sacrificaron sus vidas a la causa de la libertad. Para subrayar la contribución individual, se refiere a cada grupo en forma singular: «el francés, el inglés, el austríaco, el norteamericano, el oriental amarillo y el quichua, el rojo, el negro, el ruso y el teutón» (119). Granell muestra que es capaz de contener el humor que parece incontenible en él, y para describir los horrores de la guerra acude a otros medios, como la persistente repetición de la palabra «niños» en su lista de los derrotados leales que tiraban todas sus pertenencias al abismo antes de dispersarse.



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EL LENGUAJE COMO FUENTE DE HUMOR

     Las palabras llegan a tener una importancia quizá exagerada durante un período de crisis, ya que reflejan el estado psíquico de la gente. El absurdo latente en el uso del idioma viene a poner al descubierto el absurdo mundo alrededor. Además, el autor surrealista busca en las palabras la materia prima de sus esfuerzos por registrar sus actividades psíquicas. Granell está atento al lenguaje como fenómeno social y como modo de expresión personal. De ambas calidades extrae material cómico.

     Se da cuenta de que el lenguaje falsifica la realidad de las cosas, y lo que dice la gente muchas veces no es más que una manera de hablar que tiene poca relación con la verdad. A Granell le gusta llamar la atención sobre inexactitudes como cuando objeta el Cura a la frase «corre por ahí la noticia», con la observación de que «las noticias no corren» (36). El hábil manejo de la retórica que caracteriza la política también quiere falsificar [66] la realidad: «España sería una. Altos y bajos, gordos y flacos, ricos y pobres: todos lo mismo; es decir, españoles, si bien, naturalmente, unos bajos o altos, otros ricos o pobres, otros gordos o flacos» (179).

     Granell se burla del lenguaje manoseado que llega a formar dichos y refranes consagrados por la gente. Llama refrán a lo que es en realidad una invención de él, juego que también empleó Breton en varias ocasiones, como en «Pez soluble» cuando constata que «todos sabemos que la cabeza de los pavos es un prisma de ocho facetas» y «como se sabe, en los grandes hoteles se prescinde de numerar las habitaciones» (29). De la misma manera cita Granell un principio que reza: «A donde fueres, haz lo que vieres» (138), un refrán que dice que «a cada cerdo le llega su San Martín» (88), y una frase atribuida a un ruso: «Lo que no se puede por la fuerza, puede que se pueda poder por las buenas» (100).

     La inventiva individual del autor surrealista se manifiesta en algunas palabras nuevas como «brasiento» (de brasa y grasiento), «teopsicopedagógico» y el compuesto semiculto y semipopular «prostiputas».

     Las relaciones fortuitas que se desprenden de sugerencias auditivas y del lapsus linguae son otras fuentes de hilaridad. Don Secundino, el escritor que se refugia en un armario, comiendo corbatas, y con miedo a que se descubran sus relaciones con una monja, ofrece el siguiente ejemplo: «Usted dirá... Soy todo odios...; digo..., oídos» (63). Es un lapso de profunda significación, tratándose de una época de guerra.

     Cuando los refugiados españoles quieren lucir su celo para convencer a los habitantes de la República Occidental de Carajá de su laboriosidad, convirtiendo la playa en fábrica, Granell habla de su «empresa de creación febril -y no fabril como otros afirmaron» (141). Al hablar de la industria espartera, describe «un ocre y acre polvillo de cuerda mocha machacada». Habla de niños «con desmesuradas orejas y ojeras», haciendo que el [67] procedimiento de asociación auditiva tome un giro irónico y triste.

     Cuando el lector se encuentra con erratas en la novela, no se debe inmutar, porque en un mundo donde abundan las irregularidades, no deben sorprender mucho las de imprenta. Hemos de considerar una repetición de líneas que ocurre en la página 143 como un juego intencional:

                                                                               Moc-
tezuma, Buda, Mahoma, Camilo Flamarion, Maxi-
tezuma,Buda, Mahoma, Camilo Flammarion, Maxi-

     La alteración del espacio entre el segundo «tezuma» y Buda y la ortografía distinta de «Flamarion» indican claramente que se trata de una errata hecha a sabiendas.

     Breton insistió en la necesidad de liberarse de la tiranía de las palabras. Granell no pierde la oportunidad de mostrar la arbitrariedad con que son capaces de asumir significaciones nuevas, o en todo caso, irregulares. Por ejemplo, se habla de un soneto revolucionario que «sólo tiene diez versos, su metro es libre, carece de rima y no habla para nada del perfume de las rosas ni de la joven pálida» (32). Lo único que puede inquietar al lector es que tal creación se denomine soneto. La actitud de los surrealistas al rechazar en absoluto todas las formas de versificación tradicionales lleva más lejos que los románticos su afán de independencia. En España, dicha actitud está en Unamuno, quien en Niebla habla no sólo de «nivola», sino que cuenta una anécdota acerca de Manuel Machado, quien defendió uno de sus «sonites», escrito en una forma heterodoxa (30).

     Se ve hasta qué punto está divorciado el idioma de la realidad cuando el Indio Tupinamba le asegura al general español que la costumbre de la siesta no es americana porque «en aquel entonces, se dormía sin que aún se llamase siesta, y los que la dormían todavía no se llamaban americanos», que esto empezó cuando los españoles transmitieron a los aborígenes un antiquísimo hábito árabe (43).

     Le encanta a Granell despistarnos con el uso de una palabra [68] corriente en una forma completamente insólita, como cuando llegan el gitano y su hija y leemos que «su hija, su pobre y querida y delicada hija, su hijita única, en suma, era huérfana de padre y madre» (81). Explica el autor que el gitano la acompañaba para no dejarla abandonada a tan horrible situación.

     El lector puede comprobar que a veces una simple sustitución de la palabra mixtificadora con otra borra lo absurdo. La descripción de una desolada carretera nos confunde por completo: «carente del más elemental confort, sin ascensor, sin teléfono, sin calefacción; sin otra luz que la de un destartalado quinqué de gas, sin más asiento que el de un desvencijado taburete, casi apolillado. Una carretera con las paredes materialmente comidas por la desidia y la humedad, con el cielo raso hecho jirones» (83). Si se sustituye la palabra «carretera» por «edificio» o «casa» se desvanece toda confusión. Queda todavía, claro está, lo absurdo del concepto, ya que los gitanos caminan por esta carretera-edificio.

     Un episodio de la novela ejemplifica de modo excelente la tiranía de las palabras y sus asociaciones comúnmente aceptadas. El gitano, el Indio Tupinamba y la gitana son encerrados por las brujas y don Secundino en un pequeño cuarto. Reflejando el concepto universalmente aceptado de lo que es un cuarto, el gitano musita: «¡Mira que encerramos entre cuatro paredes!» Pero el Indio Tupinamba, el espíritu indestructible de la independencia y la libertad, no se deja engañar por las palabras y fijándose en la realidad de la situación, grita: «¡¡Estamos salvados!! Este cuarto sólo tiene tres paredes». Los tres prisioneros logran huir por el lado donde se supone que los cuartos corrientes tienen su cuarta pared.

     En otra escena se ve la flexibilidad posible del lenguaje. Es la del arribo de los españoles refugiados a la República Occidental del Carajá. Disimulan sus verdaderas profesiones para que los carajeños los admitan, ya que dicho país sólo concede visas a los labriegos. Granell sujeta la palabra labriego a la más extraordinaria arbitrariedad, y, además, muestra la enorme distancia que mide entre una palabra y lo que describe, porque las palabras apuntan muchas veces a meros parecidos superficiales y no [69] a las esencias, no visibles a flor de piel. El escritor dice que estos españoles no eran impostores al llamarse labriegos porque «tampoco habían pretendido ser soldados y lo fueron, ni oficinistas o controladores y lo mismo. De corazón, por voluntad y por deseo eran tan labriegos como el que más» (134). Aunque no fueran labradores en el pasado, quizá lo serían en el futuro, y tampoco hay que limitar las palabras a la esclavizadora temporalidad. Así se ve cómo la vida pende de la palabra mágica, contraseña de la libertad, cuando los exiliados tienen que llenar las solicitudes de admisión:

               Lugar de nacimiento: Labriego.
     Nombre de la madre: Labriego.
     Nombre del padre: Labriego.
     Nombre del espíritu santo: Labriego.
     Raza: Labriego.
     Credo político: Labriego.
     ¿Estuvo loco alguna vez?: Labriego.
     Casado, soltero (tache lo que no sirva): Labriego (137).

     Se siente plenamente la angustia de los refugiados que los ha llevado a lo que el autor llama una «buena refutación a la infame leyenda del anárquico individualismo español». Efectivamente, entran en el país los ochocientos y pico «animosos labriegos españoles».

     Granell saca partido de las palabras, no importa lo insignificantes que éstas parezcan ser. El vocablo té da lugar a varios juegos humorísticos, como en el título del escrito publicado por don Secundino (31) un par de días antes de estallar la guerra civil: «La logia y el té o la teología». Pero sucede que en la casa de don Secundino tienen la costumbre de llamar té al chocolate, y menos mal que él y su criado se entienden. Como la función básica del lenguaje es la comunicación, una palabra puede servir tan bien como otra. En otra ocasión, sin embargo, Lucas exhibe [70] gran respeto por la exactitud lingüística, cuando don Secundino le promete escribir algo sobre él algún día. Lucas responde que ya lo ha hecho, pues, efectivamente, ¡don Secundino escribe de pie encima de los pechos de Lucas, que le sirven de pupitre de una manera admirable! En todo caso, nos damos cuenta de que si la realidad se ajustara rigurosamente al lenguaje, nos encontraríamos con lo absurdo a cada paso.

     La novela nos enseña a desconfiar de los nombres que Granell da a la gente y las cosas, porque la exactitud de su aplicación es sumamente arbitraria. La realidad, o surrealidad, se libera una y otra vez de las cadenas con que la palabra quiere aprisionarla. Nótese cómo la función de una farmacia granellana va ampliándose:

           ... vieron entrar en el aséptico recinto de la farmacia -pues el bar era una farmacia- al Indio Tupinamba con sus amigos, que en seguida compraron unas revistas -pues en la farmacia se vendían revistas- y se sentaron para limpiarse el calzado -ya que allí se limpiaba el calzado (144).

     Se ve que las palabras no alcanzan las maravillas de la imaginación. ¡Qué limitado un idioma en que no haya ninguna palabra que designe un bar-farmacia donde se vendan revistas y se limpie el calzado! Y, sin embargo, hay que reconocer el carácter vidente de la farmacia descrita por Granell en 1959, porque hoy en día las superfarmacias, efectivamente, han asumido las más diversas funciones.

     Otro recurso explotado por Granell son los nombres, como el muy sugestivo de la República Occidental del Carajá, y los de los rusos Vachansky y Vichinsky, que recuerdan lo de «tanto monta, monta tanto», cuando éste denuncia a aquél.

     Además del humor que surge de las palabras individuales, Granell consigue efectos cómicos en la reunión dispar de palabras. En la escena de la muchedumbre que se forma en la calle frente a la librería, «los vendedores de niños y refrescos regalaban anticonceptivos pasteurizados a las familias numerosas, sin distinción de clases sociales» (11). La situación en sí es absurda, pero la unión inesperada de niños y refrescos como mercancías [71] sorprende mucho. Algo hay en este procedimiento que recuerda la belleza que encontró Lautréamont en el encuentro fortuito en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas. Granell empareja los elementos más dispares al decir que «aumentó por doquier el contrabando de tabacos y clavos» (154) y que en la guerra «escaseaban las patatas y resultaba difícil encontrar cámaras fotográficas». Hasta el proceso pseudológico que emplea el Indio Tupinamba reúne elementos incongruentes. Al ver dos bultos en la carretera, el Indio elimina todas las posibilidades al decidir que no pueden ser dos veleros, cigüeñas, piedras, ratones, turistas británicos o el ejército enemigo, por no llevar pertrechos. Al agotar su heterogénea lista, el Indio Tupinamba concluye que «así, pues, no podían ser sino dos gitanos» (79).



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EL LENGUAJE COMO FUENTE DE HORROR

     Es natural que en una novela sobre la guerra y sus horrores el lenguaje sea agresivo y hay en ésta un acopio deliberado de expresiones de crudeza, injurias y repugnancias. Tal lenguaje se convierte en la orden del día en tiempos de crisis, así que cuando María Tancreda se para delante de la Unión de Intelectuales, los miembros y el lector se imaginan lo que va a completar la sílaba que grita: «Ca...», y cuando termina sorprendentemente con la palabra «Camaradas», algunos se santiguan (27).

     La novela está llena de referencias a las viscosidades humanas como el pus, llagas, sangre, grasa, orina, excrementos y otras palabras sugestivas del ambiente irrespirable como putrefacción, momias, gangrena y basura. La hediondez no es figurativa, sino demasiado palpable en la muerte. Granell no describe la muerte de las tropas en Aragón; simplemente nos golpea con su acribillante repetición de la palabra, que parece llenar todo el espacio que ocupa la escena:

           ... la muerte, al margen del aullido de la muerte que moría como una sola muerte congelada y ardiente, muerte internacional, grasienta, [72] resbaladiza, sola, muerte apelotonada con sucias inscripciones en su muerta frente, con signos de balazos y de bayonetazos, con puntos y comas de granadas; muerte blanca y negra con agitada cabellera de sangre, errante por espacios submarinos, por caminos celestes; muerte orlada por astros de humo, atada con cadenas de muerte a la cima picuda, áspera, muerte desgarrada por la muerte en estertores de muerte, en la vibrante Sierra Camellera, allá en las altas montañas, hacia arriba en las uñas de España (125).

     En su descripción de la misma escena, emplea, junto con la imagen de los espejos rotos, un ataque a los oídos que consiste en la reiteración insistente de la áspera jota como último estertor. La significación de las palabras pierde su importancia ante el asedio de jotas: «espejos de escarabajos, rojos espejos de renacuajos cojos, agujeros de espejos..., ataujía de abrojos y badajos», etcétera (125).

     La condenación de los países que se abstuvieron de ayudar a los republicanos es fulminante, pero en vez de acosarlos con vituperios, prefiere describir en una retahíla bastante extensa las actividades vacuas que los mantenían ocupados, repitiendo más de veinte veces formas del verbo «visitar», para mostrar que estaban «visitando en fin todo lo que había que visitar menos lo que justamente tenían que visitar para ver bien lo que pasaba» (122).



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SÍMBOLOS SURREALISTAS

     La deuda de los surrealistas a Freud es un hecho archirreconocido, así que no sorprende encontrar en La novela del Indio Tupinamba una proliferación de símbolos eróticos. Uno de los más insistentes es el falo, con connotación positiva, sugestiva de las fuerzas libertadoras. Un falo de obsidiana es lo que sostiene la cabeza del Indio Tupinamba, haciendo que éste no la pierda a manos de sus enemigos. La carretera por donde aparecen los gitanos es, en la novela, el miembro viril, sano y vital, como lo son los personajes que allí caminan libremente. Finalmente, es el falo lo que forma la única condecoración de los leales, la real bandera de los que murieron por la libertad en las montañas de Aragón. [73]

     En otro contexto, la misma imagen adquiere significación negativa, como en el capítulo en el que un jesuita maneja un telescopio que chorrea grasa. Espía por el tubo erecto «a la caza ocular de algún mal de Venus en las ingles celestiales» (49) desde el observatorio astronómico que tiene «la silueta pornográfica». La escena, que muestra la tremenda degradación no sólo del prelado, sino también de la mujer, también incluye símbolos femeninos, siendo el observatorio en que se encierra el astrónomo un «gran pecho único de latón pegado a las estrellas» (49). Debajo del parapeto se ve a ras del suelo la prostitución de una joven cuya madre amamanta a un crío mientras cobra la cuota a una cola interminable de soldados. En torno a esta escena, hay otra imagen que aparece, la de los reptiles. La muchacha se ondula a rastras como una serpiente, y los soldados reptan en el suelo. «Con un brazo enroscaba al amante» la muchacha, tendida en el piso. Al despedirse, un soldado llama a las mujeres «lagartas». Al final de la novela, las lagartijas lo invaden todo, y el Indio Tupinamba las ve como un conjuro que para él es a la vez una profecía y un sueño.

     Se puede considerar como símbolo «la rueda de plumas de ave coloreadas» (14) que lleva el Indio Tupinamba en la cabeza, en su conjunción de dos símbolos solares: la rueda y la pluma. Granell los explica en su ya aludido estudio «La triscele di Apollo». Dice que «los indios cubren la cabeza con plumas por una precisa referencia a las condiciones de vuelo y proximidad de los pájaros al sol» (32). Ya hemos señalado la nobleza espiritual que Granell confiere al Indio Tupinamba y que al final se ve representada en su ascensión mágica hacia el sol.

     Otro símbolo muy importante en esta novela es uno de los preferidos de André Breton: el cristal. La derrota de los leales y la devastación total, como notamos anteriormente, son descritas en forma de espejos rotos. Se repite la palabra espejos y el campo de batalla llega a formar un gigantesco espejo de espejos rotos en innumerables fragmentos. Alrededor de la imagen del espejo las otras palabras revelan desorden, y el estilo es jadeante. [74] En Breton el cristal y el espejo son imágenes positivas de la perfección espontánea; en Granell la pulverización de los espejos en terribles formas representa la derrota de las fuerzas del bien.



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LAS SITUACIONES ABSURDAS

     Lo absurdo en La novela del Indio Tupinamba se hace el pan de todos los días, en el uso humorístico del lenguaje, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, y en las situaciones incongruentes que se presentan a cada momento ante el maravillado lector. Granell nos va acondicionando de tal modo a la admisión de las situaciones absurdas que en las sucesivas escenas nuestro asombro disminuye: llueve en la librería, el Indio Tupinamba toma un tranvía para bajar las escaleras, el stalinista lleva una tapia en su camión porque todas las tapias están ocupadas en ese momento, a los escritores se les acusa de querer derrocar al gobierno en vez de recurrir a las urnas que están prohibidas. ¡Todo esto es testimonio convincente de que la guerra es un colosal absurdo!

     En Granell, por lo general, lo absurdo, resolviéndose en humor, sirve para delatar desatinos demasiado reales. Si gran parte de la novela se centra sobre la situación en España durante la guerra civil, no falta la sátira contra otros objetivos, notablemente la República Occidental del Carajá, que brinda una acogida dudosa a los refugiados. Un procedimiento favorito de Granell es emplear una extensa enumeración, en la que cada elemento agregado subraya más y más la esencial ironía de la situación descrita. El autor explica que no se podía conceder visado de entrada al país de Carajá a las más diversas personas; la lista incluye a eunucos, ateos, comunistas, fascistas, monárquicos, dentistas, modistas, estupradores, masajistas, misóginos, astrólogos, taumaturgos, tamborileros, etc. Con una ironía demoledora, hace que los efectos contrasten con lo absurdo del planteamiento inicial: «Habiendo abolido el país toda discriminación racial, era inútil pretender el visa alegando ser mestizo, criollo, mulato, siamés, sirio, ario, judío o vizcaitarra, ni pertenecer a la raza [75] amarilla oriental o a la roja americana, tanto como a la blanca, negra o gris, quedando asimismo excluidas las de toda suerte del matiz aceitunado. Los albinos no constituían excepción...» (135). Resulta patente la ridícula arbitrariedad de las leyes de inmigración, y no es difícil ver en la situación descrita semejanzas con las que existen en los Estados Unidos y en otros países.

     En otra situación que se da con bastante frecuencia en las repúblicas americanas, Granell encuentra material para uno de los episodios de más hilaridad en la novela. Se trata de los cambios de gobierno debidos a los golpes de estado militares. En la República Occidental del Carajá, la situación llega al más inverosímil extremo que cabe imaginarse:

           ... se había levantado en armas la guarnición, deponiendo a un general para poner a otro, con el fin de calmar las ansias del pueblo, siempre ansioso de presenciar los cambios de sus generales... Ocurrió que los militares, alzados para salvar a la patria de las garras del león y de las del águila, en el ajetreo del motín, depusieron al general que tenían que imponer, aclamando, por equivocación comprensible, si se tiene en cuenta la similitud de sus respectivos uniformes, al que se habían propuesto derrocar (200-201).

     El remedio es casi tan genial como absurdo el problema: mediante un decreto, se efectúa un cambio de nombres; el general triunfante usará el nombre del otro, depuesto por equivocación. Pero tampoco se detiene allí la imaginación humorística de Granell. Se fusila a ambos generales después de devolverles sus nombres mediante otro decreto, y, en su lugar, se pone una junta de treinta coroneles, cuyos números se van reduciendo debido a los increíbles manejos del autor.



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EL SUCESO MÍNIMO

     Lo que denominamos «suceso mínimo» es un recurso que emplea Granell a menudo para sacar partido de situaciones que normalmente no atraerían la menor atención. Consiste en explicar lo que es perfectamente obvio y no necesita de explicación alguna. [76] El resultado es una pura verbosidad surrealista, desplegada con regocijo. André Breton nos da un ejemplo de ello en «Pez soluble»: «Pasábamos la mayor parte del tiempo en el cuarto de baño. Estaba en el mismo piso que nuestro dormitorio» (33). En Granell, la explicación redundante asume las proporciones de un pequeño tratado que ocupa páginas enteras. El primer suceso mínimo así explotado ocurre al principio de la novela, donde la costumbre intrascendente de preguntar la identidad de otro se transforma en un diálogo absurdo:

                Esta novela empieza contándole al lector que un Señor entró en una librería y, dirigiéndose al Dueño de la misma, le preguntó -como es lo correcto- que si él era el dueño de la librería.
     El Señor (dirigiéndose al Dueño de la librería). -¿Es usted el Dueño de la librería?
     El Dueño de la librería (mirando con el entrecejo fruncido al Señor que acababa de preguntarle si él, el Dueño de la librería, es el Dueño de la misma, se queda callado y no contesta) (7).

     La cosa sigue por ahí, y más tarde el autor explica que «cuando falla la lógica en la mecánica simple de las funciones normales, queda roto el encadenamiento de los sucesos y hasta lo que podría constituir un diálogo intrascendente, pero ameno, puede trocarse en angustiosa perplejidad» (8). El suceso más nimio reviste así importancia y merece más atención de la que se le daría normalmente.

     El empleo de este procedimiento nos revela la magia latente en los actos que estimamos prosaicos. El ojo avisado puede visualizar posibilidades creadoras que para las más de las personas estarían veladas. Granell es como un prestidigitador que saca de un sombrero común y corriente magníficos pañuelos de colores nunca imaginados. En el capítulo titulado «Los gitanos solitarios» nos informa de que «el padre agarra con su mano derecha la manita izquierda de su hija». De esta noticia, procede Granell a meternos en un laberinto urdido con razones tan lógicas que es posibie olvidar por un momento que son igualmente innecesarias. [77] Es un ejercicio fútil de la lógica que resulta absurdo, puesto que la situación inicial que trata de explicar es del todo normal:

                Hacíalo así porque, de hacerlo al contrario, la niña tendría que caminar al lado izquierdo de su padre, y no al derecho, tal cual iba. De agarrar el padre con su mano derecha la mano derecha de su hija, ésta tendría, en todo caso, que caminar de espaldas, o bien ser el padre el que de espaldas caminase. También era posible que el padre, siempre con su mano derecha, ya que no era zurdo, ni muchísimo menos, agarrase la manita derecha de su hija huérfana, yendo ambos de frente; pero, siendo así, o bien el brazo paterno tendría que cruzar por delante del cuerpo infantil -dado que la criaturita fuese a la derecha-, o bien el brazo filial tendría que ser el que pasase por delante del paterno cuerpo -de ser el progenitor de la hija huérfana quien marchase a la diestra (82).

     Las explicaciones no terminan aquí, sino que se complican aún más, incluyendo alusiones al baile mejicano la raspa y otras a los cuadros de Chagall. ¿Cuándo habrá merecido un suceso tan mínimo un tratamiento tan sublime? Se hace evidente que no se necesita de grandes acontecimientos para escribir buena literatura. Lo único esencial es dotar a la imaginación con la expresión adecuada. Recordemos con Breton que «todo acto está dotado de un poder de irradiación de luz» (34). En Granell, esta irradiación es sostenida y brillante, aunque los actos inspiradores sean momentáneos y sin brillo.



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METAMORFOSIS SURREALISTA

     Para el surrealista, la naturaleza de la realidad no es estable, sino propensa a inagotables variaciones. Basta un leve vuelo de la imaginación para alterar una realidad y convertirla en otra, surreal. Con un toque de su varilla el mago de la palabra borra el carácter predecible de las cosas y éstas se metamorfosean ante nuestros ojos, como pasa con frecuencia en los sueños.

     El Indio Tupinamba, personaje de libertad absoluta, además [78] de poder quitarse y ponerse la cabeza a voluntad, también posee el don de transformarse. Lo vemos como Dueño de la librería, puesto que parece desempeñar el papel de librero, y su metamorfosis en el Indio Tupinamba se efectúa a través de la captación del «Señor», quien de pronto reconoce, por el libre ejercicio de sus facultades, que el Dueño es un indio tupinamba. Es decir, que el cambio es descubierto mediante una mirada fresca que no retrocede ante las posibles sorpresas:

                En efecto, el librero aquel no era un librero ni cosa que se le parezca. Lo que sí era, y bien genuino, por cierto, era un Indio Tupinamba de arriba a abajo, tal como él mismo acababa de tener a bien manifestarlo. Era un Indio Tupinamba con el trasero al aire, como podía verse muy bien, y con una rueda de plumas de ave coloreadas puesta en la cabeza. El Señor no había dado importancia a este detalle, porque pensó que tal vez se tratase de alguna costumbre regional, o de un preciado regalo de familia, en todo caso (14).

     La transformación del Dueño de la librería en el Indio Tupinamba no causa asombro alguno en el Señor, tal vez porque él mismo forma parte de ese mundo mágico, convirtiéndose en otras ocasiones en Conquistador, cónsul de España y fraile benedictino. Más tarde, en la novela, un Cazador resulta ser el Indio Tupinamba. La verdad es que no hace falta la proliferación de los personajes, ya que la variedad es fácilmente conseguida al cambiarse uno en otro. Al mismo tiempo, el procedimiento hace destacar las limitaciones del lenguaje, puesto que usamos palabras como cazador o dueño de una librería para designar sólo una parte muy fragmentaria de la entera realidad de una persona. Así como los cubistas no se satisfacían con representar las cosas sólo con las facetas visibles y aspiraban a completar éstas agregando otras que el ojo no capta en una sola mirada, el procedimiento transformatorio de la novela provee una realidad más total y quizá insospechada. Si por un lado, los cambios parecen abruptos, como en los sueños, por otro lado, son comprensibles dentro de los términos limitados que están a nuestra disposición a fin de representar una realidad que para el surrealista no tiene límites. [79]

     Las metamorfosis que se operan en los dos personajes mencionados despistan al lector ingenuo, acostumbrado a esperar la continuidad y el carácter pronosticables en los personajes novelísticos. Granell, sin embargo, nos acondiciona a estar siempre en alerta frente a las sorpresas que depara de continuo la imaginación. Para atenuar la inquietud que tal vez acompañe el ingreso del lector de tendencias realistas en un mundo surrealista, está a cada paso el humorismo del autor.

     Otro caso destacado de metamorfosis ocurre en tomo a Lucas, el criado inglés de don Secundino, quien «sumido en la sombra que emanaba del gran órgano de tubos metálicos, practicaba su instrumento preferido: la trompeta» (73). En sucesivas referencias, Lucas sigue tocando «su instrumento preferido, que era la bandurria», una «cítara, su instrumento predilecto», «su instrumento predilecto, que era el acordeón», el violoncelo y la gaita gallega. Después de la sorpresa inicial de los primeros cambios en el instrumento favorito de Lucas, el lector ya acepta sin inmutarse las siguientes transformaciones. Este recurso, que consiste en el cambio sucesivo de una realidad asentada, aparece de nuevo en el cuento «Nostálgico pronóstico», del libro Federica no era tonta, como tendremos ocasión de comprobar más adelante.

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