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CAPÍTULO IV

LO QUE SUCEDIO

     Dos epígrafes enigmáticos establecen el tono de este libro que el autor llama «crónica»:

                Total: ¡pata! (Miguel de Unamuno).
     La tercera cosa es una cosa que no me atrevo a decir ahora (J. Ortega y Gasset).

     Las atribuciones de las dos citas completamente independizadas resultan graciosas por la falta de alusiones respecto a las circunstancias y los contextos, y al mismo tiempo nos llenan de perplejidad (43). El libro entero es una mezcla así de mixtificación y humorismo.

     Su estructura podría ser descrita con un pasaje que Granell ofrece para describir el cuadro que pinta uno de los personajes, Concheiro:

                Y el cuadro mismo, bien mirado, semejaba un desordenado catálogo de realidades donde nada hubiese sido pintado, sino reunido, ensamblado, juntado, superpuesto allí. Mostraba un mareante amasijo de visiones, por su acumulación y superabundancia, Rompía [102] todas las leyes ópticas hasta entonces válidas para diferenciar la perspectiva auténtica de la simulada (188) (44).

     Si transferimos el cuadro de Concheiro al reino de la literatura, encontramos que Lo que sucedió presenta un ensamblaje parecido de visiones que, en vez de romper las leyes ópticas, rompen las de la lógica y desprecian todo lo que pudiera ser considerado precepto literario.



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CUEVA DE MONTESINOS SURREALISTA

     El surrealismo en este libro parece responder al concepto de que la civilización, guiada por la razón, ha conducido a la gente, a ciegas, a una vida rutinaria insoportable, cuya salida reside en la libre invención humana, emancipada de «las aceradas llagas mortales de la repetición» (55). En la novela se describe a unos «prisioneros de otros, del instante y de sí mismos» (168), palabras que servirían perfectamente para expresar la visión del hombre occidental que evidentemente preocupa a Granell. El tema de Lo que sucedió es la libertad, la única salida aceptable para el hombre. No sería exagerado decir que este tema es el subsuelo de su creación desde sus comienzos, siendo tal vez el único que no conoce límite alguno. La palabra libertad, que, como hemos indicado anteriormente, fue la única que podía exaltar a Breton, es sin duda la contraseña del movimiento surrealista.

     El libro es novelesco porque, como indica su título, suceden cosas y, además, hay personajes humanos. Si nos atenemos a «lo que sucedió», el argumento podría considerarse bastante normal para una novela. Perseguido por su participación en una huelga estudiantil, Carlos Naveira se esconde en el taller de un pintor y en el minifundio del tío Matilde, de donde lo llevan a juicio; logra escaparse y huir de nuevo, reuniéndose con Damiana, quien ha ido en su busca. Si bien estos sucesos parecen lógicos y razonables, cabe decir que sus detalles no lo son: la huelga es contra [103] los antihuelgas, el taller donde el pintor realiza un lienzo inacabable sobre la civilización española en todos sus aspectos es subterráneo, Matilde ha sembrado sus campos de ascensores, y el juez exige que metan todo un latifundio dentro de la sala de justicia, a pesar de los obvios inconvenientes. Quizá inspirado por una famosa metáfora bretoniana: «Bajo mis pies, la tierra es un inmenso periódico desplegado» (45), Granell dice que «se hicieron indispensables muchos dobleces y plisados todo alrededor» para que el latifundio cupiese en el salón. Pero aun dentro del fenómeno más absurdo, surge una lógica inesperada: el juez, al ver al reo cubierto por la tierra, se da cuenta de que no puede respirar, así que se efectúa al momento un «corte terrenal».

     La libertad es evidente en el afán de los personajes de buscar lo nuevo. Los veteranos repatriados que recorren el país sin rumbo colocan piedras en los pueblos visitados para no volver a pasar por ellos, y Damiana se queja del «insoportable ruido de las repeticiones» que la persiguen. El autor también busca perspectivas sorprendentes que chocan con nuestra acostumbrada visión de «lo normal»: hay peines que arrastran a las manos y un valle que se proyecta usar como pantano en el futuro.

     Como hemos dicho antes, Granell cree que en el racionalismo occidental siempre late el disparate «lógica y sistemáticamente organizado en serie» (294). Dentro de la novela hay varios sistemas que funcionan en nuestra sociedad, como la justicia, la instrucción y el ejército, y Granell inyecta en cada caso los hechos más absurdos: el abogado acusador se detiene para aceptar la merienda que le ofrece su solícita mamá; en la Universidad se guardan los libros bajo llave; se establece una Academia de Mendicación; el general del ejército ordena a un capitán que no muera. Se burla también de diversas colectividades, como «el pueblo amorfo» que acude al juicio de Carlos ansioso de presenciar una ejecución. Vemos el contagio colectivo de los dichos populares, y el «encebollamiento» general de los espectadores del juicio. Son ridículos tanto los aduladores del genio literario don Carolino Pérez (autor de No me mates con tomates) como [104] los estudiantes, tan preocupados con el cumplimiento de su huelga que olvidan qué decir y a quién manifestarse. Se ridiculiza la tendencia a formar agrupaciones basadas en las afinidades más absurdas: el Cuerpo Voluntario de Lesbianas Esterilizadas (72). Si Breton nos sorprende en Pez soluble al mostrar como persona el Lugar del Encuentro, Granell nos da personajes extraños, como el Pueblo Amorfo, la Santa Compaña y Cervantes «disfrazado de España» en un lienzo. Si hay lo que se puede llamar protagonista en Lo que sucedió, es la familia Naveira, «célula colectiva de la privacidad individual», preocupada con su «miembro amputado», que es Carlos.

     Donde más luce Granell su penetrante comicidad es en su aplicación de procedimientos racionales para tergiversar los hechos. Explica las cosas con una lógica imperturbable, pero el sentido es disparatado. Las fronteras entre lo lógico y lo absurdo quedan borrosas, como cuando los ministros proponen dar lupas a los campesinos para que puedan ver sus minúsculas propiedades prometidas. Dado el tamaño reducido de las parcelas, la idea no es del todo ridícula.

     Se observa un recurrente movimiento hacia abajo en la novela: el pastor Osorio grita a sus parroquianos desde el borde de un abismo; los hermanos simeones se ocupan en cavar un formidable hoyo en medio de un camino, en vez de taparlo; el taller del pintor Concheiro es subterráneo; unos canteros cavan una fosa en la Casa de Estudios (claro está, para enterrar a un muerto); los criados del genio literario bajan con cuerdas a sus admiradores desde el ático de la abarrotada casa hasta la calle; se hunde el piso de una fábrica de salchichones, y Carlos Naveira se halla oculto sucesivamente bajo un latifundio, un asiento de palco, un camastro de ramera, un puente y la tapa de una caja. Como si la civilización tendiese al hundimiento y la humillación más que a la elevación, o cual si la fantasía se sintiese más a gusto en una nueva Cueva de Montesinos. Se recordará que lo que Don Quijote contó de su descenso a la cueva del encanto fue tan disparatado que su conducta habitual le parece a Sancho normal en comparación: [105]

                -En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuesa merced, caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuesa merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse (46).

     El mismo «autor» Cide Hamete Benengeli da esta aventura por apócrifa, por ser completamente inverosímil que fabricara Don Quijote «tan gran máquina de disparates». El descenso del caballero de la Mancha se asemeja al que trata de efectuar el surrealista en el interior del ser. Breton habla de resplandor e iluminación; Cervantes habla de cristal, transparencia y claridad. La cueva en donde trabaja Concheiro y se esconde Carlos parece ser el último recinto de la libertad, desde el cual se oyen todavía los tiros de afuera. Quizá el movimiento hacia abajo que se nota en el libro es simbólico del descenso iluminador descrito por Breton y novelado por Cervantes. En Pez soluble Breton emplea la imagen de una muchacha que «bajó las escaleras de la libertad que conducían a la ilusión de lo nunca visto» (47). Es el camino que sigue Granell para entrar en su propia cueva de Montesinos.



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VISIÓN DE ESPAÑA

     La peripecia de la novela se desarrolla en España y en otras partes de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. La perspectiva es más ecuánime que en La novela del Indio Tupinamba, y la visión de España que nos entrega Granell sin duda está templada por el tiempo y la distancia.

     El autor presenta puntos de vista divergentes en el desprecio de los alemanes por la «degeneración lingüística» de lo que ellos consideran una nación atrasada, mientras que el narrador comenta: [106] «¡Qué riqueza, la del idioma nacional!» (209). Si la primera opinión resulta absurda debido a la arrogancia de los alemanes, la segunda es igualmente ridícula porque se refiere específicamente a una frase: «Un chato para mí y una torrija para el caballo», que se dice en todas partes y en las más diversas circunstancias. En vez de variedad, representa una sola expresión que va convirtiéndose en convencionalismo, a pesar de la «mina inagotable» que ve en ella el narrador. Granell adopta un tono de obvia exageración al elogiar la gran imaginación de los españoles al aplicar dicha expresión en situaciones tan variadas, pues nos asegura que son «cosas que sólo pueden darse en una tierra excepcional, incomprendida por el extranjero» (210).

     El preboste de la Casa de Estudios también defiende con entusiasmo los logros españoles y la manera española de hacer las cosas:

                El nuestro no es un país salvaje, y constituye grave error deducirlo del hecho de que no tenga técnicas tradicionales ni progreso tecnológico. Cada país es lo que es; o sea, lo que puede. De manera que las cosas se hacen a tuertas o a derechas, pero se hacen, que es lo importante. Nuestas tumbas no serán como ésas tan lujosas y mecánicas que hay en el extranjero, mas no por ello dejan de ser tan tumbas como las que más. No pocos potentados de otras culturas darían un ojo de la cara por verse enterrados tan a conciencia, si bien es verdad que con tan parcos medios. Estos canteros, improvisando gracias a la imaginación, redoblando esfuerzos donde hay carencia de elementos, revelan una vez más lo que es España y lo que el español puede. ¡Qué orgulloso me siento de haber nacido en esta roca ibérica! (154-155).

     Cuando se recuerda que la inspiración para esta elocuente defensa de la imaginación española es la improvisación de los canteros que cavan una tumba dentro de la Casa de Estudios, se hace más que evidente la sátira, pero al mismo tiempo, hay que admirar la manera en que el preboste defiende lo suyo. Entre el humor y la ironía, se asoma la pura verdad, pues efectivamente, las tumbas humildes no «dejan de ser tan tumbas como las que más».

     La actitud de Granell hacia los defectos españoles es decididamente [107] más benigna que en su primera novela y, además, forma parte de una larga tradición de autocrítica nacional. Veamos, por ejemplo, su lista de «los aportes técnicos hispánicos a la civilización», incluidos en la inmensa pintura de Concheiro:

                Después de todo, aseguraba, la bota de vino, el éxtasis místico perfeccionado, la infantería, el descubrimiento de continentes, la siesta y el llegar con retraso a todas partes, el artificio de Juanelo, la goma de borrar -que había empezado siendo una miga de pan-, el dolor de cabeza no como alteración fisiológica, sino como vía de evasión para no hacer algo; la gana para, sin evasión, hacerlo; la avaricia sexual envasada en donjuanada, el peto para los caballos de los picadores, el estado nacional, la máquina ajedrecística de Torres Quevedo, la compensación del vocear contra la indigencia del pensar, la conquista imaginaria del espacio mortal; la complejidad que reemplazó la reina de los naipes por el caballo; el chorizo, la compañía de Jesús, el autogiro, la tortilla, el submarino, el uso del viento no para la aviación, sino para los buñuelos, etc., etc., porque sería el cuento de nunca acabar, ¿no denotaban técnicas admirables, pruebas fehacientes de un genio sin par? (196-197).

     Otro tema español que aparece varias veces en el libro es el viejo prejuicio contra los no cristianos. Al aceptar donativos, el pueblo «judeoárabecristiano» en todas las posibles combinaciote (involuntario) acerca de sus antepasados para asegurarse de que todos son cristianos viejos. El sin sentido de tal prejuicio está subrayado por el lienzo histórico de Concheiro, que reproduce el pueblo «judeoárabecristiano» en todas las posibles combinaciones: «Veíanse conjuntos de moros unidos a judíos peleando contra los cristianos, y grupos de cristianos con contingentes judíos luchando contra los moros, y moros con cristianos guerreando contra los judíos, y a judíos con moros y cristianos batallando contra cristianos aliados a judíos», etc. (195).

     Dentro del cuadro granellano de España, se refiere a menudo a su patria chica, Galicia. Emplea términos lingüísticos naturales de Galicia, y los personajes más admirables de la novela llevan apellidos gallegos, como Concheiro y Naveira.

     Aunque en la ya citada nota autobiográfica que aparece en la contraportada de la novela Granell dice que aspira a ser «el [108] más insignificante de los galleguistas», indica al mismo tiempo que es de La Coruña, pueblo, «así, feliz». Con una alusión parecida, describe en el cuadro de Concheiro «la punta de una descomunal estilográfica en los aires, la cual no era tal, ni cosa que remotamente se le pareciese, sino la parte delantera, o proa, del dirigible 'Conde Zeppelin' la primera vez que remontó la torre de Hércules, de La Coruña, lo que a los coruñeses no les importaba absolutamente nada, por ser un pueblo alegre» (197). De esta manera contribuye Granell, quiera o no, a la teoría del galleguismo del humor que combate Evaristo Acevedo en su libro Teoría e interpretación del humor español, donde cita a Wenceslao Fernández-Flórez, quien sostiene que El Quijote es la única obra de humor en la literatura hispana. Para Fernández-Flórez, gallego, hay pueblos particularmente capacitados para el humor, especialmente los celtas, cuya sangre riega a los gallegos. Cita las palabras de Fernández Navarrete que van al frente de la edición de El Quijote publicada por la Academia: «La preclara y nobilísima estirpe de los Cervantes, que desde Galicia se trasladó a Castilla», y señala que el apellido de Saavedra es puramente galaico y el de Cervantes está en la toponimia gallega (48). Con obvio sarcasmo comenta Evaristo Acevedo que «la tesis es clara. Si un español quiere ser humorista, no tiene más remedio que haber nacido en Galicia» (49). Aunque la lógica está de parte de Acevedo, gran estudioso del fenómeno humorístico, el surrealismo, que desprecia la lógica, nos inspira a colocar el nombre de Granell, sin más ni más, entre los galleguistas del humor.



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EL OBJETO MARAVILLOSO

     En el Primer manifiesto del surrealismo, André Breton habla de «la conciencia poética de las cosas, que tan sólo he conseguido adquirir mediante el contacto espiritual con ellas, mil veces [109] repetido» (50). Para la mayor parte de la gente, el contacto cotidiano con las cosas de uso común hace que pierdan cualquier encanto que quizá tuvieran al principio. Hemos visto ya cómo el clavo, objeto que por lo general no despierta el más mínimo interés, llegó a ser algo de tanta importancia, que su presencia precipita un desastre. Lo que transforma un objeto al parecer trivial en algo trascendente es la sensibilidad del observador, la cual descubre, mediante el contacto espiritual de que habla Breton, un cariz nuevo. Se revela de pronto lo que en Azorín ha sido llamado «los primores de lo vulgar». Pero el surrealista no se detiene ante el descubrimiento de la belleza del objeto, sino que su imaginación lo dota de carácter maravilloso en completa desproporción con la actitud acostumbrada que suscita el objeto en los demás seres, insensibles a los poderes latentes que éste encierra.

     Lo que sucedió nos ofrece varios objetos cuyo contacto hemos experimentado, tal vez «mil veces». Estas cosas ahora revelan propiedades insospechadas y maravillosas, gracias a la visión creadora del autor.

     Uno de estos objetos maravillosos es la caja, que se presenta al principio de la novela en forma de ascensor, y al final en una especie de ataúd libertador que lleva a Carlos y Damiana por las aguas del río.

     El ascensor, cosa mecánica de uso diario en nuestra civilización, viene a servir nuevas funciones que la gran inventiva de Granell le asigna. Los encontramos sembrados en las tierras del tío Matilde, y uno de ellos es «un cúbico metálico manoceronte ávido» que trata de devorar a la hija de Matilde. Un ascensor es utilizado como caja resonante por el pastor Osorio cuando éste dirige un sermón a sus oyentes del abismo. Como el ascensor en sus nuevos usos deja de parecer extraordinario a las personas que lo ven así a diario, llega a formar parte de la realidad común y corriente de la novela. Las cosas que esperamos encontrar en el campo, tales como carretas y molinos, se convierten en meros [110] espejismos quijotescos, según vemos en la versión surrealista de un famoso episodio del Quijote:

                Pero puede afirmarse que lo que el pastor tomaba por carretas no eran sino ascensores.
     Preguntaba Osorio, hasta desgañitarse, que qué estaban haciendo los molinos sin aspas. Y aunque su voz velada ni siquiera llegaba a cien codos de él mismo, no hay por qué ocultar que lo que el pastor tenía por molinos eran sólo ascensores.
     (...)
     Cambiaban rumbo y forma los prietos polveríos que exhalaba la tierra. Pero el pueblo, aterrado, se mantenía inmóvil, encajado en su asombro. Era sordo el clamor de Osorio desde lo alto, obstinado en saber qué suerte de magia producía tanto crecer de hórreos y barracas y palomares y silos y torres por doquier. Claro que no eran silos, ni hórreos, ni torres, ni palomares, ni barracas ni nada, siendo, como lo eran todas aquellas cajas negras, ascensores brotando del océano en llamas que vomitaba el campo (48-49).

     Tergiversando las perspectivas de realidad y magia, la multiplicación de las cosas que comúnmente se encuentran en el campo se ve como obra de encanto, mientras que la comprobación de que sólo se trata de ascensores trae, en cambio, el alivio. La visión surrealista, que es, en efecto, la quijotesca, suplanta la del espejismo que «el pueblo» considera real.

     Otro objeto que Granell somete a una perspectiva invertida es el peine, que en manos de la familia Naveira realiza sus proezas con una autonomía nunca imaginada por los que usamos tal objeto a diario:

                Los peines prosiguieron en su peineteo. Los peines se agitaban: vibraba el destello de su áspero murmullo. Los peines arrastraban a las manos, dócilmente nerviosas, por las ralas cenefas de frágiles abismos, por los surcos sin traza de posibles seres sumergidos (22).

     Los peines de la familia son «rastrillos de carey y de hueso», que emiten ascuas y llevan prisioneras a las manos. La Santa Compaña comenta que los peines con los pelos «parecen puñales con cargazón de chispas» (26). [111]

     Surge de nuevo un objeto surrealista en la escena del juicio, cuando Carlos escarba debajo del minifundio que le cubre y saca un objeto duro que resulta ser una sartén con cebollas enmohecidas, cosa tan común, que el Juez observa que «no hay ni un rincón sin sartenes y cebollas en todo el territorio nacional. Y ahora, por una circunstancia fortuita, del todo imprevista, ¡hasta aparecen en el subsuelo!» (338). Pero ahí, bajo la fuerza de la magia que Granell inyecta, la sartén suscita curiosidad e incredulidad en todo el mundo. La indiferencia inicial cede al asombro, puesto que el hallazgo en circunstancias tan insólitas ha dotado al objeto de un aura de virginidad:

                La sartén con las cebollas enmohecidas pegadas empezó a pasar de un curioso a otro. En su célebre curso avivaba las brasas de la curiosidad. Todos la contemplaban. La sostenían con incredulidad, tanto los subalternos como los magistrados del tribunal de justicia, así como los segadores voluntarios agregados. Se asombraban ante ella, aun desdenándola. No obstante constituir un utensilio tan superabundante, en el cual nadie dejaba de creer en abstracto, teniéndolo ante sí lo ponían en duda. Se empeñaban en comprobar su existencia, en calibrar su razón factual (340).

     Contra toda lógica, no es el concepto abstracto, sino el objeto concreto, capaz de ser comprobado por los sentidos, lo que causa duda. Como ya hemos observado en Granell, la surrealidad no necesita de «pruebas» tan banales como las que rinden los sentidos, porque existe por obra y gracia de la fantasía creadora.

     Sabemos que estamos en presencia de otro objeto surrealista cuando el Preboste de la Casa de Estudios ofrece un discurso extenso y elocuente acerca del libro cedido por don Edelmiro Serrantes del Monte, «prócer de las letras locales», en el capítulo titulado «Honra a la filantropía». La celebración del libro por el Preboste resulta muy graciosa, porque no se refiere para nada al contenido del volumen, ya que, de todos modos, estaba escrito en un idioma extranjero:

                Así, pues, este objeto visible, inaudible, ponderable y mensurable si nos atenemos al número de sus páginas, líneas, párrafos, letras, etcétera, forma la entidad que conocemos por libro, denominación [112] de común y voluntario acuerdo aceptada por las más altas autoridades en la materia. En suma: he aquí, pues, un libro. Nada menos que todo un libro, como acaso hubiese dicho Unamuno; o, si lo preferís, menos que todo un libro, nada, como probablemente no hubiera tenido empacho en decirlo Séneca (131).

     Insiste en que un libro «dista mucho de ser un libro a secas» y divaga en torno a la encuadernación y origen de la piel que lo cubre. Por consiguiente, y con tristes conclusiones, cuando se recuerda que quien habla es el mismísimo Preboste universitario, el libro viene a ser un objeto para ser contemplado, tocado y celebrado; todo menos leído.

     La celebración del objeto-libro por el preboste tiene sus orígenes, quizá, en una anécdota que cuenta Granell en una de sus «Notas» en Arte y artistas en Guatemala, en 1949, bajo el título de «Arrebato biológico»:

                Iba yo un día por la calle con un libro bajo el brazo. Me encontré con el ministro de la República de X (no lo digamos, su país no tiene la culpa, o quizá la tenga). Se abalanzó hacia mí, apresurando el paso, preso de fervoroso entusiasmo:
     -¡Un libro!, ¡un libro! -exclamaba a voces.
     Luego me relató una vieja historia, que comenzaba así:
     -Una vez, también yo compré un libro...
     Y terminaba así:
     -¡Adoro los libros! (30).

     Lo que sucedió está lleno de objetos que maravillan. Como por la errada magia de un prestidigitador ebrio, aparece algo sin ser conjurado: «El Comodoro de la "Almirante Patiño" sacó la pipa y la arrojó furioso al agua, pues ni fumaba ni sabía quién se la habría metido en el bolsillo» (85). Una brújula se convierte en una anticuada caja de rapé, y un mapa que usan los veteranos repatriados, sospechado de no ser de España, resulta ser de Nueva Granada. Como el mundo novelesco de esta «crónica» nos depara sorpresas en cada página, aprendemos a aceptarlas sin alterarnos. Cuando un retrato del rey que adorna las paredes de la Casa de Estudios inclina la cabeza, saca la lengua y crece piernas, casi no sorprende que quien suplía la real testa fuera un estudiante escondido en el cuadro decapitado. [113]



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LO MARAVILLOSO, NO LO MISTERIOSO

     El surrealismo insiste en la importancia de lo maravilloso, pero, como reconoce Granell, «niega la existencia de lo sobrenatural» (51). Todo lo que crea la fantasía humana cae dentro del reino de lo real y excluye la posibilidad de que intervengan en este proceso fuerzas extrahumanas. Por consiguiente, en vez de magia o misterio, hay maravilla. Cuando se oyen aldabonazos en la puerta de los Naveira, el hecho llama la atención porque la casa no cuenta con ningún aldabón. Manuela, la criada, echa la culpa a «Antroido», pero don Juan Naveira, siendo positivista, ofrece la explicación de que se trata de una alucinación colectiva. Además, advierte, «fantasmas, no los hay. La ciencia ha demostrado que no existen. Y de existir, la ciencia ha demostrado la imposibilidad de demostrar su existencia» (24). Esta última observación apunta a la impotencia de la ciencia ante las cosas que eluden a «nuestras escasas posibilidades perceptivas» (30). Confrontado con la presencia de la Santa Compaña, afirma su inexistencia, aun en la situación obviamente incongruente de estar hablando con ella. La Santa Compaña explica que ella recorre esas tierras desde hace siglos en su forma maravillosa y poética:

                Pues a un tiempo yo soy yo y soy otras. Yo misma soy plural. Soy esto y aquello, opacidad y transparencia, el terror y el coraje; soy un hielo incendiado, y, asimismo, soy un número incierto, pero igualmente, por cierto y al tiempo, siendo una, soy varias. Tal es mi esencia de Santa Compaña, con mis flamas a cuestas: un espejo candente que se autorrefleja, un reflejo de carámbanos que acrecienta la imagen de quienes me contemplan o presienten (35).

     Cuando dice a don Jorge que no existe por capricho, sino por «claro equilibrio de ciertas componendas entre hálitos y lumbres», él se alegra al ver que hay leyes, cosa que casi lo hace admitir su existencia. La posición científica queda así reducida al absurdo de negar lo que no cae dentro de sus leyes, como si [114] éstas incluyeran todas las posibilidades. La ciencia evidentemente está limitada a las leyes conocidas, lo cual no excluye la posibilidad de que existan otras leyes todavía por descubrir. La visión surrealista, en cambio, ve con ecuanimidad los acontecimientos que parecen maravillosos por suceder fuera de las reglas conocidas porque nada está vedado a la fuerza imaginativa. La palabra «leyes» conmueve al científico don Jorge, mientras que los surrealistas se exaltan al librarse de ellas.

     Varios episodios de la novela parecen encaminados a mostrar que muchos sucesos, al parecer inexplicables, carecen totalmente de elementos sobrenaturales. Cuando los soldados alemanes persiguen a la familia del tío Matilde, los vemos convertirse de un momento a otro en presos franceses. El fenómeno tiene una explicación sencilla: es que los soldados han virado sus uniformes para reunirse como presos al grupo de la familia de Matilde que viene escoltado por Martinica, quien lleva uniforme alemán. Si tal explicación logra aclarar la repentina transformación de los soldados en presos, o sea, el aspecto físico de la metamorfosis, por otra parte, resulta completamente absurda la noticia de que lo hicieron para no llamar la atención a los alemanes, acostumbrados a ver a uno sólo de sus números, acompañando a un montón de presos. El disfraz habría sido descubierto porque iban juntos y sin presos.

     Se explica otra metamorfosis de un modo lógicamente inadecuado: Gayoso encuentra que don Policarpo, novelista que muere en el descenso del tejado de la casa del genio literario don Carolino Pérez, se convierte en éste, pero la razón es que Gayoso simplemente le había llamado don Policarpo por error. El lector se siente aliviado al comprobar que no se ha efectuado ninguna metamorfosis sobrenatural, ya que Gayoso solamente ha llamado al hombre con un nombre equivocado, pero pronto recuerda que la equivocación procede de la circunstancia absurda de que «la primera persona que veía descender del tejado de la casa de don Carolino Pérez era don Policarpo Torrellas y Cuatrecases, con quien se enfrentaba por primera vez en su vida» (235). Es muy comprensible el error. ¡Al ver a una persona [115] por primera vez en la vida, debe ser muy fácil equivocarse de nombre!

     En el espectáculo de Blondín el mago, se ve claramente el predominio de la maravilla sobre la magia. Mientras Carlos observa el espectáculo desde su refugio debajo de un palco, Blondín es encerrado en una caja asegurada con cadenas y con mil quinientos candados de un número igual de llaves diferentes. Blondín se traga la llave principal antes de dejarse encerrar. Si el lector espera ver al mago hacer magia, queda defraudado; sacan a Blondín de la misma manera en que lo encerraron, abriendo en orden inverso cada uno de los mil quinientos candados. A pesar de no ser un espectáculo de magia, aun hay motivo para celebrarlo:

                Todo había sucedido hasta el momento, al menos, con la misma precisión con que antes se había procedido al exacto encerramiento. Así, pues, el esfuerzo y la inteligencia, racionalmente coordinados, permitían, en brevísimo tiempo, reducir a aquel ser humano al más hermético encierro. Los mismos esfuerzos, inteligencia y coordinación, podrían liberarlo. Claro que esto no era tan simple como pudiera pensarse. Corríase el riesgo de malograr la salvación al menor contratiempo. Bastaría que una odalisca olvidase qué candado le tocaba abrir, o cuál, entre las suyas, sería la llave de éste o de aquél, y el proceso rescatador no sólo se interrumpiría, sino que acaso ya nunca más pudiera efectuarse.

     Como toque final, Blondín pasa por el orificio de respiración de la caja la última llave que usa la princesa oriental para abrir el candadito final, y surge victorioso el señor Blondín, llamado «el mago» por Granell. No había ni trucos ni magia en la maravillosa liberación de Blondín; solamente un espectáculo de coordinación humana.



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EL HILARANTE LENGUAJE SURREALISTA

     El lenguaje en todas sus formas asume un papel principal en esta novela, haciendo verdad la observación de Breton de que «el idioma ha sido dado al hombre para que lo use de manera surrealista» (52). El uso surrealista del lenguaje no supone la alteración [116] de su sintaxis esencial ni la desintegración de la palabra. Es una «materia prima», no para ser destruida, sino para ser utilizada con imaginación. La conjunción alquímica de las palabras debe crear luminosidad, y en Granell es el humor lo que enciende las chispas.

     Uno de los procedimientos predilectos, ya señalado en La novela del Indio Tupinamba, es explicar algo que es en realidad tan obvio que no requiere explicación alguna. En Lo que sucedió, lo hace con un ejemplo lingüístico, consignando que uno de sus personajes dijo «con énfasis en la a de la sílaba na: ¡nada!», fenómeno que el lector comprueba en seguida que coincide con la acostumbrada manera de pronunciar esa palabra.

     También emplea el novelista maneras de narrar insólitas, como la noticia de que «la hija menor del tabernero estaba todavía sin casar. Lo mismo les sucedió a las otras», en vez de darnos la noticia prosaica de que todas las hijas del tabernero estaban todavía sin casar.

     La actitud de Granell frente a las palabras es de hilarante libertad, creando vocablos como «ninguién» (91), «frior» (167) y «canicalvos» (86). Su incontrolable vuelo imaginativo erige todo un vocabulario nuevo inspirado por el hallazgo de la sartén con cebollas enmohecidas que saca Carlos del subsuelo en el tribunal: cebollenta masa, encebollamiento, eficacia cebollil, cebollosa dilatada atmósfera, encebolladura, proceso encebollador, recebollamientos, encebollación, ortodoxia cebollera, cebollante sartén, requetecebollentas adherencias, total nauseabunda encebollinación (340).

     El autor arma un regocijado léxico alrededor de un dicho capitalino, «¡Amos, anda!», convirtiéndolo en amosandismo, con sus correspondientes formas amosandar, amosandeo, redondez amosandista, amosandura, conjuro amosandador; todo esto para comprobar que «dicha en la capital, que es el imperio del humor, hasta la frase más corriente obtiene las más inesperadas resonancias». Será verdad, hasta cierto punto, pero es más exacto decir que es Granell quien saca y recoge de las expresiones más corrientes un sinfín de graciosas resonancias. [117]

     Siempre atento a la facilidad con que las ideas se fijan en esas cápsulas demasiado cómodas que son los dichos populares, Granell a menudo los desvirtúa y los pone en ridículo. El preboste se refiere al «sabio» que dijo: «Más vale libro ante ojos que mil en los abrojos». Otros refranes apócrifos citados por Granell son: «"Cosas veredes", aunque esto no sea un refrán» (241) y «boca cerrada no suelta las moscas» (417). Con una leve alteración, el dicho popular más conocido se convierte en un absurdo, aunque el lector comprueba fácilmente que el nuevo refrán no deja de tener alguna razón, pues, efectivamente, «boca cerrada no suelta las moscas».

     Hay parodias del lenguaje oficial, político, académico y judicial, en la novela, pero se puede decir que el narrador o «cronista» prefiere expresarse en un tono regocijado y festivo, empleando expresiones chuscas como «fiambres» por «muertos», y frases de decidido sabor coloquial: de más y mejor, de rompe y rasga, como unas pascuas, de rechupete, etc. Algunos de los nombres suscitan la risa al aplicarse a hombres, como el tío Matilde, don Luci (Luciano) y don Carolino, el genio literario. En La novela del Indio Tupinamba, vimos que Lucas, el criado de don Secundino llama té al chocolate: ahora es el tío Matilde quien hace algo parecido al llamar sobrina a su hija. Es en realidad un insinuante chiste, porque, como dice el narrador, la moza «pasaba por sobrina suya y del cura». Lo absurdo del caso es que el tío Matilde no tiene motivo alguno para llamarla sobrina en vez de hija, mientras que el cura sí lo tendría. Para confundirnos más, cuando ya el narrador nos ha asegurado que Martinica es hija del rico propietario y Matilde mismo se lo dice, todavía insiste éste: -«El tío no es el cura, el cura no es tu tío» (43).

     La inventiva de Granell aplicada al lenguaje rinde innumerables juegos estilísticos. El primer capítulo contiene una sola frase que ocupa dos páginas y media del texto (14-16). El nombre Damiana da lugar a una larga serie de palabras que empiezan con la letra d. Es un ejemplo de escritura automática, ya que los vocablos fluyen, evidentemente al azar, impulsados por el sonido inicial. El juego llena tres párrafos, formando, aunque parezca [118] increíble, frases comprensibles y además, muy líricas. Damos a continuación sólo una parte del ejercicio surrealista:

                Druídica Damiana diurna, descendida de desconocido duro dolmen. ¡Damiana, Damiana! Dúctil, dominante Damiana. Dábale dragonteas de dulzura, disparábale delicadísimos dardos de dondiegos. Dotándolo de durmientes días despejados, desembarazándolo de dudas, de dilemas; dispersábale, diestra, deliciosos duelos... (406).

     Como se ve, el autor respeta la sintaxis y el natural orden lógico al mismo tiempo que da rienda suelta a su dedicación a la d inicial.

     A veces el juego parece surgir de modo espontáneo y fugaz, como si el escritor de pronto se dejara lanzar en un interludio de goce auditivo al describir «ferruginosos cerrojos chirriantes» (178) y «letárgica letanía de cegatos lerdos lentos alongados lentes» (179), sin más propósito que deleitarse en la repetición de la erre y la ele, o, en el primer caso, en la onomatopeya.

     En su evidente afán por el uso surrealista del lenguaje, Granell se deja llevar por los caprichosos juegos que le inspiran de vez en cuando las palabras: «... y que si no se tratase trataría, pero que tratándose como se trataba no podía ni siquiera tratar de tratarlo» (73); -«Era un viejo muy viejo y tan viejo el viejo era que todos le decían el viejo Calibán» (84).

     Como hemos indicado, Granell no altera la estructura básica del idioma; en efecto, su adhesión a la ortodoxia gramatical resulta hasta absurda cuando insiste en tratar a la familia Naveira, entidad colectiva, como sustantivo estrictamente singular. En la práctica normal, los miembros de una familia no suelen llevar a cabo las mismas acciones simultáneamente, y una referencia inicial al grupo cedería a la designación plural de miembros, para describir sus actividades. Para nuestro autor, sin embargo, la familia Naveira es tan estrechamente unida que merece siempre la forma singular, aun cuando pueda parecer extraña, como la escena en que «la familia Naveira entró en la sala dispuesta a limpiarse los dientes y peinarse» antes de irse «toda junta a sus respectivos menesteres» (17). Algo parecido ocurre cuando el [119] «Pueblo amorfo» asume en la sala de justicia la forma de un ente singular, de acuerdo a su forma gramatical.

     En ciertos casos se puede ver evidencia del empleo de la escritura automática, o libre asociación, como, por ejemplo, cuando el pastor de ovejas Osorio, de pronto, es pastor en el sentido religioso. Un ejército de gigantes inmediatamente sugiere, por alusión a una celebrada tradición popular, que éstos van junto con sus cabezudos.

     Una fuente de constante hilaridad en la novela son las enumeraciones, que contienen los elementos más absurdos que cabe imaginarse. Cada vez que Granell emprende una lista, podemos esperar ocurrentes sorpresas, como en su enumeración de los quehaceres domésticos de la familia Naveira, «cambiando las bombillas fundidas..., encerando el piano..., bañando a los niños y al loro, vareando los colchones, en fin, y cocinando la caldeirada, o friendo, con pimientos picantes, los trozos de congrio del diario yantar» y claveteando las alfombras para domar sus puntas (13). Ya nos hemos referido a la lista de «aportes hispánicos» que aparecen en el lienzo de Concheiro; hay otra parecida en torno a los juegos infantiles, y una lista demasiado exacta de los tipos de guerra, incluyendo:

           ... una guerra de invasión, o una guerra santa, o una guerra civil, o una guerra de clases, o una guerra propiamente dicha a secas, o una guerra revolucionaria, o una guerra contrarrevolucionaria, o una guerra de independencia, o una guerra imperialista, o una guerra nacional, o una guerra internacional, o una guerra religiosa, o una guerra de unificación, o una guerra de desmembramiento, o una guerra del progreso contra la reacción, o una guerra para que todo cambiase de la cabeza a los pies, o una para que todo quedase como estaba (107).

     Según revela este tremendo inventario, hay guerras para todos los gustos y ocasiones, formando un triste comentario sobre el hombre y su capacidad de desarrollar tal riqueza guerrera. Al mismo tiempo, hay que reconocer la significación política implícita en la enumeración, siendo una verdad demasiado evidente que muchas veces tales denominaciones determinan la actitud [120] de otras naciones hacia la guerra ajena, y algunos de estos términos resultan muy útiles para disfrazar la realidad.

     A veces, la enumeración de diversos elementos es muy breve, irrumpiendo de pronto en la serie una palabra incongruente. Granell describe a los presos de los alemanes que limpian la nieve con los pies preparando la estación de Viena para la llegada del Führer, «empujados por insomnios, culatas y nostalgias» (166).

     Las imágenes en Granell siempre son sorprendentes, siguiendo, como hemos notado antes, la pauta de Reverdy consistente en acercar dos cosas lejanas entre sí, en vez de análogas. Un suceso en la novela puede ilustrar con humorismo el peligro que encierra la costumbre rutinaria de comparar por analogías. Los veteranos que regresan a España después de largo tiempo en ultramar toman Italia por España «por ser ambas penínsulas alargadas hacia abajo» (91). Las imágenes de Granell, siendo originales y surrealistas, no presentan el peligro de confundirse de esta manera. El ciclo es una «catarata óptica»; la familia Naveira se tambalea «al unísono, cual flan babilónico»; la estación de Viena es un «gran farol mundial estacionario»; se visa una plegadera para «desvirgar un puro». Se habla de los bucles del viento y los rizos del río. Cuando, por casualidad, aparece una metáfora de tipo convencional, es sólo para despistarnos con una sorpresa, como ocurre en una descripción de Martinica, hija de Matilde, como «una rapaza con mejillas de manzana, verdes» (43).

     Una frase tan común y corriente que no atraería la atención de nadie que no fuera Granell es, muchas veces, suficiente ímpetu para que se lance a su más característico modo de escribir: la digresión. ¿Qué cosa es una digresión sino una expresión de máxima libertad, una manera novelística de practicar una forma de narrativa automática al dejarse llevar por los poderes sugestivos? Granell parece advertir esta tendencia desde el principio de la novela, en efecto, en su segunda página: «Volviendo a lo de la familia Naveira, pues nada más empezar ya casi se estaba a punto de dejarla de lado, y así sí que sería bien difícil seguir, puesto que es de ella de quien ante todo deberá decirse algo» (12). En otra ocasión, se da cuenta de ofrecer una descripción [121] que es una divagación innecesaria: «Don Jorge, hombre pulcrísimo, aunque esto no tenga que ver con el asunto, pero lo era» (18). La divagación alcanza su apogeo como procedimiento granellano en el capítulo titulado «Recuerdo del fusil para ir al frente». Todo empieza con el comentario de doña Balbina Brandona, que se hizo célebre, de que Gayoso Naveira, «en vez de tanto hablar, bien podía haber cogido el fusil e irse al frente», pues la verdad es que Gayoso pasó la guerra en una oficina. Encima de este comentario, tan poco trascendental al parecer, Granell erige un laberinto dialéctico para explicar por qué no fue fácil que Gayoso cogiera un fusil para irse al frente. Ateniéndose rigurosamente a las palabras de doña Balbina, Granell explica el caso de tal manera, que la lógica que emplea sólo sirve para urdir una serie de razones que en conjunto resultan completamente absurdas. Aquí van algunas de ellas:

                Criticar a Gayoso porque se hubiese quedado en la oficina, en vista de que las oficinas están en la retaguardia, se debía a la más pura maldad. Porque Gayoso, en primer lugar, jamás se había preocupado, antes de la guerra, de en dónde estaba la oficina suya. Fue necesario que llegase la guerra para que Gayoso se diese por enterado de que una parte de la geografía de su país era retaguardia. Además, durante las guerras, nada más lógico que las oficinas estén en la retaguardia. De hallarse en el frente, el frente no podría colocarse en su sitio sin riesgo de que lo tapasen por completo las innumerables oficinas que hay por todas partes (105).

     Explica con perfecta seriedad por qué sería insensato colocar las oficinas en el frente, llevando los combates hacia atrás, con las oficinas adelante. Después de un examen minucioso de la dificultad que representaría la alteración del orden de los frentes y las retaguardias, señala el gran problema que era el «coger un fusil» como sugería doña Balbina, puesto que para los republicanos lo que parecía ser fusil era «un rifle ruso del tiempo de la guerra de Tolstoy» (107). La resolución de cada planteamiento, por arbitraria e ilógica que sea, desemboca en otro planteamiento igualmente absurdo, y encontramos al final que la divagación en tomo al célebre comentario de doña Balbina ha llenado más de quince cuartillas que nos convencen definitivamente de la imposibilidad [122] de que Gayoso cogiera el fusil y se fuera al frente, sin dejarnos con idea alguna de por qué Gayoso no luchó en la guerra. La lógica nos ha llevado por los vericuetos de un laberinto surrealista, donde no se puede encontrar la salida.

     Otro aspecto de la novela que merece atención es la disposición del diálogo final entre Carlos y Damiana en dos columnas separadas. Carlos está sujeto a la tapa de una caja, adentro, mientras que ella está atada a la misma tapa por fuera. Entonces los vemos en sillas en forma de S, llevados por el río Vidán, en un estado que no es precisamente ni vida ni muerte, sino tal vez ese punto del espíritu que describe Breton donde la vida y la muerte, como otras oposiciones, dejan de percibirse contradictoriamente. La palabra «Vidán» sugiere una fusión de las palabras vida y nada (las tres últimas letras de Vidán leídas a la inversa). La colocación del diálogo en que Carlos y Damiana se dirigen el uno al otro, al ocupar dos columnas en la página, sin ofrecernos ninguna explicación, indica que los parlamentos respectivos son simultáneos, dándonos un modo original de presentar un diálogo surrealista tal como lo describe André Breton en su Primer manifiesto:

                El surrealismo poético, al que consagro el presente estudio, se ha ocupado, hasta el actual momento, de restablecer en su verdad absoluta el diálogo, al liberar a los dos interlocutores de las obligaciones impuestas por la buena crianza. Cada uno de ellos se dedica sencillamente a proseguir su soliloquio, sin intentar derivar de ello un placer dialéctico determinado, ni imponerse en modo alguno a su prójimo. Las frases intercambiadas no tienen la finalidad, contrariamente a lo usual, del desarrollo de una tesis, por muy insustancial que sea, y carecen de todo compromiso, en la medida de lo posible. En cuanto a la respuesta que solicitan debemos decir que, en principio, es totalmente indiferente en cuanto respecta al amor propio del que habla. Las palabras y las imágenes se ofrecen únicamente a modo de trampolín al servicio del espíritu del que escucha (53).

     El diálogo simultáneo de Carlos y Damiana al final de Lo que sucedió representa otra manera de alcanzar el surrealismo [123] poético en un diálogo en el que ninguno de los dos se impone al otro. Ambos van revelando su amor casi al mismo paso, hasta que se sienten tranquilos, juntos y aislados en una «elástica región a la que no alcanzaban los escándalos» (423).



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LAS ESENCIAS ELUSIVAS

     El lenguaje es un instrumento poco perfecto; nos obliga a asignar una realidad muy parcial a las cosas, contribuyendo a la tendencia racionalista de organizar la realidad en categorías arbitrarias y poco exactas. Una sola persona puede ser huelguista al mismo tiempo que hijo, hermano, español, católico, etc., y cada una de estas denominaciones apunta a un aspecto muy limitado del individuo. Es el error ingenuo que comete doña Cecilia Naveira al insistir en que «unos aldabonazos siempre son unos aldabonazos», teoría tan simplista que evoca en Granell el comentario de que «siendo mujer, en su lógica propia una cosa no era más que una cosa sola, como si, en efecto, las cosas llegasen a ser alguna vez la cosa que a cada instante se imagina que bien pudiera ser la cosa esa» (19). Perdonando a Granell la atribución de esta manera de pensar a las mujeres (sin duda hecha en broma), la verdad es que el lenguaje tiende a captar las cosas como si fueran realidades estáticas y totales. Para poner al descubierto este error, el autor subraya el carácter elusivo de la realidad, asignando esencias exageradamente rígidas a las palabras.

     Para mostrar la insensatez de la insistencia de doña Cecilia en que un objeto es un objeto solo, dice que la huelga de los estudiantes es en contra de los rompehuelgas y a favor de los huelguistas. Por consiguiente, son huelguistas puros, si bien «de la clase estudiantil», ya que no intervienen en sus acciones otros motivos que el de luchar contra sus contrarios, los rompehuelgas. Prueba de la pureza y gratuito motivo de la huelga es su lema: «Me importa un bledo la gran P», y cuando los estudiantes logran penetrar en la casa de Estudios, olvidan qué es lo que iban a pedir y a quién manifestarse, una vez cumplida su función única de hacer la huelga. [124]

     A los políticos de la novela les conviene mantener muy separadas las esencias de los diversos grupos que forman la población, para así manipularlos mejor. Convencen a los campesinos de la necesidad de conservar su integridad como tales contra el «peligro» de convertirse en propietarios ricos: «¿Cómo resultaba que ansiaban ser lo que execraban?... De devenir propietarios, no había manera de que se diesen cuenta de que, en tal caso, no dispondrían de campesinos que trabajasen sus tierras» (220).

     La surrealidad que descubre Granell en las palabras traiciona nuestros conceptos convencionales de ellas. El tío Matilde, al sembrar ascensores al lado de encinas es un «campesino industrial». Se conjetura sobre la existencia posible de minifundios grandes y latifundios pequeños. Gayoso es un «guerrero» por voluntad, aunque no busca un fusil ni va a la guerra, mostrando la esencial flexibilidad de las palabras si queremos usarlas con propiedad.

     Luego hay el caso de un jefe del más consumado surrealismo, ya que permanece fiel a dos esencias contradictorias:

                Otra cosa era, ya que eso hay que decirlo asimismo, que el jefe aquel, en quien el ministerio había depositado tantísima confianza en vista de su pasado y de que había estado a punto de caer preso una vez por comunista y otra por fascista, hubiese resultado, más tarde, que pertenecía a la quinta columna y que ni un solo instante, ni cuando era fascista, había dejado de ser comunista y viceversa (109).

     Este jefe encarna la esencia de la quinta columna, que precisamente es ser fascista oculto entre los comunistas y comunista oculto entre los fascistas.

     Hay una discusión acerca de la esencia de un buen entierro cuando se protesta ante el que se lleva a cabo en la Casa de Estudios, porque «un enterramiento destapado ni sería entierro ni nada que se le pareciese». El absurdo de un entierro dentro del recinto universitario no le llama la atención a nadie; solamente se protesta contra la violación de la práctica común de tapar al muerto. Más flexibilidad se ve en el punto de vida del Preboste, quien reconoce que las tumbas no son lujosas ni técnicas, «mas no por ello dejan de ser tan tumbas como las que más». [125]

     Otro error de juicio procede de las apariencias equivocadas que nos inducen a creer que la esencia coincide con la palabra, inspirada ésta en la «realidad» que nos entrega la vista. Granell nos sorprende de la manera más inesperada cuando presenta a un pastor vasco con sus carneros. Encontramos que la única parte correcta de la observación es que el hombre es vasco, porque sucede que es un cura que ha tomado el lugar de un amigo que está en América. Por eso la designación más exacta viene a ser «mero pastor vasco suplente».

     Como hemos visto, los políticos se toman grandes libertades con las palabras, conservando su sentido estricto cuando les conviene. En otras ocasiones incurren en escandalosas contradicciones, como los ministros que hablan de «los cambios pacíficos a palo limpio» (218) y de «salvar la patria a Dios rogando y con el mazo dando» (222).



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GRANELL, COMO VOZ VIVA EN «LO QUE SUCEDIÓ»

     El narrador de la novela se esfuerza por presentar «lo que sucedió» desde un punto de vista narrativo que excluye su presencia activa, pero como «el surrealismo tiende a aprehender el conjunto de la experiencia empírica y de la íntima y a integrar las dispares visiones objetiva y subjetiva» (54), no es de esperar que el autor se mantenga completamente entre bastidores. Aunque nos asegura que lo que escribe es una crónica, no por eso tiene que comportarse como un cronista, así que afirma su libertad artística con festiva gracia:

                Esto es una crónica, y al que le pique que se rasque. Si se va a ver, una crónica responde a alguna de estas tres condiciones: Relato del suceso cotidiano tal como puntualmente aconteció. De no ser factible, deberá referirlo del modo más ajustado que se pueda. Y de no ser ello hacedero, deberá, entonces, consignarlo de cualquier manera (292). [126]

     Para Granell, lo que nos cuenta en la obra no es ni ficción ni novela, sino una crónica de lo que efectivamente sucedió, según indica el título, pero hay que comprender que la realidad para el surrealista es la de su fantasía. Como dijo Breton, «lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico ha dejado de existir; ahora sólo hay realidad» (55). Esta realidad es tan auténtica como cualquiera otra: «En verdad, vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella» (56). Es evidente que Granell no reconoce en su obra una creación ficticia, sino la crónica de la realidad de su fantasía. No queriendo rendir su libertad creadora a precepto alguno, no le resulta ni factible ni hacedero relatar los sucesos como puntualmente acontecieron; de ahí su gusto por relatarlos «de cualquier manera», lo cual no excluye que él meta baza en su crónica cuando lo crea necesario.

     Se puede ver en el pintor Concheiro al autor Granell, quien, ya lo sabemos, es pintor también. Las ideas de Concheiro sobre el arte coinciden de manera notable con un concepto surrealista que Granell cita en una ocasión: «El surrealismo rechaza el concepto 'talento', literario u otro, así como los valores estéticos y morales tradicionales» (57). «Nosotros no tenemos talento», afirmó Breton, viendo en el surrealista un «aparato registrador» que no queda hipnotizado por lo que registra (58). Concheiro trata de explicar a Carlos «que no era vanidoso, que pintaba tan sólo porque, para él, pintar era lo mismo que respirar» (196). Concheiro reconoce una diferencia importante entre los que son artistas auténticos y los demás, y en su humorístico discurso sobre el asunto, se puede oír claramente la voz del autor oculto cuando dice que «el artista capaz de aguantarse las ganas de hacer un arte debería aguantárselas. Y el capaz de aguantamiento tal no era artista. El aguante artístico constituía, por tanto, un incalculable beneficio para la sociedad y gran notable ahorro para el aguantador» (196). [127]

     En Lo que sucedió, Granell afirma y explica los dos pilares sobre los cuales edifica sus creaciones literarias: la imaginación y el humor. El militar Corredoira comenta sobre la naturaleza humana y la imaginación en el capítulo titulado «Humor capitalino»; don Jorge acaba de opinar que «si en vez de fusiles la gente tuviese libros, no habría ni guerras ni revoluciones», cuando le contesta su amigo:

                -Sería lo mismo, Jorge. El género humano tiene que progresar. Es más, nos distinguimos de los irracionales por nuestra inventiva. La humanidad es un ente histórico. Las vacas no tienen historia porque carecen de imaginación. ¡Derramar sangre, despreciar la vida, conquistar la victoria, agrandar la fama de los lares nativos...! ¿Qué se pierde con ello si gana el brillo del heroísmo patrio? Como dijo el almirante Méndez Núñez... En fin; tú lo sabes, pues eres hombre culto. ¡Dices que si hubiese sólo libros...! Pues entonces, ¿sabes qué? ¡A librazo limpio!... (203).

     Que la inventiva sea lo que más distingue al ser humano de los animales refleja sin duda la opinión del escritor, pero en lo que dice el militar Corredoira se puede oír la triste ironía de que el hombre emplea esta inventiva para iniquilar al prójimo, aun «a librazo limpio».

     En otra afirmación muy breve se cifra uno de los grandes resortes de nuestro autor, el humor. Al informarnos del humor que está en la capital, dice: «Sin humor no vibra la existencia» (204). Este es el sentido más importante que encontramos en la comicidad de Granell, aun tratándose de asuntos tan graves como son las guerras, las persecuciones y la muerte. El humor es un instrumento libertador que obra en contra del tedio, el convencionalismo y el infortunio. Hay que aclarar que sus obras, particularmente las que son posteriores a La novela del Indio Tupinamba, no son alegorías humorísticas armadas con la intención de criticar la sociedad, en los moldes de la sátira tipo Jonathan Swift. La sátira como móvil de novelas implica una meta preconcebida y consciente de desenmascarar las flaquezas humanas, y en particular las que se relacionan con la política. En Granell, el humor es algo que lo acompaña en su trayectoria surrealista por laberintos divagatorios, y no por rutas preestablecidas. [128] La novela es, como la vida, difusa y amorfa, y el humor está allí a cada paso para hacer «vibrar» la existencia. Lo que sucede en la vida a menudo queda fuera de nuestro control, pero el humor, al revelar el disparate latente, permite al hombre situarse por encima de los acontecimientos, o burlarse de ellos o simplemente encontrar en su compleja estructura un saludable alivio. Es la llave maestra que, como hemos visto en la maravillosa liberación del encerrado mago Blondín, permite que el surrealista emerja victorioso de las trabas, las cadenas, y los candados innumerables que tratan de sujetarnos en la vida. Creemos, con J. H. Matthews, que la esperanza de traer lo surreal a la experiencia de todos los días promete realizarse más rápidamente a través del humor que por ningún otro medio (59).

     Pero, hay que advertirlo, no todo en Granell es humor. A veces le podemos oír hablando con seriedad, especialmente cuando se refiere a su arte y a experiencias dolorosas. Quiere que entendamos perfectamente lo que se propone al escribir:

           ...esto no es ninguna novela, tal como ya se advirtió; y si aún no se dijo, pues se dice ahora y ya queda dicho para lo sucesivo. Esto es una crónica.
     Por igual razón, tampoco se describen ni pormenorizan, ni se describirán ni pormenorizarán, ni la fisonomía ni el carácter de los personajes de la presente historia, ya que tratándose de un testimonio, no de una ficción, no podrían sus gentes, hablando con propiedad, denominarse personajes (291).

     Ya se ha visto en qué sentido Granell emplea el término crónica, así que este pasaje sirve para advertir al lector que no busque en su obra nada de lo preceptivo comúnmente relacionado con el género novelesco.

     Hay un tema que a veces suscita en el escritor un tono melancólico, y es el del exilio, sin duda arraigado en la experiencia sentida en carne viva. En la cueva de Concheiro un veterano aconseja a los estudiantes que se refugien en el extranjero, pues casi han sido descubiertos por la policía. El diálogo sigue así: [129]

                -Pero; ¡a estas horas...! -dudó Damiana-. Además, un día como hoy, con tanta llovizna; y encima, que estamos lejísimos del extranjero.
     -¡El extranjero, ése es el sitio más seguro! -insistió el veterano- Lo único malo es que con no ser fácil irse resultaba aún más peliagudo regresar.
     -Sí; es lo que me da miedo. Se parece al morirse, el extranjero... -lamentaba Damiana (254).

     El otro veterano, quien había permanecido silencioso hasta entonces, asusta a Damiana con su funesta observación:

                -¡No sé qué les diga! ¡El extranjero es inmenso! El mundo está lleno de extranjeros por todas partes. Todo es extranjero, en realidad. Ya antes de llegar a la raya que separa los pueblos, uno se da cuenta de esto. Y una vez repasada al volver, resulta que de nuevo se alza delante de uno, y hay que repasarla una y mil veces más, y aún vuelta a empezar... (255).

     Hay algo conmovedor en este diálogo, una nota de evocación personal que a pesar del humor que visualiza la frontera como una raya pintada de otro color, no deja de impresionar al lector con su profunda tristeza.

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