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ArribaAbajoEl robinsonismo de la narrativa paraguaya

José Vicente Peiró



UNED

Como «La isla sin mar» o «La isla rodeada de tierra» se ha venido bautizando al Paraguay cultural, y concretamente a su literatura, una de las más desconocidas y menos estudiadas de Hispanoamérica726. No es necesario recordar que los críticos apenas pueden citar unos cuantos nombres de autores; y si nos centramos en la narrativa, su número queda reducido a escritores fallecidos como Gabriel Casaccia, o nacidos en las primeras décadas de siglo como Josefina Pla o Augusto Roa Bastos. Los últimos que se han conocido son Rubén Bareiro Saguier y Carlos Villagra Marsal, pero solamente con una obra. Como se observa, nos encontramos ante un reducido elenco, que en principio puede hacer pensar en la inexistencia de una narrativa consistente en el país guaraní.

Sin embargo, lo más preocupante no es el escaso número de autores paraguayos que ha podido difundir su obra fuera del Paraguay, sino el desconocimiento de los nacidos a partir de 1935727. El silencio ha cubierto los últimos nombres y sus obras, y ello nos haría dudar de la existencia de una narrativa paraguaya fértil en la actualidad. Pero como sí se han escrito obras, es preciso reflexionar sobre qué ha sucedido durante estos años para que permanezca más aislada que en décadas anteriores. Procede, por ello, examinar su   —438→   evolución desde Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos la última novela importante que se ha conocido, comprobando si presenta un corpus de obras tipificable en vertientes. De esta forma, evaluaremos si es posible desmitificar la idea de su inexistencia, o si se ha llegado a esta conclusión por falta de profundidad en los estudios realizados, o al no haberse situado la literatura paraguaya en su contexto728.

Los narradores paraguayos son robinsones que, desde su trabajo individual y solitario, llegan a caer en la desesperanza al no llegar a un número de lectores amplio. Sin embargo, esta situación se contradice con el número de obras publicadas desde 1974, fecha de la edición de la segunda novela de Roa Bastos: más que en el resto de la historia del país729. Por este motivo, debemos preguntarnos, finalmente, por las causas de esta situación, después de examinar qué se está produciendo en Paraguay. Otra preocupación atañe a la valoración de la mayor parte de los estudios críticos sobre narrativa paraguaya publicados hasta la fecha, porque presentan deficiencias y aspectos contradictorios. Algunos parten de errores de criterio, al fundamentarse en juicios de valor o en las preferencias personales del crítico, en lugar de evaluar científicamente las obras, y despojada de prejuicios. En este sentido, es necesario desmitificar la tradicional división en narrativa costumbrista-conservadora y realista-crítica, porque no ha tenido en cuenta la diversidad de matices de las obras, muchas difíciles de localizar730. Si bien es cierto que una parte de narradores paraguayos optaba en el pasado por presentar una imagen idílica del Paraguay, y otros por descubrir los aspectos sociales más oscuros, algunas narraciones compartían ambas visiones731. Por tanto, los nuevos análisis de la narrativa paraguaya no deben partir de juicios de valor extraliterarios sobre una producción relativamente escasa, pero no tan menor dentro de la Literatura Hispanoamericana, como se ha venido afirmando. En realidad, una de las causas del robinsonismo de los narradores paraguayos es la inexistencia de una crítica literaria que se ocupe de las obras amplia y profundamente.

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Antecedentes

La narrativa paraguaya actual parte de la escasez de obras en el siglo XIX. Después del aislamiento, con una férrea censura interna, de la época de Gaspar Rodríguez de Francia (1811-1840), período yermo en creaciones literarias y exento de una clase intelectual, ni siquiera en formación732, surgieron unos tímidos intentos creativos desde el poder, por parte del presidente Carlos Antonio López (1842-1862), dentro de un programa general de renovación profunda del espíritu cívico, de carácter positivista. De esta época, lo más destacable es la introducción de la imprenta civil controlada y utilizada por el poder, la aparición de la primera novela paraguaya la narración breve del Eugenio Bogado, Prima noche de un padre de familia (1858), relato plenamente romántico sentimental, que se editó en la Imprenta del Estado del gobierno de Carlos Antonio López, como folletín de El Semanario para su distribución gratuita en las escuelas733, y la creación de la revista La Aurora (1860-1861), dirigida por el español Ildefonso A. Bermejo, maestro contratado por el gobierno para impulsar sus planes pedagógicos. La Aurora era el órgano del Aula de Filosofía, instrumento de culturización de López, de donde surgieron los primeros intelectuales paraguayos de relieve. Estos trabajos son: seis narraciones del maestro español contratado por López, Ildefonso A. Bermejo satíricos cuadros de costumbres, inspirados en Larra, la narración romántico-moralista de Natalicio Talavera titulada «Influencia de la sobriedad en la duración de la vida» a imitación de Saint-Pierre, y el cuento de carácter fantástico titulado «Dos horas en compañía de un loco» firmado con las siglas D.L.T.734. Examinando estas creaciones, se observa que el incipiente Romanticismo paraguayo tuvo inspiración francesa, con excepción de la labor periodística de Bermejo, y que la vertiente predominante fue la sentimental.

Después del fallecimiento de Carlos Antonio López, accedió a la presidencia su hijo Francisco Solano. Protagonizó la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) contra Argentina, Brasil y Uruguay. La contienda interrumpió el incipiente proceso de desarrollo cívico-cultural, y las únicas narraciones que se publicaron durante estos años fueron algunos relatos patrióticos destinados a elevar la moral de los combatientes paraguayos, que se incluyeron en las llamadas revistas de trinchera735.

Finalizada la guerra, el derrotado Paraguay se dedicó a la reconstrucción, sobre todo económica, con lo que quedó escaso espacio para la creación literaria. Durante estos años, y hasta final de siglo, se fortaleció la educación, emergiendo el ensayo como género literario   —440→   más cultivado, junto a la poesía, por parte de la llamada Generación del 900. La narrativa volvió a quedar reducida a producciones aisladas y breves, que no llegaron a formar un corpus importante, mientras que la poesía y el ensayo se expandieron736. ¿Pero fueron estas publicaciones las únicas narraciones escritas en el Paraguay decimonónico? Después de comprobar que, en el primer tercio del siglo XX, la prensa informaba e incluía fragmentos de obras que no se han llegado a publicar, cabe pensar en la posibilidad de que parte de la literatura del último tercio del XIX permanezca desconocida737.

Adentrándonos en la narrativa del siglo XX anterior a Casaccia y Roa Bastos, debemos iniciar desde el condicionamiento que supone la clasificación dual de la narrativa paraguaya en costumbrista idealizante de carácter conservador, y en realista social, de la que han partido muchas investigaciones. Sin ser una tipología desacertada cuando se formuló, la lectura minuciosa de las obras sugiere otra clasificación más abierta y estrictamente basada en criterios literarios.

Hugo Rodríguez Alcalá destacó a tres autores como punto de referencia inicial de la narrativa paraguaya del siglo XX: José Rodríguez Alcalá, Martín de Goycoechea Menéndez, y Rafael Barrett738. La mayor parte de la literatura paraguaya era ensayística o poética, y la narrativa carecía de relevancia. De ahí que estos tres autores extranjeros de nacimiento, y en el caso de los dos últimos, creadores que residieron en Paraguay durante unos años solamente, «exportaran» su narrativa al país guaraní. No obstante, Rodríguez Alcalá creó toda su obra allí, y se puede considerar como el primer narrador paraguayo con varias obras conocidas, cuya novela Ignacia (1905) fue la primera publicada en el país con una extensión digna del género. Este autor se dedicó a una vertiente realista que partía de un argumento romántico sentimental, próximo a la línea folletinesca de seres marginales, despreciados, con fuerte carga moral. El modernista argentino Martín de Goycoechea Menéndez había conocido a Rubén Darío y publicado Poemas Helénicos (1899) dio a la luz sus relatos de Guaraníes (1905) mientras vivió en Paraguay; cuentos esteticistas y exotistas en los que yace el trasfondo histórico de la Guerra de la Triple Alianza, y con formas modernistas. A diferencia de él, el español Barrett asumió la crónica social como fuente de sus relatos, aunque no esquivó el cuento de ficción. El espíritu   —441→   de Barrett animó años más tarde a muchos autores a incorporar los aspectos más sórdidos de la realidad a sus ficciones narrativas, influencia que reconoce Augusto Roa Bastos739. Pero Ignacia no es una novela fácilmente encuadrable en una de ambas vertientes, por su trama sentimental con connotaciones sociales: cabría definirla como creación de síntesis del romanticismo y el realismo.

Sin embargo, con el paso de los años aumentó el número de autores de cuentos y novelas. La influencia del exotismo de Goycoechea Menéndez se aprecia en el desarrollo posterior de una narrativa histórico-costumbrista propia del nativismo criollo, como la prosa de Ricardo Santos, Teresa Lamas, y Fortunato Toranzos Bardel. Sin embargo, van apareciendo nuevas vertientes: durante el primer lustro del siglo XX, Adriano Mateu Aguiar continuaba creando sus narraciones históricas de la Guerra de la Triple Alianza de Yatebó y otros relatos, obra a la que siguieron sus relatos folklóricos recogidos con el título de Varia; cuentos, tradiciones, leyendas (1903). Las crudas narraciones sociales de Rafael Barrett, unidas en El dolor paraguayo y Lo que son los yerbales, destacaron desde finales de la década, aunque también cultivó la ficción pura, e incluso publicó el primer cuento de ciencia-ficción conocido en Paraguay, «Alberico». El modernismo se inclinaba hacia el nativismo y el mundonovismo con los cuentos de Fortunato Toranzos Bardel, publicados en 1960 con el título de Alma guaraní, mientras Eloy Fariña Núñez componía una colección de cuentos puramente modernistas Las vértebras de Pan (1914) por sus referencias rubendarianas al mundo clásico, y su cosmopolitismo. En 1914, Juan Stefanich publicaba su primera novela, Hacia la cumbre, obra con tendencia hacia lo folletinesco, a la que siguió Aurora (1920). En ella, Stefanich reproducía de forma crítica el estado interno del país en esos años, sobre todo su inestabilidad política y el desorden intelectual y moral, con los consiguientes conflictos sociales. Sin embargo, el desenlace es anecdótico y sentimental, y recoge tópicos del posromanticismo. La falta de la continuidad del hilo argumental, sobre todo por las numerosas digresiones, impide que pueda alcanzar brillantez, pero Aurora es la novela testimonial que permite entender procesos sociales y políticos del Paraguay de principios de siglo.

Ya en plena década de los veinte, años de desarrollo de una intensa vida cultural en Paraguay al decir de Rubén Bareiro Saguier740, proliferaron las nuevas obras narrativas, a pesar de que posiblemente desconozcamos todo lo escrito por inédito. Valga como ejemplo una novela de corte romántico-costumbrista, que no se publicó hasta 1965, pero que fue escrita en 1920 aproximadamente: Don Inca de Ercilia López de Blomberg. La narrativa costumbrista y folklórica tuvo un gran auge durante estos años, fruto de la expansión del desarrollo de la conciencia nacional paraguaya como resultado del mestizaje hispano-guaraní. Novelas cortas como El hombre de la selva (1920) de Ricardo Santos, los Cuentos y parábolas (1922) de Natalicio González, los Cuentos nacionales (1923) de Eudoro Acosta, las primeras narraciones en guaraní de Narciso R. Colmán, y la primera novela de Gabriel Casaccia, Hombres, mujeres y fantoches (1928), son buenas muestras del fervor   —442→   de los autores paraguayos por el tema nacional. De esta pasión criolla por la identidad paraguaya, surgirá posteriormente la novela de la tierra. Es, por tanto, una década de expansión del regionalismo.

Prosigue también el cultivo del folletín sentimental con resonancias sociales, en la línea de Ignacia. El colombiano Vargas Vila influyó de forma determinante y fue uno de los escritores más difundidos en Paraguay. Muestras son las narraciones publicadas en la revista de publicación quincenal La Novela Paraguaya (1921). En ella aparecieron cuentos más o menos breves de corte folletinesco, con influencias del francés Sué741. A la par, Raúl Mendonça y, su hermano mayor, Lucio F. Mendonça, publicaron varias novelas de bolsillo melodramáticas en los años veinte, en su exilio argentino742. A diferencia de las narraciones de La novela paraguaya, las de Raúl y Lucio Mendonça se alejan de las formas inspiradas en Vargas Vila, y se acercan al Dickens del mundo de los desarraigados sociales, sobre todo en la presentación de problemáticas del mundo de la infancia o en la reproducción de conflictos de seres inadaptados a la sociedad.

A lo largo de estos años sobresale una figura en las letras paraguayas: Teresa Lamas. Sus Tradiciones del hogar (1925-1928), cuentos en la línea de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, a pesar de las limitaciones de su costumbrismo, son historias que resumen las vertientes de la narrativa paraguaya de principios de siglo: la histórica, la costumbrista, el realismo y la romántica sentimental. A ellas, se ha de añadir el realismo social y político, para culminar la enumeración de tendencias de la narrativa paraguaya de las tres primeras décadas del siglo XX.

Continuando en la década de los treinta, Roa Bastos afirmó que «la narrativa paraguaya, digna de este nombre, comienza a final de la década del 30 con tres novelas surgidas de la Guerra del Chaco, magra producción si se considera el ciclo de la narrativa boliviana que el mismo acontecimiento produjo», añadiendo que «la narrativa paraguaya nace al mismo tiempo que la nueva narrativa hispanoamericana»743. Las tres novelas se supone que han de ser las narraciones que cita Josefina Pla en sus trabajos: Bajo las botas de una bestia rubia (1934) y Cruces de quebracho (1935) de Arnaldo Valdovinos, y Ocho hombres (1934) de José Santiago Villarejo744. Hugo Rodríguez Alcalá añade con acierto a éstas el libro de cuentos Ojohh lo saiyoby (1935) del mismo Villarejo745. La producción paraguaya de la contienda no ofrece tanta calidad como la de los bolivianos Augusto Céspedes y Óscar Cerruto, pero no es tan escasa. En el Paraguay victorioso, proliferaron las narraciones de contenido testimonial, próximas a las memorias autobiográficas y a las crónicas periodísticas donde se narran experiencias de la contienda, sin intención literaria   —443→   en principio, aunque algunas sean verdaderas ficciones narradas. Hay más de quince obras de este tipo, cantidad que contrasta con las pocas narraciones de ficción pura, aunque su sentido crítico sea exiguo746.

Una segunda aclaración parte de la comprobación de que la narrativa de la Guerra del Chaco continuó cultivándose en Paraguay hasta los años noventa prácticamente. Cabeza de invasión (1944) de Villarejo, bastantes relatos de Hugo Rodríguez Alcalá, La tierra ardía (1974) de Jorge Ritter, y dos novelas de Aníbal Zotti publicadas en los años setenta (Siempre vivos y Éramos cinco), son algunos ejemplos. No podemos, por tanto, hablar de un ciclo tan reducido porque estas obras se han publicado durante un período más extenso que el de la propia guerra.

Desde los años cuarenta hasta Yo, el Supremo, es cuando se aprecia que con Gabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos, la narrativa paraguaya se incorpora a la nueva narrativa hispanoamericana, desde la publicación de sus obras respectivas La babosa (1952) e Hijo de hombre (1960). Casaccia representa la consumación del realismo psicológico en novelas como La llaga (1964) y Los herederos (1975)747, y Roa Bastos la del realismo expresionista que trata de mostrar el fondo crudo de la realidad profunda del Paraguay desde sus cuentos de El trueno entre las hojas (1953). Y Roa, en concreto, protagoniza el proceso de actualización técnico-temática de la narrativa paraguaya, que con Yo, el Supremo alcanza niveles de innovación propios de la mejor literatura universal contemporánea.

Casaccia y Roa consiguen, al instalarse en Buenos Aires, una mayor amplitud temática y las posibilidades de difusión que, de haber permanecido en el Paraguay, no hubiesen podido lograr. Basándose en ello, Roa ha considerado que el exilio permitió el desarrollo de una narrativa paraguaya de calidad. Sin dejar de creer en esta afirmación, vistos los resultados irrefutables, la mayor parte de escritores paraguayos coetáneos, exiliados o no, publicaron sus obras en la capital argentina, sobre todo, porque en Paraguay no existían editoriales estables, y si se crearon fue esporádicamente y sin visión comercial. No obstante, la división entre escritores exiliados e insiliados, o del exilio interior748, resulta arriesgada sin un examen exhaustivo de las biografías reales de los autores, en muchas ocasiones oculta, porque algunos en realidad emigraron por circunstancias personales o económicas749. Por tanto, procede centrarnos en las obras, independientemente de la condición   —444→   de exiliado que pueda poseer el autor, porque el destierro determinó la creación paraguaya, pero debería ser materia de estudios extensos.

El realismo social prosigue su expansión desde los treinta, con los cuentos de Julio Correa, y posteriormente con los psicológicos de Casaccia, Josefina Pla, y Los grillos de la duda (1966) de Carlos Zubizarreta. Después de Casaccia, algunos autores se adentraron en el psicologismo existencial, como Augusto Casola con El laberinto (1972), novela de la problemática de la joven asfixiada por una sociedad y una familia castrante. En el mismo sentido, Teresita Torcida en Y soy o no (1975) indaga en la problemática femenina desde el punto de vista psicológico del hombre. Simplemente humanista es el realismo de Noemi Ferrari de Nagy, autora de narraciones donde predomina el dibujo del personaje.

El realismo político alcanza sus máximas expresiones a partir de los años cincuenta, sobre todo desde que la dictadura de Stroessner se fortalece. José María Rivarola Matto con Follaje en los ojos (1952), Rubén Bareiro Saguier, con Ojo por diente (1971), o Carlos Garcete, con La muerte tiene color (1958), son tres de los autores más importantes de esta vertiente, donde prevalece el tema del empleo de la violencia por el poder, político o económico. La sátira política, con influjos del realismo mágico, es característica de las dos novelas de Lincoln Silva, La rebelión después (1970) y General, general (1975). Mención concreta merece el tema del exilio, cuya primera novela, Ñandé (1958) de Carlos Waldemar Acosta, se ocupó del desarraigo del exiliado, pero su desenlace optimista la diferencia de narraciones posteriores, como Imágenes sin tierra (1965) de José Luis Appleyard, examen del exiliado que observa desde la otra orilla del río su país sin poder retornar a él, y Los exiliados (1966) de Gabriel Casaccia, con el telón de las diversas alternativas para combatir el exilio y la dictadura, con la habilidad psicológica en el tratamiento de los personajes propia del autor.

La novela romántico-folletinesca continúa en estos años con Tava'í de Concepción Leyes de Chaves (1942). Otras obras como El cielo fue testigo (1950) de Rogelio Barrios presentaban argumentos complicados por tramas secundarias. A partir de los años sesenta, Ana Iris Chaves de Ferreiro publica las novelas Crónica de una familia (1966) y Andresa Escobar (1975), bajo nuevos puntos de vista narrativos y un mayor cuidado de la estructura. Pero es el costumbrismo criollo la vertiente más cultivada por los autores paraguayos; obras como Acuarelas paraguayas (1940) de Carlos Zubizarreta, El árbol del embrujo (1948) de Anastasio Rolón Medina, Río lunado (1951) de Concepción Leyes de Chaves, y El terruño (1952) de Claudio Romero, demuestran su vitalidad. Sin embargo, en los sesenta aparece Mancuello y la perdiz (1965) de Carlos Villagra Marsal, novela corta inspirada en un cuento tradicional, a partir del cual el autor experimenta con el lenguaje para mostrar el fondo del mestizaje hispano-guaraní.

La narración histórica va siendo más cultivada. A la novela Huerto de odios (1944) de Teresa Lamas, localizada en el Paraguay de principios de siglo, le siguió Madame Lynch (1957) de Concepción Leyes de Chaves. A pesar de que otros autores como Isidoro Calzada   —445→   se adentraron en ella, habrá que esperar a Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos para contemplar su expansión y su afán de reconstrucción de la realidad nacional desde la ficción pura e innovadora. Pero serán la novela de la tierra, el relato fantástico, la narrativa asunceña, y el experimentalismo las nuevas vertientes de la narrativa paraguaya desde los cuarenta a los ochenta.

La novela de la tierra ha surgido a partir de las narraciones costumbristas y de las sociales. El exponente más destacable es La raíz errante de Natalicio González750, extensa narración cuya primera parte presenta un Paraguay idealizado, pero cuya segunda aborda los problemas sociales del campesino. Otras novelas de la tierra de esta época, y en la misma línea que la de González, son Del surco guaraní (1949) de Juan F. Bazán y Juan Bareiro (1957) de Reinaldo Martínez, narrador que continuó su producción con este tipo de novela hasta los ochenta. Desde los sesenta, sobre todo con Jorge Ritter, la novela de la tierra se emparentará definitivamente con la narrativa social, como se puede observar en El pecho y la espalda (1961). Una de las más relevantes es Yvypóra (1970) de Juan Bautista Rivarola Matto, que indaga en la mentalidad y la historia del pueblo paraguayo.

Otros subgéneros fueron menos cultivados, pero merecen mención. Surge el cuento fantástico con Vicente Lamas, autor de «El abogado», pero habrá que esperar hasta 1966 para que aparezca una obra con una cantidad apreciable de relatos de este tipo: La endemoniada de Mariela de Adler. La novela autobiográfica, con aires de la bohemia picaresca, se presenta con La ciudad florida (1951) de Jaime Bestard. Es relevante el renacimiento de la narrativa asunceña con La quema de Judas (1966) de Mario Halley Mora. Él abandonó el escenario rural que ocupaba la mayor parte de narraciones paraguayas, para volver a situar la ciudad en primer plano, mostrando su preocupación por la problemática del nuevo hombre urbano paraguayo, con técnicas heredadas del folletín.

El experimentalismo surge en la narrativa paraguaya en los años setenta, no sólo en Yo, el Supremo, sino en narraciones escritas dentro del país, como Las musarañas (1973) de Jesús Ruiz Nestosa, novela que esconde una crítica deliberada al mundo opresivo y decadente del Paraguay tradicional.

Como se observa, la narrativa paraguaya guarda estrecha relación con el contexto socio-político, pero en ella hay que tomar en cuenta también las intenciones y la problemática de los autores, que se van imponiendo sus preocupaciones sobre las apreciaciones colectivas tipistas propias de la ideología nacionalista que busca encontrar las señas de identidad del joven país. Viendo las tendencias, si existía anacronismo temático en estas narraciones, se debió a la tardía llegada de la influencia de las corrientes culturales del exterior, por el aislamiento insular y mediterráneo del país. Ese aislamiento es el que tratan de superar los escritores posteriores a 1974, sin que lo hayan conseguido aún. Y por su mayor amplitud temática y universalidad, la definición de las tendencias posteriores a Yo, el Supremo, es más compleja, por lo que resulta imposible establecer dualidades tipológicas en esta etapa de la narrativa paraguaya.



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La narrativa posterior a Yo, el Supremo

Además del susodicho incremento de autores y obras, sobre todo en el género novelístico, Guido Rodríguez Alcalá y María Elena Villagra han señalado seis características de la narrativa paraguaya posterior a 1980, visibles también en la del último lustro de los setenta: 1) la aparición de nuevos autores sin que hayan surgido movimientos ni generaciones literarias con características comunes bien definidas durante estos años; 2) la notable presencia femenina y su aporte (añadamos que hoy en día encontramos más de treinta narradoras paraguayas en activo, sin tratarse de casos singulares como el de Josefina Pla, o por vínculo familiar como los Rodríguez Alcalá o los Chaves); 3) el desplazamiento temático-espacial del mundo campesino al urbano; 4) quizá como consecuencia de lo anterior, la aparición de nuevos temas más cosmopolitas y subgéneros universales como la ciencia-ficción; 5) el predominio de lo intimista sobre lo político; y 6) la influencia de los grandes escritores hispanoamericanos como Borges, Rulfo y García Márquez, pero con el progresivo repliegue del realismo mágico, liberándose de los temas habituales de los escritores de veinte años atrás751.

Partimos de estas conclusiones, pero podemos añadir otras. En el ámbito socio-literario, se aprecia el incremento del número de editoriales desde los años ochenta, algunas de ellas con un catálogo de publicaciones asentado como El Lector, Editorial Don Bosco, Arandurâ y RP Ediciones, lo que favoreció la divulgación de las obras, y la continuidad de las publicaciones. La pionera fue NAPA, creada por el escritor Juan Bautista Rivarola Matto en 1980, que intentó publicar una obra narrativa mensual. En segundo lugar, se asentaron varios talleres literarios de los que surgieron nuevos nombres, destacando el Taller Cuento Breve, dirigido por el profesor Hugo Rodríguez Alcalá, cuyos componentes son mujeres. Además, se consideró a la literatura como hecho social relevante, lo que permitió el que se instituyeran nuevos concursos literarios, estimulantes para los creadores. Ejercieron también su influencia las revistas culturales y literarias; Alcor, dirigida por Julio César Troche y Rubén Bareiro Saguier, a partir de su primer número en 1955, dio paso a otras con creadores más jóvenes, como Péndulo, Diálogo, Criterio, y, más recientemente, Cabichu'i 2, El augur mediterráneo, y Estudios. Estas revistas incluían artículos de escritores extranjeros, lo que sumado a que muchos autores paraguayos estudiaron en el exterior, supuso un paso adelante en los intentos de ruptura del aislamiento, aunque éste sólo acabara traduciéndose en las obras, y no en la conexión con los circuitos literarios internacionales.

Temáticamente, se ha producido un aumento significativo de las narraciones testimoniales y políticas, sobre todo después del fin de la dictadura de Stroessner. Algunas recogieron experiencias del período político anterior, examinando la cambiante realidad del Paraguay. El experimentalismo ha evolucionado desde el empleo lúdico de la innovación técnica por la innovación en los años setenta, como rebelión contra las formas del realismo, hasta su conversión en un procedimiento más a disposición de los autores. El año 1987 fue decisivo para la narrativa paraguaya actual: se distribuyó Caballero (1986) de Guido Rodríguez Alcalá, y se publicaron dos novelas que impactaron a un público lector   —447→   amplio, La niña que perdí en el circo de Raquel Saguier y El invierno de Gunter de Juan Manuel Marcos. Se descubría con ellas que era posible que hubiese lectores de novela, y que se podía innovar en los temas tradicionales. Y desde 1986, con Caballero, se apreció el progresivo incremento de narraciones históricas, sobre todo en los noventa. De todo ello, en los ochenta, destaca el esfuerzo de los autores y de los promotores culturales por «normalizar» y dinamizar la situación de la literatura en el país.

Sin pretender ofrecer un catálogo de obras, hemos de evaluar el carácter de la producción narrativa actual en Paraguay, para comprobar si su cantidad y sus vertientes permiten pensar en la consolidación del proceso actualizador iniciado con Casaccia y Roa Bastos en los cincuenta, y su progresiva incorporación temático-estilística a las corrientes de la narrativa hispanoamericana actual752.

Comenzando por la vertiente más cultivada en el Paraguay del siglo XX, el costumbrismo-folklórico mantiene su vigencia. Las narraciones de Elly Mercado de Vera, las novelas de Gerardo Halley Mora, la nueva versión en 1991 de Mancuello y la perdiz de Carlos Villagra Marsal, y la narrativa en guaraní, son muestras de esta continuidad. Con el desarrollo de los estudios sobre la lengua indígena del Paraguay desde los setenta, proliferan las narraciones en esta lengua, aunque se haya escrito solamente una novela guaraní, Kalaíto Pombero (1981) de Tadeo Zarratea. Crecen las iniciativas de recuperación de la narrativa popular oral en esta lengua, que da sus frutos en los cuentos de Juan Bautista Rivarola Matto, Pedro Moliniers, Feliciano Acosta, o Carlos Martínez Gamba. Sin embargo, en el relato en español, el costumbrismo se renueva desde Función patronal (1980) de Alcibiades González Delvalle, con personajes plenamente individualizados y situaciones comunes, jocosas, y poco típicas, que desplazan al descriptivismo y a la indagación folklórico-legendaria de épocas anteriores753.

El cuento regionalista se trasforma en la línea plenamente individualizada de Helio Vera. En su única obra narrativa publicada, Angola y otros cuentos (1984), Vera parte de leyendas e historias del acervo popular para hallar en su contexto las profundidades de la mentalidad paraguaya. Aplicando innovaciones técnicas al relato, pero acercándose al realismo mágico, personaliza personajes estereotipados por el cuento paraguayo tradicional, además de retratar el Paraguay rodeado de violencia y brutalidad. Su literatura, mezcla de realismo y fantasía, es testimonio de personajes del inconsciente colectivo.

El realismo mágico con resonancias críticas logró también relieve, junto a Lincoln Silva, con algunos cuentos de Josefina Pla, Augusto Roa Bastos, Hugo Rodríguez Alcalá, y Rodrigo Díaz-Pérez. Por otra parte, el realismo psicológico sigue teniendo a Casaccia como principal autor del último lustro de los setenta. Su última novela, Los Huertas (1981), es el testamento de su mundo narrativo aregüeño. La agonía de los personajes de Casaccia dejará paso a autores existenciales como Augusto Casola, Jesús Ruiz Nestosa, y Moncho Azuaga. Así, el realismo, en general, sufre desde los ochenta una profunda transformación, sobre todo desde la irrupción del experimentalismo. Por ejemplo, las novelas La sangre y el río (1984) de Ovidio Benítez Pereira y El destino, el barro y la coneja (1990) de Luis Hernáez plantean la denuncia de la violencia arraigada en el mundo paraguayo tradicional y en la política, tratada con técnicas polifónicas y perspectivistas, además de   —448→   cuidar la estructura con un orden lineal en la presentación de los acontecimientos, pero desordenada por el fluir de los pensamientos de los personajes. En este sentido, el reencuentro del perseguido político con su infancia, el relato del mito del eterno retorno, es el tema de Contravida (1995) de Augusto Roa Bastos.

El realismo humanitarista tiene su máximo exponente en Hugo Rodríguez Alcalá. Sus cuentos de El ojo del bosque (1992), La doma del jaguar (1995), y El dragón y la heroína (1997) son indagaciones en la bondad profunda del ser humano, ante situaciones adversas y la violencia arraigada en la sociedad, de las que puede escapar si persiste en su generosidad. Y el realismo social pervive con escritores de generaciones anteriores como Rubén Bareiro Saguier, Josefina Pla además de con sus cuentos, con la novela escrita en colaboración con Ángel Pérez Pardiella, Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), Carlos Garcete (El caballo del comisario, 1996), José Santiago Villarejo (Eutimio Salinas, 1986), Reinaldo Martí (La noche blanca, 1986), y Santiago Dimas Aranda, quien en La pesadilla (1980), Medio siglo de agonía (1994), y en los cuentos de Vida, ficción y cantos (1996), denuncia el caciquismo y el empleo de la fuerza como solución política. Aranda se puede considerar como uno de los últimos que se adscriben a un tipo de novela política tradicional, junto a otros más jóvenes como Catalo Bogado, Oriol Barboza, Oleg Vysokolan, Cristian González Safstrand, o Hugo López Martínez.

Aunque la denuncia política suele encontrarse presente en autores que incluimos en otras vertientes al tratarse de una problemática común, como Canese, Roa Bastos, Guido Rodríguez Alcalá, Juan Bautista Rivarola Matto y Tadeo Zarratea, la dirección de la novela política tenderá desde los noventa hacia dos caminos nuevos: la sátira picaresca, y la «ciencia-ficción» política. En el primero, destacan algunas novelas como la esperpéntica El rector (1991) de Guido Rodríguez Alcalá, ridiculización del absurdo mundo de los medradores del régimen de Stroessner, y las picarescas de Emiliano González Safstrand Memorias de un leguleyo (1990) y Yo político (1994), retratos sarcásticos con todo su drama de personajes arribistas de los últimos años de la dictadura y de la democracia. La novela de ficción política, con técnicas propias del best-seller, tiene un exponente principal: Santiago Trías Coll. Español residente en Paraguay desde principios de los ochenta, publicó Los diez caminos en 1987, consiguiendo gran aceptación por su denuncia de los poderes políticos fácticos mundiales. Sin embargo, es en 1990 cuando Trías Coll consigue el éxito de ventas más importante de la novela paraguaya actual con Gustavo presidente. La narración inventaba la situación que pudo ocurrir si el golpe que derribó a Stroessner en 1989 hubiera fracasado, con lo que el interés de los paraguayos por la novela fue masivo ante un tema político de preocupación general. Su continuación, Gustavo presidente II (1993), Trías Coll no consiguió repetir el éxito, pero el trabajo desvelaba las oscuras conexiones políticas de los regímenes de los países del Cono Sur.

La novela de Stroessner es una asignatura pendiente de la narrativa paraguaya. Roa Bastos en El fiscal (1993) y Guido Rodríguez Alcalá en El rector (1991), demostraron que el odio hacia la figura del dictador acababa imponiéndose a la trama. Por esta razón, algunos autores han ocultado sus creaciones sobre Stroessner. Solamente, Moncho Azuaga y Lito Pessolani se adentraron con técnicas experimentales en las tinieblas de la dictadura y en el poder del lenguaje del autoritarismo. Azuaga, autor de cuentos de denuncia de la realidad y de la situación cultural paraguaya en Arto cultural y otras juglarías (1989), publicó la novela Celda 12 (1991) con una preocupación por el lenguaje del absurdo   —449→   como mejor forma de ofrecer una imagen distorsionada del dictador, y de la destrucción de las conciencias de los paraguayos. Pessolani, en Historia(s) de Babel (1992), revela el poder del lenguaje autoritario, en una visión barroca y alegórica de la dictadura. Como se observa, los autores de obras sobre la dictadura de Stroessner prefirieron huir del realismo como modo de representación novelesco para mostrar su mundo, y se escondieron en el experimentalismo, quizá influidos por el miedo latente en el postautoritarismo.

La novela del exilio entra en declive en los ochenta, a medida que se observa que el régimen de Stroessner va acercándose a su final. La atracción por el tema del desarraigo penetra en otros campos. Parte se convertirá en novela de la guerrilla, como en algunos cuentos de Carlos Garcete de El collar sobre el río (1986), y en Esa hierba que nunca muere (1989) de Gilberto Ramírez Santacruz. En ambas obras, el exiliado que se integra en la guerrilla para luchar contra la dictadura, y así poder retornar a su país, abandonando el desarraigo en que se encuentra, no conseguirá que sus deseos se hagan realidad, porque la fortaleza de la dictadura impide el triunfo de los opositores. Sin embargo, el tema de la experiencia del exilio sobrevivirá en los noventa, como trauma del escritor que lo ha padecido; por ejemplo, en El fiscal de Augusto Roa Bastos. Algunos cuentos de Hugo Rodríguez Alcalá transmiten también la obsesión del transterrado por el eterno retorno.

Las novelas asunceñas de Mario Halley Mora, entre las que destacan Los hombres de Celina (1981) y Ocho mujeres y los demás (1994), modernizarán las técnicas del folletín tradicional. Sus novelas miran la evolución de Asunción hacia el concepto de urbe moderna. Halley Mora es también el introductor del microcuento en Paraguay. La fidelidad de penetración psicológica en los mundos oscuros de Asunción que caracteriza las narraciones de Halley Mora, se presencia también en Ramona Quebranto (1989) de Margot Ayala, la primera novela en jopará754, reproducción fiel del lenguaje y del mundo del popular barrio asunceño de La Chacarita. En este orden de reflejo del mundo lingüístico y de las preocupaciones de los habitantes de Asunción, se encuentran los monólogos de José Luis Appleyard, comenzados a publicar en 1971, y que llegan a su culminación en La voz que nos hablamos (1983). El mundo juvenil asunceño encuentra expresión en las novelas de Antonio Gallerini Sienra, y los problemas personales del hombre de la capital en La Asunción de Narciso Bruma (1997) de Borja Loma. Así, observamos que Asunción continúa desplazando al mundo rural en las narraciones paraguayas, teniendo en cuenta que la mayor parte de escritores actuales son asunceños y tratan de reproducir el mundo en que viven; el único que conocen a fondo.

La novela histórica paraguaya evoluciona durante estos años, discurriendo desde su concepción realista tradicional hacia las técnicas de la nueva narrativa histórica755. En paralelo, mientras Yo, el Supremo modificaba la concepción tradicional del género en los setenta, Isidoro Calzada continuaba creando narraciones que se sometían a la fidelidad a las fuentes, con lo que el discurso literario quedaba desprovisto de su carácter de ficción. La evolución de los ochenta discurre por Juan Bautista Rivarola Matto, creador de   —450→   una trilogía de novelas históricas de carácter tradicional, donde se advierte la inspiración en Galdós: Diagonal de sangre (1986), La isla sin mar (1987) y El santo de guatambú (1988), a las que debemos añadir la narración breve «San Lamuerte» (1985).

La publicación de Caballero (1986) de Guido Rodríguez Alcalá supuso la confirmación de la nueva narrativa histórica en Paraguay. La novela desmitificaba el revisionismo histórico en que se sustentaba la ideología del régimen de Stroessner; en el fondo se escondía el combate contra el fetichismo de la mitificación nacionalista, analizando como seres humanos corrientes las figuras del mariscal López y de Bernardino Caballero, héroes históricos reivindicados por la dictadura. Rodríguez Alcalá removía los cimientos ideológicos del régimen, por su afán de denuncia del autoritarismo arraigado en todos los estratos de la política paraguaya. En 1989, se publicó la segunda parte, Caballero, rey, más centrada en el examen literario de la figura del fundador del Partido Colorado, que sostuvo en el poder a Stroessner, presentándolo como un hombre de carne y hueso con las mismas virtudes y pecados capitales que cualquier ser humano, contra la imagen oficial de héroe épico que el régimen stronista le concedió. El mismo autor recoge experiencias históricas en buena parte de sus cuentos, como en Curuzú cadete (Cuentos de ayer y de hoy), publicada en 1990, en cuyo título se advierte la intención del autor por relacionar el presente y el pasado paraguayos.

Roa Bastos prosiguió con su labor de humanización de los personajes históricos paraguayos en «El sonámbulo» (1984), y de Colón en Vigilia del Almirante (1992), además de incluir reflexiones históricas en algunas partes de El fiscal y Madama Suí (1995). En Relatorios (1995), Gilberto Ramírez Santacruz incluye algunos cuentos históricos, entre los que destaca «El grito de Triana», cuyo argumento se refiere al primer viaje de Colón a América, desde la penetración del discurso en la psicología de los personajes.

En los últimos años, ha aumentado el cultivo de la novela histórica en el Paraguay. Michael Brunotte publicó Una herencia peligrosa (1994), relato que mezcla el argumento histórico de la compra de terrenos fiscales a finales del siglo pasado, con otro policial localizado en la época actual. Luis Hernáez dio a la luz Donde ladrón no llega (1996), la primera novela paraguaya ambientada en la época de las misiones jesuíticas y su expulsión de 1767. En el 97, Esteban Cabañas (pseudónimo del pintor Carlos Colombino) publicó De lo dulce y lo turbio, indagación en las intrigas de los protagonistas de la conquista española del Paraguay, partiendo de fuentes como las crónicas de Rui Díaz de Guzmán y Ulrich Schmidl. La amplitud universal que está alcanzando la narrativa paraguaya actual se comprueba en que el espacio de Retrato de familia de Adriana Cardús es la Inglaterra del siglo XIX, siendo así ésta, la primera novela histórica paraguaya que no se localiza en el país, ni siquiera en Hispanoamérica. En este sentido, es una demostración más de la actualización y de las preocupaciones más universales de los escritores actuales.

Refuerza también esta idea el desarrollo de la narrativa femenina o feminista. Josefina Pla publicó en libro casi toda su producción cuentística en los ochenta, entre la que destaca El espejo y el canasto (1981) y La muralla robada (1989), pero desde sus cuentos de La mano en la tierra (1963), la escritora española de nacimiento había abierto la posibilidad de que la mujer pudiera expresar sus problemas e inquietudes abiertamente en la literatura. A Teresita Torcida, Ana Iris Chaves y la residente en Argentina, Ester de Izaguirre, autora de Último domicilio conocido (1990), narraciones que enlazan con el cuento metafísico rioplatense, les siguieron otras narradoras, sobre todo a partir de la   —451→   creación del Taller Cuento Breve. En 1983, Neida Bonnet de Mendonça publicó la novela Golpe de luz, ficción autobiográfica que impulsó a otras escritoras a escribir sus sensaciones interiores escondidas. Novelística importante es la de Raquel Saguier, cuya primera obra publicada, La niña que perdí en el circo (1987), ofrece un discurso que confronta el mundo inocente de la niña con el de la mujer adulta. El resto de sus novelas hasta ahora publicadas, La vera historia de Purificación (1989) y Esta zanja está ocupada (1994), reclaman la dignidad de la mujer, además de metaforizar sobre la sociedad paraguaya. Otra novela importante es Los nudos del silencio (1988 y 1992) de Renée Ferrer, que denuncia la marginación de la mujer del Tercer Mundo, ya por sumisión al imperativo de su papel social reducido al de sostén familiar, ya por la explotación sexual que padece. Los cuentos de Ferrer publicados en La seca y otros cuentos (1986) y Por el ojo de la cerradura (1993), como los de Bonnet de Mendonça de De polvo y de viento (1988) y Ora pro nobis (1993), transmiten la problemática de los seres marginados de la sociedad, especialmente de la mujer, sobre todo en el ámbito rural. Otra novela donde se exponen las sensaciones del personaje femenino es Los gorriones de la siesta (1996) de Yula Riquelme. Los libros de cuentos escritos por mujeres se han multiplicado en Paraguay desde los años ochenta, destacando los de Sara Karlik, Lucy Mendonça, Chiquita Barreto (introductora del cuento erótico en Con el alma en la piel, 1995), Milia Gayoso, Delfina Acosta, Dirma Pardo de Carugati, Maybell Lebrón, Amanda y Mabel Pedrozo, y Nila López. Luisa Moreno de Gabaglio abrió la vertiente ecologista con Ecos de monte y arena (1992), denuncia de la actitud cruel del hombre hacia los animales y la naturaleza, que fue continuada por Renée Ferrer en Desde el encendido corazón del monte (1994).

Las técnicas experimentales fueron adoptadas por Jesús Ruiz Nestosa en novelas como Los ensayos (1982) y Diálogos prohibidos y circulares (1995). Además del mencionado Lito Pessolani, Jorge Canese penetró en la transformación del discurso hispano-guaraní y en el ejercicio de la experimentación lingüística y estructural en obras como Así no vale? (1987) y Papeles de Lucy-fer (1992). En 1987, Juan Manuel Marcos experimentó con las teorías de Bajtín, y trató de llevarlas a la práctica en su novela El invierno de Gunter, dentro de los postulados de la postmodernidad, mezclando argumentos y temáticas. El mismo camino sigue Juan Carlos Herken en El mercader de ilusiones (1995), novela política de denuncia. En el fondo, estos autores transmiten el pesimismo de una sociedad joven que observa distanciada la podredumbre de la sociedad en que viven.

La vertiente fantástica, que aun habiendo sido cultivada antaño, no presentaba un autor especializado en ella, encuentra su principal exponente en Manuel E.B. Argüello, quien destaca por Las letras del diablo (1988). Rodrigo Díaz-Pérez utilizó lo fantástico en algunos de sus cuentos, pero hasta 1994, en que Yula Riquelme publicara Puerta, no había aparecido en el país guaraní ninguna novela de esta vertiente. La obra ofrecía un argumento metafísico e inquietante, pero escondía en el fondo la denuncia femenina.

Los géneros populares incrementaron sus producciones durante estos años también. El cuento infantil, siempre muy cultivado en Paraguay desde Josefina Pla y otros autores, ha continuado con Nidia Sanabria, Elly Mercado de Vera, Renée Ferrer, y, sobre todo, con María Luisa Artecona de Thompson. La ciencia-ficción, cultivada sólo por Rafael Barrett en «Alberico» y José Alberto Bachen en una serie de narraciones inconexas publicadas desde finales de los setenta, tiene su mejor exponente en Anticipación y reflexión (1980) de Osvaldo González Real, relatos en la línea de Huxley y Orwell, que denuncian el camino   —452→   atroz al que se dirige la sociedad por su excesivo sometimiento a la tecnificación y al materialismo desmesurado. Posteriormente, escritores como Luis Hernáez, Lita Pérez Cáceres y Catalo Bogado han creado algunos cuentos de este subgénero.

La literatura policíaca es una de las menos cultivadas en Paraguay. Solamente Roberto Thompson, desde su exilio en Estados Unidos, introdujo algunos cuentos policíacos con alusiones políticas en Sin testigos (1987). En 1995, Andrés Colmán Gutiérrez publicó la novela El último vuelo del pájaro campana, pero la obra, protagonizada por un detective privado que recordaba al Marlowe de Raymond Chandler, es un retrato del Paraguay actual y del enfrentamiento entre un mundo viejo ancestral que se extingue, el indígena, y el avasallador de las nuevas costumbres y la tecnificación importadas de Estados Unidos. Así, aunque el hilo argumental sea policial la trama versa sobre la desarticulación de una banda de delincuentes y extremistas que pretende reponer a Stroessner en el poder, El último vuelo del pájaro campana es un examen sociológico del estado actual del país. Otras obras se han aproximado al género: Marguerite du Guerny con Intriga en el trópico de Capricornio (1995) y Pancho Oddone con Week-end (1993) y Guerra privada (1994), pero bajo el presupuesto del best-seller la primera, y de la narración periodística política en el segundo. Santiago Trías Coll, en Tacumbú, infierno y gloria (1991) introdujo la novela carcelaria en Paraguay, y en Hechizo paraguayo, del mismo año, construía una trama que desmitificaba la visión del país como lugar de rentables negocios para el inversor extranjero.

Los derivados del folletín sentimental continúan aferrados a los tópicos popularistas, como el romance amoroso de Lucía Scosceria de Cañellas, y la novela de amores juveniles Arturo y Beatriz (1984) de Arturo Rojas León. Frente a ellas, El amor y su sombra (1984) de Santiago Dimas Aranda y ...Por amor (1994) de Catalo Bogado son historias amorosas que presentan matices sociales.

De todos estos párrafos se deduce que en la narrativa paraguaya actual es mayor la variedad de formas y temas que en el pasado, habiendo salvado la restricción temática del localismo, para optar por una mayor universalidad, destacando siempre la preferencia individual del escritor, aunque el único profesional sea Roa Bastos. Las obras que hemos citado son muestras de un amplio inventario, pero no se conocen fuera de las herméticas fronteras del país, aunque su calidad sea como la de cualquiera. Los últimos escritores paraguayos han dejado de responder a un fin externo y a unos presupuestos, generalmente ideológicos, para recrearse en el ejercicio de la literatura como fruición y libre expresión. Casaccia y Roa Bastos iniciaron la vertebración que ha sido consumada por los autores posteriores, generalmente con una buena formación intelectual, universalistas y urbanos, hecho que es paralelo al del renacimiento en los años ochenta de la aún débil clase media, dispersa desde la guerra civil del 47.

Sin embargo, culturalmente, el Paraguay sigue siendo la isla rodeada de tierra; el pozo cultural. Esta realidad indiscutible tiene unas causas concretas actuales que se centran en todos los estamentos socioliterarios: falta de tradición sedimentada; carencia de visión comercial y de difusión de la industria editorial paraguaya; el peso de las dictaduras históricas, sobre todo la de Stroessner más bien habría que señalar de la ideología autoritaria que se ha impuesto siempre en Paraguay, que subsiste aún como un fantasma en algunas mentalidades, y que coarta al escritor; la ausencia de universalidad y de ambición por pereza y provincianismo de algunos autores que se conforman con   —453→   publicar en su país, o de adquirir el prestigio social que no pueden lograr en otros ámbitos; la inexistencia de una crítica periodística y de una investigación universitaria coherente y potenciada que facilite la conexión entre el autor, el crítico, y el lector, y que evite el simplismo de las polémicas maniqueístas y superficiales de partidarios o contrarios a un escritor por citar un ejemplo semejante al histórico de lopistas y antilopistas756, lo que eclipsa y atemoriza en la realización de investigaciones serias; el precio de los libros, demasiado caros para la economía de las familias; la ausencia de una red de bibliotecas debidamente surtidas y la falta de apoyo institucional a la literatura; los excesivos actos sociales que desvirtúan el sentido de la literatura para convertirla en un acontecimiento superficial; la formación de grupos literarios por simpatías personales, y no por tendencias estéticas; y la universal competencia con los medios audiovisuales en una sociedad que está sufriendo actualmente unas transformaciones económicas modernizadoras que no son acompañadas de una profunda evolución cultural. Por otra parte, los investigadores europeos y norteamericanos se sienten más atraídos por lo exótico del país, especialmente la lengua guaraní, que por su literatura, con la consiguiente falta de estudios. Pero, a estas causas hay que añadir la más importante: el analfabetismo, de hecho o funcional, de una parte importante de la población, lo que hace que sea difícil el que haya escritores en Paraguay con tan escaso número de lectores.

Como afirmó hace años Guido Rodríguez Alcalá, «lo sorprendente no es que no se produzca mucho en el país, sino que se produzca»757, teniendo en cuenta las circunstancias en que se escribe. Por ello, el fenómeno que se ha generado durante los años ochenta y que se confirma en los noventa, es síntoma de que la renovación narrativa que se inicia con Casaccia y Roa Bastos no ha caído en el vacío, sino que ha propiciado el desarrollo de nuevas creaciones, e incluso el abandono de la poesía y el cuento la literatura por antonomasia en Paraguay por la novela, hasta el punto que algunos autores se han especializado en ella. A pesar de que las obras no sean conocidas, la producción posterior a Yo, el Supremo ha protagonizado una profunda renovación estilística, ofreciendo nuevos modos narrativos más actualizados. La narrativa paraguaya de fin de siglo es cuantitativamente algo más que unas cuantas obras solitarias de Augusto Roa Bastos, aunque detrás de él se esconda un grupo de robinsones cada vez más amplio.