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La leyenda de los soles [Fragmento]

Homero Aridjis






Capítulo XXXII

Un crepúsculo sanguinolento entró por el ventanal. La nata de la contaminación rodeaba a la ciudad como si una enorme taza de café se le hubiera echado encima, Juan de Góngora quiso observar esa puesta de sol como si fuera la última que iba a mirar en su vida. No había ni huella de azul en el cielo, había manchas moradas, ciertamente, y una especie de rojo profundo.

De pronto, por el Paseo de la Malinche creyó ver a Bernarda Ramírez vestida de blanco. No podía imaginar qué andaba haciendo allí a esa hora, y, sobre todo, que no viniera a visitarlo.

Desde la azotea de un inmueble de cinco pisos un tzitzímitl la observaba con mal disimulado apetito. La mujer iba hablándose a sí misma. Creía que estaba sola, pero algunas gentes atisbaban sus movimientos desde las ventanas de los edificios.

Esa persona no era Bernarda Ramírez. Los ojos del tzitzímitl, desde una inescrutable cercanía, se le clavaban fijamente.

Ella, la posible carroña, se detuvo frente a la zapatería Cactli de Oro, pasó por debajo de un anuncio de Cigarros Tigres, reapareció junto a un paredón tapizado con retratos del difunto José Huitzilopochtli Urbina.

Las sombras de las construcciones caían una sobre otra como follajes rastreros. El sol se había mostrado por un momento y hacia el Poniente Juan de Góngora creyó ver pedazos de ámbar.

Al fondo de la calle, entre dos árboles escorchados, él tuvo la ilusión de descubrir un colorín, el Erythrina coralloides, cuyas flores rojas otrora fueron buscadas por los colibríes. Mas no era un árbol, era un contenedor de basura.

El tzitzímitl, mirando a la mujer, aleteaba como si hiciese hambre en sus entrañas, picoteaba en la mañana gaseosa criaturas invisibles al ojo. Criaturas que no le satisfacían, pues anhelaba refocilarse en carne humana.

De pronto, Juan de Góngora vislumbró las siluetas borrosas de los volcanes. Admiró la cima color castaño del Popocatépetl, la ola blanca en forma de cuerpo femenino del Iztac Cíhuatl. Pero se dio cuenta que sólo eran imágenes de su mente, porque el neblumo creaba montañas y animales en el aire.

-Por esa avenida venía un río, ¿cómo pintar ahora su ausencia, su cuerpo entubado, su carga de aguas negras?, ¿cómo pintar la desesperación de un río, el grito silencioso de la Naturaleza en agonía? -se preguntó, delante de su cuadro-. ¿Cómo pintar la soledad del último conejo teporingo que se extingue en la falda de un volcán?

Descubrió en el camino pintada una figura femenina. Advirtió que le había puesto el rostro vuelto hacia el Septentrión, las manos juntas, el manto azul estrellado, la mandorla con rayos solares.

-¿Pinto a la diosa azul o a la virgen de Guadalupe, a la virgen de la Tierra o a la Tonantzin mexicana? ¿Cuántos buenos artistas la habrán pintado sin creer en Ella, y cuántos la habrán figurado movida su mano por la fe, como el indio Marcos Cipac Aquino?, ¿o Ella ha sido pintada por Dios? En torno suyo quisiera pintar la fuga de un pájaro en el aire, la nostalgia que deja el paso del día en la carne y en los ojos, la angustia que queda en el suelo cuando la luz se ha ido.

Las paredes crujieron, el cielo se arrugó, los prados de su cuadro adquirieron una coloración de espinaca podrida. Un olor a rancio, a patas de puerco molidas invadió la atmósfera.

-¿De qué moriré en un mundo así? De melancolía -se preguntó y se contestó.

Se asomó por el ventanal. Llovía ceniza, los peatones dejaban sus pasos marcados en ella. Por el radio alguien dijo que la ceniza provenía de los volcanes, que estaban palpitando fuerte y habían estornudado.

Juan de Góngora contempló el caer de los copos grises, que cubrían la mancha urbana, el corazón del país desierto. La mancha urbana, que de tan grande alcanzaba lo visible y lo invisible, lo pedestre y lo aéreo.

Sus ojos se fueron por una calle grisácea. Divisó una bandada de pajarracos negros. Algunos batían las alas, gruñían, siseaban. Otros, inmóviles, solamente lo miraron, le dieron la impresión de querer clavarle el pico en la coronilla.

Él apreció la cara aplanada, los ojos exorbitantes, la boca ganchuda, el pelaje pegajoso de las aves. Algo indefinible las hacía repugnantes y odiosas, les daba aspecto de criaturas recién salidas de una tumba milenaria.

Dos aves pasaron volando por encima de la cabeza de la mujer. Tan cerca, que ella sintió que le rozaron el pelo y las orejas con las garras. Una se fue a parar sobre la estatua de La Malinche, en el centro de un prado sin pasto, a la entrada del antiguo Bosque de Chapultepec. La otra se fue volando hacia los ahuehuetes muertos, hacia el castillo.

Tembló por espacio de un minuto, las paredes del edificio de enfrente se abrieron y se cerraron. Una casa se cayó, un perro encerrado aulló. Las varillas de un muro se descubrieron, se mostraron semejantes a lanzas torcidas en un costillar.

-Seño, una lumbre -le estorbó el paso a la mujer un joven delgado y moreno, con un cigarrillo humeándole en los labios.

-No fumo -respondió ella.

-Deme un azteca para mi pase.

-No traigo dinero.

-Entonces, hagamos un trueque, usted me da su pulsera de plata y yo le doy esta pera de plástico.

-Basta de palabras -un segundo individuo le puso el cuchillo en el vientre.

-Diez aztecas nada más, el resto es suyo -el joven del cigarrillo en la boca se apoderó de su bolso.

El suelo se meció de nuevo. El castillo se fue hacia la derecha, se fue hacia la izquierda. El neblumo, desgarrado, descubrió por un momento al sol color huevo podrido.

-Tenga -el joven le devolvió el bolso a la mujer-. No se vuelva, porque se muere.

Ella, sin voltear, escudriñó la vegetación carcomida y cetrina, mientras sus asaltantes corrían hacia la entrada del bosque. Luego, volviéndose hacia ellos, los vio entrar en la multitud de vendedores callejeros y meterse en un coche negro.

El tzitzímitl que se había posado sobre la estatua de La Malinche, abrió las alas y las plegó. Examinó con gesto voraz a la mujer, inmóvil como una gárgola.

En la esquina chicoteó un cable de alta tensión. A unos cien metros de distancia se oyeron balazos, como si a punto de morirse la gente todavía tuviera energía para matarse.

Volvió a retentar. El sismo derribó un edificio, desnudó una pared, un gato salió maullando de una jaula de loro. El Paseo de la Malinche surgió ajeno y fantástico, como un paisaje que había perdido sus rasgos cotidianos.

-El futuro se ha ido, el pasado está aquí -se dijo Juan de Góngora.

Oyó un crujido debajo de sus pies, las luces parpadearon, un espejo se rompió en el baño, un vidrio exterior se desprendió de una ventana. Otra oscuridad se hizo en la naciente oscuridad.

-Pintor y pintura desapareceremos juntos -se prometió a sí mismo, y siguió pintando.

El piso se ladeó, la puerta cerrada se abrió a la mitad, la escalera se desplomó hasta su primer escalón, el yeso del techo cayó, el cuarto quedó suspendido en el aire.

Por el ventanal, Juan de Góngora vio camas, mesas, sillas quebradas, televisores ciegos, animales domésticos muertos, colchones despanzurrados. Sobre su mesa de trabajo, las tijeras estaban abiertas sobre su eje, filosas y feroces.

En el cielo eléctrico no había una sola nube. El cuarto, el edificio, la calle, la ciudad, el país, el continente, el planeta se movían.

Juan de Góngora bajó las escaleras, que se apoyaban en los escombros. Por la pared entró en la calle de Río Elba. Había pasado el sismo, breve pero intenso.

En el horizonte occidental, el morado se volvió negro.

La noche había caído.





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