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La leyenda del cantante. Cuento hindú

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Hace mucho, hace mucho había un emperador en el país lejano de India y tenía una hija hermosa como no se había contado, rubia como una lágrima del sol, si el sol ha llorado alguna vez. En las noches con luna, cuando pasea entre las oscuras florestas de laurel del castillo levantadas de las raíces de peñas, ella oía una voz hermosa, como de ruiseñor, no obstante era de hombre. Un harpa, semejante sonido blando y regulado de las olas del mar, lo acompañaba. Era un paria cantante, que amaba a la hija del emperador. Ella lo vio asomada por las ramas a la luz de la luna -era alto y hermoso. La melena negra se levantaba sobre la frente grandiosa, los ojos brillaban en sus bóvedas como dos flores, como dos gotas de tinieblas fundidas-. Ella le amaba, porque no habría sabido hacer otra cosa, así era de hermoso.

Una noche, entre redes de follaje oscurecido de olivo y laurel, suspendía la luna como un broquel de oro, él estaba arrodillado a sus pies y, con la cabeza acostada en su regazo blanco, la miraba larga y oscuramente con una mirada de profeta en la lobreguez blanda y azul de sus ojos grandes. Con sus manos dulces ella le atusaba el pelo, con su boca fruncida de amor ella le besó la frente.

-Qué hermosa frente tienes tú, la corona del mundo se enorgullecería de estar sobre ella.

-¿La desearías tú? -dijo él y sus ojos se abrieron grandes, como dos luceros.

Él se levantó y la miró. Solo el emperador del Sahara, el león, mira de ese modo, una vez en su vida, cuando ama. La apretó en sus brazos y se fue al mundo.

¡Adiós, estrella -amor, todo!

La noche era clara, callada, grande. Solo las olas santas Ganges murmuraban tranquilas como la sabiduría de los tiempos. El símbolo gigantesco del tiempo.

El paria miró largamente a él, y lo comprendió. Oyó el habla de sus santos orígenes, comprendió que esto, lo que se mueve, lo pasajero de la tierra. Rompió su harpa contra una peña y se fue arriba. Revolucionó los pueblos contra los reyes y sus leyes, derrocó a los reyes y a los grandes de la tierra y a la cabeza de aquellos pueblos, unos de origen santo, otros de origen oscuro, él corría a lo largo de los ríos grandes y volcó imperios y los sometió a él.

Los pueblos le amaban porque era justo y bueno, los reyes se temían de él. Era el emperador del mundo y el señor de todo lo pasajero.

Entonces marchó al castillo del levante de las raíces de montañas. Entró en los altos campanarios para ponerse la corona del mundo sobre la frente de su novia -pero extensa, blanca como una cera marmórea, muerta estaba su amada-. Él ya no oyó nada, nada -solo las olas santas Ganges silbaban con una resonancia lejana e irónica en sus orejas-, agachó su frente y dijo: «¿Para qué? ¿Para qué?» -luego se dirigió hacia el desierto y nadie oyó nada más de él.

El hombre como la hierba, sus días como la flor al campo.

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