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- IV -

Los emigrados en Chile


Todo lo contrario de lo acontecido en la Argentina, una esterilidad poética, poco menos que absoluta, acompañó al periodo revolucionario en Chile, suelo poéticamente fecundado por la conquista, que había dado a la literatura española, como constelación austral, La Araucana y su descendencia homérica.

Precedido por el renombre llegó a Santiago, en marzo de 1828, don José Joaquín de Mora, y se convirtió inmediatamente, según la expresión de un testigo, en «el niño bonito» de la ciudad andina. «Las Musas han abandonado la triste Península Española en compañía del saber, de la libertad y de la virtud», escribió algo después, pensando acaso en sí mismo y a propósito del destierro de su ex alumno Francisco Martínez de la Rosa. Con cualidades dignas de iguales calificativos, llegaba al año siguiente don Andrés Bello. En   -98-   Londres armonizaban; chocaron en Santiago; pero las musas fueron ajenas a la discordia. Don José Joaquín, fundador del Liceo de Chile, y don Andrés, fundador del Colegio de Santiago (establecimientos que rivalizaron a poco de nacer, apoyados respectivamente por liberales y conservadores); el gaditano violento y el mesurado caraqueño, ambos gramáticos, latinistas, cultores de diversas disciplinas científicas, enzarzáronse en ruidosa polémica que arrastró a los propios alumnos. Mora, exasperado por el descrédito que le atrajo ante muchos, se lanzó furiosamente a la oposición política, y fue desterrado. Pasó a Lima, y la ausencia reconcilió al redactor español de la Constitución chilena de 1828 con el futuro autor venezolano del Código Civil de Chile, y, finalmente, con el país28.

José Joaquín de Mora había sido el removedor fugaz, pero efectivo, del ambiente intelectual de la joven república. Andrés Bello sería su gran educador. «El habla, este órgano de todas las comunicaciones sociales -había escrito el primero, en 1829- se abandona en Chile al ciego impulso de una imitación vulgar y viciosa». El segundo, alarmado por las incorrecciones que cometían en el uso de la lengua hasta los más cultos, comenzó a publicar en 1834 una serie de artículos destinados a «advertir algunas de las impropiedades y defectos» que notaba. Pronto se convirtió en maestro y mentor espiritual de una generación chilena. La influencia   -99-   de su magisterio -evocaría uno de los que la recibieron, José Victorino Lastarria- fue casi una dominación. En 1841, un proscrito argentino, recién llegado y absolutamente desconocido en Santiago, publicó un artículo sin su nombre con el propósito de restaurar el recuerdo glorioso del general San Martín. ¿Qué dirían los chilenos? Cuando supo que Bello lo había leído y aprobado, exclamó en su escondite: «¡estoy a salvo!». El autor se llamaba Domingo Faustino Sarmiento y no tardaría en arremeter contra el pedestal del dominador.

«El movimiento político del año 1841 -diría también el mencionado evocador chileno- fue un verdadero despertar que marca en nuestra historia el momento en que acaba una época y principia otra nueva... Por aquel tiempo, estaba ya entre nosotros la brillante emigración argentina que había lanzado a este lado de los Andes la tiranía de Rosas y de sus aliados, los caudillos de provincia, y la sangrienta guerra civil». El mismo Lastarria vinculó ambos hechos a la trasformación social y espiritual del medio santiaguino: «El teatro, las tertulias, los paseos, cobraban animación, y en todas partes, principalmente en las reuniones privadas de hombres que se mantenían en algunos salones particulares, se hablaba de letras, de política, de progresos industriales. Pero en este comercio de francas y cordiales relaciones resaltaba siempre el elegante despejo y la notable ilustración de los hijos del Plata, causando no pocos celos, que ellos provocaban y excitaban, haciendo notar la estrechez de nuestros conocimientos literarios y el apocado espíritu que los más distinguidos de nuestros jóvenes debían a su rutinaria educación»29.

Ninguno más provocador, más «excitador» que Domingo Faustino Sarmiento, no hijo del Plata, a cuyas vecindades ni siquiera se había allegado aún, sino de Cuyo, la falda   -100-   andina que le había visto surgir y arrollar como un torrente de sus montañas. Lector curioso e insaciable, maestro de escuela por vocación absorbente, periodista por extensión de su magisterio, orgulloso autodidacto que tempranamente se proclamara émulo de Benjamín Franklin, hallábase en el destierro después de haberse despedido de las piedras de su comarca nativa con esta inscripción: Bárbaros, las ideas no se degüellan. El éxito de su primer artículo en tierra chilena valiole un puesto en la redacción de El Mercurio y la amistad de su propietario, el tipógrafo español Manuel Rivadeneira. La arrogancia, la crudeza, el ímpetu incalculado de sus opiniones en los editoriales de aquel periódico, pronto le ocasionaron enojos, antipatías y controversias en materia estética (crítica teatral), en instrucción pública y en política; pero también le produjeron amigos y un protector excepcional. A principios de 1842 fue nombrado director de la Escuela Normal de Preceptores por el ministro don Manuel Montt; en ella revolucionó los métodos para la enseñanza de la lectura y la gramática, que el periodista propiciara con ardor agresivo. Rozó, naturalmente, y aun estrujó la túnica impecable del maestro venezolano. Dos polémicas en torno al idioma y la literatura los enfrentaron.

Sarmiento dedicó un artículo el 27 de abril a ciertos Ejercicios populares de lengua castellana, una muestra de los cuales aparecía en la misma hoja y que él sintetizó así: «una especie de diccionario [de] los errores del lenguaje en que incurre el pueblo y que, apoyados en la costumbre y triunfantes siempre por el apoyo que les presta el asentimiento común, se trasmiten de generación en generación y se perpetúan sin suscitar ni el escándalo de las palabras indecorosas a quienes la moral frunce el entrecejo, ni el ridículo que provocan las pretensiones de cultura de algunas gentes tan ignorantes como atolondradas que usan palabras cuyo sentido no comprenden ni están admitidas en el corto   -101-   diccionario popular»30. Por su parte, el redactor sostuvo que los pueblos, y no los literatos, forman sus lenguas, y que la ortografía debe ajustarse a la pronunciación. Como los «ejercicios» también le fueron maliciosamente atribuidos, Bello, alarmado por aquella intromisión en sus dominios y temiendo que su larga y paciente obra de purificación idiomática en el país corriera peligro de malograrse, rebatió al hereje bajo el seudónimo de Un Quídam. Señaló una vez más la necesidad de estudiar e imitar los «grandes modelos de la literatura castellana» y previno a la juventud chilena del riesgo de hacer degenerar su lengua «en un dialecto españolgálico», como ocurría en los periódicos de cierto «pueblo americano, otro tiempo tan ilustre».

El redactor sanjuanino contestó en dos artículos abundantes y vehementes. «Un idioma -escribió en el primero- es la expresión de las ideas de un pueblo, y cuando un pueblo no vive de su propio pensamiento, cuando tiene que importar de ajenas fuentes el agua que ha de saciar su sed, entonces está condenado a recibirla con el limo y las arenas que arrastra en su curso; y mal han de intentar los de gusto delicado poner coladeras al torrente...». Habla que buscar fuera de España la literatura, la historia, la poesía, el teatro, las ideas políticas, la legislación, las ciencias, la religión, todo, en fin, «sin excluir un solo ramo que tenga relación con el pensamiento», y el ejemplo lo ofrecía Chile en su caudal bibliográfico de la hora, en sus textos de enseñanza elemental y hasta en las fuentes didácticas de algunas gramáticas compuestas en el país. Y el redactor terminaba recomendando el «comercio libre» en las letras hispanoamericanas, por más que rabie Garcilaso. En el segundo artículo repitió «que los pueblos en masa y no las academias forman los idiomas»; y recogiendo la alusión al dialecto bastardo de la prensa argentina, destacó el florecimiento copioso de la lírica en   -102-   el país vecino, mientras que la absoluta esterilidad poética de Chile debía relacionarse con «la perversidad de los estudios que se hacen, el influjo de los gramáticos, el respeto a los admirables modelos, el temor de infringir las reglas». Una ocurrencia sarmientina dio al final un giro imprevisible que implicaba el máximo elogio en la censura excesiva: «Por lo que a nosotros respecta, si la ley del ostracismo estuviese en uso en nuestra democracia, habríamos pedido en tiempo el destierro de un gran literato que vive entre nosotros, sin otro motivo que serlo demasiado y haber profundizado más allá de lo que nuestra naciente civilización exige, los arcanos del idioma, y haber hecho gustar a nuestra juventud del estudio de las exterioridades del pensamiento y de las formas en que se desenvuelve en nuestra lengua, con menoscabo de las ideas y la verdadera ilustración».

El señor Bello se retiró prudentemente de la liza; pero la ocupó uno de sus discípulos, y con denuedo juvenil enrostró al adversario su condición de extranjero. Picado en lo más vivo de su americanismo andino, el cuyano inculpó de aquella imputación al régimen colonial, en este párrafo decisivo que también redujo a silencio al Otro Quídam: «¡Preocupaciones en que nos crió el régimen colonial odiando a todo lo que no era español y despótico y católico! Así nos educaron para sobrellevar sin murmurar el bloqueo continental en que estuvieron las costas americanas durante tres siglos, en que no oímos hablar de los extranjeros sino como de unos monstruos, herejes y condenados; y cuando la independencia abrió nuestro puerto al comercio, empezamos a buscar entre nosotros mismos dónde se alzaba un cerro de por medio, dónde se atravesaba un río, para decir: allí, del otro lado, están los extranjeros que hemos de aborrecer ahora...».

La polémica tuvo un apéndice unilateral: el 25 de junio publicó El Mercurio una colaboración titulada «La cuestión   -103-   literaria», con epígrafe de Lord Agirof. Como nadie se diese por aludido, el propio Sarmiento «descubrió» públicamente, cinco días después, que Agirof era el anagrama de «Fígaro», que el artículo había sido compuesto con frases intercaladas de Larra y que Larra, «como nosotros y antes que nosotros», había proclamado la libertad del idioma y de la literatura para romper con un pasado inerte.

La segunda polémica tuvo más antagonistas y no arrastró personalmente a Bello; se encendió a dos o tres semanas de haberse extinguido la primera, pero los inflamables venían acumulándose desde meses antes. En febrero había fundado Vicente Fidel López, también emigrado en Chile, la Revista de Valparaíso, publicación mensual inspirada en los sentimientos y las lecturas de la generación universitaria de 1830. Un nuevo periódico que pareció ser su antídoto, el Museo de Ambas Américas, dirigido por Juan García del Río, el codirector colombiano del londinense Repertorio Americano, surgió inmediatamente en la ciudad portuaria con el propósito de «propagar principios sanos y doctrinas conservadoras». Doce jóvenes chilenos, equidistantes de aquellas posiciones, lanzaron el Semanario de Santiago, que apareció en julio, cuando López ponía término a su revista y llevaba sus armas a la Gaceta. Fue, sin embargo, un artículo de éste en la desaparecida revista, «Clasicismo y Romanticismo», el explosivo que escandalizó los ámbitos y que el Semanario contestó en forma igualmente ruidosa, aunque desde un centro equilibrado que se alejaba del clasicismo inflexible y del romanticismo delirante que pretendía imponer absurdos -según su juicio- como el Ruy Blas de Hugo. La guerrilla se generalizó; aparecieron contendientes aislados, de las filas del no olvidado Mora y del velado Bello, y Sarmiento ayudó a López con su artillería mercurial. Entraron en danza España con su política, su lengua y su literatura, la estética de Blair y la preceptiva de Hermosilla,   -104-   los puristas y los corruptores, las unidades dramáticas y los amores probables o imposibles de un lacayo con su reina31.

Agriados los ánimos, se impuso la intervención conciliatoria, y la paz se hizo; pero el sacudimiento espiritual de aquel año de 1842 acreditó a los argentinos la oportunidad de un viento huracanado y tónico. Al año siguiente se inauguró la nueva Universidad y don Andrés Bello fue designado su rector, además de miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades junto con Sarmiento y varios profesores y escritores chilenos. En la primera sesión de esta Facultad, al mes de inaugurada, Sarmiento leyó su Memoria sobre ortografía americana. La exposición abundó en juicios acres y pullas, dichos con desenfado y sin miramientos a opiniones y simpatías personales de algunos de los miembros presentes. El primer ataque fue para la Academia Española, por su falta de autoridad, causa de su inacción. ¿Quiénes la constituían? «¿Son historiadores como Guizot, Thierry, Niebhur, Thiers, Michelet y toda la grande escuela histórica de nuestra época? ¿Son sabios como Araco o Cuvier, literatos como Villemain, gramáticos como la nueva escuela francesa, poetas como Hugo, Chateaubriand o Lamartine? No, por cierto; son, no obstante ser los más notables de España, escritores muy subalternos, pensadores comunes que importan ideas de las naciones vecinas a su país, o como Hermosilla y otros pobres diablos se aferran en sostener lo pasado con dientes y uñas». Siguió el consabido proceso a la España inquisistorial y bárbara, sin filósofos, ni sabios, ni escritores de nota en tres siglos, pero, por eso mismo, con el campo libre para las reformas ortográficas: «La España, en fuerza de su barbarie pasada, ha podido presentar la ortografía más aproximativamente perfecta, al mismo tiempo que la Francia y la Inglaterra, por su mucha cultura,   -105-   tienen la ortografía más bárbara y más absurda...». España y América se alimentan espiritualmente de la traducción; el idioma español es, por excelencia, en la actualidad, el idioma de traducir, y el expositor recuerda la «jeremiada» de Larra: lloremos y traduzcamos. Y a propósito de éste compara sus ediciones española y chilena: «Un Larra impreso en España, en papel podrido, con tinta de humo de chimenea, nos cuesta media onza, mientras que un Larra reimpreso en Valparaíso, con hermoso tipo francés y muy escogido papel norteamericano, sólo costó un cuarto de onza. En cuanto a las prensas que proveían de libros a América, no estaban en España sino en Francia e Inglaterra, lo que facilitaba la reforma ortográfica: «no se trataría en esto sino de hacer la mercadería más al gusto de la plaza».

La reforma consistía en la representación gráfica de los sonidos de la lengua con una letra para cada uno de ellos y viceversa, en la supresión de las letras mudas y de las que no respondían a la fonética americana y en la determinación del empleo único de algunas equívocas. Bello y García del Río, en Londres; el canónigo español Puente, en Chile, y principalmente Mariano Vallejos, en España, ya habían propuesto reformas ortográficas que el expositor argentino citaba en su trabajo. Un escritor español, residente en Santiago, atacó la reforma y los fundamentos de la Memoria, desde El Progreso, destacando el odio a España del autor y zahiriendo el patriotismo del proscrito. Sarmiento se defendió y contraatacó reciamente en ocho cartas, desde la Gaceta del Comercio. De todas ellas, quede aquí una confesión típica trascrita de la Memoria en la carta segunda: «Cuando digo España en materia de letras, incluyo a la América, y no sería yo quien escupiría locamente al cielo. La España, como pueblo que trabaja por salir de la nulidad a que le han condenado los errores de sus antiguos déspotas, es la nación más digna de respeto»32.

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La Facultad, en un informe que llevaba la firma de su decano, don Miguel de la Barra, opinó que la reforma debía hacerse «por mejoras sucesivas»; y a pesar de que el rector Bello se había manifestado partidario de la mayor parte de las innovaciones, sólo aconsejó la nueva nomenclatura de las letras del alfabeto, la supresión de la h en todos los casos que no suena y de la u en las combinaciones que, qui, y de la y como vocal. Aprobado por la Universidad el informe, adoptaron aquellas reformas la prensa, las publicaciones oficiales y los libros de texto del país. Se resistió únicamente la imprenta del editor español Santos Tornero, en Valparaíso. El señor Tornero era propietario de El Mercurio, redactado entonces por el proscrito argentino Félix Frías, amigo de Sarmiento y partidario de la reforma. Llegose a una transacción, e insertó aquel órgano: «Oi tenemos la satisfacción de avisar a nuestros lectores qe persuadidos a qe son mui subalternos los argumentos del ábito contra la fuerza de la verdad y de la razón, nos emos resuelto a dar pleno cumplimiento a la sanción de la Universidad en la parte editorial de El Mercurio». En adelante, el diario presentó, efectivamente, dos ortografías. Apenas trascurridos dos meses, Juan Bautista Alberdi se hizo cargo de la redacción y restableció la ortografía «antigua» en los editoriales33.



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- V -

La hermandad romántica


La generación argentina de la Independencia se sintió hermana de la generación española que había luchado contra la invasión napoleónica, e imitó la canción peninsular de sus poetas. La generación argentina de los días románticos fraternizó, de igual modo, con la española de esa hora, agitada por ideales comunes en ambientes distintos, y Alberdi llamó a la España de aquel despertar «la joven España, la hermana nuestra, porque venimos del mismo siglo». Dos nombres señeros representaron su prosa y su poesía en el Plata: Mariano José de Larra y José de Espronceda.

En 1835 se publicó en Madrid la recopilación de los artículos firmados por el primero con el seudónimo de Fígaro. Dos años después, el seudónimo dio título a la reproducción, con pocas alteraciones, de aquella primera   -108-   edición madrileña. El 13 de febrero de 1837 se mató Larra; en la primera semana de noviembre del mismo año apareció la edición montevideana de Fígaro, y antes de un mes, en el segundo número de La Moda, estrenó Alberdi, al pie de un artículo de costumbres porteñas, su seudónimo discipular: Figarillo.

La Moda, con su título de escurridiza frivolidad y su calificación complementarla de «gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres» -marbete de un frasquito de esencias de contrabando- fue la continuación inmediata del Salón Literario. Alberdi y Gutiérrez pasaron de la tribuna a la redacción, como de un comando, a otro. En esas páginas de taller, España recibe el alfilerazo de los modistos y Francia sus cumplimientos. «Muchos de nosotros -reconocen con hidalguía- tenemos padres españoles cuya memoria veneramos. Tratamos españoles dignos, que nos llenan de honor con su amistad. Frecuentamos escritores a quienes debemos más de una idea. Pero todo esto no estorba el conocer que el mayor obstáculo al progreso del nuevo régimen, es el cúmulo de fragmentos que quedan todavía del viejo». Uno de esos fragmentos anacrónicos es la lengua castiza: para mucha gente es todavía «inconcebible toda ciencia, toda doctrina que no venga escrita en la lengua de Cervantes». Otro es la lectura de éste (además de su eventual compañía): «... fuera de desear que nuestros jóvenes que aspiran al talento divino de escribir, en vez de leer a Capmany, a Jovellanos, a Cervantes, abriesen directamente una lectura meditada y lenta de Víctor Hugo, Lamartine, Jouffroy, Fortoul, Lerminier, Chateaubriand». Sin embargo -se advierte a continuación-, Hugo y Chateaubriand, escritores románticos, exhuman tiempos remotos en vez de vaticinar los que vendrán, y los redactores del gacetín quieren «una literatura profética del porvenir, y no llorona de lo pasado». Hay una Alemania joven, hay una Francia joven que no miran hacia esos abismos del tiempo, han dicho   -109-   varias semanas antes; hay también una «joven España, la única España amiga y querida nuestra», que no ama a la que aparece en su teatro clásico, y que tiene en Fígaro su más alto representante: «Los que deseen ver una muestra cabal de una literatura socialista y progresista, lean a Larra»34.

Seis días antes de publicarse el último número de La Moda, el 15 de abril de 1838, apareció en Montevideo el primero de El Iniciador, quincenario dirigido por el argentino Miguel Cané y el uruguayo Andrés Lamas. El periódico transplatino fue, en cierta forma, la prolongación del porteño. Los compatriotas Alberdi (con su seudónimo o, como los demás, con iniciales antojadizas), Gutiérrez, Carlos Tejedor, Rafael J. Corvalán (los cuatro, redactores de La Moda), Echeverría, Félix Frías y Santiago Viola desde Buenos Aires; Miguel Cané, Bartolomé Mitre, los hermanos Yarela, Luis Méndez y Miguel Irigoyen, radicados en Montevideo, llenaron las nuevas columnas con artículos, versos y traducciones. La «joven España» fue reconocida en la primera página como aliada contra la secular. Fígaro fue reproducido, elogiado o citado casi regularmente en las sucesivas quincenas. Reprodujéronse también artículos de algunas publicaciones españolas y, en una oportunidad, varias piezas poéticas de Patricio de la Escosura. El joven Mitre -tenia diecisiete años- rindió cálido homenaje a Quintana; Gutiérrez hizo lo propio con Meléndez Valdés.

Aunque sin nombre de autor, la afortunada Canción del Pirata, de Espronceda, había merecido la trascripción en el primer número de El Iniciador. Al año siguiente, moría el periódico, y desde Buenos Aires, en carta a Alberdi, ya proscrito en Montevideo, Juan María Gutiérrez lamentaba   -110-   aquella desaparición prematura y se congratulaba de los adelantos poéticos del joven Mitre. «En la parte material -escribía- hace bien en seguir a los españoles modernos, porque representan muy bien el gusto y la necesidad actual y tienen estudios muy serios sobre la armonía rítmica a que se presta el español: han rebuscado en lo antiguo y han exhumado lo mejor. Espronceda, Zorrilla, etc., son excelentes poetas españoles»35. En 1840, un nuevo periódico de título byroniano, El Corsario, se anunciaba en la misma ciudad con estrofas imitadas de aquella canción esproncediana y precedidas, para mayor identidad, por los dos primeros versos de su estribillo. El prospecto lírico era obra de Bartolomé Mitre.

Durante la vida del autor de Childe-Harold, rara vez había resonado su nombre en Buenos Aires. Tres meses después de su muerte, El Argos del 28 de junio de 1824 anunció en seis líneas la pérdida «muy sensible» y, dada su edad, «intempestiva», de aquel a quien consideraban en Europa «el primer poeta de su tiempo». Descubierto y admirado por Echeverría en sus años de París, el nombre de Byron se hizo familiar entre sus discípulos porteños de 1830. Poco más tarde, la fascinación byroniana dominaba a nuestra juventud romántica, y el hechizamiento del gran outlaw acompañó a los primeros proscritos de la tiranía. Pero al cruzar éstos el Plata llevándose como bienes muebles la poesía y sus númenes para depositarlos en la orilla opuesta, comenzaron a percibir otra gran voz que les llegaba de ultramar con acento español. Y esa voz tenía recónditas vibraciones byronianas.

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Si algunas noticias de la vida azarosa de Espronceda llegaron también entonces a oídos de los desterrados argentinos, la simpatía por el revolucionario debió de reforzar la literaria. Y cuando el certamen de 1841 congregó a los rimadores juveniles de Montevideo para celebrar el aniversario de mayo, un hecho significativo reveló el prestigio, rápidamente alcanzado entre ellos por el cantor de Teresa. Otorgado el premio a Juan María Gutiérrez, estimó el jurado que otra pieza, perteneciente a Luis Domínguez, era acreedora de especial distinción; y en el informe de la comisión clasificadora dijo su redactor, Florencio Varela -último representante del neoclasicismo rioplatense- que se obsequiaba al autor con «un volumen que encierra las ricas producciones de la lira de Espronceda, una de las espléndidas columnas que sustentan hoy el magnífico templo que levanta la España a la literatura y las artes». El libro, aparecido en mayo del año anterior, y su elogio, debieron de significar en aquella oportunidad la reanudación «pública» de las relaciones poéticas con España, ya restablecidas por nuestros románticos, en los dominios de la prosa, con su devoción a Larra. Hubo, sin embargo, una disidencia definidora de generaciones en el aspecto capital. Varela sostuvo en su dictamen que no pudo haber en América literatura americana, durante la dominación española, porque la colonia sólo producía, material y espiritualmente, para la metrópoli; pero al juzgar la poesía argentina se manifestó adicto a las formas heredadas. Alberdi editó los trabajos premiados y, motu proprio, los precedió de un alegato estético-político en el que volvió sobre el concepto de la emancipación del idioma, expuesto por los voceros del Salón Literario, y revindicó para la nueva lírica -expresión del paisaje propio y de los sentimientos de la sociedad naciente- una lengua renovada, aunque incorrecta, y formas no esclavizadas a cánones arcaicos.

La Canción del pirata y la Canción del mendigo, gemelas   -112-   de un mismo sentimiento rebelde, dieron troquel y espíritu a numerosas imitaciones en la América de lengua española. Dos de ellas pertenecen a emigrados argentinos, participantes del famoso certamen. Juan María Gutiérrez, que durante su viaje a Europa con Alberdi, en abril de 1843, había versificado a bordo el poema que su compañero iba componiendo en prosa, inspirado por el mar y Byron, escribió a su regreso, en noviembre, también a bordo, su Canción del grumete, inspirada por el mar y Espronceda. Nuevamente embarcado, en 1845, con destino a Chile, Espronceda y el mar volvieron a inspirarle su breve composición El capitán pirata. José Mármol agregó su Canto del poeta, no menos náutico y volador y silbante que el canto del «velero bergantín»; incorporó, además, al canto IV del Peregrino («nuevo Harold en alma y en pesares») la octava zumbona del primer canto de El Diablo Mundo, con sus desdenes a la preceptiva y su desprecio a la crítica y su capricho personal. Juzgando el poema, todavía inédito, en febrero de 1846, escribió Sarmiento desde Río de Janeiro, en la respectiva carta de sus Viajes: «Byron, Hugo, Béranger, Espronceda, cada uno, no temo afirmarlo, querría llamar suyo algún fragmento que se adapta al genio de aquellos poetas». No agregó el nombre trasparentado de Zorrilla. Y era el del único poeta que hubiera hecho suyo el raudal de pedrería que deslumbró al sanjuanino: ese desfile de celajes y onomatopeyas en ritmos cantantes; esa música verbal que anula al pensamiento y atropella la sintaxis y se burla del sentido de las palabras que emplea, arrebatada por su propia armonía y su versatilidad de nube...

Otra nota, más de acuerdo con sus gustos y sus preocupaciones, pudo observar el viajero en el poema multiforme: el tema político de las octavas del canto XII, canto que habría de ser el último, y que el autor adelantó aislado en su edición montevideana, cinco meses después, con un prefacio   -113-   en el que lo consideraba «el más árido, el más desconsolador de todos, porque también lo es el asunto».

Un verso español había encendido allí la indignación del poeta argentino:


Salud, Duque de Rivas. Eres hombre
que dijiste verdad en ecos llanos
cuando dijiste, por negarnos nombre:
Españoles, seréis, no americanos...36



¿Cuál era la España de América? Quince estrofas respondían: no la «de los ínclitos varones», la del «carro del triunfante godo», la que enviaba de su alta frente al mundo «el dulce rayo del saber fecundo»:


Esa España, por Dios, nos honraría,
y el alma de Colón al vernos grandes,
nuestra madre inmortal bendeciría
desde la sien de los soberbios Andes;
y a su virgen espléndida diría:
«Para que el mundo en lo futuro mandes,
cuando te hallé desnuda entre las olas,
te cubrí con banderas españolas».



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No; la España de América era para el poeta la de tres siglos oscuros, «desde Felipe hasta Fernando»; o como decía el último verso de una octava -modificado al publicarse el canto, lo que ocurrió con numerosas estrofas del primer manuscrito-, la España, en fin, por quien muriera Larra...

Era la misma opinión expuesta en el segundo número de La Moda al mencionar al suicida: «Este talento inimitable se ha quitado la vida: se ha dicho que por una mujer. Lo creemos, pero esta mujer para nosotros es la España».



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- VI -

La «Lira española»


Mientras los proscritos de la tiranía limitaban casi exclusivamente a Larra y Espronceda su admiración fraterna, comenzó a publicarse en Buenos Aires por entregas compuestas en los talleres de Arzac, una colección de poetas españoles contemporáneos, bajo el título de Lira Española, sin duda ecoico de la Lira Argentina de veinte años antes. Alcanzó a formar tres volúmenes de 240 páginas cada uno, con sus respectivos índices, en 1844, y al año siguiente inició el cuarto. La divisa ineludible de la tiranía sellaba con su «viva» y su «muera» las portadas.

En la introducción de la primera entrega, anónimos «redactores» explicaron por qué razones difundían aquellos frutos del cercado ajeno. «Hijos de una República joven -escribieron- cuyos primeros años los han consagrado a cimentar su libertad e independencia, conquistada a costa   -116-   de inmensos sacrificios; ocupados hasta hoy en combatir las ideas corrompidas que pretendieron entronizar nuestros enemigos, aún no hemos podido crearnos una literatura propia». Era desconocer, sin duda, cuanto había recogido la Lira anterior, más todo el movimiento romántico que, iniciado hacía catorce años en Buenos Aires por Echeverría y continuado por los proscritos en su «provincia nómada y flotante», como denominara Alberdi a las tierras que les daban asilo, contaba ya con numerosas y apreciables piezas que hubieran podido formar un núcleo propio. Pero a pesar de que dos años antes se había publicado en Buenos Aires la segunda edición de Los consuelos (aunque lírica apolítica, obra de un desterrado), se explica que los nuevos compiladores no se decidiesen por la cosecha prohibida, en la ciudad del tirano. Y para justificar la empresa, adujeron: «descendientes de la España, tomamos fuerza en su fuerza para sacudir el yugo físico con que nos oprimía. Y si aún pesa sobre nosotros su yugo moral, ¿por qué, para arrojarlo, no hemos de seguir el mismo camino?»

La época, argumentaban, era propicia: «bajo la protección de un Gobierno paternal». También el Salón Literario de 1837 había inaugurado su obra redentora en momento propicio: bajo el gobierno del «gran Rosas», según la expresión de su fundador. Y aun cuando la fe en el «progreso», religión en boga, animase a los colectores como a los adalides del Salón, la España condenada en sus sesiones, exponente de atraso y esterilidad, recobraba valores en la página prologal: «Ninguna nación es tan digna de estudio para nosotros como la España. Con un mismo idioma, y si se puede decir, con unas mismas costumbres, sus sucesos, sus adelantos, deben interesarnos tanto como si ella y las Repúblicas Americanas fuesen una misma nación». Y no obstante zarandear el despotismo, el fanatismo y las tinieblas de la península materna, reconocían atisbos de un renacimiento espiritual que   -117-   acompañaba a su «joven Reina», en el canto de sus nuevos poetas.

«Empresa escabrosa», como declaraban los redactores en la introducción; «la primera empresa literaria de este género en nuestro país», como recalcarían en una página que agregaron a la última entrega del primer volumen, la Lira Española tuvo el mérito de ajustar sus cuerdas con el diapasón de sus días, pues sólo albergó voces románticas. Ninguno de los autores comprendidos en ella había nacido antes del siglo, y la mayoría no alcanzaba su treintena. Ni Martínez de la Rosa, ni Alcalá Galiano, ni el duque de Rivas, ni Mora, figuraron en la galería: los iniciadores debieron de parecerle envejecidos. De ahí lo escabroso de la empresa, o sea disponer en la capital rosista de materiales abundantes para representar la actualidad lírica de España. Y la composición de los volúmenes demuestra las ocultas dificultades: los mismos autores suelen reaparecer en sucesivas entregas, y la supeditación a lo eventual parece prevalecer en todo sobre algún probable intento de plan y ordenación.

Libro rarísimo en nuestros días -mucho más que la ya casi inhallable recopilación argentina de 1824- y del cual no se ha ocupado, que yo sepa, ninguno de los historiadores de nuestra literatura, debe ser recordado como una expresión inesperada del ambiente y de la hora en que apareció, y merece una mención circunstanciada de su contenido. El poeta que provee de mayor número de composiciones a este florilegio peninsular que riega el Plata, es José Zorrilla (nacido en 1817), quien ya había publicado diez tomos de poesías. De las treinta y seis piezas totales del primer volumen de Lira Española -exornado con su retrato-, trece son del fecundo vallisoletano, y reaparece con seis entre las veintiocho del segundo, con tres entre las veinte del tercero y es uno de los pocos autores que llegan al cuarto. De Espronceda, fallecido en 1842, sólo hallamos en el primer volumen   -118-   dos piezas: Al sol y el soneto que empieza «Fresca, lozana, pura y olorosa»; probablemente no poseían aún los «redactores» el tomo de 1840, ni las entregas de El Diablo Mundo; pero en los dos volúmenes siguientes figuró con seis composiciones famosas, y la primera entrega de 1845 se inició con el canto A Teresa. Asimismo, el retrato de Espronceda adornó el tomo segundo.

Juan Arolas (n. en 1805), celebrado entre los románticos españoles por el exotismo oriental y la versificación fácil, dio nueve piezas al conjunto; seis Eugenio de Ochoa (1815); cinco Bermúdez de Castro (1816), el amigo íntimo de García Tassara, quien no asoma en la recopilación; tres Nicomedes Pastor Díaz (1811); dos nuestro compatriota Ventura de la Vega (1807); dos, también, Salas y Quiroga y López Pelegrín (1801), este último con su nombre y su seudónimo Abenamar. Figuran con una sola pieza los restantes (trece nombres, casi todos oscuros para la historia literaria), y entre ellos aparece Campoamor, representado por una de las «doloras» que reunió en libro, así bautizado, dos años después (1846).

La lista de suscritores que acompañó una de las entregas y en la que el lector actual señala nombres más, tarde famosos en la política, en el foro y en otros escenarios de la vida nacional, sólo comprende a dos poetas: don Vicente López y el médico Claudio Mamerto Cuenca, cuya obra poética se conoció después de su muerte en la batalla de Caseros. ¿Había otros en la ciudad de 1844? Lo que no faltaban eran lectores ansiosos, dada la escasez de libros. Una colección de poesías contemporáneas debió ser manjar codiciado. Mas no todos comprenderían que la Lira Española significaba también un eslabón en las relaciones espirituales con la antigua metrópoli, rotas desde Mayo.



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- VII -

Literaturas de América


El 15 de julio de 1835, la Revue de Deux Mondes, de París, publicó un artículo titulado De la littérature de l'Amérique du Nord, perteneciente a Philarète Chasles, asociado diez años antes con Amédée Pichot en la fundación de la Revue Britannique. Era el primer intento de apreciación panorámica de aquella literatura realizado en Francia, al que siguieron otros ensayos sobre las letras y las costumbres de los Estados Unidos, que harían de M. Chasles, escritor anglófilo y ya especializado en letras inglesas, el crítico francés más autorizado en las angloamericanas hasta mediados del siglo, o sea cuando él tomó otras direcciones y aparecieron nuevos estudiosos de aquéllas37.

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M. Chasles38 no reconocía originalidad alguna a los escritores del joven y grande país, llamáranse Irving o Cooper. Poetas y prosistas obedecían a la tradición británica. La nueva literatura de aquel nuevo mundo tenía hondas raíces europeas. La lengua es el reflejo de la mentalidad de una nación y hacerla propia es someterse a una inevitable dependencia espiritual, más fuerte que la del suelo: la patrie est dans le langage plus que dans le sol... Les Etats-Unis sont donc anglais; ils n'ont pas de littérature spéciale... Por otra parte, los americanos estaban muy ocupados y se sentían demasiado felices con su prosperidad material para conceder privilegio a su literatura; ni ésta podría ser la expresión de su medio hasta que la tradición hubiera sedimentado cuanto se agitaba en aquella sociedad flamante.

A los diez años justos de haber aparecido el primer artículo del crítico francés sobre la literatura angloamericana, un escritor español residente en América, Dionisio Alcalá Galiano, publicó el suyo, titulado «Consideraciones sobre la situación y porvenir de la literatura hispanoamericana», datado en Mérida el 20 de julio de 1845. «Veinte años largos van trascurridos desde que las antiguas colonias españolas lograron tras una lucha más o menos reñida, consolidar su independencia -decía a continuación de un preámbulo insustancial-, y aun después de tener por tanto espacio fijada su condición política y de contarse en el rango de las naciones, preciso le será confesar a cualquier juez imparcial que su literatura se halla todavía en mantillas». No negaba la existencia de buenos escritores, sino la de «una escuela literaria poseedora de un colorido que le sea propio y de una individualidad que la caracterice»; y no creía, como algunos,   -121-   que fuera su causa el predominio de los intereses materiales, pues mostraban lo contrario «las dos naciones europeas que se hallan colocadas sin disputa al frente de la civilización, material, Francia e Inglaterra». Tampoco lo atribula a los continuos disturbios políticos: Atenas, Roma, Florencia, eran prueba de que aun en ellos puede brillar y producir el arte.

La literatura hispanoamericana debía su «amortiguamiento», según el articulista español, al hecho de no cultivar, de no renovar «el espíritu de nacionalidad»; y para lograrlo aconsejaba el crítico «amalgamar lo bueno de todas las épocas, el elemento de conservación y el elemento innovador...». Felizmente, la vaguedad del consejo se apoyaba en un ejemplo preciso. «Y si se quiere ilustrar mejor la doctrina aquí sustentada -argüía el expositor- vuélvase la vista a lo ocurrido en España. Allí también incurrieron los escritores, durante el último siglo y los principios del presente, en la absurda manía de desdeñar sus antecedentes: nacionales, imitando a ciegas cuanto de afuera venía. El resultado fue que se escribía en cierta especie de mal francés disimulado, y se trasladaban débilmente las ideas, sin profundizar el raciocinio en ninguna lengua... Alzose luego una nueva escuela más filosófica que proclamaba las doctrinas eclécticas aquí sustentadas; y pronto, bajo su influjo, vimos fructificar el ingenio... Hubo poetas, hubo pensadores dignos de tal nombre... Zorrilla bebió a la vez en las fuentes de Lope y de Víctor Hugo...». En forma tan anodina, don Dionisio Alcalá Galiano, velando por el porvenir de la literatura de lengua española en el Nuevo Mundo, proponía a sus cultores partir «del mismo punto de donde partieron sus hermanos allende el mar», y aun «aprovechar el auxilio de éstos en los primeros pasos».

El artículo fue transcrito en folletín de la primera plana por el Comercio del Plata, de Montevideo, los días 24, 25 y 26 de julio de 1846. Terminaba entonces de imprimirse la   -122-   Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37, con que Esteban Echeverría precedió la reedición de su Dogma socialista de la Asociación de Mayo, y el autor llegó a tiempo para agregarle diez páginas de comentarios a dicho artículo.

Antiguo lector de la Revue de Deux Mondes, Echeverría advirtió inmediatamente el parentesco próximo de las «Consideraciones» del señor Alcalá Galiano sobre las letras americanas de lengua española con las ideas de M. Philarète Chasles sobre las letras americanas de lengua inglesa, y, lo dijo sin ambages: «el señor Galiano nos da vestidas a usanza o estilo del siglo XVI, las ideas de un escritor francés del siglo XIX»; y como aquél se refiriera también a la «decente medianía» en que vegetaba la literatura de los Estados Unidos, lo acusó de asentarlo «bajo la fe, sin duda, de Mr. Chasles...».

La coincidencia local de la publicación del artículo negativo con la aparición del balance alentador en que el emigrado porteño afirmaba la acción de la inteligencia argentina en una década sombría o agitada, mortificó al iniciador, y su réplica fue cáustica. Si nuestra literatura se hallaba aún en mantillas, ¿convertiríase en adulta volviendo a la tradición colonial y poniéndose a remolque de la española? América no reconocía mayor superioridad a la «joven España» en punto a originalidad literaria, a pesar de las condiciones favorables, de su posición, ni estaba dispuesta a imitar imitaciones. Las únicas figuras «progresistas» y representativas de lo nuevo en pensamiento y forma de sus letras, eran Larra y Espronceda. En cuanto al mencionado Zorrilla, sacrificador de su propio ingenio poético en aras de la tradición, sólo se mostraba «original y verdaderamente español por la exuberancia plástica de su poesía».

Sin destacarlo presuntuosamente, el introductor personal del romanticismo en el Plata señaló al articulista su ignorancia de que el movimiento emancipador del clasicismo y   -123-   la propaganda de las nuevas ideas sociales se habían iniciado antes en América que en su patria, si bien estaban casi paralizados desde 1837 por una lucha desastrosa, alimentada por la regresión colonial. Y en ese campo de acción no podía haber lugar para lo aconsejado por el articulista oficioso, o sea la tradición, al modo español. «El único legado que los americanos pueden aceptar y aceptan de buen grado de la España, porque es realmente precioso -declaraba- es el del idioma; pero lo aceptan a condición de mejora, de trasformación progresiva, es decir, de emancipación». Los escritores que lo empleaban sabían que su época era de transición y preparación; y al acopiar materiales para el porvenir, servían a un futuro no lejano en que vislumbraban la verdadera creación sobre la base de un nuevo sistema social.

A nuestra literatura «en mantillas», ¿qué modelos españoles hubieran podido estimularla durante dos centurias, desde la época áurea que terminó con «Calderón, Moreto y Tirso»? Y dirigiendo el ataque al siglo promediado, «¿qué libro extraordinario -arremetía el autor de la Ojeada- ha producido la emigración española de los años 13 y 23, compuesta de las mejores capacidades de la península y diseminada en las capitales europeas, en esos grandes y estimulantes talleres de civilización humanitaria?... ¿Cuál es la escuela literaria española contemporánea? ¿Cuáles son sus doctrinas? Las francesas...». No había América de pedirle, pues, lo que podía obtener sin intermediarios mientras no lograra «emanciparse intelectualmente de la Europa». Sin embargo -terminaba-, América, con su profunda simpatía por «la España progresista», reconocía ya los benéficos influjos de su comercio y de su industria, y anhelaba recibirlos también de ella, cuanto antes, en el orden de las ideas.

La herida más honda sangró en el final: la reproducción sin comentarios del artículo en el Comercio del Plata significaba, en cierto modo, la solidaridad de su director, Florencio   -124-   Varela, con cuanto sostenía. Al expresarlo Echeverría en su penúltimo párrafo, recordó que alguien le había manifestado extrañeza por no haberse referido en su Ojeada a la labor histórica de aquél... Tampoco el diario dijo palabra cuando apareció la obra con su agregado. Y así cruzaron sus silencios, como las sombras de dos espadas, el primer romántico y el último neoclásico de la literatura argentina.



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- VIII -

Allende y aquende


Con la muerte de Fernando VII, acaecida el 29 de setiembre de 1833, España pareció aliviarse de un peso asfixiante. Víctima complaciente de la avilantez napoleónica, luego premiada con la restitución de lo suyo por quien se lo quitara, el monarca tenía como fondo histórico de su figura la invasión francesa y la emancipación de las colonias americanas; como ambiente nacional, el absolutismo y el odio. Tres veces viudo y sin descendencia, y vuelto a casar, en 1829, con María Cristina de Dos Sicilias, de la que tuvo dos hijas, había abolido la ley sálica, introducida por los Borbones, y promulgado una pragmática que instituía heredera del trono a su hija mayor, en perjuicio de su hermano Carlos. No contaba aún tres años la princesa María Isabel cuando murió su padre. Al mes de perderlo, fue proclamada reina: Elizabeth II Hispaniarum et Indiarum   -126-   Regina. Y en la sonrisa de su inocencia real creyeron ver lucir el sol de una mañana promisoria los súbditos enternecidos.

La niña augusta era gemela del Romanticismo, y el destino defendió su tambaleante corona mientras aquél mantuvo la suya, no más firme. Nacida en 1830, a los tres meses, del estreno en París y en francés de Aben Humeya, drama del emigrado español Martínez de la Rosa, Isabel II abdicó, desterrada en Francia, cinco meses antes de la muerte de Bécquer. Apenas coronada, los emigrados de la segunda proscripción habían vuelto al suelo patrio con la semilla romántica, como vientos fecundadores. Martínez de la Rosa fue presidente del primer consejo de ministros de la regencia, en 1834, y ese mismo año estrenó en Madrid La Conjuración de Venecia, precediendo en algunos meses al Macías de Larra. Otro emigrado, don Ángel de Saavedra, flamante duque de Rivas, estrenó al año siguiente Don Álvaro y fue más tarde embajador en Nápoles y en París y también presidente del consejo de Estado. El Trovador, de García Gutiérrez, en 1836, y Los Amantes de Teruel, de Hartzenbush, en 1837 -el año que se llevó a Larra y reveló a Zorrilla junto a su tumba, «cual flor de jaramago»- completaron sucesivamente la floración de la primera escena romántica, mientras la guerra carlista desarrollaba sus episodios fratricidas en la regencia de María Cristina. La reina infantil tenía entre sus instructores a don Manuel José Quintana, el Tirteo de la guerra de la Independencia, encarcelado por Fernando VII. Espronceda, conspirador y republicano, fue secretario de legación en los Países Bajos, a fines de 1841, y murió en Madrid el 23 de mayo de 1842. En noviembre de 1843 las Cortes declararon mayor de edad a la reina, que sólo contaba trece años y un mes. Y en 1844, los anónimos colectores argentinos de la Lira Española advertían al lector porteño que la España «agobiada bajo el peso del despotismo» empezaba a librarse de sus tinieblas, y que los hombres   -127-   destinados a disiparlas se reunían «por instinto al derredor de una joven Reyna...».

Hora oportuna para que algún viajero argentino hubiera representado in situ la buena disposición de la «hermandad romántica» establecida con la «nueva España». En 1842 hubo de visitarla el general don José de San Martín, residente a orillas del Sena, invitado por su antiguo camarada de Murcia y entonces protector, el banquero español don Alejandro Aguado. ¡Cuánto hubieran podido adelantar las relaciones armónicas entre madre e hija con semejante embajador! Pero el gobierno de Madrid consentía en recibirla sin reconocerle su carácter militar, y el ex coronel de España y libertador de América renunció a un viaje que le imponía ese despojo. En 1843, Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi se embarcaron en Montevideo para Europa; separáronse en Turín y volvieron a reunirse para el regreso, al año siguiente, en el Havre: ninguno de los dos había pisado tierra española. A fines de 1845, Domingo Faustino Sarmiento, proscrito en Chile, se embarcó en Valparaíso, también con destino a Europa. Llegó a España, después de visitar Francia, al mes de haberse casado Isabel II. Desde Madrid escribió a su gran amigo chileno José Victorino Lastarria (carta sexta de Viajes): «He venido a España con el santo propósito de levantarla el proceso verbal para fundar la acusación que, como fiscal reconocido, tengo que hacerla ante el tribunal de la opinión de América». Llevaba, además, otro objeto: como autor de la reforma ortográfica se proponía estudiar en el solar de la lengua cuanto a ella y a su enseñanza correspondiere. Y una noche en que hablaba de ortografía con su compatriota españolizado Ventura de la Vega (autor en boga por el triunfo casi reciente de su comedia El hombre de mundo) y en presencia de contertulios españoles que veían en la «desviación de la ortografía usual» un motivo de perturbación entre las relaciones de España y sus «colonias», el prevenido viajero empleó armas   -128-   pesadas: «Como allá no leemos libros españoles, como ustedes no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como ustedes aquí y nosotros allá traducimos, nos es absolutamente indiferente que ustedes escriban de un modo lo traducido y nosotros de otro...».

Con esos colores preparados en la paleta de las primeras páginas, el cuadro de las cincuenta impresas de la carta peninsular resultó inexorablemente sombrío, salvo el breve final barcelonés, como contraste de todo lo castellano. La España de Sarmiento era, sin embargo, la de Larra y la de Gautier; pero el fiscal sanjuanino, convencido de que el reloj histórico señalaba en ella el siglo XVI, se mostró además cegado por el rencor patriótico de su generación. ¡Si dos argentinos como Sarmiento y Ventura de la Vega (nivelado entre los autores españoles de su hora sin la «corcova» del mexicano Alarcón que siempre fue desparejada vecindad con los de la suya) hubiesen convenido trabajar por la aproximación espiritual de los «hermanos», el uno en su lejana tierra y el otro (llegó a ser profesor de literatura y luego secretario privado de Isabel II) desde el café y el palacio! Pero no estaban hechos para entenderse; ni los escritores españoles, en general, hubieran mostrado interés alguno en adelantarse a la diplomacia; ni la literatura argentina era otra cosa que un grito despedazado en los vientos del destierro.

Después de la caída de Rosas, cuando la provincia nómada y flotante de la definición alberdiana se reintegró al territorio originario, los conterráneos fueron absorbidos por la política. El periodismo renació amparado por la libertad de prensa y sólo su expansiva proliferación imanto las plumas. Un tipógrafo español llegado al país en 1849, Benito Hortelano, había fundado el Agente Comercial del Plata siete meses antes de la batalla de Caseros; lo trasformó en Los Debates, después del triunfo del general Urquiza, y   -129-   entregó su dirección al comandante don Bartolomé Mitre; enseguida, y anónimamente, armó el aguijón de La Avispa, pronto sofocada; abandonó la política del país y diole a este El Español, primer órgano de la colectividad oficialmente reconocido; en 1853 creó el semanario La Ilustración Argentina, notable muestra de las artes gráficas de su época. Al mismo tiempo, el señor Hortelano era dueño de la Librería Hispanoamericana, la más grande de la ciudad, y de una imprenta que emprendió la publicación de la vasta Historia de España de Lafuente. El libro español volvía a la antigua capital del virreinato y se derramaba por el país; al iniciarse el sitio de Buenos Aires, en 1852, aquella obra le producía a su editor de cinco a seis mil pesos mensuales; el librero tenía en depósito 300000 entregas de la Biblioteca Universal, que recibía de España para los suscritores; en tres meses, durante el sitio, vendió 20000 tomos de una colección de novelitas que había pedido a Sevilla. La Librería Hispanoamericana estaba de moda, según diría en sus evocaciones, años después, su propietario: «era la que recibía las producciones españolas no conocidas aquí todavía, en lo que presté un servicio de suma importancia a la literatura de mi patria, haciendo variar la triste opinión que de la literatura española y las cosas de España se tenía por nacionales y extranjeros en el Río de la Plata». En esta obra colaboró eficazmente El Español y la Asociación Española, primera en su género, inaugurada a los siete meses de Caseros. Otros hechos favorables concurrían a afianzar la reconciliación familiar: el reconocimiento de un cónsul español; la llegada de dos corbetas de guerra de la marina real...

Un día, los oficiales de estos buques mandaron pedir a su compatriota librero algo para leer y abreviar las horas monótonas en el fondeadero de las balizas exteriores. Así entró en una de las naves, la Luisa Fernanda, un ejemplar de los Viajes por Europa, África y América de Sarmiento. Poco después, el librero fue invitado por el comandante   -130-   de la corbeta, en nombre de la oficialidad, a almorzar en ella. Acudió el señor Hortelano, y advirtió extraña y ceremoniosa frialdad en el recibimiento y en la mesa, que contrastaba con la habitual llaneza con que se le había tratado hasta entonces. Al servirse el café, un sargento escoltado por dos guardias dejó sobre la mesa una bandeja con un libro hecho pedazos. El huésped reconoció en aquel auto de fe el ejemplar de los Viajes, trinchado sin arte cisoria. Confeso y convicto de su crimen de lesa patria por haber introducido «un libelo infamante de la nación española en donde ondea el pabellón de España», el librero fue condenado por el fiscal del consejo de guerra, allí presente, a recibir veinticinco azotes atado a un cañón.

La risa homérica, ya incontenible, y el champaña coronaron la ceremonia. Pidió entonces el comandante al reo que escribiese a su amigo Martínez Villergas, periodista satírico residente en París, encargándole una refutación de la obra, cuya edición costearían los oficiales de la estación española en el Río de la Plata. El señor Hortelano prometió, hacerlo y cargar él con los gastos de impresión. Cuatro meses después llegaron a su librería quinientos ejemplares de Sarmenticidio, o a mal Sarmiento buena podadera, que se vendieron en pocos días. Lo mejor de la réplica era el título, y los adversarios del político lo explotaron largamente39.

Otra refutación motivaron los Viajes; pero de un compatriota amigo del autor. La carta segunda se refiere al florecimiento lírico de los emigrados argentinos durante el sitio de Montevideo. El viajero los disculpa: han heredado la inhabilidad del pueblo español para el comercio, la industria y las empresas prácticas, y sus aptitudes para la creación poética; cantan como las cigarras mientras otros manejan el teodolito y el grafómetro: «¡Cuántos progresos   -131-   para la industria, y qué saltos daría la ciencia, si esta fuerza de voluntad, si aquel trabajo de horas de concentración intensa en que el espíritu del poeta está exaltado hasta hacerle chispear los ojos, clavado en su asiento, encendido su cerebro y agitándose todas sus fibras, se empleara en encontrar una aplicación de las fuerzas físicas para producir un resultado útil!».

El coronel Bartolomé Mitré, que había sido una de aquellas cigarras, levantó ese cargo en notable carta a Sarmiento que puso al frente de sus Rimas (Buenos Aires, 1854). De esas cincuenta páginas que esculpen la Defensa de la Poesía para nuestras letras, sólo una tiene conexión con el asunto central de este libro. Al rememorar en un desfile histórico la influencia de la poesía en la civilización y el destino de todos los pueblos, el poeta soldado llega a España, y labra su eslabón en oro. El Poema del Cid es el primer núcleo de la lengua que hablamos; el legislador de las Partidas fue, como Solón, poeta; el Romancero, yuxtaposición de cantos y edades, es el arca, la gramática y el diccionario del idioma. «Sin los cantos del Romancero, es decir, sin la poesía -termina esa página que aquí recojo trunca y erguida como un herma- la España hablaría catalán, árabe, gallego o teothesco, y el mundo no poseería este idioma abundante y sonoro que, según Carlos V, parece hecho para hablar con Dios. Los progresos sucesivos del castellano fueron obra exclusiva de sus poetas, que lo pulieron y ornaron, imprimiéndole esos giros elípticos, valientes y atrevidos que lo caracterizan, que llevan en sí el sello de la inspiración poética. Puede decirse que Calderón y Lope de la Vega han hecho más por el idioma castellano que toda la Academia Española desde su fundación».

Sarmiento y Mitre habrían de disentir nuevamente respecto a España.

Todo parecía allanado y resuelto para el establecimiento de las relaciones diplomáticas con ella, cuando Alberdi, representante   -132-   de la Confederación Argentina, y Calderón Collantes, del gobierno español, suscribieron el tratado del 9 de julio de 1859. Pero una cláusula del mismo concedía a los hijos de españoles nacidos en la República la nacionalidad de sus padres, y todo el resto quedó herido de muerte. Nicolás Avellaneda, joven comprovinciano del negociador, lo acusó en un diario porteño de haber puesto su firma en un tratado «oprobioso para el nombre argentino...».

Por último, el 21 de setiembre de 1863 firmaron en Madrid los representantes de la República Argentina, Mariano Balcarce, y de España, marqués de Miraflores, el Tratado de reconocimiento, paz y amistad que confirmó los hechos y los anhelos de ambas partes. Pero casi enseguida nubláronse los cielos de la reconciliación en América del Sur. El 14 de abril de 1864, la escuadra española llegada el año anterior a los puertos del Pacífico, mensajera de amistad con las repúblicas litorales y protectora de los intereses españoles en ellas, se apoderó de las islas de Chincha, pertenecientes al Perú -cuya independencia no había sido reconocida aún por España- y realizó actos de guerra contra dicho país por haberse producido un incidente trágico en su suelo, que derramó sangre española, mientras la flota permaneció en El Callao. Chile se solidarizó con su vecino y vio bloqueadas sus costas. El 31 de marzo de 1866 los cañones navales del visitante castigaron furiosamente a Valparaíso, puerto indefenso.

Un ministro plenipotenciario de la Argentina, de paso en Santiago y en Lima, asumió actitudes que significaban la alianza contra España, sin autorización de su gobierno. El ministro era Sarmiento; el presidente de la República, Mitre. Suscitose entre ambos una memorable polémica privada40.





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- III -

La transición


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- I -

La generación del ochenta


La elasticidad cronológica que suele aplicarse a la llamada generación del 80 -tan significativa como la del 30, aunque menos coherente en su dimensión y destino históricos-, autoriza a determinar en nombres o hechos distintos, de acuerdo con criterio individual, el punto más o menos cierto de su iniciación literaria. No es arbitrario, por tanto, situarlo en el trascurso de la Revista Argentina (1868-1872), fundada por José Manuel Estrada y ocasionalmente dirigida por Pedro Goyena -dos publicistas y oradores católicos que, según expresión de éste repetida por aquél, parecían pensar «con los mismos sesos»- y anunciadora de algunos aspectos del mundillo literario en que se movería la renombrada generación.

Goyena, joven abogado y profesor de filosofía, se presentó en sus páginas como crítico poseedor de una doctrina   -136-   estética y de sentimiento artístico, y sus amigos no tardaron en darle jerarquía de Sainte-Beuve porteño. El ditirambo localista amplió sus círculos, al juzgar su ensayo sobre la poesía de Ricardo Gutiérrez (que fue el primero y el mejor), en la pluma flamante de Miguel Cané, quien sentenció con lapidaria síntesis: «Macaulay juzgando a Byron». El propio Goyena dejaría escrito en una refutación polémica: «Hazlitt, Macaulay y Sainte-Beuve vivirán en la memoria y en la admiración de las gentes ilustradas cuando se haya borrado el recuerdo de muchos autores de dramas y novelas».

España no tuvo representación entre los genios tutelares del crítico, y cuando éste citaba autores españoles era para preferir «las estrofas inspiradas, aunque sean incorrectas, de José Mármol, a los versos repulidos de don Juan Nicasio Gallego y de don Alberto Lista», o para probar la desgraciada iniciación de Laurindo Lapuente que albergó entre sus tutores al «espantoso volumen» (Arte poética) del jesuita avilés García Rengifo y «los versos de Martínez de la Rosa, preceptista seco y nada original». Sus poetas eran Byron, Lamartine, Musset; y oponía al sistema de un don Juan Martínez Villergas que «satiriza y no critica», los procedimientos de sus maestros franceses: Villemain, Sainte-Beuve, Taine...

A comienzos de 1871, un desconocido residente francés de veintitrés años inició en la mencionada revista su vida literaria argentina y su producción en lengua española, con un estudio sobre Espronceda. Llamábase Paul Groussac. Fue otra revelación de resonancia. Hermanado a Byron y a Musset, calificado de «exageración magnífica y enfermiza», el poeta de Teresa y de Jarifa, desaparecido en 1842, era reconocido en aquel artículo como el poeta de la juventud. «Nuestra generación que tan pocos versos lee -decía el crítico novel- ha aprendido los suyos casi con exclusión de todos los demás. Para nosotros, jóvenes de veinte años, es   -137-   más que un maestro y un amigo, es un hermano mayor...». Pero el elogio llegaba finalmente a esta conclusión desoladora: «Fue el último gran poeta de su país. España, su vieja madre, puede grabar en la losa de su sepulcro: ¡Aquí yace mi poesía!» Así debieron de pensar también muchos de los lectores del ensayo. Bécquer había muerto pocos días antes nadie conocía aún su nombre.

Don Nicolás Avellaneda, ministro de Instrucción Pública de Sarmiento, quiso felicitar al autor bilingüe y lo llamó a su despacho. Avellaneda había recibido en su adolescencia la impregnación lírica de Chateaubriand y la quemadura poética de Byron, y era lector asiduo de Musset y Hugo. La conversación del ministro con su visitante -lo contaría éste mucho después- tuvo por tema central autores franceses: Chateaubriand, Villemain, Sainte-Beuve. Y cuando corridos algunos años rememoró el propio Avellaneda aquel artículo de Groussac sobre Espronceda, confirmó así, a propósito del mismo, sus preferencias en la crítica: «¡Cuánta distancia entre este modo de exponer y juzgar las obras literarias y las persecuciones gramaticales, o aquellas disecaciones o calificaciones de Martínez de la Rosa en su Poética, que no es sino un herbario! Era la aplicación entre nosotros de los procedimientos de la crítica moderna, como es practicada por Sainte-Beuve o por Nisard»41.

Uno de esos procedimientos consistía en la aplicación de los métodos de la ciencia para juzgar las obras del arte. ¡La ciencia! Hasta los poetas de abanico hacían de ella la armadura de sus madrigales. Algunas palabras pescadas en el aire -evolución, determinismo, positivismo- corrían de boca en boca, mágicas, incensivas. Formábanse algunos de los más auténticos representantes de la generación del 80 en el Colegio Nacional cuando removió la atmósfera de los viejos claustros el rectorado de Amadeo Jacques, ingeniero   -138-   y literato francés llegado al Plata con algunos aparatos de física y una carta de presentación de Humboldt en la que se le llamaba sabio. Demostró serlo; y el alumno que evocó el Colegio de sus días nos cuenta que si faltaba a clase algún profesor, el rector tomaba el curso para explicar sin vacilaciones, con admirable claridad, el punto correspondiente del programa de química, física, matemáticas, retórica, historia, literatura, latín... Pronto se enteró la ciudad de aquella extraordinaria adquisición; y al fundarse en 1864 el Círculo Literario, M. Jacques tuvo a su cargo el discurso inaugural. «No separemos, pues, al artista del sabio ni la literatura de la ciencia -dijo entonces el ex profesor del Colegio Luis el Grande y maestro de conferencias de la Escuela Normal de París-, puesto que lo bello no existe separado de lo verdadero y no es sino uno de sus aspectos...». Al año siguiente intervenía en la reforma de los planes de estudio de la instrucción pública, para asentar en ellos la armónica vinculación de la enseñanza clásica con la científica.

La fraternidad del arte, las letras y la ciencia hallaba seno propicio en la «gran aldea». Goyena, profesor de filosofía en el Colegio y luego en la Facultad de Derecho, realzaba con el prestigio de su cátedra la tribuna de la Revista Argentina, y en una de sus páginas, al despedir a dos jóvenes recientemente fallecidos que habían sido sus alumnos, se refirió a los días en que con ellos recorriera «el campo de la ciencia... para llegar por fin al término sublime a donde va a parar toda ciencia bien dirigida, porque, como dice Cousin, se traduce en el lenguaje humano por esta palabra breve, pero inmensa: ¡Dios!». Era la posición ortodoxa que otro redactor de la revista, Santiago Estrada, hermano del fundador, sostenía con ardor militante: «¿La ciencia el arte llenan cumplidamente en nuestros días su misión educacionista, civilizadora, cristiana? No, señores. La ciencia atea ha pervertido el siglo y el siglo ha corrompido al arte precipitándolo en los excesos del realismo...». Pero el arte   -139-   y la ciencia, iluminados por la fe o extraños a su resplandor celeste, proclamaban una fraternidad que en la mayoría de los casos no era más que una fortuita vinculación de hermanastros.

«La ciencia no es enemiga de la poesía... ¡Las dos hermanas se reconocen al fin!», afirmó Olegario V. Andrade en 1873, en un artículo sobre la literatura de los Estados Unidos que publicó la Revista Literaria. Dos años antes se había fundado en Buenos Aires la Academia Argentina de Ciencias y Letras, institución casi ignorada por la ciudad, que subsistió hasta el término del decenio. Ostentaba por numen y patrono a Esteban Echeverría, y bajo el toldo poétíco de la Cautiva oficiaban en el altar pampeano de un tercer piso de la city los poetas de la tradición criolla, Rafael Obligado y Martín Coronado. Allí sometían sus obras al juicio corporativo los miembros de las dos ramas: aquél su poema Pitecomaquia y su leyenda Nusta, luego desterrados por el autor de sus recopilaciones; el otro, su drama en verso La rosa blanca, primero de la serie; el naturalista Eduardo L. Holmberg su traducción de Pickwick Papers y sus fantasías científicas, y el químico Atanasio Quiroga su modelo de motor hidráulico. Allí se levantaba, hilada sobre hilada, un Diccionario de argentinismos que no tardó en dispersar las papeletas preparatorias cuando el fogón académico apagó sus brasas...

Aconteció este hecho casi al mismo tiempo en que apagaba sus luces el Círculo Científico y Literario. Hijos espirituales de Francia, sus jóvenes asociados exhibían también la unión fraternal en su escudete. Un cuarto de siglo antes, Leconte de Lisle había declarado su reacción impersonal contra la egolatría romántica: Nous sommes une génération savante: l'art et la science doivent tendre à s'unir étroitement, si ce n'est à se confondre. Pero los afrancesados consocios del Círculo no se apoyaron en aquella autoridad pontificia, acaso desconocida para ellos, a pesar de que en esos   -140-   días comenzaba el deshielo del frígido parnaso en que reinara. Aquellos jóvenes habían remozado la eterna querella de antiguos y modernos y se arrojaban a la cabeza -la expresión pertenece a un contendiente, Martín García Mérou- «citas de Sainte-Beuve y Nisard, Chasles y Cuvillier-Fleury, Scherer y Taine, Víctor Hugo y Gautier». Daban, además, nuevo resplandor a los nombres nunca decaídos de Byron, Lamartine y Musset. Otro de los combatientes, Ernesto Quesada, diría en 1883, al rememorar aquellas discusiones: «Nuestra juventud lee con pasión a los adalides de 1830, de los que Musset es el ídolo y Víctor Hugo el pontífice; Gautier, para muchos, un modelo, y el recuerdo de Gerardo de Nerval y del Cenáculo un objeto de sincero culto literario... Se lee mucho, pero casi exclusivamente libros franceses. Se adora, pues, a dioses y a ídolos que fueron. De ahí que los socios del extinguido Círculo Científico y Literario recuerden aún las memorables sesiones de agosto de 1878 en que se discutió con acaloradísimo entusiasmo la famosa cuestión del romanticismo de 1830»42. Adolfo Mitre había realizado una traducción en verso del Albertus de Gautier para ilustrar un debate. Andrade compuso especialmente, en 1881, el Canto a Víctor Hugo, para una velada pública del Círculo que fue el canto del cisne de la asociación.

Ese mismo año, Rafael Obligado había compuesto el suyo a Echeverría, descubridor poético de la pampa, «libertador» cuya enseña lírica «es como Maipo y Ayacucho y Salta», estrella guiadora en el firmamento literario de los argentinos. No era nueva esa admiración de la que extraería toda su estética el futuro cantor de Santos Vega. En 1874, en los comienzos de la mencionada Academia, Obligado, joven de veintitrés años, había expuesto ya sus ideas básicas: al juzgar el libro de versos de su amigo mayor e inseparable camarada Martín Coronado. El arte romántico ha libertado   -141-   a la naturaleza de sus máscaras mitológicas, nos dice su extenso artículo, y la poesía moderna es el himno de esa victoria. Los clásicos se inspiraron, más que en la naturaleza, en sus personificaciones. «Los poetas españoles del siglo XVI (y téngase presente que, como dice Schlegel, bajo el aspecto del mérito de la nacionalidad la literatura española ocupa el primer lugar), los cantores de la edad de oro de España, con excepción de Garcilaso, más que por la naturaleza de su patria fueron inspirados por los modelos griegos y latinos». La liberación romántica ha entregado a la poesía de América la naturaleza más grandiosa; los frutos no han sido superados: «Señaladme un poeta del antiguo mundo que sepa suspirar con las palmas como ha suspirado Mendive, que sepa arrullar con las tórtolas como ha arrullado Milanés, que sepa tronar con el Niágara como ha tronado Heredia, que sepa pintar el desierto como Echeverría y los trópicos como Mármol...»43.

La Academia y el Círculo no mantuvieron estrechas relaciones a pesar de su filiación romántica y de reconocer los dos la hermandad científico-literaria de la época y de coincidir en el apartamiento de la tradición hispánica, aunque por razones distintas. Pero una gran fiesta de la ciudad al otorgarse los premios de los juegos florales organizados por el Centro Gallego, resultó apoteosis de hispanofilia. Olegario V. Andrade obtuvo el triunfo con Atlántida, y el ex presidente de la República, don Nicolás Avellaneda, que presidía el jurado, pronunció el discurso de circunstancias. «Éste es el primer esfuerzo nacido del corazón de un pueblo hispanoamericano para reemplazar los vínculos materiales que rompió la espada, por los más fuertes y duraderos que crean el cultivo de la misma literatura, la misma idea difundida por la misma palabra y el homenaje rendido al genio por obras que todos admiran igualmente» -dijo el   -142-   orador-. Un año después se repitió el certamen y recibió en él la máxima distinción el poeta Calixto Oyuela. Devoto de la Grecia inmortal, «maestra eternamente venerable», y enamorado de «la eterna juventud del mundo antiguo», tanto su clasicismo severo como su españolismo ferviente y altivo lo aislaban de su generación. Rafael Obligado lo desafió entonces en representación de la poética nacionalista, aunque no en décimas; contestó el buscado; y en «justa literaria» que renovó la querella de siempre con variantes locales, cruzáronse tercetos sonoros y epigramáticos. Quedaron los contendientes más firmes que nunca en sus respectivas posiciones después de agotar sus rimas, y acudieron a Carlos Guido y Spano, cantor de las tierras del mirto y de la yerba mate, como a juez sabio e imparcial. El fallo, en prosa de legítima espiritualidad, firmado el 25 de marzo, de 1883, aconsejó que cada cual siguiese repicando en su capilla: «habrá ganancia para todos». «La polémica no la ha producido para nadie», picoteó el Anuario bibliográfico, publicación dirigida por un miembro conspicuo del extinto Círculo donde se adoraba a París. Y en ese mismo año fundó Oyuela su órgano personal, la Revista científica y literaria. El clasicista explicó a sus lectores: «Unimos en nuestra Revista las ciencias a la literatura, a fin de ponerla en concordancia con la índole y gustos de la época presente». Divisa innocua de tirios y troyanos...

Mientras tanto, la fama póstuma de Gustavo Adolfo Bécquer había llegado a Buenos Aires, mezclada con la leyenda de su martirio -le martyre perpétuel et la perpetuelle inmolation du poète, como escribió el narrador de Stello en el prefacio de Chatterton-. «El que murió oscuro y pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta donde no se hayan traducido sus poesías o su prosa», pudo decir en 1877 don Ramón Rodríguez Correa al frente de la segunda edición española de la obra becqueriana. Buenos Aires confirmó esas palabras;   -143-   el Anuario bibliográfico de Navarro Viola, correspondiente a 1883, anota dos ediciones porteñas de las Rimas, y comenta: «Los versos de este poeta han sido siempre muy apreciados en Buenos Aires, contándose varias ediciones consecutivas»44.

Aquella poesía vaporosa y confidencial hizo fáciles prosélitos. Ya estaban los oídos excesivamente martillados por el dolor declamatorio y acogieron como un sedativo esa canción suspirante que ponía sordina a las cuerdas del romanticismo desmedrado. Surgieron los imitadores. Hubo una epidemia de «rimas» en suelos del Nuevo Mundo; asaltaban los periódicos, se agrupaban en folletos. La floración argentina hay que buscarla en algunas colonias de «rimadores» que luego fueron graves e ilustres juristas.

La poesía becqueriana ablandó el terreno poético de la lengua española y opuso en él la penumbra a la resolana. Los futuros modernistas, desde Gutiérrez Nájera a Darío, comenzaron por imitar su voz. Cuando el simbolismo francés invadió de un extremo al otro el continente hispanoamericano, su art poétique halló preparado aquel terreno para la transición. El lirismo del sevillano ya había torcido el cuello a la elocuencia, ya había unido lo indeterminado y lo preciso en la chanson grise, ya había hecho «más soluble en el aire» la materia verbal.

Por el contrario, ningún novelista español contemporáneo había logrado cautivar a los jóvenes escritores. El fascinador de la hora (aunque apagado en 1870, astro de universalidad sin crepúsculo), era Charles Dickens, «el más grande de los novelistas modernos, el moralizador de la sociedad inglesa que no escribió jamás un libro sino para   -144-   mostrar una llaga e indicar un remedio», como anotó incidentalmente Lucio V. López, a bordo, el último día de mayo de 1880, en viaje a Inglaterra. Cuatro años después, Miguel Cané escribía en Europa páginas fervorosas sobre el autor de David Copperfield, y las dedicaba a Eduardo Wilde, «que ama a Dickens». Repetidamente declaró Wilde su amor y su admiración por el novelista; pero fue, además, con su humour de raza y su ternura por la infancia y sus múltiples bocetos que recuerdan los sketches de Boz, el eco más directamente dickensiano de nuestra literatura.

En 1881 inició Miguel Cané su carrera diplomática, plenipotenciario en Venezuela y Colombia. Lo acompañó como secretario un joven poeta de dieciocho años, Martín García Mérou. «Entre mi provisión de libros -recordó éste en el decenio siguiente- llevaba yo una escogida colección en la cual figuraban Shakespeare, Dickens, Taine, Balzac, Goethe, Heine, además de obras científicas que formaban parte del bagaje. Todas ellas fueron leídas por Cane». La lista no comprende un solo autor español. Tres años más tarde estaban Cané en Viena y García Mérou, en Madrid. «Establecimos -agregó este mismo- un canje continuo de libros y publicaciones interesantes. Por su indicación leí la admirable obra de Tolstoi La guerre et la paix, que me envió haciéndome de ella justísimos elogios. A mi vez, le remití libros de Valera, Menéndez y Pelayo, Pereda y otros». El ministro se entusiasmó con Sotileza y no ocultó esa impresión a su corresponsal: «Es un libro shakespeariano, y usted que conoce mi admiración apasionada y violenta por el poeta inglés, sabrá valorar mi elogio. Hay más color en Sotileza que en todas las telas de los venecianos reunidas...»45.

La «admiración apasionada y violenta» de Cané era compartida por Lucio V. Mansilla. «He hecho de Shakespeare mi libro de cabecera, una especie de Biblia», declaró en una   -145-   causerie; y confirmó en otra: «La noche que no lo hojeo siquiera un minuto me quedo, por decirlo así, Per istam sanctam unctionem». Pero es sabido cuánto le atraía Francia. En una charla de Entre-Nos aparece la siguiente lista de los veinte volúmenes que hubiera escogido para pasar el resto de su vida en una biblioteca formada exclusivamente por ellos: «La Biblia, Homero, Esquilo, Virgilio, Tácito, La imitación de Cristo, un volumen de Shakespeare, Don Quijote, Rabelais, Montaigne, un volumen de Molière, un volumen de Racine, los pensamientos de Pascal, la Ética de Spinoza, los cuentos de Voltaire, un volumen de poesías de Lamartine, un volumen de poesías de Víctor Hugo, el teatro de Alfredo de Musset, un volumen de Michelet y un volumen de Renan». O sea once obras francesas entre veinte de todos los pueblos y épocas. Y es sabido que la lengua francesa taracea con frecuencia la prosa del escritor. No obstante, a nuestro general polígloto (se preciaba de formar con el conde de Cheste y don Bartolomé Mitre el trío de generales que en España y América mantenía relaciones directas con Dante) pertenece asimismo esta declaración rotunda: «No hay nación que yo ame más que la España ni lengua que me guste más que la española, porque es tan clara y tan precisa como la lengua inglesa y tan bella como el mismo italiano»46.

Hispanófilo de una pieza, a semejanza de Oyuela, fue Santiago Estrada, y Madrid reconoció y premió tan ferviente adhesión por intermedio de sus más altos escritores y artistas, cuando visitó España, en 1889. Quiso recopilar y editar en ella su vasta obra fragmentaria y dispersa -impresiones, crítica, viajes, discursos-, y siete volúmenes impresos en Barcelona y precedidos por prólogos de plumas españolas satisficieron su anhelo. Don Juan Varela interpretó   -146-   esa aspiración en el primer volumen: «De sobra se me alcanza el propósito de usted al pedirme el Prólogo. Ha llegado a mi noticia que usted ha pedido también Prólogos para otros de sus libros a otros escritores españoles. Y en esto, así como en la circunstancia de imprimir usted todas sus obras en Barcelona, se ve patente el intento de que la edición que usted hace sea como muestra o símbolo de la fraternidad de hispanoamericanos y de españoles peninsulares, y de la unidad indestructible de la civilización ibérica...».

Al año siguiente era Miguel Cané ministro en España. Trataba a Castelar, se reunía con Valera en el mundo diplomático, solía comer algunos jueves al lado de Menéndez y Pelayo en casa de un amigo común, había recorrido Sevilla con el poeta Antonio F. Grilo; pero se mantenía aislado de los corrillos de las musas. «A pesar de mi alejamiento voluntario de los centros literarios -escribió después- había dos hombres que deseaba vivamente conocer: Núñez de Arce y Pereda. Al primero, por su inspiración gentil, vibrante y generosa, por el ropaje suntuario de su lengua opulenta, lengua mía, de mis padres y de mi raza, por la nobleza tradicional de su carácter, por la pregonada sencillez de su vida armoniosa. A Pereda, porque un día, allá por 1884, en la opaca tristeza germánica de Carlsbad, había recibido un paquete de libros, acompañado por una carta de Martín García Mérou, que enviaba a su antiguo jefe y siempre amigo algunos libros españoles, entre otros Sotileza...»47. Pudo habernos dado Cané un ameno viaje espiritual a través de la península para llenar los blancos que en sus libros de crónicas y peregrinaciones lo esperaban, y haber sido el diplomático ideal de nuestra aproximación literaria con la España de sus días. Pero dedicó su residencia en Madrid a traducir un drama histórico de Shakespeare.



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