Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La literatura como realidad múltiple (a propósito de "Fiction et diction", de Gerard Genette)1

Ignacio Soldevila Durante


Catedrático emérito Université Laval, Québec




1

En el primero de los cuatro estudios publicados en su libro de 19912, y al que le presta el título, Genette se plantea, de entrada, la posibilidad de repetir la famosa pregunta del no menos famoso libro de J. P. Sartre: «¿Qué es la literatura?». En ese libro, si hemos de aceptar la interpretación de Genette, Sartre, prudentemente, no respondería a la pregunta, por ser ésta tonta y porque a tal clase de pregunta no hay que responder. Menos prudente, Genette arriesga una pre-respuesta al avanzar que «sin duda la literatura es varias cosas a la vez, unidas por un lazo más bien flojo -eso que Wittgenstein llamaba aire de familia-»3 y que le parece difícil o tal vez imposible considerar conjuntamente. Por y con esa razón justifica que sólo se ocupe de uno de tales aspectos (dando, por cierto, como sinónimos «cosa» y «aspecto»): el que más le importa, que es el estético. Y remacha que, aunque se olvide, hay un consenso prácticamente universal sobre el hecho de que la literatura es -entre otras cosas- un arte cuyo material específico es el lenguaje.

Mi inquietud inmediata ante este planteamiento es de tipo semántico. ¿Cómo puede ser designada con el mismo nombre una serie de cosas a tal extremo distintas que resulta prácticamente imposible considerarlas conjuntamente? Ello equivale ponerlas al nivel paradójico de los nombres propios: dos entes pueden tener el mismo nombre propio y no tener en común absolutamente nada. Así, un dramaturgo del XVII y un avión de pasajeros de este fin de siglo se conocen bajo el mismo nombre: Calderón de la Barca. Y aun así, suele ocurrir que haya algún elemento que justifique la utilización del mismo: si al avión se le llama así, y no William Shakespeare, por ejemplo, es porque ambos comparten, cuando menos, la nacionalidad. Y, por descontado, las posibilidades de que ambos sean mencionados en un mismo contexto y, por consiguiente, sean causa de confusión entre los hablantes, son prácticamente nulas. Si literatura no es un nombre propio, hace falta algo más concreto que ese vago «aire de familia» para que dos cosas sean conocidas a la vez, y en los mismos contextos, con el mismo nombre.

El escollo en que nos parece tropezar Genette se debe a que, nadando en un mar abierto, procede como si estuviera braceando en una piscina. Por su actitud de narratólogo, prescinde de la dimensión diacrónica, ya que las estructuras y la composición del objeto solo se pueden apreciar correctamente -es la creencia habitual- en posición estática, fuera del espacio del cambio. Y si Genette estuviera en lo cierto -y sospecho que lo está- al decir que literatura es muchas cosas sin mayor relación significativa, habrá que añadir que sólo puede serlo no simultáneamente y no en el mismo espacio lingüístico-cultural. En estos momentos, «literatura» no significa evidentemente lo mismo en una universidad cubana que en una española. Si eso es así, es porque, a todas luces, no están en el mismo espacio lingüístico-cultural. Prescindir de la Historia suscita esas perplejidades e implica renunciar a comprender los fenómenos de esa índole en su conjunto. Podrá pretenderse alcanzar algunas verdades, pero no toda la verdad, aunque ésta sea, lo sabemos, filosóficamente inalcanzable, pero necesaria como horizonte ideal de expectativa.




2

«La literatura es el arte del lenguaje. Una obra no es literaria salvo si utiliza, exclusiva o esencialmente, el vehículo lingüístico»4. Otra vez parece crearse Genette un problema al prescindir de la Historia. Los términos de la cultura pueden pervivir más allá de los cambios esenciales que ocurran en los objetos culturales que ellos designaban originalmente. Porque si la metaforización es un fenómeno evidente de la forma de significar el lenguaje, no sólo lo es en las relaciones entre signo y referente, sino también en las de significante con significado. Y así, a medida que los significados evolucionan -se desplazan- para seguir a los referentes, los significantes pueden seguirles en determinadas condiciones de las que a mí me parece la más indispensable la lentitud del proceso evolutivo de los referentes, que se producirían, cuando menos, a un ritmo metageneracional (es decir, que no son obra ni de coetáneos ni siquiera de contemporáneos, términos que no uso, evidentemente, como sinónimos)5.

El mismo Genette se percata del error al desechar de un plumazo la hipótesis ingenua -según él jamás retenida por las poéticas (aunque se precave añadiendo: «à ma connaissance»)- de que lo específico de la literatura como arte sea su condición de obra escrita, frente a la oral, que no sería literatura si se respetase el rigor de la etimología, ya que, a ese nivel, la palabra está «ligada al estado escritural de la lengua»6. Es evidente que es totalmente cierto en las poéticas de nuestras culturas contemporáneas. Pero no ha sido siempre así, históricamente. Ya he explicado en otro lugar7 que, en su origen, literatura es un término que designa no un objeto, sino una voluntad objetivadora («los discursos que hay que poner en letra» -escrita, se sobreentiende-), del mismo modo que lectura significaba «los textos escritos que hay que leer». Allí he señalado cómo ese «continente» léxico se ha ido vaciando de contenido hasta quedarse primero sólo ante su responsabilidad significadora trascendente (exo-referencialidad), y, finalmente, aunque no universalmente, ante su irresponsabilidad, o, si se prefiere, ante su responsabilidad endo-referencial. Cabe preguntarse en cuántas sociedades civiles del mundo actual está exento un poeta o un novelista de responsabilidad judicial si insulta u ofende gravemente a la magistratura de su país porque lo hace en un contexto autorreferencial, es decir, en un poema o un cuento postmoderno, a diferencia de lo que en España le ocurrió recientemente a un médico en un contexto no literario. O si incurre en excomunión, o comete pecado mortal, según la Iglesia católica, un novelista o poeta porque pone en boca de su narrador o de su hablante básico o de su héroe una apología del derecho de las mujeres al aborto libre. Y ello a pesar de su proclamación de estar haciendo literatura, y de que su decisión de ponerlo en letra impresa (y no solamente por escrito) ya no responde a la importancia social de sus textos, salvo en lo que toca a su realización exclusiva del valor belleza en nuestras sociedades primermundistas.

El error que a Genette le parece evidente al contrastar el concepto suyo, actual, de literatura, con el inscrito en la etimología, no lo percibe cuando al considerar ese su concepto actual de literatura no parece imaginar que pueda ser igualmente histórico y, por consiguiente, susceptible de parecer tan ingenuo para un narratólogo del futuro como hoy le parece a él el concepto inscrito indeleblemente en la palabra literatura. Y que si las narraciones audiovisuales acaban por relegar las novelas a los museos (llamémoslos bibliotecas o aulas universitarias), su afirmación tendría que ser substituida por otra en la que las dimensiones propias de esos relatos entren en una nueva definición de literatura, si es que el significante es utilizado aún para la entidad resultante de la nueva metamorfosis8.




3

La literariedad, o qué es lo que hace de un mensaje verbal una obra de arte, es el ente retórico que perseguía Román Jakobson, y al que, a su vez, Genette intenta aplicar su red cazamariposas (pp. 2-13). La poética sería el estudio restrictivo de la literatura en sus aspectos estéticos, aspectos que la caracterizarían de las demás prácticas verbales, y prescindiendo de sus demás aspectos (psicológico, ideológico). No se puede tachar de inconsecuente a una tal propuesta9.

Parece haber dos tipos de respuestas a la pregunta sobre la literariedad.

  1. Las constitutivistas o esencialistas. (La pregunta es, pues, interpretada como: ¿qué textos son obras de arte?)
  2. Las condicionalistas o relativistas: que interpretan la pregunta como ¿en qué condiciones un texto dado, sin someterlo a modificaciones internas, deviene obra literaria?10 (y a la opuesta y complementaria, que tendríamos que añadir nosotros ¿en qué condiciones puede un texto dejar de ser obra literaria?). Las respuestas a la primera pregunta, explica Genette, se dividen, grosso modo, en temáticas y formales. De las primeras es prototipo la poética de Aristóteles. Y la historia de estas poéticas es la del esfuerzo por reemplazar los criterios temáticos por criterios formales11.

La función artística del lenguaje sería, pues, crear, producir obras (poiein), y esta poiein sólo es posible por la mímesis, o sea, la representación o simulación, según propone Genette, que, siguiendo a Käte Hamburguer, traduce mímesis por fiction. La invención y organización de una historia es lo que hace de alguien un poeta, y no los versos. Empédocles no es poeta, sino naturalista, y si Herodoto hubiera escrito en verso, seguiría siendo un historiador. Si en tiempos de Aristóteles hubiera existido novela (ficción en prosa), la hubiera admitido en su poética, y a los novelistas les daría el título de poetas, como siglos después hubo de proponer Huet (De l'origine des romans, 1670).

Dentro de los modos de representación (narrativo y dramático), el lugar correspondiente al narrativo de temas (y protagonistas) vulgares, ocupado según Aristóteles por la parodia, es donde, en la época moderna, se integra la novela, reemplazando a aquélla. En esta tesis coinciden (con conocimiento de su abolengo o sin él), como subraya Genette, todos los estudiosos, críticos y lectores de a pie para quienes la ficción, y particularmente la ficción narrativa, representa propiamente la literatura. Esta posición de los «ficcionalistas» Genette la considera poco meritoria, viéndolos abroquelados en la inexpugnable y, según él, neta divisoria entre ficción y no ficción para distinguir entre lo literario y lo no literario. Posición indudablemente insostenible si se considera, aplicando rigurosamente tal criterio, la cantidad de obras maestras de carácter absolutamente histórico o autobiográfico (al menos en la intención reconocida por sus autores), que quedarían fuera del dominio de lo literario. Y, por otro lado, la aún más ingente cantidad de obrillas de ficción que en nuestro siglo han fatigado las prensas. Es curioso que quienes se resisten a tal promiscuidad se escandalizarían de que no se consideraran cristianos a los impenitentes pecadores bautizados, o, como hacía el franquismo, que se negara la españolidad a los que no compartían la visión oficial de la identidad de España. Por eso, desde el Renacimiento, se llega a un acomodo que hace entrar en el dominio estricto de la literatura al género no ficcional de la lírica. Y esto, por una parte, afirmando que el hablante lírico puede expresar sentimientos fingidos, en cuyo caso tales poemas serían ficción en verso, y no poesía lírica. O por otra proposición -la de K. Hamburguer- porque el hablante de la lírica, el yo lírico, sería indeterminado, no pudiendo ser identificado con nadie en particular, lo que constituiría una forma atenuada de ficcionalidad. En realidad es todo lo contrario, puesto que esa indeterminación permite la identificación del yo lector con el yo enunciador (o con el tú destinatario). ¿Cómo un yo de ficción puede dirigirse a un tú real? (esa es la paradoja del filme de Woody Allen, The Purple Rose of Cairo). Lo cierto es que los híbridos de ficción y no-ficción, desde la Odisea o la Riada, hasta la última novela histórica, son legión. Sin contar con el estatuto de las ficciones que se dan por Historia, y el de las historias verdaderas que se agazapan bajo la ficción en novelas de clave, por ejemplo.




4

La segunda forma de respuesta a las condiciones de la literariedad esencialista es la formal, que remonta al Romanticismo alemán, según Genette, y que se ilustra con el Simbolismo (desde Mallarmé hasta el formalismo ruso), y cuya tesis es que existe un lenguaje poético distinto del lenguaje prosaico u ordinario. Distinto en ciertas características formales que se suelen identificar con el uso del verso, pero que son fundamentalmente un tipo de uso de la lengua distinto del común. Éste es transparente o tiene una intencionalidad de pasar formalmente desapercibido para mejor vehicular su contenido semántico, su «mensaje», su referencialidad externa. En cambio, el otro usa la lengua como un material sensible, autónomo, no reemplazable por equivalencias (Valéry: la prosa es a la poesía lo que la marcha a la danza. Emplea los mismos recursos, pero sus fines son indisociables de sus actos. El lenguaje poético no debe pasar desapercibido y olvidarse, como el prosaico, en favor del significado). Al término de esta tradición está la noción jakobsoniana de la función poética del lenguaje.

Lo que, acto seguido, Genette (pp. 26-27) llama una poética «condicionalista», que busca la literariedad en la satisfacción de ambos criterios (el de ficcionalidad y el de poeticidad), ambos necesarios y, cuando menos el primero, insuficiente, no suele manifestarse, como él subraya, en textos doctrinales. Su principio sería: «Considero literario todo texto que suscita en mí una satisfacción estética». Actitud egocéntrica y elitista, de la que, siempre según Genette, sería ilustración un libro como Plaisir du texte, de Roland Barthes. Para esta poética, una novela no es literatura por el mero hecho de ser ficción. Ha de estar bien escrita, y así la ficcionalidad no sería criterio suficiente para hacer de ella una obra literaria (más lógica hay en esta posición que en la de los esencialistas que, según Genette, rechazan obras de ficción por estar mal escritas). Si no es, pues, el contenido, sino las cualidades formales de la obra (esa reversión de la atención sobre el cómo en lugar del qué) la cuestión se reduce a valorar el esfuerzo «estilístico» del autor (o mejor dicho, sus resultados en el texto). Criterio netamente subjetivo. Y así no es, como dice Genette, que el texto tenga la capacidad de ser «estético» aunque su autor no lo produjera con tal fin, sino que los lectores asumimos la responsabilidad de discriminar entre todos los textos cuáles son literatura y cuáles no. La capacidad pasa del texto (en el objetivismo aristotélico) al lector. Y así, para unos será literatura un texto y para otros no, puesto que no podremos obtener un consenso transhistórico y transcultural de su esteticidad.




5

Afirma Genette que es tentador suponer que cuanto más inútil sea un texto para cualquier función del lenguaje que no sea la estética (polémica, informativa, conativa...) mejor se apreciará su estilo. En el límite, pues, habría «una relación de incompatibilidad entre la actitud estética y la adhesión teórica y pragmática: no se puede convencer y seducir a la vez». Genette se opone a dejarse seducir por esa tentación, siguiendo a Mikel Dufrenne cuando en Esthétique et Philosophie (1980: I, 29) afirmaba que una iglesia podía ser bella aunque siguiera sirviendo para el culto. Lo que no obsta para que sea cierta esa tendencia, constante e incluso creciente a la recuperación estética de textos a los que el paso de los años les ha privado de verdad o de utilidad. Lo que equivaldría a decir que lo estético es lo que queda cuando ya nada más queda. Esto me parece más bien cierto de las estéticas no-verbales (los viejos muebles y utensilios obsoletos se convierten en antigüedades después de haber pasado por la fase intermedia de antiguallas y empiezan a ser objeto de contemplación estética). No deja de parecer un camino peligroso. ¿Qué clase de adhesión es la que «entroniza» las antiguallas en antigüedades? La melancolía del O tempora, más el valor añadido de su rareza, más su inutilidad... En cuanto a la literatura, no veo que se abran sitio nuevas obras de Historia, de Filosofía, tratados científicos, etc., desde que funciona este concepto tan estricto de literatura como arte bella de la palabra. No sólo siguen estando las mismas en el repertorio (en síntesis, todas las obras medievales y del Renacimiento recuperadas cuando se inventa en el siglo XVIII la museística literaria como consecuencia de la institucionalización de la literatura -academias, órganos de prensa, etc.- y que equivalen a cartas de nobleza ancestral para una novedosa invención: la literatura), sino que cada vez hay un mayor desinterés por ellas, en la medida que el trabajo filológico no consigue suscitar adeptos que hagan el indispensable sacrificio de la lectura correcta previa a la obtención de ese placer -supuestamente estético- que se obtiene a la simple contemplación de una armadura medieval o de unas roídas murallas.

Por otra parte, si las poéticas condicionalistas pueden, en nombre de sus elusivas leyes estéticas, dar el espaldarazo literario a un texto, Genette afirma que no pueden negárselo a los textos que lo son constitutivamente: una comedia, un soneto, una novela son literatura por una particularidad natural -ser ficción o tener forma poética-. La vida es sueño, según este criterio, es obra literaria no porque nos gusta, sino porque es un drama. Y el Guzmán de Alfarache, porque su contenido es ficticio, como una sonata de Scarlatti es música por ser sonata y no porque me guste.

A este respecto conviene subrayar que el criterio de ficcionalidad no es universal ni en el tiempo ni en el espacio. Es condicional, histórica y culturalmente. La historia de cada religión es no sólo veraz, sino sagrada para sus miembros, y ficción o mito para los de las otras, y todas ellas lo son para los que no aceptan ninguna religión como verdadera. En cuanto a las antiguas historias, vistas desde los criterios contemporáneos, dejan de tener la validez veridictiva que tenían para las gentes de su tiempo, como han dejado de tenerla las antiguas cosmografías. Y, por el contrario, textos que se han tenido por ficcionales, la aparición de archivos documentales puede darles validez histórica. Si se replica que la condición es lo que haya sido la convicción del autor, no salimos por ello del subjetivismo que se quería evitar. Sin olvidar tampoco lo difícil de la empresa de dilucidar si lo que un autor da por cierto realmente lo creía en su fuero interno. La vieja polémica entre el viajero portugués Fernao Mendes y sus incrédulos lectores es otra modalidad de esta imposible situación a la que nos lleva el criterio de ficcionalidad.

En consecuencia, el error de todas las poéticas estaría en sus pretensiones de considerar como literarios solamente los textos que se conformaban a sus criterios, los cuales, a su vez, los habían deducido del examen de esos mismos textos. En eso diferían, por cierto, Aristóteles y Boileau.

La moraleja que quiere extraer Genette es que, puesto que la literariedad es un hecho plural, hace falta establecer una teoría pluralista que tenga en cuenta las diversas maneras por las que el lenguaje escapa y sobrevive a su función práctica, y produce textos que pueden ser recibidos y aceptados como objetos estéticos. Obsérvese que Genette no dice -como cabía esperar- «las diversas maneras de ser considerado literario un texto», sino que procede a una afirmación de orden ético según la cual función práctica y función estética se oponen (aunque no se excluyen). La función estética no es una función práctica. Moral cristiana: el placer no pertenece al orden de lo práctico. A lo más, es una recompensa añadida al orden de lo práctico más necesario: la obligación de crecer (=comer+beber) y de multiplicarse (=engendrar) . El trabajo, como castigo que es, es teológicamente imposible que produzca placer... (Si no se entiende así la historia económica de los países católicos...)

La moral vigente en otras religiones es que vivir y transmitir vida se puede o, incluso, se debe hacer de la manera más agradable y placentera posible (o lo menos desagradable y dolorosamente que se pueda), ya que es una condición, la de vivir, que no hemos escogido, sino que se nos impone.




6

Genette, al comentar en páginas 34-35 su esquema de una literariedad compuesta, reconoce la condicionalidad del criterio de ficcionalidad al decir que lo que para unos les parece verdadero a otros los dejará incrédulos, pero podrá «seducirlos» como ficción. Es lo que ocurre con la mitología greco-latina, que para nosotros es ficción y para los griegos no lo era. Aquí Genette parece meterse en otro callejón sin salida, porque, si para los griegos era verdad, ¿cómo podría ser el tema el criterio para la literariedad? Si se nos ofrece bajo formas dramáticas o épicas, como nuestro teatro o nuestra poesía religiosa del siglo de Oro... Si recordamos ahora la antigua percepción de literatura como el conjunto de los textos de conservación y transmisión necesaria en una cultura, comprenderemos que hayan formado parte de ella textos que hoy han de ser excluidos porque los criterios actuales son ficcionalidad+poeticidad. Lo que ni es ficticio ni es poético ha de salir de su corpus (Salen la Primera Crónica General, La General Estona, etc.) Y sin embargo, hay una resistencia a la exclusión fundada en la tradición, es decir, en la existencia de otras poéticas en el pasado. Frente a las poéticas vigentes, por las que un texto es admitido o rechazado como obra literaria, pervive una literatura como corpus en la que subsisten los textos que, según los antiguos criterios, entraron en su ámbito. La historicidad de la literatura no puede ser más evidente. Y la probabilidad de que se pase de nuevo por poéticas más abarcaduras y generosas en sus criterios de literariedad parece bastante grande, y estarán tales criterios avalados en su momento por los precedentes de los que la historia de la literatura conserva memoria. La idea de Lalo, según la cual las sistematizaciones de la cultura son de naturaleza cíclica, frente a las de la civilización técnica, en las que hay un progreso, viene aquí a reforzar esta hipótesis12.




7

Genette propone (pp. 31 ss.) una poética de doble régimen, a la vez constitutivo y esencialista. El primero regiría los dos grandes conjuntos o tipos de práctica literaria: la Ficción narrativa o dramática por una parte, y por otra la poesía y sus colusiones (ficción poética y poesía fictiva), que Genette propone, por espíritu de geometría, llamar dicción. Ésta engloba, así, la poesía que es literatura por su constitución -la forma versificada- y puede serlo también por su condición estética y será, por ello, doblemente literaria.

Observaremos que aquí introduce Genette una substitución en la designación de los dos criterios (antes llamados temático y formal) reemplazando «formal» por «remático» (rhématique). Lo justifica con la afirmación de que rema (rhème) es muy útil en lingüística para designar lo opuesto al contenido. Así, Petits Poèmes en prose es un título remático porque especifica no el objeto del conjunto poemático, como Le Spleen de Paris -un título temático-, sino el conjunto mismo: no lo que dice, sino lo que es. Reutilizando los términos de Goodman, su capacidad de ejemplificación frente a su función denotativa. Insiste Genette en que remático es más que «formal», puesto que hay ciertas características remáticas no formales. Así, la palabra nuit -o las españolas falla o calletienen propiedades remáticas que no son formales (ser palabra femenina, afirma Genette, no es una propiedad formal, puesto que su homónimo del verbo nuire -o las españolas equivalentes de los verbos fallar o callar- no tienen género y, consiguientemente, carecen de las denotaciones sexuales de los nombres.

Aquí Genette no tiene en cuenta la sabia distinción de Hjelmslev al discriminar una forma de la materia y otra de los contenidos. En su forma material coinciden, pero no en la forma de sus contenidos, que no ofrecen las mismas oposiciones una vez contextualizadas las formas materiales en sus correspondientes unidades sintagmáticas, que es como funcionan en los textos, y no aisladamente, como en los diccionarios.

Igualmente grave me parece otra posible objeción a ese esquema propuesto por Genette, y es que la ficción queda excluida de la supercategorización (de que se le atribuya diccionalidad, cosa que previamente afirmaba), y en la que podíamos estar de acuerdo, porque «prosa», tal como aparece ahora, bajo «dicción», está representando únicamente la prosa no ficcional, evidentemente.

Se pregunta a sí mismo, en fin, Genette: si los criterios son diferentes, ¿no hay entonces nada en común entre ambos modos de ser literarias las obras?, ¿son radicalmente heterogéneos sus principios? La noción misma de Literatura, ¿sería, pues, heterogénea? Aquí el espíritu cartesiano puede más que lo evidente: la irreductible heterogeneidad del término literatura y del criterio de literaridad aplicable según los dispares conceptos que el término engloba. Y en vez de salirse del conflicto, como hemos escogido hacer nosotros (y él mismo en ciertos momentos críticos de su discurso -por ejemplo, sobre la ficcionalidad-) con el reconocimiento de la historicidad y de la espiralidad cíclica del concepto y de los criterios, se agarra al principio de la intransitividad, es decir, al de opacidad, que aplicaba a la diccionalidad (vs. la ficcionalidad) y ahora lo aplica a la ficcionalidad, afirmando que ésta es también intransitiva, puesto que es seudo-referencial. Denota, sí, pero no denota nada real (lo que la teoría pragmática de los actos del lenguaje denomina aserciones fingidas, y la narratología ve como disociación entre el autor -enunciador real- y el narrador -enunciador ficticio-). Otros, como Hamburguer, lo describen como substitución del yo original del autor por el yo de origen ficticio de los personajes. Nelson Goodman los denomina predicados monádicos o «monoplazas»: una descripción de don Quijote no es más que una descripción de don Quijote, indivisible en el sentido que no se refiere a nada exterior a ella misma. Y añade Goodman que la descripción de Napoleón en Guerra y Paz de Tolstoi, o la descripción de la ciudad de Rouen en Madame Bovary, también se transforman en elementos intransitivos por estar insertos en el marco de la ficción. Los seres y cosas que en la ficción aparecen no tienen existencia fuera de ella y nos remiten a ellos mismos en una circularidad perfecta e infinita. La intransitividad, sea por «ausencia» (vacance) temática o por opacidad remática, establecen la autonomía del texto y su relación con el lector, relación estética en la que el sentido y la forma se nos ofrecen como inseparables.

Como vemos, Genette establece, a su pesar, la convencionalidad y la intencionalidad como bases de la lectura literaria. En efecto, la ficcionalidad no es un rasgo del texto, no está en el texto, salvo en la didascalia o paratexto, allá donde se lo describe como «novela», lo que equivale a una advertencia del tipo: «léanme como ficción», y en el cine se transcribe por aquella advertencia acerca de «cualquier coincidencia con hechos, lugares o personas...»13. El hecho mismo de que haya gentes que tomen por verdaderas las ficciones novelescas o teatrales que se les ofrecen a la lectura, es la mejor prueba de que no hay nada en el texto mismo que justifique la supuesta intransitividad. En gramática se dice de un verbo que es intransitivo cuando no sólo no hay objeto directo explícito, sino que de ningún modo puede haberlo, aunque sea implícitamente. Y esa intransitividad no da al verbo una categoría estética, por supuesto.

Es una convención exterior al texto que se cumple o no, tanto por parte del autor como del lector. El evangelista propone una lectura que el cristiano acepta pero que el ateo, si tampoco cree en la existencia histórica de Jesús, no acepta, y su lectura del evangelio no se distinguirá de la de las de textos narrativos de ficción. Para el evangelista y el cristiano, el texto tiene un denotado o referente reales. No para el ateo en cuestión. La vida de San Jorge, leída hasta hace bien poco como hagiografía, se ha convertido, tras de la demostración de la inexistencia histórica del personaje, en una ficción. Cabe preguntarse por la ambigua situación en que se encuentran tantas gentes que tienen como santo patrón al apócrifo héroe. ¿Hay que dejar de lado, como anecdótico, que se haga la ruta de don Quijote, o se visite el castillo de Hamlet? No parece pertinente, ya que quienes lo hacen no son esos lectores ingenuos que toman por realidad lo que se les daba como ficción, sino los más fervientes admiradores y conocedores de los textos en cuestión. Paradójicamente, pues, las obras más admiradas literariamente, es decir, estéticamente, serían las que tienen más potencia referencial, hasta el extremo de hacer material lo que era ficticio (el castillo de Hamlet, la venta de don Quijote o la ruta de Moguer para los plateristas juanramonianos), o de empujar a la visita de los lugares que, por el hecho de haber sido ficcionalizados, es decir, «intransitivizados», rompían todo lazo con la realidad. Y así, los lectores de Ramón visitamos el Rastro o los lectores de Antonio Machado los campos de Soria, que ya vemos a través de sus respectivas visiones. Es, pues, la cosa mucho más transitiva de lo que parece. También aquí podría traerse a cuento la manoseada paradoja de Oscar Wilde -que, contra la afirmación beata de Harold Bloom en The Western Canon, también se ha equivocado, como todos, en otras ocasiones- según la cual la naturaleza imitaba al arte.




8

Atendamos ahora a la observación de Genette (p. 37), según la cual «nada garantiza a priori que las literariedades condicionales, aun excluyendo de ellas la ficción, sean inevitablemente de criterio remático. Un texto de prosa no fictional -añade- puede perfectamente provocar una reacción estética fundada no en su forma, sino en su contenido. Así, una acción, un acontecimiento descrito por un historiador, por ejemplo, el suplicio de don Álvaro de Luna narrado por su cronista (Genette utiliza como ejemplo el suplicio de madame de Lamballe, narrado por el historiador Michelet, y a nosotros también podría servirnos el relato de la Noche Triste narrada por el cronista de Indias, o, como Genette sugiere, también la historia de Edipo si ésta fuera auténtica y no inventada). Tales acciones, dice, pueden, como cualquier otro elemento de la realidad, ser «recibidos» y apreciados como objetos estéticos independientemente de la manera en que nos los relatan.

En este caso, el juicio estético no se haría sobre un texto, sino sobre un acontecimiento que le es ajeno, y cuyo mérito no revertiría sobre el autor del texto (como la belleza del modelo no es mérito del pintor, dice Genette, olvidando que la del cuadro no es la del modelo, puesto que hay una técnica interpretativa que puede no sólo producir una belleza distinta o superior, sino transformar la belleza en fealdad, o al contrario). Tal vez en labores más mecánicas, como la fotografía, podría servir la comparación, y sólo hasta cierto punto, del que quedaría excluida la fotografía «de arte». Tal análisis -dice Genette- supone una separación entre historia y relato y entre auténtico y ficticio que es puramente teórica, porque todo relato introduce en su historia una «mise en intrigue» que es ya una puesta en ficción o en dicción. El valor estético de un acontecimiento, pues, no puede asignarse a ningún texto, puesto que la textualización ya implica una puesta en intriga, y, por el contrario, el valor de un relato o de un drama depende de la puesta en dicción o en ficción, o de la cooperación de ambas, pero no del acontecimiento mismo.




9

La última observación de Genette, para él fundamental (pp. 38-40), es la que concierne a la noción misma de literariedad condicional, y su relación con la pregunta inicial heredada de la línea de pensamiento que va de Hegel a Jakobson (¿qué es lo que hace de un texto una obra de arte?). La respuesta de Jakobson: la función poética, o rasgos formales determinados por el famoso principio de equivalencia de los ejes. La ficcionalista es también categórica, y entre ambas se establecería -sin dejar nada para el cajón de sastre- el campo de las literariedades constitutivas. Los textos que satisfacen a uno de los dos criterios, o a los dos, pueden ser considerados obras (producciones de carácter estético intencional) y relevan, pues, no sólo de la categoría estética, sino de la artística.

Los textos de literariedad condicional no relevarían de esta categoría artística porque su carácter intencional no está garantizado o incluso está garantizada la falta de intencionalidad. La vida o autobiografía de Teresa de Ávila sería un excelente ejemplo. Si aceptamos ésta y no otras autobiografías sería porque habremos percibido en ella cualidades estéticas (esencialmente estilísticas) que el autor no buscaba ni tal vez percibía. Sería, así, un texto estético, pero no una obra de arte, «sino en un sentido amplio y en cierto modo metafórico». Es aquí, en este territorio, en el que devenir o dejar de ser obra de arte podría ocurrir, porque, según Genette, las auténticas obras de arte lo son de una vez para siempre. ¿Aunque nadie las reciba como tales?

Compara Genette esa actitud con la que nos hace admirar un arado romano o un yunque, artefactos cuya función originaria no era estética y que sólo metafóricamente podríamos llamar obra de arte. Las literariedades condicionales no responden, pues, a la pregunta de Jakobson, puesto que determinan sólo objetos estéticos verbales y no obras intencionales. Se interroga Genette, entonces, acerca de si la pregunta no estaría mal planteada, si el carácter intencional artístico de un texto importa menos que su carácter estético. En otras palabras, la intención puede fallar más o menos, pero el resultado, no.

Con esto vuelve Genette a la oposición entre los hegelianos (sólo es estético lo que se ha querido y producido como tal por el hombre) y los kantianos, para quienes el objeto estético por excelencia es el objeto «natural» o que parece natural de tan oculto que queda su artificio. ¿Qué hace de un texto un objeto estético? -sería entonces mejor preguntar-, y la respuesta (entre otras posibles, añade cautelarmente) sería «ser una obra de arte». Respuesta, a todas luces tautológica.






Coda

En conclusión, quisiera, a través de estas aclaraciones y comentarios, haber incitado al lector erudito, especialmente al profesor de literatura, a percatarse del callejón sin salida (los franceses utilizan un término más expresivo que me gustaría poder calcar literalmente: cul-de-sac) a que nos llevan. No ya epistemológicamente, que no es mala cosa en sí, puesto que a fuerza de darle vueltas al laberinto acaba uno por percatarse de que lo es (lo que tal vez no se lograría sentándose en un confortable ángulo del mismo, olvidándose del Minotauro). Nos lleva a la situación de callejón sin salida profesionalmente, socialmente hablando, de manera que, mientras discutimos sobre si son galgos o podencos, vendrán -no los perros, sino los cazadores- a dejarnos no ya en la inmovilidad, sino fuera del ámbito de las aulas, o, en otra perspectiva, en el paro.

En efecto, discutiendo sobre el estatuto particular y más radicalmente aún, sobre la peculiar e inconfundible entidad de los discursos literarios y de sus correspondientes textos, y, lo que es más grave, buscando esa entidad en la no-referencialidad, no-transitividad, que constituiría el llamado arte bello del lenguaje, excluimos de nuestra disciplina no sólo toda relación con la realidad humana, excepto esa elusiva función estética o picadura de alacrán acorralado, sino que nos alejamos de toda relación con los medios de comunicación y de información que hoy ocupan el centro de las sociedades contemporáneas y en los que han ido a parar todos los contenidos que antaño no se consideraban incompatibles ni impertinentes con y en el medium literario. Tenemos que entender que hoy el centro de la «literatura», en el sentido más amplio del término, no está ya en ese corpus de poesía, ficciones y textos dramáticos, sino en el cine, en la televisión, en las publicaciones periódicas y en sus objetos subsidiarios (videocassetes, CD-rom, etc.), y que tenemos que defender el derecho de integrarlos en nuestra materia de investigación y de estudio como nuevas metamorfosis de lo literario, que es lo que son.

Y en la medida en que renunciemos a establecer esas fronteras entre los discursos literarios y los no literarios, podremos o no salir de nuestro campo -que ya lo es de concentración, o ínsula de perenne cuarentena (y que se me perdone la impropiedad)- y utilizar nuestro finísimo instrumental de análisis formal y contenidista (semiótico y semántico) no sólo para el estudio de esas nuevas formas literarias de lo poético o lo ficcional, sino para el de textos que afectan cotidiana y fundamentalmente nuestras vidas: los códigos, las historias y las intrahistorias, los discursos y los programas políticos, los artículos de prensa, y ver su capacidad de crear ficciones que se dan por realidades y de descartar realidades dándolas por ficciones. Esto es lo que me permitiré llamar usos arteros del lenguaje, y que se distinguen de los artísticos por la intencionalidad y no por la intransitividad que puede ser, ya digo, imaginaria.

Québec, 1991-Alicante 1995



 
Indice