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La literatura en Alicante: De la Restauración al 98


ArribaAbajoPrólogo

Después de publicar en 1987 mi libro Románticos y provincianos (Alicante, Universidad de Alicante), fui consciente de que la historia de la literatura decimonónica en Alicante era un objetivo de investigación todavía no agotado. En las páginas del citado libro se sentaban las bases de mi interpretación de la vida literaria alicantina de la época, pero quedaban aspectos sin tratar y, sobre todo, era necesario abordar lo escrito durante el período de la Restauración.

La consecución de este objetivo precisaba de un equipo de investigación que actuara en el seno del Departamento de Filología Española de la Universidad de Alicante. Así se acordó y, desde 1987, se han realizado varias investigaciones centradas en la literatura y el periodismo provinciales de las últimas décadas del siglo XIX.

El primer fruto de esta labor fue la edición resumida de los catorce mil folios que componían la parcialmente inédita obra de Manuel Rico, Ensayo biográfico y bibliográfico de escritores de la provincia de Alicante (Alicante, Inst. Juan Gil Albert, 1987). Este manuscrito, adquirido por la Diputación Provincial de Alicante y puesto a disposición de los investigadores, era imprescindible para reconstruir el panorama literario de la época por la enorme cantidad de información que contiene. Nuestra tarea fue facilitar su utilización y, desde su publicación, se ha convertido en un instrumento de trabajo para los investigadores interesados por la vida cultural, política y literaria de la provincia alicantina durante el siglo XIX.

El segundo paso fue el inicio de diversas memorias de licenciatura sobre aspectos concretos de la literatura de aquella época. Cuando redacto estas líneas están a punto de ser presentadas las de María Corpus Requena sobre la obra poética de Salvador Sellés -el más destacado representante de la literatura espiritista que tanto auge tuvo por entonces en Alicante- y la de Mercedes Beneyto sobre el papel de la mujer como autora, protagonista y lectora de la literatura publicada en nuestra provincia durante el siglo XIX.

El tercer paso está relacionado con la abundante prensa publicada en Alicante por entonces. Ya en mi citado libro hacía hincapié en la importancia de la prensa para el estudio de lo relacionado con la literatura alicantina del siglo XIX. Por lo tanto, era imprescindible catalogar adecuadamente los fondos periodísticos conservados. Esta ardua tarea la está realizando el Instituto Juan Gil Albert con la colaboración de varios miembros de nuestro grupo de investigación.

Estas circunstancias me han impulsado a continuar mi labor iniciada en Románticos y provincianos. Fruto de esta decisión es el presente volumen, donde se intenta presentar una panorámica de los aspectos más interesantes de la narrativa publicada en Alicante durante el siglo XIX. En él se analiza la obra novelística de Ginés Alberola, las razones del fracaso o la inexistencia del Realismo y el Naturalismo entre nuestros literatos y también se aborda la crítica de una novela publicada en Alicante, Los vencidos (1892), cuyo autor es Ernesto Bark, el futuro Basilio Soulinake de la valleinclanesca Luces de bohemia.

Las conclusiones de este volumen están en relación con las de Románticos y provincianos, pero creo que los trabajos aquí recopilados tienen la suficiente autonomía y homogeneidad para dar un panorama de la vida literaria alicantina de la Restauración.






ArribaAbajoLa literatura en Alicante, 1875-1900


ArribaAbajoIntroducción

Algunos trabajos de investigación, una vez publicados, nos dan la impresión de que han quedado incompletos, de que falta matizar o desarrollar varios aspectos para conseguir una visión más completa y contrastada de la materia analizada. Esta situación se produjo al publicar mi libro Románticos y provincianos, 1839-1866 (Alicante, 1987). Su objetivo era plantear una historia local de la literatura capaz de contribuir al estudio de unos géneros literarios de la época, en especial la novela histórica. Asimismo, intenté subrayar la importancia de la perspectiva local o provinciana para la construcción de una verdadera historia literaria, que no puede limitarse a unas pocas obras y autores cumbre circunscritos casi siempre al ámbito madrileño.

Desconozco hasta qué punto conseguí tales objetivos, pero considero que el trabajo quedó incompleto. El período analizado permitía captar cómo llegó el Romanticismo a Alicante. Un Romanticismo que, como señala José F. Montesinos, continuó presente en el ámbito provinciano hasta finales de siglo. También pude señalar cómo el ambiente de los primeros años de la Restauración influyó en los literatos alicantinos. Pero, llegados a esta época, la pregunta era lógica: ¿qué ocurrió con el Realismo y el Naturalismo? Si Alicante es una ciudad donde hay un interés por lo literario, ¿por qué no surgen novelas inscritas en unas tendencias consideradas como las más sustantivas del momento? En definitiva, tras analizar la trayectoria del Romanticismo en Alicante se imponía presentar un estudio similar dedicado a la otra gran tendencia decimonónica, el Realismo.

Este objetivo plantea un grave problema desde el principio: la ausencia de una producción bibliográfica que nos permita hablar de una verdadera narrativa realista entre los autores alicantinos. Consideramos fuera del presente estudio lo que de una manera vaga denominamos «poesía realista», pues la misma fue comentada en los últimos capítulos del citado libro. Pero, ciñéndonos al campo de la narrativa tampoco encontramos novelas o relatos que supongan una plasmación de los principios básicos del realismo decimonónico. Y, por supuesto, mucho peor es la situación del Naturalismo, tendencia tan criticada como ausente entre los literatos alicantinos. Éstos conciben sus relatos y novelas con relativa asiduidad, pero sin incorporar con nitidez todo lo que supuso la narrativa de 1868 a 1975. Benito Pérez Galdós y otros autores en su línea eran perfectamente conocidos por los lectores y literatos de Alicante, pero a la hora de escribir parece existir una dificultad insuperable para seguir las directrices de los grandes novelistas de la época. Se trata, claro está, de una cuestión de competencia literaria de los autores, pero esta obvia razón no explica el porqué de una ausencia de novelística realista o, mejor dicho, el porque de la incapacidad para asumir los principios básicos de la misma.

Las razones son complejas y las intentaremos mostrar a lo largo del presente trabajo. Pero, por encima de cualquiera de ellas y como hipótesis inicial, consideramos que el ambiente provinciano de la Restauración, la mentalidad colectiva de las clases medias provincianas de la época, era el principal obstáculo para la aparición de una verdadera novela realista y, por supuesto, naturalista.

Se nos podrá contestar alegando que ilustres autores como José Mª Pereda, Leopoldo Alas e, incluso, Emilia Pardo Bazán escribieron sus novelas en un ámbito provinciano y, a menudo, sobre el mismo. Es cierto, pero en los tres casos hay un proceso que podríamos considerar de aislamiento y distanciamiento con respecto a su propio medio provinciano. Si Clarín describe y analiza Vetusta es porque ha conseguido subir a la metafórica torre de su catedral. Si Emilia Pardo Bazán nos habla de su Galicia natal de acuerdo con una estética realista y hasta naturalista es porque ella, como sujeto creador, constituye un auténtico punto y aparte dentro de la realidad que refleja. Lo mismo sucede, aunque por distintas razones, con José Mª Pereda. Lo provinciano está muy presente en la novelística de estos y otros autores, pero tras haberse producido el citado proceso; absolutamente necesario en la medida que consideramos la mentalidad provinciana de la Restauración como refractaria a toda creación novelística realista o naturalista en sentido estricto. Y subrayamos creación, porque evidentemente hay una considerable recepción de la misma sin que esta circunstancia suponga una contradicción con nuestra hipótesis. Al menos es el caso de Alicante, pero no creemos que sea diferente en otras provincias. El ambiente y la mentalidad que se deducen del material bibliográfico objeto de nuestro estudio nos remiten a los de Vetusta, a ese paradigma del provincianismo de la época. Y en la ciudad de Clarín es imaginable un Trifón Cármenes, pero no un autor como el propio Leopoldo Alas.

José F. Montesinos explica que la mayoría de los autores modernistas tuvieron que salir del ambiente provinciano para ser tales y superar los límites de un Romanticismo anquilosado todavía presente en las capitales de provincias. Un fenómeno similar ocurre con el Realismo. No sólo porque esa salida -mental o física- resulte necesaria para entrar en contacto con los grupos innovadores, sino porque a poco que conozcamos el ambiente cerrado y agobiante de las clases medias provincianas comprenderemos las dificultades de un autor que intentara aplicar los criterios, por ejemplo, de un realismo galdosiano. Ni siquiera se planteaba la posibilidad. La función, la «misión», de un literato en una sociedad provinciana de la Restauración era ajena a toda crítica, análisis o intento de incorporar la realidad inmediata a la novela. Tal y como expliqué en los últimos capítulos de mi citado libro, con la llegada de la Restauración la burguesía y los grupos dirigentes en general convierten la literatura en un eterno juego floral. Algunos de los partícipes, e incluso es posible que bastantes, leerían las novelas de la Generación de 1868, pero cualquier seguimiento creativo de la misma habría supuesto una relativa marginación social para el autor. Éste podría expresarse como un individuo liberal o conservador, pero dentro de unos límites del decoro que en lo literario suponían un rechazo de todo materialismo o realismo. Tal y como en repetidas ocasiones expresan los autores alicantinos, el literato está destinado a embellecer la realidad, a mostrar el ideal de Belleza, Verdad y Virtud -presentados como conceptos inseparables- y, en el caso de ejercer la crítica, hacerlo elegantemente, generalizando y sin descender a lo concreto e inmediato. Por ello, todos claman contra una literatura invadida por el positivismo y el materialismo, insensible al ideal arriba citado. Y, en consecuencia, ninguno se atrevió a seguir un camino creativo que les habría supuesto una marginación.

La presencia del Naturalismo entre los literatos alicantinos es casi nula. Todos conocemos las polémicas que este movimiento provocó en España. La «cuestión palpitante» supuso, básicamente, un debate sobre la licitud o conveniencia de esta estética, pero también un enfrentamiento dialéctico capaz de definir la concepción de la literatura en muchos autores. Sin embargo, las creaciones que podemos denominar naturalistas -aunque sea «a la española»- no alcanzan un nivel medio de calidad demasiado alto. Encontramos una situación algo parecida en las letras alicantinas. No se produce un auténtico debate porque la condena casi unánime sustituye al análisis. Pero esa condena, normalmente vertida en tonos apocalípticos, se dirige contra un fantasmal Naturalismo que no se dio en Alicante durante la época de la Restauración. Ahora bien, si surge esta actitud es porque dicho movimiento estaría presente entre los lectores alicantinos y, sobre todo, porque hay una necesidad de definirse en contra de una tendencia equiparada a todos los males imaginables. Acaba convirtiéndose, pues, en un lugar común genérico y repetitivo que no contribuyó a un debate, por otra parte imposible en un ámbito provinciano como el que nos ocupa.

Esta ausencia de un verdadero Realismo y del Naturalismo en la literatura escrita en Alicante supone la ausencia de cualquier elemento renovador de la misma. O lo que es igual, la continuidad de modelos narrativos periclitados sólo explicables, por ejemplo, dentro del ritual de juegos florales que tanto se dio en nuestro ámbito durante la Restauración. Esta circunstancia se percibe al leer narraciones folletinescas o plagadas de un sentimentalismo o una moralina propias de una señorita casadera. Pero también se percibe en aquellos autores que por su ideología mantenían una actitud crítica que intentaban trasladarla a su creación literaria. Esa crítica, sin embargo, no afectaba a lo literario y su conformismo como creadores acaba minando o contradiciendo lo supuestamente innovador de sus ideologías o posturas políticas. Es el caso de Emilio Castelar y de su secretario, el alicantino Ginés Alberola, en cuya obra nos detendremos como paradigma de muchas situaciones similares.

Por lo tanto, el presente estudio intentará explicar los motivos y las consecuencias de la ausencia en el plano creativo del Realismo y el Naturalismo dentro de la literatura escrita en Alicante durante el período 1875-1900. La elección de este segmento cronológico es discutible, pero responde a la profunda importancia que tuvo la Restauración en la mentalidad creadora de nuestros literatos y a que, en 1901, Gabriel Miró marca el inicio de una nueva fase de la historia literaria local. Una fase -cuyas deudas con respecto a los autores alicantinos precedentes son nulas- que supone la presencia activa y creativa de unas tendencias nuevas. Con Gabriel Miró, Azorín y otros se inicia un momento de brillantez en las letras alicantinas, pero son personalidades peculiares que desbordan los límites de una historia local de la literatura.

En cuanto a la metodología, objetivos de dicha historia literaria y concepción de una literatura escrita en Alicante frente a una «literatura alicantina», remito al lector a la extensa Introducción de Románticos y provincianos. Aquí sólo pretendo desarrollar unas líneas que supongo fructíferas, aunque sea para explicar el porqué de la ausencia de dos movimientos literarios. Desde una perspectiva historicista, las ausencias son tan significativas como las presencias y, en este caso, sirven para explicar los límites reales con los que se enfrentó la narrativa realista más allá de los casos de los grandes autores.




ArribaAbajoLa obra de Ginés Alberola

Aunque nuestro objetivo sea la literatura escrita o publicada en Alicante independientemente del lugar de nacimiento de los autores, considero oportuna la inclusión de Ginés Alberola en el presente estudio. Nació en Aspe (Alicante) en 1855, pero a los veinte años se trasladó a Madrid ocupándose de la secretaría personal de Emilio Castelar, a quien conoció en uno de sus múltiples viajes a Elda, donde el orador había pasado sus primeros años. Ginés Alberola no rompió los vínculos con su provincia y colaboró en numerosos periódicos de la misma, hasta que regresó ya en la vejez. No obstante, su actividad literaria está ligada a una larga permanencia en Madrid junto a Emilio Castelar, que fue su modelo político, periodístico y literario. Por lo tanto, es un autor que apenas podemos situar junto al resto de los narradores alicantinos de la época.

Sin embargo, Ginés Alberola es el único novelista alicantino de la Restauración que tiene una obra hasta cierto punto apreciable, dejando al margen el caso de Rafael Altamira, que ya comentaremos, y teniendo en cuenta que Gabriel Miró y Azorín quedan fuera de dicho período y de nuestro estudio. Este dato nos impulsa a estudiar a un novelista prácticamente inédito para la crítica, que no representa un papel significativo dentro de la historia literaria provincial, pero que constituye un caso ejemplar de los límites que en muchos autores secundarios tuvo el realismo novelístico de la época.

La obra de Ginés Alberola es amplia y heterogénea. Aparte de su intensa labor periodística casi siempre a las órdenes de Emilio Castelar, publicó monografías políticas, libros de viajes, colecciones de anécdotas y artículos y, lo que nos importa, un par de novelas: Guillermo Tell (1887) y El sochantre de mi pueblo (1890). Ambas obras ya fueron comentadas brevemente en mi citado libro. La primera de ellas es una tardía novela histórica que no tiene en cuenta los primigenios modelos del género y que se inspira en las desafortunadas y felizmente olvidadas novelas históricas de Emilio Castelar, auténticos cajones de sastre donde el prolífico polígrafo se explayaba sin límites. Más interesante resulta El sochantre de mi pueblo, con la que Ginés Alberola intentó manifestar su anticlericalismo utilizando el molde de una supuesta novela de tesis. Un anticlericalismo presente en numerosas obras de la época y que en su caso es consustancial con un apasionado republicanismo. Ahora bien, si este texto conserva un interés crítico no es por la presencia del elemento anticlerical, sino porque ejemplifica hasta qué punto la utilización de la novela como un mero vehículo propagandístico es incompatible con una verdadera novela realista y perjudicial para el desarrollo de la misma.

El anticlericalismo de Ginés Alberola tiene una raíz política. Al igual que muchos otros republicanos de la época -y él era un acérrimo defensor de Emilio Castelar y Eleuterio Maisonnave-, jamás planteó una verdadera crítica al dogma católico. Sus ataques se ciñen a la Iglesia y sus miembros como protagonistas de la vida política e ideológica de la época. Ginés Alberola parte de una doble constatación común a otros novelistas: la importancia social, política e ideológica del fenómeno religioso. Y, segundo, la experiencia negativa del puesto que la Iglesia -o, mejor dicho, algunos de sus miembros- ocupaba en la sociedad española. No se trata de articular unos principios religiosos alternativos al dogma católico, sino de denunciar un comportamiento clerical que obstaculiza la libertad individual y dificulta la armonía social. Es decir, una actitud políticamente contraria a la del republicanismo de Ginés Alberola. Desde esta perspectiva, el autor alicantino enfoca sus críticas hacia aquellas manifestaciones clericales que se le aparecen como patológicas por ir en contra de los citados principios de libertad y armonía. En este sentido, los clérigos como el protagonista de El sochantre de mi pueblo son descritos más como profesionales que como personas vocacionales. Su falta de fe y su utilización de la religión como sustitutivo es un impedimento para la implantación de lo religioso en su lugar adecuado. Las desviaciones del sochantre de Ginés Alberola y otros clérigos de la novelística de entonces derivan en la intolerancia y el fanatismo, que son las formas religiosas del absolutismo en contra del cual escribe nuestro autor como republicano. Un absolutismo que, en términos globales, impide la libertad y provoca el desorden, pero que en su novela constituye el principal obstáculo para la felicidad de los protagonistas.

Este planteamiento genérico es compartido por la mayoría de los novelistas que abordaron una temática clerical desde una perspectiva liberal o progresista. Benito Pérez Galdós encabeza esta tendencia, que tuvo desiguales resultados literarios y que a menudo cayó en lo burdo o lo panfletario. A pesar de las objeciones que hoy podamos hacer a Doña Perfecta, es indudable que constituye un paradigma al que pocos autores llegaron. Entre ellos no se encuentra Ginés Alberola, pues a pesar de compartir dicho planteamiento convierte su texto en un folletín panfletario alejado de los mínimos de la novelística realista que ya en 1890 había dado sus mejores frutos. No vamos a recrearnos en una crítica negativa de El sochantre de mi pueblo, pues como buen relato folletinesco todo en él es demasiado evidente. Lo interesante es saber por qué el autor no convierte su justificado y sincero anticlericalismo en una verdadera novela inscrita en el realismo de la época. Las razones derivadas de la falta de calidad estética y técnica narrativa en el autor serán las determinantes, claro está. Pero no las únicas y por ello intentaremos explicar estas otras razones en el caso de Ginés Alberola y en el de otros autores alicantinos.

La primera es una falta de profundidad en el análisis de la realidad que se intenta presentar críticamente en la novela. Toda obra realista supone un trabajo previo de observación y análisis, que con la llegada del Naturalismo será el punto clave del proceso de creación. Sin embargo, en el caso del autor alicantino este primer paso es obstaculizado por una deformación ideológica y literaria. Ginés Alberola no parte de una experiencia propia que le lleve al anticlericalismo, sino de compartir con otros correligionarios una opinión anticlerical. Por otra parte, tampoco concibe la novela como una creación estrictamente literaria, sino como un mero vehículo de propaganda y denuncia. Ambos factores dificultan la captación de una realidad peculiar que sustente una novela con una mínima personalidad propia.

Ginés Alberola sólo parte de una opinión común expresada en una serie de tópicos anticlericales, que son convenientemente subrayados por el autor para facilitar el objetivo propagandístico. Pero no sólo en su novela -donde la carencia de profundidad en el análisis es hasta cierto punto disculpable-, sino también en sus ensayos. En relación con la temática anticlerical citaremos la titulada San Ignacio y los jesuitas (Madrid, 1911), panfleto de propaganda antijesuítica escrito, como el propio autor reconoce, «a vuela pluma». Se trata de un desordenado conjunto de anécdotas, historias, acontecimientos históricos, ataques..., destinados todos ellos a descalificar a los jesuitas, los sicarios del «gran fanático de Loyola» (p. 5). El tono general es el propio de una controversia periodística en la que Ginés Alberola ataca al jesuitismo por ser «la institución más odiosa que han inventado los hombres, por enemiga capital de la libertad y el progreso» (p. 9). El tono de agitación y propaganda acaba siendo vulgar y superficial, destinado a provocar la reacción inmediata ante «La historia de la Compañía de Jesús [que] es una serie no interrumpida de horrendos crímenes» (p. 153). Esta circunstancia impide que el autor alicantino profundice en una realidad que acaba difuminada entre tanta denuncia. No se trata de un caso aislado, sino de algo frecuente en el anticlericalismo republicano que se prolongó hasta la guerra civil de 1936-1939. Un anticlericalismo acuciado por la urgencia de la denuncia y que no propició una reflexión ajena a los apriorismos que percibimos en Ginés Alberola y otros muchos. La araña negra de Vicente Blasco Ibáñez podría ser también un ejemplo, frente a obras como A.M.D.G. de Ramón Pérez de Ayala, que es una lúcida reflexión personal que no parte de la opinión común sino de una experiencia y una observación propias. La primera, como El sochantre de mi pueblo, es un folletín ajustado a las intenciones y la capacidad del por entonces joven autor; la segunda es una verdadera novela que conserva su interés por encima de su secundaria función de denuncia.

Esta incapacidad para la observación y el análisis en aras de la denuncia determina la elección de un género como el folletinesco en detrimento de una novela realista. Es decir, para plasmar literariamente una postura ideológica considerada progresista se recurre a un género que, en 1890, ha quedado superado. No se trata de un género anacrónico, ni mucho menos, sino de una forma de novelar que supone un paso atrás con respecto al Realismo y el Naturalismo. No obstante, Ginés Alberola encuentra en el folletín el vehículo adecuado para expresar su concepción maniquea y reduccionista de la realidad. Siguiendo los preceptos del género, plantea un dualismo radical y absoluto donde no cabe el matiz. Un dualismo que idealiza, negativa o positivamente, la realidad en aras de reforzar el enfrentamiento entre lo positivo y lo negativo. Esta circunstancia provoca que la realidad de la que teóricamente se parte acabe desapareciendo al percibirse sólo un continuo choque entre ambos elementos; en este caso, entre los bellos jóvenes enamorados y liberales y el perverso y libidinoso sochantre que, además, es carlista. Una vez que se ha producido ese planteamiento dual, las posibles coordenadas espacio-temporales desaparecen o quedan difuminadas. Por algunas alusiones sabemos que El sochantre de mi pueblo se desarrolla durante los años sesenta en un pueblo de Levante. Pero esta circunstancia particular no influye en el relato, el cual -como folletín que ha de seguir unas directrices genéricas- se encuentra por encima de cualquier elemento singular.

Entre estos elementos incluimos el ideológico del propio autor. Ginés Alberola parte de una realidad observada a través de una opinión común de la cual participarían los mismos lectores. Esta circunstancia facilita la función de propaganda tendente a reforzar una opinión preestablecida, pero nos lleva a un texto plagado de lugares comunes donde es imposible percibir la perspectiva del autor. Al leer El sochantre de mi pueblo, sabemos que Ginés Alberola compartió el anticlericalismo de muchos de los republicanos de entonces, pero no vemos cómo esa postura le conduce a un enfrentamiento con su propia realidad. En definitiva, el autor alicantino sólo escribe una novela basada en una opinión común para reforzar la misma, lo cual queda completamente al margen de los principios del Realismo.

Ni siquiera podemos hablar de una novela de tesis porque el dualismo folletinesco sólo subraya el enfrentamiento, nunca la razón de ser de las posturas enfrentadas. No hay tesis, además, por la vacuidad ideológica de que hace gala Ginés Alberola como fiel seguidor de Emilio Castelar. Debajo de la hojarasca retórica del famoso tribuno no encontramos a menudo una base ideológica que vaya más allá de las grandes palabras, el abuso de los conceptos abstractos y una incapacidad para ceñirse a una realidad que acaba difuminada por la retórica. Esta situación se agrava en el caso de nuestro novelista, que defiende el republicanismo sin que lo defina en relación con aspectos concretos. Los grandes principios o, mejor dicho, las grandes palabras esconden unas carencias ideológicas que dificultan el examen de la realidad desde una perspectiva coherente. Por ello, Ginés Alberola sólo muestra un mundo novelesco en términos folletinescos; tal vez el que interesaba a él y a sus lectores, pero también el único que era capaz de percibir y plasmar.

A la vacuidad debemos añadir el inmovilismo de la ideología del autor alicantino. Los grandes y abstractos principios permanecen inalterables por naturaleza. Lo podemos comprobar en los textos periodísticos de Ginés Alberola publicados alrededor de 1920, donde se afirma lo mismo que Emilio Castelar había manifestado treinta o cuarenta años antes. Lo sorprendente es que dicho pensamiento en lo sustancial coincide con el humanitarismo romántico presente en los folletines de mediados de siglo. Por ello, resulta lógico que el autor alicantino inscriba su relato en este género. Y, por la misma razón, será incapaz de adaptarse a una realidad histórica y literaria cambiante. Después de El sochantre de mi pueblo ya no volverá a escribir novelas. Las razones pueden ser múltiples, pero no hay que descartar la marginación progresiva que sentiría con respecto a un devenir histórico y literario donde las grandes palabras castelarinas y los folletines iban perdiendo sentido.

Otra razón para que no estemos ante una novela realista es la falta de respeto del autor ante la ficción literaria. Concebir la obra como una excusa para expresar ideas o actitudes no supone una ruptura de la ficción literaria, pero siempre y cuando el autor mantenga el citado respeto. El ejemplo de Benito Pérez Galdós y sus novelas de tesis puede ser significativo en este sentido. Sin embargo, a Ginés Alberola le preocupa muy poco la creación de una ficción literaria con entidad y valor propios, coherente y atractiva por sí misma. En consecuencia, la acaba subordinando a las numerosas y largas digresiones que no profundizan en lo mostrado como ficción, sino que intentan orientar todavía más el «mensaje» transmitido. Da la impresión de que el autor temiera que un esquema argumental tan pobre y convencional como el de El sochantre de mi pueblo no surtiera el debido efecto y, lejos de perfeccionarlo, lo acaba diluyendo con unas digresiones que tampoco superan lo convencional. Al final, no sabemos si estamos ante una novela o ante un cajón de sastre, pero seguro que no percibiremos una ficción literaria que dé sensación de realidad. Máxime si tenemos en cuenta que los elementos de esa ficción están en la obra aislados entre sí, sin la ligazón mínima para integrarlos en una unidad de creación y contraviniendo, por lo tanto, un principio básico de toda creación realista. Y, en última instancia, por si el lector se pierde en las complejidades del folletín, Ginés Alberola le explica su intención: «nuestro objetivo es combatir en bien de la moral pública el celibato eclesiástico, no lo es declararle guerra sistemática al sacerdocio, empleando armas tan cortas para esgrimidas por quienes de nobles en sus sentimientos se precian, como la injuria y la calumnia. Sálvense, pues, los buenos sacerdotes, y caiga únicamente sobre la cabeza de los malos todo el rigor de nuestras recriminaciones» (p. 96).

Por todas estas razones y otras de menor entidad El sochantre de mi pueblo no se inscribe en la novela realista de la época. Acaba siendo un folletín como tantos otros que se escribieron o publicaron en Alicante durante la Restauración, aunque con una intención ideológica opuesta a la mayoritaria. Lo lamentable es que Ginés Alberola reunía unas condiciones positivas para incorporarse al realismo novelístico del momento. Desarrolla su trayectoria literaria en Madrid, participa del ambiente social y cultural que rodea a Emilio Castelar en el cual figura, por ejemplo, Emilia Pardo Bazán y mantiene unas tesis ideológicas abiertas y hasta cierto punto progresistas para su momento. No obstante, la faltó voluntad de ser un verdadero novelista y su aportación se reduce a dos novelas que tan sólo sirven como un testimonio de la época.

Ginés Alberola escribió otras obras en prosa de difícil clasificación dentro de los géneros literarios. Además de los volúmenes de propaganda republicana y los dedicados a recopilar artículos periodísticos, publicó otros que apenas guardan relación entre sí. El primero es un curioso texto titulado Mitología vegetal (Leyendas de las plantas) (Madrid, 1892), cuyo único objetivo, según explica el autor, es distraer al lector. Para conseguirlo recopila una serie de leyendas destinadas a demostrar que todas las plantas tienen su mitología. La labor de Ginés Alberola consiste en agrupar textos de diferentes autores y no hay ninguna intención literaria en una obra donde se acaba incluyendo todo lo que se tiene a mano. El único punto de enlace es la «mitología vegetal», pero -en definitiva- es una colección de leyendas, historias, noticias, anécdotas..., cuyos protagonistas más o menos directos son las plantas, y a las que se añaden descripciones de las mismas, sus propiedades y su historia.

Una obra de temática similar es El templo de Flora. Cuadros de la naturaleza (Alicante, 1896), donde el autor recopila unos comentarios sobre el mundo de la flora y la naturaleza en general. El libro apenas tiene interés literario porque está plagado de lugares comunes a la hora de presentar los distintos cuadros de la naturaleza. Estamos todavía muy lejos de Gabriel Miró y Ginés Alberola se muestra incapaz de captar lo específico, lo esencial o, siguiendo la tradición romántica, identificarse sentimentalmente con la Naturaleza. Objetivos imposibles si tenemos en cuenta la agobiante retórica que como fiel discípulo de Emilio Castelar utiliza. Debemos recordar, además, que esta obra fue publicada en el folletín de El Graduador de Alicante y refleja, evidentemente, una mentalidad de literato de provincias ajeno a los movimientos literarios de 1896. Una mentalidad que está por encima de la concreta ideología política y que, como ya indicábamos, es incompatible con la incorporación al Realismo o al Naturalismo de la época.

Un texto también destinado para el folletín del citado periódico es el titulado A orillas del Rhin. Leyendas suizas (Alicante, 1893), que apareció como volumen en 1896. Esta recopilación de leyendas la debemos relacionar con Guillermo Tell, la novela histórica del mismo autor. El interés de Ginés Alberola por Suiza resulta evidente y proviene de un viaje que realizó en compañía de Emilio Castelar y de su identificación con el sistema político imperante en aquel país. Estas circunstancias le llevan a recopilar una serie de leyendas suizas -presentadas sin ninguna intención literaria-, que no consiguen traspasar el filtro de un autor incapaz de recrear el mundo propio de las mismas, de mostrarnos su posible sabor romántico. Ginés Alberola aprovecha una vez más la ocasión para hacer propaganda de sus principios e intercala numerosas digresiones entre las leyendas llegando a identificar la bella Naturaleza de Suiza con el clima de libertad imperante en dicho país:

La Naturaleza adrede se complace en mostrar más brillantes sus galas por los espacios donde las sociedades, sin poderes arbitrarios que las opriman, consagran en sus costumbres y en su código la libre manifestación del pensamiento, este principio eterno de justicia, indispensable a la vida del espíritu, necesitado, al igual que la materia, de aire, luz, y calor, necesitado de libertad, para lucir brillante por los cielos inconmensurables de la conciencia humana, y cual sol sin ocaso, recorrer, en raudo vuelo, majestuosísima, la órbita misteriosa señalada en sus insondables arcanos por la Divina Providencia


(p. 12)                


El escaso rigor ideológico del párrafo es un indicio más de las limitaciones señaladas con motivo de El sochantre de mi pueblo, un necesario punto y final para un autor que no supo evolucionar al compás de la novelística de la época, pero capaz de percibir que ya no bastaba ser un apasionado republicano para escribir una novela.

Sin embargo, al final de su trayectoria nos brinda un curioso y ameno volumen de «chascarrillos, pasajes y cuentos» titulado Una noche en el tren (cuentos colorados, azules y verdes) (Madrid, 1916). El hilo conductor es un viaje desde Madrid a Alicante en tren, en uno de cuyos vagones se juntan varios viajeros que para hacer más ligera y amena la noche se van contando historias, anécdotas... Algunas ya las había publicado en obras anteriores -siguiendo una práctica frecuente en su trayectoria- y otras las habría oído o leído, pero consigue desprenderse del estilo grandilocuente y con un lenguaje sencillo todavía nos hace sonreír. Ginés Alberola sólo pretende divertir al lector como si él también hubiera realizado el viaje. Libro de entretenimiento, pues, que se puede inscribir en el gusto de la época por lo sicalíptico, aunque fuera por un imperativo de la moda. El mismo autor así lo indica al incluir un diálogo entre los viajeros donde se trata de la conveniencia de contar historias picantes o sicalípticas. Ginés Alberola da a entender que los tiempos los imponen a causa de un público que «no busca en el arte nada más que el perfume de la carne femenina» (p. 47). Para añadir que: «Los tiempos del romanticismo se acabaron. Esa antigualla resulta ridícula. El teatro hoy no es más que una plataforma donde se exhiben al desnudo nuestras Evas, a la vista de cuyas protuberancias se les hace la boca agua a nuestros Adanes» (p. 47).

Ginés Alberola concluye que «Lo que priva es la pornografía», pero mantiene una actitud ambigua ante esta tendencia que realmente se dio en la novela española y que podemos personificar en Eduardo Zamacois, Joaquín Belda, López Bago y otros. Se muestra receloso ante los excesos sicalípticos, sin embargo aborda los temas sexuales en sus chascarrillos e historias. Ahora bien, lo hace con prudencia, muy lejos del naturalismo de los citados autores y con una intención humorística que preside todo el libro. Es cierto que en consonancia con su coetáneo Felipe Trigo subraya la importancia de la sexualidad para lograr un equilibrio mental, pero apenas insiste en esta temática en un libro que sólo pretende ser ameno. A lo sumo se atreve a presentar alguna descripción divertida e incitante, propia de quien sería seguramente un buen conversador en tertulias de caballeros:

Cutis de rosa, ojos de cielo, boca -sin exageración, caballeros-, aquello no era boca, era rojo clavel valenciano que estaba a voces pidiendo besos. Cuello corto más blanco que la leche. Y después... ¡Jesús me valga! ¡Lo que venía después! Protuberancias tentadoras por aquí; curvas y contornos superabundantes por allá; una cintura abarcable con sólo juntar los dedos índices y pulgares, y unas briosas caderas, cuyos rítmicos movimientos producían mareos y algo así como si del cuerpo se os fuese a escapar el alma


(p. 132).                


Párrafos como éste son sutiles y casi timoratos en comparación con las descripciones y situaciones que encontramos en un libro de parecidas características publicado por Joaquín Belda y Luis Antón del Olmet, Cuentos... de color esmeralda. Se trata de un conjunto de breves relatos humorísticos que tienen como denominador común la temática sexual. Los autores, al igual que ocurriera con Ginés Alberola, se limitan a recopilar una serie de relatos que circulaban por las tertulias:

Son desahogos de la tertulia de café; entretenimiento de los largos viajes [...] toda nuestra virtud de recopiladores se reduce a contar en forma un tantico letrada lo que la gente cuenta a su modo..., de un modo un poco brusco, como el del que va, ante todo, al grano


(p. 3).                


Pasar del folletín al «naturalismo radical» no era imposible dadas las peculiares características de este último, pero Ginés Alberola no optó por «ir al grano» y en algunos momentos consigue distraernos con una obra felizmente desprovista de la retórica en él habitual.

Por otra parte, cuando el tren donde se desarrolla la supuesta tertulia entra en la provincia de Alicante el texto adopta un matiz localista, con referencias directas a los pueblos por los que pasa. Sin embargo, Ginés Alberola vuelve a mostrar sus limitaciones y apenas consigue darnos una imagen de los pueblos que tan bien conocería. Los tópicos reaparecen y, por ejemplo, las descripciones paisajísticas son falsas y convencionales, hasta el punto de que el entusiasmo localista sustituye a la necesaria observación. Sin saber las razones leemos que «sin hipérbole podemos asegurar que Alicante es lo que llamaríamos en lenguaje bíblico una nueva tierra de promisión» (p. 229). Puede ser un ejemplo de alicantinismo, pero no de una actitud creativa de la que careció Ginés Alberola. Comenzó escribiendo novelas y terminó recopilando chascarrillos: una triste evolución que supone una nueva frustración para la literatura alicantina del siglo XIX.




ArribaAbajoErnesto Bark en Alicante

En la vida literaria y cultural de Alicante durante la Restauración no sólo encontramos personajes como el Trifón Cármenes clariniano. Acostumbrados a unos poetas de álbumes de señoritas y a los folletines lacrimógenos, resulta curioso que Ernesto Bark publicara en dicha capital una novela, Los vencidos (1891), prácticamente inédita para la crítica. El futuro cofundador de La Democracia social (1895) y Germinal (1897), protagonista de los ambientes radicales y bohemios del Madrid finisecular -«el gran santón de la bohemia», según José Fernando Dicente y «apóstol de la religión bohemia», según Manuel Aznar Soler-, propagandista impenitente y polémico amigo de Valle-Inclán -que le inmortalizó como el Basilio Soulinake de Luces de bohemia-, no responde a la imagen habitual del resto de los literatos que trabajaban en Alicante. Sin embargo, su vinculación con esta ciudad no se reduce a la publicación de la citada novela, pues durante su corta estancia en la misma -suponemos que alrededor de dos años- colaboró en la prensa local y tomó parte activa en la vida cultural y política.

Apenas disponemos de datos sobre este curioso personaje «letón, alto, rubio y con un aire de alucinado, extraño», según Pío Baroja, o «rebelde de la melena encendida, roja como un penacho de fuego», de acuerdo con la evocación de Emilio Carrere. Los trabajos de Rafael Pérez de la Dehesa, Alonso Zamora Vicente, Iris M. Zavala, José Fernando Dicenta, Luis París, Allen W. Philips y algunas memorias de coetáneos que le citan fugazmente nos proporcionan unos datos básicos. Sabemos que nació en 1858 en Dorpart -ciudad de la Polonia rusa de aquella época- o en Riga, según algunos, y que llegó a España por primera vez hacia 1880 como escritor, traductor, profesor de idiomas y, sobre todo, activista en favor de las más heterogéneas y peculiares causas. El primer libro que publicó en España se titula Wanderugen in Spanien und Portugal (1883), al cual le sucedieron antes de Los vencidos los siguientes títulos: España y el extranjero (1888), La libertad religiosa en España (1889) y La prensa española (1889). No obstante, este prolífico propagandista sólo alcanza notoriedad al fundar junto a Eduardo Zamacois la revista Germinal (1897), que agrupó a buena parte de los autores innovadores de la época abriendo el camino hacia la Generación del 98. Ernesto Bark fue el colaborador más asiduo de la revista en sus diferentes épocas y, en 1899, escribió la historia del grupo Germinal, cuyo nombre -según Rafael Pérez de la Dehesa- acabó siendo sinónimo de cualquier tipo de rebeldía política o estética. Antes de llegar a este punto, nuestro autor estuvo en Alicante como profesor de idiomas, periodista, activista y escritor, es decir, realizando las mismas tareas que en Madrid.

Hasta el presente la crítica no se ha hecho eco de dicha estancia en la capital alicantina. Nuestra investigación ha recurrido, pues, a la hemeroteca local. Los vencidos, como la mayoría de las novelas publicadas por entonces en Alicante, apareció primitivamente como folletín periodístico. Concretamente en El Liberal, que incluyó las correspondientes entregas entre el número 1.585 (23-VI-1891) y el número 1.607 (21-VII-1891). En el primero leemos, dentro de la sección «Ecos locales», el siguiente comentario: «Según verán nuestros lectores en el lugar correspondiente, hoy comenzamos a publicar en el folletín una preciosa novela original del distinguido escritor alemán Mr. Ernesto Bark, nuestro estimado amigo y colaborador, cuyo mérito literario no hemos de elogiar, puesto que el público tendrá sobradas ocasiones de hacerlo en el transcurso de la publicación». Desgraciadamente, no encontramos más datos en El Liberal, salvo en el número 2.074 (18-II-1893), donde se comunica que Ernesto Bark se encuentra de nuevo en Alicante, aunque tan sólo para realizar una visita de tipo político.

El semanario librepensador El Crisol, de Alicante, nos proporciona más datos. Ernesto Bark era colaborador de un semanario que agrupó a un activo conjunto de librepensadores alicantinos interesados especialmente por la reforma educativa. En sus páginas aparecen diversas colaboraciones de nuestro autor -algunas firmadas con su habitual seudónimo «A. de Santa Clara»- y el anuncio de la novela objeto de nuestro estudio:

Los vencidos. Novela política contemporánea por [...] Precio de librería, 3 pesetas. Los suscriptores de El Crisol que deseen adquirir esta importante obra que es un verdadero resumen del socialismo internacional y una verídica historia del movimiento revolucionario en Rusia, la reciben franco de porte por 1,50 ptas., dirigiéndose a la administración de esta revista


(Nº 40, 19-VII-1891).                


En la misma sección también se incluye un anuncio del propio Ernesto Bark como profesor de idiomas:

Inglés, alemán por el profesor del Ateneo Científico de Madrid, D. Ernesto Bark. En tres meses a 25 ptas. Se traduce con facilidad y se habla un poco. Traducciones del francés, italiano, ruso, polaco, portugués, inglés y alemán, una peseta las cien palabras. Intervenciones editoriales y literarias con todos los países. Alicante, Cienfuegos, 18


(8-VIII-1891).                


La redacción de El Crisol, tan reducida y familiar como la de la mayoría de los periódicos locales, se apoyaba mutuamente y en el número correspondiente al 19 de julio de 1891 encontramos el siguiente texto:

Recomendamos muy eficazmente a nuestros lectores [...] la Academia de idiomas de nuestro compañero don Ernesto Bark, en Alicante (Cienfuegos, 18). Esperamos que nuestros correligionarios apoyarán a estos dos campeones de los ideales modernos por todos los medios que puedan.


Estas notas nos indican aproximadamente las actividades de Ernesto Bark durante los meses en que redactó y publicó Los vencidos, la novela de un inagotable activista y propagandista identificado con los librepensadores alicantinos que escribían, publicaban y leían El Crisol.

Las circunstancias que configuran la trayectoria biográfica de Ernesto Bark nos sugieren la posibilidad de que su novela se diferencie del resto de las publicadas por entonces en Alicante. Sus artículos periodísticos muestran un conocimiento de las corrientes políticas y culturales europeas. En Madrid siempre está en contacto con los grupos más innovadores y lejos, por supuesto, de la mentalidad provinciana de la Restauración. En El Crisol defiende el acercamiento de la juventud española al Naturalismo y habla favorablemente de un autor como José Zahonero. Es decir, por biografía, ideología y preferencias estéticas estaba en la antípoda de los escritores alicantinos. Valero Díaz, en su Prólogo a la obra de Ernesto Bark titulada Modernismo (Madrid, Biblioteca Germinal, 1901), le define como

Un extranjero culto, ilustrado, pensador, altruista, preocupado por el bien de la humanidad, ansioso de llevar su grano de arena a la obra del progreso, a la mayor felicidad del mayor número, al logro de ideales redentores, a la nivelación de clases, y sobre todo, a la mayor cultura de las inteligencias, del engrandecimiento de los pueblos y del mejoramiento de las condiciones de vida de las clases proletarias. ¿Quién es Bark? Un extranjero que ha corrido el mundo estudiando naciones, razas, lenguas, costumbres..., que ha observado del natural muchos problemas, que ha visto y estudiado profundamente muchas instituciones cuya vida y secretos le son conocidos y que ansía ver planteadas en España. Emigrado político, perseguido sin tregua ni descanso por varios gobiernos, combatiendo siempre, escribiendo correctamente en varias lenguas, solicitado por los periódicos de todo el mundo, es acaso el propagandista más brioso, más incansable, más emprendedor, que no ha obtenido más canonjía que las cárceles, que se ha visto perseguido en varios países, aherrojado del Universo entero, perseguido siempre, cuando por los gobiernos, cuando por mercenarios asesinos.


Una descripción tan entusiasta, hiperbólica y propia de la época nos sugiere la posibilidad de que el autor, al enfrentarse con la creación novelística, incorporara con más o menos acierto los principios básicos del Realismo o el Naturalismo. Sin embargo, Los vencidos apenas se diferencia de otros muchos folletines de entonces. No nos interesa ahora subrayar las diferencias ideológicas tan evidentes, sino que literariamente Ernesto Bark cae en el mismo género que la mayoría de sus opositores políticos. Una lectura superficial nos da la impresión de estar ante una obra peculiar dentro del conjunto de las publicadas en Alicante, pero Los vencidos constituye una mezcla de novela de aventuras y folletín, memorias del propio autor, divulgación filosófica, ensayo político e histórico y texto propagandístico. Tan heterogéneo conjunto apenas está unificado por una voluntad creadora del autor. Éste concibe la novela como un cajón de sastre donde meter todos los comentarios y reflexiones que le interesen como propagandista. Otorga, pues, a su obra un valor meramente instrumental. Y, desde ese presupuesto de incidir política e ideológicamente en su lectorado, utiliza a su manera un género como el folletín que le facilitaría su labor. Máxime si tenemos en cuenta su escasa capacidad estilística -hasta cierto punto lógica por su condición de extranjero- y su nula pericia narrativa. En definitiva, Ernesto Bark no fue sino un novelista ocasional que recurrió a lo más elemental para redactar Los vencidos. Todos sabemos que las circunstancias biográficas y culturales influyen pero no determinan una obra, y en este caso faltó la condición básica de la voluntad de novelar para que la narrativa publicada en Alicante engrosara las corrientes del Realismo o el Naturalismo.

Nadie se interesaría por las peripecias del joven revolucionario Erico Orloff, protagonista de Los vencidos, buscando el deleite literario. Por lo tanto, conviene examinar la novela desde la perspectiva que interesaría al autor y presumiblemente a sus lectores. Haremos, pues, un análisis de su contenido para acercarnos al confuso pensamiento revolucionario de Ernesto Bark y sus compañeros de grupo. Este análisis también nos llevará, indirectamente, a las razones por las que su novela resulta tan pobre desde el punto de vista literario.

La novela, aunque no lo diga Ernesto Bark, está concebida hasta cierto punto como una autobiografía. En su prólogo explica que sólo en Alicante pudo encontrar la paz necesaria para redactarla y que «Todo lo que estas páginas refieren es eco fiel de la realidad y el empeño mío ha sido ser narrador exacto de lo que me comunicaron; y para que la rectitud no sufra menoscabo he desistido de los pequeños artificios de novelista obligado por el mal gusto del vulgo a exageraciones y romanticismos reñidos con la verdad» (p. 4). Si a esta declaración de intenciones añadimos que, en una de sus múltiples digresiones, afirma que «La novela moderna es ante todo psicológica; pinta acontecimientos interiores, revoluciones de carácter y de ideas, y se distingue en esto esencialmente de la novela de nuestros padres que leían con vivísimo interés las aventuras de Montecristo» (p. 119), parece que nos encontramos ante un autor realista que rechaza las exageraciones y truculencias de la narrativa de la época romántica. Sin embargo, las aventuras del joven aristócrata Erico Orloff en su labor revolucionaria por los países europeos, sus apasionados amores con una bella malagueña hasta el feliz casamiento y su altruista lucha contra el fanatismo y el absolutismo acaban siendo componentes típicos de un relato de aventuras y amores de la novela popular de la época. Un relato que no se basa en la observación directa -o en «lo que me comunicaron»-, sino en una simple idealización de la trayectoria del propio autor. Ernesto Bark, al llegar a Alicante, se encuentra con las condiciones propicias para recapitular su peripecia vital. Ahora bien, no trata de reflexionar sobre la misma, sino de utilizarla como un elemento más de propaganda. Con tal fin, el autor se disfraza de héroe de folletín mediante las «exageraciones y romanticismos reñidos con la verdad» que dice rechazar. Nos encontramos, pues, ante la primera de las contradicciones producidas por la subordinación de la novela a su objetivo propagandístico.

Los vencidos comienza con la estancia del protagonista en Málaga. Transcurre el año 1882 y allí conoce fugazmente a su futura esposa. Un cruce de miradas será motivo suficiente para que surja la pasión amorosa. Erico Orloff irá a Francia, Italia, Austria, Alemania y Rusia para combatir todo tipo de fanatismo -curiosamente, España queda al margen. Pero siempre tendrá presente la mirada de su novia andaluza y, al final, vuelve para casarse con ella por la Iglesia, ya que su postura frente a la misma no es la propia del «vulgo anticlerical» (pp. 152 y 190).

Ernesto Bark aprovecha las peripecias de Erico Orloff como periodista revolucionario para repasar sus opiniones sobre múltiples aspectos heterogéneos. Las citadas peripecias son una excusa para intercalar digresiones hasta el punto de constituir la base de la novela. El autor se olvida a menudo del narrador y del protagonista para convertirse en un periodista o propagandista que se dirige directamente al lector. Erico Orloff, su novia y los demás personajes acaban siendo seres abstractos mostrados a través de unos pocos tópicos propios del folletín. De nuevo se contradice nuestro autor, pues si recordamos la anterior cita, su novela no es precisamente moderna y su protagonista tiene menos consistencia que el conde de Montecristo. Ernesto Bark acierta en su opinión crítica porque es consciente de las tendencias de la narrativa de la época, pero al enfrentarse al acto creativo no aplica su propio criterio ya que, entre otras circunstancias, le faltó la voluntad de ser novelista.

Si las digresiones son el núcleo central de la obra cabe interesarse por su contenido. La primera dificultad estriba en la falta de sistematización. Ernesto Bark nos habla de una amplia gama de temas fruto casi siempre de sus lecturas. No es un pensador que traslada a la novela sus ideas, sino un lector que resume y vulgariza lo que previamente ha leído y no siempre asimilado. Este procedimiento nos impide hablar de un pensamiento propio -sus libros suelen ser una mezcolanza de citas ajenas- y, además, carece de una coherencia interna al margen de los grandes principios invocados a menudo. La consecuencia es la imposibilidad de adscribir a Erico Orloff -el propio Ernesto Bark- a un movimiento determinado. Fatalista, panteísta, anarquista, nihilista, socialista..., todo resulta mezclado en el mismo protagonista: un revolucionario romántico guiado únicamente por fines altruistas. Se podría pensar que esta falta de definición es propia de un personaje novelesco. Sin embargo, también la encontramos en sus trabajos periodísticos o ensayísticos. El único denominador común de los mismos es un tono regeneracionista y mesiánico. Intenta agitar las conciencias, pero para conseguirlo sólo utiliza las grandes palabras mostrándose incapaz de analizar los problemas concretos. Bajo la etiqueta del regeneracionismo caben múltiples realidades y Ernesto Bark no ocupa un lugar demasiado brillante. Más que vulgarizador, a menudo parece un charlatán del regeneracionismo. Un sujeto dispuesto a hablar de lo que sea porque, en definitiva, siempre dice lo mismo.

Por lo tanto, las digresiones carecen de interés salvo en la medida que reflejan, hasta cierto punto, la confusión ideológica de la «gente nueva», según la definición de Luis París. Carecemos de estudios al respecto, pero estimo que en muchos autores coetáneos de Ernesto Bark prevalece una vaga actitud crítica y regeneracionista sobre la formulación de un pensamiento filosófico, social y político.

Ernesto Bark hace hincapié en este último aspecto. En Los vencidos justifica la pasión política como «una noble virtud, el amor a la justicia y a los conciudadanos; la lucha desesperada por un ideal lejano contra injusticias inveteradas y omnipotentes que sólo emprenden caracteres nobles y desinteresados» (pp. 21-22). Esta romántica concepción puede conducir a diferentes posturas. Tanto es así que en la misma novela el autor equipara a Cánovas del Castillo con Pí y Margall, guiados ambos por «el sagrado amor a la patria» (p. 62). Ernesto Bark defiende su peculiar «socialismo positivo» -triunfante, según él, con la llegada al poder de Canalejas- frente al marxista. En Germinal mantendrá una postura de oposición radical al marxismo, pero ya en Los vencidos encontramos antecedentes de la misma. Erico Orloff critica a Marx y sus principios. Acusa, además, a sus seguidores de sectarios y fanáticos. El joven revolucionario es un socialista que parece extraído de una novela de Dickens:

Erico era socialista de verdad; la doctrina humanitaria le había penetrado del cerebro al alma; las miserias sociales le desgarraban el corazón; cada desgraciado que le alargaba la mano en la calle y cada niño abandonado que le pedía una limosna, le recordaba el problema social y le era un constante aguijón a que no desistiera de luchar por esta sublime causa; la causa de los desgraciados y los desheredados


(p. 76).                


Esta perspectiva tan sentimental es acompañada por una visión utópica, donde «los poetas sabios y literatos» seguirían ocupando, a fines del siglo, el lugar ideal que les confirió cierto Romanticismo:

Erico sabía que toda nuestra sociedad moderna está inspirada en el ideal socialista y que los más genuinos representantes de esta sociedad, los poetas sabios y literatos, están casi todos en principio conformes con las aspiraciones fundamentales del socialismo científico y que sólo observan una neutralidad expectante en el duelo entre el porvenir y el pasado por no ver aún concretamente ante sí el fin trazado clara e inequívocamente el camino que nos pudiera llevar hacia este fin


(pp. 95-96).                


Desde esta perspectiva tan ajena a la realidad concreta, Ernesto Bark critica a Saint-Simon, Proudhom, Bakunin y Marx por sus sueños utópicos:

El positivismo protesta en nombre de la ciencia contra tales juegos poco serios que acusan una falta de sentido histórico e ignorancia sociológica que hace sonreír. Para el socialismo positivo es la estadística social el arsenal donde se preparan las soluciones que presenta a los hombres de Estado que inspiran sus reformas en la ciencia.


(Estadística social, Barcelona, Lezcano, s.a., p. 28).                


Más adelante califica a Marx como «Aquel ingenioso sofista y representante genuino del socialismo metafísico que todo quería resolverlo con un fórmula teórica» (ibid., p. 299). En otra de sus obras, Filosofía del placer (Madrid, Biblioteca Germinal, 1907), opone a los sofistas marxistas «grandes pensadores» como Balzac, Víctor Hugo y George Sand (p. 10). Esta amalgama explica que el grupo Germinal acabara apoyando a un político tan moldeable como Alejandro Lerroux. Miguel de Unamuno, en 1897, define perfectamente estas posturas:

Viene esto aquí a cuento de cierto seudosocialismo declamatorio que corre por ahí, dando que hacer a la sin hueso en los cotarrillos de bohemios, queriendo hacer pasar por la última novedad de la modernistería en España carroña desenterrada de los buenos tiempos de Eugenio Sue. Bien está la carne sobre hueso, y mejor estaría aún que esos socialistas se pusiesen a régimen de hipofosfitos de ciencia económica y sociológica en general.


No sabemos si la nutritiva solución unamuniana sería la adecuada, pero es evidente que la debilidad y confusión ideológicas de Ernesto Bark restan trascendencia a sus obras. Desde el punto de vista literario, no serían un impedimento si estuvieran acompañadas de un genio creativo -recordemos, hasta cierto punto, el caso de Valle-Inclán. Sin embargo, Ernesto Bark subordina lo literario a una faceta donde se muestra muy poco consistente y la consecuencia ha sido su mayoritario olvido por parte de la crítica.

Por otra parte, esa nebulosa ideológica le impide cumplir el objetivo que él mismo marca al escritor en su marco histórico. En 1901, Ernesto Bark afirma lo siguiente:

No hay decadencia de nuestras artes; lo que hay es una crisis en el gusto artístico de los pueblos contemporáneos; se busca en las artes un eco de los graves problemas que preocupan preferentemente a la generación de hoy; se espera la solución de estos problemas de la intención profética del genio. Un Tolstoy habla con ademán de vate de los tiempos futuros y Emilio Zola presenta las llagas de la sociedad actual con la intención de preparar los ánimos a la revolución del porvenir que ve alborear.

¿Qué autor español se preocupa del porvenir? Ni de su propia patria ni mucho menos del de la humanidad. Si aparta las miradas del presente y sus miserias, es para saludar las glorias del pasado. Esta es la mejor y única explicación de lo poco que se lee en España y fuera de España a nuestras eminencias literarias. No tienen nada que decir al mundo que éste ya no supiera.


(Modernismo, p. 74).                


Hay muchas afirmaciones discutibles en estos párrafos, pero es evidente la intención de ligar al escritor con los problemas de su sociedad. Incluso se piensa que el autor, «el genio», tiene la solución de los mismos. La ingenuidad de esta postura no debe hacernos olvidar que requiere un acercamiento directo del novelista a unas circunstancias históricas concretas. Ernesto Bark no percibe las diferentes perspectivas utilizadas por Zola y Tolstoy, por ejemplo. Esas perspectivas son las que configuran la peculiaridad del producto literario. Pero éste, dentro del cuadro de valores de nuestro autor, sólo tiene una importancia secundaria. Le interesa únicamente la actitud crítica, combativa y agitadora del novelista. De ahí que reclame una literatura que teóricamente se ajusta a los principios básicos del Realismo o el Naturalismo, pero que muestre su admiración ante autores ajenos a los mismos. Ernesto Bark tiene palabras despectivas al referirse a la Pardo Bazán -por ser «carlista»- y afirma que el Germinal de Zola sólo será una curiosidad de polémicas literarias con el paso del tiempo. Cita favorablemente autores tan heterogéneos como Espronceda, Zorrilla, Bécquer, Pérez Galdós y Campoamor. Y, sin embargo, siente una admiración total ante Emilio Castelar, ajeno a cualquier contacto con los citados movimientos literarios.

Ernesto Bark rechaza el reflejo de la sociedad que proporciona una novela realista o, al menos, que ese reflejo sea triste y miserable. Defiende, por el contrario, un arte «equilibrado» -contrario al desequilibrado de Larra y Joaquín Dicenta- y «sano y grande»: «Basta ya de reflejos de la miseria del pasado; la humanidad busca en el arte un reflejo de su felicidad y grandezas futuras» (Filosofía..., p. 185). Y ese objetivo él lo ve plasmado en Emilio Castelar porque «es en sus obras históricas un profundo filósofo sintético y un poeta inspiradísimo; y el pueblo necesita conceptos sintéticos, amplios, cosmopolitas, el contacto con el aliento íntimo, que hace del horroroso vaivén de los acontecimientos del pasado una Comedia Divina que nos instruye y eleva a las regiones sublimes de la belleza y verdad» (p. 202).

Es decir, en aras de una literatura ligada a la problemática concreta de la sociedad acaba dando como ejemplo a un autor que rechazó cualquier tipo de realismo y que subordinó lo literario a la propagación de sus ideas políticas. Ernesto Bark considera que Emilio Castelar ejemplifica la literatura del futuro, pero era la de un pasado irrecuperable. Su error radica en la anticuada concepción del literato como guía de la sociedad, de un autor que impone sus ideas a todo contacto enriquecedor con la realidad y de un literato que sustituye la literatura por un sucedáneo de difícil definición, pero de nula validez estética y escasa en lo ideológico, político o filosófico.

Por lo tanto, ni en su obra creativa ni en sus comentarios sobre literatura percibimos una aproximación de Ernesto Bark al Realismo o al Naturalismo. Estos movimientos suponen un acercamiento a la realidad concreta que era casi imposible desde sus nebulosas ideológicas. Nuestro autor, como tantos miembros de la bohemia finisecular o del radicalismo, fue incapaz de ir más allá de su propia postura o actitud. En realidad, eran revolucionarios por estética. Eran creadores de sí mismos y presumo que Ernesto Bark en Alicante o en Madrid sería un personaje capaz de asombrar a los librepensadores alicantinos o de interesar al mismo Valle-Inclán. Puede que, como ocurriera con Alejandro Sawa, su mejor obra fuera su propia vida. Sin embargo, una vez muerto nos quedan unos libros huecos por su incapacidad de objetivar su radicalismo, de superar una egolatría tan frecuente en su generación. No obstante, la imagen de quien vino a Alicante a disfrazarse de Erico Orloff sigue resultando sugerente.




ArribaAbajoLa narrativa en Alicante, 1875-1900

Los capítulos de mi libro Románticos y provincianos dedicados a la narrativa en Alicante durante los primeros años de la Restauración hace innecesario un repaso de las mismas obras. Allí estudié los Episodios de la guerra de Federico García Caballero y Carmelo Calvo Rodríguez, Margarita de Juan Pérez Aznar, Adriana de Carolina Laurí, algunos folletines de Eleuterio Llofriu Sagrera y otros textos de menor entidad. La ampliación del corpus novelístico analizado no modifica sustancialmente las conclusiones ya presentadas. La larga Restauración apenas registra cambios de importancia en una narrativa alicantina adormecida hasta la llegada de Gabriel Miró. Sin embargo, conviene dar un ligero repaso a unos nuevos textos que nos permitirán tener un panorama más completo, de tal forma que podamos obtener las conclusiones pertinentes sobre la ausencia del Realismo y el Naturalismo.

El primer título indicativo es Los cazadores de fámulas y la víctima inocente (Alicante, 1892), de un casi desconocido Fray Canelles que afirma escribir en la Sierra Mariola. A tan sugerente título añade este orientativo subtítulo para sus lectoras: «Episodios de costumbres contemporáneas. Peligros a que se hallan expuestas las jóvenes sirvientas y veneno que destila el maldito árbol de la concupiscencia». Después de leer semejante subtítulo apenas nos quedan dudas sobre el carácter de una «novela» que, como el propio autor indica, no tiene ninguna intención literaria:

Ni estilo florido, ni descripciones poéticas se verán en nuestro incorrecto lenguaje, porque nuestra instrucción limitada, sólo nos permite decir verdades a secas, sin otra pretensión que tributar a la verdad y a la justicia un pequeño óbolo de nuestra conciencia honrada, consagrada por entero a la causa de las huérfanas y desvalidas, ofreciendo el fruto de la experiencia propia y ajena, en forma de consejos o saludables advertencias para que las guíen en el mar proceloso de la vida.


(pp. 3-4)                


Para alcanzar este objetivo podría haber utilizado una hoja parroquial, pero prefiere redactar una novela dada su condición de cajón de sastre para la mayoría de nuestros autores. Y, además, la escoge con un afán polémico y combativo. Ya en el Prólogo avisa a sus lectoras: «huid jóvenes incautas de la novela hoy en moda, de esa llamada naturalista, estilo Zola, cuyas hojas destilan ponzoñoso veneno, que extingue la fe en el alma y envenena el corazón corrompiendo los sentimientos» (p. 4). Probablemente, sus lectoras desconocían las obras de Zola y los naturalistas, pero Fray Canelles les avisa en repetidas ocasiones para evitarles cualquier peligro. Éste no sólo puede provenir de las «nauseabundas» obras del autor francés, sino en general de la influencia perniciosa que ejercen el teatro, la novela y los periódicos sobre las mujeres. Según él, «el teatro se halla convertido hoy en foco corruptor, en escuela de vicio, en cátedra de pública inmoralidad» (p. 40) y cita expresamente algunas obras como Las vengadoras, Las campanadas, Las tentaciones de San Antonio, El monaguillo, La mascota, etc. Ahora bien, siguiendo una larga tradición de la Iglesia, Fray Canelles siente una gran preocupación por la influencia que pudiera ejercer sobre los jóvenes una novelística especialmente destinada a ellas como la que proliferaba por entonces. Extendiendo sus recelos a todo el género llega a decir: «la experiencia de la vida me ha confirmado que la joven aficionada a la lectura de novelas sueña en un mundo de ilusiones, que la hace infeliz, llegando hasta aborrecer la realidad de la vida» (p. 47). Tan apocalíptico panorama se agrava en el caso de que las obras no sean completamente ortodoxas e intenten alterar lo inmutable por mandato divino:

Pues todo este desorden moral en gran parte nace de la novela, donde el escritor sentimentalista pretende reformar la sociedad, la familia y la mujer, olvidándose de que Dios nuestro Señor al crear el Universo y dictarle Leyes, formando ese código inmutable llamado Naturaleza, fijó a cada cosa sus límites, y a la mujer asignó el lugar que debía ocupar como compañera del hombre: «Parirás los hijos con dolor y estarás sujeta a la potestad de tu marido» (p. 48).

Fray Canelles tampoco acepta las novelas que para alcanzar un fin moralizador presentan los vicios:

Se alega que conviene presentar la sociedad cual es para hacer más visible el contraste que ofrece la virtud y el vicio. No tiene justificación posible esta excusa, ni se puede sostener bajo ningún concepto que para moralizar y corregir las costumbres sea necesario, además de apuntar los vicios, seguir al vicioso paso a paso y acompañarle en sus desórdenes como le acompaña su conciencia.


(p. 42)                


Estas citas clarifican la actitud de Fray Canelles ante la novela y, en particular, ante el Naturalismo. La primera siempre es un potencial peligro en manos de las jóvenes, pero las novelas «pornográficas», es decir, las naturalistas son demoníacas. No se trata, claro está, de una postura literaria. Como en la mayoría de los casos, se parte de una rígida concepción moral y religiosa desde la cual se condena toda obra que se muestre permeable a la realidad. Fray Canelles representa, tal vez, un caso extremo, pero no aislado dentro del frente antinaturalista que se dio en la literatura alicantina.

Su novela es un verdadero sermón que se sirve de ejemplos más o menos novelescos. El autor avisa a las «criadas y modistillas» de los peligros que suponen los «truhanes, vividores, holgazanes y tenorios». Todos ellos intentan manchar sus cándidas almas con «torpezas y liviandades abominables». Para evitarlo se presenta el caso de una joven y casta doncella huérfana que es engañada por un perverso galanteador. Por si la historia no fuera suficientemente ilustrativa, Fray Canelles añade un capítulo titulado «Advertencias para conocer al malvado galanteador», donde se incluyen máximas como la siguiente: «Novio que os prohíba la confesión, / no lo dudéis, / es un solemne bribón./ Porque los consejos de los curas / salvan de muchas locuras» (p. 28).

Estos planteamientos impiden concebir un texto con una mínima entidad literaria. Así lo entenderían los lectores y -como ocurriera con determinados volúmenes poéticos de Vila y Blanco ya comentados en mi citado estudio- el libro queda como un medio para que las lectoras den con su compra una limosna al Asilo de las Madres Oblatas de Alicante, según indica la advertencia final. La demanda comercial de este tipo de textos sería escasa, pero refleja una mentalidad capaz de generar actitudes tan extremas como la de Fray Canelles. Afortunadamente, otros autores alicantinos fueron más sutiles y abiertos, pero sin atreverse nunca a rebatir unos principios que subordinan lo literario a una estrecha concepción moral e ideológica de la realidad. Y, además, sin ninguna preocupación de índole estética.

En octubre de 1892 el folletín de La Monarquía de Alicante incluyó la primera novela de Manuel Casal Gómez, aunque la dejó incompleta. Su título, ¡Una mártir!, parece sacado de la famosa sátira que Mesonero Romanos escribió sobre los románticos. El joven autor se la dedica a su «queridísimo jefe», «dechado de virtud y honradez», como testimonio del «humilde e incondicional subordinado». Estos datos propios de un cuadro costumbrista no invitan a un análisis de la novela. Sin embargo, su publicación se vio envuelta en una serie de circunstancias reveladoras de los límites en que se movían los autores alicantinos. El propio Manuel Casal, en el Prólogo a la posterior edición en un volumen, narra las vicisitudes que sufrió su novela hasta que desapareció del citado folletín por haber levantado un cierto revuelo. Esta censura nos puede hacer pensar en una obra heterodoxa en cualquier sentido. Sin embargo, la sorpresa aumenta cuando conocemos los objetivos que, según el autor, le han llevado a redactarla:

La multitud de errores que corroen y aniquilan al siglo agonizante; las licenciosas costumbres de nuestra sociedad; los perniciosos escritos que incesantemente circulan a pesar de los solícitos cuidados de un gobierno altamente religioso; las doctrinas impías y heréticas que invaden sin escrúpulo de ningún género a nuestra pobre España; las muchísimas víctimas que gimen entre las feroces garras de los vicios más denigrantes y, por fin, el atacar sin descanso a esa filosofía indeferentista, mezquina y rastrera que pretende enseñorearse a viva fuerza de nuestra juventud: he ahí los principalísimos móviles que con creciente celo me impulsaron a escribir la novela ¡Una mártir!.


(p. VII)                


Estos móviles podrían ser compartidos hasta por Fray Canelles. Sin embargo, Manuel Casal fue acusado de masón y hereje. Nada más lejos de la realidad, pues -por si el lector tuviera alguna duda- en el mismo Prólogo se nos indica el objetivo de la novela:

Pintar y describir pálidamente las múltiples úlceras que empozoñan la vida moral, física y psicológica de la humanidad; demostrar a esa juventud pervertida que aún puede regenerarse, que aún puede retroceder en su carrera licenciosa, que aún puede salvarse, que aún puede, y para ello nunca es tarde, arrepentirse llorando sus faltas ante las aún calientes cenizas de esos placeres que destruyen los más bellos y nobles corazones, y pervierten el alma más pura y honrada.


(p. VIII)                


Podría pensarse que Manuel Casal exagera la ortodoxia de su empeño para disculparse y no herir susceptibilidades. El joven autor es sincero y hay una total concordancia entre lo manifestado y su, todo hay que decirlo, insufrible texto. Es cierto, por lo tanto, que ¡Una mártir! «no es impía, ni hereje, ni masónica» y que, lejos de cualquier veleidad estética o conceptual, intenta ser «la apología de la religión católica, en donde todos encuentran lenitivo, consuelo a sus pesares y en donde el alma ulcerada puede regenerarse ante los benéficos rayos de la vida que por doquier exhala» (p. XV).

El principal error en que incurrió tan ortodoxo autor es el ya citado por Fray Canelles: presentar, pálidamente, una realidad negativa, aunque sea para mostrar por contraste el camino de la virtud. Esa realidad, alejada de cualquier presentación realista o naturalista y circunscrita a los límites de lo folletinesco, es el personaje del padre Juan, un eclesiástico sin vocación bajo el que se oculta Guzmán de Mendoza, «uno de esos seres que sin haber nacido para el crimen, era vicioso y criminal si llegaba el caso, a consecuencia de la educación que por regla general reciben esos hijos mimados de la fortuna» (p. 88). Su sola aparición sirvió para levantar las iras de los lectores y editores de La Monarquía, quedándose sin un final donde el padre Juan cae fulminado por un rayo que le manda Dios desplomándose sobre la tumba de Elena, su hija natural, muerta de hambre en mitad de la calle, mientras mendigaba para sobrevivir y escapar de los lujuriosos acosos. Todo un folletín; su censura revela los recelos que en determinados sectores causaría, por ejemplo, una novela como Tormento, cuyo planteamiento sería inimaginable para quien dependía de editores como los de La Monarquía.

La verdadera censura que se debiera haber ejercido es la de calidad. Manuel Casal acumula duelos de honor y amor, hijos naturales, vírgenes mártires, padres deshonrados, seres perversos, galanes inmaculados... y la gama completa de tópicos folletinescos. Abusa, además, de las digresiones, cuya moralidad va explícitamente dirigida a las lectoras. Digresiones que a veces ocupan capítulos enteros, como el dedicado a unas «Consideraciones filosófico-religiosas sobre el primitivo cristianismo en Roma» o el pedantemente titulado «Lo que es la sociedad, el hombre en ella, su misión y hacia donde camina». Claro está que el joven Manuel Casal no consiguió resolver tan profundas cuestiones, pero tampoco escribió una verdadera novela. Como tantos de sus coetáneos -las razones ya las comenté en mi citado libro- sucumbió a la tentación de las letras de molde sin tener unos objetivos literarios. No se trata del rechazo del Realismo o el Naturalismo, sino de la literatura como creación autónoma y válida por sí misma.

Los folletines de los periódicos alicantinos publicaron otras novelas de autores locales como, por ejemplo, Amparo (1888), de José Escambre. De acuerdo con una característica del género, está dirigida a un lectorado preferentemente femenino y casadero. Aquel que Fray Canelles intentaba proteger. En esta ocasión no hay peligro, puesto que José Escambre expresa en su novela una intención moral de probada ortodoxia. No encontramos elementos peculiares con respecto a las normas del género, lo cual hubiera sido ilógico por las razones ya comentadas en Románticos y provincianos. Un ejemplo de esta aceptación del tópico podría ser el argumento de Amparo. Un joven y pobre soldado recién licenciado conoce a una bella y candorosa muchacha a la que se le cae un pañuelo desde el balcón. Se enamora perdidamente al mirarla por primera vez. «La diferencia de posición social era grande, quizás imposible de nivelar, ¿pero qué diferencias ni distancias considera el amor insuperables?». Se casan a pesar de la oposición del padre y trabajan duramente para sacar adelante la familia. El padre, viudo, conoce por casualidad a sus nietos pobremente vestidos. Se emociona y concede el perdón a su hija y su marido. Les cede su fortuna y todos acaban siendo felices.

Los personajes son idílicos y siempre están dispuestos a provocar las lágrimas de sus lectoras. Éstas, a lo largo de las diferentes entregas discutirían sobre si se casaban o no los protagonistas o sobre si recibirían el esperado perdón del padre. También se emocionarían al contemplar el duro trabajo del matrimonio con el único consuelo de su infinito amor. La joven rica, «esclavizada por convencimiento y necesidad a los deberes de esposa y madre» (p. 209), se adapta a su nueva situación «porque en la adversidad ha comprendido que para ser feliz basta el rincón de un hogar tranquilo en que imperen el amor y la virtud» (p. 244). No hace falta explicar que el tratamiento dado a los personajes es diametralmente opuesto al propio de una novela naturalista. No hay ningún determinismo porque la virtud intrínseca de los protagonistas supera cualquier circunstancia. De hecho, todo lo que sucede en la novela no pertenece a un contexto histórico, geográfico o temporal concreto. El único contexto es el del propio género folletinesco que determina una idealización absoluta y, en este caso concreto, una exaltación del amor virtuoso que conduce al matrimonio.

José Escambre, a diferencia de otros folletinistas, procura cuidar la dignidad y corrección de su estilo literario. Los resultados son relativamente mediocres. Debemos añadir la enorme cantidad de erratas, tan habituales en este tipo de publicaciones. Tampoco le podemos reclamar una mayor altura a quien se encuentra más a gusto en narraciones breves como Un aguinaldo memorable (1888). En su prólogo confiesa tener problemas de estilo porque piensa en valenciano y escribe en castellano. Tal vez a la hora de redactar Amparo se equivocó de género e idioma.

Eleuterio Llofriu y Sagrera y Juan Pérez Aznar son dos autores ya estudiados en Románticos y provincianos como cultivadores del folletín en los años setenta y ochenta. Sin embargo, sus obras del mismo género siguen apareciendo hasta una fecha tan tardía como 1897. Es el caso de El naufragio del grumete, Heroísmo de una madre y Dios protege a los buenos, esta última de Juan Pérez Aznar. Su publicación ejemplifica el mantenimiento casi inalterable del gusto de los lectores alicantinos por estas obras. Entre los primeros y los últimos folletines de ambos autores se ha producido el florecer de la gran novelística española del siglo XIX. Esta circunstancia no influye en unos autores al margen de las tendencias literarias en boga. Las novelas de la Generación de 1868 se leían en Alicante -aunque no demasiado-, pero esta circunstancia no incidía en unos folletines que seguían gozando del favor de editores, autores y lectores. Comprobamos, una vez más, que la periodización dada en los manuales apenas guarda correspondencia con la realidad histórica de la literatura en provincias.

Una nueva prueba de la insensibilidad de los editores alicantinos ante las nuevas tendencias novelísticas es la publicación en 1894, en el folletín de La Correspondencia Alicantina, de la obra de Pascual Riesgo titulada La Gran Artista y la Gran Señora. El texto del autor santanderino no tiene ninguna peculiaridad, pero resulta significativo que su madrileña edición original fuera de 1850. Si, haciendo caso omiso de la evolución novelística, el citado periódico decide reeditar cuarenta y cuatro años después un mediocre texto, la anterior conclusión se hace patente. Tal vez la única justificación sea que en 1882 había muerto el autor y la edición saldría más barata. Lo mismo puede suceder con respecto a la traducción de La mujer honrada, de Louis Veuillot (1813-1883), que apareció en el folletín de El Alicantino en 1890. La novela está fechada en 1844 y, desde luego, carece de una calidad o un interés que justifiquen su reedición cuarenta y seis años después. Su objetivo es combatir a los autores realistas y defender el catolicismo en un tono apasionado que sería del agrado de los neocatólicos. Tal vez fue elegida por estas razones de «combate», pero tampoco hacía falta traducir textos de tal índole cuando había tanta abundancia de los mismos en España. Como en otras ocasiones, no hay ninguna relación entre traducción e innovación; y frente a la ausencia casi absoluta de los grandes autores franceses del siglo XIX, hallamos este y otros mediocres textos con sabor rancio.

Mientras tanto, nos encontramos con personajes como el médico oculista José Pons Samper, que escribía y publicaba libros vendidos por él mismo para curar también el espíritu de sus lectores. Aúna así sus facetas de médico y predicador para conseguir el objetivo siguiente:

Escribir manejando la pluma a modo de escalpelo; poner desnudo algo humano sobre la tabla de disección; incidir fibras que laten para sorprender sus movimientos contráctiles; aislar gérmenes morbosos, mientras se acaricia la parte dolorida, presentándolos en visible aunque imperfecto esquema al que desee conocerlos; esbozar síntomas ignotos, crisis profundas y secretos estragos de la sociedad enferma; proponer remedios o paliativos; quitar máscaras engañosas y descubrir faces auténticas.


(Disecciones literarias. Fibras que laten, Alicante, 1895, p. 5)                


Se convierte así en un propagandista católico que publica textos como El Dios de los consuelos (1893), leyenda basada en un milagro que la reliquia alicantina de la Santa Faz realizó al curar a un militar descreído, «solicitado por vicios seductores y por la doctrina harto laxa del incipiente positivismo, que fue ezquerdeando poco a poco, hasta que, ciego y desatentado, extraviose en el laberinto de la impiedad». Ya nos podemos imaginar la entidad literaria del breve texto que, sin embargo, fue criticado favorablemente por La Unión Católica de Madrid del 30 de septiembre de 1893, donde se afirma que el autor «sigue en su labor las corrientes cristiano-idealistas señaladas ya por algunos críticos en contraposición a las desnudeces naturalistas que afortunadamente están en decadencia». La postura de Pons Samper queda claramente definida. Pero para evitar toda duda y teniendo en cuenta su carácter de predicador escribe Interview con un manco (Alicante, 1895), donde se realiza una entrevista a Cervantes sobre multitud de temas. Lo literario ocupa un lugar secundario, aunque el libro según el autor

Pretende señalar un derrotero, para que el arte literario español, tan abatido en la actualidad, vuelva a las propias fuentes de inspiración, en donde han bebido miles de ingenios de otras latitudes y razas que tal vez nos menosprecian, porque no saben ni quieren comprendernos.


(p. 14)                


Más adelante, Cervantes define el Naturalismo como «Tempestad pasajera, al fin, que solamente atrae a los que gustan de espasmos y horrores» (p. 32). Y finaliza repitiendo por enésima vez que

Eso no es naturalismo ni realismo, sino simplemente obscenismo que se indigesta y produce picores y náuseas. Sustentan, los que en él militan o le son devotos, que es verdad, y como tal reproducirse debe en el libro, para enseñarla al que la ignora y dotarle con esto de experiencia. A lo que me opongo y digo que hay verdades tan sucias, que más vale no tocarles.


(p. 33)                


No hacía falta evocar a Cervantes para llegar a esta conclusión ni para calificar a Zola como «portaestandarte francés del obscenismo literario» (p. 36). La ingenuidad del interviú nos hace sonreír, pero nos indica la persistencia en 1895 de una polémica en torno al Naturalismo donde todavía encontramos posturas de «lucha». Una lucha en la que se seguían confundiendo los molinos de viento con los gigantes, por lo menos en lo que respecta a una narrativa alicantina donde el Naturalismo no aparece.

Hemos dejado para el final unas novelas que, si bien no son brillantes, al menos consiguen superar con creces lo visto hasta ahora. La primera de ellas se titula Equivocaciones (1893) y su autor es Martín Luque, seudónimo del joven abogado valenciano Francisco García de Cáceres. Desde las primeras páginas percibimos que no estamos ante un folletín o un sermón con toques novelescos. El argumento es tópico: la felicidad de dos jóvenes enamorados echada a perder por el fanatismo de la Iglesia y los padres. A pesar de que los personajes tampoco queden al margen del tópico, Martín Luque evita el sentimentalismo y su obra alcanza una mínima dignidad literaria. Con las lógicas matizaciones, podemos afirmar que Equivocaciones se encuentra en la órbita galdosiana y, en concreto, es un tenue eco de Doña Perfecta. La tesis de la obra es similar, aunque el autor se muestre más moderado y menos profundo en su crítica. El desenlace, por otra parte, ya no resulta tan trágico. La heroína de Martín Luque acaba en un convento de clausura por presiones familiares y su amante -guapo, noble e ingeniero moderadamente liberal- huye a Bélgica para encontrar un lugar donde pueda ejercer su trabajo y libertad, lejos del fanatismo religioso.

No obstante, lo significativo no es el argumento o el desenlace, sino que vemos en Equivocaciones la obra de un joven galdosiano de provincias. No se trata de un novelista profesional, sino de un buen lector que conoce el género, domina la técnica, huye de cualquier complejidad, guarda el debido equilibrio y conduce su obra por caminos trillados, pero acertados. Este bagaje es insuficiente para escribir una novela notable, pero le permite recrear un mundo novelesco como el de Doña Perfecta y otros títulos. La novela galdosiana había sido publicada diecisiete años antes, pero sus reediciones la convertirían en una obra de actualidad para un joven de provincias. Una actualidad -no circunscrita a esta novela- capaz de propiciar uno de los pocos actos creativos dignos en el conjunto de la narrativa publicada en Alicante.

El último novelista al que haremos referencia es el alicantino Antonio Chápuli Navarro. Estuvo durante varios años en Filipinas y a su vuelta se trasladó a Madrid, donde publicó la práctica totalidad de su obra. Tras unos comienzos poco prometedores que tienen como fruto el volumen titulado Ocios literarios (Madrid, 1887) -donde incluye folletines, cuentos, cuadros costumbristas y poesías destinadas al álbum de alguna señorita-, Antonio Chápuli escribe una novela un tanto exótica dentro de la narrativa de la época: Pepín (Madrid, 1892). El título no invita al exotismo, pero sí la narración de las peripecias de un joven burócrata en Filipinas. Pocas novelas españolas de la época se centran en el mundo colonial, pero la experiencia personal de Antonio Chápuli le llevaría a hilvanar una serie de cuadros costumbristas filipinos que -sin revestimiento novelístico- reeditaría en 1894. El autor define así su obra: «En honor de la verdad, Pepín tiene la menor cantidad posible de novela. No es ni más ni menos que un conjunto de cuadros sueltos, que podrían muy bien vivir independientes y que, coleccionados en un libro, forman el proceso histórico de un tipo vulgar» (p. 12).

Esta escasez de materia novelística nos permite hablar de un simple conjunto de cuadros costumbristas. Antonio Chápuli los realiza con una correcta sencillez, pero no sabe escapar de la influencia de una literatura costumbrista que acaba limitando su percepción de la realidad concreta de Filipinas. La utilización de unos moldes literarios demasiado manidos provoca que las costumbres y los comentarios del autor acaben diluidos en el tópico costumbrista. Hasta tal punto que la verdadera base de la novela no es la experiencia del autor en Filipinas, sino la literatura costumbrista que tan presente tiene a la hora de redactar Pepín.

Aunque Antonio Chápuli sienta un profundo desprecio hacia los filipinos -a los que considera como seres de una raza inferior- y nunca cuestione el estatus colonial, su visión sobre los españoles que allí vivían es pesimista y amarga. Les critica por derrochar las fáciles ganancias, vivir de las apariencias, ser poco serios y laboriosos, dedicarse a vivir del erario público. Críticas que podrían ser compartidas por Mesonero Romanos con respecto a otros españoles muy distantes. En conjunto, configuran una imagen negativa capaz de hacernos comprender un futuro independentismo que Antonio Chápuli jamás cita. La omnipresencia de la perspectiva moralizadora, tan habitual en este tipo de literatura, le impide profundizar en unas situaciones y unos personajes con notables sugerencias literarias. No obstante, el escepticismo y el pesimismo del autor le permiten evitar las visiones edulcoradas de la mayoría de los textos analizados aquí y en Románticos y provincianos. En definitiva, le faltó dar un paso adelante para que su experiencia personal se convirtiera en un texto literario ajustado a la misma y, por lo tanto, capaz de recogerla con toda su riqueza.

Antonio Chápuli, por otra parte, aprovecha el Prólogo de su novela para alinearse en el frente antinaturalista. Sus palabras son rotundas:

Los afiliados a la moderna escuela naturalista, esos serviles imitadores de la novela francesa contemporánea, que fundan el arte supremo en la disección y en el análisis de todas las deformidades humanas; esos amojamados filósofos de la última hornada que, tras un enjambre de laberínticas disquisiciones, vienen a proclamar como único dogma posible de la sociedad la fórmula de Darwin; esos espíritus inferiores que sólo ven en las pasiones brutales y en los groseros instintos de la carne la característica de la belleza en el arte, llevarán un solemne chasco con la lectura de estas páginas.


(p. 12)                


Más adelante, Antonio Chápuli añade que el objetivo de los naturalistas es «negar sistemáticamente y en absoluto la existencia de la virtud, de la fe y de la moral, sin reconocerlas siquiera como excepción en medio de los vicios que corroen las entrañas de la humanidad» (p. 13). Tal vez, y aunque sólo quepa sugerirlo como hipótesis, esta postura radical fuera una de las causas de que no diera el citado paso adelante. A Pepín le falta ante todo un trabajo de observación directa como el tantas veces propugnado por los naturalistas; romper con determinados prejuicios para captar una realidad colonial mucho más sugerente que la enésima repetición de los tópicos moralizadores del costumbrismo. Antonio Chápuli realiza una libre elección estética, pero que -en nuestra opinión- le limitó para romper con la tendencia de la literatura decimonónica a vivir de espaldas a la realidad colonial. Le faltó también, claro está, talento literario para crear tan sólo una novela.

Tras este repaso de algunas novelas publicadas en Alicante o escritas por alicantinos durante la Restauración, se podría añadir algunos textos más que corroboran la presencia de un auténtico frente antinaturalista. Cada vez que en la citada ciudad se celebraba un certamen literario -costumbre frecuente y con claras motivaciones sociales- a partir de los años ochenta era casi obligado hacer una pública declaración de rechazo al Naturalismo, presentado como sinónimo del vulgar materialismo en oposición al Ideal de Belleza y Verdad. Tras veces era englobado dentro del «torpe realismo», expresión que acaba convirtiéndose en un verdadero tópico nunca analizado por quienes lo utilizaban. En la prensa alicantina de la época también encontramos referencias aisladas, donde a veces se elogia a autores realistas españoles, pero nunca al Naturalismo como movimiento o estética. No obstante, se trata de textos circunstanciales sin especial importancia y repetitivos. En un trabajo ya publicado hago referencia a los mismos -entre los que sólo cabría subrayar, con la excepción de los de Rafael Altamira, los volúmenes titulados La novela moderna, de Juan Bautista Pastor Aicart, y Apuntes críticos y perfiles literarios, de Francisco Figueras Bushell. Sin embargo, lo que ahora nos interesa es comprobar que esas posturas se tradujeron en una ausencia casi absoluta del Realismo y el Naturalismo en la narrativa alicantina de la Restauración. Las novelas arriba comentadas y otras ya analizadas en Románticos y provincianos así lo indican, pero convendría recapitular para encontrar unas razones que no deben quedar diluidas entre anécdotas o textos dignos del olvido literario.




Arriba Razones de una ausencia

La primera razón de la ausencia de una narrativa alicantina que se pueda adscribir al Realismo o al Naturalismo se relaciona con la función otorgada a la literatura por los autores aquí estudiados. En los prólogos o comentarios parecen tener a gala su despreocupación por los temas estrictamente literarios. Ninguno presenta su creación como una realidad válida en sí misma y con suficiente interés propio. Para ellos la literatura es un simple vehículo para adoctrinar, moralizar, provocar mares de lágrimas o ganar una posición social de prestigio dentro de una sociedad provinciana. Esta ausencia de un objetivo verdaderamente literario les lleva a no plantear un mínimo debate sobre cuestiones esenciales para la aparición de movimientos como los arriba citados. Sus tomas de postura son de tipo moral o ideológico. Capaces de provocar un rechazo a dichos movimientos, pero insuficientes -sea cual fuere el planteamiento- para propiciar la aceptación de una estética innovadora. La ausencia de un debate que vaya más allá de las funciones extraliterarias de los textos no sólo fue perjudicial para la ausencia que ahora estudiamos, sino en general para cualquier movimiento que pudiera haber surgido por entonces. De ahí que, por ejemplo, el posterior Modernismo corriera una suerte parecida por la persistencia generalizada de las mismas circunstancias.

Debemos tener en cuenta que en la mayoría de los casos no nos encontramos ante verdaderos autores literarios. Las decimonónicas letras provincianas están plagadas de sujetos que acuden a la literatura por múltiples motivaciones, dignas de un estudio sociológico. Tal y como expliqué en Románticos y provincianos, se trata de un alud más aparente que real. Ya Clarín y otros críticos hacían referencia a una multitud de jóvenes que no resistían la tentación de la letra impresa. Pero esa tentación en pocas ocasiones dejaba paso a una voluntad creadora, a una preocupación por la función estrictamente literaria. Esta situación se agrava en las literaturas provincianas y el caso de Alicante resulta paradigmático. Una de las consecuencias es la ausencia del citado debate, impensable en quienes no se interesaban por determinadas estéticas, sino por unos concretos objetos extraliterarios. Estos conllevan, lógicamente, una peculiar «estética», pero es la de la aceptación rutinaria de una tradición narrativa que, en este caso, se hereda de la época romántica.

Lo arriba explicado nos permite comprender la persistencia casi inalterable de las pautas narrativas heredadas de la época romántica, aunque desprovistas en la mayoría de los casos de su sentido creador y primigenio. La actitud conservadora de los autores les lleva a aceptar unas fórmulas que, por haber perdido el citado sentido, carecen de validez literaria para su época. Ahora bien, la despreocupación general por esa validez las hace aceptables para quienes buscaban otros objetivos. Los folletines lacrimosos, por ejemplo, seguirían gozando de una aceptación mayoritaria, influirían en las actitudes morales de las lectoras y proporcionarían un respaldo social a sus autores. Conseguidos estos objetivos, todo lo demás es aleatorio o apenas tiene sentido. De hecho, en la prensa alicantina de la época jamás surge una crítica por la utilización de unas fórmulas narrativas ya superadas o por la proliferación de tópicos de todo tipo. No hay ninguna voz que clame por la innovación, pues el debate tradición versus innovación es secundario para quienes se plantean ante todo cuestiones como la moralidad, el decoro...

La influencia del medio periodístico alicantino fue un obstáculo más para la aparición de una narrativa realista o naturalista. Se me podrá objetar que las grandes obras de dichas corrientes -entre ellas las de Pérez Galdós y el mismo Leopoldo Alas- aparecieron en los folletines de la prensa madrileña o barcelonesa. Sin embargo, esta situación, hasta cierto punto minoritaria, no se puede extrapolar a la prensa alicantina de la Restauración. La diferencia no estriba básicamente en lo ideológico, sino en la ausencia de una prensa innovadora que apostara por nuevas fórmulas narrativas. Los autores alicantinos sabían que para tener un hueco en los folletines de la prensa local debían ajustarse a unas pautas ya establecidas.

Una influencia con el mismo sentido fue la ejercida por los numerosos certámenes literarios celebrados en Alicante por aquel entonces. Certámenes que se convertían en un ritual social de las clases dirigentes y donde lo literario se ponía al servicio de lo fiesta social. Los temas impuestos por los jurados acaban imponiendo un modelo de literatura que excluía explícitamente cualquier tipo de realismo o de actitud innovadora.

Los comentarios de los autores alicantinos que hemos citado en las páginas anteriores nos señalan un rechazo radical del Naturalismo. Rechazo donde lo literario queda diluido u olvidado en las razones de orden moral o ideológico. Ahora bien, ese rechazo no se extiende explícitamente al Realismo. En ocasiones, incluso se hace una diferenciación entre el verdadero realismo de la tradición literaria española y el Naturalismo foráneo que se intenta introducir en nuestras letras. Esa distinción nos puede llevar a conclusiones equívocas, pues es más aparente que real. Si examinamos con detenimiento unos comentarios que se repiten siempre en sus líneas generales, veremos que no se rechaza lo peculiar de la estética naturalista. No hay alusiones a las técnicas de observación, experimentación y creación propugnadas por Zola y sus seguidores. Sólo se cita como negativo la incorporación de una realidad que no se ajusta a los intereses o gustos de los autores alicantinos. La verdadera cuestión no es el cómo de esa incorporación, sino el qué de la misma. Una cuestión que, en última instancia, afecta por igual a ambos movimientos literarios. Por lo tanto, ese rechazo al Naturalismo no es más que una negativa a incorporar determinadas realidades a la narrativa de la época, por encima de las técnicas utilizadas que diferenciarían a Pérez Galdós de López Bago, por ejemplo. La consecuencia es que el Realismo queda implícitamente incluido en esta actitud negativa, lo cual contribuye a que comprendamos la ausencia simultánea de ambos movimientos en la narrativa alicantina. La cuestión final es un prejuicio de orden ideológico o moral e incapaz, en consecuencia, de percibir distinciones de tipo estrictamente literario.

Los prejuicios de los autores estudiados son también los prejuicios mayoritarios en la sociedad provinciana de la Restauración. Queda lejos la imagen del autor romántico aislado e incomprendido por su sociedad o la del crítico al margen de las corrientes generales de su época. Los autores alicantinos de la Restauración están perfectamente identificados e integrados en la misma. No importa que sea en sus sectores más conservadores o progresistas, pues todos coinciden en lo básico de la función que debe cumplir el escritor. Una función en la que el decoro sería esencial y determinado por la estrecha mentalidad de las clases medias y burguesas de la sociedad provinciana. Sea en la narrativa o en cualquier otro género, no se esperaba de aquellos autores el cuestionamiento de la realidad inmediata y concreta. Ni siquiera se planteaba una posibilidad que hubiera roto la ligazón de los autores con sus propios grupos sociales. Recordemos los temores de Leopoldo Alas al escribir La Regenta por la repercusión que podría tener, y de hecho tuvo, en Oviedo. Temores que en nuestro caso disiparon las posibles intenciones de incorporar críticamente una realidad que por ser histórica, concreta e inmediata no se ajusta al ideal de Belleza y Verdad defendido por aquellos autores. Escribir una novela realista es un empeño, pues, que sólo se puede afrontar en ciudades como Madrid o Barcelona o por autores que por sus especiales circunstancias personales se sitúan al margen de lo provinciano. Casi podríamos hablar de un determinismo sociológico y ambiental -tan naturalista- que impide la aparición en Alicante de una narrativa realista.

Ahora bien, todas estas razones contribuyen a dar una explicación global de la ausencia que nos ocupa, pero no son absolutamente determinantes. Podría haber surgido algún autor capaz de incorporar creativamente la estética galdosiana o clariniana. Su significación habría sido la de una figura extraordinaria en el sentido primigenio de la palabra. El caso de Rafael Altamira y de su equilibrada postura ante el Realismo y el Naturalismo podrían servir de ejemplo. Pero no sería tampoco representativo. En primer lugar, porque publica sus textos críticos fuera de Alicante, donde sin embargo aparecieron obras menores suyas de un tradicional gusto costumbrista. Y, en segundo lugar, porque su formación y proyección van mucho más allá de un ámbito provinciano, sin que eso suponga nunca un rechazo de sus raíces personales. De la misma manera que sería absurdo explicar La Regenta como una obra de la historia literaria asturiana, en el caso de haber surgido un autor realista o naturalista en Alicante sería tras una previa superación de los condicionantes del ámbito literario provinciano. Por desgracia, no sucedió así dada la ausencia de esa figura «extraordinaria». Los autores alicantinos se ajustaron a lo mandado por las circunstancias, completamente refractarias como ya hemos explicado a la incorporación creativa del Realismo o el Naturalismo. Ello no impide que leyeran a los novelistas de la Generación de 1868 y sus continuadores. Los comentarios recogidos en la prensa alicantina prueban el conocimiento que se tenía de los mismos. Desde una perspectiva de la recepción literaria, sí se puede hablar, pues, de la presencia de los citados movimientos. Pero lo que aquí nos ha interesado es la perspectiva creadora que, como en tantas otras épocas, géneros o movimientos, no está sincronizada con la anterior.







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