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La literatura narrativa asturiana en el siglo XIX

Mariano Baquero Goyanes






- I -

Unas observaciones de Andrés González Blanco en su Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días, sobre lo que él llama la escuela o modalidad asturiana en la literatura decimonónica1, nos han sugerido estas notas, que desearíamos sirviesen de incitación para un más amplio estudio del tema.

En la historia de los estilos artísticos se concede hoy gran importancia al ritmo generacional (revelado por Pinder y luego aplicado por Petersen a la literatura) que, unido a otra serie de circunstancias -entre ellas la geográfica, nacional- determinan las semejanzas existentes entre las creaciones artísticas de distintos hombres, en un determinado momento histórico.

Hoy está un tanto arrumbada la vieja teoría en virtud de la cual, lo climatológico -el alrededor físico que encierra a unos hombres- pesa e influye decisivamente en la producción de la obra artística.

Y, no obstante, sin salir de nuestra patria, es fácil observar como, por ejemplo, el temperamento meridional, andaluz, tiende hacia las formas barrocas; en tanto que el levantino manifiesta preferencia por lo sensual, por lo plástico -Blasco Ibáñez, Miró, Azorín, en muy distintos planos-; o el gallego y asturiano se caracterizan por el humor y la melancolía.

Esto, consideradas las cosas un tanto simplistamente, ya que un análisis más delicado de tales tendencias temperamentales daría como resultado, la captación de matices que en la apreciación general pasaban desapercibidos.

Concretamente, la englobación que de lo gallego y asturiano se suele hacer para presentar ambos temperamentos como los más adecuados, entre los nacionales, para la literatura humorística -entendida ésta a la manera inglesa: humour, amargura, visión crítica y escéptica de la vida- sin entrar en diferencias, nos parece fácil y artificial.

Que entre lo gallego y lo asturiano hay semejanzas en cuanto a la capacidad para la expresión humorística, lo acreditan los nombres de los escritores que constituyen la llama modalidad asturiana: Clarín, Palacio Valdés, Ochoa; y los de novelistas gallegos como Valle Inclán, Fernández Flórez y Camba.

Pero esto no autoriza, par sí solo, a prescindir de lo característicamente asturiano, presentándolo como una variante más de lo nórdico, de lo céltico.

La escasez de escritores -concretamente, de novelistas- asturianos es la que ha dificultado los intentos de caracterización de esa modalidad literaria. Además, por un torpísimo error de estimativa, suele venir empleándose para diferenciar y caracterizar tales modalidades literarias, un criterio estrechamente regional, atento sólo a señalar lo típico, local y pintoresco.

Y la verdad es que este regionalismo externo, por virtud del cual un novelista se diferencia del de otra región, en sólo el paisaje, el dialecto o las costumbres que describe, sirve para poco; y buena prueba de ello la ofrece esta novelística asturiana, frente a la que fallan los intentos de caracterización así concebidos.

Pues, efectivamente, nada hay menos asturiano -en el sentido cerrado, mezquino de un decorado y un costumbrismo- que las obras de Clarín, Ochoa y Palacio Valdés, exceptuando algunas de este último, más dado al color y al detallismo localizador.

Su asturianismo reside, no en una concepción terruñera y sentimental que les lleva a cantar el paisaje, las costumbres o a hacer expresarse a sus personajes en la lengua regional; sino en algo más hondo, que afecta no a lo externo -circunstancial y deformable por el tiempo- sino a la misma manera de ser propia de la región, a lo que pudiéramos llamar el alma de ésta.

El conjunto de escritores que integran la modalidad asturiana es bien limitado, ateniéndonos a los novelistas del pasado siglo, que son -junto con alguno de nuestro tiempo: Ramón Pérez de Ayala- los que nos van a permitir un intento de caracterización de esa escuela, de esa manera de sentir la vida y de expresarla literariamente.

Son Clarín, Palacio Valdés y Ochoa, los que componen, fundamentalmente, la escuela asturiana del siglo XIX2. Fueron coetáneos y amigos. Palacio Valdés y Clarín publicaron conjuntamente un libro de crítica: La literatura en 1881. Alas prologó una edición póstuma de Los señores de Hermida, de Ochoa y en esas páginas -que luego citaremos- dejó ver su gran cariño y admiración por el escritor muerto.

En La novela de un novelista de Palacio Valdés, encontramos referencias de aquella amistad honda, nacida de una comunidad de sentimientos, y producto de un idéntico impulso generacional.

Al hablar de esta amistad, debemos excluir a Ochoa, más joven que Alas y Palacio Valdés, y por lo tanto de otra generación ya. Clarín nació en 1852; Palacio Valdés en 1853; Ochoa en 1864. Murió este último escritor muy joven, antes que los otros dos, por lo cual, dada la escasez de su producción, es el menos conocido de los tres.

En cuanto a su oriundez sabido es que Clarín nació en Zamora -«me nacieron en Zamora», decía él- pero era asturiano por sangre y por haber pasado la mayor parte de su vida en la tierra de sus padres. Palacio Valdés nació en Entralgo y Juan Ochoa en Avilés.

Situados ya espacial y temporalmente -la diferencia generacional entre Alas y Palacio Valdés, por un lado, y Ochoa por otro, se traduce, según veremos, en una estilización de la técnica délos primeros, empleada por el segundo- intentaremos señalar algunas características comunes entre estos escritores, con las que completar las observaciones de González Blanco.




- II -

Y, entre esas características, elegiremos, en primer lugar, la del humorismo, que fue en la que se fijó preferentemente el citado crítico para estudiar en grupo aparte y definido, a los novelistas asturianos.

En el capítulo «La novela humorística», decía González Blanco:

«Absolutamente nueva, y conquista indiscutible del siglo XIX, es aquella fase del humorismo que no se trasluce en chocarrerías cómicas, ni siquiera en sátira mordaz, sino en un sentido de la realidad que se resuelve en doloroso sarcasmo, doliéndose de la impotencia de no mejorarla, y expresando la amargura que esto produce en los espíritus selectos por medio de una especie de alegría triste o de risa mezclada de llanto, que pareció presentir Séneca cuando escribía en sus Epístolas a Lucilio, "Créeme, la verdadera alegría es una cosa severa" (Mihi crede, res severa est verum gaudium).

El humorismo germánico de Juan Pablo Richter y de Enrique S. Heine, entremezclado con el humorismo británico de Dickens y de Thackeray, que en Portugal se transmitió directamente al gran novelista Eça de Queiroz, se ramificó en España llevando dos direcciones equidistantes. Una dirección fue seguida por Leopoldo Alas, que pronto se dio a conocer en la crítica con el pseudónimo de Clarín, y que en el curso de su vida literaria cultivó la novela corta y el cuento (como más dos novelas largas), entregándose a la sátira con preferencia al humorismo fino, y, por decirlo así, más aristocrático, que cultivó su gran amigo y compañero Armando Palacio Valdés, que, como él, recibió su bautismo de tinta en la crítica...»3.



Esta nueva clase de humorismo que González Blanco centra y estudia en Palacio Valdés y Alas, se asemeja al que es peculiar de la literatura inglesa.

«La escuela asturiana ha dado como fruto una literatura que es la parte de la literatura española más semejante a la literatura inglesa. Tiene de ésta la espiritualidad contenida, el instinto soñador y, al mismo tiempo, las efusiones de humorismo»4.



La crítica posterior ha coincidido con González Blanco, en localizar el humorismo en esta escuela asturiana. Así, Andrenio ha podido decir:

«Tiene además, Palacio Valdés una cualidad no frecuente en los autores españoles: el humorismo. En el mapa espiritual de España, parece que habría que situar el humorismo en Asturias. Palacio Valdés, Clarín y Ramón Pérez de Ayala, asturianos de nacimiento o de adopción, son, entre los novelistas, los que mejor han tocado esta cuerda»5.



Y A. F. G. Bell dice de Palacio Valdés: «his asturian humour is English rather than French»6.

De las citas recogidas se deduce que el escritor preferido, en cuanto a la valoración del humorismo y su semejanza con el británico -concretamente, con el dickensiano- es Palacio Valdés, del que decía González Blanco:

«El humorismo de Palacio Valdés es más trascendental, más grave, más imponente; el de Alas más risueño, más jovial, más franco, más arlequinesco... Este parece un humorismo en Carnaval; aquél en miércoles de ceniza. Palacio Valdés dice sus burlerías con tan refinado tono de encopetada seriedad dogmática, que a veces llega a parecer que habla en serio... En cambio a Clarín, hasta cuando su humor se pone más fúnebre, siempre se le escapa la risa retozona. Por la ley del contraste, a fuerza de seriedad humorística, llega a perturbarnos más Palacio Valdés, nos deja más honda huella. La sátira de Clarín en ocasiones sólo roza el espíritu. Aquél es más sajón y éste más latino...»7.



Alguna restricción habría que hacer a estos excesivos juicios de González Blanco. Clarín -en la línea amargamente humorística de Larra- pone más pasión en sus sátiras que Palacio Valdés, más burguésmente blando. No creemos que pueda afirmarse que el humor clariniano «sólo roza el espíritu». Por el contrario, tenemos a Palacio Valdés por más efectista y sensiblero que Alas, cuya emotividad y ternura están escondidas, precisamente a fuerza de un humor de signo intelectual, mucho más rico y complejo que el del autor de La Fe.

En cuanto a Juan Ochoa no es un escritor humorista, en el exacto sentido de la palabra. Siendo el humor asturiano -como el inglés- el resultado de una combinación de sátira -elemento intelectual- y de ternura -elemento afectivo- es preciso reconocer cómo de las proporciones en que entren esos elementos, dependen diferentes resultados. En Ochoa puede más la ternura que la sátira -sus cuentos han merecido ser comparados con los de Dickens y Daudet, los narradores más ricos en ternura del siglo XIX y por eso su obra literaria no puede calificarse de humorística. Sólo en algún caso -Rodríguez Chanchullo. Un genio -lo satírico parece insinuarse con más fuerza, bien es verdad que sin la virulencia observable en Alas y en Palacio Valdés.

Por eso, pudo decir Clarín, de Ochoa:

«Hasta su sátira era una absolución. Hablando y escribiendo, era maestro en lo cómico, en el dibujo de lo ridículo; pero jamás había una gota de hiel en su lengua ni en su pluma. En las flaquezas humanas veía la sugestión para el arte; en las que no sirven para eso, él no pensaba como satírico, sino como hombre bueno. Esta clase de delicadeza, mezcla de buen gusto y de buen corazón, la tienen pocos»8.



Y Rafael Altamira señalaba como características de Ochoa:

«Originalidad en la visión de las cosas (y especialmente de los hombres) y el sentimiento delicado, la íntima y dulce poesía con que suavizaba su tendencia natural a la sátira, mejor dicho, a notar y realzar el lado cómico o ridículo de la vida»9.



En realidad, el humor es una categoría de tipo intelectual, como producto resultante de una especial conformación crítica para ver las cosas en su aspecto ridículo. Pero, a la vez, en la valoración del humor hemos señalado otro elemento, el afectivo, es decir, la ternura. El escritor al tiempo que ve el aspecto amargamente risible de las existencias de algunas criaturas, se compadece de ellas.

Ya hemos dicho que de la proporción en que crítica y ternura se combinen, depende el que la obra literaria sea humorística o no.

En el caso de Clarín, es fácil observar como, en muchas ocasiones, el intelectual, el crítico, vence al hombre sensible, afectivo; obteniéndose como resultado esas narraciones eminentemente satíricas que son «Doctor Pértinax», «Doctor Sutilis», «La mosca sabia», «Don Urbano», «El número uno», «Doctor Angélicus», «Cuervo», etc.

Por el contrario, en otras ocasiones, puede más la ternura, y surgen cuentos tan deliciosos y finamente emotivos como «Avecilla», «La reina Margarita», «El caballero de la mesa redonda», etc., en los que, si bien subsiste la vena humorística, no hay hiel ya, sino más bien compasión por los seres dulcemente ridículos que en ellos aparecen.




- III -

Y con esto hemos llegado a tratar de una característica de la escuela asturiana decimonónica que, si bien ligada en parte, al humor nos parece más decisiva que éste. Nos referimos a la ternura, rara avis en la literatura española de todas las épocas y que casi nos atreveríamos a decir que apareció y desapareció con la escuela asturiana.

Al hablar de ternura, quisiéramos evitar todo confusionismo con la fácil y sensiblera emotividad que impregnó nuestra literatura romántica. En realidad, la ternura observable en los novelistas asturianos de pasado siglo, no tiene nada que ver con la ternura -llamémosla así- romántica, basada en el patetismo, en lo truculento.

Precisamente lo que caracteriza a Alas y a Ochoa, sobre todo, es su elegante contención emotiva. Palacio Valdés cede un poco a la emoción y se desborda en algunas efusiones, frenadas, muchas veces, por su admirable sentido del humor.

Estos novelistas evitan los tópicos folletinescos y sensibleros a los que pagaron tributo, incluso escritores tan notables como Galdós y la Pardo Bazán; razón ésta que puede contribuir a explicar la poca popularidad de que gozaron en su tiempo.

Acerca de esta cualidad, puede servir de significativo ejemplo el caso de «Pipá», narración clariniana en la que el tema, escenografía y circunstancias eran las propias de cualquier patético cuento de niños huérfanos y mendigos en la nieve. Aun admitiendo -como quería Bonafoux- que Alas hubiese plagiado con esta narración la de Fernanflor, titulada La Nochebuena de Periquín, basta comparar una con la otra, para valorar ese sentido admirable que de la contención emotiva y del buen gusto tenía Clarín.

Lo mismo puede decirse de otros cuentos, cuyos asuntos se prestaban a la narración truculenta o llorona, y que, en manos de Clarín, adquirieron su justa emoción: «La Rana», «La conversión de Chiripa», «El Jorso», etc.

Otro tanto cabe afirmar de los mejores relatos de Ochoa, ricos en motivos que, tratados con menos finura y tacto, hubieran resultado grotescamente patéticos: «Un alma de Dios», «Ramírez, poeta lírico», «Historia de un cojo», etc.

Palacio Valdés se dejó arrastrar en algún caso -«El pájaro en la nieve»- por lo sensiblero, pero, aún así, sus más logradas narraciones breves -«¡Solo!», «Los amores de Clotilde», «Los puritanos», etc., son modelo de delicada emotividad.

La ternura es, por lo tanto, la máxima conquista de esta escuela asturiana y así lo ha reconocido en nuestros días el poeta Vicente Aleixandre, al decir, a propósito de «¡Adiós, Cordera!», que «este diminuto cuento de Clarín» es «la obra maestra, en la literatura de ficción, de ese insólito sentimiento de nuestras letras»: la ternura.

Y es por aquí, y merced a ese «insólito sentimiento», por donde creemos que la literatura asturiana se acerca más a la inglesa. Al decir esto pensamos no solamente en Dickens, sino, también, en la moderna novelística inglesa en la cual sigue observándose esa constante de ternura, contenida, honda, que nos penetra y hiere más que el grito desgarrado o el gesto quejumbroso del romántico.

Rosamond Lehmann, Virginia Woolf y, muy especialmente, Katherine Mansfield, son tres escritoras inglesas cuyo mundo novelístico está montado sobre la delicadeza, el matiz, la difícil ternura. (Es significativo que un cuento de Ochoa, «La última mosca», se asemeje en intención y en simbolismo a otro de la Mansfield, «La mosca»).

Esta cualidad de la escuela asturiana es observable, sobre todo, en la preferencia de sus novelistas por algunos temas, característicos también de la literatura inglesa.

Alas, Palacio Valdés y Ochoa se asemejan en el común gusto por las narraciones en las que intervienen seres humildes, grises, ya sean éstos mendigos o vagabundos como «El Rana», «Pipá», «Chiripa», «El pájaro en la nieve», o el titiritero de «Su amado discípulo», o ya oficinistas raídos o pobres comerciantes -«El rey Baltasar», «Avecilla», «Un alma de Dios»- o ridículas y dulces solteronas -«Doña Berta», «El entierro de la sardina»- o, incluso, niños y animales.

El vitalismo -antiintelectualismo- de Clarín le lleva a exaltar las existencias de pobres criaturas como «El Torso» las de oscuras actrices como «La Ronca» y «La reina Margarita», o las de campesinos sentimentales y soñadores como «Manín de Pepa José».

Todo este conjunto de narraciones parece oponerse a aquellas otras en que el Clarín crítico e irónico -intelectual- se burla despiadadamente de su mundo, de su sociedad.

Lo que los «Solos» y «Paliques» o los cuentos mordaces y satíricos, como «El número uno», «Doctor Pértinax», «Bustamante», «León Benavides», «Don Patricio», etc., destruyen, parece ser alzado de nuevo por el amor y la fe en la vida que alientan en las narraciones de signo opuesto.

El rasgo más decisivo entre los que caracterizan la breve producción de Juan Ochoa, es su amor por los seres humildes y ridículos: «Un alma de Dios», «Ramírez, poeta lírico», «Su amado discípulo», «Un genio», etc. Según advertíamos anteriormente, en Ochoa ya no hay virulencia alguna y sí solo compasión, ternura.




- IV -

Idéntico amor se observa en el tratamiento de las figuras de niños y de animales en las narraciones de los tres escritores asturianos. También en esto se asemejan a los escritores ingleses. Las ya citadas Rosamond Lehmann y Katherine Mansfield han escrito maravillosas páginas sobre niños y adolescentes. Y en cuanto a Virginia Woolf, la obra que más popularidad le ha dado en España, ha sido Flush, deliciosa biografía de un perro.

El más famoso y conocido cuento de Clarín es, también, el mejor ejemplo de esta manifestación o expresión de la ternura: «¡Adiós, Cordera!». En él los niños -Rosa y Pinín- y el animal, la vaca Cordera, componen, junto con el prao Somonte, un todo, cargado de significación vital, que el autor opone a la civilización, al intelectualismo: el telégrafo, él tren, el matadero, la guerra.

Es ésta una narración reveladora de cómo la sensibilidad clariniana reaccionaba frente al orgullo y énfasis de un siglo que se decía del progreso y que creyendo ciegamente en la inteligencia y en la razón, había desdeñado u olvidado lo más primaria, sencillamente vital.

Creemos que «¡Adiós, Cordera!» es un relato que no puede interpretarse como una versión más del tan nacional tema de contraposición de campo y ciudad -transformado, románticamente, en contraposición de primitivismo y civilización-; sino que hay que ver en él una más profunda intención. Al alinear Clarín el mundo reducidamente bello del prao Somonte -un rincón verde como el escondite de Susacasa donde vivía Doña Berta- con Rosa, Pinín y Cordera, frente al amplio y cruel mundo, simbolizado en el telégrafo y el tren, no hacía sino dar forma plástica a un pensamiento que es el leitmotiv de su obra toda: contraposición de lo vital frente a lo intelectual.

Y nada tan vivo -tan frescamente vivo- como esas figuras de los niños y de la vaca, que parecen emanación de la misma tierra sobre la que juegan y de la que viven. Tierra, niños y animal forman un todo expresivo al que Clarín opone, trágicamente, una concepción intelectualizada -desalmada- de la vida, es decir, de la no-vida.

(Asimismo, Pipá es un niño, un pillete, que significa lo puro, lo limpiamente vivo, en un mundo sucio, en un Carnaval desgarrado, de tintas sombrías y harapos. Pipá muere, arde vivo en una orgía inmunda en la que destaca como una luz el dolor de otra niña, la Pistañina, que trata de salvar al golfillo.

Recuérdense también las figuras infantiles que aparecen en «Un grabado», «El rey Baltasar», «Superchería» -pocos seres entre los creados por Clarín tan conmovedores como el niño Tomasuccio, de esta novela corta, etc.

En cuanto a Palacio Valdés, basta recordar su más conocido relato breve, «¡Solo!» En sus páginas, supo el narrador asturiano captar, con toda verdad y sin efectismo alguno, la angustia del niño que pierde a su padre, sin saber lo que es la muerte, confiando en que volverá, asustado de la soledad que le rodea.

Precisamente en esa sensación de desamparo, de fragilidad frente a un mundo duro e implacable, está el secreto de la ternura que inspiran las figuras infantiles creadas por estos escritores.

Rosa y Pinín, Pipá entre la nieve o este niño de «¡Solo!» son seres indefensos y es de esa su debilidad de la que Alas y Palacio Valdés se compadecen. El primero ha sabido expresar en «Un grabado», la confianza de un padre en Dios, que podrá velar por sus hijos, huérfanos de madre, si éstos quedan, algún día, a su muerte.

Recuérdense, también, los niños que aparecen en «La confesión de un crimen» de Palacio Valdés o, incluso, la muchacha adolescente, casi una niña, que protagoniza el relato, «Los puritanos». En uno de los «Papeles del Doctor Angélico» encontramos otra bella estampa infantil: Sociedad primitiva.

Juan Ochoa fue también, un maravilloso creador de personajes infantiles, que Rafael Altamira juzgaba expresión de su exquisita sensibilidad10. En «Los señores de Hermida» -con el simpático Nolo-, en «Su amado discípulo», en «Historia de un cojo» aparecen deliciosas figuras infantiles, si bien falta ya, o se ha adelgazado, la angustia que las acompañaba en las narraciones de Alas y Palacio Valdés.

En Ochoa, según hemos advertido ya, los motivos de sus compañeros en escuela literaria y superiores en edad, subsisten, pero tratados con suavidad, con dulzura, casi con timidez. Su gran bondad, su profundo amor por los débiles le hizo evitar todo acento sombrío, todo toque áspero. Por eso sus relatos resultan más dulces y a la vez más melancólicos, que los de Alas y Palacio Valdés. Ochoa es, de los tres, el menos intenso, pero el más rico en ternura, tan honda ésta pero tan levemente musitada, que un lector despreocupado apenas hallaría nada con que conmoverse en sus relatos, construidos con la mayor sencillez, sin efectismo alguno.




- V -

Decíamos que el tema de los animales debe ligarse -intencionalmente- al de los niños, y que ambos representan la exaltación de lo espontáneamente vital.

Aparte de «¡Adiós, Cordera!», recordaremos entre los cuentos de Clarín sobre este tema, «La trampa» y «El Quin», como los más significativos.

En el primero, una pobre yegua crea una atmósfera de amor y de comprensión en un ambiente campesino. En el segundo, nos relata Alas la historia de un perro vagabundo que recogido, al fin, por un amo, al que dedica toda su lealtad, es luego abandonado ingratamente. El oscuro dolor del perro ante la ingratitud del hombre sólo ha sido superado por el que describe Palacio Valdés en su magnífico relato, «Un testigo de cargo», perteneciente a los «Papeles del Doctor Angélico», en el que el narrador cuenta como paseando por los arrabales de la ciudad se le acercó un perro escuálido y vagabundo, mendigando cariño. El hombre se conmueve, al principio, pero luego, pensando en los inconvenientes de llevar aquel perro a su casa le abandona, subiendo a un tranvía en marcha. El dolor que ve en los ojos del pobre perro le hace pensar que en el día del Juicio Final, tendrá un testigo de cargo en el animal abandonado.

Recuérdese también el gato, compañero de doña Berta, que muere en Madrid de hambre y de dolor, recordando las delicias del prado de Aren, donde jugaba con las mariposas.

De Juan Ochoa dijo Clarín que: «Como San Francisco, llevaba su bondad hasta la vida oscura de los irracionales. Si no los llamaba hermanos, como el santo, los estudiaba profundamente con gran cariño; y así varios animales-personajes de las novelas y cuentos de Ochoa me recuerdan aquellos pájaros y aquellos cuadrumanos tan simpáticos, tan nobles del Ramayana. Sin ser muy bueno, y además muy artista, no se puede pintar con la maestría de Ochoa ciertos perros y gatos que encontramos en sus libros»11.

Hasta tal punto es esto cierto que casi nos atreveríamos a decir que lo más característico dentro de la breve producción de Ochoa, es esta preferencia por los animales. Así, su novela corta «Su amado discípulo», recoge la historia de un titiritero que vende a su querido perro sabio -a un niño precisamente, hijo de unos ricos señores- para librarse de la miseria. Cuando un empresario le ofrece un contrato con el perro, logra deshacer la venta. Tan sencilla trama -montada, nada más, sobre un motivo de ternura- es delicadamente narrada por Ochoa, que ha juntado en ella dos de sus seres preferidos: el pobre diablo y el leal animalillo.

En «Historia de un cojo» -tal vez, uno de los mejores cuentos de Ochoa- repite el narrador el tema de la ingratitud del hombre para con los animales, tal como lo hemos visto en Alas y Palacio Valdés.

Un gato doméstico, cojo y viejo, muere abandonado de todos, tirado a la basura y herido por las ratas. Cuando los niños preguntan por él, al ver vacía la desvencijada silla en que reposaba, el criado señala hacia un rincón del huerto donde yace -como un escombro más- el cadáver del animal.

Lo prodigioso es que Ochoa sabe narrar este tema sin sensiblería alguna, con una tan impresionante economía expresiva que casi nos hace pensar en la actual cuentística norteamericana que busca la ternura y la emoción, a través de la máxima sencillez (William Saroyan).

En «La última mosca» -que hemos relacionado con «La mosca», de Katherine Mansfield- la frágil existencia del insecto sirve al cuentista para meditar acerca de la vejez y de la muerte.

Pero no es menester llegar al detalle. Los ejemplos citados son, quizás, suficientes para comprobar algo que es más que una fortuita coincidencia y que ha de constituir un rasgo, el más distintivo, de la modalidad narrativa asturiana12.

Seres humildes y sencillos, ya sean estos vagabundos, oficinistas, viejas solteronas, niños o animales, representan en la producción de los escritores asturianos, la expresión de ese «sentimiento insólito» en nuestras letras que es la ternura, definida por la ausencia de efectismos patéticos, y por una contención que en Ochoa -posterior, generacionalmente, a Alas y Palacio Valdés- llega a ser perfecta, sin asomo alguno de retórica, sin ningún latiguillo de folletín.

Es, pues, esta cualidad, combinada con el humor, la que caracteriza la escuela asturiana, y no el paisaje o cualquier otra manifestación de terruñerismo.




- VI -

El paisaje en los cuentos de Alas tiene casi un valor intelectual -como actualmente en las obras de Ramón Pérez de Ayala, el más intelectual de nuestros novelistas modernos- y casi nunca interesa por motivos plásticos, coloristas, sino, tan sólo, como elemento significativo, simbólico. El blando clima lírico y bucólico en que se desarrolla «¡Adiós, Cordera!» no responde a un asturianismo pintoresco, de cartel turístico. El prao Somonte -ya lo hemos visto- es, con los niños y Cordera, un elemento del significativo conjunto de cosas que Clarín ofrece como expresión de lo vital, frente alas máquinas y a la crueldad de lo civilizado, es decir de lo sometido a la inteligencia fría.

«La trampa» y «Manín de Pepa José», «Borona», etc., son cuentos ambientados en Asturias. Pero Alas no se detiene en descripciones costumbristas o paisajísticas, sino que atiende a la entraña misma de la narración, a su significado emocional.

Tampoco hay en Ochoa regionalismo alguno y los asuntos de sus narraciones igual podrían suceder en pueblos o ciudades asturianas que en los de cualquier otra región.

Palacio Valdés es, en cambio, más terruñero si bien es preciso tener en cuenta que junto a sus novelas ambientadas en Asturias -«La aldea perdida», «Sinfonía pastoral», etc. -existen otras desarrolladas en Andalucía, Valencia, etc. Lo paisajístico es, por tanto, artificial en él y su asturianismo externo, decorativo, es tan poco consistente como su andalucismo, excesivamente literaturizado.

Creemos equivocado el pulsar el asturianismo de Palacio Valdés a través de lo que antes entra por los ojos, es decir de la fácil alusión local, dialectal, etc. El hecho de que este escritor haya sido y sea uno de los novelistas españoles más leídos y traducidos en el extranjero -sobre todo en los países anglosajones, hecho bien significativo- no se debe tanto al interés que lo típica, coloristamente español, pueda despertar fuera de España, como al tono europeo de su obra, y, más concretamente, a su tono inglés.

Ya Clarín observaba como Palacio Valdés era en su época poco leído por los españoles y le tenía por un extranjero en su patria13. Si el autor de Tristán no encontraba lectores en España era porque sus novelas no respondían al gusto dominante en su tiempo. Pero es que esta condición como de extranjería literaria no es exclusiva de Palacio Valdés, sino que nos atreveríamos a extenderla a Clarín y a Ochoa, novelistas poco conocidos en su época y que, aún hoy, siguen siendo apreciados, solamente, por un público minoritario, exceptuando Palacio Valdés que ha conseguido rotunda popularidad. Esta falta de éxito entre sus coetáneos no puede explicarse más que como resultado de una especial manera de sentir y de expresarse, que los diferenciaba de las corrientes literarias en boga. La novelística asturiana del siglo XIX no triunfa en su siglo y sigue siendo poco conocida en el nuestro, porque, tal vez, no se acomoda a las formas y temas tradicionales en España. Azorín comparaba el caso de Alas con el de Stendhal; desapercibido en su tiempo y revalorizado por las generaciones siguientes. Efectivamente, si el lector actual ha comenzado a acercarse a Clarín, lo ha hecho después de haber sido educado literariamente, a través de la moderna novelística -Proust y los anglosajones- en la que ha hallado la preparación suficiente para leer las obras de Clarín, las cuales -por maravilloso que parezca- contenían ya, en potencia, las conquistas y novedades de la actual novelística.

Como tantas otras veces -duele confesarlo- los españoles hemos descubierto nuestros valores a través de las obras extranjeras.

Si la ternura y el humor eran sentimientos insólitos en nuestras letras y la novelística asturiana tenía sello de extranjería, fácil es establecer una relación de causa y efecto.

Alas, Palacio Valdés y Ochoa están más cerca de los procedimientos narrativos anglosajones que de los españoles, pero no por imitación, sino por instinto, por ese instinto que les da la tierra.

En esto creemos que reside su asturianismo: en su capacidad de conmoverse y de transformar la emoción en humor, en suave ternura; en esa combinación de intelectualismo crítico y sensibilidad poética que da a sus obras un tono excepcional en la literatura de su siglo.

Modernamente, Ramón Pérez de Ayala, discípulo de Clarín en tantos aspectos, es un ejemplo más de esa capacidad crítica y de su traducción humorístico-tierna. Recuérdese su espléndido cuento «El profesor auxiliar», en la misma línea ideológica -exaltación de los seres grises y ridículos- que «El rey Baltasar», «Doña Berta», «Avecilla», «Un alma de Dios», «Ramírez, poeta lírico», etc.

Se nos podrá objetar que muchos de los motivos señalados como característicos de la escuela asturiana, los encontramos en novelistas de otras regiones. Efectivamente, no intentaremos negar que novelas y cuentos protagonizados por niños, animales, vagabundos, etc., fueron cultivados por muchos escritores de la misma época de los asturianos.

Pero lo que es innegable -por más que nos resulte imposible demostrarlo, ya que sólo la lectura y comparación pueden resultar expresivas- es que en el tratamiento de esos mismos temas, difieren profundamente los novelistas asturianos y los restantes de su época. Como siempre, la excepción no hará más que confirmar la regla y los destellos de ternura que podamos encontrar en nuestros narradores decimonónicos no representarán nunca, el tono dominante, a la inversa de lo que ocurre en la modalidad asturiana.

Caracteriza también a estos escritores, el haber coincidido en el cultivo de un género que, asimismo, tiene en Inglaterra una gloriosa tradición: el cuento (la short story, inglesa).

En esto no se diferencian de los restantes escritores españoles de su siglo y no queremos servirnos de la afición a la narración breve, como de rasgo distintivo de la escuela asturiana.

Sólo nos interesa apuntar, cómo, precisamente, el cuento es el género literario más adecuado para la expresión de la ternura y del amor, ya que su brevedad permite la captación del matiz aislado, que no serviría para componer una novela y que, por el contrario, tiene su justificación en el cuento.

El lector habrá observado que en nuestro estudio, la mayor parte o casi todos los ejemplos que hemos aducido, son narraciones breves y no novelas extensas. Y esto no ha sido por simple capricho nuestro, sino por natural selección, ya que en esos relatos breves es donde más nítidamente se acusan los rasgos distintivos que hemos señalado.

El cuento es un género emparentado con la novela, pero de distinta categoría estética y capaz, por tanto, de suscitar en el lector un género diferente de emoción. La vibración de ternura, emitida de un sólo golpe y, por consiguiente, capaz de herir la sensibilidad de un solo e intenso golpe también, es característica del cuento; género en el que triunfaron Alas, Palacio Valdés y Ochoa, hasta el punto de que lo mejor de su obra no está en las novelas extensas -Ochoa no las cultivó- sino en las narraciones breves.

Y con esto concluimos, aun comprendiendo lo desordenado y provisional de nuestros juicios. Este ensayo quisiera ser esbozo de un más amplio estudio de la novelística asturiana, que hay que destacar en el mapa literario del siglo XIX, como islote aparte, definido, con color propio.

El humor y la ternura habitan en ese espacio, el más reducido, pero también, el más europeo, en las letras españolas de la pasada centuria.





 
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