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La última etapa de la comedia de magia

Ermanno Caldera


Universidad de Génova



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Aunque, a nivel popular, es decir entre su público habitual, la comedia de magia no perdió nunca interés, sin embargo empezamos a notar, desde la mitad del siglo XVIII, un gradual agotamiento de sus manantiales. A pesar de los esfuerzos de sus numerosos cultores, que intentan revitalizar el género con la introducción de temas exóticos, patéticos o militares, la impresión general es de una repetición de estereotipos y, en fin, de un constante decaimiento.

Por consiguiente, no nos extraña notar que, en los primeros decenios del XIX, ya no se escriben comedias de magia, aunque se sigue reponiendo Juana la Rabicortona, Marta la Romarantina, Brancanelo el Herrero y otros clásicos del género. Por otro lado, se trataba de una ausencia de creatividad que la comedia de magia muy bien compartía con otros géneros literarios y, en fin, con toda la actividad cultural de aquellos años tan poco propicios al otium. Ahora bien, en el momento de mayor abandono de la cultura y la vida españolas, en el propio centro de la ominosa década, salió a luz esa Pata de Cabra que estaba destinada a brindar a este tipo de obras su postrer florecimiento en la breve estación romántica.

Afirma Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo: «por aquel tiempo de prohibiciones, persecuciones y represiones, en que todo yacía inerte [...], el teatro renacía y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La Pata de Cabra». «Grimaldi -añade el autor del Tenorio- había comprendido perfectamente nuestro país en aquel tiempo, y le dio la tontería más adecuada a la ignorancia en que yacía, como base de un tratamiento higiénico a que se proponía someterle para nutrirle y regenerarle»1

Quizás no fuera tan tonta la obra de ese brillante ítalo-español, puesto que alcanzó un éxito extraordinario (el mismo Zorrilla nos cuenta que en el primer año, más o menos, de representaciones, su padre, entonces superintendente de policía, visó 72.000 pasaportes   —248→   con la justificación: «Pasa a Madrid a ver La Pata de Cabra»)2 el cual no hacía sino repetir otro éxito «legendario»3 que el original francés, Le pied de mouton, había conseguido en las escenas francesas veintitrés años antes.

El secreto de Grimaldi fue el de introducir aire nuevo, es decir, una nueva tipología de la comedia de magia: al traducir, muy libremente, la obra de Martainville, llevaba a la escena española la «féerie» francesa: un agradable, sonriente vuelo de la fantasía que se alejaba bastante del pesado juego de tramoyas que había caracterizado la tradición indígena. Claro está que, además, La Pata de Cabra estalló, por decirlo así, en un momento particularmente idóneo, en el cual pudo absorber y decantar las pasiones políticas de los españoles opresos por una tiránide necia y escuálida, y, por esa misma razón, «distrajo de la política al público de Madrid por algunos meses», para usar otra vez una expresión de Zorrilla4.

El cual añade que la obra gustó a todos: «al pueblo -dice- y a la Corte». En realidad, la comedia de Martainville-Grimaldi, sobre todo gracias a ciertas añadiduras de este último5, se dirigía mucho más a un público culto y burgués que al pueblo propiamente dicho. Pero éste encontraba, en el personaje de Simplicio Bobadilla, algo que le recordaba el figurón tradicional, apreciadísimo por el público más sencillo; además, la interpretación que de este personaje dio el célebre Guzmán, unida a ciertas sales muy castizas esparcidas por el refundidor, hizo la obra agradable y divertida para todos los niveles de espectadores.

Lo cierto es que el espíritu que pervadía la obra era un espíritu escéptico y refinado que no podía mirar a la magia sino con una sonrisa irónica: lo que significaba una profunda innovación respecto a la comedia dieciochesca. En efecto, a lo largo del teatro de magia del siglo anterior es casi siempre evidente la admiración hacia el «mágico», quien aparece como hombre dédito a la ciencia, por cuyo medio está en condición no sólo de vencer a sus enemigos, sino también de dominar el universo y, alguna vez, de mejorar las suertes   —249→   de la humanidad. En la comedia de Grimaldi, al contrario, no hay ningún mago entre los protagonistas, y el único que aparece, en un par de escenas del último acto, tan solo sirve para hacer reír a su costa al público con su posibilidad de tener «alternativamente cuatro o siete pies de estatura» (por lo cual se le definirá acertadamente «un señor Mágico cortilargucho») o para confesar los límites de su arte que no puede proporcionar la felicidad «que sólo pueden asegurar el corazón de una esposa, el cariño de los hijos, la paz de la conciencia, la influencia del mérito, la cultura de las letras, y sobre todo la virtud, el honor»6.

La única fuerza mágica que realmente parece regir los destinos de los personajes la posee un talismán igualmente ridículo: una pata de cabra, que resulta de la combustión del animal obrada por un rayo celeste. Así que, en resumidas cuentas, los ingredientes tradicionales de las comedias de magia se truecan en parodia. Y parodístico y comicísimo es también el antagonista (el figurón del que hablamos hace poco), que representa el blanco contra el cual sobre todo se ejercen las fuerzas burlonas del talismán: víctima de apariciones que se ocultan a la vista de los demás, se le toma por visionario; hambriento y sediento, sufre el suplicio de Tántalo por alejarse de él comidas y bebidas; cuando se las da de valiente y trepa por una reja para alcanzar el balcón donde está su rival, baja el balcón y sube la reja, de manera que él se queda pataleando en el aire; en fin, cuando trata de cerrar los ojos ante tantos curiosos fenómenos y se pone a dormir, el gorro que lleva puesto se convierte en un globo y lo transporta a través de los cielos.

Claro está que, a estas alturas, la magia sale desmitificada del todo y no puede sacar interés más que de la incredulidad del espectador, quien puede aceptarla exclusivamente como objeto de una ficción burlesca.

Por otro lado, junto al espíritu escéptico y burlón, asoma en la obra, opuesta y complementaria, una postura seria y sentimental, que, afectando también a la magia, contribuye, por su parte, a su desmitificación.

Hay que notar, en efecto, que la acción del talismán no depende de la voluntad de quien le posee, sino de una entidad superior, metafísica: un Genio en Martainville, el dios Cupido en Grimaldi. En otras palabras, sobre todo en la refundición, se convierte el talismán   —250→   en el símbolo del amor. Así que, a diferencia, por ejemplo, de Giges, el cual podía disponer a su antojo de la potencia mágica de su célebre anillo, aquí el protagonista, don Juan, no tiene otra cosa que hacer sino seguir los impulsos de su corazón, que le lleva a perseguir el amor irrenunciable de su querida Leonor. El talismán, objetivación de la potencia del amor, le brinda de vez en vez su protección a la pareja, que en tal modo se burla de sus enemigos y logra por fin el triunfo (los dos jóvenes aparecen, al final, sentados cerca de Cupido en un trono de rosas y en el palacio aéreo del dios) que, en la perspectiva romántico-burguesa de la obra, les correspondía por derecho cabal a los enamorados jóvenes y sencillos, a pesar de las pretensiones de un tutor «antiguo régimen» y de un pretendiente noble y ridículo. De manera que Todo lo Vence Amor o La Pata de Cabra parece contener más bien una ecuación que un doble título7.

La etapa romántica de la comedia de magia había pues empezado. Sin embargo tenían que pasar diez años antes que otros ingenios españoles se diesen cuenta de las posibilidades que el género encerraba en sí. Fue a finales de los años Treinta y a principios de los Cuarenta cuando dos escritores románticos de primera fila, Hartzenbusch y Bretón de los Herreros, se dirigieron a la magia quizá para infundir savia nueva en aquel teatro romántico que, después de la «llamarada» de los últimos años, iba lentamente extinguiéndose.

La primera obra que salió a luz, La redoma encantada de Hartzenbusch (se representó en 1839), sanciona de manera explícita y definitiva el principio que la magia no puede supervivir en el teatro español más que en clave burlesca. Aquí, cierto Garabito, transformado milagrosamente en Archimaga, acompañado por el marqués de Villena recién salido de una redoma, vive las aventuras más cómicas. Por remate, el autor imagina un concilio en el que se da por terminada la magia en España, mientras que los magos emprenden oficios más provechosos: casamenteros, escribanos, asentistas.

La única verdadera magia, por decirlo así, es otra vez la del amor, que encuentra en esta comedia los tonos del más acendrado romanticismo:


quizá del sumo Ser
fue decreto soberano
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que yo suspirase en vano
entre mil, por la muger
que me pintaba la idea...


Amor es el bien mayor
que en esta oscura morada
le dio al hombre el Hacedor
que le formó de la nada
por un impulso de amor8.



No solamente en estos tonos demuestra el autor su intención de ponerse en el camino abierto por La Pata de Cabra, sino que también en una serie de referencias mitológicas e históricas, en la misma evocación de Villena que habla un lenguaje arcaizante, revela un igual intento de dirigirse en gran parte al público culto.

Lo que se hace todavía más evidente en Los polvos de la madre Celestina (1841), donde (anticipándose en cierto modo a Sastre), imagina que la antigua alcahueta no haya muerto y que esté condenada a vivir en una perpetua vejez; donde, además, se amontonan las referencias literarias (a Quevedo, a Cervantes, a Villamediana, a la misma Tragicomedia) y varios trozos parodian ora El mejor alcalde el rey («Siéntese el buen Chirinela»), ora, varias veces, La vida es sueño:


Apurar, cielos pretendo,
ya que me tratáis así,
por qué culpa merecí
los males que estoy sufriendo.
Aunque en mi bolsa emprendo
un registro indagador etc.9;



ora la Lucrecia Borgia e, indirectamente, otras piezas del teatro «serio» contemporáneo.

En estas muletillas se apoya una complicada historia de fondo vagamente moralista: el joven García, gracias a unos polvos mágicos y a la ayuda de la Locura, obtiene la mano de Teresa, mientras que su rival, Don Junípero, acaba por casarse con Celestina. Sin embargo, al ser besada por su esposo, ésta rejuvenece aunque pierde sus mágicos poderes: otra muerte de la magia y triunfo del amor.

La vena moralista se acentúa notablemente en la última comedia de magia de Hartzenbusch: Las Batuecas, representada en 1843.

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En cierta manera el autor se remonta al antiguo tema de «los mágicos encontrados», que había dado también el título a una pieza de Cañizares. Aquí, tres magos, con nombres muy alusivos, Virtelio, Sofronio y Fortunio, ayudan, los dos primeros a dos chicos enamorados, y el último a un burro humanizado. La suerte naturalmente favorece al ex-burro, en tanto los que han elegido virtud y sabiduría conocen sólo amargura y desengaños. Al final, sin embargo, se restablece la justicia y los dos enamorados pueden casarse, mientras que el burro vuelve a su estado primitivo.

No se sustrajo al moralismo tampoco Bretón en su Pluma prodigiosa que subió a las tablas en 1841. Ahora el talismán es una pluma que permite la realización de los deseos que con ella se escriban en el aire. Pero, al escribir el protagonista tres deseos lecos (ser poeta, ser inmortal y volverse mujer), se le niegan. Acaba por casarse con su amada y la conclusión es que todos los personajes habían ido buscando por el mundo la felicidad que tenían a su alcance.

Tanto en ésta como en la última comedia de Hartzenbusch, no faltan por supuesto los lances cómicos y las aventuras increíbles. Tampoco falta el sentido romántico del amor puro y libre, destinado a salir triunfante de las artimañas de los malvados y de las marañas de la suerte. Pero el proceso de moralización que se hace en ellas tan patente nos advierte que el género está tomando un nuevo rumbo. En realidad se acaba la comedia de magia romántica y se abre el camino a la comedia de magia educativa, la comedia para niños.

Sin embargo, no se puede olvidar que, en la misma época, una parte de la herencia de este tipo de comedias, la más aparatosa y popular, la recibieron los dramas románticos.

Hay referencias temáticas sugerentes, a cuya luz el Alfredo de Pacheco, con su encarnación del demonio, sus apariciones de difuntos, sus hembras hechiceras, podría parecer algo como una puesta al día de uno de los tantos Vayalardes. Asimismo es curioso anotar como el tema del robo de un niño ilustre por parte de una gitana, que constituye el núcleo del Trovador, encuentra su antecedente en la célebre Juana la Rabicortona. Y se podría discurrir largamente del tema del satanismo que continuamente asoma en el teatro romántico.

Pero, dejando a un lado estas referencias, por la dificultad de establecer ascendencias seguras, habría en cambio que pensar en   —253→   ciertos detalles escenográficos, como las mazmorras, los truenos y relámpagos, los sepulcros, los cadalsos, los lóbregos subterráneos, tan típicos de los dramas románticos como de las comedias de magia del siglo anterior. Casi se podría afirmar que no hay uno solo de los más característicos ambientes románticos que no encuentre allí su antecedente.

Sobre todo, se debe mencionar la «mutación» de jardín con estatuas animadas que aparece a menudo en las obras dieciochescas y que reaparece -muy semejante hasta en las acotaciones- en el Panteón del Tenorio. Y no se puede negar que la atmósfera que envuelve las últimas escenas de la obra de Zorrilla, con su incertidumbre entre lo real y lo aparente, revela un estrecho parentesco con las antiguas comedias de magia: sólo que ahora a la magia grosera de las tramoyas se ha sustituido el hechizo más sutil de la poesía.






Indicaciones bibliográficas

  • JUAN GRIMALDI, Todo lo Vence Amor o La Pata de Cabra (Madrid, Suc. Cuesta, 1899).
  • JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH, La redoma encantada (Madrid, Yenes, 1839).
  • JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH, Los polvos de la madre Celestina (Madrid, Yenes, 1840).
  • JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH, Las Batuecas (Madrid, Repullés, 1843).
  • MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS, La Pluma prodigiosa (Madrid, Yenes, 1841).


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