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ArribaAbajo- X -

Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:

-No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada que le dieron... Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... ¡Y se llamaba como usted, don Gabriel!

El comandante sonrió.

-Maldito lo que se parecen... Como iba diciendo,   —174→   yo, hace años, muchos años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro... Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?

-Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad -respondió el artillero.

-Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates... pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.

-¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi cuñado?

-Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza como antes.

-Y... ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa mujer que tiene en casa?

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-Mire usted, como yo no voy por allí... con repetirle lo que se cuenta... y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso... Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y a quien le colgó, ¿usted se entera?, el milagro del rapaz. Este paisano, que ahora anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el Gallo de apodo, y nadie le conoce sino por el apodo o por el Gaitero de Naya, porque lo fue; y el remoquete de Gallo se lo pusieron sin duda por lo bien plantado   —176→   y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha...

-¿No le asesinaron por una cuestión electoral?

-Justo... Según eso ¿está usted en autos?

-Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...

-¿Trampeta?

-Pequeño, vivaracho, entrecano...

-El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras... donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país... Dicen que ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre   —177→   a salto de mata, de aquí a Portugal y de Portugal aquí...

Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.

-Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su molino de usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años... Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia...

-Hoy en día, a Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a morir en paz a Orense... Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba... En fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así   —178→   que mataron al padre, la muchacha se casó con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco... Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana...

Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.

-No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para que...

-¿Usted asistió a mi hermana? -exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de subir a empañar la pupila.

-Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a llamar... La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta...

  —179→  

Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.

-Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? -pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:

-Sí señor... ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo): -No dura medio año esta señorita-. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel -prosiguió el médico-, ¿qué le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas... De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa... Volviendo a la niña, no digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso... Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades... Al que   —180→   adora es al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera... El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o el látigo cuando va a las ferias... y yegua para montar, y dinero en el bolsillo...

Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído susurró:

-Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...

En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz serena:

-Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con   —181→   una mujer de quien están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que no he de exigir dote... Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla... ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.

Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.

-Si ella no me quiere... y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella... (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)... entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que,   —182→   siendo ese chico hijo del marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna paterna.

-¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.

-¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.

-De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre... Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.

-A arreglar todo eso venimos -contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.

-Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? -preguntó muy solícito.

-He mudado de plan; ya no voy... Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura.   —183→   Tengo por usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente alguno.

-¿Le corre tanta prisa?

-¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...

Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras3 de trigo que arrojaba a puñados en torno suyo chillando agudamente: -Pitos, pitos, pitos... pipí, pipí, pipí...-. Seguíanla los pollos nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre   —184→   de familia, llena de dignidad. A la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó un momento, y sintió que se le enfriaban las manos, como sucede en los instantes graves y decisivos.

-¡Fantasía, fantasía! -pensó-. Cuidadito... ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!



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ArribaAbajo- XI -

Antes de salir de Cebre a caballo, rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos momentos Juncal y don Gabriel en el alpendre o cobertizo del patio del mesón donde remudaba tiro la diligencia. Yacían allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda entablillada, y no lejos, sobre paja esparcida, cubierto por una manta, temblando aún de la bárbara cura que acababan de hacerle, el infeliz delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera (llamémosle así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el algebrista de Boán. Máximo dio un codazo a don Gabriel,   —186→   advirtiéndole que reparase en la peregrina catadura del viejo, el cual no se turbó poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación de atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó a chuparla, a vueltas de inauditos esfuerzos de su barba, determinada a juntarse de una vez con la nariz.

Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna tiesa del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en más de una docena de talas o astillas de cañas de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le habían aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor que les chorreaba por la frente, cansados de ayudar a la operación de la compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota hasta hacer estallar los huesos, a fin de concertar las articulaciones, mientras el paciente veía todos los planetas, incluso los telescópicos.

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-Mire si tenía razón -murmuró Máximo-. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a éste de más de tres leguas... Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa que yo no haría.

Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.

-Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado- indicó al médico.

-¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí... Raro es que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado...

Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al atador. Tomolos este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó el ala del grotesco sombrero,   —188→   mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de vino que le brindaba la mesonera.

Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.

Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar intenso, de una   —189→   embriaguez espiritual, que ya conocía de antiguo, por haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su vida un horizonte o un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas de la existencia futura, realzadas con toques de poesía, entretejidas con lo mejor y más grato que esa existencia podía dar de sí, con su expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los objetos y los sucesos representaban todo cuanto el novelista o el autor dramático pudiese desear para la creación artística, y por lo mismo que no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro seguía borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo fantástico, Gabriel solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus fracasos -los caballos muertos,   —190→   que decía él para sí-. Conociéndose, solía proponerse mayor cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero esta llevaba siempre la mejor parte.

Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un ser querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres frases de Juncal, el olor de las flores silvestres y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina incesantemente, y se la figuraba de mil maneras, y discurría, enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia selvática de su sobrina, su carácter algo arisco, y el rendimiento y ternura con que, después de las primeras esquiveces, le caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por qué   —191→   se veía disipando poco a poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola en los goces y bienes de la civilización, y otras veces volvía la torta, y se veía a sí propio hecho un aldeano, y a Manolita, con los brazos arremangados como Catuxa, dando de comer a las gallinas, o... ¡celeste visión, espectáculo inefable!, arrimando al blanco y redondo pecho una criaturita medio en pelota, toda bañada de Sol...?

La naturaleza se asemeja a la música en esto de ajustarse a nuestros pensamientos y estados de ánimo. No le parecieron a Gabriel tristes y lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se suspenden sobre el río Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los montes calvos o poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría espesa bóveda de zarzal. Al contrario, miraba con interés los pormenores del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al copudo castaño que le formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:

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-¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.

-Cerquita de aquí -advirtió Juncal- mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón... El chiquillo, el nieto, el Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras... Se le ha de acordar cada vez que pase por aquí... si es que tiene valor de pasar.

Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:

-¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia? ¿Hace por malquistarla con mi cuñado?

-¡Él maltratarla! ¡A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado que el de tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se volvió chocho, lo que se llama chocho, por ella; la señora y el ama   —193→   no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero; ni por pegarle; le digo a usted que era mucho cuento tal afición. Y después de fallecer la señora, ¡Dios nos libre! El niñero de la señorita Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por ahí. ¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo magostos, por las viñas picando uvas, o chapuzando por los pantanos! Y que no sé cómo no se mataron un millón de veces o no rodaron por los despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y recio! Un hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le conocí, y verá usted cuál. Cátate que se le pone en la cabeza al marqués, y otros dicen que al farolón del Gallo, enviar al rapaz a Orense para que estudie; y quién le dice a usted que el primer año, cuando tocaron a separarse, los dos chiquillos cayeron malos qué sé yo de qué... de una cosa que aquí llamamos   —194→   saudades... ¿Usted comprende el término? Porque usted lleva años de faltar de Galicia...

-Sí, ya sé qué quiere decir saudades. Los catalanes llaman a eso anyoransa. En castellano no hay modo tan expresivo de decirlo.

-Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los gatos cuando tienen morriña; pero así que volvieron a sus correrías, sanó y se puso otra vez alegre. Y a cada curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que la cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas pintan las cerezas y toma las de Villadiego, otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su...

Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando -¡Ave María!- de esas que no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo...

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Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:

-Con su hermana.

Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.

Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.

-Yo no paso de aquí, don Gabriel... Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre... y la verdad, como está uno así... político... no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la yegua...

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Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.

-Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal... A usted y a su señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas... que no se olvidan.

-Por Dios, don Gabriel... No avergüence a los pobres... Dispensar las faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.

-Le digo a usted que no la olvidaré...

Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.

-¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! -gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:- ¡Qué simpático... qué persona tan decente!... ¡Qué instruido... qué modos finos!...

El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que   —197→   no había preguntado al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y posible advenimiento de la república.

-¿Cómo pensará este señor? -discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los intestinos-. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible... Tan simpático... ¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera... debe de estar en lo cierto.



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ArribaAbajo- XII -

Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos, picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.

Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada   —199→   más allá del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las sangrientas cabezas de lobo.

Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes, rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas. Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le rompiese el   —200→   tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y entró.

Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa, alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor, con americana, cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire; Gabriel pensó que sería el mayordomo, el Gallo. Sentado en un banquillo hecho de un tablón grueso, cuyas patas eran cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro puntos4 cardinales, estaba otro hombre más corpulento, más obeso, más entrado en edad o más combatido por ella, con barba aborrascada y ya canosa, y vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca altura   —201→   del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver a su padre, don Manuel Pardo, tal cual era hacía unos quince o veinte años; y con mayor cordialidad de la que traía premeditada, se fue derecho a saludar al marqués de Ulloa.

Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.

El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:

-No me conocerás... Te diré quien soy...   —202→   Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.

-¿Gabriel Pardo?

Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró serenamente:

-Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días... ¿Te parece mal la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.

-¡Jesús... hombre! -prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad-. Seas muy bienvenido: estás en tu casa. ¡Ángel! -ordenó dirigiéndose al Gallo, -que recojan el caballo del señor, que le den cebada... ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.

  —203→  

-No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.

-Como tú dispongas; pero si estás cansado y... ¡Ey, Ángel! -gritó al individuo que ya se alejaba:- a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! -añadió volviéndose a Gabriel-. Tú por acá, por este país...

-He llegado ayer -contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida-. Estaba en la diligencia que volcó -y al decir así, señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa-. Ha sido preciso descansar del batacazo.

-¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! -exclamó el hidalgo dirigiéndose a uno de los gañanes-. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?

-Con perdón -respondió el Sarnoso tocándose   —204→   una pierna- llevaban esto crebado, dispensando usted.

-Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura -confirmó Gabriel.

El vuelco de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado,   —205→   que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro   —206→   que más de cuatro damas dirían, al ver pasar al marqués de Ulloa: -¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.

Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas, cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades -la muerte.

-¡Yo que le tenía por un castillo! -pensó-. Pero también los castillos se desmoronan.

De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del pasado ajustadas ahora por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más inmediata y práctica, en   —207→   una discusión referente a las partijas que se hallaban incoadas y pendientes desde el fallecimiento del señor de la Lage. Por más que el aire abierto y franco que traía Gabriel decía a voces -no vengo aquí a ocuparme en cuestiones de intereses- el marqués de Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dio por segura, y empezó a tirar mentalmente sus líneas y a combinar su estrategia. Con los años, el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los labriegos viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de pertenencia, un litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el papel sellado, esté por lo menos en ocasión de danzar.

Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:

-Y... ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy   —208→   deseando verla. Debe ser toda una mujer... ¿estará guapísima?

El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:

-Ahora la verás... Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho... como dos cabritos, triscando. Los pocos años, ya se ve... Cuando vamos viejos se acaba el humor... Más tengo corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su San Martín, como dicen... Todos vamos para allá -dijo apoyando su grueso mentón en el puño de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.

Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por la plenitud de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas,   —209→   y los últimos resplandores del astro inundaban de rubia claridad la cima de las medas, convertían en cinta de oro bruñido la atadura de los haces, daban toques clarísimos de esmeralda a la copa de los árboles, mientras las ramas bajas se oscurecían hasta llegar al completo negror. Se oían los últimos pitíos de los pájaros, dispuestos ya a recogerse, el canto ritmado del ¡pas-pa-llás! en el barbecho, el arrullo de las tórtolas, que se dejaban caer por bandadas en los sembrados, en busca del rezago de granos y espigas que allí había derramado la hoz, y la lamentación interminable del carro cargado, tan áspera de cerca como melodiosa de lejos. A trechos se escuchaba también otra queja prolongadísima, pero humana, un ¡ala laaaá! de segadoras, y todo ello formaba una especie de sinfonía -porque Gabriel no discernía bien los ruidos, ni podía decir cuáles salían de laringe de pájaro y cuáles de femenina garganta- una sinfonía que inclinaba a la contemplación y en la cual sólo desafinaba la   —210→   voz enronquecida del marqués de Ulloa.

Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.

-¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!

-¿En dónde? -preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.

Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era, desembocó entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado de gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos, claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para sujetar la carga, descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de las ruedas, fijó su atención un objeto más curioso:   —211→   un grupo que se destacaba en la cúspide del carro, un mancebo y una mocita, tendidos más que sentados en los haces de mies y hundido el cuerpo en su blando colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste donde se acumulaban esas franjas de arrebol que anuncian un día muy caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja, que más que carro de mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda liberalmente, sea a la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al ave en la copa del arbusto. Gabriel sintió de nuevo una extraña impresión; algo raro e inexplicable que le apretó la garganta y le nubló la vista.



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ArribaAbajo- XIII -

Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de humorismo, el bastardo de Moscoso.

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Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas modernos no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de bucles, digno de una testa marmórea, de los cuales dos o tres se emancipaban hasta flotar sobre las cejas y estorbar a los ojos.

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Para Gabriel, más pensador e idealista que artista y pagano, y además hombre moderno en toda la extensión de la palabra, aficionado a la expresión, prendado sobre todo, en el sexo varonil, de las cabezas reflexivas, de las frentes anchas en que empieza a escasear el cabello, de las fisonomías que son una chispa, una llama, una idea hecha carne, que habla por los ojos y se imprime en cada facción y se acentúa enérgicamente en la ahorquillada o puntiaguda barba, de los cuerpos en que la disposición atlética y la hermosura de los miembros se disimula hábilmente bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada; para Gabriel, decimos, fuese por todas estas razones o por alguna otra que ni él mismo entendía, no solamente resultó incomprensible la lindeza de Perucho, sino que a pesar de su predisposición a la simpatía, sobre todo hacia la gente de posición inferior a la suya, le pareció hasta antipática e irritante aquella cabeza de joven deidad olímpica, aquella frescura campesina   —215→   y tosca, aquella cara tallada en alabastro, pero encendida por una sangre moza y ardiente, savia vital grosera y propia de un labriego (así pensaba Gabriel); y sobre todo aquellos modales aldeanos, aquel vestir lugareño, aquella extracción evidentemente rústica, revelada hasta en el modo de andar y en el olor a campo que le había comunicado la mies.

En cambio -¡oh transacciones de la estética!- Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa. Así como a Perucho se le estaba despegando la americana y el pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de estopa de los gañanes que erigían la meda, a Manolita (seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el pobre vestidillo de lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de cachemir de corte elegante y sencillo, un sombrero Rubens con plumas negras -que lo llevaría divinamente-.   —216→   ¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se parecía, se parecía mucho a la inolvidable mamita; los mismos ojazos negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro larguito... pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre mamita no gozó nunca. Y además, serena e intrépida y despegada y arisca. Al decirle su padre: -Este señor es tu tío Gabriel Pardo, el hermano de tu mamá-, la montañesa apuntó a boca jarro las pupilas, y murmuró con desdeñosa gravedad:

-Tenga usted buenas tardes.

Si más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se quedó algo sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina. Entre los números del programa trazado por su imaginación, se contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en el fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado una escena digna del buril de un grabador inglés: una doncella candorosa aunque   —217→   algo brava y asustadiza, que se ruborizase al verle, que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y reverencias, que luego consultase con tímida mirada a su padre, y autorizada por una seña de este, saliese precipitadamente, volviendo a poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al forastero... Sí, ¡buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le hacía Manolita; y su padre, en vez de mostrar que extrañaba semejante comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con Gabriel, informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su padre, al hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros X? El artillero contestaba; pero de soslayo observaba atentamente lo que acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí a Perucho, que en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los bueyes, ayudaba a descargar el carro, mostrando deleitarse en la actividad muscular, que esparcía su sangre y la enviaba   —218→   en olas a enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del carro estuvo por tierra, llegose a la meda empezada, en cuya cima vio Gabriel alzarse, como estatua en su pedestal, a Manolita. Cruzáronse entre los dos muchachos frases, risas y una especie de gracioso reto; y empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dio principio al juego de levantar con ella un haz y arrojárselo a la chica, que lo recibía en las manos como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin titubear, y se lo pasaba al punto a un gañán encaramado también sobre la meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro, medando hábil y rápidamente.

Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla que te hablarás, en el tono llano y cansado del hombre para quien pasó la edad de los retozos y no cree que ya le importen a nadie. Y Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero distraído, con el alma a cien leguas de   —219→   la plática. Al fin no pudo contenerse, y se levantó.

-¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?... -interrogó obsequiosamente el marqués, dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.

-No... Sí... Quisiera... -murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le pareció ridículo decir: -Lo que estoy deseando, a pesar de mi brazo vendado, es ponerme también a echar haces a la meda...-. Y no atreviéndose a confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia la gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante algunos segundos las risas de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces, y el impaciente -¡venga otro!- de Manolita cuando tardaban.



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ArribaAbajo- XIV -

Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda; después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como era en realidad.

A la escalera salieron a hacerle los honores   —221→   el Gallo y su esposa, la ex-bella fregatriz Sabel, causa de tantos disturbios, pecados y tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años antes, cuando quería hacer prevaricar a los capellanes de la casa, no la conocería ahora. Las aldeanas, aunque no se dediquen a labrar la tierra, no conservan, pasados los treinta, atractivo alguno, y en general se ajan y marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su piel se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como cola de buey, el seno se esparce y abulta feamente, los labios se secan, en los ojos se descubre, en vez de la chispa de juguetona travesura propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la máscara labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los primeros años dura algo más; pero si se casa, es segura la ruina inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la balsámica frescura de las hierbas puestas a serenar la víspera de San Juan, y al año de consorcio no es posible conocerlas   —222→   ni creer que son las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas aldeanas, que parecen grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran jamás la belleza en la mujer después de casada y madre: sus requiebros y ternezas son siempre para las rapazas, las nenas bunitas.

Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».

Con todo, su marido Ángel de Naya, por   —223→   remoquete Gallo, la tenía no sólo convencida, sino subyugada y vencida por completo, desde los tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su puesto y corte de sultana favorita en los Pazos, e irse a cavar la tierra. Era una devoción fanática, una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El varón, no obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en carácter, y hasta en ventajas físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba su tipo de majo a la gallega y su triunfadora guapeza de sultán de corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas patillas y la fachenda en vestir y el empeño de presentarse con cierta dignidad harto cómica. Es de saber que el Gallo, sin madurar los vastos y mefistofélicos planes de su antecesor y suegro el terrible Primitivo, no era ajeno a miras de engrandecimiento personal, que delataban indicios evidentes. El Gallo   —224→   vestía de señor, lo que se dice de señor; encargaba a Orense camisolas, corbatas, pañuelos, capa, reloj, botitos, y por nada del mundo se volvería a poner su pintoresco traje de terciopelo de rizo azul, con botones de filigrana de plata, y la montera con plumas de pavo real, ni a oprimir bajo el sobaco el fol de la gaita a cuyo sonido habían danzado tantas veces las mozas. Paisano trasplantado a una capa superior, todo el afán del Gallo era subir más, más aún, en la escala social. Nadie le obligaría a coger una horquilla o una azada: dirigía la faena agrícola, nunca tomaba parte activa en ella, porque soñaba con tener las manos blancas y no esclavas, como él decía. Otra de sus pretensiones era leer óptimamente y escribir con perfección. Como todos los labriegos que aprenden a leer y escribir de chiquillos, su iniciación en esta maravillosa clave de los conocimientos humanos era muy relativa: sabe leer y escribir no es conocer los signos alfabéticos, nombrarlos, trazarlos; es sobre todo poseer las ideas que despiertan   —225→   esos signos. Por eso hay quien se ríe oyendo que para civilizar al pueblo conviene que todos sepan escritura y lectura; pues el pueblo no sabe leer ni escribir jamás, aunque lo aprenda. En resolución, el Gallo se despepitaba por alardear de lector y pendolista y acostumbraba por las noches, antes de acostarse, leerle a su mujer, en alta voz, el periódico político a que estaba suscrito y que proporcionaba una satisfacción profunda a su vanidad, al imprimir en la faja -Sr. D. Ángel Barbeito-Santiago-Cebre-. Por supuesto que leía de tal manera, que no sólo al caletre algo obtuso de Sabel, sino al más despierto y agudo, le sería difícil sacar nada en limpio; porque suprimía radicalmente puntos y comas, se comía preposiciones y conjunciones, se merendaba pronombres y verbos, casaba sin dispensa palabras y repetía cuatro y seis veces sílabas difíciles, siendo de ver lo que se volvían en labios suyos las noticias referentes, verbigracia, al Mahdi, a los nihilistas, al rey Luis de Baviera o a los fenianos y liga agraria.   —226→   Y todos estos sucesos, batallas, asolamientos y fieros males, cuanto más lejanos y más inaccesibles, razonablemente hablando, a su comprensión, más le deleitaban, interesaban y conmovían; y era curioso oírselos explicar, en tono dogmático, a otros labriegos menos enterados que él de la política exterior europea en cierta tertulia que solía juntarse en la cocina de los Pazos. Respecto a sus pretensiones de pendolista, había empezado a satisfacerlas del modo siguiente: encargando a Orense una resmilla de papel de cartas bien lustroso, de canto dorado, y mandando plantificar en mitad de cada hoja un A. B. cruzado, tamaño como la circunferencia de un duro; y ya provisto de papel tan elegante y de escribanía y cabos de pluma en armonía con él, dio en escribir, para ejercitar la letra, cartas y más cartas a todo bicho viviente, tomando por pretexto, ya el felicitar los días, ya cualquier motivo análogo. También era para él gran preocupación el hablar, pues se esforzaba a que sus labios olvidasen el dialecto a que estaban   —227→   avezados desde la niñez, y no pronunciasen sino un castellano que sería muy correcto si salvásemos las innumerables jeadas, contracciones, diptongos, barbarismos y otros lunarcillos de su parla selecta. ¡Y cuanto más se empeñaba en sacudirse de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura capa de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas, en sus patillas cerdosas y encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus anchos pies, la extracción, la extracción indeleble, que le retenía en su primitiva esfera social! Si él lo comprendiese sería muy infeliz. Por fortuna suya creía todo lo contrario.

Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero heredado de su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en préstamos a un rédito usurario. El Gallo amaba las fincas rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vio desde   —228→   luego lo ventajoso de su situación para papelonear; y como el Gallo antes pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente en los gallegos, dígase lo que se quiera, su sueño dorado fue subir como la espuma, no tanto en caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con Sabel, convertirse en señor y a ella en señora, y a Perucho en señorito verdadero... Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era de tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de papá por Perucho y sin razón alguna para regatearle el título de hijo, la idea de que por las venas del mozo pudiese circular más hidalga sangre, le ponía tan esponjado, tan hueco, tan fuera de sí de orgullo, que no había anchura bastante para él en toda el área de los Pazos. Lo pasado, el ayer de Sabel en aquella casa, lejos de indignarle o disgustarle, era el verdadero atractivo que aún poseía a sus ojos una mujer marchita y cuadragenaria.

El matrimonio salió a esperar al huésped   —229→   en la meseta de la escalera, deshaciéndose en obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los verdaderos dueños de la casa. Aunque Sabel no guisaba ya, ¡pues no faltaría otra cosa!, se enteró minuciosamente de lo que el huésped podía apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? ¿Tortilla? ¿Lonjas de carne? ¿Chocolate? Gabriel repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y en esta porfía me lo iban llevando de habitación en habitación, a cual más destartalada y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y según la costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles, presenciando cómo la cubrían. Gabriel, al comprender que se trataba de cenar, buscó con los ojos algo que no parecía por el comedor. Y al fin no pudo contenerse.

-¿Y Manolita? -preguntó-. ¿Y Manolita? ¿No cena?

-¿La chiquilla?... ¡Busca! ¿Quién cuenta con ella? -respondió el marqués de Ulloa, como si dijese la cosa más natural y corriente   —230→   del mundo-. ¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora se juntarán en la era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil demonios, y pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla viene, y habiendo una luna hermosa como hay, tenemos broma hasta cerca de las diez.

No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y servilletas. Su impulso era decir: -Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos-, pero se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.

Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla, sin cortinas ni chimenea;   —231→   por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que subían a comérselos, y otros caprichos de la fantasía del pintor; y en el centro, frente a la vasta mesa de roble y a los bancos duros, de abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que tenía carácter o cachet, ese no sé qué de arcaico que enamora a las cansadas imaginaciones modernas, y se confirmó en ello al fijarse en el plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban emblemas curiosísimos, que le trajeron a la memoria su edad infantil, pues en su casa siendo niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos docenas de platos traídos por doña Micaela, la madre del marqués, que debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un Pardo virrey o magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage dividido en dos cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos leones rampantes en campo de gules, y en el de la izquierda   —232→   otro león y cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una banderola la divisa: Fortis in fide et regi fidelis; bajo el escudo, en otra banderola, Per cruces ad triumphos. ¡Resto de algo glorioso, esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo a Gabriel de la contemplación del plato, su cuñado que con inmenso cucharón de plata le servía una sopa de pan humeante, grasienta y doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas.

Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella exhibición de vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa de veinte años antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al revés: con la mengua   —233→   de sus fuerzas físicas, con el paso de la vida nómada de cazador a la más sedentaria de hidalgo que cultiva sus tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte, terror que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor indiferencia que nunca por las finuras y elegancias: en cambio la materia le dominaba, cogiéndole por el flaco de la gula, y como todos los gotosos, apetecía justamente los platos y vinos que más daño podían causarle. El ramo de pompas y vanidades corría de cuenta del insigne Gallo, en quien latía la inclinación más irresistible al fausto y esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la vajilla y con cuanto pudiese.

Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una entrevista confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus habitaciones en compañía de su mujer, la cual acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada menos que   —234→   a sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y cucas, con divisiones nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo lo que antes fue madriguera del zorro Primitivo, lo había convertido el presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda. Y cuanto tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba el señor, otro tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se labraba el mayordomo. Llenitas como un huevo, nada faltaba en ellas: ni los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las sillas y sofá de yute, ni el espejo grande en la salita, ni las fotografías harto ridículas, en sus marcos dorados, ni cromos de frailes y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni calendario americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso bienestar y el lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La cama de matrimonio era negra maqueada, es decir, con unos pecaminosos medallones dorados y unas inicuas   —235→   guirnaldas de rosas; a cada viaje que el Gallo hacía a Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una dorada enteramente, lo cual era a sus ojos el colmo de la ostentación y sibaritismo humano; pero un vago recelo de lo que podría decir la gente envidiosa y chismosa, le contenía siempre, reduciendo su vehemente capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo más seductora.

Las pollitas, o sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina en banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los pies hacia la cabecera; dormían con los ojos colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar, porque querían ir a la era, a oír tocar la pandereta y cantar la encomienda; pero su padre, que profesaba las más severas ideas respecto al decoro de las señoritas, no se lo había permitido. Sabel empezaba a soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía según la costumbre   —236→   aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado de una mesa que sustentaba la lámpara de petróleo (una lámpara nada menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico que a la sazón recibía, y era si no mienten las crónicas El Globo, y comenzó a chapucear sueltos, asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York, y exclamando:

-¡Ave María de gracia!... ¡Dice que están a noventa... y cin... y cin... co farengues... (95º Fahrenheit se cree que sería), y trin... trienta y ci... cinco y ciento gra... dos! (35º centígrados, supongo que rezaría la hoja.) Mujer... ¡qué pasmo!

Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de complaciente gruñido, estirándose gustosa entre las sábanas, pues sin saber cuántos farengues de calor se gastaban por allí, sabía que había sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del apuro siempre que su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el grabado,   —237→   o mejor dicho el borrosísimo cliché del periódico, para hacerle admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una fantasía ardiente podía reconocer, ya una Aldea rusa a orillas del Volga, ya la Vista de Constantinopla tomada desde el Bósforo, con otros primores artísticos de la misma laya. Aquella noche, después de pagar el imprescindible tributo a la política exterior y al movimiento europeo, ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la boca del tubo, entre el silencio y la oscuridad y el bienestar del lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva, se echaron a indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella venida del señorito don Gabriel.



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ArribaAbajo- XV -

La primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia, fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor, y además... ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!

¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!

-No soy yo quien se enamora, es mi imaginación   —239→   condenada -pensaba el comandante-. Parezco un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura, mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.

Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete   —240→   figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su devoción, un rosario de azabache con engarce de plata... todo había sido conservado allí, no por respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.

Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de   —241→   acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si le negaba autorización para hacerse querer de la niña... bien, entonces le asistiría el derecho de tomársela.

Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca5, pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista se celebraría dentro de media hora en el despacho y   —242→   archivo del marqués de Ulloa -archivo que ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto capellán.

El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por ambas partes. -Me dejas pasmado. -No sé por qué. -Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de broma? -Nada de eso: con nadie, y menos contigo. -¿En qué quedamos; me pides o no a Manolita? -No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. -¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de tomarla? -¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces... entonces sí que te la pido. -Sólo faltaba que tampoco me la pidieras entonces. -Pues bien mirado, si ella   —243→   quiere darse, es cuando menos falta me hace que me la des tú; pero... yo soy así. -Tú eres por lo visto una buena pieza. -Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. -Pero... ¿estará decente que andes tú por ahí acompañando a la chica, después de saber que tienes tales proyectos? -Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que tu hija anda muy recogida y pierniquebrada. -¡Hombre... hombre! -La has criado como un marimacho, sin recato ninguno, ¿sabes? Y muy mal, por no decir infernalmente. -Y a ti, ¿quién te da vela?... -Poca cosa: como que intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre. -Manolita es una chiquilla y, además... no anda sola. -No, ya sé que la acompaña... el hijo del mayordomo-. (Aquí los ojos de ambos cuñados cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos). -Siempre anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos. -¡Bonita razón! En fin, al grano; ¿me permites, sí o no, que pruebe a agradar   —244→   a Manolita? -¿Y si no te lo permito? -Lo haré sin tu permiso; sólo que lo haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir a meterme en ella para obrar contra tu gusto. -Y si te doy permiso y le agradas, ¿te casarás con ella? -¡Hombre!, ese es mi propósito: ¿pero y si tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra. -Me estás proponiendo cosas raras. -Aún voy a proponerte otra más rara que todas las demás. Si se arregla la boda, no le des un céntimo a tu hija de presente, y dispón tu testamento como te dé la gana y a favor de quien se te antoje. -Eh... Ni un cént... Quieto, quieto; mi hija no está en la calle; por de pronto tiene... la legítima materna. -(Por ahí te duele, pensó Gabriel cuando oyó esto). -La legítima materna de Manolita te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta dotal, otro tanto como le corresponda por herencia de su madre. -Yo... en realidad de verdad... así Dios me salve... -He dicho que ni un céntimo de presente, ¿cómo se dicen las   —245→   cosas?... Y el día de mañana... lo que te dicte tu conciencia... y nada más. (La cara del marqués se dilataba, su barba gris temblaba de placer.) -¡Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y cómo ha sido ese repentón de gustarte la chica? -Tres meses hace que me gusta. -¿Sin verla? -¡Se entiende! Casi no la he visto aún a estas horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide sino la aquiescencia y nada más. -Pues... por mí... trato hecho. -Trato hecho... ¡Acabáramos!

-Ya tengo -pensó Gabriel al volver a su cuarto- campo libre y carta blanca-. Pasábase el cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:

-¿Hay permiso?

Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de   —246→   percal color garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:

-Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo... bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la casa toda.

-Gracias, niña... ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?

-Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.

-¿Te sería igual tutearme... o te parezco demasiado viejo? Di -añadió con unos visos de melancolía.

-Algo viejo es... y me da vergüenza.

Gabriel se quedó encantado de la contestación.   —247→   «Ella me tuteará» -pensó para sí; y añadió en voz alta:

-Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto... Tengo más ganas de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?

-¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que...

-¿Qué?

-Que si fuésemos por ahí... por montes... le tuviese yo que dar la mano.

-Pues mira... Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios bonitos... Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.

-Sí; pero a esta horita -notó la muchacha castañeteando los dedos- ¿quién se atreve a pasar más allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre...

-Pues al bosque ahora, y a la tarde... me llevarás a donde gustes, chiquilla.

Volviose la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya dos veces   —248→   había observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de detestable educación, en vez de desalentar al artillero, le atrajo más. -Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas, zarzales... ¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese... A falta suya, yo desbrozaré esa maleza, a fuerza de paciencia y de cariño.

La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la seguía, rumiando aquello del terreno virgen, y observando con gran placer que era aplicable así a lo moral como a lo físico de la muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica, tenía las dos planicies delante y detrás, que suelen delatar la inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la raya que dividía las trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las más tranquilizadoras, por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del pelo corto que la sombreaba; su   —249→   andar era andar de cervatilla, sin languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente convexa la hacían semejante a las santas mártires o extáticas que se ven en los museos.

-¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que formar! -reflexionaba Gabriel, muy encariñado ya con su oficio de preceptor-. Pero hay terreno, hay sujeto... ¡La han descuidado tanto! Lo que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la fuerza e influjo del natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es habérselas con esta niña, entregada a sí misma desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y a quienes la solicitud y los sabios... o hipócritas consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han cubierto de un barniz tan espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él. -¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero qué modo de correr! -exclamó en voz alta, viendo que Manolita atravesaba velozmente   —250→   las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de cuatro saltos, y sin aflojar el paso se metía por el huerto.

-Corra también -respondió la niña casi sin volver la cara-: ¡Todo esto de la casa y la huerta es más cargante! Ya iremos despacio por el soto... Allí da gusto.

Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie del estanque, los mismos escribanos de agua tenían pereza de echar complicadas firmas con sus largos zancos, y adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce de beber sol. Los átomos del aire vibraban, prontos a inflamarse cuando el astro ascendiese a su zénit; innumerables insectos zumbaban entre la hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros, seguros de que con aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían de derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas ejecutaba en el ambiente de fuego una figura de rigodón,   —251→   y luego se desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el hongo, y abanicábase con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vio.

-Va a pillar un soleado... ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de berza y métala en el sombrero, que si no... mañana a estas horas está en la cama con un mal.

Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.

-¿Y tú? -exclamó en seguida-. ¿Por qué no coges un soleado tú? No llevas nada en la cabeza.

-¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.

A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto, como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su sobrina.

  —252→  

-¿Manuela?

Ella se volvió, asaz impaciente.

-¿Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?

-Pues cómalas, y buen provecho -respondió la chica encogiéndose de hombros.

-Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.

-¿Seque no diferencia las verdes de las maduras?

-No... Sé un poco amable. Ayúdame.

Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama, fue tentando ciruelas... y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel, amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio, marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.

-Mil gracias... Ahora...

-¿Ahora qué?

-Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.

  —253→  

-No me da la gana... Estoy harta de ciruelas.

-Pues dispensa... Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un deber.

-¿De qué? -preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos ariscos.

-El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.

Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.

-Chica, chica... -gritó-. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un gamo... Aguarda un poco.

Parose la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con la punta del pie derecho describía   —254→   semicírculos sobre la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo palabra; suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin hacer caso del forastero.

Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la flor del castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había impregnado el aire de un olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo en la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más próximo a la casa, había sido plantado con cierto orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban calles en todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando sólo relativamente limpia la del centro, atajo que solían tomar los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los Pazos más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda,   —255→   que sólo casualmente le atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una estrella de oro de visos irisados, trémula sobre la cortina verde. Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque. Gabriel emparejó con ella, y señalándole el repuesto y solitario lugar y la mullida hierba, le dijo:

-¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.

-Bien -contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.



  —256→  

ArribaAbajo- XVI -

-¡Cortezuda es la pobrecilla! -pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó -mucho- pero la muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.

-Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una pregunta. ¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme? Mira, dímelo francamente, porque... no tendrá nada de particular, ¿sabes?   —257→   Lo que se dice nada. Un pariente forastero que llega ayer, llovido del cielo; a quien tú no has visto jamás ni probablemente oído nombrar dos veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres, ni tú las de él... más viejo... mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te manda que... lo acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo perfectamente que reniegues de mí.

Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos, concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.

-Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo... Lo que te dije antes, cuando te pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer de mí lo que quieras.

  —258→  

-¿Por qué? -preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.

-Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie... y porque aunque fueses un diablillo, yo... te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero... con toda el alma... ¡con toda el alma!

Fue dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego profano, que Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que había allí algo inusitado, algo distinto de lo que podía decir un tío a una sobrina en el fondo de un bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y su boca de finos labios adquirió expresión severísima.

-Tu madre -añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus palabras- fue mi hermana del corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría la tierra que pisas... ¿te   —259→   ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.

Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió, llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.

La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino, tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo coro.

-¡Gracias a Dios que te veo reír! -dijo al disiparse el primer alborozo-. ¡Gracias a Dios! Todo lo que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad se debe reír... es lo natural. ¡Qué contento me da verte así! Sobrina mía... te declaro solemnemente que eres muy bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque montañesa, no ignoraba que al reír se le ahondaba un   —260→   par de graciosos hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y parejos afrentaban a los piñones). Por lo demás -siguió Gabriel- a mí, como te quiero, me pareces siempre muy linda... Sí, sobrinita. Antes de verte ya me gustabas...

-¿Antes de verme? -interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de los dedos lágrimas de risa.

-Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?

-No... ¡Era yo tan cativa cuando se murió la pobre!

-¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?

-¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.

-Pues... lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos amigos?

-Sí señor -respondió Manuela entornando los párpados.

-¿No estás disgustada por tener que acompañarme?

-No señor...

  —261→  

-Sí señor, no señor... ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me enfado... te hago reír otra vez. Ya que no quieres tutearme... al menos, no me digas señor: dime Gabriel, que es mi nombre.

-¿Tío Gabriel?

-Bueno, tío Gabriel, sí así te parece que te podrás ir acostumbrando a llamarme Gabriel a secas. Y ahora, que ya estamos con más confianza (Gabriel apoyó el codo sano en el suelo y se reclinó cómodamente), vamos, dime por qué estabas de mal humor conmigo esta mañana.

-Porque... -Manuela iba sin duda a soltar un secreto formidable; pero de pronto sus labios se cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y murmuró enérgicamente-. Por nada.

-¿Por nada?

-Por... porque hablando francamente, era mejor que papá lo acompañase; yo no soy quien para entretenerlo ni darle conversación. Bonita diversión la que saca de estar   —262→   conmigo. ¿De qué le he de hablar? Por eso me dio rabia que papá discurriese mandarme a papar moscas con usted.

-Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo me distrae tu compañía, sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca! Vaya si tenemos: y tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación. Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre cosas nuevas de qué tratar.

Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se quedó como asombrada mirando al artillero.

-¿No lo crees? -dijo este, que iba cortando con mucho primor, de una uñada, tallos de gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar un ramillete.

-No señor... tío Gabriel. Porque... yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos, como quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y sabe   —263→   todo... Conmigo se tiene que aburrir, ¿eh?, aunque por darme jarabe diga eso. Otra le queda.

-¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio a medio. Pues si justamente te necesito; si me haces muchísima falta para explicarme, y enterarme, y ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas importantísimas, en que eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c...

-Vaya, vaya, vaya -canturreó la niña con su marcado acento del país.

-No hay vaya, vaya, que valga -murmuró Gabriel remedándola tan jovialmente, que no había modo de enojarse por la parodia-. Sí señora. Se lo digo a usted formalmente, con toda la formalidad que cabe en un comandante de artillería. Mira, hijita, por lo visto tú eres como Santo Tomás: ver y creer. Así es que te diré cuáles son esas cosas en que eres una sabia y yo un borrico. Son... las cosas de por aquí, del campo.

-¿Del campo?

-Cabales... Atiéndeme... Yo me he criado   —264→   en un pueblo, he estudiado en otro, he vivido en varios, y no he estado en lo que se llama campo, sino en el campamento, que es muy diferente... Allí mira uno la tierra desde el punto de vista de cómo podrá, abierta en trincheras, servir para resguardarse del enemigo... y las montañas que yo he visto y recorrido, ¿sabes lo que buscaba en ellas? Un punto estratégico en que situar una batería... para santiguar desde allí a cañonazos a los carlistas.

Inclinose la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes, en su respiración agitada, el interés con que infaliblemente escucha la mujer toda historia en que juega el valor masculino.

-¿Estuvo en muchas batallas? -preguntó mostrando gran curiosidad.

-En unas pocas... pero no batallas campales y en grande, hija mía, como esas que tú habrás visto pintadas o te habrás representado en la imaginación; fueron encuentros parciales, tomas de fortines, asaltos de trincheras,   —265→   escaramuzas, tiroteos de avanzadas...

-¿Y muere gente en eso como en lo otro?

-¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso... Allí ve uno muy de cerca el brillo de las bayonetas y los machetes, y la boca de los rewólvers.

-¿Y a usted... lo hirieron? ¿Le hicieron daño?

-Sí, a veces... Rasguños.

-¿En dónde? ¿Aquí? -exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno hasta rozar con él la mejilla de su tío, el cual se estremeció dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las delicadas gramíneas que cortaba.

-No... -dijo sin ocultar el estremecimiento-. Esto fue la explosión de un poco de pólvora que se me quedó embutida debajo de la piel...

-¡Ay!, me ha de contar cómo fue. No..., pero antes las batallas.

Gabriel se incorporó quedándose sentado en la hierba, con las piernas estiradas y el   —266→   haz de gramíneas en la mano. Habíalas verdaderamente airosas y elegantes, montadas en tallos como hilos; sus menudas simientes pajizas temblaban, bailaban, oscilaban, se encrespaban y bullían como burbujas de aire moreno, como gotas de agua enlodada; algunas semejaban bichitos, chinches; otras, como la agrostis, tenían la vaporosa tenuidad de esas vegetaciones que la fina punta del pincel de los acuarelistas toca con trazos casi aéreos, allá al extremo de los países de abanico: una bruma vegetal, un racimo de menudísimas gotas de rocío cuajadas. Con aquel fino puñado de hierba, Gabriel acarició la cabeza trigueña de su sobrina, diciendo con una explosión de alegría casi infantil:

-¡Ah, pícara... pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar... y nos sobra. ¿Lo ves, lo ves? Yo te cuento guerras o catástrofes como esta de la pólvora que se me metió entre cuero y carne, y muchas cosas más que me han pasado; y tú...

-¡Bah! No haga burla, no haga burla... Ya   —267→   se sabe que yo no puedo contar nada que valga dos nueces.

-Que sí, mujer... Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora y yo un ignorantón.

-¿Con tanto como estudió?

-En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y estrafalarias, que andan en libros... y mira tú, lo bueno es que allí se quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno a encontrar ni por casualidad una sola vez. Pues sí... ¡tú vas a reírte de mí cuando veas lo tonto que soy! No diferencio el trigo del centeno...

La montañesa soltó una carcajada fresquísima.

-No he visto nunca moler un molino... El único en que estuve lo tomamos a cañonazos: era un molino en que se habían hecho fuertes las gentes del cabecilla Radica... Ya te figurarás que no molía entonces...

Redobló la carcajada de Manuela.

-Tampoco he visto segar... Ayer me enteré   —268→   de que hacéis unas cosas que se llaman medas, que son como una pirámide de haces de mies... y eso porque te vi encaramada encima como un loro en su percha...

Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba a Manuela, obligándola a echarse atrás, a recostarse en el tronco del castaño para no caer... Con una mano, a la usanza aldeana, se comprimía la ingle, y con otra se tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del artillero.

-Ay... ay... que me muero... que no puedo más... -decía la chiquilla-. Ay... por Dios... no diga tontadas así...

Sonreíase él, contento del efecto producido, y haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo de una gramínea, que por el volteo apresurado parecía una rueda de dorada niebla. Parose, al ver un insecto semejante a una media bola de coral pulido, con pintas de esmalte negro, que le había caído sobre   —269→   el dorso de la mano y allí permanecía inmóvil.

-Ahí tienes -murmuró dirigiéndose a su sobrina, que pasado el espasmo se había quedado como aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al canto de los lagrimales-, mira si es verdad lo que tanto te hace reír, que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha domiciliado en la mano.

-¿Esa? -balbució la niña como saliendo de un letargo- es una mariquita de Dios.

-¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?

-¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.

-¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no puedo sufrir que se lastime a ningún animal.

-¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela sólo con hablarle.

Y la niña, acercándose tanto a la mano de su tío que este sintió el húmedo calor y la   —270→   frescura de su sano aliento, murmuró misteriosamente:

-Mariquiña, voa, voa, que ch’ei de dar pan è ceboa.

A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; a las segundas removió sus patas, que parecían hechas de cabitos cortos de seda negra; a las terceras entreabrió las alas de coral, descubriendo debajo otras de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo rápidamente y se perdió en el aire.

-No he visto en los días de la vida animal más bien mandado -observó Gabriel un tanto sorprendido-. ¿Obedecen así los demás bicharracos?

-¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón... ya vería si obedecen o no.

-¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?

  —271→  

-¡Uy!, otros son peores. Hay los de cuatro patas... Raposos y lobos; allá en lo más alto de la sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el miñato, que mata las palomas... Pero a mí esos animales fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores cuando dan la batida a los lobos, que debe ser precioso; pero a lo que tengo miedo es a... los perros rabiosos, en este tiempo del año. Dice que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con un hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba... ¡ih, ih, ihhh! (Manolita se estremeció, subiendo los hombros como si tuviese frío.)

-¡Qué nerviosa es! -pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la embriaguez que le producía el ver a la niña tan domesticada ya y entretenida en tan familiar y afectuosa plática, no dejaba de estudiarla, recordando que tenía que hacer con ella oficio de padre, de maestro, y aun quizás de médico; tierno protectorado, acaso lo más dulce y atractivo   —272→   de la obra de caridad que su corazón emprendía-. Al mismo tiempo -calculó mirando la coloración trigueña, encendida y melada del rostro de su sobrina- hay sangre, generosa, rica y roja... Me gusta que tenga nervios: ¡por el camino de los nervios se puede conseguir tanto de la mujer!

Aún charlaron algo más antes de volver a los Pazos a la hora de la comida. Al atravesar el bosque, pudo ver el comandante que los nervios de su sobrina se estaban quietos en ocasiones que alborotarían los de una señorita cortesana. Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque, notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una vara verde; y al punto mismo vio pasar a dos dedos de sí, con el espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la plana cabeza erguida, una gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su vientre. Sería como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y media. Gabriel se quedó fascinado, sintiendo el frío que causa la presencia   —273→   de los reptiles. Manolita en cambio se bajó, y escudriñando entre las hojas caídas y la maleza, blandió triunfalmente un objeto amarillento, larguirucho, diáfano, que parecía hecho de papel de seda untado con aceite, por encima imbricado de escamas, por debajo plegado en pliegues horizontales; un andrajo orgánico, que aún parecía conservar la flexible curvatura del tronco que momentos antes revestía.

-¡La camisa de la culebra! -gritaba entusiasmada Manola-. ¡La ha soltado ahí la bribonaza! ¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! ¡Ah maldita! ¡Si yo tuviese una piedra con que esmagarte los sesos!... Mire, mire, mire -exclamó metiéndosela a Gabriel casi por los ojos-: mire la hechura de cabeza, mire la boca, mire los ojos... ¡cómo se conocen los ojos!

-¿La llevas? -preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba a la muñeca.

-¡Toma! Para enseñársela a Perucho.



  —274→  

ArribaAbajo- XVII -

Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su puerta, no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con el batir imperioso de una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto a la persona que busca. Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos, había buscado algún alimento del alma, alguna lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el   —275→   señor los leía también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto por la mañana en el archivo un armario-estantería donde encima de las oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía algún filete de oro, se fue allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de vidrios, de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de humedad; cenicientas polillas huyeron despavoridas de su refugio predilecto. No se arredró: fue sacando volúmenes. Cada libro que abría era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del insecto bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su sepulcro, todo comido de gusanos: allí estaban, calados y alicatados por la polilla con mil pintorescos dibujos, La Enriqueida, El Contrato Social, la Moral universal, las Confesiones, la Nueva Heloísa: y también las novelas del género sentimental interminable; Clara Harlowe, Pamela Andrews, a las cuales las ratas, por no ser menos que los bichos, habían roído los cantos y   —276→   puesto como una sierra el borde de las hojas. Lo único que encontró Gabriel en mediano estado fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos tomos del Viajero universal y un ejemplar de los Nombres de Cristo, así como la traducción del Cantar de los cantares, también del Maestro León. Llevose para su cuarto lo más aceptable, y recordando sus aficiones filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los Nombres. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el tiempo había derramado un baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con despego primero y con pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oír llamar!

-¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.

-¿Adónde?

-Por ahí. ¿No dijo que quería...?

-Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.

Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante   —277→   broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la mañana.

Al salir a campo abierto, sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era fuego, fuego fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación de hallarse metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela sin embargo andaba ligera, en términos que a su tío siempre le costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días antes por el movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del manto de seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan alegres, que parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de los surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los haces en desorden como muertos después de la batalla; entre las cortadas espigas   —278→   doblaban la cabeza moribundas las amapolas de tafetán con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija a la sombra de la mies y vive por ella sola. Aún queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la cortiña segada.

-Después de que siegan ya parece que se escapa el verano- pronunció con cierta pesadumbre, pensando en alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época en que su compañero, su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y miró a su vez los surcos. Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de   —279→   Manuela, con ese interés que inspiran las cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.

-¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? -preguntó cuando cruzaron el barbecho y fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.

-Vamos a la represa del molino... le enseñaré cómo muele... porque si subiese por la montaña, se moriría con el calor que hace...

-No, mujer... ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita... Verás cómo no me canso, por muy largo que paseemos y por mucho que sea el calor.

Lo cierto es que el artillero pensaba ahogarse. Desde los tiempos en que andaba a la greña con los carlistas, no había pasado sofocón por el estilo, y el andar rápido de la muchacha le ponía a prueba. Pero antes mártir que confesor. No quería darse por vencido ante un poco de sol, y, como todos   —280→   los enamorados, quería alardear de vigor y salud.

-Vaya, vaya -dijo con graciosa roncería su sobrina- que si yo lo llevase allí (y señaló una cumbre no muy distante, que herida por el sol brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos si podía volver por su pie.

-Niña... ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba, hija! Y con la batería, que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa altura?

-Pico-Medelo. Otro día iremos allá, ya que se hace de tan valiente, a ver quién saca la lengua primero; pero hay que salir por la fresquita de la mañana y entonces se ve desde allí una vista tan preciosa, que no sé: dicen que hasta se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que sople vendaval, porque con él se ve más lejos que con el nordés. Y allí hay unas piedras viejísimas que dice que fueron de un castillo del tiempo...

La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.

  —281→  

-Del tiempo de los moros- exclamó al fin muy formal.

Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:

-¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!

Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos, en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una continuación del prado: Manuela avisó al artillero, cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la charca se arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo: daba grima pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo.   —282→   Espadañas, gladiolos y juncos elevaban sus lanzas airosas al borde del agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel, al posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase, misterioso y grave, el ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de pronto.

-¿Sabe pescar? -dijo a su tío.

-¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...

-¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que remangarse...

-Vea usted -pensaba para sí el artillero-. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.

Rota la cortina de olmos, apareció el estanque   —283→   de la presa, del cual emergían los escobones de las poas y las flores rosas de la salvia: el agua se precipitaba espumante, pero Manuela vio con sorpresa paradas las paletas del molino.

-Hoy no muele -dijo meneando la cabeza-. Ya me figuro por qué será; pero venga, que preguntamos.

Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel vigilante con un -¡Quieto, can!- que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una visita.

-Entren, entren, mi ama y la compañía -suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con desdentada boca. Gabriel miró a la mujer   —284→   y la encontró típica. Representaba unos sesenta años: el sol había curtido su piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y la fisura de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos grises, incoloros, hacían un guiño entre malicioso y humilde; su pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color y la sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado a la usanza campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos cruzadas encima de la frente, a modo de orejas de liebre. Llevaba pendientes de prehistórica forma, parecidos a los que tal vez se encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su pecho dejaba adivinar senos flojos de hembra cansada de criar numerosa prole. Remangadas las mangas de la camisa, se ostentaba su brazo -un poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol, eran gruesos troncos negruzcos,   —285→   cuyas raíces se destacaban en relieve sobre la carne terrosa, parecida a barro groseramente cocido-. El semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba a los visitadores hacia su casa como si les fuese a hacer los honores de un palacio.

A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven jugar ante todas las casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan fascinados de terror en el que llega, el índice metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le dio un pequeño lapo para que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces y con las mismas palabras, que los chiquillos   —286→   eran unos demonios, que a este y a su hermana los había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con sosiego, que hacía más de dos horas que pedían bola, aun antes de estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le bastaba haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.

-Son los chiquillos del molinero -dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca-. ¿Y, por qué no está hoy su hijo en el molino, señora Andrea? -preguntó a la vieja.

-¡Ay mi ama... palomiña querida! -exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad-. ¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega... de la maja... no sabe cómo andan, paloma?

Al entrar en la casa, lo primero que vio Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi a flor de   —287→   suelo, saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado y otro, haces de hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores habitaciones de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde treparon todos, y tras ellos, a gatas, el chicuelo. Arriba encontraron a su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita de facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondioles la vieja con afable sonrisa:

-De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...

Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que un abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda gruesa, áspera, enrollada a aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se había dejado en los   —288→   Pazos el portamonedas, y sólo encontró el pañuelo. Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular blanco, y las iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello a la chiquilla, que bajaba los ojos asombrada y dudosa entre reír o llorar.

-¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague -gritó la abuela con mucha severidad; por lo cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el leito o cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja fresca sobre una tarima; desde que se le había muerto su difuntiño, no podía dormir sino allí, porque tenía miedo en el antiguo leito. Los chiquillos dormirían... sabe Dios dónde: abajo, al calor del establo de los bueyes, o tal vez en el horno. Dos o tres gatos cachorros correteaban por allí, magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en el país les curan radicalmente cercenándoles de un hachazo la punta del rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió   —289→   a recibir a la gente que bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda el diablo; ¿pues no se había quedado un día colgado del primer escalón, sosteniéndose con las uñas y berreando hasta que lo fueron a coger? Esa clase de hierba nunca muere... Que pasasen, que verían su bolla... Entraron en la cocina, que cogía a la derecha tanto trecho como los establos y el sobrado: recibía luz por la puerta de la división de tablas, que comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el techado a tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de brasa de unos tallos o troncos menudos que ardían en el hogar. Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente un magnífico pan, una soberbia torta de brona,   —290→   color de castaña madura, bien redonda, bien cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando un enrejado romboidal. Alumbró después con su fósforo las profundidades del horno, cuya boca guarnecían ascuas inflamadas, y allá en el fondo se vieron tres o cuatro torterones enormes, que acababan de cocerse. En el hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto misterioso, que sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio. La vieja partió la torta, y alargó un pedazo a Gabriel y otro a Manolita, rogándoles que no la despreciasen, que probasen su pobreza. Hincaron el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el cortezón, descubría una masa amarilla, caliente y sabrosa, que Manuela alabó mucho.

-Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún secreto... Si parece bizcocho de Vilamorta.

-¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el   —291→   nuevo por majar aún... Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola...

-Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta, tío Gabriel?

-Riquísima... La mejor prueba es que he despachado la mía ya... ¿Me das de la tuya?

-Tome, tome, señor -murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.

-Señor -dijo en tono quejumbroso- ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno... ¿Si entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama   —292→   ¿no lo ha de decir en casa, por el alma de quien la parió, paloma?

-Calle, calle -respondía Manuela-; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero amañándoles algo.

-Pero mire, santa, mire... -Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a aquella tropa.

-Os he de traer una cosa... -les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:

-¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? -Y arrancando la cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria   —293→   de Cebre; pero al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había segado, perdonando ustedes... y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto, la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.

-Vaya, ¿se divirtió? -preguntó Manuela muy risueña al salir.

-No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo. ¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan...?

-¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan... A mí y a Perucho nos rompen siempre los   —294→   oídos pidiendo... Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron... El diablo y su madre. Si uno pudiera... Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito... Son muy pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo... dar... les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja... pero es poquita.

Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases, que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar   —295→   muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas, haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento favorable.

Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:

-Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?

-Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.



  —296→  

ArribaAbajo- XVIII -

La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos -en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.

El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de militares, porque además de   —297→   una lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reúnen todas las buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía servir de modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo, a quien Goros -que así se llamaba el sirviente- había cuidado y asistido hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel, con tanto esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar a Goros, el cura de Ulloa resolvió el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida práctica sin admitir en casa mujeres. Goros tenía cuidado de levantarse por la mañana muy temprano, y de despertar a su amo, pues según decía él en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica, el clérigo y el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo; y cuando el párroco volvía de misar, le aguardaba ya un chocolate hecho al modo conventual, con una onza de cacao mitad caracas y mitad guayaquil, macho y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo   —298→   rezaba, leía o asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba a guisar la comida, no sin haber entregado a medio día la llave de la iglesia al sacristán, para que tocase a las Ave-Marías. A la una, contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la hora que estaba al caer, llamaba a su amo y le servía con diligencia la apetitosa aunque frugal refacción: la taza de caldo de patatas o verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el queso en invierno, el vinillo clarete, con olor a silvestre viola. El cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros notaba sus inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba jamás de acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de dorarle la sopa de pan, porque sabía que le gustaba así. Por la tarde, cuando el cura dormía su breve siesta o recorría el huerto con las manos a la espalda embelesándose en   —299→   notar lo que había crecido desde el año pasado un arbusto, o se iba a visitar a algún feligrés enfermo o a cuidar del ornato de la iglesia y el cementerio, lidiaba el bueno de Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles, enviaba al pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego bajaba al río, y con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda la ropa blanca, que lo hacía primorosamente, así como aplancharla y estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas, en forma de corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas las únicas habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las noches, a la luz de una candileja de petróleo, provisto de un dedal perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras, bizcando del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una aguja, apretando entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes había retorcido y humedecido para   —300→   aguzarlo; y cumplida la ardua faena de enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse a pegar botones a los calzoncillos, echar remiendos a las camisas, poner bolsillos nuevos a los pantalones y aun zurcir las punteras de los calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero sí muy firme, como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de invierno, junto a la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado en el banco, Goros, con sus manos cansadas de labrar la tierra todo el día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la palma y los pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y a eso se debían las buenas medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el señor cura.

Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por los lazos de la sangre o para la propagación y conservación de la especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en gracia de Dios y con cierta afectuosa   —301→   comunicación de intereses y servicios, el cura de Ulloa había reconstruido con Goros el hogar que perdiera al fallecer su madre. Y en cierto modo, hasta donde puede aplicarse la frase a dos individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El criado era para el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela del zapato, quien le impedía desmayarse de necesidad o perecer transido de frío en invierno. Por Goros tenía tejas en el tejado, leña de quemar en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por Goros le quedaban unos reales para traer de Cebre candela, lienzo, aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba nada en aquella rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y abastecida de lo indispensable.

Cuando Goros entró a servir al cura, hacía dos años que este había perdido a su madre y despabilado las economías de la difunta   —302→   entre caridades, préstamos sin interés a feligreses pobres, ropa para la iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el gobierno de la casa se habían sucedido dos viejas brujas, a cual más holgazana, ávida e impudente, porque el cura de Ulloa, al tomarlas, no les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas unas láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era intransigente, y sentía que no bastaba ser bueno, que era preciso también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las mejores intenciones se da a veces pasto a la calumnia. Las dos Parcas dejaron la rectoral desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al principio de su misión restauradora. El cura casi no le daba un ochavo para sus gobiernos, y el fámulo no sabía a qué santo encomendarse. Poco a poco fue tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto imperio sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, a las dádivas impremeditadas, a los   —303→   feligreses morosos en el pago de derechos, a los préstamos sin interés, al chorrear continuo de limosnitas pequeñas que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el presbiterio con qué arrimar el puchero a la lumbre. Y sin que el cura lo notase, ni pudiese evitarlo, Goros empezó a luchar por la existencia, defendiendo al pastor contra las ovejas que amenazaban tragárselo, como la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de Ulloa. Goros se hizo recaudador, y a veces, con el instinto de rapacidad que caracteriza al aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas cantidades prestadas, e introdujo severo orden en los gastos equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por no pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda, diciéndole: -Mira si hay cuartos... dime si tenemos para esto o para lo otro-. Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho intendente ya, equilibró el presupuesto, realizando varias   —304→   combinaciones que traía entre ceja y ceja desde su llegada a casa del cura. El primer dinero que pudo ahorrar, lo empleó en ganado, que dio a parcería; fue en persona a las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo a la casa del cura un bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las potestades, dándose a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César; el cura era el espíritu, Goros vino a hacer el oficio del cuerpo, de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá abajo; y para que la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban siempre pleiteando, queriéndose llevar cada uno la mejor parte, pues el cura no hacía sino sonsacarle a su criado metálico y especies para satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar a todo Dios que llegaba por la puerta, y Goros por su parte no recelaba mentirle al cura y a ocultarle dinero a fin de que no lo derrochase sin ton ni son.

Cuando no estaba su amo presente, Goros   —305→   soltaba la rienda a dos inclinaciones invencibles suyas: decir irreverencias, y murmurar de los curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas o sátiras desolladoras ha creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos contra las compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas saladas, coplas verdes, chascarrillos que levantan ampolla, y dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos, fiadas y deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que posee el instinto de la sátira obscena y del contraste humorístico entre las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de la naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con gentes de su misma laya, bien en el atrio de una iglesia, a la salida de misa, bien a la mesa de una taberna, en las ferias donde chalaneaba y negociaba sus ganados, bien a lo largo de las corredoiras, cuando regresan juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos a alumbrarse un garrotazo   —306→   como a reírse mutuamente las gracias, vaciaba el saco y daba gusto a la lengua, y soltaba todo su repertorio de irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama, saliendo de aquella boca sapos y culebras, como de la de los energúmenos al alzarse la hostia.

¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello chispa de la santa indignación que inflamó a tantos Padres de la Iglesia contra las mujeres que hacen prevaricar a los ordenados y contra el sexo femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales, era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo, rancio, con aquella piedad desahogada y sólida, que ya no se encuentra a dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo; confesábase dos o tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no fumaba, no bebía, no comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de propenso a la codicia y a la tacañería; pero hombre de bien a carta cabal   —307→   e incapaz de robar una hilacha a su amo. Y en cuanto a su continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que no hacía, se daba a suponerlo en los demás, siempre echando la culpa a las hembras; y no sólo las huía por cuenta propia, sino que no serviría para todos los tesoros del mundo a un cura mujeriego. El exterior de Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de carácter; recordaba el de un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo cabello, la barba recia, descañonada a un dedo de la piel, pues Goros andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían a la semejanza.

En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los hubiese purificado el ascua encendida del profeta; bien se guardaría de repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas. Y no influía en este modo de proceder el miedo a ser reprendido o despedido, sino un respeto misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le cortaba   —308→   -decía él- la palabra en la boca. Era un rostro mortificado, de esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido y la carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los ojos, al parecer, en busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata en dos líneas severas, jamás modificadas por la sonrisa. Goros abrigaba la convicción de que su amo era un santo y a ratos un simple. Algunos hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era supersticioso, y a pesar de sus irreverentes bravatas, tenía miedo cerval a los muertos y a los aparecidos. ¿Qué manía la del señor abad, de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos más hundidos y la boca más contraída que nunca?

Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:

-Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate? -preguntaba Goros partiendo astillas   —309→   de leña menuda contra el hueso de la tibia derecha- (es de advertir que el fámulo tenía carne de perro). ¿Parará mucho en el camposanto hoy?

Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba haciéndose el distraído:

-Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito a la lumbre...

-Se echará de pierda -contestaba Goros que solía tratar con notable desenfado a la lengua castellana.

-No, hombre... siempre está bueno a cualquier hora.

No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.

También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar que le sucediese algo;   —310→   no sabía explicar qué, pues ningún riesgo concreto había en el breve camino de la iglesia a la rectoral. La inquietud le obligaba a situarse de centinela junto a la puerta del huerto por donde solía entrar su amo. Allí se lo encontraron las dos visitas inesperadas que fueron a turbar el sosiego de la vida ascética del abad de Ulloa.

La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.

-De contadito llega el señor abade... -murmuraba este-. Entren, pasen, siéntense... ¿Ven?, ya viene por allá...

Sobre la zona encendida del poniente,   —311→   en el camino hondo, vieron tío y sobrina moverse y aproximarse una figura negra, y conforme se aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos angulosos, acusados por la raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos agujeros de sombra las concavidades de los ojos.

-¡Don Julián, don Julián! -gritó Manuela.

El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en el pliegue de la boca, semejante a un candado que cerrase las puertas del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al abad, repentino frío en   —312→   la espalda, y el recuerdo de su hermana muerta cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del sentenciado.

Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre... y balbució, clavando los ojos en la tierra:

-Señor... señor...

-Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina...

La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:

  —313→  

-Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido... Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.

-¿Yo no soy nadie, don Julián? -preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese contestado a su saludo.

-¿Qué tal, Manolita? -exclamó Julián, y alzando los ojos, miró a la niña con indulgencia, aunque sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de los párpados volvió a caer, y el cura echó a andar, señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente a unas coles. La conversación languidecía. El cura preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un minuto de silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los movimientos y   —314→   hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos cuando visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo -pensaba Gabriel- puede interesar a este santo; estamos en dos mundos diferentes: a él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y lo que es yo, tampoco le entiendo a él. ¡Un creyente a puño cerrado! -Y miraba con atención el rostro ascético y los ojos bajos-. Un hombre que tiene fe... ¿Qué le importa lo que a mí me preocupa? ¿Cómo haré para marcharme pronto, sin que parezca descortesía?

Su sobrina le dio el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que algo les pesaba sobre el corazón. Al acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores y segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que   —315→   presidía la faena, tomó hacia el campo donde segaban. Sobre el fondo oscuro de la tierra vio blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y los pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral descansaba un jarro de barro, y la cuadrilla, entonando su inevitable ¡ay... le le! se daba prisa a atar los haces, sirviéndose de las rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos cortados embalsamaba el aire, y el artillero sintió una ráfaga de alegría y contempló embelesado el cuadro.

Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la linde del bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los lados, como si buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida por el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que   —316→   acudía a la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo a Perucho; mas la risa se apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus ojos que despedían fuego, su actitud de dolor sombrío, nueva en él. Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña sintió en el corazón dolor agudo.

-¡Pedro! -gritó. Muy rara vez le había llamado así.

Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las costillas e interceptándole la respiración. Y pegando la boca a la oreja, tartamudeó:

-Mañana sales conmigo, conmigo nada más.

La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su   —317→   oído, le parecía sorda y atronadora como el ruido del Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría por sus venas, y una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo que sí.

-¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?

-Sí -balbució ella, incapaz de articular otra frase.

-Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!

Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.


 
 
Fin del tomo primero