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ArribaAbajoTomo II

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ArribaAbajo- XIX -

Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente el rostro con la toalla y atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando, oyendo dar las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en aquel momento solitaria. Deslizose por el corredor de las bodegas, que conducía a las elegantes habitaciones de la familia del Gallo; y apenas dio   —6→   tres pasos por él, una mano musculosa, aunque rehenchida y juvenil, asió la suya, y se sintió arrastrada, en medio de la oscuridad, hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y con deleite inexplicable, bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.

Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y reavivado por el copioso orvallo nocturno, la faz casi borrada de la luna, semejante a la huella que sobre una superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.

Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron la linde de los trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a convertirse en escarcha. Cosa de un cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a escalonarse los paredones para el cultivo de las vides; y Perucho,   —7→   en vez de aflojar el paso, lo apretaba más. A pesar de su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un instante.

-Anda, mujer, anda -dijo él imperiosamente.

-Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?

-Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a buscar.

-¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.

-Bien, bien... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya descansaremos después.

Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar, los Pazos con su gran huerto, su vasto soto, sus   —8→   terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero, escabroso, interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre viñedos colgados, por decirlo así, en el declive de la montaña. En otras ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se entretenía de mil modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la vid, por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el pomposo follaje el racimo de agraz en el cual empieza a asomar el ligero tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya bombardeando a pedradas los matorrales para espantar a los estorninos; ya rebuscando unas fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas y son conocidas en el país por amores. Hoy, con la prisa que llevaba Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por la recia cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho una brasa (pues el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo a Manuela por la cintura,   —9→   o, mejor dicho, empujándola para que anduviese más veloz. Al llegar a lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la niña se detuvo.

-¿Qué te pasa?

-No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!

-¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.

-Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico-Medelo? ¿A los Castros?

-Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.

-Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas...

-Bueno, pues a ver si la señora María nos da una cunca de leche. Pero despáchala luego, ¿estás? No te entretengas en conversación.

Ligera otra vez como una corza, a la idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya había dejado su camastro; pero sin duda por   —10→   acabar de levantarse, o a causa del calor, estaba sin pañuelo ni justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de rojo: los copos de sus greñas aborrascadas le cubrían en parte el negro pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera. -¡Leche! Dios la dé -contestó la sibila mirando de reojo a los dos muchachos. Todas las vacas enfermas; una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto así de hierba con qué mantenerlas; la fuente sequita y el prado que daban ganas de llorar... ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata fina; pero leche... Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de la bruja, iba a conformarse con un poco de agua y suero, que la hechicera aseguraba ser regalo de un yerno suyo. Pero Perucho le arrancó de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.

-Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.

Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a   —11→   la vieja que se le atravesaba delante. ¡No haber leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo Suárez, para el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo gordo y enriqueciendo a aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta piezas de loza estaba viendo en el vasar que conocía porque en algún tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos... ¡Tenía gracia, hombre, no haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera que nos inflama cuando llegamos a la edad adulta contra las personas que hemos tenido que soportar, siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez. Determinado iba, si las vacas no tenían leche, a sangrarlas. Encendió un fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que tropezaron sus ojos fue con unas ubres turgentes, unos pezones sonrosados, lubrificados por la linfa que rezumaba de la odre demasiado repleta. Arrimó el cuenco, echó mano..., calentó con dos o tres fricciones o golpecitos...   —12→   ¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado, mantecoso! ¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué calientes gotas salpicaban los párpados y labios de Perucho al ordeñar! ¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco, rebosando en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de randas sobre el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello de la vaca, salió con su tazón lleno, y se lo metió a Manuela en la boca.

-¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios? -gritó-. ¿Que no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Como vuelva a mentir! ¡Por embustera le ha de dar el enemigo muchos tizonazos allá en sus calderas!

Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella sangre blanca, que traía en su temperatura la vida del animal, el calor orgánico a ningún otro comparable. Perucho la miraba beber con orgullo y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja,   —13→   dejándose caer sobre el tallo, fijaba en la niña su mirada siniestra a través de sus cejas hirsutas: beberle la leche de su vaca era como chuparle a ella por la sangría el propio licor de sus venas.

-Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?

-Que les aproveche bien -murmuró entre dientes la sibila, con el mismo tono con que diría: -rejalgar se te vuelva.

-Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón, aguarde, aguarde. -Y Perucho llegose al armario misterioso de la bruja, abriolo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de estraza, frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima más de su peso de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en el establo, y salió a poco rato con el tanque colmado de leche. Manuela podía beberse otra cunca, y a él también era justo que, por el trabajo de ordeñar, le tocase algo. Fue un golpe mortal para la hechicera. Al pronto se   —14→   arrimó a la puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y rogando al señorito que por Dios, por quien tenía en el otro mundo, no le secase la vaquiña, que de esta hecha se le moría, y el cucho también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se contó perdida ya, y se dejó caer en su asiento favorito, hecho de un fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda por no ver desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos o tres remilgos antes de reincidir; pero así que llegó el cuenco a los labios, con indecible y goloso deleite lo apuró enterito, y aún se relamió al verle el fondo. Perucho dio fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco y medio; y acercándose a la bruja, le descargó una palmada en el hombro.

-Vaya, señora María, abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse... Más que le bebimos ahora de leche tiene usted bebido de vino en la cocinita de los Pazos... ¿Ya se le fue de la memoria? Y si me llevo este pedazo de   —15→   brona -y enseñaba un zoquete que había sacado de la artesa- bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá a cuenta del padrino... ¡Conservarse!...

Salieron rápidamente, sin oír algo amenazador que rezongaba entre dientes la infernal bruja, ocupada sin duda en echarles cuantas maldiciones, plagas, conjuros y paulinas contenía su repertorio. A pocos pasos de la casa rompieron a reír mirándose.

-¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?

-Sabía a poco.

-¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual de la vieja tiene dos paridas, con leche así, que les revienta por la teta, y nos quería dejar rabiar de sed.

-No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos maldice todo el santo día. ¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que maldicen a la gente y la gente se muere pronto?

-¡Mal de ojo! ¡Morirse! -y el estudiante se   —16→   rió-. No, tontiña... Esas son mamarrachadas; bueno que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito a tal cosa?

-Pues a mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De seguro que esta noche sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio! ¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?

-Dice que de beber el agua que corre a la sombra del nogal o de la higuera.

-¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.

Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones, jilgueros, pardillos y demás aves, no muy pintadas pero asaz parleras, que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas a la radiante mañana. La leche bebida parecía habérseles subido a la cabeza, según iban de alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela competía en agilidad con el robusto y bien modelado de Perucho. Echaban paso largo por las veredas anchas y practicables; y por las trochas difíciles subían corriendo,   —17→   disputándose la prez de llegar más pronto a la meta señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando en cuando se volvía Perucho y miraba hacia atrás.

-Ya no se ven los Pazos -exclamaba con satisfacción, como si perder de vista la casa solariega fuese el objeto único de carrera tan desatinada.

¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que Perucho no había tomado el camino del crucero, aquel camino para él de recordación tan trágica, sino echado por la parte opuesta, hacia sitios mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba a la sazón en los montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante y mugidor, el río Avieiro. Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo, de tierno tojo inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama amarguísima, las orquídeas finas, con olor a almendra, toda la seca y enjuta y balsámica   —18→   flora montés, que convida al cuerpo a tenderse y le brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso, regalado, incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra, ambiente resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento... Manuela sintió que le pesaban los párpados, y el cuerpo se le enlanguidecía. ¡La maldita leche!

-¡Qué calor! -balbució-. De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese pino.

Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción, pero no quisiese expresarla, respondió:

-Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.

La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que ella andaba aún a gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba a su gusto, la llevaba aquí y acullá, era el encargado de saber dónde se encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía dirigir el merodeo. Rara vez   —19→   intentó sublevarse Manuela y apropiarse la dirección del grupo, y las contadas tentativas de independencia no produjeron más resultado que demostrar la indiscutible superioridad y maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía a manejarse solita, y se encontraba de improviso profesora en topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y andurriales del valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la montañesa olvidaba su ciencia y volvía a descansar en su compañero, pasiva y gozosa.

Seguían caminando, apartándose gran trecho de los Pazos y descendiendo la corriente del río Avieiro por vereditas incultas, aquí encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras, más adelante un roble ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y siempre matorrales de madroño y retama, por entre los cuales no el pie del   —20→   hombre, sino la naturaleza misma había abierto senderos, análogos a tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al zénit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba color de ágata a las simientes de la retama; hacía transparentes como farolillos de papel de seda carmesí las flores del brezo; convertía en follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba con matices de venturina las hojas del pino; prestaba a la bellota verde el pulimento del jade; y en las alas vibrátiles de las mariposas monteses -esas mariposas tan distintas de las que se ven en terreno cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca-, y en los carapachos de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de las vacas louras, encendía tintas vivas, reflejos metálicos, esmaltes de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor arrancaba a los pinos todos sus olores de resina, a las plantas sus balsámicas exhalaciones; y entre el sol que le requemaba   —21→   la sangre y el vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la leche que le aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el estado inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no es en realidad sino sopor; el estado en que las manos resbalan sobre el objeto que quieren asir, en que los movimientos del cuerpo no obedecen a la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos levantamos y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de la gravedad se ha amortiguado mucho, y nuestras percepciones son vagas y turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia de los medios, la densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los objetos en derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y más que nada nuestro pensamiento.

No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que produce se revelaba en el rostro de Manuela: sus ojos brillaban y   —22→   su boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba ya cosa alguna a su compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose a su cuerpo con instintiva ternura. Allá en la pequeña ladera del monte divisó la espadaña del campanario de Naya, que conocía, y le ocurrió pensar en el cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta a la sombra de la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era este el propósito de Perucho, pues tomó otra dirección, volviendo la espalda al campanario y hundiéndose en una trocha que serpeaba entre pinos, y a cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima, jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento; respiró; sus potencias se despejaron un poco al benéfico influjo de la temperatura menos ardorosa: miró en derredor, para saber dónde estaba. El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.

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Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las montañas, y el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva, se extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de agua serena que los refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la frieira, la gran cueva a la sombra del enorme peñasco, en que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no escandecida por el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino, la presa, toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce hondo, de país húmedo, que recuerda las ideas gentílicas, las urnas, las náyades, concepción clásica y encantadora del río como divinidad.

La humedad que siempre sube de los ríos   —24→   y la frescura de la vegetación despabilaron más y más a la niña.

-Ya sé a dónde vamos -exclamó- a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?

-Calla... Ya verás.

-Yo pensé que íbamos a Naya.

-¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?

-Pero... es que... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde... No puedo tal día como hoy faltar de la mesa...

-A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré delante... La mano... ¡Así!

Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de jabón.



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ArribaAbajo- XX -

Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente, tan abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del río, que allí era mucha, cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o poldras.

En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa por la incesante y envolvedora caricia   —26→   de la corriente, el río se destrenzaba en madejas de verdoso cristal, se aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada a tales aventuras, no dejaba de ofrecer peligro el paso de las poldras. Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no eran menos resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un baño involuntario.

-¿Hemos de pasarlas? -preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba -a ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.

-Las pasamos -ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la mañana.

Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en hincársele de rodillas delante.

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-Yo te descalzo... yo. Como cuando eras una cativa, ¿te acuerdas?, un tapón así... y yo te descalzaba y vestía... y hasta te tengo peinado mil veces.

Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de punta contra todas las leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del talón de la media de algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos. Era un pie de montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia; no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien rojizos   —28→   de la presión de la bota, y un poco montado el segundo sobre el gordo. El pie transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.

-Enfríate un poco... -murmuró el mancebo-. No puedes meter el pie en el agua estando así; te va a dar un mal.

-Que me haces cosquillas -exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las enaguas-. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.

-Déjame verlo... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara, Manola... Pero mucho más blanco.

-¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando soles y lluvias. ¡Pasmón! ¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida? ¡Soltando!

Soltó el que tenía asido, pero fue para descalzar el otro con el mismo cariño y religiosa devoción, y abarcar ambos con una mano, uniéndolos por la planta.

-Que me aprietas... que me rompes un dedo... ¡Bruto!

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-¡Ay!, perdón -murmuró él; y bajándose, halagó con el rostro, sin besarlos, los pies desnudos. La montañesa se incorporó pegando un brinco, y echó a correr, y sentó la planta descalza en la primer pasadera. Su amigo le gritó:

-Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas... Allá voy a darte la mano... Vas a caerte de cabeza en el río... ¡Loca de atar!

Con saltos ligeros, volviendo la cabeza a cada brinco lo mismo que los pájaros, Manuela salvaba ya las poldras eligiendo diestramente el trecho seco a fin de caer en él. Dos o tres veces estuvo a punto de dar la zambullida, y la daría de fijo a no ser tan grande su agilidad: saltaba largo, y era su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas al brincar, y su pierna, no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y granillo algo duro   —30→   de una pierna acabada de esculpir en mármol y no pulimentada aún.

Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El muchacho, calzado con duros zapatos de doble suela, desdeñaba descalzarse, habiéndose contentado con remangar los pantalones.

La chiquilla comprendió que llevaba ventaja a su compañero, y excitada por el juego, quiso hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.

-¿Qué te pasa? -dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.

-¿Qué...? Que no me hagas judiadas... Vamos   —31→   juntos, ¿entiendes? Tú no te apartes de mí. ¿Dónde estabas? No, no sirve esconderse.

-Pues cálzame -exclamó ella sentándose en un peñasco.

La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.

-Y ahora... -murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal -¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?

-Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.

Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era más áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible. Manuela jadeaba siguiendo a Perucho, que parecía   —32→   llevar un objeto determinado, pues miraba a un lado y a otro para orientarse. Al fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco donde aún gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dio un grito de júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano, armada de una navaja, luego el brazo todo... y al cabo de unos cuantos minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo, algo que hizo exhalar a la montañesa clamor alegre.

¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel natural, un millón de veces más sabrosa que la de colmena, como si el insecto, libre ciudadano de su inocente república, ajena al protectorado del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un polen más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente para afianzar la celdilla, y emplease procedimientos de destilación más delicados para melificar la esencia de las plantas, el jugo precioso recogido aquí y acullá,   —33→   en el prado, en la vega, en el castañar, en el monte!

Manuela chillaba, reía de placer.

-Pero tú mucho discurres... Pero ¿de dónde sacaste eso...? Pero tú creo que echas las cartas como la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había miel?

-¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate!, pues los panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!

-¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.

-¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen... Hay que meter poco ruido, moverse   —34→   despacio y bajarse al suelo cuando le sienten a uno...

-¡A comer, a comer la miel! -gritó la montañesa palmoteando.

-Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!

Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un asiento, a la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo del chaquetón hizo surgir el pedazo de brona tomado contra la voluntad de su dueña la Sabia. Partiolo en dos mitades desiguales, dando la mayor a su compañera; y el panal de miel se sometió al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga caminata y del calor sufrido, con esa sensación de bienestar físico que produce el reposo   —35→   después de un violento esfuerzo muscular, y la pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace fluir de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el diente en la miel puesta sobre el zoquete de pan, tocó en el hombro a su compañero:

-Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita... ¿eh? Ya me parece que dieron las doce en el campanario de Naya... Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.

Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.

-Hoy no se vuelve -murmuró casi a su oído.

Pegó un respingo la muchacha.

-¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.

Perucho le tiró de la trenza.

-Hoy no se vuelve... No me repliques, que   —36→   no puede ser. Hoy no se vuelve... ¿Sabes por qué? Por lo mismo, por eso... porque está tu tío, tu caballero de tío. Calla, calla, vidiña... Si quieres volver, vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí... Yo no voy más a los Pazos.

-A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.

-¿Y qué nos importa, di? -murmuró el mancebo con ardorosa voz-. Tú eres muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y soñarías conmigo por las noches, y después... te casarías con el tío Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.

  —37→  

Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.

-¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! -exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.

-O con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el estilo... ¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo de ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes... unos con otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás? Allá... cuando me preguntaban los compañeros que si tenía novia y que por qué no tomaba una en Orense... atiende, atiende... les dije así: -Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa...-. Y ellos a decir: -¿Quién?, ¿la hija del marqués? -La misma que viste y calza... decid ahora que no es bonita, morrales...-. Y ellos con muchísima guasa me saltan: -En   —38→   la vida la vimos... pero esa no es para ti, páparo... Esa es para un señor, porque es una señorita, hija de otro señor también... y tú eres hijo de una infeliz paisana... ¿eh?, date tono, date tono...-. Le santigüé las narices al que me lo cantó, pero me quedé pensando que lo acertaba... ¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché a llorar como si fuese yo el que hubiese atrapado los soplamocos... Mira si sería verdad... que a... aún... aún...

Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su amigo tenía como una niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste. En lo más profundo de su vanidad de hembra, quizás a medio dedo de las telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa... más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostola en el hombro de su amigo.

-¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte? -pronunció enfáticamente.

-Porque tenían razón -tartamudeó él.

-No señor. Yo te quiero a ti, ya se sabe.   —39→   Mas que fueses hijo del verdugo. Valientes tontos, y tú más tonto por hacerles caso.

-Bien -murmuró él-; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque... porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse... y tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy a aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?

-Hombre... -clamó ella con la boca atarugada de brona- siquiera das tiempo a uno para tragar el bocado y contestar... Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaar!

-Tú me quieres... como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?

-Mira tú. ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué... -Aquí la montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla a la boca-. Y yo no   —40→   sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos, siempre, desde que yo era así... (bajó la mano indicando una estatura inverosímil, menor que la de ningún recién nacido). Aún hay hermanos que no se crían tan juntos como nosotros.

Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.

-¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?

-Eso ya lo sabía yo... -exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo-. ¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí... es... así... por eso, porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven a uno los diablos.

Encarose violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con toda   —41→   su alma y todo su vigor montañés. Ella dio un chillido.

-Yo te quiero a ti de otra manera, muy diferente... te quiero como a las novias, con amor, con amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno más de cuatro veces, es por miramientos y consideraciones y embelecos... Que se vayan a paseo todos ellos juntos... Aguantar que a uno no le quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo... Eso ya pasa de raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo... No, y no, y no lo veré, me iré, me iré, aunque sea a la isla de Cuba.

Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy a gusto suyo, le salían del corazón.

-Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o un alacrán en el monte... Yo quisiera saber   —42→   de dónde sacas tanto disparate... ¿Quién te viene a quitar la novia, ni quién me coge a mí, ni me lleva, ni todas esas barbaridades que sueñas tú?

-El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.

-Vaya, lo dicho.

Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.

-No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?

-¿Gustar?... ¿Qué sé yo lo que es gustar, como tú dices? El tío Gabriel me parece muy bueno, muy listo, y un señor así... no sé cómo te diga... muy fino, y que sabe mucho de muchísimas cosas... Un señor diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de Boán, Javier, de los de Valeiro... de todos.

-Ya lo ves -exclamó con aflicción el mancebo-;   —43→   ya lo estás viendo... Tu tío... ¡te gusta!

-Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!

Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:

-Tú me gustas más, queridiño.

-A ver, dilo otra vez.

-Te lo daré por escrito. -Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me-gus-tas-más.

-Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más a mí?

  —44→  

-Más, más.

-¿Te casarás conmigo?

-Contigo.

-¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?

-Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita... como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que yo.

-Y si tu padre...

Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:

-Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste... Cuando necesitaba dos cuartos... ¿te acuerdas?, me los prestabas... o me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.

  —45→  

-¡Qué gusto! -exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.

-Manola, ruliña, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto podamos. ¿Me la das, mujer?

-Doy, hombre, doy.

-Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.

-¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.

-Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.

-¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? -preguntó ella risueña y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.

  —46→  

-Andar juntos -respondió él decisivamente-. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.



  —47→  

ArribaAbajo- XXI -

Para subir a los Castros, había que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y penetrar en uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes: caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque a ellos ha arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la pala tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el agua y se forma el   —48→   barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin embargo encantadores, poéticos, abrigados en invierno porque almacenan el calor solar, y protegidos del calor en verano por la sombra de las plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores porque están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de flor de zarza, elegancias airosas de digital, enredadas cabelleras de madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de fresilla, negruras apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de lagartos, contradanzas de mariposas, encajes de telarañas sujetos con broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de rojas barbas de capuchino, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen ex-votos de faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una ninfa. Y aquel camino en que penetró la pareja montañesa añadía a estos méritos, comunes a todas las corredoiras, un misterio   —49→   especial, debido a que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y conservaba todo el mullido suave de su hierba virgen, que literalmente era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas orquídeas color entre lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus bordes, viciosa y lozana como ninguna, se había unido, y sólo a duras penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y vaga claridad, una luz disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.

Quien estuviese hecho a conocer estos caminos hondos, y el país gallego en general, no se admiraría de las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su virginidad y misterio como en ser más honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como obra donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da a sus obras proporción   —50→   y simetría. El nombre de Los Castros que lleva el lugar le explicaría bien, si antes no se lo dijese su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala del ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más perfecta.

Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada, facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues era preciso seguirla y dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se veían tan claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda zanja que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada probablemente por legionarios romanos anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos trabajo de defensa practicado para sustentar la independencia galaica, aparecía   —51→   más entero y robusto que las fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni el agua del cielo, habían mordido la esbelta cortadura que a modo de verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No; no habían hecho más que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas lozanísimas; y allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el ataque del enemigo, se embosca hoy la ágil sabandija, y teje sus gasas el pardo arañón campesino.

Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado que desde por la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los dos montañeses radiantes de alegría, con el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En especial el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y   —52→   sostenía a Manuela y la empujaba por la cintura con la tierna autoridad del que cuida y atiende a una cosa absolutamente propia. Tranquilo y sosegado, hablaba de las cosas acostumbradas y se entregaba a las ocupaciones y a las investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los Castros, en las actuales circunstancias, era para él un descubrimiento. ¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo, amontonábanse allá tesoros que no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que forma la solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta madurez, y millares de dulces bolitas negras acribillaban el verde oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra y humedad, las perfumadas fresillas o amores abundaban, y las delataba su aroma. Nidos, era una bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba. Porque, desnuda de arbolado la cima de los Castros desde cerca de veinte siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar empalizadas,   —53→   las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa, donde les sobraba pasto de insectos y caudal de hierbas secas y plantas filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es que tras cada matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían redondas y breves camas, unas con huevos, cuatro o seis perlitas verdosas, otras con la cría, medio ciega, vestida de plumón amarillento. Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto nupcial, no sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear despavorida a la lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo, enroscándose al borde de una hoja con sus innumerables patitas rudimentarias.

En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con alguna flor que Perucho le había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos, y su amigo era siempre   —54→   el encargado de obsequiarla con las orquídeas aromosas o con las largas ramas de madreselva. Andando, andando, la carga de fresas desaparecía y el delantal se aligeraba: picaban por turno los dos enamorados, y al llegar a la cima del Castro pequeño, la merienda de fruta silvestre había pasado a los estómagos.

La cima del Castro pequeño, donde empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular, perfectamente nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los jinetes de la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y heredad, y a no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose claramente y como próximas, pero a vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma que a cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un árbol, ni una mata   —55→   alta en aquella gran planicie del Castro, que rasa, monda, lisa e igual, parecería recién abandonada por sus belicosos inquilinos de otros días, a no verse en su terreno los golpes del azadón y a no cubrirla, como velo uniforme, las tiernas plantas del maíz nuevo.

Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a su gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir al Castro mayor, ascensión difícil para otros, porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas. Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja larguísimo, y a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la entrada del Castro. Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron   —56→   al punto un senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que serpeaba atrevidamente por el talud más vertical de la base del Castro, yendo a parar en el matorral que guarnecía la cúspide.

-¡El camino del zorro! -exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos-. Por ahí vamos a subir nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.

Para llevar a cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en las levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro cuando subía y bajaba a su oculto asilo, Manuela, que seguía a Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande en algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía con   —57→   las uñas a la tierra, a las plantas, a todo cuanto podía servirle de asidero, y al avanzar el pie hincaba la punta de golpe en la montaña, para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin, sudorosos, encarnados y alegres, llegaron a la última etapa de la jornada, y agarrándose a unos menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron triunfantes dentro del Castro Mayor.

La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación trágica, muy en armonía con su   —58→   destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro-galaica. La vegetación, los brezos altísimos y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora, descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?

  —59→  

La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar, cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros, sea porque sólo un árbol -un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas- se alzaba en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único   —60→   ser viviente que encontraron los fugitivos.

Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror a la vista.

-¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!

Perucho la tranquilizó riendo.

-No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?

-Hombre... me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora sales... Yo ya estaba aguardando   —61→   a ver si querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí tan siquiera corre un poquito de aire.

-Pues ven.

Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.

-Ahí tienes un sitio precioso -dijo Perucho.

  —62→  

Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.

-La hierba está blandita y huele bien... -exclamó la niña-. No hay tojos... ¡Qué ricura!

-¿A ver? -murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas de las manos.

-¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay... gracias a Dios! Estaba muerta... Mira cómo sudo -añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca húmeda.

-¿Quieres escotar un cachito de siesta? -preguntó el mozo, mirándola con ternura-. Aquí hay un sitio que ni de encargo... Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada... Yo te echaré la chaqueta para que acuestes la cabeza...

-Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?

-Duermo también a tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.

Quitose el chaquetón, y extendiolo con precauciones   —63→   minuciosas, de modo que la cabeza de Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que formaba una manga bien envuelta con el cuerpo. Enseguida se tendió al lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris, para no coger una tortícolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa, fina, menuda, y entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al lado de la cabeza de Manuela crecía una gran mata de biznaga, cuyos airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas con la punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del horizonte, una6 transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la posición, le parecían a la montañesa altísimas aquellas biznagas; más altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del horizonte lejano. Así se lo dijo a su compañero. Este respondió a la observación con una sonrisa cariñosa, y dijo:

-Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...

  —64→  

Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina, les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino blanco expuesta a la luz... Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola, con visos como de venturina.

Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó con placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan artísticamente colocada   —65→   por la naturaleza, tan rica de tono que estaba pidiendo a voces la paleta de un pintor italiano para copiarla, era una de las cosas que más contribuían a mantener la admiración y el culto que desde la infancia tributaba a su compañero. Si hermoso era a la vista el pelo de Perucho, no menos dulce al tacto. ¡Con qué elástica suavidad se enroscaban de suyo los bucles alrededor del dedo! ¡Cómo se deshacían y partían cada uno en innumerables anillos, ligeros y gallardos, y cómo volvían luego a unirse en grueso y pesado tirabuzón, el bucle estatuario, la cifra de la gracia espiral! ¡Con qué indisciplina encantadora se esparcían por la frente o se agrupaban en la cima de la cabeza, haciéndola semejante a las testas marmóreas de los dioses griegos! Claro está que Manuela no se daba cuenta del carácter clásico de las perfecciones de su amigo, mas no por eso le gustaba menos juguetear con la rizada melena.

Pedro la dejaba a su disposición, cerrando los ojos y sintiendo un bienestar infinito e   —66→   indecible. La cortedad penosa experimentada el día en que se habían refugiado en la cantera, se había disipado con la conversación explícita de amor, las trocadas promesas, el desahogo de la explicación mutua; y el montañés ni pedía ni soñaba dicha mayor que la de estar allí solos, próximos, seguros el uno del otro, a razonable distancia de todo lo que fuese gente, habitación, obstáculos, mundo en suma; allí, en el desierto de la isla del Castro, donde Perucho quisiera quedarse hasta la consumación de los siglos, con Manuela nada más. Ni el pensamiento de otras venturas le cruzaba por las mientes, y aunque la respiración de Manuela le calentaba el rostro y su mano le desordenaba y acariciaba el pelo, no hervía con ímpetu su sangre moza; sólo parecía correr con mayor regularidad por las venas. Tan feliz se encontraba, que olvidaba el transcurso del tiempo y lo que pudiesen regañarles al volver al caserón, sumido en una de esas distracciones profundas propias de los momentos culminantes de la existencia, que   —67→   rompen la tiranía del pasado, anulan la memoria, suprimen la preocupación del porvenir, y dejan sólo el momento presente con su solemnidad, su intensidad, su peso decisivo en la balanza de nuestro destino.

De vez en cuando, a un leve estremecimiento del follaje charolado del roble, a una caricia más viva, más nerviosa y eléctrica de los dedos de Manuela, Pedro entreabría los párpados, y su mirada clara y azul se cruzaba con la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas a la sazón, que lo devoraban. Dos o tres veces retrocedió el montañés, -sintiendo en la conciencia una especie de punzada, un misterioso aviso, que al cabo, no en balde tenía cuatro o seis años más que su compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento-; y otras tantas la niña volvió a acercársele, confiada y arrulladora, redoblando los halagos a los suaves rizos y a las redondas mejillas, donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber cómo, sin estudio, sin premeditación, tan impensadamente   —68→   como se encuentran las mariposas en la atmósfera primaveral, los rostros se unieron y los labios se juntaron con débil suspiro, mezclándose en los dos alientos el aroma fragante de las frambuesas y fresillas, y residuos del sabor delicioso del panal de miel.



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ArribaAbajo- XXII -

Según suele suceder cuando el calor desazona el cuerpo y acontecimientos importantes ocurridos durante el día perturban el espíritu, Gabriel Pardo había pasado la noche en vigilia casi completa. Lo bueno fue que se acostara creyendo tener mucho sueño; pesábanle la cabeza y los párpados, y experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las frescas sábanas de lino y sentir en las mejillas el contacto de la tersa almohada. Resuelto a consagrar diez minutos a pensamientos agradables antes de rendirse a la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado derecho, no   —70→   sin apagar la luz y dejar sobre una silla, al alcance de la mano (pues en los Pazos sólo conocía el lujo de las mesas de noche el Gallo, que se había traído de Orense uno de los más feos ejemplares de la especie, con su tableta de mármol y demás requilorios) la fosforera, la petaca y el pañuelo.

Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados a recordar incidentes de la jornada, dichos de Manuela, observaciones referentes a ella que conservaba apuntadas en la memoria, movimientos, actitudes y otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:

-La chiquilla posee un fondo sorprendente de rectitud; además tiene, como su madre, tierno el corazón y las entrañas humanas; es fácil, es casi elemental el método para hacerse querer de ella: no hay más que aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita... lo cual la coge de nuevas, porque se ha criado en completo abandono, gracias a   —71→   mi bendito cuñado y a sus líos e historias... Tenemos aquí lo que se llama un naife, o sea un diamante en bruto... y ¿quién sabe si vale más así? Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor... ¡Ah! Sencillez, carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con la madre naturaleza, su única maestra y su única protectora... Cargue el diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas emperejiladas y vestidas según las cursilerías de La Moda Elegante, juguetes automáticos que tocan la Rapsodia Húngara entreverada de pifias... Luego dicen que tiene mucha ejecución... ¡Ejecución! ¡Qué más ejecución que la que hacen ellas del arte!... Muñecas que todas ríen como por resorte... que andan igual que si les tirasen de un hilito... que para fingirse cándidas ponen cara de tontas en las zarzuelas donde hay frases de doble sentido... que van a misa por rutina y por ver al novio, y a paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que estrenar... Muñecas a quienes les   —72→   han enseñado que es punto de honra no enterrarse con palma, y cargan con el primer marido que les sale... y después...

Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.

-¡Qué antipática me es -prosiguió Gabriel haciendo calendarios- la mentira, la convención social! Convengamos en que hace falta, bueno... ¿Cómo se sostendría sin ella este edificio caduco, apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá? ¿Esta sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan hibridaciones de todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes... aquí una portada románica, luego un frontón dórico, después una techumbre de hierro a la moderna...? Aquí se tropieza usted con una preocupación procedente de Chindasvinto... más allá una idea general que difundió algún apólogo traído del Oriente   —73→   por un cortesano de... ¡sabe Dios!, de un califa cualquiera o del rey que rabió por gachas... y otra que ya se remontará a los iberos primitivos... y otra que la esparció ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político... Y ajústese usted a esta... y a aquella... y a la otra... y a la de más allá... Verdad es que todo hace falta para reprimir la bestialidad humana... A no ser por eso... ¡crac!

Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:

-¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita...

Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:

-Paciencia, Gabriel... Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es que algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar siempre el   —74→   mismo peñasco, nosotros y los que vengan detrás... Calculemos que todo se lo lleva Pateta; ¿y qué ponemos allí, en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en pelillos, no habría adelanto ni progreso desde que el mundo es mundo... No habría evolución... ¿O sí la habría; qué diablo? La evolución es fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla... ¿Puedo yo impedir que ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy hecho un pedante; si me oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en resumen; la niña es una perla sin engarce... y yo debo tratar de dormirme.

Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.

-La evolución sin lucha... Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate   —75→   de todos contra todos, es la única clave del misterio... Lo que dice muy bien Darwin en...

El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el pensador, a quien creía dormido... Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas, acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y despachurró al músico chupón.

Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil tiernos pensamientos relativos a su sobrina.

  —76→  

-¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la restituyo a su verdadera clase social..., al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una fregona... y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo ella de la diferencia de edades... que la hay, que la hay, no vale decir que no... y menuda... Si juego con ella como con una chiquilla... si le otorgo mi confianza, como a una compañera... Me... me querrá del modo que... La sentiré palpitar... así... azorada... turbada... embriagada... con esa mezcla de vergüenza y transporte... que... ¡Cosa más dulce!

Aquí los recuerdos acudieron en tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte del cínife. Gabriel se volvió dos o tres veces de babor a estribor en la cama, al mismo tiempo   —77→   que se le incrustaba en la mente esta idea desconsoladora:

-Adiós... Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.

Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. -A dormir, a dormir -dijo casi en alto, con la resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada, y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.

Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las percepciones de tres sentidos corporales: el oído, el olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas   —78→   que roían el entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones allá muy alto, sobre las vigas del techo; chasquidos de la madera de los muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de moscones; y por último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel; del torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de los pulsos. Al olfato llegaba el olor de resina seca del antiguo barniz del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada; el vago aroma de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la atmósfera había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de la vela; y un perfume general de campo, de mentas, de mies segada, de brona caliente, un olor a montañesa joven, que lejos de ser sedante para Gabriel, le atirantaba más los nervios. El tacto... ¿Quién no conoce esa desazón de la epidermis, primero imperceptible cosquilleo superficial, luego sensación insoportable de que nos corren por encima mil insectos,   —79→   y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su cuerpo menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo...? Para producir esta molestia feroz sobra en verano la inflamación de la sangre que el calor ocasiona; si a ella se añaden las travesuras de algún parásito real y efectivo, de las cuales no preserva a veces ni la mayor pulcritud y aseo, es cosa de volverse loco.

Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las incomodidades, y todo se abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le parecía el de una rata gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas de caballería a galope tendido. Los concertantes de mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos del maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia respiración, el movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de torrente aprisionado entre dos montañas, o ímpetu atronador   —80→   de huracán encajonado en algún ventisquero de los Alpes... Los olores también por su persistencia en seguir flotando en la atmósfera, llegaban a pasar de la nariz a las últimas celdillas cerebrales, ocasionando mareo indecible y ganas de estornudar, y verdadera inquietud nerviosa. Las carreras de la piel y la fermentación de la sangre crecían, y no pensaba Gabriel sino que un ejército de pulgas caninas y chinches sanguinarias le andaba recorriendo, con la mayor desvergüenza, el cuerpo todo. Notaba además una sensación rara, muy propia del insomnio; y era que unas veces se le figuraba ser muy chiquirritito, y otras inmenso, hasta el punto de no caber en el espacio; y correlativamente con estas singulares imaginaciones, notaba que los objetos, ya se le venían encima, ya se retiraban a distancias tan inverosímiles que era imposible alcanzarlos... Le parecía haberse vuelto de goma elástica, y que una mano negra, sin consistencia ni forma, como el espacio hacia el cual miraba con los ojos muy   —81→   abiertos, le encogía o le estiraba a su sabor... Y en aquel mismo espacio tenebroso empezaba la vista a distinguir claridades y luces espectrales, unas azules y como fosfóricas, otras amarillas o más bien color de azufre, que partiendo de un núcleo central brillante, se extendían, trémulas y vibradoras, y formaban poco a poco un nimbo violáceo, que irradiaba y se extinguía y volvía a irradiar y a extinguirse, a semejanza de esas ruedas llamadas cromátropas con que remata el espectáculo de los cuadros disolventes...

-Esto ya no se puede aguantar -exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de los fósforos y encendió la vela. El aposento quedó débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al arder la luz, la impresión desapacible de un hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento   —82→   de saltar de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio adormecido, y a dos dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se echó otra vez y apoyó el rostro en la almohada sin apagar la luz y con un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo se halló perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac e irse a un baile, o salir para una cazata. Y claro está que los ruidos habían cesado, los olores también, y la picazón de la epidermis desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar, sin que ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte enemiga.

Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.

-¿Qué demonios voy a beber ahora? -pensó-. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni cosa que lo valga.

Levantose y se dirigió al lavabo, resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la jarra; pero la había gastado toda   —83→   en sus abluciones matinales, y como en las aldeas no se sospecha ni remotamente que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la mañana, pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver a chapotear otra vez por la tarde o la noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal humor con este incidente regresó Gabriel al lecho; la saliva le sabía a acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto a secar en un horno, tal era la calentura que empezaba a abrasarle.

-¡Noche toledana! -exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas-. Daría cinco duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! -añadió riéndose a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas-. Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.

Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en la biblioteca del caserón. Levantose   —84→   y tomó uno de ellos, el que estaba encima, Los Nombres de Cristo. Al abrirlo y descifrar la portada, lo soltó murmurando:

-¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?

El otro era una edición de Salamanca de 1798; Traducción literal y declaración del libro de los Cantares de Salomón. Al lado de la portada se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y melancólica, la espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un árbol con el hacha al pie y la leyenda siguiente: ab ipso ferro. La polilla se había ensañado en el volumen, recortando caprichosos calados al través de las hojas.

-Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor -pensó el comandante-. Veremos si a mí me trae el sueño.

Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas.   —85→   Gabriel comenzó la lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las comunicaba a sí mismo en interior monólogo.

-¡Demonio... qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han perdido... ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua... Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas... ¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda... ¡Mire usted que es bonito, y endiablado,   —86→   y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah... pues no digo nada los detalles de... ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro... Luego se andan escandalizando de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta hermosura, ni esta... ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y... qué diabluras para libro piadoso...!

Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires, que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no guardé...». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones   —87→   y en proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en la mano... Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía... ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante y deliciosa!

Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.



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ArribaAbajo- XXIII -

Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes -que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros- le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su consagración a las faenas agrícolas.

Los pensamientos de Gabriel al dejar las   —89→   ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase con mediana gracia la cabeza (aunque sin recurrir a artificios de tocador, indignos de tan varonil y discreta persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos en la puerta. Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces el aposento, lo recorrió y examinó todo, abrió la ventana, asomose a ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la temperatura   —90→   senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían a posársele críticamente en el hueco de las orejas o en la comisura de los labios -donde más podían fastidiarle-, sonrió ante las ingenuas pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj... Nada. La incertidumbre le freía la sangre. Se determinó a salir, buscando el camino de la habitación de su cuñado. Recorrió salones, más o menos destartalados, y durante la caminata observó algún hermoso vargueño con incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto, abandonado y estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era imposible adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las tierras, y tan resquebrajado se hallaba por falta de barniz; vio, en suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella señorial morada, que inspiraba a Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica. Sólo que entonces no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría metido todo el mundo?   —91→   Porque tampoco el hidalgo de Ulloa parecía por ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel a la vieja perra de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido de los pasos del artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el hocico que recostaba en las patas de delante, y azotó el suelo con el muñón del rabo, como dando los buenos días.

En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.

-Le está en la era... ¡con los que majan!   —92→   -exclamó al fin asombrada de la pregunta.

No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:

-¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!

A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre la arena y el   —93→   polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse, con el menor pretexto, del estuche bruñido que las contiene. El sol, implacable, metálico, se bebía el sudor de los trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la faena seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre camada y camada, los jarros de vino corriendo de mano en mano. Las jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza desteñida, que les señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros grandes, preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie, apoyado en el mallo, ebrio   —94→   de sol, despechugado, con la camisa de estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el espeque o cigarro, y ya se escupe en la palma de las manos para volver a blandir el instrumento cuando suene la hora del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan energía y vigor suficientes para vivir un mes! La luz deslumbra y ciega; el ambiente es de boca de horno, no corre ni el soplo de aire suficiente a inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las higueras que rodean la era de los Pazos permanecen inmóviles, como recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, a modo de pencas de metal: a veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el pico desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más cercano, la víbora saca su cabeza chata, enciende su ojillo de azabache, resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros, aturdidos, no aciertan a salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa... ¡Y en el desmayo general de la naturaleza, que desfallece y expira de   —95→   calor, sólo el hombre reconoce su condición servil y cumple el precepto del Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!

Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.

Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada, demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines   —96→   portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos... en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española... cuando el descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una... a las dos... a las tres... se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien agita la danza: sus mangas   —97→   vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz -¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!- ya no era murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los   —98→   otros trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.

Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba...

  —99→  

-¿Qué barbaridad irá a hacer este? -pensó Pardo.

Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: -¡Alto, rapaces!- y los diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:

-Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.

  —100→  

Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.

Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi a chistar. Un rumor profundo,   —101→   contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura, asistía a la faena.

-¡Ángel! ¡Ángel!

-Señor...

-Busca al señorito Perucho... Tráelo volando aquí... De mi parte, ¡que venga a majar la camada!

Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo   —102→   que decirle ya sin rodeos ni tapujos: -Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.

Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:

-Se hará conforme al gusto de Usía.

Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.

-¿Quién sabe de ella? -respondió el padre-. Andará por ahí... ¿Has visto la maja? -añadió revelando sumo interés en la pregunta.

-Sí, te he visto hecho un valiente...

-¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del abono... A cada cerdo le llega su San   —103→   Martín... Ya verás a Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo... Ey, Ángel... ¿Viene o no viene? ¿Qué... no está?

-Dice que no... que salió tempranito con Manola... Que no voltaron aún.

-¡Por vida de...! ¡Mal rayo!

Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.



  —104→  

ArribaAbajo- XXIV -

Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor,   —105→   así como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.

Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo preparaba don Pedro -único modo de que saliese a su gusto- en una maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente   —106→   en la materia; porque merece notarse que aquel burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.

Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:

-Oye tú... ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?

  —107→  

-Va con Perucho -respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.

-Perucho... -murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre- Perucho... es un muchacho de muy poca edad.

-Poca edad... ¡Quién me diera en la suya! -exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su decadencia física-. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad... salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de perdices... Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más caso que a este café que bebo ahora, y todo   —108→   el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven... A veces no me contentaba con las horas del día... ¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo... los dos escondiditos tras de un pino... tendidos boca abajo... con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del tiempo de Perucho... que me diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo a gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para sentarse en una silla... o para que le tiren al basurero.

-Pues yo -declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café- no estoy tan tranquilo como tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco más o menos hacia   —109→   qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.

-¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el Pico-Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.

Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo indirecto.

-Y... ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?

-Pocas... ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el   —110→   monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso. Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena... ¡Era más perro!

-Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca -insistió con firmeza Gabriel-. Manuela no se habrá ido a comer a casa de nadie.

-Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.

El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:

  —111→  

-Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.

No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:

-¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!... Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y   —112→   las que parecen unas santas... más vale callar. Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro maulas!...

Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.

-Si no fueses todavía más bárbaro que   —113→   malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado como tú... La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar... Eso quisieras. ¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo... No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo... y ya que tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!



  —114→  

ArribaAbajo- XXV -

Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que lleva el diablo, por no oír la retahíla de palabrotas y berridos con que don Pedro contestó a su arenga, no sabía el comandante ni hacia dónde dirigirse ni a qué santo encomendarse para cumplir el programa de encontrar a su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan intolerable, que sólo estando a mal con la vida podía nadie echarse a andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las dos de la tarde, el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de los Pazos se aprestaban a gozar las delicias   —115→   de la siesta, tendiéndose cuál panza arriba, cuál de costado para roncar; despatarrados los gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad los perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima importuna mosca.

Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir a descubierta en momentos semejantes, e instintivamente buscó una sombra donde guarecerse y consultar consigo mismo. Dio consigo en la linde del soto, al pie de un castaño, si no de los más altos, de los más acopados y frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz de manzanilla y grama, encontró buen recostadero.

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-No hay remedio... -comenzó a devanar Gabriel-. Yo corto por lo sano... El animal de mi cuñado, tengo que reconocerlo, no ve esto que veo yo... Es que si lo viese y viéndolo lo consintiese... nada, cuatro tiros.

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-Y yo, ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base esta idea? ¡No, y renó! Aquí no hay más que una cuestión de conveniencias desatendidas... impremeditaciones e ignorancias de una montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un hombre zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio ambiente...

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-No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono en que está la niña, hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar años sin tomarme la molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo a los japoneses...

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Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le sofocaba era, más que la temperatura, la reacción del reciente acceso de cólera. El café que acababa de paladear le había dejado en la lengua un amargor agradable, y le producía ese ligero   —117→   eretismo cerebral tan propicio a la creación artística y a la fácil emisión de la palabra. La naturaleza desfallecía, y el rumoroso silencio del bosque, el ronco quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño, ayudaban a exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, a echarse por esos trigos.

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-¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en libros, pero me costaba mis trabajos creerlo... ¡Esto de que, porque uno vea cuatro montañas y media docena de nubes, se ponga a meditar sobre orígenes, causas, el ser, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil cosazas que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene voces, y voces que dicen algo misterioso y grande! ¡Ay... a esto sí que se le puede llamar chifladura! ¡Voces... Voces! ¡Unas voces que están hablando hace miles y miles de años, y a cada cual le dicen su cosa diferente! Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa,   —118→   y que nosotros las interpretamos a nuestra manera... Lo que pasa con las campanas: enseguida cantan lo que a uno se le antoja... Las voces están dentro... A mi cuñado le suena la naturaleza así -¡Buen día de maja!- Y al creyente le murmura que hay Dios...

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-¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf! Idealismo trascendental... Váyase a paseo este afán de escudriñar el fondo de todas las cosas...

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Un saltón verde, muy zanquilargo, vino a posarse en la mano del pensador. Gabriel le cogió por las zancas traseras y le sujetó algún tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para soltarse. Al fin aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.

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-Y a Manuela, ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha conocido?

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  —119→  

En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron a revivir fragmentos de la lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles un sentido y dándoles un alcance nuevo de respuesta a la última pregunta.

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-«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen a tu venida y ayudan a nuestro amor, y parece que la naturaleza nos adereza y adorna el aposento... Voz de mi amado se oye: veislo viene atravesando por los montes y saltando por los collados... La izquierda suya debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará... Hablado ha mi amado y díjome: levántate, amiga mía, galana mía, y vente... Ya ves, pasó la lluvia y el invierno fuese. Los capullos de las flores se demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la voz de la tórtola en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las pequeñas uvas dan olor: por ende, levántate, amiga mía, hermosa mía y ven».

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  —120→  

-Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su... ¡lo que sea!, aprendieron a leer por ese libro... Tiene algo de simbólico... La más negra no es el texto, sino los comentarios... Cuidado con aquello que dice de que el jugar a esconderse burlando es regalo y juego graciosísimo del amor... Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre los árboles... Pues ¿y el enseñarles a que se fijen y reparen en los arrullos de las palomas y en los amoríos de los avechuchos?

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-Lo más tremendo es la manía de llamarla hermana. «Robaste mi corazón, hermana mía esposa, robaste mi corazón con uno de los tus ojos en un sartal de tu cuello... Panal que destila tus labios, esposa, miel y leche están en tu lengua; y el olor de tus vestidos, como el olor del incienso. Huerto cerrado, hermana mía, esposa...».

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-Este lenguaje oriental...

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  —121→  

-«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre? Hallarteía fuera, besaríate, y ya nadie me despreciaría».

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-Con permiso de Fray Luis de León: lo que es sus comentarios a este pasaje, son una confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No me negará nadie que es bonita escuela para las señoritas lo que dice a propósito de los amores desiguales... Cosa más disolvente que estos místicos y contempladores... ¡y el pasaje está más claro que el agua!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-«Porque se ha de entender que entre dos personas (aunque las demás calidades o que se adquieren por ejercicio o que vienen por caso de fortuna o que se nace con ellas) puede haber y hay grandes y notables diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad, porque esta es señora y libre así como en todo es libre y señora; así todos en ella son iguales,   —122→   sin conocer ventaja del uno al otro, por diferentes estados y condiciones que sean».

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-¡Caracoles con Fray Luis!

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-Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de cultura, como si toda tu vida no te hubieses esforzado en ser racional... racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería de niña, cuando deletreaba; y a fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo entendió entonces, ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y te da en qué pensar a ti, por lo mismo que estás muy civilizado y muy saturado de libros y muy harto de meterte en honduras. Lo que es a ellos... No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.

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-Se me figura que la naturaleza se encara conmigo y me dice: Necio, pon a una pareja linda, salida apenas de la adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando libremente,   —123→   como Adán y Eva en los días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida hierba capaces de tentar a un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide? Una enteramente ilusoria, ideal, valla que mis leyes, únicas a que ellos se sujetan, no reconocen, pues yo jamás he vedado a dos pájaros nacidos en el mismo nido que aniden juntos a su vez en la primavera próxima... Y yo, única, madre y doctora de esa pareja, soy su cómplice también, porque la palabra que les susurro y el himno que les canto, son la verdadera palabra y el himno verdadero, y en esa palabra sola me cifro, y por esa palabra me conservo, y esa palabra es la clave de la creación, y yo la repito sin cesar, pues todo es en mí canto epitalámico, y para entenderlo, simple, ¿qué falta hacen libros ni filosofías?

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-Pero es cosa que eriza los pelos... La hija de mi hermana, la esperanza de mi corazón,   —124→   caída en ese abismo... ¡Qué monstruosidad horrible!, y no hay duda... Soy un idiota en no haberlo comprendido desde luego... Presentimiento sí que lo tenía... Algo me dio el corazón ya en casa de Máximo Juncal... Ay, Nucha, pobre mamita, y qué bien hiciste en morirte... Todo el día solos, campando por su respeto a una o dos leguas de la casa... ¿Qué hacen a estas horas? ¿En qué clase de juego entretienen la siesta? De seguro...

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-Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo... ¿Y qué hago ahora aquí, cavilando y lamentándome? Tocan a moverse... a buscarla, ¡voto a sanes!, y a deshacer este enredo horrible, y a sacarla de la abyección, y a cortar de raíz...

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-¿Hacia dónde tomarían?



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ArribaAbajo- XXVI -

Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?

Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con frutales y costeó eras donde resonaba el cadencioso golpe del mallo; en   —126→   suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como cuerdas de guitarra. El ejercicio le hizo provecho; andando y andando, empezó a sentirse con la cabeza más despejada y el corazón más tranquilo.

Contribuía a ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De la sombra que iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una pirámide de claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil, de esas que dejan quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles más abandonados   —127→   ya de la luz diurna, se desplegaba, a manera de leve cortinilla plomiza, el humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas, donde se conservaba archivado el enervante calor de todo el día, se alzaban compactas huestes de mosquitos.

De pronto levantó Gabriel la cabeza... Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien que se armonizaba con los saudosos ay... le... le... que segadoras y majadores entonaban desde los campos y las eras, se dejó oír repetidas veces, a intervalos iguales... El comandante se paró, y una especie de escalofrío recorrió su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de esas que no corren, que vuelven al punto de sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar de la poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle, por tanto artículo sentimental... Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza   —128→   de la impresión, e hizo más inefable el misterioso tañido.

-El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden... ¡Cáspita! ¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido que Naya se encuentra a la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe duda.

Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba mil vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de perderse. Caía la noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta estar tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en la   —129→   tragona tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas sobresalir, como mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del crucero del atrio. La puerta del vallado que rodeaba a este, bien fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino por acercarse a algo que él sabía estar allí, y que le pesaba con remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el momento mismo de su arribo a los Pazos...

Cosa de broma saltar la cerca del atrio; mas no así penetrar en el cementerio de Ulloa. Parecía como si se hubiese defendido su acceso con esmero especial, nada común en las aldeas, donde los camposantos suelen andar mal preservados de la contingencia, remotísima en verdad, de una profanación. El muro que lo rodeaba era alto, bien recebado, y en el caballete se incrustaban recios cascotes de botella; la verja de la cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un   —130→   corpulento olivo, se componía de maderos fuertes, recién pintados, terminados en unos pinchos de hierro. Asegurábanla sólida cerradura y grueso cerrojo.

Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta que comunicase directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era de dos hojas, y no menos sólida y maciza en su género que la cancilla. No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso; en cuanto a llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar las oraciones, se habría retirado a su casa, dejando solos a los muertos y a la pobrecilla iglesia.

Intentó al menos el comandante distinguir, al través de la verja, la traza del cementerio, acostumbrando la vista a las tinieblas de la estrellada noche. Después de mirar fijamente y largo rato, adquirieron algún relieve las formas confusas. El cementerio parecía muy bien cuidado: las cruces, no derrengadas como suelen andar en sitios tales, sino derechas   —131→   y puestas con simetría y decoro; la vegetación y los arbustos ostentando el no sé qué de los jardines, la gentil lozanía de la planta regada y dirigida por mano cariñosa. Sobre el fondo sombrío del follaje se destacaban irregulares manchones claros, que debían ser flores. Flores eran, y ya los ojos de Gabriel, familiarizados con la oscuridad, podían hasta darles su nombre propio: las manchas redondas, hortensias; las largas, varas de azucenas blanquísimas. Lograba también, sin esfuerzo, contar los senderitos abiertos entre las cruces, y los montecillos que estas coronaban.

A su izquierda distinguió claramente una especie de nicho abultado, con pretensiones de mausoleo, y sobre cuya blancura se perfilaban, a modo de columnas de mármol negro, los troncos de dos cipreses muy tiernos aún, recién plantados sin duda. La mirada se le quedó fija en el mezquino monumento... Era allí... Se agarró con ambas manos a la verja, quedándose abismado en la contemplación   —132→   que producen los objetos en los cuales, como en cifra, vemos representado nuestro destino. ¡Allí, allí estaba el cariño santo de su vida, la que al cabo de tantos años, desde el fondo de la tumba, le había atraído a aquel ignorado valle!

En el espíritu de Gabriel batallaban siempre dos tendencias opuestas: la de su imaginación propensa a caldearse y deducir de cada objeto o de cada suceso todo el elemento poético que pueda encerrar, y la de su entendimiento a analizar y calar a fondo todo ese mundo fantástico, destruyéndolo con implacable lucidez. Ante la cancilla de aquel cementerio de aldea, triunfaba momentáneamente la imaginación; de buen grado ofrecía treguas el entendimiento, y todo lo que en lugares semejantes evocan, sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los nerviosos y los alucinados, tuvo el comandate Pardo la dicha suprema de evocarlo, soñarlo y forjarlo por espacio de unos cuantos minutos. Apariciones, aspectos fantasmagóricos,   —133→   formas que puede tomar el ser querido que ya no pertenece a este mundo para presentarse a los que todavía permanecen en él, y esa sensación indefinible de la presencia de un muerto, ese soplo sutil de lo invisible e impalpable, que cuaja la sangre e interrumpe los latidos del corazón. Cuando se produce este género de exaltación, nadie la saborea con más extraño placer que los espíritus fuertes, los incrédulos: es el gozo de la mujer estéril que se siente madre; ¡es un deleite parecido al que causa la lectura de una novela de visiones y espectros a las altas horas de la noche, en la solitaria alcoba, con la persuasión de que no hay palabra de verdad en todo ello, y a la vez con involuntario recelo de mirar hacia los rincones adonde no llega la luz de la lámpara, por si allí está acechando la cosa sin nombre, el elemento sobrenatural que teme y anhela nuestro espíritu, ansioso de romper la pesada envoltura material y el insufrible encadenamiento lógico de las realidades!

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Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas a Gabriel; las azucenas, flotantes pedazos de sudario; los cipreses, figuras humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el acceso del lugar donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión esta tan viva, tan fuerte, tan invencible!, sale un murmullo humilde y quejoso, como de rezo, un suspiro lento y arrancado de las entrañas... ¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes alucinaciones? No hay duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento recorre las vértebras del comandante.

Estas treguas del entendimiento duran poco, y en el cerebro de Gabriel, que no poseía la frescura plástica de la ignorancia y de la juventud, la razón recobró al punto sus fueros. En un segundo, el apacible cementerio perdió su prestigio todo: lo vio lindo y alegre, como debía de ser a la luz solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo... residuos orgánicos... ¡Materia! Y trató de figurarse   —135→   cómo estaría aquella materia inerte, qué aspecto tendrían, entre las podridas tablas del ataúd y la húmeda frialdad del nicho, los huesecillos de aquellos brazos tan amantes, en que se había reclinado de niño. Se le oprimió el corazón: por instinto alzó la frente y miró al cielo.

-Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas tan hermosas.

El firmamento parecía vestido de gala, como para rechazar toda idea de muerte y podredumbre, y confirmar las de inmortalidad y gloria. Compensando la falta de la luna que no asomaría hasta mucho más tarde, los astros resplandecían con tal magnificencia, que inducían a creer si toda la pedrería celestial acababa de salir del taller del joyero divino. Más que azul, semejaba negra la bóveda; las constelaciones la rasgaban con rúbricas de luz; algunos luceros titilaban vivos y próximos, otros se perdían en la insondable profundidad; la vía láctea derramaba un mar de cristalina leche, y Sirio, el gran brillante   —136→   solitario, centelleaba más espléndido que nunca.

También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche le envolvía en un hálito de amor: las sombras eran densas y vagas a la vez: los horizontes lejanos se disfumaban en azuladas nieblas: a pesar de la mucha calma no había silencio, sino murmurios imperceptibles, estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de parar su curso y retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel minuto de plenitud del verano para saturar por completo el organismo vegetal, y lo que era acres aromas en el monte, en el valle atmósfera verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los farolillos venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas, insectos en quienes arde visiblemente el fuego amoroso...

No podía Gabriel confundir el verdoso y fosforescente reflejo de los gusanos con la pequeña llama azul que se alzó de las profundidades   —137→   del cementerio, y que revoloteando suavemente le pasó a dos dedos del rostro. Bien conoció el fuego fatuo, arrancado por el calor a aquel sitio bajo y húmedo y relleno de cadáveres humanos... Con todo, sintió que otra vez se le exaltaba la fantasía, y pegó el rostro a la verja escudriñando con avidez el interior del camposanto, por si tras el fuego surgía alguna forma blanca, ni más ni menos que en Roberto el Diablo... Y en efecto... ¡Chifladura, ilusión de óptica! Calle... Pues no, que bien claro lo está viendo... Algo se alza detrás del nicho, junto a los cipreses... Algo que se inclina, vuelve a alzarse, se mueve... ¡Una forma humana...! ¡Un hombre!

Sólo tiene tiempo el artillero para adosarse al muro, al amparo de la sombra que proyecta el olivo. Rechina el cerrojo, gira la llave, se abre la verja, y sale la persona que momentos antes rezaba al pie del mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente la verja, hace por última vez la señal de la cruz volviéndose hacia el cementerio,   —138→   y pasa rozando con Gabriel y sin verle, con la cabeza baja, cabeza blanquecina y cuerpo encorvado y humilde.

-¡El cura de Ulloa!

Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse cuenta del porqué semejante persona, en tal sitio y entregada a tal ocupación, le parecía la clave de algún misterio, uno de esos cabos sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias viejas que nos importan o que despiertan novelesco interés.

-¡Ahí están los suspiros y los rezos que yo oía! -pensó, encogiéndose de hombros-. Si no acierta a salir ahora este buen señor, yo tendría una cosa rara que contar... y creería honradamente en una pamplina... inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni rastro... Verdad es que he visitado a la pobre mamita... ¡Adiós, adiós! (Volviéndose hacia la verja.) Y en realidad la caminata me ha calmado. Se me figura que esta tarde pensé mil delirios y ofendí mortalmente   —139→   con la imaginación a mi sobrina. ¿Cómo ha de estar profanada, depravada, una niña que tiene aquel aire franco y sencillo y honesto a la vez, el aire y los ojos de su madre? Sé sincero, Gabriel, contigo mismo. (Deteniéndose y mirando a las estrellas.) Lo que te sucedió, que te encelaste, porque estás interesado por la muchacha... Pues amigo, eso no vale. ¿A qué viniste aquí? ¿A salvarla, verdad? Entonces, piensa en ella sobre todo. A un lado egoísmos; si no te quiere, que no te quiera; mírala como la debió haber mirado su padre. A pedirle mañana una entrevista; a hablarle como nadie le ha hablado nunca a la criatura infeliz. Lo que tú has estado pensado allí al pie del castaño, es una monstruosidad; pero con todo, bueno es prevenir hasta el que a otros se les ocurra la misma sospecha atroz. A ti, al hermano de su madre, corresponde de derecho el intervenir. Y caiga quien caiga, y así sea preciso prender fuego a los Pazos y llevarte a la muchacha en el arzón de la silla... Digo, no; esto de raptos es niñería romántica...   —140→   Pero es decir, que tengas ánimo y que no se te ponga por delante ni el Sursumcorda, ¡qué diablos! Y cuidadito cómo le hablas a la montañesa... No hay que abrirle los ojos, ni lastimarla, que después de todo... reparo deberías tener en tocarla siquiera con el aliento... y morirte deberías de vergüenza por las cosas que se te han ocurrido. ¡Pobre chiquilla! (Pausa.) ¡Qué noche tan hermosa! ¿Iré camino de los Pazos... o lo estaré desandando? Por allí suena la presa del molino... De noche se oye muy bien... Parece el sollozo de una persona inconsolable... Sí, hacia esa parte están los Pazos; en llegando al molino, ya los veo.

El sollozo del agua le guió a una corredoira, no tan honda ni tan cubierta de vegetación como la de los Castros, pero perfumada y misteriosa cual ninguna deja de serlo en el verano, y alumbrada a la sazón por la luz suave y espectral de las luciolas, que a centenares se escondían en las zarzas o se perseguían arrastrándose por la hierba. Tan lindo aspecto   —141→   daban a las plantas las linternas de aquellos bichejos, que el artillero, al salir del túnel, se detuvo y miró hacia atrás, para gozar del fantástico espectáculo. Una línea fría le cruzó el rostro: era un tenuísimo hilo de la Virgen, y Gabriel alzó la vista hacia el matorral, queriendo adivinar de dónde salía la sutil hebra. Cuando bajó los ojos, se le figuró que al otro extremo del túnel se movía un bulto confuso y grande. El pálido resplandor de los gusanos, semejante al destello de una sarta de aguamarinas y perlas, no le consintió al pronto discernir si eran bueyes o personas, y cuántas, lo que se iba aproximando en silencio. Gabriel, sin reflexionar, se emboscó tras las plantas con el corazón en prensa; si alguien le hubiese preguntado entonces ¿por qué te escondes y por qué te azoras así?, no le sería posible dar contestación satisfactoria. El bulto se acercó... Era doble: se componía de dos cuerpos tan pegados el uno al otro como la goma al árbol; no hablaban; ¿para qué? Él la sostenía por la cintura, y ella se recostaba en   —142→   su hombro y le pasaba el brazo izquierdo alrededor del cuello. Marchaban con el paso elástico y perezoso a la vez, propio de la juventud y de la dicha avara, que regatea los minutos.

Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía estaba el artillero quieto, con los puños y los labios apretados, los ojos abiertos de par en par, el cuerpo tembloroso, los pies clavados en tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la última visión de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para respirar; estiró los brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando enhoramala sus filosofías, su pulcritud de lenguaje y de educación, su cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:

-¡Qué vergüenza... qué barbaridad!