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ArribaAbajo- XXVII -

No vayan ustedes a figurarse que desde el entronizamiento del Gallo y sus útiles reformas encaminadas a acrecentar el decoro y representación de los Pazos, o al menos de la mayordomía, se hubiese suprimido el tertulión de la cocina por las noches. Suprimir, no; depurar, es otra cosa. La autoridad del buen ex-gaitero se empleaba en alejar mañosa o explícitamente de allí a la gentuza, como las nietas de la Sabia y otras lambonas que sólo andaban tras la intriga y a la socaliña del pedazo de pan hoy, y mañana del de cerdo, si a mano viene. Para semejantes brujas,   —144→   chismosas y zurcidoras de voluntades, desde el primer día significó el Gallo con toda su autoridad de sultán y marido, la orden de expulsión; ¡si conocería él el paño! Y Sabel, aunque muy dada a comadrear, hubo de conformarse -como se conformaría a andar a cuatro patas, si tales fuesen los deseos del insigne rey del corral.

Escogido ya el número de tertulianos, se redujo a los notables de Ulloa y Naya, al pedáneo, a los labriegos cabezas de familia y colonos de los Pazos, al criado del cura, al sacristán, al peón caminero, y demás personas de suposición que por allí podían encontrarse; de suerte que varió muchísimo el carácter de aquel sarao, y no se parecía en lo más mínimo a lo que fue en otros días, bajo la dominación de Primitivo el Terrible. Antaño, predominando el sexo femenino, se pagaba tributo muy crecido a la superstición: se refería el paso de la Compaña con su procesión de luces; se contaban las tribulaciones de la mocita a quien le había dado sombra de gato   —145→   negro o atacádola el ramo cativo; se ofrecían recetas y medicinas para todos los males; se gastaba una noche en comentar el robo de una gallina o el feliz alumbramiento de una vaca; un viejo chusco refería cuentos, y las mozas, en ratos de buen humor, se tiroteaban a coplas, improvisándolas nuevas cuando se les acababan las antiguas. Toda esta diversión populachera era incompatible con los adelantos de la civilización que pretendía introducir allí el Gallo. Bajo su influjo, la tertulia, compuesta de sesudos y doctos varones, se convirtió en una especie de ateneo o academia, donde se ventilaban diariamente cuestiones arduas más o menos enlazadas con las ciencias políticas y morales. El Gallo se encargaba de la lectura de periódicos, que realizaba con aquel garabato y chiste que sabemos; y excusado me parece advertir lo bien informado que quedaba el público, y las exactísimas nociones que adquiría sobre cuanto Dios crió. Así es que el debate era de lo más luminoso, y mal año para los   —146→   gobernantes y repúblicos que no viniesen allí a ver resueltos por encanto los problemas que tanto les dan en qué entender. Había en la asamblea especialistas, profundo cada cual en la materia a que consagraba sus desvelos: Goros, el criado del cura de Ulloa, se dedicaba a la controversia teológica y a la exégesis religiosa, soltando cada herejía que temblaba el misterio; el señor pedáneo tenía a su cargo la política interior, cortaba sayos y daba atinadísimos consejos a Castelar y a Sagasta, hablaba de ellos como si fuesen sus compinches, y vaticinaba cuanto infaliblemente iba a producirse en el seno del gabinete: un labriego machucho, el tío Pepe de Naya, antes encargado del ramo de chascarrillos, corría ahora con el de hacienda, y exponía las más atrevidas teorías de los socialistas y comunistas revolucionarios, sin necesidad de haber leído a Proudhon ni cosa que lo valga; y el atador de Boán, cuando llamado por deberes profesionales o alumbrado más de la cuenta se veía obligado a pasar la noche en Ulloa,   —147→   dedicábase a la propaganda filosófica, y ponía cátedra de panteísmo, explicando cómo los hombres y las lechugas son una sola esencia en diferentes posiciones... o para decirlo en sus propias palabras, lo mismito, carraspo, perdonando vusté.

Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y aturdir con su ciencia a los ignorantuelos, a los criados de escalera abajo, o sea de establo y labranza, haciéndoles preguntas capciosas y divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución bajo Primitivo y era ahora un tagarote medio idiota; y excitando su vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar peregrinos despropósitos. Generalmente lo examinaban de teología.

-Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.

-Sé, sé -contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.

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-Pues gomítalo.

-Es un ángel rebelde, que por su...

Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.

-A ver -exclamaba Goros-; ¿para qué es el Sacramento del Orden?

-Si me pregunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar sastifación.

-Soo... ¡mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para... ¡criar hijos para el cielo!

-Bien, ya estamos en eso -contestaba muy serio el gañán, entre la algazara y regocijo del ateneo de Ulloa.

Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es de saber que en tiempo de verano, y más si el calor arreciaba, y con doble motivo si era en días de maja y siega, el ateneo trasladaba el local de sus sesiones de la cocina, a la parte del huerto lindante con la era: colocábanse allí bancos, tallos, cestas volcadas panza arriba, y sin derrochar más candela que la que los   —149→   astros o la luna ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio y el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban yescas para el cigarro, y la conversación giraba sobre temas de actualidad, agrícolas y rurales.

En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí Gabriel Pardo, que regresaba de su tremendo viaje a través del valle de Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan viva y refulgente, no bastaba a descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien se podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el primer ateneísta que le salió al paso:

-¿Dónde está Perucho?

El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más selecta que pudo encontrar, respondió lo que sigue:

-Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú... Quizásmente que aún no tendrá voltado, en atención a que no se ha visto por aquí su comparecencia...

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-¡Falso! Es usted un embustero -gritó brutalmente el comandante, ciego de dolor y necesitado, con necesidad física, de desahogar en alguien y de hacer daño... de pegar fuego a los Pazos, si pudiese-. ¡Ea! -añadió- a decirme dónde está su hijo de usted o lo que sea... ¡Aquí no vale encubrir!

¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar la cresta, estirar el cuello, y exhalar este sonoro quiquiriquí!:

-Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas son palabras muy mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir, no me permiten...

-Eh... ¿quién le cuenta a usted nada? ¿Qué se me importa por usted? -vociferó Gabriel nuevamente-. A quien necesito es a Perucho... Llámenle ustedes, pero en seguida.

-Ha de estar en la era -indicó tímidamente el pastor.

Gabriel no quiso oír más, y desapareció como un rehilete en dirección de la era. Encontrola   —151→   brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y mozos bailaba el contrapás, al son de la pandereta y la flauta; la tañedora de pandero cantaba esta copla:


A lua vay encuberta...
a min pouco se me dá:
a lua que a min m’alumbra
dentro do meu peito está.

Oíala como en sueños el comandante, detenido a la entrada y presa entonces de un paroxismo de ira que le hacía temblar como la vara verde. Calma... sosiego... voy a echarlo todo a perder... decía consigo mismo; y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera llamarse la insurgente, le tenía entre sus uñas de fierecilla desencadenada, y le soplaba al oído: -Qué gusto coger un palo... entrar en la era... deslomar a estacazos a todo el mundo... arrimar un fósforo a las medas... armar el revólver, y en un santiamén...   —152→   pun, pun, a este quiero, a este no quiero...

A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres del vecindario: y delante, en pie, algo ensimismado, a Perucho en persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la mano en el hombro; y al tenemos que hablar del comandante, estremeciose el montañés, pero respondió con súbita firmeza:

-Cuando usted guste.

-Ahora mismo.

-Bueno, ya voy.

Echó delante el mozo, y siguiole Pardo, sin añadir palabra. Alejándose de la gente, atravesaron el huerto, entraron en el corredor, llegaron a la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con cuchara de palo, algo que olía a fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse, tomó una candileja de petróleo encendida, y guió a las habitaciones de la familia del Gallo, entre las cuales se contaba cierta salita, orgullo y prez del mayordomo, porque en seis leguas a la redonda,   —153→   sin exceptuar las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme a las exigencias del gusto moderno, sin que le faltase siquiera -¡lujo inaudito, refinamiento increíble! -un entredós en vez de consola; un entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de un metal que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente a este mueble, en que el Gallo tenía puesto su corazón, un soberbio diván de repis amarillo canario convidaba al reposo, y Perucho, dejando la candileja sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza erguida, resuelto el ademán, algo pálidas, contra lo acostumbrado, las mejillas, y pronunciando en tono que a Gabriel le sonó provocativo:

-Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?

El comandante midió de alto a bajo al bastardo, frunciendo la boca, con el gesto de desprecio más claro y más enérgico que pudo;   —154→   acercose luego a la puerta, y dio vuelta a la llave, que halló puesta por dentro; y volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:

-¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy a darte tu merecido, canalla! ¡A ti y a la perra que te parió! ¡Mamarracho indecente!

Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra persona; y allá en el fondo de su ser, las comentaba una voz, susurrando: -Es demasiado, ese hombre habla como un loco-. Y no podía, no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética. Por lo que hace a Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó lo mismo que si le hincasen en la carne un alfiler candente; desvió y echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como para arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba a sus facciones correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un rostro de Apolo flechero.

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-No... no me tutee usted -balbuceó reprimiéndose todavía- no me tutee ni me insulte... porque tan cierto como que Dios está en el cielo y nos oye...

-¿Qué harás, bergante?

-Lo va usted a saber ahora mismo -gritó el montañés, cuyos ojos eran dos llamas oscuras en una máscara trágica de alabastro. Un segundo duró para Gabriel la visión de aquel rostro admirable, porque instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes se le adaptaban al cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la respiración. Intentó defenderse lo mejor posible, tenía los brazos en alto y libres y podía herir a su contrario en el rostro, arañarle, tirarle del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña cosa!, al verse cogido en la formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo a quien venía a confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal e instintivo de su sangre se calmaron como por   —156→   obra de un conjuro, y hasta le pareció que experimentaba simpatía por el brioso mozo. Todo fue como un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el montañés tenía a su rival a dos dedos del suelo, aprestándose a ponerle en el pecho la rodilla. Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera pasado su enemigo, a no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que hacía la felicidad del Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de seis leguas en contorno acertaba a sentarse en ella sino después de reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de los dos combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el grupo vino a tierra, haciendo la dichosa mecedora el oficio de Beltrán Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que estaba encima, se halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio   —157→   que el de su propio peso y corpulencia, con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de conservación, le sujetó y contuvo, teniéndole cogidas las muñecas e hincándole la rodilla en el estómago.

-¡Máteme, ya que puede! -tartamudeaba el montañés-. Máteme o suélteme, para que yo... le... ahog...

El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando sobre su pecho, le impedía respirar. Terminó la frase con un ¡z!, ¡z!, ¡z! cada vez más fatigoso... Vio en el espacio unas lucecitas amarillentas y moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que decía:

-Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.

Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dio dos o tres pasos sin objeto; se pasó la diestra por los ojos, y miró al artillero fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy distinta de la furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los   —158→   puños, y bajando la cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó... Gabriel adelantó las manos para parar el golpe, con calma desdeñosa; entonces, el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dio media vuelta, y encogiéndose de hombros, exclamó:

-Yo no pego a quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos jugando, o qué?

Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción, dueño de sí y capaz de regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me he comportado como un bruto; he hablado como un demente. A bien que en mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como me da, yo me dejaría atrás a todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo... Pero ahora se me figura que ya lo tengo de sobra.

-Oiga usted... -dijo a Perucho, tosiendo para afianzar la voz-. Le he maltratado a usted hace un instante; hice mal, y lo reconozco. Es decir: no me faltan motivos de hablarle   —159→   a usted con toda la dureza posible; pero con razones, no con injurias... Debí empezar por ahí.

-Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.

-Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le tuteo, ni le ofendo en lo más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente y ajustar cuentas, de las cuales no he de perdonarle a usted un céntimo si sale alcanzado... Vuelvo a rogarle que se siente.

Perucho se dejó caer en el sofá con hosco además, arreglándose maquinalmente el cuello y la corbata, que ya no tenía muy en orden antes y que con la refriega se habían insubordinado por completo. Ocupó Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó a mecerse con movimiento automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fue un trabucazo.

-¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).

-¿Y a qué viene eso? -contestó el mozo-.   —160→   ¿No está usted cansado de conocer a mis padres? Déjeme usted en paz.

-¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se ha atrevido usted... a poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba de enojo aún) a levantarse hasta donde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil (acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza ajena para... apoderarse de... una señorita... y... abusar de ella, cuando come el pan de su casa!

Perucho contenía los bramidos que se le venían a la laringe, y oía royéndose la uña del pulgar con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre. Al fin pudo formar voz humana en la garganta.

-Quien... quien abusa es usted, señor de Pardo... Sí, señor, abusa usted de mi posición, de verme un infeliz, un hijo de pobres, un desdichado que no se puede reponer contra usted como corresponde... Pero me repondré,   —161→   caramba si me repondré... que tampoco no es uno ningún sapo, para dejarse patear sin volverse a quien lo patea... Y nos veremos las caras donde usted guste, que aunque me ve sin pelo en ella, soy hombre para cualquier hombre, y a mí no me espantan palabras ni obras... Y si a obras vamos... si se trata de romperse el alma por Manuela, porque usted la quiere para sí y ha venido a hacerle los cocos... ¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en paz... También le puedo contar algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo otra vez... Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y que tumba y que dale... De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho; porque, según le oí a mi madre, más dinero le debía a mi abuelo la casa de los Pazos que mi abuelo a ella... De ser Manola mi señorita... cierto que ella es hija de un señor... pero maldito si se conoció nunca que lo fuese... Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni de señoríos;   —162→   y nadie nos recordó nuestra condición desigual, hasta que cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de la Lage... Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la quisiese más que yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se acordase de ella, no señor, ni su padre, ¿usted lo oye?, ni su padre... Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé a andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando llovía, le di las sopas, le guardé el sueño, y le discurrí los juguetes y las diversiones... Yo le enseñé lo poco que sabe de leer y escribir, que si no, ahora estaría firmando con una cruz... Yo la defendí una vez de un perro de rabia... ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No, que en los pueblos eso no se ve nunca! Pues al perro, con aquellos ojos encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no de lejos, sino desde cerquita, así, echándome a él, machacándole la cabeza con una piedra grande, mientras la chiquilla lloraba   —163→   muerta de miedo... ¡Si no estoy yo allí, a tales horas Manola es ánima del purgatorio! En el brazo y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era fuerte, y allí se quedó la baba... Otra vez la cogí a la orillita de un barranco, que si me descuido, al Avieiro se me larga... Yo me quemé la mano en el horno por sacarle una bolla caliente, que se le había antojado... ¿ve usted...?, aquí anda todavía la señal... Y yo por ella me echaría de cabeza al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo... Ni ella tiene sino a mí, ni yo sino a ella. ¿Que es usted su tío? ¿Y qué? ¿Se ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba usted por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella siempre... ¡hasta morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como usted... ¡ni el mismo Dios del cielo que bajase con toda la corte celestial!, me la quitan. ¡Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que verla casada con usted!

El montañés hablaba con presteza, accionando   —164→   mucho, como escupiendo palabras y pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su gallarda persona y su acción fogosa y expresiva parecían no caber en la ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra espacio en un escenario estrecho; y a cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en inminente peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de perritos y gatitos de loza, las figuras de yeso teñidas con purpurina imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la ciencia suntuaria de nuestra época, que hasta cultivaba el bibelot. Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo y meditabundo; a veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve la escena de un drama magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en proporciones   —165→   y rayase en horrenda e invencible catástrofe... Viendo callado al artillero, Perucho se persuadió de que lo convencía, y continuó con más calor aún:

-Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro y me refutro en ellas... Que el padrino gaste su dinero en lo que se le antoje; que lo gaste en cohetes, o lo dé a los pobres de la parroquia. Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera o sin ella... yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la hija de un labriego; no necesita lujos ni sedas; yo menos todavía. Mi madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me dará... Y si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá en el monte, frente a las Poldras, vivimos como unos reyes, sin acordarnos del mundo y sus engañifas... Casualmente lo único para que sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano nací y paisano he de morir, con la tierra pegada a las manos...   —166→   Una casita y una heredad y una pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan infelices que eso nos falte..., y en teniendo eso, que se ría el mundo de mí, que yo me reiré del mundo... y estaré como en el cielo, y Manola también... mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le quiere, no le quiere y no le quiere.

Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo definitivamente vencido y arrastrado por la corriente de simpatía que empezaba a ablandarle desde que había jadeado entre los brazos fuertes del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo a impulso irresistible, tendió la mano para darle una palmada en el hombro; hízose atrás Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que no era sino halago.

-¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué! -exclamó el artillero, cuya noble fisonomía respiraba ya concordia y bondad al par que dolor y pena-. Tan no hay de qué, que se va usted a pasmar... Deme usted   —167→   esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí... He procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted supiese cómo me estaba doliendo el alma, y cómo me duele aún... No conserve usted nada contra mí: deme la mano...

Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.

-Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con esos desprecios de antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza es de todo el mundo.

-Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago día... Motivo me ha sobrado para ello. ¡Óigame usted, por lo que más quiera! Por... por mi sobrina. Deme usted su palabra de que hará lo que voy a rogarle.

-No señor, no; yo no prometo nada tocante a Manola. ¿Y a qué viene mentir? Mejor es desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo prometa. Ahora prometería, pongo por caso, no arrimarme a ella   —168→   en jamás, y de contado me volvería a pegar a sus faldas. Imposibles no se han de pedir a nadie.

-No es eso... ¡Si usted no me oye...!

-¿No es nada de dejar a Manoliña?

-No... Es que me prometa usted que de lo que vamos a hablar no dirá usted palabra a nadie... ¡a nadie de este mundo!

-Corriente. Si no es más que eso...

-No más.

-Pues venga.

-No... -replicó Gabriel bajando la voz-. Aquí no... Acompáñeme usted a mi cuarto... Tengo excelente oído... y juraría que anda gente en el corredor.



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ArribaAbajo- XXVIII -

Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la puerta, estuvieron a punto de aplastar entre hoja y pared la nariz del Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al impensado portazo, lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé qué fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba a mostrarse atento con las personas que visitaban su domicilio. Pero Gabriel y Perucho cruzaron por delante de él como sombras chinescas, y no le hicieron maldito el caso. Lo cual, unido a otros singulares incidentes,   —170→   la ira de Gabriel, su afán por encontrar a Perucho, lo extraño de la entrevista, la encerrona, le puso en alarma y despertó su aguda suspicacia labriega. Rascose primero detrás de la oreja, luego al través de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente a deliberar y a dar desde luego no muy lejos del hito.

Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de este, se encontraron a oscuras: el montañés rascó un fósforo contra el pantalón, y encendió la bujía; el artillero acudió a echar la llave, prevención contra importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercose a la ventana, bastante desviada de la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse. Recostado en la pared, con la izquierda metida en el seno, al modo de los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído a lo largo del muslo, una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta del pie, Perucho aguardaba, animoso y resuelto, como el que no ha de transigir ni   —171→   renunciar por más que hagan y digan. Con las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola un poco de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente, Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres pasitos arriba, tres abajo. Al fin hizo un movimiento de hombros como diciendo -pecho al agua- y, súbitamente, se enderezó, encarose con el montañés y articuló lo que sigue:

-Vamos claros... ¿Usted sabe o no sabe que es hermano de Manuela?

Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le salió el cálculo fallido. El montañés abrió los brazos, la boca, los ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y el espanto; enarcó las cejas, ensanchó la nariz... fue, por breves momentos, una estatua clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo, que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar la exclamación que ya se asomaba a los labios, poco a poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó los   —172→   ojos, y se vio claramente en su fisonomía el paso del tropel de ideas que se agolpan de improviso a un cerebro, la asociación de reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz, extirpan una ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación, la que el enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la virtud de la adorada hija, se resisten, se niegan a recibir, hasta que les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un mazazo en el cráneo.

-¡No! -balbuceó en ronca voz-. No, Jesús, Señor, no, no puede ser... usted... vamos a ver... ¿ha venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear... ¡No se divierta conmigo! Jesús... ¡ay Dios!

Llevose ambas manos a los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con uno de esos ademanes primitivos que suele tener la mujer del pueblo a vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo tiempo quebrantaba un gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose   —173→   a poco, se cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.

-Mire usted, a mí no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado aquí traído por el diablo, para engañarme y engañar a todo el mundo... Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo jure el Espíritu Santo... Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque... porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser... ¡Madre mía del Corpiño! No puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me mate, confiéseme que mintió... para quitarme a Manola...!

Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el hombro; después le miró de hito en hito, poniendo en los ojos y en la expresión de la cara el alma desnuda.

-La mitad de mi vida daría yo -dijo con inmensa nobleza- por tener la seguridad de que en sus venas de usted no corre una gota de la sangre de Moscoso. Créame... ¿No me   —174→   cree? Sí, lo estoy viendo; me cree usted... Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos... yo, Gabriel Pardo de la Lage, que soy... ¡qué diablos!, ¡un hombre de bien...!, me comprometía a casarlo a usted con mi sobrina. Porque he visto lo que usted la quiere... y porque... porque sería lo mejor para todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?

Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de aquiescencia. Gabriel prosiguió:

-No solamente mi cuñado le tiene a usted por hijo suyo, sino que le quiere entrañablemente, todo cuanto él es capaz de querer... más que a Manuela, ¡cien veces más!, y hoy, si se descuida, delante de todos los majadores le llama a usted... lo que usted es. Su propósito es reconocerle, y después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que pueda... Su padrastro de usted lo sabe; su madre... ¡figúrese usted!, y... ¡es inconcebible que no haya llegado a conocimiento de usted jamás!

-Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho   —175→   las mujeres en la feria y los estudiantes en Orense... Pero pensé que era guasa, por reírse de mí, y porque el... padrino... me daba carrera... ¡Estuve ciego, ciego! ¡Ay Dios mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! ¡Lo que me sucede... lo que me sucede! ¡Pobre, infeliz Manola!

Gimió esto cubriendo y abofeteando a la vez el rostro con las palmas; y a pasos inciertos, como los que se dan en el primer período de la embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor, sobre la cama de Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel acudió y le obligó a levantarse, luchando a brazo partido con aquella desesperación juvenil que no quería consuelo.

-Vamos, serénese usted... ¿Qué hace usted, qué remedia con ponerse así? Serenidad... un poco de reflexión... Venga usted, criatura, venga a sentarse en el sofá... ¡Calma... calma! Con esos extremos lo echa usted más a perder... Venga usted... ¡Respire un poco!

  —176→  

En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió a dejar caer la cabeza sobre los brazos, y a esconder la cara, con el mismo movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira a agonizar sola y oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera nerviosa, que ya les tiene incapaces de ver, de oír, ni de atender a las caricias que les hacen.

-Sosiéguese usted -repetía el artillero-. ¿Quiere usted un sorbo de agua? Ea, ánimo, ¡qué vergüenza! Sea usted hombre.

Se volvió rugiendo.

-Soy hombre, aunque parezco chiquillo... Hombre para cualquiera, ¡repuño! Pero soy el hombre más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa del cielo... y un infame... sí, un infame, el infame de los infames... Hoy mismo, hoy -y se retorcía las manos- he perdido a... a una santa de Dios, a Manola, malpocado... Debían quemarme como la Inquisición a las brujas... Que no quemase a la condenada que nos echó esta mañana la paulina...   —177→   y nos hizo mal de ojo, ¡por fuerza! Maldito de mí, maldito... Pero qué más casti...

Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al empuje del dolor, se recostó en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras penas graves de la vida, lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo su cauce, van a caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de infinita piedad, Gabriel instintivamente le alisó los bucles de crespa seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la última cena de Jesús; y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.

-Que llore, que llore... Le conviene.

Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés temblor nervioso, y un ¡ay! entrecortado y plañidero, del todo infantil, infundía a Gabriel tentaciones de   —178→   estrecharle y acariciarle como a un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los puños en los ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo con ancha aspiración de aire. Pardo le cogió, le sujetó, temeroso de algún acceso de rabia.

-No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También es fuerte cosa! ¡Le matan a uno, y luego ni le dejan menearse!

-¿Es que quiere usted matar... por su parte... a Manuela? ¿Eh? ¿Se trata de eso? Le leo a usted en la cara... ¡y le sujeto para que no dé la última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no ha de saber ni esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?

-Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la llevarán los demonios como a mí!

-No se entregue usted a la desesperación... La desgracia que aflige a usted... ¡que nos aflige a todos!, es enorme... pero todavía   —179→   hay algo que, bien mirado, le puede a usted servir de consuelo.

-¿Algo? ¿Qué algo? -preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza.

-Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación, locura, desatino, ¡infamia no! Usted tiene el alma derecha; aquí lo que está torcido son los acontecimientos... y la intención de ciertas gentes... Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la sangre moza... En fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la mano; pero el montañés la retira con violencia.) Sí, comprendo que no le soy a usted demasiado simpático; en cambio usted a mí me ha interesado por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder que deshaga lo que ya ha sucedido: a remediar en lo posible el daño... A eso estamos y eso es lo único que importa... ¡Escuche, hombre!   —180→   Usted se tiene que marchar inmediatamente de esta casa... y no volver en mucho tiempo, al menos mientras que Manuela no... no cambie de situación, o... ¡En fin, mucho tiempo! A estudiar a Barcelona o a Madrid... Yo le proporcionaré a usted fondos... colocación... Todo cuanto le haga falta.

Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.

-Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay que marcharse.

-¿No volveré ya en mi vida a ver a Manuela? -lloró el mozo, cayendo en el sofá e hincándose las uñas en la cabeza-. Pues entonces, el Avieiro, que es bien hondo... Así como así tendré mi merecido.

-Vamos... ¡que estoy apelando a su razón de usted! No me responda con delirios... ¿No ha dicho usted allá cuando empezamos a reñir (Gabriel se sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye? ¿Cree usted lo que dijo? ¿Lo cree?

-¿Soy algún perro para no creer en Dios?

  —181→  

-Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está ofendiendo!

Perucho asió de una muñeca a Gabriel, y se la oprimió con toda su fuerza, que no era poca; y acercándole mucho la cara, arrojó:

-Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es a Manola... soltar no la suelto!

Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar, dominado, vencido. En la encarnizada batalla llevaba, desde el principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral que sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le apegaba cada vez más al antes detestado bastardo de Ulloa.

Viendo callado a Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica humilde, murmuró:

-Me iré, me iré... haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el Seminario de Santiago y seré cura... cualquier cosa... pero respóndame, señor, dígame la   —182→   verdad... ¿Se va usted a casar con Manola cuando... después que... falte yo?

Gabriel alzó la vista y le miró cara a cara. Tardó bastante, bastante en responder: sus ojos brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión elevada y generosa que era su única hermosura, y respondió serenamente:

-Yo no le he de salvar a usted mintiéndole... Hoy más que nunca estoy dispuesto a casarme con mi sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no se enfurezca, por todos los santos... oiga, oiga! Cuando ella, por su voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño o... porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier causa, se resuelva a casarse conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y valgo, de ella es... Pero jamás ¡jamás!, si ella no quiere... Y ella no querrá -fíese usted en mí, que tengo experiencia- ni en mucho tiempo, ni tal vez en su vida... Es aún más montañesa y más porfiada que usted... Sobre todo,   —183→   ¡como no le hemos de soltar el tiro de decirle lo que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar... ¡con resolución!, ¡con heroísmo!, que ella le olvide, que ella no piense en usted... sino como se piensa en el compañero querido de la niñez... ¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al principio... cariñosamente... pero... con cariño... fraternal... Luego escasean las cartas... Luego cesan... Luego... tiene usted novia, ¡novia!, y ella lo averigua... Si es verdad que usted quiere a Manuela, usted hará todo eso... ¡y mucho más!

El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los rincones del aposento, repasando, probablemente sin verlas, las molduras barrocas de la cama, las pinturas del biombo, los remates de época del Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y baja que dice clarísimamente: -Plazo... espera... -y se dirigió a la   —184→   puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso, estorbándole la salida.

-No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).

-Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y sentiría cometer una barbaridad.

-En serio (con mucha energía), no le dejo a usted pasar sin que me diga adónde. De evitarle la barbaridad se trata.

-Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal... (gesto grosero). No me da la gana de creer, por su honrada palabra de usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere a Manola... yo le estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún páparo... ¿eh?, no me mete usted el dedo en la boca... Voy a la fuente limpia... a saber la verdad, ¡la verdad!

-¿Cómo, cómo?, ¿a quién se la va usted a preguntar? ¡Cuidado... a mi sobrina nada!

-¡Eh!... ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con Manola? ¡Repuño,   —185→   que ya me cargó a mí esto! La verdad se la voy a sacar de las mismísimas entrañas a don Pedro Moscoso... y apartarse, ¡y dejarme de una vez!

Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó a dos varas de distancia. Luego se precipitó hacia fuera.



  —186→  

ArribaAbajo- XXIX -

Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa a la científica tertulia de su cocina, sobre todo en invierno, cuando los vastos salones estaban convertidos en una nevera, y el lar con su alegre chisporroteo convidaba a acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo de las discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas, prefería don Pedro el corro al aire libre de los jornaleros y jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos incidentes del día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas estaciones, podía asegurarse   —187→   que el hidalgo, a las diez y media, estaba retirado ya en su dormitorio.

No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo, y aunque no de las mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por lo grueso de las paredes. Parecía un nido de urraca, tal revoltillo de cachivaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y a ese otro tufillo llamado de hombre, siendo cosa segura que no lo despide ningún hombre aseado, y sí el tabaco frío, la ropa mal cuidada y el sudor rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de distintas formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos de pólvora, mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz, conservadas por su tamaño, chaquetones de somonte, pantalones con perneras de cuero, yacían amontonados por los rincones, cubiertos con una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el dedo, sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de la habitación era   —188→   la cama, de testero salomónico y fondo de red, y la vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de Córdoba que lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los rojos y azules que suelen prevalecer en tan hermoso producto de la industria nacional. En el centro, sobre un medallón de damasco carmesí rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía la mesa para toda clase de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba cigarrillos; allí amontonaba su escasa correspondencia, haciendo oficio de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía libros de cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y otras de acero comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por las orillas ya, aunque su virginidad estuviese intacta; allí rodaba la cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos habanos, el rollo de bramante y la navaja mohosa;   —189→   y cuando venía el tiempo de las perdices y don Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí se cargaban a mano los cartuchos y allí se limpiaban y atersaban a fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.

Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia próxima, el hidalgo, recogido ya a la suya, entreteníase en contar las rayitas que durante la jornada había hecho en una caña con el cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este procedimiento sabía a punto fijo la cantidad de gavillas majadas. Abierta estaba la ventana, a causa del mucho calor, y por ella entraban las falenas enamoradas de la luz a girar dementes sobre el tubo del quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando torpemente, a caer sobre la mesa o a batir contra un rincón del cuarto. En el cielo asomaba ya la luna, triste e indiferente.

La puerta se abrió con fragor y estruendo;   —190→   el hidalgo soltó su caña y miró... Casi en el mismo instante se deslizaba en el corredor una sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la plausible razón de que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las aldeas -con mayor perfección que en los palacios, o con mayor descaro por lo menos- es el espionaje, y difícilmente hará un señor que vive rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben, siempre que el atisbarla convenga a sus miras o importe a su curiosidad. Este dato se refiere sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto soñoliento y las trazas cariñosas y humildes del aldeano gallego, se esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables, pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el aire, si no tan aprisa, quizás con mayor destreza que el gitano más ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la paciencia; y si tuviese también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en el mundo.   —191→   En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea mejor que el zorro rastrea el ave descarriada. Primero se dejaría nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir a pegar el oído a la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose a la ignominia de la descalcez, rondó el cuarto del comandante; pero, ¡oh dolor!, nada se oía: el salón era extenso, y Gabriel precavido en cerrar y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del marqués era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al Gallo.

Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante a cogerle con las manos en la masa? Se arrimó a la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y abajo, con paso acelerado, indicio de agitación... -¡No sale! -dedujo el sultán-: ¡aguarda ahí por el otro!-. Así era en efecto. Gabriel no quería meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero esperaba. -Mis atribuciones no llegan a tanto... -decía para sí-: allá se las hayan   —192→   padre e hijo... Que se desengañe, que se convenza... Ya veremos después.

Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le estorbaba una vieja mampara, que reforzando la puerta, apagaba el ruido de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien distintas, y él no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.

Acalorado, muy acalorado... Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba explicaciones en tono brusco, a manera de persona que confirma una verdad sabida y conocida hace tiempo... ¡Calle!, aquí empieza el asombro del Gallo... el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un potro bravo... ¡Un genio tan maino como gasta siempre, y ahora qué fantesía! ¡Dios nos libre! Está diciéndole trescientas al señor... Si este lo toma por malas, se va a armar la de saquinte... Le echa en cara que no lo reconoció desde pequeñito... ¡Se insolenta! Hoy hay aquí un terremoto... El señor... no se oye cuasimente...   —193→   de indinado que está, parece que le sale la voz de dentro de una olla... ¿Y el rapaz? Ese berra bien... ¡ay lo que está diciendo...! Que se va y que se va y que se va de esta casa arrenegada... Que se larga aunque tenga que pedir limosna por el mundo adelante... Que más que se esté muriendo el señor y lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino que lo amarren con cordeles y lo traigan así codo con codo atado... Que se cisca en lo que le deje por testamento, y que no quiere de él ni la hostia... Ojo... habla el señor... ¡No se oye miga...!, todo lo entrapalla con toser y con la rabia que tiene... ¡El rapaz!... Que bueno, que si le mandan la Guardia Civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá a la fuerza pero que se ahorcará con la faja o se tirará al Avieiro... Que de lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que gastó con él, y que después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer a su gusto... Ahora el señor alborota... Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo deshace... que le tira a la cabeza   —194→   un demonio... Que maldito y condenado sea... ¡Arre!

Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo a punto de ser aplastado segunda vez por la puerta, que el montañés empujó furioso para salir, al mismo tiempo que voceaba, volviendo el rostro hacia el interior del cuarto:

-Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la eternidad, amén. ¡Que no esté yo solo en el infierno!

Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona arrimada a la puerta. Corriendo se volvió a la habitación del comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus investigaciones el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó a sus oídos: si se hablaba allí, debía ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las gentes.



  —195→  

ArribaAbajo- XXX -

¡Bueno venía el Motín aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de las más chistosas; como que representaba a don Antonio con una lira, coronado de rosas y rodeado de angelitos; y luego, en la sección de sueltos picantes, cada hazaña de los parroquidermos y clericerontes. Aquello sí que era ponerles las peras a cuarto. ¡Habrase visto sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos desbocados si no hubiese un Motín encargado de velar por la moral pública y delatar inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con Motín y todo...!

  —196→  

Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:

-¿Que no ciertas quién tay viene?

El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto, y saltó en la silla dando al Motín un papirotazo solemne y exclamando:

-¿Don Gabriel Pardo?

-¡El mismo!

-Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo también... ¿Qué mómara! ¡Menéate!

-Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!

Máximo, sin querer oír más, bajó a paso de   —197→   carga la escalera, salió al patio, y como la llave del portón acostumbraba hacerse de pencas para girar, la emprendió a puñadas con la cerradura; a bien que la médica le sacó del paso, que si no, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un siglo. Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fue a apearse el comandante, Juncal no se dio por contento sino recibiéndole en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en los hombros, carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de entrar bajo techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de manjares y bebidas, insistiendo en saber qué tomaría, hasta no dejarle respirar. La respuesta de Pardo le llenó a la amable médica las medidas del deseo:

-De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de molestia... Ahora recuerdo que he salido de los Pazos en ayunas.

Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico que le miraba embelesado de gratitud y regocijo:

  —198→  

-No me agradezca usted la visita; vengo a reclamar sus servicios profesionales.

-¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y venidas... No, y está usted algo... desmejorado, vamos; el semblante... y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo, ¡caramba!

-¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo mienta ahora... ¡Hay en los Pazos gente enferma...!

-¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las elecciones...

-Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.

-Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde no me llaman...

-Pierda usted cuidado.

-¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?

-Y su hija.

-¿Los dos?

Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo, acariciándose la   —199→   barba. Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero le quedaba el aire de viril resolución que tan simpático le hacía.

-Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí algo que le pidiese? ¡No es cosa muy difícil!

-¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por usted...! ¿Quiere... que organice un comité conservador en Cebre?

-¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada a Catalina. Que sepa que va usted a los Pazos, bien; que va usted por la enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de mi sobrina, ni esto. ¿Conformes?

-Hasta la pared de enfrente.

-Además... que nos marchemos cuanto antes.

-¿Y el chocolate?

-Pretexto para quitarnos de encima a la pobre Catalina. No haga usted caso. Diga que es urgente echar a andar, y que en vez de   —200→   chocolate, me contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche, supongamos?

-Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el chocolate listo.

-¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!

No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra, dando al rapazuelo que curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A los tres minutos volvía junto a Gabriel.

-Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de mal es la que anda por los Pazos, y no sé qué he de llevar de medicamentos, instrumentos...

-Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos... Pero muy fuertes... Convulsiones, lloreras..., soponcios... Desvaría un poco... yo creo que hay delirio.

-¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por suerte lo tengo recién preparadito. ¿Y el... marqués?

-Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre arrebatada a la cabeza...

  —201→  

-¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para un año... Le han acostumbrado desde muchacho a la sangría, y aunque yo las proscribo severamente, uniendo mi humilde opinión a la de los más ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso particular, me declaro empírico. El hábito es...

-Por Dios... Despachemos -exclamó Gabriel, que parecía también necesitar bromuro, según la agitación, no por reprimida menos honda, que se observaba en su rostro y movimientos. Conviene decir, en abono de la excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías médicas se preparó más brevemente que para aquélla. Ni tampoco, desde que el mundo es mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de chocolate que la presentada por Catuxa a Pardo... y cuidado que venía para abrir el apetito a un difunto, por lo espumosa y aromática.

-¡Tan siquiera un bizcochito, señor! -suplicaba   —202→   Catuxa-. Mire que están fresquitos de ahora, que cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay, que el agua sola mata a un cristiano! Señor... ¿y las tostadas?

-Cállate la boca ya -gritó Juncal severamente-; cuando hay apuro, hay apuro... El marqués de Ulloa se encuentra mal... y vamos allá a escape.

Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel, ladeándose en la silla, preguntó a Juncal:

-¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?

-Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña Marcelina, que en gloria esté -masculló con gran compunción el impío clerófobo- era nerviosísima y algo débil, y aunque la señorita Manuela salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es la cosa más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase susto, que ese no es mal de cuidado.

Enmudeció el artillero, y por algunos minutos   —203→   no se oyó más que el trote de las dos yeguas sobre la carretera polvorosa. Gabriel callaba reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de aquellas reflexiones salió para volverse a Juncal y decirle con tono suplicante y persuasivo:

-Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me pruebe que efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se tropieza uno por el mundo adelante: un amigo verdadero, de corazón.

-¡Señor de Pardo! -exclamó el médico, a quien semejantes palabras cogían por su lado flaco- ¡Bien puede usted estar satisfecho -aunque la cosa no lo merece- de que ni a mi padre le tuve más respeto, ni a mis hermanos los quise más que a usted! Desde que le vi me entró una simpatía de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos lleven si la sé explicar yo mismo. A mi señora se lo tengo dicho: mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres médico, que no sea el mismo día que me necesite   —204→   don Gabriel... ¿Y luego, qué pensaba? Pero si no me pide otra cosa de más importancia que darle bromuro a la sobrina... para eso, maldito si...

-Las circunstancias -dijo Gabriel titubeando aún- son tales, que yo necesito creer a pie juntillas lo que usted me asegura para no perder el tino y desorientarme completamente. Voy a hablarle a usted con franqueza, como hablaría yo también a mi hermano...

-¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá -preguntó Juncal, que oía con toda su alma.

-Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos los dos.

-Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca no saldría una palabra.

-Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz sobrina está desde ayer tarde en un estado de exaltación alarmantísimo. Yo creo que su razón se oscurece   —205→   algunas veces. Y entonces grita, llora, habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oír, ¿lo entiende usted?, ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que repetirlas!

Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:

-¡Entendido!

-Los accesos -prosiguió el artillero- le dan con bastante intervalo, y del uno al otro se queda como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido dos, uno a las cinco de la tarde y otro a las diez de la noche; dormitó unas horas, y a las tres de la madrugada, el acceso más fuerte, acompañado de una copiosa hemorragia por las narices; a las siete, se repitió la función, sin hemorragia; y así que la dejé algo tranquila, suponiendo que tendríamos al menos tres o cuatro horas de plazo, me vine reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré a reventar, para llegar antes de que el acceso se produzca. ¿Qué opina usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?

  —206→  

-Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé. Según lo que usted me va contando, la neurosis de la señorita tiene carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al desvarío... Bien, ya puede hablar, que es como si se lo dijese a un agujero abierto en la pared. Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan repentino?

Enderezose Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución inevitable.

-Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted a los Pazos se enterará de que allí han ocurrido ayer y anteayer sucesos gravísimos... Basta para imponerle a usted el primero que encuentre, el mozo de cuadra que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado terrible con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...

-Bien, bien... Ya estamos al cabo... -indicó Juncal guiñando el ojo-. Pero ¡qué milagro enfadarse con él! Si lo quería por los quereres.

  —207→  

-Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche? Pues... a consecuencia de la escena espantosa que se armó entre los dos, el muchacho, que es testarudo y resuelto, arregló ayer mañana su maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta la fecha no se ha vuelto a saber de él.

Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de Juncal. Aunque este procuraba no dejar salir a él más pensamientos que los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no podía ocultar la luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa. La prueba es que exclamó como involuntariamente:

-Ah... ya.

-Sí -añadió Pardo con resignación-: desde que Manuela supo la marcha de su... amigo...

-¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo... con todas las exageraciones?

  —208→  

-¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...

-Que es una vaca...

-Se fue a abrazar con ella, llorando a gritos...

-A berridos, que es como lloran semejantes bestias...

-Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido a embarcarse para América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le diese por tomar arsénico...

-Séneca, que le llaman así.

-En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?

-¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja! Bueno, señor de Pardo; no añada más, no se moleste, sosiéguese; ya estamos enterados de lo que conviene ahora. Tranquilizarle a la niña el pensamiento... ¡todo lo posible...!

-Y en especial...

-¡Basta, basta! En especial, silencio... y   —209→   que los curiosos se queden a la puerta... La curiosidad, para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?

-Al galope, que es cuesta arriba.

Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.



  —210→  

ArribaAbajo- XXXI -

El sol había salido, y también el cura de Ulloa a celebrar el santo sacrificio de la misa. Goros, medio en cuclillas ante la piedra del hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el cuerpo inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo embudo, soplaba el fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y a decir verdad, no se necesitaba tanto aparato para que ardiesen cuatro ramas bien secas.

Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que indica que el   —211→   vigilante conoce muy bien a la persona que llega, y ladra por llenar una fórmula. En efecto, cansado estaba el Fiel de contar en el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que, siendo aquel todavía cachorro, este se había encargado de la cruenta operación de cercenarle la punta del rabo y la extremidad de las orejas.

Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de dejar la camada de paja fresca con que aquella noche le había obsequiado el pedáneo; y si esta narración ha de ser del todo verídica y puntual, conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al tanto de las costumbres severas y espartanas del incomparable Goros, incapaz de tener, como otros muchos de su clase, el frasquete del aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por cortesía ofreció un tente-en-pie, un taco de pan y algo de comida de la víspera, y se contentó   —212→   con responder secamente: -Felices nos los dé Dios- al saludo del algebrista. La razón de esta sequedad era una razón profunda, seria y digna del temple del alma de Goros. Allá en su conciencia de creyente a macha martillo y de persona bien informada en lo que respecta al dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado hereje, acusándole de que, merced al trato con las bestias, no diferenciaba a un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza, y para él era lo mismo una ristra de ajos, con perdón, que el alma de una persona humana. En las discusiones del ateneo de los Pazos, Goros tenía siempre pedida la palabra en contra, así que el algebrista se descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura hecho martillo de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que el alcohol y el atavismo ponían en los sumidos labios del componedor de Boán.

-¿Vienes a ver a los animales? -preguntole aquella mañana desapaciblemente-. Están   —213→   bien lucidos. San Antón por delante. No tienen falta de médico.

-Vengo a me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y a las veces cánsase también.

-Bueno, ahí está el banco.

-¡Quién como tú! -suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa alta y poniéndolo entre las rodillas-. ¡Hecho un canónigo, carraspo! Así te engordan los cachetes, que pareces fuera el alma el marrano del pedáneo cuando lo van a matar.

-Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros curas diferentes, de todos los más que hay por el mundo adelante, que revientan de gordos y de ricos... a cuenta de los malpocados de los feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya ha entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y pobrezas, y si el criado fuese como los vagos a la chupandina del jarro y del pisquis   —214→   de caña... ¡ya le quiero yo un recadito!

-¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.

-Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la gente...

Echose a reír el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase por tan poco. De oírse llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas menudencias no lastimaban su dignidad. Al contrario, dábanle pretexto para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.

-Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus aficiones... quiérese decir, sus perfirencias. Y si no, ¿para qué venimos a este mundo recondenado? A la presente estamos aquí platicando los dos; pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el caruncho sea contigo, y acabose; ya puede el señor cura plantarse aquellos riquilorios negros con la cinta dorada. Que pasa un can con la lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada...   —215→   pues como no te acudan con el hierro ardiendo, o no te pongan la cabeza de un conejo en vez de la tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la rabia...

-Vaya a contar mentiras al infierno -exclamó Goros furioso, destrozando en menudos fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en la chocolatera-. No sé cómo Dios no manda un rayo que te parta, cuando dices esos pecados de confundirnos con las bestias, ¡Jesús mil veces!

-¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.

-Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los papeles, más malvados aún que las amas de los clérigos.

-Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco. Lo que se quiere decir, es que para cuatro días que tenemos de vida, no debe un hombre privarse de lo que le gusta, en no haciendo daño a sus desemejantes.

-Como los cerdos, con perdón, ¿eh? -vociferó   —216→   Goros en el colmo de la indignación, mientras buscaba por la espetera el molinillo-. ¿Como los marranos? Comer, dormir, castizar, ¿y luego a podrirse en tierra? Calle, calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.

Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del molinillo en la chocolatera. El cura de Ulloa padecía debilidad, y necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le metiesen en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros acostumbraba tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo detestable.

-Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres, carraspo -blasfemó el algebrista-. Tras de lo mismo andan; el comer, el beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...

-¡No sé cómo Dios aguanta a este empío en el mundo!

-¿Y yo qué mal le hago a Dios, por si es   —217→   caso? ¡De quien se ríe Dios es de los bobos que están ayunando y con flatos y pasando mala vida! ¿Para quién hizo Dios -vamos a ver, responde, cristiano- para quién hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las muchachas de salero? ¿Las hizo Dios, sí o no? Pues si las hizo, no será para que nadie las escupa. Y si alguien las escupe, se ríe Dios de él, ¡carraspo y carraspiche!

-Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.

-¿No va en los Pazos el señor abad? -preguntó el algebrista, mudando de tono, y como quien pregunta algo serio.

-¿En los Pazos? No, va en misa.

-Pues dice que lo van a llamar de los Pazos.

-¡Milagro! ¿Para qué será?

-Para echarle los desconjuros y los asperges a la señorita Manola, que tiene el ramo cativo, y para darle la esterminación a don Pedro, que está en los últimos.

-¿Quién le dijo todo eso?

  —218→  

-El estanquero de Naya. Allá estive de noche.

-Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fui a los Pazos a ver qué sucedía. También me lo encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola está endemoniada, ni el marqués tan malo.

-El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay o no?

-Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es tanto.

-¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el hijo de la Sabel? Por Naya anda el cuento más corrido, ¡que no sé!

-Largó de casa, y no se sabe a derechas el motivo. Ese es el caso.

La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se contrajo y arrugó con el más malicioso gesto posible.

-El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros de la otra, y tú vete a saber la verdá...

  —219→  

-La verdá sólo Dios -sentenció Goros...

-O el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la señorita tuvo un disgusto grandísimo con el padre, a que había de echar de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no paró. Otros que ese señor que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!

-Ya sé. El hermano de la difunta señora.

-Que fue quien porfió por echar a Perucho, porque quiere casarse con la señorita... y así supo que don Pedro le dejaba cuartos por testamento, amenazó a Perucho de matarlo y por poco lo mata... hasta que se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se hizo más malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la Manola y el otro y todos... ¡El diablo y más su madre! El cuento es que juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando... y que tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de las eleuciones...

Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los dos hervores de rúbrica;   —220→   y meneando la cabeza con aire filosófico, pronunció:

-Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por poca edá... ni por sabiduría... Cuando llega la de pagar la gabela de las enfermedades y de las desgracias y de la muerte negra...

El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra vez, y picaba con la uña, de una gruesa tagarnina, cantidad bastante para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se encasquetó la monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo insinuante:

-¿Conque no das ni una pinga?

-No gasto -respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.

-Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre, sarnoso.

Goros le alargó el tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto de la boca, salió rezongando un

-¡Conservarse!

Creyose el perro en el compromiso de soltar   —221→   un ladrido de alarma al ver salir al señor Antón; mas de allí a dos minutos, rompió a ladrar con verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico, que es aviso y reto a la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, a la puerta del patio, con el señor de los cuatro ojos.



  —222→  

ArribaAbajo- XXXII -

-¿El señor cura? ¿Está en casa?

-¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.

-¿Tardará mucho?

-¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que después, si le da la gana de ir a rezar al camposanto... lo mismo puede tardar media hora que una. Si quiere, voy a buscarlo en un instante.

-Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.

-¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, entre, haga el favor de subir.

  —223→  

Pasábase por la cocina para llegar a la sala del cura, sala que hacía oficio de comedor, y se reducía a cuatro paredes enyesadas, una mesa vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen de bulto, encerrada en su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía buscando y ofreciendo la menos desvencijada y vieja.

-Gracias, estoy muy bien -afirmó el artillero después de tomar asiento-; no deje usted sus quehaceres, amigo; váyase a trabajar.

La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando algún consuelo   —224→   al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche y volverse a Santiago, a Madrid...

Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se   —225→   causan horror a sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador miserable;   —226→   pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y   —227→   sentir como yo mismo; con energía, con espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún perro para no creer en Dios?

Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y golpeándose, incansable en su empeño de romper un vidrio con la cabeza para salir al aire y a la libertad que desde fuera le estaban convidando. Levantose Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la tortura de aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose a pasear de arriba abajo por la sala, escuchando el crujido de sus botas nuevas, unas botas de becerro blanco encargadas para la expedición al valle de Ulloa. Se paró ante   —228→   la urna de la Virgen del Carmen, y la miró atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los ojos del niño, en la forma del escapulario... ¡De veras que ya iba tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de movimiento que entretiene la impaciencia. Salió a la cocina, donde Goros mondaba patatas; y abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El criado del cura se puso de pie, sonrió complacientemente y se rascó el cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando delibera para entre sí. Gabriel adivinó.

-¿No fuma usted?

-No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la Virgen Santísima y de hoy en un año me dé otro.

-¡Pues si no le he dado a usted ninguno!

-La entención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su permiso, cumple avisar al señor abad.

-No, hombre; si ya no es posible que tarde   —229→   mucho. Tiene el abad una casita muy mona... ¿Produce mucho el huerto?

-No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?

-Si usted no tiene ocupación precisa...

-Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una poquita cosa que yo la trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de hombros con aire resignado.) Porque el señor abad... ¡mi alma como la suya!, no mete un triste jornalero, y yo a veces me levanto antes de ser día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el verme...

Obligaba la cortesía a Gabriel a fijarse en un repollo comido de orugas, un tomate que rojeaba, un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y un peral muy cargado ya. Luego entraron en la corraliza donde se ofrecía a los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana soberbia en medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden verse. La madre vino a   —230→   frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver a Gabriel gruñó con recelo y echó al trote, seguida de sus críos, hacia la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos, diminutivos y onomatopeyas, para sosegarla.

-Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...

-¡Qué grande es y qué hermosa! -observó Gabriel para lisonjear la vanidad de Goros.

-Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando se cebe tendrá con perdón unas carnes y unos tocinos... como los del Arcipreste de Boán. ¿Le conoce, señorito? -exclamó el criado, que ya estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.

-Algo -respondió Gabriel sonriendo.

-¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de ama? -añadió Goros señalando a la puerca. Como Gabriel no celebró mucho el chiste, Goros mudó de estilo.

-¿Ve los que tiene? -dijo enseñando los cochinillos-. Pues a todos los ha criado... Es el segundo año que cría... Aquel ya es hijo   —231→   suyo -añadió mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo corpulento, pero con un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés-. Matamos el cerdo viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.

Mientras Gabriel consideraba a aquel Edipo de la raza porcuna, un gracioso animal vino a enredársele entre los pies: era una paloma calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde reverberaban los más lindos colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y voluptuosa a la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho, se limitó a desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.

-¿Hay palomar? -preguntó Pardo.

-No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como indicando que no sobraba dinero para meterse en aventuras.) Pero el señor abad... como Dios lo dio tan blando de corazón... y como las palomas le gustan... mantiene a las de todos los palomares de por ahí, y siempre tenemos la   —232→   casa llena de estas bribonas... Siquiera sacamos un par de pichones para asarlos; aquí no vienen sino a llenar el papo y marcharse... ¡Largo, galopinas! -añadió dirigiéndose a varias que desde el tejado descendían a la corraliza volando corto-. ¡Ay señor! -añadió el criado tristemente-: es mucho gusto servir a un santo... ¡pero también... los trabajos que se pasan para ir viviendo acaban con uno! Aquí no se cobran derechos... aquí los feligreses se ríen del señor, y no traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... Aquí la fiesta del Patrón, como si no la hubiera... ¡Aquí se guarda el tocino y la carne para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con berzas y unto!

Latió el perro de alegría; abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió,   —233→   se adelantó, y antes de saludarle inclinose y le estampó un gran beso en la mano.



  —234→  

ArribaAbajo- XXXIII -

Para hablar a su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto sorprendiese la conversación, se encerraron en el dormitorio del cura, que parecía celda. Como no había más que una silla, Gabriel se sentó en el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y aliviando su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia ocurrida en la casa señorial. El cura le oía sin levantar los ojos del suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose a veces la barba como para reflexionar, y a veces moviendo los labios lo mismo que si hablase, pero sin   —235→   pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de todos los que han ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al decir las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente: jamás recordaba haber tenido tal satisfacción y tan provechoso desahogo en confiarse y desnudarse el alma.

-¿Y dice usted -interrogó el cura- que ese desdichado está ya bien lejos de aquí? La separación es lo primero que importa.

-Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe; yo le acompañé hasta la diligencia, y le di carta para una persona de Madrid que inmediatamente que llegue le colocará de dependiente en una tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me considero obligado a eso y además ¡me ha dado tanta lástima! Le aseguro a usted que iba cobrándole cariño.

  —236→  

-¿Y usted... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita Manuela?

-Quiere confesarse, o cosa semejante; quiere... ¿Qué ha de querer la pobrecilla? Imagínese usted... Consejo, luz; ¡que la ayuden a salir del pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha cedido; bien lo decía el médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra la pared, ni aquello de llamar a gritos a Perucho y acusarse en voz alta de los más horribles delitos... Figúrese usted que hasta dijo que ella había matado a su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir que en el cuarto entrase nadie... ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí, desde que Perucho se marchó! Entonces no le hubieran contado... ¿No le parece a usted una fatalidad que supiese el parentesco que la une a aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han torturado con remordimientos que pudieron   —237→   ahorrársele del todo... ¡la han colocado a dos dedos de la locura!

-Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel -respondió lentamente el cura de Ulloa-. Si la niña ignorase que hay entre ella y el hijo de Sabel un obstáculo eterno e invencible, le seguiría amando y no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos a tiempo: ¡tremenda responsabilidad para los que estaban obligados a velar por ella! Dios se lo perdone en su infinita misericordia.

-Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes a conocer a la hija de mi pobre hermana, a saber cómo vivía, cómo la educaban. Nada de eso hice, y será un remordimiento que me ha de durar tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo...

-Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable pecador.

  —238→  

-Bien, pues usted... ¡que es un malvado! -exclamó sonriendo cariñosamente el artillero-, ¿no tuvo ocasión de insinuarle... no se confesaba la niña con usted?

-Algún año por el Precepto... Confesiones a escape, en que no es posible echarle la sonda a un alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes religiosos, y si hay en ella bondad y honradez...

-¡Ya lo creo que la hay...! -protestó Gabriel con viveza.

-Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han enseñado; la han dejado vivir entregada a sí misma, por montes y breñas como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo no había de caer? ¡Al borde del abismo la empujaban!

-¿Cómo es que no la veía usted más a menudo? ¿Usted que tanto quiso a su madre?

La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había observado desde un principio, y notado que el cura de Ulloa,   —239→   ahora como en la primera entrevista, parecía llevar sobre las facciones una máscara, una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que le daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que andan por las sacristías. La expresión se había recogido al interior, por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo párpado, miraban positivamente para adentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse en una especie de mística indiferencia por las cosas exteriores, que no es egoísmo porque no impide la continua disposición del ánimo al bien, sino que parece coraza que protege a un corazón excesivamente blando contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica. Pero ante la directa pregunta de Gabriel, quebrantose la tranquilidad del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas, y brillaron sus apagados ojos. No debía de ser tan   —240→   flemático, en el fondo, el bueno del abad.

-No señor -pronunció más aprisa y en tono algo agitado-. Le hablaré a usted con franqueza absoluta, por ser usted quien es y por el caso extraordinario en que estamos... Hace muchos años que yo no frecuento la casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros defectos, nuestras rarezas), parte porque me traían aquellas paredes recuerdos... bastante tristes. De esto no necesitamos hablar más. Respecto a la niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse que recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un cariño que no sé: muy grande podrá ser el amor de los padres para sus hijos, pero lo que es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa que no se puede explicar con palabras. Como luego me fui de aquí y tardé bastante tiempo en volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y considerar las cosas de otro modo,   —241→   con más calma; y entonces evité ver mucho a la niña, por no poner el corazón en cosas del mundo y en las criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy grandes del espíritu... El que se casa, bien está y justo es que quiera a sus hijos sobre todas las cosas, después de Dios; pero el sacerdote, y en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas, pues tal es su oficio... y no amar mucho en particular a nadie, para poder amar a todos, y amarlos no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así he creído que debía hacer, señor de Pardo... En cuanto al motivo, no pienso haber errado; pero, a poder prever los acontecimientos y el peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca, soy muchísimo más delincuente y reo de descuido que usted que estaba lejísimos y no podía razonablemente suponer que corriese Manuela ningún riesgo teniendo al lado a su padre.

-Pues ahora -exclamó Gabriel- se me figura que nada remediamos con andar volviendo   —242→   la vista atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es espantoso; a hacerle cara, y a reparar en lo posible (hablo por mí) el delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo que necesita ahora mi sobrina es rehabilitarse a sus propios ojos; es volver a estimarse a sí misma; es reconciliarse con su propia conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto de su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos crímenes horribles que la hacen acreedora a que caiga sobre su cabeza el fuego del cielo, que abrasó a los habitantes de las cinco ciudades aquellas... Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea exacta de la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de responsabilidad que nos toca en ellos; así es que la pobre chica, no le quiero a usted decir ni cómo se trata a sí misma, ni las cosas que se llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre el tema de que se quiere morir, de que no estará   —243→   tranquila hasta que le canten el responso, y otras mil cosas análogas. Desde que ha pasado el acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara a la pared, y sólo se le saca de cuando en cuando un -¡Ay Jesús, ay Jesús, yo me quiero confesar...!- pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y ahora es el mismo, y aquí no hay más que una solución: tranquilizar, calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los medios; pero a mí no me oye ni me atiende, mientras que a usted le llama... Su sagrado prestigio de usted lo puede todo en esta ocasión.

-Cuanto de mí dependa...

-Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted comprender que nada ha perdido, que no está ni infamada ni maldita, una vez que su tío, persona decente por los cuatro costados, la pide por mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto a ser para ella cuanto le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano,   —244→   protector, esposo amantísimo... que con todos estos cariños diferentes la sabré querer yo.

Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión tranquila; reflexionaba. Por último, interrogó:

-¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?

-Sin reparar en lo sucedido.

-Y nunca...

-Y nunca se lo había de traer a la memoria.

-Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?

-No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero; y además pago una deuda.

-No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel... Alguien le estará a usted dando las gracias y pidiendo por usted desde el cielo.

-No -respondió Gabriel levantándose- si aquí quien ha de hacer el milagro es usted... Mi destino y el de Manuela están en sus manos.

  —245→  

-En las de Dios -respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto, se levantó, volvió la vista hacia una detestable litografía del Corazón de Jesús, que tenía colgada a la cabecera de la cama, y movió los labios aprisa; aquello sí era rezar.



  —246→  

ArribaAbajo- XXXIV -

A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos salones tan poblados para él de memorias y de diabólicas insidias y asechanzas contra su reposo, Juncal salía del cuarto de la enferma. A la pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dio respuesta sumamente satisfactoria:

-Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda entera... Se bebió un vaso de tostado...

-¿Por su voluntad?

-No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba sin repugnancia.   —247→   A esa edad, la naturaleza ayuda... Señor abad; ¡felices!

-Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en entrar junto a ella?

-Al contrario... tiene afán por verle a usted.

-Pues señores... hasta luego.

Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó el brazo derecho en el del comandante, y le llevó hacia el claustro, diciendo afectuosamente:

-Véngase, véngase a tomar un poco el aire... usted va a salir de esta batalla con una enfermedad. Duerme y come tan poco como la enferma, y eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la excitación nerviosa; usted está en diferente caso.

-Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo cuando me ve... ¡La manía de que yo he venido a traer la desgracia a esta casa!

-Mire, seguir no le sigue peor; mañana o   —248→   pasado se levantará, y parecerá muy fuerte; pero... confieso que me ha dado un chasco. Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha hecho la cosa más eco que a la muchacha... Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que no se acostumbra a que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del monte quieren a sus cachorros; esto lo prueba.

-Bonita está esta casa. Dígole a usted, Máximo, que arde en un candil. No hablemos de Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de abajo, que me arman cada gazapera y cada red... Porque ahora sus baterías se dirigen a que don Pedro reconozca... Piensan que va a liárselas, y... a lo que estamos, tuerta.

-Bueno es que usted se impuso desde el primer instante... Si no, ¿quién pararía aquí?

-Me impuse; no quiero que molesten a un enfermo; pero lo del reconocimiento lo considero muy justo. Si ese cernícalo me quisiese oír, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños   —249→   se hubieran evitado, con hacerlo al tiempo debido!

Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos siguieron paseando por el claustro, o mejor dicho por la solana, sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso, que formaba el cuerpo superior del claustro. El liquen, a la luz del sol, estriaba de oro la piedra; y bajo los aleros del tejado se oía el pitío alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la popular creencia de que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían en sus nidos, con vuelo airoso.

-Don Gabriel, usted está alterado -exclamó el médico notando la irregularidad del andar y los movimientos del comandante. Todo el cuerpo de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de vapor a tensión muy alta-. ¿No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su sobrina?

-No es eso, no es eso... -exclamó con vehemencia el comandante, soltando el brazo de   —250→   su amigo y reclinándose en una de las pilastras-. Es... que ahora, en este mismo instante, se decide el destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo mío...

-¡Mi madre querida! -exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con las manos la cabeza-. ¡Ha puesto usted su destino en manos de un clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de aquí va a salir una falcatrúa... Verá, verá, verá.

-¡Hombre! -repuso Gabriel sin poder evitar la risa-. Yo pensé que hacía usted una excepción honrosísima en favor del cura de Ulloa.

-Entendámonos, entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo siempre es clérigo! Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de Judas. ¿Usted piensa que a mí me hizo gracia el que la chica llamase por él y quisiera verlo a toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo a sanarla, y el clérigo... ¡ya lo verá usted!, a enfermarla otra vez, y de más cuidado que la primera. Mucho será que hoy   —251→   no tengamos la convulsión y la llorerita... ¡Mecachis en los que vienen ahí a alborotar a la gente!

-Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted pudiese, al cura de Ulloa me lo metía en el buque con los demás, y con los demás me lo enviaba a tierra de salvajes?

-¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir a los infieles? Pues así habría un apóstol entre muchos pillos... Y nos quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya estamos convertidos hace rato.

En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era fácil atajarle; y como Gabriel se reía a veces de sus extravagantes dichos, el médico sacaba todo su repertorio. Mientras el comandante apuraba el cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del contorno, más o menos recargada de arabescos y viñetas.

-El de Boán... a ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron veinte facinerosos   —252→   en su casa, y les probó que servía mejor que ellos para el oficio: si se descuidan, me los escabecha a todos... Mire qué mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da a mí con su carita complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y gaudeamus... Si le estuviesen dando la consagración de obispo y oyese que al lado se iban a disparar unos cohetes y a hinchar un globo, tira con la mitra y echa mano al tizón... El arcipreste de Loiro... dice que se come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia por el queso abajo, hasta el ombligo... ¡Pues no digo nada del nuevo que nos han mandado a Cebre! Más bruto no lo hace Dios aunque se empeñe... y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le dieron una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el sermón del Encuentro, al aire libre, y por la tarde el de la Agonía: total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de él los estudiantes. Y lo más célebre   —253→   fue que en el sermón del Encuentro llevaba una pelliz, eso sí, muy planchada y muy rizadita; y cuando para enternecer al público hizo ademán de abrazar a la Virgen para consolarla de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así que se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase más... Aquí cuando echa la plática aturde la iglesia... Según dicen; que yo, ya imaginará usted que no asisto a semejante iniquidad... Usted está distraído, vamos; no le cuento a usted más cuentos de esa gente.

-No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable. Porque sepa usted que a mí lo único que me saca de quicio y me desata los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para las desgracias verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta resistencia; y eso que no la doy de estoico.

Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la conversación iba languideciendo mucho. Gabriel, de cuando   —254→   en cuando, entraba en el salón, recorría dos o tres habitaciones, y salía siempre diciendo:

-¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!

-Ya verá usted -respondía Juncal- cómo el bueno del cura le mete escrúpulos en la cabeza a la señorita.



  —255→  

ArribaAbajo- XXXV -

-Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana, Dios mediante, recibirá al Señor -respondió el cura de Ulloa, fijando los ojos en un nudo de la madera del piso, pues aquella habitación de Gabriel Pardo era la misma, la de su hermana, y tender la vista alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.

-Y...

-Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera posible y apoyándolo con cuantas razones me sugirió mi pobre inteligencia. Le he dicho que usted le   —256→   dispensaba una honra y le daba una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya, después de que...

-¡Ay Dios mío! -exclamó Gabriel tristemente-. Si se lo ha presentado usted como un favor, de fijo que se ha resentido su orgullo... y por altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...

-No señor, no...

-¿Ha dicho que sí?, ¿ha dicho que sí? -preguntó Gabriel afanosamente.

-Se ha negado...

-¡Ya!

-Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.

-¿Otras causas?

-Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el golpe que ha recibido le han abierto mucho los ojos del alma. No desea más que expiar y llorar su culpa...

-¡Su culpa! -exclamó Gabriel, con acento de protesta-. ¡Su culpa, pobre criatura abandonada,   —257→   sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno a mí mismo por mi detestable propensión a la indulgencia; porque creo que se me han roto todos los resortes morales; pero ahora... ¡quisiera tener en esta mano todo el perdón y todo el amor del mundo... para derramarlo sobre la cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente... otros, otros somos los culpables!

-Otros -replicó con mansa firmeza el cura -son acaso más culpables que ella; pero ella tampoco es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga bueno, retirarse a un convento de Santiago.

-¡Monja! -exclamó Pardo-. Monja... ¡Quiere ser monja!

-Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le daría el consejo de que desconfiase de una vocación repentina, dictada por sinsabores o desengaños del mundo. Lo que Manuela quiere es retiro y   —258→   descanso que le cure las heridas y sitio en que hacer penitencia de su pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha respondido celda y llanto. En mí no estaba desviarla de ese propósito, desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio a aquella cabecera.

Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,

-Sí, padre -exclamó-; sí, sí, usted es el único que podía apartarla de ese triste cautiverio en que va a caer voluntariamente... Entrará allí ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el mundo y que ha delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo que le pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá a salir, y se creerá en el compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá desesperada... Don Julián, ¡usted que tanto ha querido a su madre...!

Pardo sintió temblar en la suya la mano   —259→   del cura de Ulloa, y creyó que el argumento había hecho fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre entornados y los paseó por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y tranquila que tenía siempre, gritó:

-¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama a la hija... ¡Que vaya! ¡Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela, sostenla, quítala del mundo!

Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel hombre que poseía a sus ojos la aureola y el prestigio del santo, o -para emplear con más exactitud el lenguaje interno de Gabriel- del hombre honrado que ajusta a sus convicciones su vida, y no tiene para sus semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó rudamente:

  —260→  

-¡Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme desacierto! Manuela puede ser en el mundo feliz, buena y honrada... y es un horror que vaya a sacrificarse, a enterrarse y a consumirse entre cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... ¿por qué? Por una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo alcance ella no ha podido comprender, y cuya raíz y origen están, al fin y al cabo, en lo más sagrado y respetable que existe... ¡en la naturaleza!

-Señor de Pardo -respondió el cura, que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre- lo que la naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros padres y sanar a la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta... Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él.   —261→   Dejemos esto; yo desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influido directamente en el ánimo de la señorita. Vaya usted junto a ella, pregúntele, ínstele... haga usted su oficio, que la Virgen Santísima no ha de descuidarse en hacer el suyo... Yo me vuelvo a mi casa, si no tiene usted nada que mandar a este humilde servidor y capellán.

-Voy junto a mi sobrina ahora mismo -respondió Gabriel retando al cura con su decisión y con su cólera.



  —262→  

Arriba- XXXVI -

Entró medio a tientas, porque el cuarto estaba casi a oscuras, a causa de que la jaqueca de la niña no le consentía ver luz. No tardaron sin embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse a aquella penumbra lo bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las sábanas y la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al acercarse el comandante, levantose Juncal y se retiró discretamente. La montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y de la cama se alzaba ese olor especial que los   —263→   enfermeros llaman olor a calentura, y que se nota por más ligera que sea la fiebre.

A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había dejado; pero Gabriel la separó, e hincando una rodilla en tierra, puso la mano derecha sobre el embozo de la sábana.

-Manuela -cuchicheó.

La enferma abrió los ojos, sin responder.

-¿Qué tal te encuentras?

-Muy bien... algo cansada.

-¿Te incomodo?

-No señor... Siéntese, por Dios.

-Quiero estar así. ¿Me das la mano?

Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la pedían. Gabriel la tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña hizo un movimiento para retirarla. Gabriel silabeó en tono suplicante:

-No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oír hablar?

-Bajito, no.

-¿Y podrás responderme?

  —264→  

Inclinó la cabeza, diciendo que sí.

-Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?

-Ya sé los favores que le merezco -articuló la montañesa.

-Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura estoy. Pues figúrate que en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo; no tengo a nadie, a nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de eso. De otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo niegues. ¿Verdad que no? Si es facilísimo; si no te cuesta trabajo ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué poco, y qué sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si estás triste, te acompaño; si enferma, te cuido; verás cómo discurrimos maneras de distraerte. Y de aquello que te pedí primero, no se habla nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿a que así me crees?

  —265→  

Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida y porfiada, daba el no más redondo del mundo.

-¿No quieres? ¿Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y traerte a buenas? Terquita de mi alma... ¡pobrecita!, respóndeme con la boca, dime... ¿qué hago, cómo te conquisto? Pídeme tú algo... muy grande... ¡muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto... Te me has vuelto muy mala.

Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el oscuro cerco que los rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de su tío, y dejó salir con afán:

-¿De veras me hará lo que yo le pida?

-Oro molido que fuese, monina... Di, di.

-¿Me da palabra?

-De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.

-Que se vaya por Dios, que se vaya a Madrid corriendo... antes que aquel que está   —266→   allí solito... ¡y desesperado!, se desespere de vez, y... y... -No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le nublaron las pupilas y le trabaron la voz en la garganta.

Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió el golpe como honrado y valiente, presentando el pecho y con animoso espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, se alzó una voz que gritaba:

-Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es... el rey... ¡No, el tirano del mundo!

-Así se hará, hija mía -dijo en alta voz-. ¿Quieres que me marche hoy mismo?

-Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche... -silabeó acercando tanto su boca al oído de Gabriel, que este sentía en la mejilla un aliento enfermizo y volcánico-. Haga usted para que no se desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.

  —267→  

-Adiós -respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo, se inclinó sobre la montañesa y le dio un beso a bulto, hacia la sien.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Quiso ir a pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en acompañarle. En lo alto de la cuesta, donde se domina a vista de pájaro el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho con los brazos cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el estanque del huerto que destellaba fuego a los últimos rayos del sol, en los lejanos picos y azuladas crestas que servían de corona al valle. Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo que había venido a buscar allí diez días antes, pensó, con humorística tristeza:

-Otro caballo muerto.

Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio   —268→   y esperanza de frescura, y acaso de agua las nubes redondas y los finos rabos de gallo que salpicaban caprichosamente el cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros cargados de mies, y las ranas y los grillos empezaban a elevar su sinfonía vespertina, saludando a la lluvia y al viento antes de que hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo era vida, vida indiferente, rítmica y serena.

Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la mirada en el valle, con una extraña mezcla de atracción y rencor, mientras pensaba:

-Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.




 
 
Fin del tomo segundo y último