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La misión de la mujer

Concepción Gimeno de Flaquer





Todos creen conocer la misión de la mujer; todos quieren determinarla y circunscribirla, cual si les fuera dado poderlo hacer.

Los que quieren marcar a la mujer su misión, son egoístas que se complacen en encerrarla en el estrecho círculo de los deberes exclusivos. Para la mujer no se encierran los deberes en un número prefijado; por el contrario, éstos tienen siempre una gran amplitud, según las situaciones distintas que se atraviesan, según la atmósfera moral que se respira, las circunstancias que rodean a la criatura, y las condiciones que la acompañan.

Todos los hombres que ponen diques y barreras al desarrollo del entendimiento de la mujer bajo el pretexto de una misión especial, son egoístas disfrazados.

El hombre ha sido siempre rémora al completo desarrollo de la inteligencia de la mujer; el hombre, haciendo alarde de un principio de autoridad que él se adjudica, ha dicho a la mujer: de aquí no pasarás.

Un hombre estúpido, por mucho que lo sea, es considerado con derechos indisputables para guiar a la mujer, corregirla y aconsejarla, exigiendo de esta una obediencia pasiva y ciega.

La justicia y la lógica, que son la moral del entendimiento, no suelen acompañar las leyes que cada individuo se permite dictar a la compañera de su vida. A la mujer no se le tolera su pasión al estudio, pues desde que la revela, desciende sobre ella el estigma del ridículo.

Hay serios temores todavía, acerca del peligro que corre una mujer entregada a las ciencias: la opinión pública, que es el eco de las apreciaciones del hombre, dice que el delicado organismo de la mujer padece, que se debilita su espíritu, que se oscurece su criterio y que se deseca su corazón. Muchas gentes creen en pleno siglo XIX, que la savia de la ciencia es para los sentimientos de la mujer un narcótico venenoso. ¡Qué insensatez! El libar la ciencia nos debilita, el beberla en grandes dosis nos fortalece.

Observad lo que dice Aimé-Martin: «Querer reducir las mujeres al gobierno material del hogar y no instruirlas sino solo para esto, es olvidar que de la casa de cada individuo es de donde salen los errores y preocupaciones que rigen el mundo».

Se ha dicho que una madre que educa bien a sus hijos, hace más en provecho de la moral que lodos los libros del universo; pero nadie se ha detenido a pensar que esta educación no puede darla la mujer, si no posee un caudal de conocimientos suficiente. Que la mujer tiene el cerebro perfectamente organizado para pensar, es cosa que nadie puede poner en duda. Escuchad lo que afirma Madame Coyci respecto a esto. «La anatomía más exacta no ha podido observar ninguna diferencia entre la cabeza del hombre y la de la mujer. Sus cerebros son enteramente semejantes; ven y oyen por órganos que son enteramente idénticos; las impresiones que reciben se reúnen y conservan de la misma manera; las facultades intelectuales parecen moverse por un mismo resorte en uno y otro: luego no hay diferencia moral e intelectual entre el hombre y la mujer».

Si esta opinión no os parece bastante desinteresada por ser mujer quien la emite, recordad que dice Alfonso Karr: «Las mujeres están naturalmente dotadas mejor que nosotros, y saben desde los primeros años más que lo que llegamos a aprender los hombres en todo el curso de nuestra vida; lo único que deben hacer, es dejarse guiar por sus instintos, que son seguros y generosos».

La mujer está muy bien organizada para aprender las ciencias experimentales y de observación; por su paciencia, exquisita sensibilidad y delicadeza de sus órganos, es más a propósito que el hombre para ciertos detalles de química, de botánica y algunos ramos de mecánica.

La voluntad de la mujer es tan fuerte y tan perseverante, como la del hombre; si en algunos momentos aparece vencida, pronto se reacciona y se muestra enérgica y altiva cuando más dominada se la creía.

La mujer y el hombre deben recibir la misma cultura intelectual y moral.

La educación debe tener por fin el desenvolvimiento completo y normal del ser moral, por la razón y la libertad.

La primera obligación que deben conocer ambos sexos es la ley del trabajo: la ociosidad es un crimen.

Nada más triste y perjudicial que la educación que reciben en los países hispanoamericanos la mayor parte de las jóvenes de alto rango: solo les son permitidas las cosas fútiles que no molestan el entendimiento y que son un adorno para lucir en sociedad; les ocultan la verdad porque no les hiera su aridez, porque la verdad suele ser penosa y severa.

Como la vida de las mujeres opulentas está preparada para la ociosidad, vegetan anticipadamente en un hastío invencible, y jamás acude a sus debilitadas inteligencias ninguna idea nueva y provechosa, ningún pensamiento levantado y sublime.

¡Es indispensable que la mujer esté preparada para las ciencias y las artes, con objeto de que sea útil a la sociedad! A la mujer no podéis disputarle sus brillantes facultades para las artes, ni su aptitud para las ciencias: en todas las épocas han existido mujeres eminentes, siempre ha habido mujeres que han dado nombre a su siglo.

Doña Isabel la Católica, discípula aventajada de Beatriz de Galindo, hizo de la lengua de los sabios, diplomáticos y escritores, la lengua de los cortesanos.

Francisca de Nebrija sustituye a su padre en la cátedra de retórica y poética; Lucía de Medrano explica los clásicos latinos en la Universidad de Salamanca; Ana Cerbató es maestra de lengua latina en Cataluña; Luisa Sigea habla los cinco idiomas más difíciles; Feliciana Morell es graduada de doctora en leyes en Aviñón, después de un examen riguroso; Isabel de Rosales, colocada en el número de los sutiles escolásticos, sostiene en Roma públicos certámenes; Cristobalina de Alarcón alcanza glorioso renombre en el estudio de letras humanas.

Nada más notable que Hipatia explicando metafísica en la renombrada escuela de Egipto, la hermana de Herschel descubriendo nuevas constelaciones, y la hija del jurisconsulto Irnerio dando lecciones de derecho civil en la Universidad de Bolonia.

La misión de la mujer radica en el hogar, es cierto; pero en él puede tener mil ramificaciones esa misión, sin que sean incompatibles con los deberes de la familia.

Cuando la criatura nace con facultades determinadas para una ciencia o arte, coartar sus deseos es matarle la inspiración, es apagar la luz de un genio que podría iluminar algunas generaciones.

¡Dejad paso franco al talento y la aplicación en cualquiera criatura que se manifieste!

¡No mutiléis el entendimiento de la mujer con torpes diques a sus elevadas aspiraciones!

A despecho de sus impugnadores, la mujer que ha nacido para brillar, brillará por sí misma: inútil es que intenten oscurecer su gloria.

No os opongáis a que la mujer cultive las artes: si el cristianismo es la religión del alma, el arte es la religión de la inteligencia.

Querer apagar la chispa del genio que ilumina la inteligencia de la mujer, es tan absurdo como pretender extinguir el fulgor de una estrella. Violentar las nobles inclinaciones, es cometer un crimen moral.

¡No encerréis a la mujer en un estrecho círculo de hierro!

¡No le impongáis su misión: que se la imponga ella espontáneamente!

Dice Sánchez del Real: «La misión de la mujer está en todas partes: desde el hogar hasta los salones, desde el arte hasta las más sublimes investigaciones de la ciencia».

«Aquel que dijo que la mujer tenía una fibra más que el hombre, no mintió: bien puede decirse de ellas, no que tienen una fibra más que el hombre, sino muchas».

«Para la conquista del porvenir nos hacen falta las mujeres».

Dadle a la mujer por brújula una buena educación, y no se extraviará: si está civilizada, le bastarán por guía sus tiernos y generosos instintos.

¡Dad a la mujer luz, mucha luz!

Ilustrar a la mujer, es arrancarle las cataratas de la inteligencia.

Ilustrada la mujer en la escuela de la razón y el sentimiento, no tenéis nada que temer; se basta a sí misma; ella sabrá fijar su misión, no necesitará que nadie se la imponga.





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