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La modernidad y la narrativa del exilio de 1939

(«El Réquiem», de Ramón J. Sender)

Germán Gullón


(University of California, Davis)



La literatura del exilio español no ha conseguido elevarse en el último cuarto de siglo al estatus que por su significación socio-cultural e histórica parecía abocada a lograr. Muchos críticos y por largos años padecimos el espejismo de la supravaloración de un período histórico y dé sus productos; hoy, al contemplarlos con una mejor perspectiva advertimos que sólo se trataba de un momento en el continuo de la historia literaria, de una veintena larga de años, cuando se produjo la marginación de una parte sustancial de nuestro acerbo cultural. En mi opinión, llegó la hora de recontextualizar la literatura exiliada con mayor propiedad, afirmando que la vida cultural durante la época de Franco fue rica en marginaciones, en segregar a grupos y tendencias, a los otros -las literaturas en lenguas distintas al castellano, a los escritores en el interior, y junto con ellos a la producción exiliada. La tarea de acercar todas las marginaciones fue comenzada hace años, cuando José Luis Aranguren escribió sobre los escritores disatisfechos con el régimen de Franco1, y continuada por Paul Ilie, entre otros, con la introducción de la idea del exilio interior2.

Las grandes figuras, Juan Ramón Jiménez, Ramón Sender o Francisco Ayala, han desbordado el adjetivo exiliado; su renombre actual se debe a la estima de los lectores por sus obras y no al atractivo que le añada la condición de exiliado del autor. Varios narradores de talento, Paulino Masip o Eugenio F. Granell vienen rápido a la pluma, permanecen todavía en el limbo (margen) donde el reconocimiento linda con el olvido; la publicación de sus mejores novelas en tiempos recientes estimuló un intenso interés de escasísima duración. Lo escrito en el destierro por bastantes de ellos forma parte de una labor que en ciertos casos, el de Francisco Ayala, por ejemplo, se extiende desde la época anterior a la trasterración hasta la actualidad. Por todo ello, los estudiosos de la prosa del exilio español padecemos a veces la sensación de habernos quedado con una informe masa de nombres (compilada por José M. Marra-López3 y por Santos Sanz Villanueva4) y con unas obras de difícil acceso, cuya lectura provee beneficios relativos, mientras los mejores de nuestra nómina se escapaban por la trampilla de la incorporación a las corrientes centrales del hacer cultural español.

Al considerar la narrativa exiliada, la reacción inmediata es pensar que en ella hallaremos fuertes diatribas contra el régimen que se estableció en España tras la contienda civil, y así ocurre en la novela Aventuras del indio Tupinamba (1959), de Eugenio Granell. Resulta curioso, sin embargo, que la emotividad del insigne exiliado venga encauzada en una estructura novelesca de gran complejidad, surrealista, que encamina el impacto ideológico por caminos inusuales. El texto parece un grito destemplado, cuando en realidad supone una acusación controlada. Granell logra influir emotivamente en su audiencia gracias al choque que causa la innovadora estructura surrealista, en lugar de como ocurría en la novela tradicional, mediante manipulaciones autoriales del argumento. La contienda entre dos ideologías distintas, la fascista y la democrática -y me expreso en términos latos- enfrentadas en la contienda civil no podían representarse sin más en la novela del exilio, pues en la época del modernismo, aunque las ideologías sigan presentándose como alternativas duales, la representación artística funcionaba de manera diferente. A la vista de tales circunstancias, me pareció apropiado abordar dos cuestiones de fondo, relacionadas con el enmarcado correcto de la narrativa del exilio español: primero, el hecho de que un respetable número de ficciones viene contextualizado en el llamado período del modernismo -y entiendo este fenómeno en el sentido amplio con que se utiliza en las literaturas europeas, distinto al estrictamente hispánico, que por confusión terminológica restringe el modernismo a la época del simbolismo-; y, en segundo lugar, examinar una novela exiliada en ese enmarcado moderno, para explorar los problemas de representación referencial, complicados por la radical transformación efectuada por el modernismo de la relación entre el texto y el mundo.


La inmanencia del modernismo

Hace veinte años que leo con asiduidad una buena porción de cuanto se publica sobre el modernismo, guiado por la esperanza de encontrar ese libro o el artículo que condense la variedad de teorías existentes al respecto, y que me permita comprender o abarcar el fenómeno en una visión articulada. A estas alturas, y cuando el modernismo con flecos de posmodernidad prosigue su proteico periplo, cabe concluir que las dificultades surgidas al intentar su definición provienen de que perseguimos un imposible (borgiano), algo afín a la acuñación del aire. La razón se hace cada día más patente: el modernismo, a diferencia de ismos anteriores, el realismo o el romanticismo, nació desasistido por una filosofía que le precediera y justificara. El modernismo son los textos que lo componen, ellos conforman lo que sea el modernismo, y no un sistema de valores precedente. Ya Juan Ramón Jiménez insistió en que el modernismo era una actitud, una nueva manera de pensar, una forma distinta de conformar la realidad; para entender el modernismo hay que comprender que la mente humana se vale de una aritmética innovadora, donde, por ejemplo, la realidad no se compone de un continuo sino de yuxtaposiciones.

El universo contemplado con el objetivo realista se ordenaba de arriba abajo, desde un techo o sistema de valores, enunciados en las constituciones civiles, por las religiones, en las perennes rutinas institucionales, en fin, por los regentes de los destinos del ciudadano tanto en el mundo ficticio como en el social. En el modernismo, por el contrario, el mundo está en ebullición, lo natural aparece desbordado por las invenciones y la multiplicación de los objetos manufacturados. Los sistemas ideológicos resultan incapaces de acomodar epistemológicamente esa inmensa cantidad de funciones creadas por las innovadoras maneras de vivir, por ejemplo, por la velocidad, que aproxima lo distante, o el revelado químico de la fotografía, apta para crear un doble especular del mundo. Las insólitas sensaciones, las innovadoras circunstancias vitales quedan fuera de los sistemas de pensamiento al uso, incapaces de absolverlos, y son tantos -y lo siguen siendo- que su aparición y aclimatación al vivir de cada día se produce antes de que sepamos manejarlos.

Un ejemplo claro reside en los recientes descubrimientos de la genética, desde la fertilización in vitro hasta la creación de vida artificial, que plantea problemas morales de difícil solución. Paralelamente, cabe decir que en el contexto histórico la guerra hispanoamericana, las grandes guerras mundiales, la revolución rusa y demás, cortaron las conexiones lógicas establecidas en el siglo XIX por las grandes ideologías, sustentadoras de los lazos tendidos por el pensar histórico, la red que se responsabilizaba de la cohesión de las transformaciones humanas, dotándolas de una perspectiva que las unía con la lógica de sucesos. La época moderna, muy al contrario, deja al mundo flotar en su inmanencia.

Por ello, el saussurianismo y sus ramificaciones semióticas vienen imponiéndose en la crítica literaria, porque ponen el énfasis de la explicación en la lengua como sistema de signos, en la relación arbitraria de las palabras con sus referentes; el sistema de signos flota por encima del mundo impregnándose de sentidos y significados, interrelacionándolos, y los usuarios del idioma los absorbemos. La lingüística postsaussuriana resulta apropiada para explicar lo que sucede en un texto literario, pues su estructura corresponde con la que percibimos en el mundo moderno. El problema básico con estas teorías es que evitan toda relación con la genética del pensar humano, el hecho de que lo dicho o escrito lo emite un ser humano con determinantes sociales concretos, nacido en un lugar y en el seno de una familia específica con unos vínculos sociales y estéticos determinados. Los críticos rehúsan considerar este fenómeno en el modernismo español o de allende nuestras fronteras lingüísticas. Me explico: el asunto clave al considerar la indefinida situación del modernismo español se debe en gran medida a que ni siquiera hemos comprendido todavía los componentes de genética social al estudiarlo. Consideremos por un momento a Benito Pérez Galdós frente a Leopoldo Alas.

La impresión habitual de ambos autores reside en que Galdós es un escritor popular, inspirado, el creador inconsciente, mientras Clarín resulta todo cerebro, reflexión. La diferencia de Fortunata y Jacinta con La regenta suele establecerse atendiendo a confrontar una novela de sucesos inhabituales y una de fuerte contenido intelectual, a lo que se suma lo antedicho, la ficción galdosiana fue compuesta sin que el autor reflexionase demasiado respecto al aspecto compositivo, todo lo contrario que Alas, flaubertiano por excelencia. Galdós es un teórico de la novela lite -según una extendida opinión crítica-, Clarín un intelectual de alto contenido calórico.

Pierre Bourdieu ha atribuido el modernismo de Gustave Flaubert, entre otras circunstancias al medio familiar en que nació, a sus orígenes sociales. El creador de Madame Bovary, en opinión de Bourdieu, vivió ajeno a las preocupaciones que aquejan al hombre de la calle, la necesidad de ganarse el pan nuestro de cada día, la lucha por la vida, etc. La independencia económica le permitió vivir apartado del ajetreo político, y, lo cual halla su reflejo en la famosa impasibilidad narrativa de sus novelas, es decir, en la presentación de un mundo sin una perspectiva unificadora5. Y ahí, añado yo, se encuentra el grado cero de la modernidad, cuando el mundo, ficticio aquí, deja de venir regido por una visión unificadora. Esto se refleja en las novelas en el uso del estilo indirecto libre, en el intento del autor de ocultarse, en la tentativa de aparecer imparcial, consecuencia de una situación personal y social de alejamiento de las clases burguesas, obligada a trabajar para vivir y comprometerse cada día con una manera de actuar. Alas se parece en este sentido a Flaubert. Nació también en el seno de una familia acomodada, y fue un experto practicante del estilo indirecto libre, de las técnicas propias del objetivismo naturalista. Disfrutaba de las prebendas inherentes a su posición de catedrático de derecho que le eximían de inmiscuirse en las luchas políticas de la ciudad de Oviedo. Llevaba una grata vida burguesa, contemplando la sociedad de su tiempo con preocupación social, pero desde arriba; Galdós, por el contrario, vivía de la pluma, su relación con el oficio de escritor difería de la de Alas en la necesidad de complacer al público. Si los lectores se aburrían con sus obras, dejarían de comprarlas, y él perdería el beneficio de su oficio. Este simple hecho le vedaba los extremos de la experimentación formal.




El problema de la representación y las correspondencias

El mayor cambio acaecido con la llegada del modernismo en relación con la novela afectó a las convenciones de la representación textual del mundo. Sólo en la época del realismo, y entre el grupo de escritores que denominamos los realistas castizos, Fernán Caballero, Pedro Antonio de Alarcón y José María de Pereda, existió un propósito concertado de captar la realidad en la página. El caso más claro y de mayor éxito lo encontramos en el escritor montañés, en cuya Sotileza hallamos reflejado el mundo y las personas de su época, aunque esa reproducción venga sometida a un difuminado romántico. De todas maneras, en los años sesenta y setenta del pasado siglo, los novelistas, incluido Galdós, buscan la fidelidad de la representación textual. El proyecto moderno de novelar comienza cuando los escritores renuncian a reflejar en sus obras las correspondencias entre el mundo y las cosas en el texto, o a encontrarlas originales. Un caso ejemplar de la prosa española es el de Gustavo Adolfo Bécquer en sus Leyendas, donde la realidad se divide en dos; bajo la capa superficial («Del salón en el ángulo oscuro / de su dueña tal vez olvidada») se encuentra el mundo del misterio, al que el autor capta mediante la superposición de un discurso firmemente anclado en lo poético, el símil, la metáfora se convierten en los elementos o espejos que vierten la realidad en el texto. Poco a poco, la novela de los años ochenta y de los noventa irá distanciándose de la representación literal de lo real, lo observamos con claridad en Misericordia de Galdós, cuando aparece un personaje que resulta el figmento de la imaginación de otro. Al leer estas novelas, conjugamos sus componentes de distinta manera a como lo veníamos haciendo, porque les falta el orden acostumbrado de la novela tradicional, diferente del burgués habitual: las correspondencias quedan rotas. Hay que buscar un nuevo orden. Y éste surgirá cuando el ímpetu representacional mimeticista sea sustituido por el interés en lo formal, cuando las novelas adopten estructuras independientes de los sistemas de valores externos, y vayan convirtiéndose en textos autosuficientes.

La pintura impresionista del XIX explica visualmente lo ocurrido a la representación en el terreno del arte cuando nos aproximamos al siglo actual. Las líneas trazadas en la tela difuminan los perfiles de lo físico, su representación guarda una correspondencia aproximada con la realidad, la capta mediante unos colores y unos trazos inarmónicos con el mundo natural. De nuevo, la palabra que acude a la pluma es la de inmanencia, de un mundo que se autosostiene, escasamente apoyado en el mundo de diario.

Sin tener que recurrir al análisis textual postsaussuriano ni a la pintura impresionista, la prosa de Bécquer ejemplifica ampliamente la falta de correspondencia entre el mundo y su representación textual en el terreno literario. Quizás la razón primaria por la que la mente moderna comienza a percibir el mundo en su fragmentaria cohesión en lugar de concebirlo ordenado en una totalidad proviene de la enorme cantidad de ciencias, desde la lingüística, pasando por la antropología y la sociología a la psicología y el psicoanálisis, ciencias que cada una explica parcialmente el mundo, desde su especial y particular perspectiva, con lo cual nuestros conocimientos al buscar un sentido al entorno necesita unir los resultados de ciencias que, al menos en sus comienzos -hoy en día la división entre los estudiosos de las ciencias sociales y de las humanidades se ha estrechado-, aportaban datos y visiones divergentes con las tradicionales del humanismo, cuya coherencia y articulación rara vez se ponía en entredicho. Todo ello llevó a una escisión del esquema cognoscito habitual, el considerado propiamente decimonónico, a la pluralización de acercamientos al mundo.

El carácter inmanente del modernismo afectó a la novela no sólo en cuanto a la representación, sino a todos sus componentes. La lengua de la narrativa se abrió a vocabularios de tipo diverso. En la época del naturalismo tenemos la enorme contribución hecha por los léxicos fisiológicos, científicos y psicológicos. La archiconocida frase de Baroja indicando que la novela es un saco roto, donde cabe todo, resume lo que vengo indicando, la rotura de los límites regían el género. José Ortega y Gasset habló de la deshumanización del arte, con lo que el fundamento de coherencia útil para justificar el arte, la presencia de lo humano, se vino abajo. La autoridad vigente en el texto, encargado de ordenarlo es reemplazado por el principio, el de la narratividad, un proceso de comunicación narrativa en que junto con el autor hemos de colocar al lector.




El modernismo y exilio: Ramón Sender: Réquiem por un campesino español (1953)

La novela del exilio debe ser considerada una prolongación de la novela moderna, de la última fase del modernismo propiamente dicho, la época de las vanguardias, y de la novela social española. En el exilio se prolonga también la llama da novela social, que se escapa a los confines del modernismo, ya que sus creadores se caracterizan por una clara falta de vocación hacia la estética moderna. Los novelistas sociales suelen ser escritores aferrados a un estricto código ideológico, muy coherente, que suponen trascendental, opuesto por naturaleza a la inmanencia recién invocada. Ramón Sender, de quien enseguida me ocuparé sería un caso híbrido, oscilante entre ambas corrientes: un novelista social moderno.

Los escritores emigrados a raíz de la derrota del 1939, la mayoría a que me refiero, partieron con un bagaje mayor o menor de realizaciones literarias. Salen a un mundo que sigue, sea cual sea la variante, inserto en plena época de la modernidad, con unos hábitos formales encauzados por una determinada manera de hacer. Junto al cambio de relaciones con el entorno político-social, todos ellos sufrirán una pérdida de posición artística y estética, aun quienes escaparon menos lesionados de la guerra. El exilio les supuso, en principio, un intento de posicionarse ante un cúmulo de dificultades; de entrada, chocaron con el problema lingüístico, incluso los acogidos en países de lengua española, pues el tono, el ritmo del habla, el vocabulario, el referente cultural y demás, era distinto. La diversidad entre el castellano escrito en España y el de los países sudamericanos se evidencia en las traducciones que inundaron la península a comienzos de la posguerra, donde muchos comenzaron a leer a William Faulkner, haciéndolo con deje argentino.

Sin detenerme demasiado en circunstancias de sobra conocidas, quisiera concentrarme en el comentario de las conexiones de lo moderno y la narrativa del exilio, en la posición adoptada por los escritores ante el problema de la representación de la realidad (perdida, añorada) en el texto. El novelista español del exilio trabaja en una época cuando las formas de la narrativa tradicional para reproducir la complejidad de las realidades sociales y políticas de su momento entran en desuso. Se enfrenta con un lenguaje, articulado por el triunfante fascismo español, al que tiene que presentar una alternativa. Y digo una alternativa ficticia; los escritores exiliados pertenecen al grupo de los derrotados, y cualquier enfrentamiento abierto con la lengua, el discurso de los triunfadores que pretendiera reescribir la historia resultaría utópico. El proyecto exiliado parte, por tanto, de una clara posición marginal, es la otra literatura -toda obra exiliada aparece desplazada del universo cultural al que pertenece. Ramón Sender llevará a cabo esa confrontación con la cultura dominante en el Réquiem.

La famosa novela de Sender equivale en la prosa a los conocidos versos de León Felipe donde dice que los exiliados se llevaron el espíritu («¿Y cómo vas a recoger el trigo / y alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?») Supone una protesta contra las sempiternas oligarquías nacionales, menos apasionado que la de Felipe, aunque quizás más efectiva. La novela enfrenta dos discursos, el de la España tradicional de los fascistas, la narración de la vida y el asesinato de Paco, con un romance que recuenta la misma existencia. Un narrador anónimo, que focaliza la historia desde la visión de Mosén Millán, enuncia el primer y principal discurso. El cura está a punto de celebrar la misa de réquiem por Paco, abrumado por la culpa de, entre otras cosas, de haber descubierto a los falangistas el escondite de Paco, consiguiendo que se les rindiera, para luego permitir su fusilamiento sin mayor protesta por su parte. Mientras Mosén Millán espera a que se llene la iglesia de feligreses para oír la misa, el monaguillo entra y sale de la sacristía canturreando el romance que cuenta la vida, desde el nacimiento, pasando por el matrimonio, hasta el vil asesinato de Paco, a mano de los señoritos fascistas. «Ahí va Paco el del Molino, / que ya ha sido sentenciado, / y que llora, por su vida / camino del camposanto».

Mosén Millán aguarda sentado en la sacristía, como dije, a que acudan los parroquianos. Sólo llega el trío de ricachos del pueblo, los responsables del crimen. Los tres quieren pagar la misa que el cura va a celebrar, ofrecimiento que él rechaza. Mosén Millán está triste, apenado, abrumado por culpa, abrumado por unas costumbres, unos hábitos de conducta, unas formas de expresar esas normas, la lengua, de cuyas garras no se pude escapar.

La novela permite establecer una clara división entre la historia contada y el discurso que la enuncia. La historia transmite los hechos concretos referentes a la muerte del joven inocente. Presenta la estructura de la realidad española durante los años de la segunda república española, cuando los autócratas (sacerdocio, aristocracia, y los militares) chocan frontalmente con los impulsos democráticos, en este caso, de los labradores explotados. Al triunfar la república, los hombres del pueblo asumen el control de las tierras de los latifundistas y marcan la ley que rige la distribución de la riqueza en el lugar. La reacción de los propietarios cuando llega la rebelión fascista contra el gobierno legítimo de la república apoyada en la religión (Mosén Millán), por las fuerzas paramilitares (los falangistas) y en los militares (la guardia civil), ahoga el brote de justicia social a base del asesinato y de la traición. Todo esto subyace en el fondo de la obra, historia los hechos, que vienen filtrados en el discurso, la relación que los hilvana en el presente del discurso a la conciencia del cura.

La historia limita la dispersión de la realidad; la traición de Mosén Millán y la muerte de Paco resultan hechos irrevocables, cierran el paso a toda posible dispersión al ser personalizados en el discurso. El narrador revisa las motivaciones del cura en la conciencia y sugiere las posibilidades de una actuación distinta. Y el lector se dice... si no hubiese delatado a Paco... si se hubiese apiadado de los pobres que vivían en las cuevas... Lo cierto es que Mosén Millán lleva a cabo su ignominia; y el discurso hilvana la cantidad de oportunidades desperdiciadas, es la historia perdida, sepultada, lo que pudo haber sido, pero nunca fue. Por eso, el réquiem aparece como una forma discursiva apropiada, la forma de una misa de difuntos sobre las posibilidades de lo nunca ocurrido: la defensa del joven aldeano por Mosén Millán, la protección de las víctimas del fascismo por la iglesia católica.

Ese parece ser, en principio, el cargo impuesto por el autor al sacerdote rural, y su pena, la losa de culpabilidad oprimiendo la conciencia. Así, la pena quedaría corta, y el castigo guardaría escasa correlación con la culpa y con los auténticos criminales. Sender apunta allende el individuo; su enfrentamiento al discurso de la España franquista le lleva a buscar un confrontamiento con esa lengua, a ese discurso fascista viene bien delimitado por una serie de motivos que se escuchan a lo largo del libro. «Un médico es un médico». (p. 21), le oímos decir al Mosén; o, cuando Paco le pregunta al cura si es justo que el duque cobre arrendamiento por unos pastos del monte sin haber pisando nunca la aldea, el cura le contesta: «¡Qué te importa a ti eso, Paco!» (p. 45); o, esas frases ecuménicas del tipo de: «La vida es así y Dios que la ha hecho sabe por qué» (p. 39). Innumerables serían los ejemplos de un discurso que inmoviliza el presente, y silencia todo cuanto no sea la sumisión a la tradición, a los dictados de un legado del que no se habla, establecido como innamovible. Este discurso que mutila al individuo y le incapacita para disfrutar de las vivencias individuales aprisiona la vida y la muerte de Paco, que también viene narrada también, según dije, en el romance.

La biografía de Paco se narra, pues, en dos textos paralelos, ninguno de los cuales parece tener un autor responsable, un responsable de la autoría, con lo que el personaje, el sujeto, se ve aprisionado allí por fuerzas sin nombre propio. Tanto el discurso del cura como el romance interpretan la historia subyacente; en este sentido, el discurso principal y el romance actualizan una historia que de ninguna manera representan, es decir, ni uno ni otro cuentan de una manera realista lo que ha pasado en el pueblo aragonés donde acaecieron los sucesos. Lo que tenemos, en cambio, es un texto donde se manifiesta la lucha del autor por encontrar una representación de un suceso real, y en el esfuerzo, influido por la modernidad de su empeño, conjuga dos tipos de discurso, uno filtrado a través de la mala conciencia de un pobre cura de aldea y otro poético, realizado por medio de un romance, la forma poética tradicional de la cultura hispánica. En uno el individuo queda confinado a la pérdida de su individualidad e incluso, la vida; en el otro, el romance, los seres allí cantados comparten la vida del mito, son ensalzados, recordados, levantados por encima de la historia.

Lo cierto es, y por ello resulta esencial encuadrar la literatura del exilio de 39 dentro de su contexto, el de la modernidad, que Paco es víctima y héroe a la vez. Víctima del réquiem, héroe en el romance. Y allí atrapado entre uno y otro se halla el personaje, atrapado por la incoherencia de la realidad y de nuestra experiencia de la misma. Y ése es el primer destierro al que someten los escritores del exilio español a sus personajes, al exilio y a la condena propios del mundo moderno. Sender al entremezclar la narración principal con el romance está efectuando además una protesta; el romance conserva la verdad y se resiste a confundirse con la verdad oficial. Es la protesta desde el margen mirando al centro, desde la trasterración a la cultura de la península.

Curiosamente, el autor nunca se asoma en el texto; el narrador del discurso principal y la voz que habla en el romance son anónimas. La vida de Paco y la del Mosén vienen presentadas en forma de bricolage con lo que el autor aparece como quien organiza las capas del discurso, sin preocuparse de la perspectiva de los que hablan. Al comienzo dije que los lectores de novelas de exilio esperamos encontrar un tipo de novela autoritaria, de tesis, y, sin embargo, cuando leemos el Réquiem por un campesino español o El diario de Hamlet García (1940) o Muertes de perro (1958), encontramos una protesta implícita, sin grito. Y ello se debe, en mi opinión, a que las novelas del exilio español nacieron marcadas por el signo de la modernidad; el autor nunca hace en ellas uso de la autoridad que le correspondería en una narración tradicional, actúa de propiciador de significados e interpretaciones de la realidad del mundo actual que apenas lo posee. A Sender le preocupó menos enderezar los detalles de historia de la guerra civil española que remodelar los términos del entendimiento entre el autor y el lector enfrentados a la realidad.

Y ésa fue esencialmente la labor de los narradores de nuestro exilio de 1939. A los críticos compete ahora sacarlos del margen y conectar su producción con las otras creaciones postergadas, escritas en las distintas lenguas del estado español, en el interior, durante el período franquista, asignándoles un puesto dentro, entre el discurso central de la cultura.







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